Capítulo 2

El Lobo no se había quedado tranquilo al ver a su amigo desaparecer tras la puerta que se cerraba. Únicamente esperarían ese par de minutos de cortesía. Con todo lo que estaba pasando, haberle dejado marchar solo no había sido una gran decisión. Pero era algo que no dependía del todo de él. Se dijo que Annibal sabía lo que hacía. Y se volvió a preguntar si O’Quinn estaría detrás de aquellas muertes. ¿Qué le estaría contando ahí dentro? No podía confiar en que se tratara de la verdad. Pasó la mano por su pelo recogido en una coleta baja, nervioso.

—¿Qué significa eso de que vuelves a estar amenazado? —le preguntó Biaggi cuando se hubieron quedado solos, todavía mirando hacia la puerta.

—Annibal me ha contado… —Pero cuando se disponía a compartir la información que sabía, Rafael se planteó que tal vez el jefe no quisiera divulgar que había recibido esa información de la policía—. Bueno, es una larga historia. Ya te lo dirá él cuando venga. Parece ser que yo estaba en la lista del asesino. Como ahora está muerto, y aún tenemos que confirmar si esta gente tiene algo que ver, hay que tener cuidado.

—Joder, pues me parece a mí que…

Las palabras de Sandro se quedaron en el aire, interrumpidas. Todavía no se habían cumplido el par de minutos que debían aguardar cuando empezó a abrirse la puerta. No les dio tiempo a hacer demasiadas conjeturas sobre la identidad. No se trataba de Scorpio, pero tampoco de O’Quinn. Era un hombre alto, relativamente fornido y ataviado con un impecable traje oscuro. Nada más plantarse allí, cerró otra vez y se situó delante de la puerta. Se cruzó de brazos, les echó un vistazo a ambos hombres y luego miró al frente, ignorándolos.

No era muy difícil adivinar que se trataba de uno de los guardaespaldas del viejo.

Sandro y Rafael comprendieron muy rápido el significado de aquella presencia. Se alejaron unos cuantos pasos. No habían contado con aquella complicación. Era evidente que O’Quinn no quería ningún tipo de molestia. Y era obvio que no estaba tan solo en aquella casa como habían pensado.

—No creo que Annibal contara con esto —comentó Biaggi en voz baja. Estaba nervioso.

—Yo tampoco —coincidió el Lobo—. Me preocupa lo que pueda estar pasando ahí dentro. Uno solo hace custodiar una puerta cuando quiere que no se entre por ella. Me cuesta creer que solo vayan a mantener una simple conversación. Y no se escucha nada al otro lado.

—Bueno, pues está claro que no podemos pasar.

—Eso da igual. Ahora sí que tenemos una buena razón para meternos ahí dentro. Y hay que hacerlo ya —urgió Rafael, sabedor de que el transcurrir de los segundos no les beneficiaba. Aún mantenían un tono confidencial.

—Pues como no le derribemos a tiros, no veo otra manera de que se quite de ahí.

—No, eso hace demasiado ruido. No queremos que O‘Quinn se entere de que algo va mal aquí fuera. —El Lobo hizo una pausa, mirando al gorila de forma fugaz. Estaba sopesando sus posibilidades. Si las cosas no salían a la primera, probablemente acabasen muertos—. Déjamelo a mí.

—¿Qué vas a hacer? —susurró Biaggi, impaciente.

—Tú prepárate para entrar. O por si sale mal.

El del pelo largo se encaminó en dirección al extraño guardián. Andaba despreocupado, sin ninguna postura defensiva por si tenía que echar mano del revólver. El hombre alto centró su mirada en él cuando estuvo más cerca, dirigiendo la mano derecha al cinturón con una intención más que clara.

—Ni un paso más —le advirtió el de seguridad con la mano posada en la culata de la pistola sin desenfundar. Tenía órdenes expresas de no matar a aquellos hombres, pero no sabía si se extendía de ser absolutamente necesario. Intuía que tendría luz verde ante una tesitura peligrosa, y no vacilaría en hacerlo. Sin embargo, el hombre de pelo largo que se aproximaba no parecía mostrar intenciones hostiles. Pero no se fiaría lo más mínimo. Sabía muy bien la clase de personas que tenía delante.

—Tranquilo —dijo el Lobo a la vez que levantaba las palmas hacia arriba. Se pasó la mano izquierda por la cara, sintiendo el tacto áspero de la barba corta. Esperaba no estar muerto en los próximos segundos—. Solo quería saber cuánto tiempo tardarán en salir.

—¿Cómo coño voy a sab...?

Lo siguiente que se escuchó fue un crujido. Rafael descargó un terrible derechazo contra la barbilla del hombre, haciendo que su cabeza se ladeara de golpe y sin haberlo podido prever. El miembro de seguridad se desplomó a sus pies, inconsciente. Sin perder tiempo, el Lobo se agachó junto a él y con ambas manos taponó sus vías respiratorias. No podía permitir que diera la voz de alarma o que apareciera más adelante para complicarles la vida. Aquella tarea era mucho más fácil habiéndole hecho perder el conocimiento que con el tipo tan solo aturdido, así no oponía resistencia mientras moría.

