Capítulo 1

La tarde del veintiocho de junio se escurría en el reloj, pero todavía era pronto. Annibal Scorpio pisaba el acelerador y lo mantenía constante en la medida en que el tráfico se lo permitía. Encontrarse con una carretera fluida era mucho pedir, al parecer. En condiciones normales, tan solo una hora y media les habría separado de Filadelfia. Sin embargo, mucho se temían que tendrían que permanecer dentro del Ford Mustang negro como mínimo dos horas para cubrir esos casi ciento sesenta kilómetros. La ocasión, sin duda, lo merecía.

No había transcurrido ni una semana del asesinato de Nelson Austen. Scorpio casi podía sentir todavía la sangre de ese desgraciado manchando la piel de sus manos, de sus brazos. Casi podía notar los dientes de aquel malnacido de pelo largo y castaño claro partiéndose bajo sus nudillos. El conductor del Mustang entonces había decidido hacerle una visita a quien a todas luces tenía que estar detrás de todo aquello. El viejo O’Quinn ya había jugado con fuego en el pasado y, si se confirmaba su participación en los famosos asesinatos que habían diezmado la organización de Scorpio, la muerte de Austen tan solo sería un juego de niños en comparación. Volvió a pensar en que el hecho de que O’Quinn le pagara un tributo de miles de dólares al mes no era impedimento para que hubiese decidido atacarle por la espalda. Estaba deseando tener delante a ese imbécil.

Antes de haberse puesto en marcha, Annibal había advertido a sus acompañantes una vez más que debían mostrarse más atentos que nunca. Rafael Espinosa, conocido como «el Lobo» y mano derecha de Scorpio, viajaba en el asiento del copiloto. Mantenía los ojos fijos al frente, cubiertos por unas gafas de sol que los protegían del implacable sol veraniego. Apenas sentía el calor que le daba la coleta castaña y baja en la nuca gracias al aire acondicionado. En el asiento situado detrás, Sandro Biaggi guardaba silencio. El italoamericano de corto cabello marrón oscuro y ojos azules era demasiado consciente de la gravedad de la situación. No hacía falta que su jefe les recordara que no podían relajarse, ya sabían que no podían predecir lo que sucedería una vez tuvieran en frente a ese tipejo. A pesar de la poca confianza que tenían en su competencia, no dejaba de ser el líder de su propio grupo y eso era algo a tener en cuenta, sobre todo si resultaba ser culpable.

Sandro, al conocer el plan, le había preguntado por qué no había decidido encontrarse con él en otro lugar que no fuera la propia casa del viejo. No es que dudase de la decisión de su jefe, pero pensaba que tal vez una zona más neutral habría contribuido a la seguridad de los tres. Scorpio había afirmado, tajante, que no podía poner a O’Quinn sobre aviso. Eso le daría tiempo a urdir una red de mentiras y trampas, precisamente lo que mejor se le daba, y eso sí los exponía a un serio peligro. Aunque el rango de Scorpio fuese más alto en la oscura jerarquía, el viejo se caracterizaba por unos movimientos sucios y ruines. Annibal había alegado también que, en el caso de que se viesen obligados a terminar con su vida, qué mejor que hacerlo en un lugar donde no pudieran ser vistos por terceros.

El jefe hacía ver que se sentía muy seguro de sí mismo. No tanto el Lobo, a quien por la mañana su amigo le había narrado la inesperada visita de la detective Jones el día anterior. Esto significaba que Rafael ya estaba al tanto de las amenazas encontradas contra él, tanto en la pared del escenario del asesinato de Jay Taylor como en la nota encontrada en la chaqueta del fallecido Larry Greenwich en el hotel HK Empty Road. La herida del brazo del hombre de la coleta, causada por la maldita estrella arrojadiza, ya prácticamente había cicatrizado y no le molestaba desde hacía unos días. No le resultó fácil de digerir enterarse de que todavía se encontraba en el punto de mira.

Llegar hasta la casa del susodicho no debía suponer ningún problema. Scorpio guardaba la calle y el número en su mente como tallados por un puñal. Su memoria fotográfica fue confirmando que iban por buen camino, al igual que el GPS, incluso cuando no pisaban Filadelfia desde aquel incidente cuatro años atrás. Los pequeños cambios que la ciudad había sufrido no le desorientaban tan fácilmente. Pero los recuerdos comenzaron a asaltarle. Fueron sucediéndose unos tras otros al contemplar aquellas calles tan vagamente familiares. Hacía cuatro años, un provocado accidente de coche había precedido al secuestro y la tortura. Annibal había conseguido escapar de sus captores a duras penas y herido, lo que se tradujo en la planificación de una venganza que después llevó a cabo. Por aquel entonces había tenido lugar una matanza de buena parte de los hombres de O’Quinn por parte de los de Scorpio, habiéndolos sorprendido desprevenidos. El viejo había suplicado por su vida como un miserable y el hombre de la cicatriz que le cruzaba el ojo izquierdo tan solo cedió al perdón por petición de Orlando, el colombiano con el que ambos negociaban. Este era un burdo y simplificado resumen de lo que le habían hecho cuando todavía no había alcanzado su poder actual. Ante estos fragmentos del pasado, Annibal casi pudo sentir la marea de golpes sobre su cuerpo y las cadenas en torno a sus muñecas. Casi pudo visualizar al patético de O’Quinn lloriqueando, repitiendo una y otra vez que él no había tenido nada que ver con su secuestro. Casi pudo escuchar al colombiano tratando de apaciguar sus coléricos ánimos para evitar la muerte de su socio.

