Capítulo 13

Nunca se le había dado muy bien esperar.

La noche anterior, sobre las once y media según el sobrio reloj de pared, le habían acercado la cena a la celda. Un triste plato de insípido arroz blanco a través de los barrotes, como si se tratara de un pobre animal condenado a la eternidad en el zoo. Annibal no había comido nada desde el desafortunado menú en Il Colosseo y se había estado muriendo de hambre. Ver esa plasta blancuzca en el cuenco casi le había cerrado el estómago. Ni lo había tocado.

Y así permanecía al día siguiente.

Fue lo primero en lo que se fijó Wolfgang Sawyer al adentrarse en el calabozo. Scorpio no se molestó en separar la espalda de la pared para incorporarse, pero le miró con cierto interés. La expresión del sargento era casi como un libro abierto y el prisionero intuyó el motivo de la visita. Sin embargo, no se movió.

—Levántese —ordenó Sawyer de mal humor. Las llaves colgaban de su mano derecha.

Scorpio, a su ritmo, obedeció. Su cuerpo acusaba las posturas forzadas del día anterior. El golpe en la cara había abandonado el color rojizo para adoptar un tono violáceo. Serio, se colocó en frente de la puerta de la celda. Sin dilaciones, Sawyer la abrió. Le indicó al detenido que le mostrara las manos. Después le colocó los grilletes.

—¿Vas a intentar interrogarme otra vez? —quiso saber Scorpio, aburrido. La presión de las ataduras metálicas se notaba fría.

—Va a largarse de aquí.

La expresión de sorpresa de Annibal fue sincera, aunque apenas duró unos segundos antes de que volviera a revestirse de gélida coraza.

Sawyer sentía cómo se lo llevaban los demonios. Le quemaba por dentro haber sido capaz de capturar a un criminal de tal calibre para luego verse obligado a dejarlo en libertad. Era culpable, lo sabía. Lo sabía, maldita sea. Y, sin embargo, la prueba efectuada con la Desert Eagle no decía lo mismo: las muescas de las balas encontradas no correspondían con las que dejaba la pistola requisada sobre los proyectiles de prueba.

Aquel contratiempo no solo suponía una traba para la investigación relacionada con la carnicería del muelle cuarenta y siete, sino que podía afectar a la que concernía a los famosos asesinatos.

—Ya era hora. La atención a vuestros invitados no es una de vuestras mejores cualidades.

El sargento necesitó morderse la lengua una vez más para no responder a la provocación. La arrogancia de Scorpio había vuelto, alimentada con la reciente noticia. Le habría gustado ceder a su instinto y golpear al narcotraficante, pero debía dar ejemplo. No era propio de él.

Maldijo a Jay Settle. Ese maldito abogado se había enterado, informado por su cliente, de la agresión por parte de Roger. Y, a pesar de que Scorpio había atacado primero, había utilizado el recurso de detención ilegal para agilizar la puesta en libertad. Tal vez, si el dossier de balística hubiese sido favorable, Sawyer habría tenido la posibilidad de rebatir la decisión. Pero no, por supuesto que era mucho pedir tener tanta suerte.

Mientras recorrían los pasillos que los conducirían fuera de la zona de los calabozos, el sargento se planteó que Scorpio pudiese haber utilizado otra clase de arma. Porque seguía convencido de su participación en los hechos. No obstante, no podría convencer a nadie sin un argumento de peso, y este siempre se le escapaba de las manos como si de humo se tratase.

—No te ha salido bien la jugada, ¿eh, Sawyer? —le pinchó Annibal en voz baja. Llegaban a la recepción de la comisaría. De nuevo se estaban convirtiendo en el centro de un gran número de miradas.

—Cállese. Algún día todo esto le saldrá muy caro, se lo aseguro.

Scorpio le miró a los ojos mientras el sargento sujetaba la cadena central de los grilletes. Este introdujo bruscamente la pequeña llave de metal en la ranura. El clic se tradujo en la derrota del policía.

—Es mejor que no intentes algo tan estúpido otra vez, por tu bien.