El Lobo se aseguró de que el corazón había dejado de latir antes de ponerse en pie. Resopló en silencio. No había contado con ser precisamente él quien asesinara a nadie esa tarde, pero la situación se había torcido. Ni siquiera había estado seguro de si su plan tendría éxito cuando lo había urdido en apenas segundos. Cualquier cosa podría haber fallado: la fuerza del impacto, el blanco o no haberle provocado el desmayo. Entonces, tanto él como su compañero se habrían metido en un serio problema. Tal vez podrían haber acabado muertos. El alivio por haber conseguido su objetivo supuso un bálsamo momentáneo para los nervios.

Biaggi lo había presenciado todo apenas a unos metros de distancia. Estaba realmente impresionado ante aquellos rápidos y precisos movimientos. Impresionado y admirado. Había abatido al guardián de la puerta con una facilidad asombrosa, aun cuando este había sido más corpulento. Supuso que el factor sorpresa había sido clave una vez más.

—¿Vienes o no? —apremió el Lobo, haciéndole reaccionar.

Tras sortear el cadáver, Sandro abrió la puerta. Ambos habían esperado toparse con un despacho que recogiese a su jefe y al inútil de O’Quinn, pero en su lugar vieron un pasillo de iluminación deficiente. Se miraron.

—De puta madre. ¿Dónde está ahora el maldito despacho? —protestó Biaggi. No podía creer que tuvieran que desperdiciar más tiempo.

—Seguiremos el pasillo, no nos queda otra.

Cruzaron rápido el corredor intentando hacer el menor ruido posible, lo cual no fue muy complicado gracias al suelo alfombrado. No tenía pérdida. Nada más entrar habían localizado una abertura metálica que conectaba con un pequeño almacén vacío. Tal vez el guardaespaldas había salido de ahí, supusieron, pero no podían saberlo al no conocer aquella zona de la casa. Cuando llegaron a la esquina que torcía a la izquierda, se encontraron con una puerta situada al fondo, oscura, distinguida. La longitud de este tramo era similar al que ya habían dejado atrás. Como no parecía haber otra salida, caminaron deprisa hasta el final.

Se quedaron en riguroso silencio, tratando de captar algo procedente del otro lado. No querían meter la pata siguiendo una acción impulsiva. Y, aunque precisamente cruzar esa puerta era su cometido, las circunstancias habían variado. Debían valorar la nueva situación. Se acercaron más. Apenas se oía nada, tan solo un suave murmullo. Lograron percibir la voz de Annibal. Al menos estaba vivo. Pero el tono que lograba atravesar la madera maciza evidenciaba que la tensión no había mejorado allí dentro.

El Lobo, alarmado, apoyó la oreja en la puerta con un cuidado infinito. Procuró no emitir ningún sonido para no desbaratar el nuevo plan que su intelecto ya tejía. La primera frase que pudo advertir fue clara: «Ya no tiene más armas». Era la voz de una tercera persona, pues no localizó a O’Quinn en ese timbre. Un estremecimiento invadió a Rafael. En ese cuarto no solo había más gente, sino que habían despojado a Annibal de sus pistolas. No hacía falta poseer una inteligencia privilegiada para llegar a esa conclusión.

«No eres tan gallito sin tus pistolas, ¿eh, Scorpio? ¿Acojonado?»

Fue el detonante que hizo reaccionar al segundo de abordo. Había escuchado suficiente. Se separó de la puerta. Fue por eso que no oyó lo que contestaría su amigo un segundo después. Miró a Biaggi.

—Le tienen ahí dentro.

—¿Cómo que le tienen? ¿Es que no están solos? —se desconcertó el italoamericano. Se dio cuenta de que el asunto no pintaba mal, sino peor.

—He oído la voz de otro tipo, así que son dos contra él. No sé si habrá más, no he escuchado mucho —expuso Rafael en voz extremadamente baja. Miraba constantemente a sus espaldas para asegurarse de que no los sorprenderían por ese flanco—. Le han desarmado.

—No me jodas —soltó Sandro a igual volumen. Esa noticia resultaba perturbadora, puesto que su jefe no las habría entregado por propia voluntad, de eso estaba seguro.

—Atento. Voy a abrir y no creo que nos reciban con una sonrisa.

El Lobo acercó la mano derecha al revólver Colt Phyton que descansaba en la parte trasera de su pantalón, lo agarró con firmeza y despacio llevó la zurda al pomo de la puerta. Estaba frío. Biaggi preparó su Beretta Px4 Storm. Temeroso de revelar sus posiciones antes de tiempo, Rafael comenzó a girar el picaporte. Le costaba debido a su fijación por hacerlo en silencio, pero llegó un momento en el que no pudo ir más allá. Descubrió, para su pesar, que necesitaría una llave. Cerró los ojos y buscó una forma de mantener la calma y no ensañarse a patadas contra la puerta. Sandro suspiró a su lado, preguntándose por qué aquella visita que se suponía tan sencilla se estaba complicando tanto.

—Voy a reventar la cerradura —anunció el Lobo con decisión. Esa era una de sus mejores cartas de presentación—. Apártate. Quiero que justo después abras de golpe la puerta y te metas dentro. Yo iré detrás.

—Nos recibirán a tiros —objetó su compañero.