Scorpio estaba rechinando los dientes.

Giró a la izquierda en una calle amplia. Estaban llegando. El barrio se situaba a una gran distancia del centro de la ciudad, como buena urbanización de lujo. Las fachadas de las casas eran suficiente justificación del alto nivel económico de sus propietarios. Pese a que el navegador le ofrecía la ruta más rápida, tuvieron que callejear. La línea amarilla sobre el mapa interactivo estaba llegando a su fin. Estacionó el coche oscuro muy próximo a la acera que correspondía a la vivienda. Resultó ser una calle de sentido único. El motor se dispuso a dormir en cuanto Annibal separó la llave del contacto. La radio se apagó de inmediato. Ninguno pronunció comentario alguno al comprobar que el número que les saludaba bajo el inmenso porche era el cuatrocientos trece.

Tan pronto como se apeó del Mustang, Scorpio se dispuso a colocar sus pistolas. Esta vez había requerido la presencia de ambas Desert Eagle. Las dos permanecían entre el pantalón vaquero desgastado y su cuerpo, la diferencia radicaba en la posición. La que más utilizaba descansaba en su espalda y su gemela se ocultaba en la parte delantera. La camisa negra, remangada por el antebrazo, se encargaba de ocultarlas, aunque no había que esforzarse mucho para distinguir el bulto en la parte frontal.

El jefe y sus dos hombres caminaban con decisión. Los rayos de sol de casi las siete de la tarde incidían anaranjados sobre las oscuras gafas de estilo aviador que Annibal llevaba. Las palabras no eran necesarias. Avanzaron sobre las piedras planas que, separadas entre sí por tramos del mismo césped que cubría el resto del exterior, formaban el camino de acceso a la entrada. Cuanto más cerca estaban, más notaban los arañazos de la impaciencia. Los últimos pasos los condujeron a la puerta de madera perfectamente pulida. El líder del grupo de tres estiró el brazo y la golpeó con los nudillos tan fuerte que si no le oía era porque no estaba en casa. Repitió la operación, empleando incluso más intensidad. La puerta se estremeció bajo su puño.

Silencio.

El Lobo y sobre todo Biaggi aguardaban, tensos. Temían que se repitiera una escena de brutalidad parecida a la que había acabado con la vida de Nelson Austen hacía casi una semana. No por la víctima en sí, sino por la pérdida de control de su jefe. Este último sentía la rigidez castigar sus músculos y sabía que necesitaba estar más relajado para poder mostrarse como tal.

Sin respuesta.

Volvió a insistir.

El pulso de Annibal se convirtió en un bólido de carreras cuando empezaron a escuchar los cerrojos descorrerse detrás de la enorme puerta maciza. La adrenalina ya navegaba por su sangre. A continuación, el chasquido del pomo. La puerta se abría. Se fue descubriendo la figura de un hombre que rondaba el metro ochenta. El sol se reflejó en el cabello corto y cobrizo salpicado de algunas canas. Sus labios finos trazaron una mueca al descubrir a sus visitantes. La misma boca que se veía enmarcada por una barba áspera a pesar de la apariencia cuidada. Los ojos gris oscuro eran la antesala de una frente poblada de arrugas, y las líneas de expresión en torno a sus párpados también eran notorias. Sus cincuenta y un años no habían sido muy benévolos con él.

Con los ojos entornados encontró hielo en aquella calurosa tarde de finales de junio. O‘Quinn permaneció estático.

—Scorpio —pronunció el hombre. Su voz sonó grave, curtida, cansada. Su rostro, sin embargo, denotaba sorpresa. Había entornado la puerta lo justo como para que su cuerpo fuese lo único que pudiese verse.

—¿Me esperabas? —inquirió el aludido. Cada letra era tóxica. Al ver ese rostro le golpeó un arrebato de ira que pudo controlar a tiempo.

—A decir verdad, no —admitió O‘Quinn. No pudo evitar recorrer con la mirada aquella cicatriz que atravesaba el ojo izquierdo de Annibal, desde la frente hasta la mejilla. Guardaba una distancia prudencial—. ¿Qué ocurre? ¿Ha pasado algo?