—¿Me está amenazando?

—Te estoy advirtiendo.

Era una conversación que ya habían tenido antes.

Los ojos cristalinos de Wolfgang quemaban como el hielo. Solo la llegada de otro agente hizo que se rompiera el contacto visual. Este trajo una pequeña caja de cartón y la dejó sobre la mesa más próxima. Le susurró algo al sargento antes de marcharse.

—Ahí tiene sus cosas.

—¿Y mi arma? —Annibal miró el interior de la caja con desprecio. No saldría a la calle con ella como si le acabaran de despedir de una empresa. Empezó a guardar sus pertenencias en los bolsillos.

—Su arma se va a quedar aquí, no pretenderá que se la devolvamos. Aunque tenga el permiso, la que se le incautó no está registrada a su nombre. A nombre de nadie, de hecho —respondió Sawyer. Al menos le quedaba el consuelo de seguir contando con la pistola para otras líneas de investigación. Quizá pudiera demostrar que se había cometido un error.

—Toda tuya.

—Esté atento al correo, le llegará la multa a casa. Termine de recoger sus cosas y márchese de aquí. Ya.

Para Sawyer, si había algo peor que haberse quedado con las manos vacías era que la persona culpable de ello se lo recordara. Respiró hondo.

Scorpio comprobó que a la batería de su teléfono no le quedaba mucho para agotarse. El código de desbloqueo lo habría protegido contra intrusiones. Con la mano izquierda lo guardó en uno de los bolsillos delanteros del pantalón vaquero. Lo último que recogió fue el paquete de tabaco junto con el mechero.

—¿Pero qué…? —Una voz masculina interrumpió aquel momento casi íntimo.

Sawyer miró a su derecha y Annibal solo tuvo que levantar la cabeza para corroborar la identidad del autor.

—¿Y ya está? ¿Se le suelta y ya? ¿Qué cojones significa esto? —se escandalizó Roger. La piel bajo sus ojos presentaba un acentuado aspecto púrpura. Una protección blanca cubría el puente de su nariz, que parecía hinchada. Su mirada feroz saltaba, en repetidas ocasiones, del detenido puesto en libertad a su superior.

—Su abogado ha recurrido la detención por haberse quebrantado la legalidad a causa de la agresión —explicó Wolfgang. Sus iris invernales increpaban al detective, severos—. De forma que no le podemos retener más tiempo.

El sargento era consciente de que la mayoría en esa sala había abandonado sus quehaceres para no perderse detalle de la gran derrota. Volvió a centrarse en su respiración. Aquella falta de discreción le parecía fuera de lugar.

—¿Cómo? ¿Y las pruebas? —insistió Rickman. A diferencia de su superior, le importaba muy poco haberse convertido en el centro de atención—. ¿Y esto? —bramó, señalando su rostro magullado—. ¿No hay pena tampoco para esto?

—Scorpio, márchese —ordenó Sawyer. Necesitaba poner fin a esa situación de inmediato. No era bueno para nadie continuar presenciando tal espectáculo.

Annibal tampoco veía ningún otro motivo que le retuviera allí. Por una vez en su vida, estaba de acuerdo con ese policía riguroso. Tendría que salir desarmado. Después de todo lo que había sucedido en las últimas veinticuatro horas, tal vez fuera la menor de sus preocupaciones. Les dio la espalda sin más dilación.

—Voy a encerrarte, Scorpio. Voy a encerrarte y no habrá dios que pueda salvarte —amenazó Roger entre dientes. Se esforzaba por contenerse, pero temblaba de furia. Profesaba un odio visceral hacia él.

Aunque la voz del detective había resonado con un volumen bajo, llegó a los oídos del narcotraficante. Se detuvo en seco. Giró la cabeza hacia él, despacio, y clavó sus ojos oscuros en los de Roger. No pestañeaba, no existían indicios de expresión alguna en su rostro. Roger sostuvo la losa de la tensión con la fuerza de una gran hostilidad.

La comisaría pareció enmudecer.