—Ya le han quitado las armas, con suerte no le están apuntando. En eso podríamos llevar ventaja. Si no vemos una amenaza clara, no disparamos.

—No sabemos cuántos hay.

Biaggi se esforzaba por disipar cualquier duda referida a la ejecución del plan. No podía vacilar a la hora de irrumpir en el supuesto despacho, así no les daría a los ocupantes tiempo para reaccionar. De nuevo se veían obligados a no fallar.

El Lobo preparó el arma, apuntó al pomo reluciente y contó tres segundos. Sandro se dispuso a cargar cuando se efectuase el disparo, planeando anticiparse al rebote de la bala.

El estruendo del Colt Python 357 Magnum se fundió con el del picaporte al ceder. Biaggi pateó la madera con violencia. La entrada se abrió. Los dos hombres asaltaron la estancia con las armas en alto. En milésimas de segundo, quienes ya estaban allí se giraron como resortes en dirección a la puerta mancillada. De inmediato dirigieron las pistolas hacia ellos. Los recién llegados comprobaron que, además de O’Quinn, había otros cuatro hombres más. Rafael localizó enseguida a Annibal, pero no tuvo tiempo para detenerse en más detalles: la sala se había transformado en una selva de miradas hostiles y malas intenciones.

Scorpio, al igual que el resto de los presentes, se había sobrecogido ante el estrépito. Sus músculos se bañaron en rigidez. Él también había mirado hacia la puerta. Aquellos dos rostros amigos le colmaron de alivio. Había llegado a temer más por ellos que por sí mismo, y verlos allí sin ningún rasguño aparente le devolvió parte de la confianza que había perdido.

Era su momento.

Aprovechando el desconcierto general, su instinto le impulsó a actuar. Hoover todavía permanecía a su lado y el movimiento hacia él fue rápido. Scorpio le agarró con brusquedad la mano con la que aún sujetaba la Desert Eagle que le acababa de quitar. Le dobló la articulación, haciéndola ceder. Jason aflojó los dedos de forma automática y Annibal le arrancó el arma. Después, un aullido de dolor. El tipo rubio se encogió, tambaleándose hacia atrás. Se había llevado la mano rota al pecho e intentaba protegerla con la otra. Gimoteaba.

Los demás se apuntaban unos a otros. Sandro Biaggi, que había desenfundado una segunda pistola Glock 17 de nueve milímetros, apuntaba a uno de los dos hombres que no había participado hasta el momento, y con la Beretta se dirigía al lastimoso Hoover; únicamente se veía amenazado por el primero de ellos. El Lobo estaba mostrando su revólver a Jack Bentley, mano derecha del líder adversario, quien también le apuntaba a él con idéntico desafío. El cuarto hombre a las órdenes del anfitrión asimismo dirigía su arma contra el de la coleta. Y en el momento en el que Scorpio iba a hacer lo propio con su recién recuperada pistola, se encontró con que la Smith & Wesson de O’Quinn volvía a presionar su cabeza, esta vez en la sien izquierda. Annibal se detuvo al instante.

—Si yo fuera tú, no haría eso. Si tengo que dispararte lo haré —le advirtió el viejo. Se adivinaba su respiración acelerada—. Y créeme cuando te digo que no quiero hacerlo.

Scorpio dudaba de su valentía, pero no era sencillo pensar con un arma contra la cabeza. Por algún motivo supo que no mentía. No le daría tiempo a levantar la Desert Eagle y dejarle como un colador sin morir en el intento, con lo que también arrastraría a Rafael y a Sandro.

Contar hasta diez ya no era suficiente.

Intentó ignorar la pistola que le empujaba el hueso temporal izquierdo y centró la mirada en el color tormenta de los ojos de O’Quinn. Scorpio no estaba hilando comentarios sarcásticos, no urdía ironías. La gravedad de la situación se recogía en sus iris oscuros sin apenas expresión, escarchados. Aquel despacho parecía albergarlos tan solo a ellos dos por un instante.

Annibal entrecerró los párpados.

Alzó su arma.

Con el corazón maltratando con violencia el interior de su pecho, trató de luchar contra el temblor de la mano derecha, la que empuñaba la Desert Eagle. Y apoyó su cañón entre la mandíbula y el cuello del viejo.

—Me dices que quieres que hablemos solos tú y yo, aun cuando tengo motivos suficientes para quitarte del medio. Accedo. Pero me traes aquí con tus perros falderos. Te atreves a ordenar que me quiten las armas. Todo eso después de enviar al gilipollas de Austen para que asesine a mis hombres. ¿Y ahora me vuelves a amenazar con dispararme, hijo de la gran puta? —Annibal habló con tal incredulidad que consiguió camuflar las tinieblas que le habrían hecho zozobrar la voz. La furia ascendía por su esófago quemando cada centímetro que pisaba. Descargas punzantes castigaban la boca de su estómago—. ¿Pero quién cojones te crees que eres? —Aquella pregunta recurrente sonó como un trueno en el despacho—. Si le doy una patada a una piedra salen diez hombres dispuestos a arruinarte la vida bajo mis órdenes. Y aun así los preferirías a ellos antes que a mí. ¿Te has olvidado de que si tienes todo esto es porque yo te lo permito? ¿De que si todavía vives es porque yo te lo permito? —bramó al tiempo que asía la Desert Eagle con más ímpetu.