—Sí, que quiero hablar contigo. Supongo que no habrá inconveniente en que pasemos, ¿verdad? —Pero no dejó que el tipo respondiera, pues ya se había encaminado hacia el interior. Con la mano derecha había empujado la puerta para abrirse paso. El otro no tuvo más remedio que echarse a un lado si no quería verse arrollado. El Lobo y Biaggi le siguieron.

—Bueno, eh... Sí, podéis pasar —se resignó una vez ya estuvieron dentro.

Al dueño de la casa no le había gustado cómo se habían apropiado del derecho de irrumpir en ella. Se le ocurrieron varias formas de mostrarles su desacuerdo, pero se abstuvo. Sabía muy bien quién era aquella gente. Y además esos malos modos le alarmaron. El más joven de esos tres presentaba cara de pocos amigos. La que lleva siempre, pensó O’Quinn. La cuestión radicaba en el motivo que los habría llevado a conducir hasta Filadelfia. Pacífico no, desde luego. El tipo comenzó a hacerse preguntas. ¿Tendría que ver con el pago mensual? Desde que se lo había impuesto, nunca había fallado. ¿Tendría que ver con…?

—¿Queréis que vayamos a…? —O’Quinn interrumpió sus propios pensamientos.

—No te molestes, hablaremos aquí —le cortó Scorpio. No estaba dispuesto a que fuera otro quien impusiera las condiciones. Necesitó volver a dominar los impulsos. Su mano derecha era un puño. Escuchó cómo el propietario cerraba la puerta mientras se quitaba las gafas de sol.

—¿Me puedes decir que es lo qu...?

—¡Aquí las putas preguntas las hago yo! —vociferó Annibal. Los esfuerzos por no abalanzarse sobre ese hombre estaban siendo trabajosos. Uno de los pocos motivos que le frenaban para no romperle la cara ya mismo eran los contactos que él tenía. No podía arriesgarse a complicarse la vida solo por suposiciones sin confirmar—. ¿Te has divertido, cabrón? —Lo miraba fijamente a los ojos, con los suyos relampagueando de rabia. El autocontrol era doloroso—. No esperaba que fueras tan gilipollas como para intentar joderme otra vez. ¡Venga! ¡Ya me tienes aquí! ¿Y ahora qué? —Se adelantó unos pasos, aproximándose a su adversario.

—No sé de lo que me estás hablando —aseguró O‘Quinn, aparentemente desconcertado. Retrocedió. Miró hacia los lados.

—Ah, no sabes de lo que te estoy hablando. Ya. —Le exasperaba la maldita actitud del viejo. Viendo la expresión victimista que había anidado en su cara, solo tenía ganas de descargar el puño sobre ella. Se armó de paciencia. Una vez más tenía que hacerlo—. ¿Cuántas veces lo has ensayado frente al espejo? —Continuó aproximándose. Era media cabeza más alto que él.

—Me vas a perdonar, pero no tengo ni idea de lo que estás diciendo. —Pese a la frágil expresión, su voz sonó tranquila. Le sostenía la mirada.

—No, no te voy a perdonar —escupió Scorpio entre dientes—. No sé qué es peor: que me estés mintiendo o que pienses que me creo tu mierda. Yo que tú no querría comprobarlo. —Consideraba que ese hombre era el mayor tramposo que conocía, no le daría el gusto de creer en su palabra de buenas a primeras. Y además necesitaba su chivo expiatorio.

—Annibal…

—¡Ni Annibal ni hostias! ¿Quién coño te crees que eres para dirigirte a mí por mi nombre? —bramó el visitante. Le enfurecía que le tomara por idiota, le enervaban todos esos estúpidos rodeos.

—¡Quizá si me explicaras de qué demonios estás hablando a lo mejor podría responderte! —exclamó O‘Quinn, airado. Bien podría haber provocado el estallido que temía, pero se encontraba entre la espada y la pared. Aquello podría acabar mal para él aun estando en su propia casa. No quería que la cordura le abandonara, pero el joven se lo estaba poniendo muy difícil.

—No me vuelvas a hablar así en tu puta vida —le amenazó Scorpio en tensión. Levantó la mano derecha y le mostró el dedo índice muy cerca de su ángulo de visión—. No tengo muchas cosas que hablar contigo, imbécil. ¿Tú qué crees? Lobo, dámela. —Extendió la mano hacia su amigo sin mirarle siquiera. No tuvo que especificar lo que pedía. Entonces, notó el frío tacto metálico en la palma de la mano. Colocó bien cerca del tipo la estrella ninja con el número trece grabado en la superficie. Era la misma que Rafael había tenido dentro de su carne la noche en la que asesinaron a Jay Taylor—. ¿Te suena? Ni respondas. ¿En serio creías que no iba a descubrirte? —La voz grave del gánster ensombrecía todo cuanto pronunciaba.