Fue el propio Scorpio quien hizo pedazos el hilo visual al darse la vuelta de nuevo. Continuó con su camino. Podía sentir todas y cada una de las miradas clavarse en su cuerpo como una lluvia de cuchillos. Incluso se preparó para que el idiota de Roger se abalanzase sobre él, o para que un grupo de policías se le echase encima con intención de volver a detenerle. Nada de eso ocurrió. La enorme presión se disipó en cuanto cruzó la puerta de salida. Dejó escapar el aire. Notó cómo la incipiente lava en su interior se solidificaba.

El cielo recibió su llegada casi despejado. Las nubes rezagadas salpicaban el nuevo azul, solitarias, sabedoras de que ya no eran bien recibidas. Hacía calor. Annibal sacó el paquete de tabaco con la mano izquierda, luego el Zippo, y encendió un cigarro. Saboreó la primera calada, disfrutó del humo abandonando lentamente sus pulmones.

Hacía pocos minutos que habían transcurrido tres cuartos de hora desde que se habían metido en el coche de color rojo brillante y diez desde que habían estacionado a una distancia prudencial. La espera se estaba haciendo pesada. Nadie hablaba. Sam intentaba establecer una conversación con Johnny de vez en cuando, pero su colega no estaba por la labor de mantenerla. No después de que su jefe tuviera que encargarse, para su vergüenza, de lo que les había correspondido a ellos.

Solo el conductor sabía qué era lo que aguardaban.

—Ahí está —dijo de repente el Lobo, más para sí mismo.

La atención de los dos ocupantes de los asientos traseros se activó. Se asomaron por el cristal de la ventanilla que les quedaba a la derecha. Atisbaron a un hombre que acababa de salir por la puerta principal de la comisaría. Vieron a lo lejos cómo empezaba a fumar.

—No me jodas. ¿Esto era lo importante? No sabía que ahora nos dedicábamos a esto. ¿Es que ese tío no puede volverse solito a casa? —Sam emitió un bufido despectivo. De pronto, se sintió molesto. Enterrar un cadáver, a su juicio, era más importante que ir a recoger a cualquiera con el coche. Se habían ganado una bronca y ¿para qué? No entraba en sus planes ser chófer, aspiraba a algo más.

Johnny le miró, visiblemente incómodo. ¿En qué pensaba su compañero para hablar así delante del jefe?

El Lobo, que ya había colocado la mano izquierda sobre la manilla para abrir la puerta, la retiró de inmediato. Se giró hacia atrás. Hundió los ojos, a través de sus gafas de sol de cristales negros, en los del autor del desafortunado comentario. Johnny mantenía los suyos fijos en algún lugar más allá de la luna delantera. Los rayos solares se filtraban por los cristales e inundaban el interior del vehículo robado con una luz anaranjada. Sam, cortado, pensó que le había ofendido al cuestionarle. Se arrepintió de no haber reprimido sus pensamientos, aunque creía que no había sido para tanto.

Rafael abandonó el coche.

—Podrías callarte de vez en cuando, tío —le recriminó Johnny.

El otro no respondió.

La gravilla crujía bajo los pies del Lobo mientras se dirigía hacia la puerta de la comisaría. No llegó hasta la misma, pero quedó a una distancia suficiente como para que su amigo reparase en él. Nada más verlo, Annibal comenzó a andar en su dirección. Apenas quedaba nada del cigarro.

—¿Cómo estás?

Lo primero que había visto el de la coleta había sido la contusión en la mejilla de Scorpio. Le dio unas palmaditas suaves en la parte izquierda de la espalda, recordando la lesión. Se percató en la vestimenta informal. Rafael percibió algo más que la indiferencia que marcaba su expresión. Estaba deseando saber qué demonios había ocurrido, pues Jay no había tenido tiempo de ponerle al corriente.

—Ahí ando —admitió Scorpio. Responder que estaba bien suponía ofender la inteligencia de su mejor hombre. La tensión y el resto de emociones negativas desde la detención, junto con el dolor físico que no le había abandonado, le estaban agotando. Y tenía hambre. Al menos el tabaco le había activado en cierto modo—. ¿Llevas esperando mucho rato?