Solo los tenues lamentos de Hoover rompían el silencio.

—¡Yo no he enviado a nadie a que haga nada! —Que O‘Quinn mantuviese la pistola en alto no ayudaba a su credibilidad, pero no consideraba que bajarla fuese una opción.

—Si Austen pudiera hablar no estaría de acuerdo contigo. —Scorpio recordó cómo le había arrancado la lengua de cuajo a Nelson Austen con las tenazas.

—Aún no sé por qué demonios le mataste —gruñó el viejo. El chico no lo había confirmado explícitamente, pero había sabido leer entre líneas. La sorpresa anidó entre su séquito al conocer la noticia—. No sé qué clase de problemas tendrás ni con quién, pero yo no tengo nada que ver.

—¡Vaya, me quedo mucho más tranquilo! Si me hubieses dicho eso desde el principio nos habríamos ahorrado todo esto —satirizó Annibal. Luego regresó a la seriedad pétrea—. ¿Qué significa el trece?

—¿Qué?

—Es una pregunta muy sencilla, limítate a responderla.

O‘Quinn apenas pestañeaba. La sensación de que en cualquier momento comenzaría un festival de disparos cada vez era más intensa. No quería eso. No todavía. Pero ordenar a sus hombres que dejasen de apuntar sería regalarle otra pequeña victoria al joven traficante. En esos momentos prefería arder en una hoguera a soportar esa mirada oscura rebosante de éxito. Sin embargo, debía ser práctico, por mucho que le pesara. Tal y como lo fue en el pasado.

Bajó su pistola, liberando la sien izquierda de Scorpio. Guardó la Smith & Wesson bajo su cinturón. Necesitaba transmitir que sus intenciones no eran del todo hostiles, cosa que resultaba complicada teniendo en cuenta la encerrona en la que había involucrado al chico. Los secuaces de O’Quinn le miraron muy extrañados, como si hubiese perdido el juicio. El Lobo y Biaggi también se sorprendieron, pero no lo suficiente como para imitarle. Annibal no se movió, receloso.

—Scorpio, sigo sin saber qué es lo que quieres escuchar. No sé a qué te refieres con el número trece. No sé a qué te refieres con que Austen mató a tus hombres. ¿Es cierto eso?

—¿Estaría aquí si no fuera verdad? —Annibal cogió aire—. Me parece demasiado improbable que Nelson estuviera matándolos sin una orden directa de arriba. Eres precisamente tú el que tuvo problemas conmigo. —Los recuerdos eran demasiado agrios.

—¡Pensé que eso ya estaba olvidado! ¡Ya te dije que yo no tuve nada que ver con lo que te hicieron! —se defendió O’Quinn. Los nervios volvían a aflorar en él.

—¿A qué te refieres exactamente? ¿A embestir mi coche en la carretera? ¿A tenerme encadenado casi dos días? ¿A darme de hostias hasta romperme tres costillas y dislocarme un hombro? Porque, después de lo que he visto estas últimas semanas, cada vez me suena menos creíble que no tuvieras nada que ver hace cuatro años. —Aquel era un rencor del que no podía deshacerse, ni siquiera tras escuchar las explicaciones una y otra vez.

—¿Me viste allí? No, ¿verdad? ¡Eso es porque esa gente actuó a mis espaldas! —repitió el anfitrión—. ¡Ansiaban poder y pensaban que con eso conseguirían escalar puestos! ¡Sí, trabajaban para mí, pero yo no estaba al tanto! Te lo dije en su día y te lo repito ahora. Y con Nelson ocurre lo mismo. Me cuesta creer que haya hecho lo que dices que ha hecho. ¡Era uno de mis enlaces contigo en cuanto a las armas! Pero, si es cierto lo que me cuentas, yo no sabía nada. Annibal, te lo juro.

Scorpio estudió sus gestos: cada expresión, cada nota de voz que le pudiera sugerir una mentira. Pero estaba delante del maestro del engaño, ¿cómo podía saberlo? El maldito O’Quinn había sembrado la duda.

—Espero que sepas rezar. Si encuentro una sola prueba más que señale en tu dirección, ten por seguro que no va a haber dios que te salve —soltó Annibal. No sabía si debía arrepentirse de su indulgencia.

—¿Por qué querría yo atacarte ahora, de todas maneras?

—Se me ocurren varios motivos.

—No tengo ninguno.

—Entonces ¿por qué cojones me has hecho esto hoy?

—Bajad las armas —indicó O’Quinn a su comitiva. Se ayudó de un gesto impaciente con la mano. A pesar de la desconfianza, los tres hombres obedecieron. Luego volvió a dirigirse al chico—: ¿Y qué querías que hiciera? Vienes a mi casa con un cabreo de tres pares de narices, amenazándome y diciéndome que te has cargado a uno de los míos. —No mencionó cuánto le encolerizaba esto—. Pensé que ibas a matarme, Dios bendito. Y, con tus antecedentes conmigo, era perfectamente posible. Así que aproveché que estaba reunido para tener la seguridad de que no me harías daño.

—Me desarmaste. Me apuntaste con la pistola. Dos veces —le reprochó Scorpio. Tenía que reconocer que había lógica en sus palabras, pero otra parte de sí mismo se negaba a creerle.