—Nunca he visto ese cacharro —confesó O’Quinn. Todavía miraba el arma afilada.

—¿No? Pues tengo que decirte que tu amigo Austen tenía un arsenal de ellos. ¿O los tienes tú y él solo se abastecía? —Colocó una de las puntas de la estrella muy cerca de los serenos ojos grises. Arrastró cada sílaba con desprecio, como si el esfuerzo de estar perdonándole la vida fuese sobrehumano. En cierto modo, así era.

O‘Quinn supo de inmediato la razón por la cual su hombre llevaba unos días sin responder al teléfono. Jamás había pensado que le había ocurrido algo, en ningún momento se había planteado acercarse hasta su casa para comprobar que todo estaba correcto. Si no recordaba mal, el último asunto del que Nelson debía encargarse era precisamente un cierre de negocio de armas con uno de los hombres de Scorpio. Ahora fue él quien notó cómo la sangre empezaba a hervir en el interior de sus venas. Estoico, aguantó el tipo.

—¿Qué le has hecho? —Resultaba evidente que Scorpio estaba detrás de la desaparición. Procuró que la irritación no se le notara en la voz, a diferencia de su oponente. Esperó una sonrisa de suficiencia por su parte, pero no la obtuvo. Estaba empezando a temer por su integridad física.

—Puedes comprobarlo tú mismo cuando vayas a su casa a recogerlo. O lo que queda de él —soltó Annibal. No se estremeció al recordar el estado deplorable en el que había quedado el cadáver. Inclinó la cabeza levemente hacia atrás sin dejar de mirarle—. No tengo ningún inconveniente en hacerte lo mismo si de repente llego a la conclusión de que ya no me haces falta.

—Pero Orlando…

—No te preocupes por Orlando, preocúpate por mí y por esa razón tan buena que me explique qué hacía Austen matando a mis hombres.

El mayor de ese extraño grupo de cuatro escuchó con mucha atención aquel mensaje. Después se fijó durante unos instantes en los otros dos hombres. Los reconoció a ambos, en especial al Lobo. Era inconfundible. Ellos también le miraban con una expresión que era de todo menos amistosa. Debía romper la tensión de alguna manera. Su cabeza estaba funcionando a todo gas. Casi podía ver la muerte en los oscuros ojos de Scorpio.

—Creo que este lugar no es el mejor para mantener una conversación de ese nivel. Dame la oportunidad de explicarme en mi despacho, sentados y tranquilos. Tomando algo, quizás. No me gustaría enemistarme contigo —intentó O‘Quinn. Esperaba poder convencerle. La necesidad de ablandar la acerada coraza del chico palpitaba en sus sienes.

«Ya lo has hecho» fue la expresión que rebotó en el interior de Annibal. No sabía si extrañarse o enfurecerse más ante la docilidad que el otro presentaba. Creyó que no era más que pura farsa, probablemente por el hecho de encontrarse solo frente a ellos tres. Miró al tipo con recelo. ¿Quería explicarse? Muy bien. No sería él quien no se lo permitiese. Sus dos gemelas de cañón largo aguardaban deseosas de abrir fuego ante la más mínima señal de peligro. Seguiría a aquel pobre diablo sin bajar la guardia. Caminaba sobre arenas movedizas, pero determinó que no era él quien más tenía que perder.

Scorpio le indicó mediante un gesto que se pusiera en marcha primero. El cuerpo del joven estaba listo por si necesitaba reaccionar de pronto. Volvió a sentir el metal contra su piel, paciente. Echó un último vistazo a sus fieles acompañantes y comprobó que se veían tan serios como él. Rafael, el Lobo, levantó las cejas en señal de advertencia. Annibal asintió imperceptiblemente.

Mientras caminaban, y sin permitirse ni un solo segundo de relajación, el chico se fue fijando en la distribución de la casa. No estaba de más contar con aquella precaución, sobre todo teniendo en cuenta que había cambiado bastante desde la última vez que estuvo allí. Scorpio determinó que, además de ser un mediocre, el viejo tenía un gusto nulo para la decoración. Y estaba teniendo demasiado tiempo para quedarse con los detalles, puesto que el paso que el anfitrión marcaba era de una lentitud desesperada. No serviría de nada alargar el momento, pensó, tan solo para empeorar todavía más su mal humor.

Tras cruzar un pasillo con cuadros que eran tremendamente horteras para el gusto de Annibal, llegaron a lo que debía de ser una sala de estar. La decoración seguía siendo horrorosa. Allí se podía ver una puerta marrón de barniz impecable, como casi todas las del resto de la casa. En el centro de la estancia había una mesa ovalada enteramente de cristal exceptuando su base, compuesta por hierro oscuro de formas barrocas. La rodeaban seis sillas a juego. El líder de los recién llegados supuso que era ahí donde iban a sentarse los cuatro. Era ahí donde ese hombre arrugado debía proporcionarles las aclaraciones que le convencieran para no darle una muerte horrible. Sin embargo, O’Quinn no se encaminó en dirección a la mesa, sino que se quedó parado en frente de la puerta del fondo mientras los esperaba.