—No. Poco más de diez minutos. De hecho, pensaba que llegábamos tarde.

—¿«Llegábamos»?

—Me acompañan dos de mis chicos.

—Bien. —No era algo que a Annibal le importase, simplemente le reconfortaba volver a estar en compañía de su amigo. Se pusieron en marcha. Entornó los ojos a causa del sol—. ¿De dónde has sacado este trasto?

—Es una larga historia.

El Lobo no sabía si contarle o no el motivo real de la presencia de aquel coche. Un contratiempo como ese tan solo contribuiría a torcer aún más su humor. Pensó que, a decir verdad, la irresponsabilidad de esos dos hombres podría haberles salido muy cara. No podían consentir que nadie dejase a la vista nada con potencial de salpicarlos a ellos. Incluso el hecho de haberles regalado el vehículo en cuestión a esos niñatos había sido una temeridad, pero al menos se había solucionado con éxito. Y a tiempo. Desde luego, lo que no podrían haber hecho habría sido presentarse en una comisaría con un muerto en el maletero. Los pequeños delincuentes abandonarían el BMW de inmediato en cuanto descubrieran el cuerpo, seguramente habiendo plagado todo con sus huellas primero.

Johnny y Sam observaban cómo el Lobo y el otro hombre se aproximaban al coche. Todavía se preguntaban por qué razón su jefe había reaccionado así al escuchar las palabras del bocazas de Sam. La apariencia del recién llegado parecía normal, salvo por las sombras que cubrían su rostro. Y por la cicatriz que marcaba su ojo izquierdo. Johnny entonces sintió algo familiar que volcó su estómago, algo que no fue capaz de identificar al momento. Samuel, por el contrario, continuaba excusándose en su fuero interno.

Scorpio se acomodó en el asiento del copiloto sin apenas prestar atención a los dos ocupantes traseros. Lo hizo como pudo para no castigar demasiado su espalda. Tuvo cierta dificultad para abrocharse el cinturón de seguridad. Rafael efectuó de nuevo la operación de contacto con los cables que encenderían el motor.

—¿Dónde te llevo, jefe?

Annibal seguía sin entender por qué su amigo conducía ese coche ni por qué se había visto obligado a hacer un puente, pero no le extrañaba su facilidad para llevarlo a cabo. Lo que le desconcertó fue el apelativo con el que se había dirigido a él. No recordaba la última vez que lo había utilizado. El conductor miró a su derecha y le dedicó al copiloto un gesto significativo, después se centró en el retrovisor interior. La tez de Sam había adquirido la tonalidad del algodón, mientras que Johnny mantenía su interés en algún punto a través del cristal derecho. Satisfecho, el Lobo abandonó el aparcamiento.

—A casa. Quiero darme una ducha.

Durante el trayecto, Scorpio comprendió cómo se habían solucionado sus problemas. Se enteró de que, además de la gran labor de Jay para conseguir que declararan ilegal la detención, el estudio de la pistola había dado negativo. Él sabía que la había usado en el muelle, sabía que había matado con ella. Pero el Lobo le había explicado cómo habían logrado completar con éxito la misión de probar su inocencia.

Nada más haber recibido aquella llamada concisa y preocupante el día anterior, el Lobo se había puesto en contacto con Jay. Ambos habían celebrado una breve reunión en casa del abogado para valorar sus opciones. Por aquel entonces, ninguno sabía que podrían recurrir al puñetazo del policía para agilizar el proceso. El primero en enterarse sería el abogado cuando, un par de horas después, se presentase en la comisaría. En dicha reunión, ambos se dieron cuenta de que precisarían de la ayuda de algún agente de profesionalidad y valores inexistentes. No suponía ningún problema, contaban con varios policías en nómina repartidos por distintos puntos estratégicos. Se pusieron en contacto con uno de ellos, Carl Brown, discretamente. Las comisiones que recibían los policías comprados eran tan sustanciosas que no podían sino obedecer cuando se les requería. Debían hacer desaparecer aquella Desert Eagle de la comisaría. Aquello era lo que Rafael había captado inmediatamente después de las palabras del detenido a través del teléfono. Pero no podían llevársela sin más, se habrían dado cuenta y las consecuencias habrían sido fatales. Resolvieron que tenían que dar el cambiazo, y eso hicieron.