—No me dejaste más opciones. Pero no quería dispararte, te lo dije —mintió el viejo. Habría dado lo que fuera por ver cómo el hombre que tenía delante se desangraba delante de sus narices. No obstante, no se lo podía permitir. No sabía si habían traído más refuerzos que aguardaban fuera de la casa.

—Mis hombres podrían haber pasado desde un principio.

—Se habría dado esta misma escena, pero minutos antes. ¿Qué diferencia hay?

Annibal pensó, con tedio, que el tipejo tenía respuestas para todo. Miró a los suyos y les dijo que también dejaran de apuntar. Él mismo fue el último en guardar el arma. Se la colocó en la espalda, rozando el arañazo que el idiota de Hoover le había hecho al quitársela al principio. No necesitó pedir permiso para alargar el brazo y hacerse con la pareja. La escondió en la parte delantera.

Tal y como O’Quinn esperaba, su oponente había terminado cediendo. Aún le inquietaba que pudiese cambiar de opinión tan rápido que no le diese tiempo a reaccionar, pero la situación había tomado un rumbo más favorable. Comprendió que había abierto una fisura en el compacto escudo de Scorpio. Los asesinatos habían puesto en evidencia la protección que le envolvía, le resultaba indiscutible. La oportunidad se había plantado delante de sus narices con inusitada facilidad. La misma oportunidad que había estado esperando. Pero debía recurrir a la calma si quería salir victorioso sin morir en el intento.

—Tú en mi lugar habrías hecho lo mismo —afirmó O‘Quinn. Pese a que necesitaba apaciguar la conversación, el tono fue brusco.

—No te confundas, yo no me parezco en nada a ti.

La tensión oscilaba con el paso de los segundos. Había vuelto a alcanzar un pico alto. El más veterano pensó que sus esfuerzos continuaban sin ser suficientes. Sabía que era muy difícil que Scorpio confiara en él. Menester era que se emplease más a fondo. Vaciló antes de hablar.

—He pensado… en ofrecerte un trato como muestra de mi lealtad —comenzó O’Quinn. Era la última carta de la baraja.

—¿Un trato? —repitió Annibal, escéptico. La anómala situación inesperada hizo que necesitara unos segundos para asimilar la información—. ¿Me estás proponiendo un trato después de haber tenido tu pistola en mi cabeza?

—Una compensación por haberme visto obligado a ello —le corrigió el otro.

—¡Qué detalle por tu parte!

O’Quinn suspiró sin apenas hacer ruido, puso los brazos en jarra y miró a un lado. No creía que pudiera existir en el mundo alguien más soberbio que ese hombre, al que veía como un niñato. Le dieron ganas de propinarle tal guantazo que le derribase los dientes al suelo.

—Parece mentira que hombres de negocios como nosotros estén comportándose de esta manera. Dejemos las diferencias a un lado, con este acuerdo pretendo arreglar las cosas. Es una gran oportunidad —recalcó el viejo. Aún fantaseaba con ver a Scorpio cubierto de sangre.

—Te escucho —aceptó Annibal. No significaba que aceptase de buena gana su pequeño discurso, que le parecía hasta pedante, sino que había despertado su interés. Enseguida comprobaría si no se trataba de una tomadura de pelo para salir airoso.

—Tengo un amigo que tiene un contacto que ha conseguido infiltrarse en la tripulación de un cargamento de ametralladoras M16. Me ha comentado que lo han pedido especialmente agentes del Gobierno. Él podría hacer unos ajustes en los albaranes y sacar unas cuantas cajas. Al parecer, la seguridad no es tanta como quieren aparentar. Es un carguero que viene directamente desde Miami.

—¿M16? ¿Para qué coño quiero yo M16?

—Son un nuevo modelo, ni siquiera están a la venta todavía. Incorporan una mirilla láser de alta precisión. Además, el cargador tiene una mayor capacidad para el alojamiento de las balas, por lo que habría más espacio entre recargas —explicó O’Quinn—. Creo que tendrá una gran tirada en el mercado negro.

Annibal, en silencio, se planteó que, si era cierto que aún no estaban en circulación, podría generar grandes beneficios. No es que las novedades que incorporaban aquellas metralletas fueran de ultimísima generación, pero sabría darles salida. Conocía clientes que compraban mercancía menos avanzada. En efecto, no podía negar que era una buena oportunidad para conseguir dinero sin haber invertido primero.

—¿De cuántas armas estamos hablando? —se interesó Scorpio con la cabeza algo inclinada hacia atrás. Todavía esperaba el menor indicio acusatorio.

—Según me comentó, podría llevarse unas ocho cajas, quizá nueve. En cada una hay diez ametralladoras. Pongamos unas ochenta o noventa —calculó el de los ojos grises.

—¿Qué pides a cambio?

—¿Perdón?

—Porque pedirás algo a cambio —dio por hecho Scorpio. No se percató de que se mostraba algo más tranquilo.

—¿Por esto? No. De ninguna manera. Ya te he dicho que lo hago como compensación por haberte… Bueno, ya sabes. —O’Quinn agachó la cabeza. Casi podía notar el sabor del triunfo—. Te regalaré la mitad de la cantidad total que consiga el chaval. Podrás hacer con ellas lo que te venga en gana.