—Ya hemos hecho turismo por tu casa y no lo he disfrutado. No habíamos venido a eso —se plantó Annibal, mordaz. No iba a dar un paso más. No veía por qué no podían hablar en ese salón. Aguantar tonterías no se le daba demasiado bien. Pero, a juzgar por la expresión del viejo, este parecía estar tomándoselo muy en serio.

—Al otro lado de esta puerta está mi despacho. Una vez dentro, estaremos más cómodos y podremos tratar estos asuntos como se merecen. Te invito a entrar. —Las retinas de O‘Quinn estaban fijas en él.

—Demasiado envoltorio para tan poco contenido —bufó Scorpio. Se había cruzado de brazos.

El chico de la cicatriz nunca se había caracterizado por su paciencia y ese día estaba siendo realmente generoso. Sintió un pinchazo nauseabundo clavándose en el mismo centro de su pecho al pensar que O’Quinn era la clave y que estaba allí perdiendo el tiempo. Tuvo que recordarse una vez más que necesitaba pruebas sólidas. No quería tener que llegar a sus propios límites.

O‘Quinn se mostró inseguro. Agachó la cabeza del mismo modo que un perro apaleado. Pero Annibal apenas conocía la lástima dentro de aquel mundillo implacable, y menos si tenía que ver con ese tipo. Resoplando, terminó por acceder. Si tan estúpida parafernalia servía para que ese inútil dejara de comportarse como si fuera idiota, lo haría. Cauteloso, pero lo haría. No se olvidaba de para qué estaba allí. Soltó aire. Contó hasta diez para no perder el control del hormigueo que la ira dejaba por sus brazos.

El dueño de la casa tuvo el detalle de empezar a abrir la puerta para facilitar el paso. Su invitado fue detrás y los hombres de este le siguieron. Entonces, O‘Quinn se paró en seco. Miró primero a Scorpio y luego a los otros dos. Frunció los labios.

—Me refería a hablar tú y yo solos —rectificó el hombre de más edad. Juntó las manos, nervioso.

—No vamos a dejarle solo contigo —espetó el Lobo. Su voz se escuchó dentro de la vivienda por primera vez. Dio un paso al frente.

—Venga, ¿qué piensas que voy a hacerle? ¿Crees que estoy loco? —se defendió O‘Quinn de malas maneras. Scorpio tenía más poder que él, sabía lo que le convenía.

—No sabría decirte —arremetió Rafael. Le desafió con la mirada.

—Pues no digas nada. Esta no es una conversación para lacayos —trató de abochornarle el anfitrión, pagado de sí mismo. Puede que ellos fueran tres, pero no dejaría que le pisotearan si podía evitarlo. Trataría de mantener su dignidad.

—Entonces, tú no pintas gran cosa aquí —se interpuso Annibal. Su tono se había vuelto a cargar de máxima hostilidad. Había endurecido las facciones y los músculos en cuanto hubo escuchado cómo se había dirigido a Rafael. Uno, dos, tres, cuatro, cinco. Seis. Siete. Ocho. Nueve. Diez—. Pasaré a tu puto despacho, y estos dos estarán aquí fuera. Entrarán a matarte ante la mínima sospecha de que algo va mal, si es que no lo he hecho yo antes. —Levantó el labio superior en una leve mueca de repugnancia.

O‘Quinn se sintió aplastado por el ridículo. No obstante, en silencio se apuntó un tanto. La actitud del chico le abrasaba por dentro, aborrecía su arrogancia.

—No os preocupéis, no va a pasarme nada —les garantizó a ambos en voz baja. Se había acercado a ellos, asegurando así la discreción. No era estúpido. Sabía de lo que acusaban a ese hombre, y quedarse a solas con él no era la mejor idea, pero de ningún modo estaba dispuesto a ofrecer la imagen de un cobarde. Redujo aún más el volumen—: Entrad en dos minutos. Si sus intenciones son tenerme a solas para matarme, se va a llevar una sorpresa. Pero tiene que creer que puede hacerlo. —Hizo una pausa y miró directamente a Biaggi—. Ándate con ojo. El Lobo vuelve a estar amenazado, cúbrele las espaldas. También puede ser que sea eso lo que busque. Y no te descuides a ti mismo.

Sandro se quedó sorprendido ante tal información. Hasta el momento solo el Lobo había conocido su existencia. Aceptó con una expresión grave sin mirar a Rafael, ni siquiera de reojo, no fuera a ser que el hombre que el jefe tenía a sus espaldas se percatase de algo.

—¿Estás seguro? —insistió el Lobo, inquieto. La confianza que tenía en el viejo era nula. La tirantez podría haberse cortado con una navaja.