Así, la mano derecha de Scorpio se las había ingeniado para que uno de sus contactos le consiguiese una Desert Eagle de contrabando en menos de un par de horas. Durante ese período de tiempo, Jay Settle había hecho lo propio en la comisaría. El siguiente paso correspondió a Brown. Fue sencillo: tenía acceso a las pruebas. Logró cambiar un arma por otra antes de que comenzara ningún estudio y antes de que nadie echara en falta su presencia en su puesto de trabajo. El trueque había tenido lugar sobre las dos de la mañana, cuando había encontrado un hueco con poca actividad. Las pruebas con el arma habían comenzado dos horas después. Carl Brown se había asegurado de no cometer ningún error, todo fuese por los fajos de billetes que recibiría por el trabajo.

Nadie se había dado cuenta del cambio.

El informe había concluido como si se tratara de la pistola original, lo que desembocó en el descarte de Scorpio en la participación en el tiroteo del muelle. Al menos en lo que a esa prueba se refería. El abogado, por su parte, había insistido en ver las grabaciones que recogían la agresión a su cliente. La policía no pudo negarse. Se vio que Scorpio había atacado primero, pero Settle alegó provocación policial. No se escuchó lo que Roger le había dicho, pero el lenguaje corporal del detective casi hablaba por él. El abogado había exigido la puesta en libertad inmediata de su cliente. Además, indicó que haría lo posible por hacer que se le abriera un expediente de sanción a Rickman.

Annibal se sorprendió una vez más. El plan había desembocado en una puesta en práctica sublime. Jay y el Lobo le habían sacado de un atolladero importante, solo podía estar agradecido. Se sintió orgulloso.

El resto del trayecto sirvió para que el jefe explicara qué era lo que le había hecho terminar en el calabozo de una comisaría. No dio todos los detalles, pues era consciente de los dos tipos que viajaban con ellos en el asiento trasero, pero sí contó lo que consideró de dominio público. La cara del Lobo era todo un poema a medida que avanzaba en su relato, especialmente al escuchar la excusa de la que se había valido Sawyer para efectuar la detención. Y porque esta hubiese resultado efectiva.

Cuando se quisieron dar cuenta, ya estaban entrando en la calle de Scorpio. Rafael detuvo el coche en frente de la propiedad. Se bajó, al igual que el hombre de su derecha.

El sol cobrizo resbalaba por el horizonte y arrastraba consigo algunos grados de temperatura.

Johnny pensó que la mejor decisión era quedarse en el interior del vehículo, pues nadie les había invitado, pero no así Sam, quien se apeó. Resoplando, el chico tatuado le siguió. Ambos fueron lo suficientemente discretos como para mantenerse unos metros alejados de los otros dos hombres. Los separaban unos tres metros. Observaron cómo el superior del Lobo le susurraba algo a este mientras no les quitaba el ojo de encima. El de la coleta asintió y respondió cubriéndose los labios. Por alguna razón, los dos espectadores se inquietaron.

Rafael llamó a Johnny en voz alta. El muchacho no dudó incluso cuando sus piernas amenazaron con ser menos firmes que de costumbre. Dejó atrás a Sam, quien notó una fría punzada de envidia. Cuando Johnny se situó frente a ambos hombres se dio cuenta de lo nervioso que estaba. Le intimidaba encontrarse a tan escasa distancia de Scorpio, pero supo disimularlo. El Lobo dio un paso hacia él y le habló en voz muy baja, asegurándose de que solo él recibía aquellas órdenes claras, concisas. El joven, más alto y corpulento que su jefe —que cualquiera de ellos—, quedó inmóvil. Procuró que su rostro no le traicionara. No hizo preguntas, se limitó a asentir despacio sin despegar la vista del suelo. Así permaneció hasta que los dos tipos de rango superior se internaron por la puerta de aquella verja negra y de altura considerable.