—No te creo.

—¿Qué más necesitas, Annibal? No contar con esos fusiles supone una pérdida de dinero para mí y estoy dispuesto a sacrificar la mitad para no ensuciar más nuestra relación. ¿Todavía sigues creyendo que ordené asesinar a los tuyos? ¿De verdad me crees tan imbécil como para después andar regalándote armas?

Scorpio guardó para sí la respuesta que se le ocurrió. No quiso replicarle, parecía volver a tener razón. Frunció el ceño. Las comisuras de sus labios se giraron sutilmente hacia abajo. La expectación mantenía en vilo las almas dentro de aquel despacho. Ni Hoover hacía ruido.

—¿Cuándo?

—Dentro de dos martes.

La necesidad de confirmación chamuscaba los nervios de O’Quinn. Estaba tan, tan cerca… Veía tan próxima su recompensa que mantenerse tranquilo suponía un reto. Elegía con cuidado su lenguaje no verbal. Se dijo que, si había sido capaz de esperar durante tanto tiempo, unos días más serían insignificantes. Mostrar sumisión, esa era la clave. Tan solo tenía que decirle lo que quería oír.

—El encuentro se producirá en la zona antigua del puerto, a la altura de la hilera de almacenes.

—¿Exactamente dónde? —preguntó Annibal. Todos los detalles posibles eran pocos. Quería conocer el lugar adecuado, el momento adecuado. Y no volver a contactar con ese hombre, a ser posible, hasta entonces.

—En frente del muelle cuarenta y siete. Es ahí donde mi contacto suele detener la embarcación. La hora es a las once de la noche. Suele ser muy puntual —reveló el viejo—. El asalto se producirá el domingo anterior de madrugada. Tendrá tiempo para prepararlo todo desde ese momento.

—Allí nos veremos. —La mirada de Scorpio volvió a caer bajo cero. Colocó la mano derecha sobre la culata de la pistola escondida en la parte delantera, detrás de la camisa—. Si descubro un indicio, solo uno, de que me has tomado el pelo, no habrá palabras la próxima vez. No solo estoy hablando del acuerdo. Un solo puto trece que pueda relacionar contigo y ya sabes cómo terminará esta historia.

Y, mientras el aviso aún flotaba en el aire, el chico miró a los tres acompañantes de O’Quinn. Quería recordar bien esas caras. Luego se dio media vuelta y caminó hacia la puerta. No pudo silenciar la idea de recibir un disparo a traición. Se mantuvo firme y sin echar la vista atrás. Rafael y Sandro le siguieron. La cerradura reventada de la puerta los esperaba en el umbral. A partir de ahí, no ocurrió nada que les hiciera reaccionar en defensa propia. El silencio los acompañaba por el alfombrado y rojizo corredor.

El salón inicial los aguardaba al final. Annibal fue el primero en acceder al él y supo en el momento que se había perdido algo. ¿Qué diablos hacía en el suelo un hombre a todas luces muerto? Se giró hacia sus dos acompañantes. No parecían asombrados, pensó que debían de saber lo que había ocurrido. Pero ya habría tiempo más tarde de preguntar. Scorpio continuó su camino pasando por encima del cuerpo trajeado, pero sin pisarlo. El Lobo y Biaggi lo rodearon.

El itinerario hasta la salida no tenía pérdida. Los tres hombres seguían ilesos.

Salieron al exterior. La noche ya había caído sobre Filadelfia y la calle recogía bastante tránsito. Tan pronto como cruzaron el camino de piedras planas entre el césped llegaron al coche negro. Montaron. La distribución en los asientos fue la misma que en la ida. Scorpio estaba terminando de acomodarse tras haber dejado previamente sus pistolas en la guantera. Prendió el motor, lo que trajo consigo la música techno progressive de la radio. Y, cuando iba a quitar el freno de mano, algo llamó su atención a las puertas de la casa. O‘Quinn se aproximaba al Mustang a paso ligero. Jack Bentley le cubría las espaldas. Annibal bajó la ventanilla y apoyó el brazo izquierdo en su base.

—¿Qué coño quiere ahora? —preguntó el Lobo, cansado.

El conductor se arrepintió de no llevar las Desert Eagle encima. Pero ninguno de los que se acercaban parecía armado.

—¡Habéis matado a otro de los míos! —exclamó O’Quinn. Había sido tan sensato como para no levantar la voz. Miraba directamente al jefe.

—No haberlo puesto ahí.

El motor rugió. Annibal no se quedó a comprobar si habría réplica. Las ruedas del coche ya los estaban alejando de allí.

Apenas habían abandonado la calle cuando empezaron a despotricar. Scorpio se maldijo por su inapropiada decisión, aquella que le había llevado al despacho de O’Quinn sin más compañía que el viejo. Se había dejado engatusar por su victimismo y, sin duda, por la imagen tan pobre que de él tenía. Agradecía profundamente la eficiencia de sus hombres al irrumpir en aquel cuarto. Daba igual lo que aquel idiota hubiese dicho; ávido de poder, tal vez le hubiera hecho algo más que desarmarle y amenazarle con el cañón de su pistola si sus acompañantes no hubiesen aparecido. Porque esa había sido precisamente la intención de O’Quinn: mantener al Lobo y a Biaggi alejados al colocar a un miembro de seguridad ante la puerta del pasillo. El propio Rafael le había contado cómo se había deshecho de él. A la altura de las expectativas, pensó el jefe, como siempre.