No, no estaba seguro, pero Annibal asintió con la cabeza. Debía dar una férrea impresión. Tampoco podía permanecer con ellos más tiempo del necesario, todo tenía que parecer natural. Tal vez no sucediera nada y tan solo quisiera mantener una conversación en privado. De hecho, era lo más probable, pero no cambió de opinión. Se giró para encarar a O‘Quinn. No dijo nada, simplemente esperó a que él moviera ficha. Este terminó de abrir la puerta. Lo hizo despacio y la luz que procedía del interior era más tenue que la del iluminado salón. El hombre le invitó a pasar, pero Annibal no se movió del sitio. Ni se planteaba entrar primero. Si recibía un ataque por la espalda, no quería regalárselo. El viejo captó el silencioso recado y reanudó su marcha. Sin echar un último vistazo a sus hombres, Scorpio le siguió. O‘Quinn entonces cerró la puerta.

El chico se extrañó al no encontrar el despacho nada más entrar. Se sorprendió al encontrarse ante sí un nuevo pasillo. Este se extendía unos metros más hacia delante y luego giraba a la izquierda. La luz continuaba siendo de baja intensidad, pero sus pupilas ya empezaban a acostumbrarse. Se preguntó por dónde demonios le estaba metiendo. Su falsa sensación de seguridad se tambaleó. El suelo estaba compuesto por moqueta granate, a diferencia de la tarima reluciente del anterior salón. Apenas se escuchaba el sonido de los pasos y pensó que sería un punto positivo para cuando el Lobo y Biaggi entraran. Fue el aliciente que necesitaba para afianzarse de nuevo.

O‘Quinn aún caminaba por delante cuando torcieron a la izquierda siguiendo la esquina del pasillo. Llevaba tal parsimonia que parecía demasiado fácil abatirle.

Enseguida llegaron al final del corredor. El viejo se paró delante de la puerta de madera oscura y ancho grosor. Acercó la mano al bolsillo. La espalda de Annibal se tensó. Pero lo único que sacó el tipejo fue una simple llave. Scorpio, algo avergonzado en su fuero interno, pensó que su reacción mental había sido desproporcionada. La incertidumbre que le causaba una posible traición le colocaba en una rigidez constante.

Entonces, se escuchó algo al principio del pasillo. Fue un sonido muy bajo, pero lo suficientemente audible como para que hubiese logrado percibirlo. Supuso que se trataría del Lobo y Biaggi. Suspiró en silencio. Si él había sido capaz de oírlo, creyó que tal vez el otro también. No quería perder el factor sorpresa. Pero se extrañó, era demasiado pronto. Observó a O’Quinn mientras este introducía la llave en la cerradura. Nada parecía haber cambiado en su expresión. ¿Cómo era posible que no lo hubiese oído? El siguiente ruido fue el que hizo la puerta al ceder. A continuación, el anfitrión comenzó a empujarla. Antes de abrirla de par en par, le ofreció una vez más la posibilidad de ser el primero en acceder al interior. Scorpio, cansado de tantas formalidades y cediendo ante su carácter, arrancó a andar sin mediar palabra. Se metió de lleno en el despacho.

Se paró en seco.

La puerta se cerró a sus espaldas.

—¿Qué cojones significa esto? —se sobresaltó Annibal, resistiendo la fuerte tentación de acercar las manos a sus armas. Sin embargo, ya había hecho el amago. La confusión inicial aplacó momentáneamente la furia.

—Lo que ves, así de simple —respondió O’Quinn con pasmosa calma. Entrelazó los dedos detrás de la espalda, relajado—. ¿Querías hablar? Hablemos.

—Hijo de puta… —murmuró el chico. Aun sin haber bajado la guardia, no lo había anticipado.

—No es para ponerse así. Me extraña que no lo hubieras imaginado. —El viejo enarcó las cejas cobrizas—. Quería que tus hombres no vinieran contigo porque esto podría no haber acabado muy bien. Y, aprovechando que habéis interrumpido la reunión que estaba teniendo antes de que llegarais, decidí traerte aquí para que no hicieras ninguna tontería. Tontería que probablemente habrías hecho de estar tú y yo solos. No te ofendas, pero nos conocemos. —Ya no tenía reparos en mirar directamente a su interlocutor. Disfrutaba.

Annibal observó su alrededor. Los cuatro hombres que se había encontrado de golpe al entrar por la puerta, sin contar al que presumía de ser el superior, le estaban mirando. Todos, unos más y otros menos, mostraban un despliegue de hostilidad explícita. Al primero que reconoció lo identificó como Jack Bentley, la mano derecha y mejor baza de O‘Quinn. De nuevo tuvo que neutralizar el impulso de hacerse con las pistolas, pues cada uno de ellos tenía la suya en la mano. No apuntaban hacia él, pero no creía que tardaran mucho en hacerlo. Si bien no estaba atemorizado, podía sentir la amenaza ante una emboscada. Según el viejo, tales presencias allí se explicaban por la supuesta reunión que había estado teniendo lugar previamente. Un mero hecho fortuito, pero ahí estaban. Había sido una gran idea haberles dado la orden a sus hombres de irrumpir allí. Pero si le habían acorralado a él, ¿qué le hacía pensar que no había ocurrido lo mismo con ellos? Una gota de sudor descendió por el surco central de su espalda. Trató de mostrar impasibilidad.