Debía ser egoísta.

—¿Cómo iba a saber yo que ese tío era el jefazo? ¡No parece mucho mayor que yo! —protestó de pronto Sam. Le costaba atribuir el nombre que tantas veces había escuchado a ese hombre.

Johnny no sabía muy bien en qué momento su colega se había colocado a su altura. Esa voz le había sacado del ensimismamiento en el que se había dejado caer. No le había escuchado.

—¿Qué te ha dicho el Lobo? —continuó Samuel.

Los ojos verdes claro de Johnny parecieron adquirir una tonalidad diferente bajo el sol de la tarde. No respondió. Su compañero se sintió algo culpable, todavía pensaba que su intervención en el coche le había hecho perder puntos a ambos, y ahora sabía por qué. Este, mientras esperaba aún una respuesta, alzó las cejas.

—Tenemos que ir a un sitio —respondió Johnny. Deseó no haber sonado tan impersonal.

—¿Dónde?

El más joven se encogió de hombros, dispuesto a no decir nada más. Fue hacia el coche y se instaló al volante. Se preguntó si le resultaría tan fácil como al Lobo hacer el puente con los cables. Ya tenía algo de experiencia. No miró si Sam le seguía, pues a los pocos segundos apareció en el asiento del copiloto.

—Fíjate, estoy en el mismo lugar en el que se ha sentado uno de los grandes —rio Sam. No se abrochó el cinturón de seguridad, solo se quedó mirando cómo el otro intentaba poner en marcha el motor—. ¿Quieres que me muera de aburrimiento?

Johnny ignoró los comentarios. Parecía que su colega no llegaba a comprender la gravedad de la situación. Tal vez recurría al humor para restarle importancia al asunto, pero no era el momento. Un asunto que había propiciado el mismo Sam por no recordar con qué tipo de gente estaban tratando, la misma en la que pretendían convertirse.

Un rugido les avisó de que el coche ya estaba listo. Johnny soltó el freno de mano con la derecha y aceleró. La responsabilidad se sentía como una losa.

—Habla, cuéntame algo. Parece que has visto un muerto. Bueno, miento, ni con el tipo del maletero estabas así.

—Cállate un rato —le cortó Johnny. No quería escucharle.

—¿Qué te pasa, joder?

—Hoy la has cagado.

—¡Venga, tío! Al Lobo le ha molestado, vale, pero el jefazo ni se ha enterado. En un par de días ya no se acordará de esto, seguro. Además, tampoco ha sido para tanto y lo sabes.

—Lo que tú digas.

Sam murmuró algo para sí mismo y decidió no seguir hablando. No le estaban sentando muy bien las contestaciones, no entendía esa nueva actitud. No hacía tanto estaban jugando al Call of Duty.

Johnny mantenía la vista al frente, absorto. El Lobo había depositado su confianza en él, era muy importante. No sabía si sería capaz de completar la tarea, pero no le quedaba otra. No quería defraudar a su superior. En el fondo, las razones eran más que convincentes. Los pensamientos e inseguridades transcurrían en su cabeza a una velocidad superior a la del vehículo.

Tomó una de las calles que los conduciría fuera de la ciudad y más tarde se incorporó a una carretera secundaria. Ni siquiera estaba pavimentada. Improvisaba como podía. La tierra del camino se había convertido en barro a causa de la tormenta del día anterior. Suspiró, el coche no era suyo y pronto tampoco de su incumbencia. Las ruedas se iban hundiendo en algunos baches.

—¿Qué quieres, que vomite el desayuno de esta mañana? Parece que estamos en una puta montaña rusa —se quejó Samuel, áspero. No iba a ser más considerado cuando nadie lo era con él. Pensaba que su colega estaba haciendo un desierto de un grano de arena.