—Vamos, no me jodas. Poner un segurata para que no entrarais. Patético —soltó Scorpio. Acababan de tomar la autovía.

—Menos mal que lo hicimos —enfatizó el Lobo.

—Buen trabajo. El muy cabrón tenía gente en el despacho y no abrió la puñetera boca. No quería la igualdad de condiciones, sino estar por encima. Mantenerme a raya. —El hombre tenía los ojos clavados en la carretera. No se daba cuenta de que empuñaba el volante con más fuerza de la necesaria.

—¿Os creéis su explicación? —preguntó Biaggi.

—No —respondieron los otros dos al unísono.

—Por un lado, parece racional. El tío se acojonó y te llevó a un lugar donde te superaban en número para sentirse más seguro. Supongamos que es verdad. Pero lo que me escama es lo que te hizo después. Aunque él diga que fue necesario, yo no lo creo. No eres estúpido, no vas a ponerte a disparar contra cinco tú solo desde tan cerca. Tal vez te hubieses cargado a alguno, pero tú también habrías caído —declaró Rafael.

—El hijo de puta ordenó que me cachearan. No os imagináis lo desagradable que fue —admitió Annibal. Por alguna razón, sintió un escalofrío ante aquel recuerdo reciente.

—¿Quién te cacheó? —quiso saber el Lobo.

—El tío al que le rompí la mano.

—Qué ironía —comentó Biaggi.

Con la mirada al frente, Annibal sonrió. Le gustaba poder contar con esos dos hombres que viajaban con él. Pero pronto borró esa expresión. Tenía una sensación extraña.

—Me apuntó a la cabeza —reiteró. Hablaba casi para sí mismo. Dejó escapar una risotada que no indicaba diversión—. Me apuntó a la cabeza…

Bum. Bum. Bum. Bum. Bum. Bum.

La base repetitiva de la canción que sonaba en la radio los salvaba del silencio absoluto.

—Liarnos a tiros en su despacho habría sido un suicidio —recordó el Lobo—. Te juro que por un momento pensé que era lo que iba a ocurrir.

—Fue muy listo al sacar a relucir el trato de las ametralladoras —apuntó Biaggi.

—Demasiado listo —recalcó Annibal. No se olvidaba del dinero que aquello podría generar.

—¿Perdería la mitad solo para tenernos contentos? —se extrañó el Lobo.

—Él está recibiendo y vendiendo armas continuamente. Perderá dinero, pero gana mucho más por otros lados —dijo Sandro—. Y, por lo que nos ha contado, parece que no tiene nada que ver con las actividades de Austen.

—Eso parece, sí —coincidió el Lobo.

—No sé… Sinceramente, me cuesta creer que no esté relacionado con los asesinatos. Es posible que haya tenido las respuestas preparadas de antemano, por si acaso. ¿Se atrevería Austen a atacarnos por su cuenta cuando sabe que su jefe tiene negocios con nosotros? Porque yo no lo creo —continuó Sandro.

La rapidez por la carretera era directamente proporcional al repentino malestar de Scorpio. Acababan de adelantar a un coche a una velocidad casi insultante. Los ocupantes del otro parecían preguntarse qué clase de loco manejaba el Ford Mustang. Pero aquella aparente locura al volante era en realidad la consecuencia de las ideas del conductor volando veloces. Su habilidad y la fabulosa adherencia del vehículo hacían que no perdiera el control.

De nuevo, silencio.

Bum. Bum. Bum. Bum. Bum. Bum.

Los potentes faros iluminaban la autovía. Pese a las recurrentes farolas, eran caminos de luz abriéndose paso en la oscuridad. Tal y como los planes avanzaban por su imaginación.

—Habrá que extremar las precauciones —aconsejó Rafael—. Hoy ha visto que no eres intocable. Cuando vayamos el martes, tal vez quiera hacer alguna estupidez similar. Tiene tiempo de premeditación. Quién sabe.

La imagen de Nelson asaltó la mente de Annibal. La mañana en la que acabó con su vida había actuado obedeciendo a un impulso irrefrenable. Pero ahora era distinto. Dejó que su cerebro maquinara a su ritmo, siendo casi capaz de escuchar la fricción de los engranajes. Desprendían un aura gélida. Permitió que el hielo penetrara por sus fibras musculares, serpientes que se arrastraban en dirección a todos sus miembros. Dejaban un rastro de veneno.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Sandro.

El Lobo miró a su izquierda. El perfil del jefe guardaba algo muy parecido a las vibraciones que desprendía al salir de la vivienda de Nelson Austen en Johnson City.

—Voy a matarlo.

Como si de fantasmas se tratasen, las siniestras palabras vagaron por el interior del vehículo negro. El mensaje era claro, conciso. Simple.