—Sigues sin tener ni puta idea. Olvidas quién soy y qué puedo hacer contigo y con todos estos payasos —le amenazó Annibal, desdeñoso. El sabor agrio de saberse en desventaja le exasperaba.

—No, lo recuerdo muy bien. No te ofendas, Scorpio, pero puede que seas tú quien tiene problemas de comprensión. No es muy sensato que nos faltes al respeto siendo uno contra cinco. —O‘Quinn hablaba con más convencimiento, valentía y descaro de lo que verdaderamente sentía. Ahí estaban las condiciones, aquella era su casa. Tragó saliva de un modo imperceptible.

Scorpio apenas podía dar crédito a sus oídos. ¿Acaso era posible que estuviese intentando intimidarle? Si abandonaba la convicción de continuar manteniéndose frío, terminaría llevando a cabo un acto que le complicaría la existencia. Eso si sobrevivía al mismo. Le parecía demasiado mezquino aquel cambio de comportamiento, aquel aumento de ego solo por verse acompañado. Tuvo que pegar las manos al cuerpo para evitar que el temblor de rabia se hiciese visible. Podría malinterpretarse.

—¿Te estás riendo de mí? —inquirió Annibal. Había entornado los ojos. Ignorando al sentido común, se acercó al hombre hasta quedar apenas a medio metro de él.

La reacción fue inmediata. El resto de hombres levantaron sus armas, provocando los chasquidos característicos al cargarlas. O’Quinn desenfundó la suya: una Smith & Wesson M&P de nueve milímetros, negra. Le encañonó a la altura del pecho, lo que detuvo al chico. Un solo movimiento dudoso podría hacer que alguno pulsara el gatillo sin pensárselo dos veces. De ser así, era fácil desencadenar una serie de disparos que le matarían al instante. Continuó sin buscar sus Desert Eagle.

—Si crees que no va a pasarte nada, te sugiero que vayas cambiando de idea. Te reventaré la cabeza si tengo que hacerlo y puedo asegurarte que estos gilipollas no serán impedimento alguno. —Scorpio se atrevió con otro pequeño paso hacia delante. Unos nervios helados le clavaron las zarpas en el estómago.

—No lo dudo, desde luego —replicó O‘Quinn. Su fanfarronería creció ante la osadía del joven. Se había inquietado a pesar de ser él quien empuñaba el arma—. Debería empezar entonces por minimizar los problemas. —Giró la cabeza en busca de sus hombres—. Jason, cachéalo.

—¿Qué? —Pero Scorpio había escuchado perfectamente. La situación comenzaba a parecerle surrealista. Miró a la derecha y vio al tipo que se estaba acercando a él, que también sujetaba su pistola con fuerza. No alcanzó a reconocer el modelo.

—Sería una temeridad por mi parte permitirte estar aquí armado.

—Me vas a cachear los cojones —le escupió a Jason Hoover una vez llegó a su altura—. Ni se te ocurra tocarme.

El orgullo de Annibal le gritaba que no les permitiera hacerle una inspección como si estuviera frente a un examen policial. No sería la primera vez que le registraran dentro de su sector, pero no estaba dispuesto. Sin embargo, le quedaban pocas alternativas. Si querían iban a hacerlo y lo sabía. Aunque se opusiera físicamente, cinco hombres le terminarían sometiendo.

Hoover dudó. De inmediato clavó los ojos en el viejo, buscando una respuesta.

—Jason, hazlo —ordenó O‘Quinn. Había optado por ignorar los burdos comentarios. Miró a su hombre de un modo significativo, pero no descuidó al invitado ni un instante. Todavía le apuntaba con la Smith & Wesson. Necesitaba tener la situación completamente bajo control.

—Como me pongas un dedo encima te arranco la mano y te la meto por el culo.

Hoover terminó de aproximarse a Scorpio a pesar de la amenaza, entrando en el campo de tiro de O’Quinn. El resto de los presentes casi sostenían la respiración.

O‘Quinn, cansado de tanta palabrería por parte de alguien que consideraba que tendría que tener la boca cerrada, decidió actuar. Incluso cuando era muy consciente del nombre del inesperado visitante. El cañón de su pistola entonces pasó de dirigirse al pecho a hacerlo directamente a la cabeza. Apoyó la pistola en la frente de Scorpio. Hizo presión.