Pero fue ignorado por el conductor una vez más. A esas alturas ya no merecía la pena discutir, no tenía tiempo ni ganas. Disminuyó la velocidad. Las irregularidades del barro dificultaban las maniobras, era complicado seguir una línea recta. Comenzaron a alzarse algunos árboles a los laterales del camino. Johnny únicamente se detuvo cuando tuvo la certeza de que se encontraban lo suficientemente lejos, incluso cuando aún se alcanzaba a ver los brillos de la ciudad ornamentando el ocaso. En frente de ellos quedaba un árbol enorme y frondoso. Los pajarillos disfrutaban de los últimos retales de luz diurna, canturreaban entre las ramas. Con la mirada perdida, Johnny frotaba las palmas de las manos sobre sus pantalones para deshacerse del sudor. Contrajo los dedos. Movió la mano derecha, despacio. Procuró no temblar.

—¿Me puedes decir de una puta vez qué está pasando? ¿A dónde coño vamos? —insistió el mayor, enfadado. Sentía cómo su compañero le hacía el vacío, así que no entendía por qué molestarse en continuar en el mismo coche. Se marcharía andando a casa si hacía falta.

—A ningún sitio.

Sam arrugó el entrecejo con intención de volver a replicar, pero no le dio tiempo. La fuerza del impacto desplazó su cuerpo hacia la ventana, que quedó teñida de rojo. Las formas abstractas de las salpicaduras quebrantaron la armonía del cristal, por donde se deslizaban restos de tejido. El hombre, inerte, fue cayendo hacia delante hasta que se escuchó su cabeza destrozada toparse con el salpicadero. La sangre goteaba sin control, la alfombrilla a sus pies absorbía el color carmín. El rostro desencajado miraba a Johnny sin verlo.

El autor del crimen por un momento observó la escena como si no hubiese participado en ella. Podía atisbar el contenido del cráneo. A sus veintidós años, no era la primera vez que mataba. Sin embargo, jamás antes le había quitado la vida a un compañero. Su respiración era profunda, sonora, por la boca. Todavía sujetaba fuertemente la pistola Glock 17 con la mano derecha, aquella que había buscado en su pantalón. No entendía cómo Sam no se había percatado de sus intenciones, aunque no recordaba muy bien aquellos últimos segundos. Había hecho que la bala atravesara su frente y lo matara al instante. La sangre corría por el rostro desfigurado del muerto.

Johnny no se había permitido vacilar. Las dudas le habrían robado la determinación. Y el Lobo no quería gente insegura entre sus filas.

«Llévatelo lejos con el coche. Mátalo. Los bocazas como él no tienen cabida en nuestro mundo. Hazlo bien y estarás dentro».

Las palabras de su jefe resonaban en su cabeza. No quería sentirse culpable, solo había cumplido una orden.

Debía abandonar el coche. Lo último que necesitaba era que alguien lo viese y diese parte a la policía, sería cuestión de tiempo que lo atraparan. Necesitó un par de intentos para atinar a abrir la puerta, tal era el temblor de sus manos. Cuando apoyó los pies en el suelo exterior, notó cómo el barro reblandecido cedía. Se agachó y, con la mano libre, cogió un puñado de lodo. Lo restregó muy rápido y enérgico por todo el cuerpo de la Glock, sobre todo por aquellas zonas que podían revelar más huellas. Las haría desaparecer o, al menos, haría muy difícil poder identificarlas. Acto seguido la tiró al suelo y la enterró con el pie. Sabía que la encontrarían si se rebuscaba un poco, pero no tenía mucho más tiempo. Se hizo con otro puñado de tierra mojada y frotó el volante, así como la palanca de cambios y el freno de mano, los intermitentes y los tiradores de las puertas, tanto internos como externos. En definitiva, cualquier punto que tanto él como el Lobo pudieran haber tocado desde que robaran el coche delante de esos críos marginales.

Quería marcharse de allí cuanto antes.

Cerró con un portazo. Se agachó cerca de un charco para limpiarse la mayor cantidad de barro posible. Se levantó a los pocos segundos y secó el agua en su camiseta negra sin mangas. Con las manos trémulas, tomó rumbo a la ciudad.