La sorpresa golpeó a Annibal, le hizo sobresaltarse. Lo que comenzó con un vuelco en el corazón, se extendió por todo el pecho y se coló entre sus costillas, llevándose por delante su firmeza. Quiso ocultarlo, tenía que ocultarlo, pero no fue capaz. Quedó patente que había sustituido la arrogancia por una expresión más grave. La sombra que emitían sus ojos eclipsó el resto de su rostro.

O’Quinn supo que le estaba humillando. Lo saboreó como si fuera la mejor de las drogas.

—Será mejor que te dejes por las buenas. No quiero tener que pedir a mis hombres que te sujeten, sería demasiado violento para todos.

—Estoy deseando verlo —bufó Scorpio entre dientes. Después hizo fuerza con la cabeza contra el cañón. La pistola se sentía fría y se le clavaba en la frente. Apretaba las manos con tanta fuerza que las uñas se le clavaban en las palmas.

El de la barba recortada no movió el arma ni un centímetro. El chico le retaba con sus ojos oscuros. Casi podía verse reflejado en los grises de O’Quinn. Sabía que no le dispararía, o al menos no en la cabeza, pues tenía demasiado que perder. Aun así, no podía apaciguar su pulso acelerado.

El que ahora daba las órdenes centró su atención en Jason e hizo un ademán con la cabeza para instarle a que continuara con su labor. Hoover, de pelo rubio y ojos azul oscuro, procedió a obedecer. De malas maneras, aunque guardando cierto respeto, el hombre le pidió a Scorpio que separara brazos y piernas. Este cedió sin apartar la mirada de aquel que le tenía encañonado.

Jason comenzó por los hombros, empleando pequeños golpes con los que pretendía buscar la presencia de armas por debajo de la camisa negra. Annibal pensó que era demasiado estúpido, puesto que las dos pistolas que llevaba consigo abultaban bajo el pantalón a la altura de la cintura. Si uno se fijaba bien, se veían a simple vista. De los hombros bajó al pecho. El contacto le resultaba repulsivo, incluso le dio la sensación de que se detenía más de lo que era necesario, pero continuó sin moverse. Se dijo que tal vez no fuera lo peor que le sucediese ese día. ¿Dónde diablos se habían metido el Lobo y Biaggi? Hoover bajó por la cintura hasta que se topó con los vaqueros. Interceptó la Desert Eagle que descansaba en la parte frontal después de toparse con la culata tras la tela oscura. Annibal experimentó una punzada molesta cuando se vio despojado de ella. Mantuvo su expresión de mármol cuando comprobó el gesto de triunfo de O’Quinn al recibirla para después dejarla sobre el escritorio elegante del despacho. Aborrecía que otros tocaran sus armas, especialmente esa gentuza. Hoover no tardó en hallar la otra pistola en su espalda. La sacó de una forma tan brusca que le arañó la piel a la altura de las lumbares. Una vez más, el apuntado ni se inmutó. Y, una vez más, O’Quinn la recogió para dejarla junto a su gemela.

Era el turno de los tobillos. Jason no encontró nada y volvió a ponerse en pie de cara a la parte más incómoda de la exploración. Scorpio tuvo que hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para evitar mover las piernas y deshacerse así del contacto. Las manos del rastreador se acercaron peligrosamente a las ingles del chico, quien hizo por convencerse de que ya había pasado por eso antes, que esta vez no sería peor. Se equivocaba. No notó los movimientos secos que esperaba en aquella zona, sino una fricción desagradable que no supo catalogar. Sintió un escalofrío de puro asco, pero no dijo nada. No lo pasó mejor cuando tocó su trasero por encima del pantalón.

Cuando terminó la inspección, Annibal se supo desnudo sin sus armas. Volvió a preguntarse por sus hombres, bastante más intranquilo en esta ocasión. Hacía rato que tenían que haber entrado. Su malestar aumentó. Mucho se temía que acababa de quedarse a merced de aquellos tipos y lo único que tenía en su defensa era su nombre. Había sido un error garrafal no haberse planteado que el viejo podría haber estado acompañado. Tendría que haber acabado con él ahí fuera. Su arrogancia le había llevado a la boca del lobo.

O’Quinn separó la pistola de la frente de Scorpio y retrocedió un par de pasos sin dejar de apuntarle. Vio que el cañón había dejado una marca enrojecida en su piel. También se percató de que el chico volvía a mostrar una expresión imperturbable.

—Ya no tiene más armas —informó Jason en voz alta. A continuación, se acercó al escritorio para coger la segunda pistola que le había arrebatado. La inspeccionó, cosa que molestó profundamente al propietario. El tipo se dio cuenta y sonrió—. No eres tan gallito sin tus pistolas, ¿eh, Scorpio? ¿Acojonado?

—No. —La aparente tranquilidad de Annibal rezumaba peligro—. Espero que estés disfrutando con esto, porque no vas a vivir mucho más.