Evitó los caminos. Avanzó campo a través a paso ligero, no quería que nadie que le pudiera ver lo relacionara con la escena del crimen. Tras unos minutos, miró hacia atrás. El color de aquel coche era de todo menos discreto. Al menos estaba oscureciendo. Reanudó su marcha. Sudaba, hacía demasiado calor. La camiseta oscura se adhería a su piel. Miró hacia abajo. Fue entonces cuando se dio cuenta de que no había reparado en las salpicaduras de sangre, visibles entre los tatuajes de sus brazos. Sacó su smartphone para verse reflejado en la pantalla negra. La iluminación dejaba mucho que desear, pero le permitió localizar algunas pequeñas manchas rojas. Al menos la tela de su ropa era demasiado oscura como para que se notara a simple vista.

Mierda.

Miró en derredor. Continuaba solo. Restregó las pintadas de sangre de tal manera que pudieran pasar desapercibidas, esperando que no se encontrasen ya demasiado secas. Lo mismo hizo, a ciegas, con su cara. La cadena plateada que colgaba de sus pantalones se veía limpia. Si quedaba alguna gota rezagada, no importaba. Tenía que llegar a su casa cuanto antes. Quemaría la ropa si hacía falta.

No podía dejar de pensar en lo que acababa de hacer. Recordaba cómo había conseguido aminorar la frecuencia cardíaca cuando sintió el peso de la pistola entre sus dedos, cómo había cumplido la orden intentando deshacerse de cualquier rastro de emoción, como un autómata. Entonces su mente se había comportado con más claridad, pero ahora ya no se sentía tan seguro.

Había matado a su colega.

Egoísta.

¿Habría sido capaz Sam de obedecer tales instrucciones sin cuestionarlas, como él? Se dijo que sí. Tenía que convencerse de que sí. Pero durante los dos últimos años habían mantenido una buena relación.

Él habría hecho lo mismo.

No era suficiente. Habían sido amigos. Había mostrado fortaleza para matar a un hombre, pero no para contener las lágrimas. Se secó los ojos con el dorso de la mano derecha. Deseó que Sam hubiese estado callado en el coche. ¿Por qué no había sabido mantener la boca cerrada? El Lobo no habría necesitado ordenarle que le quitara de en medio, pero tampoco le habría ofrecido la oportunidad de ascenso.

Egoísta.

Johnny había aprendido una valiosa lección esa tarde. En primer lugar, que uno debía usar la lengua solo en el caso de que sus palabras mejorasen el silencio. En segundo, que las apariencias engañaban más a menudo de lo que cabría esperar. Por último, la dureza del camino que quería seguir. El Lobo era un buen maestro, quizá le había escogido para enseñarle todo aquello del modo en el que mejor se aprendía. Y, no podía negarlo, había estado esperando esa oportunidad desde que empezó a trabajar para ese hombre. El precio que había tenido que pagar para demostrarse digno de aquella confianza había sido alto. Sintió un extraño orgullo.

Rememoró el instante en el que conoció por fin a Annibal Scorpio. No se había pronunciado ese nombre en ningún momento, pero no hacía falta. El Lobo había manifestado abiertamente que era su superior. ¿Quién más podría ser? La cicatriz lo confirmaba. Entonces, se preguntó por qué habían ido a buscarle a la comisaría. A juzgar por la expresión que había visto, podría tratarse de un asunto grave. Pero ¿qué sabía él? No era de su incumbencia. Intentaría encajar piezas a partir de lo que escuchara los días siguientes, si es que se enteraba de algo. Al fin y al cabo, se sentía a años luz de toda esa gente de la élite.

Cuando se adentró en las primeras urbanizaciones, la oscuridad ya caía sobre los edificios. Las farolas apenas favorecían la visibilidad más allá de los círculos de luz triste de los cuales eran centro. Al menos podía orientarse, había estado por allí un par de veces antes. Caminaba por un barrio conflictivo, el segundo que visitaba en el mismo día. Pero no tenía miedo. Después de lo que acababa de hacer, pensó, más le valía al resto temerle a él.