Era una decisión precipitada. No debían olvidarse de que tanto él como O’Quinn formaban parte de un triángulo cuyo tercer vértice era Orlando Suárez. El colombiano ya evitó que matara al viejo hacía cuatro años, los negocios que ambos mantenían le convertían en valioso. Si le quitaba de en medio, desencadenaría un conflicto que no le beneficiaba en absoluto. Pero esa misma tarde O’Quinn le había faltado al respeto de un modo tan insultante que acabar con él bien valía una guerra, si es que llegaba a desatarse.

Los tres hombres sabían que la decisión era irrevocable.

—¿Has pensado en lo que hará Orlando si matas a O’Quinn? —preguntó el Lobo, prudente.

—Orlando me importa una mierda ahora mismo —escupió Scorpio. Tuvo que dar un frenazo al encontrarse un coche que cambió de carril sin utilizar el intermitente. Soltó un par de improperios más.

—Annibal, Orlando tiene de su lado a buena parte de la guerrilla colombiana —insistió el copiloto.

—Si accedí la otra vez fue por no enemistarme con él, no por esa gentuza. Nos hace ganar mucho dinero.

—¿Qué te hace pensar que ahora será diferente? Ellos dos siguen siendo socios. Si matas a O’Quinn y a Orlando se le cruzan los cables, se echará todo a perder.

—¿Y qué tengo que hacer, Lobo? —Annibal le echó un vistazo rápido antes de volver a mirar la carretera—. ¿Dejar que os maten uno por uno?

—No estoy diciendo eso y lo sabes. Creo que hay que valorar todas las opciones.

—¿Tengo que aguantar esta mierda y yo no puedo responder? No voy a agachar la cabeza, si es lo que esperan. Si Orlando aprecia mis negocios con él, le resultará interesante saber que el viejo ha incumplido su parte del trato. —Volvía a colocar a O’Quinn detrás de las muertes a pesar de las explicaciones que había recibido esa tarde.

—Si tanto le importa que no toques a ese cabrón, también le importará que ese cabrón no te toque a ti. No deberíamos ser los únicos que tengan que pagar por saltarse la tregua —razonó Biaggi.

—Orlando es una parte primordial del negocio, pero no es nuestro jefe, que os quede claro. Vamos a defender lo que es nuestro.

Que el sudamericano siempre hubiese tenido en alta estima a O’Quinn solo era un engorro. El viejo le proveía de una gran cantidad de armas de distintas clases dentro de la clandestinidad. De este modo, le resultaba muy fácil abastecer a la guerrilla por un precio más que económico. De hecho, ellos dos negociaban desde antes de que Annibal pasara a liderar el grupo organizado que estaba a su cargo. Pero que hubiese entrado más tarde al juego no significaba que pudieran faltarle al respeto en ningún sentido. Y nadie, se repetía, le faltaba al respeto.

—En fin. Después de haber aceptado este acuerdo con él, no se lo va a esperar. —Sandro se encogió de hombros en el asiento trasero.

—Cuando el cargamento esté en el muelle y quiera empezar con el reparto, le pegaré un tiro en la cabeza —planeó el jefe. No vaciló, no podía permitirse ningún tipo de duda. Imaginaba el momento y ya disfrutaba. Sus dedos todavía presionaban el volante, tensos. No había reducido la velocidad de conducción—. Y si cualquiera de sus perros se mete en medio, le mataré también. —La voz grave firmaba la sentencia. No mencionó que se quedaría con toda la mercancía, era algo demasiado obvio.

—No sabemos a cuántos hombres va a llevarse —planteó Sandro. Se inclinó hacia delante.

—Bueno, creo que se fía tan poco de mí como yo de él. Se llevará a unos cuantos, seguro, pero no nos va a pillar desprevenidos. No vamos a volver a estar en inferioridad, si es lo que sigue buscando. No va a poder rematar lo que empezó. ¿Quién sabe? Puede que hasta venga con un saco de estrellas ninja. —Scorpio rio en silencio—. Y, si me equivoco y viene solo con dos o tres idiotas, tendrá el consuelo de saber que su muerte no la habrá visto tanta gente.

Hacía mucho tiempo que hablar acerca de la muerte de un hombre había dejado de ser tabú. No tenía ningún inconveniente en anunciarles que sería él quien llevaría a cabo la ejecución cuando llegara el momento. No delegaría en alguien más. Apuntaría ese tanto a su nombre, para bien y para mal. Habían sido ese tipo de acciones las que habían labrado su reputación e identidad dentro del oscuro mundo del crimen.

—Hay que joderse. Que hayan vuelto a las andadas después de que la última vez saliesen con el culo roto… —se quejó Rafael.

—Ahora no van a llegar tan lejos —añadió Sandro—. Típico. Les das la mano y te cogen hasta el pie, si pueden. —De pronto, frunció el ceño. Sus ojos azules se ensombrecieron—. Tal vez sea una trampa. ¿Y si avisa a la policía de un posible contrabando? Si al final resulta que miente y él ha ordenado los asesinatos, ahora que le hemos pillado puede cambiar de estrategia. Nos desarticularía sin mancharse las manos. Y de paso se quedaría con nuestra parte del sector.

—Entregar a Annibal Scorpio en bandeja —dijo el Lobo, despacio, pensativo—. Muchos policías darían lo que fuera por ser los autores de tu detención, Sawyer el primero. Y O’Quinn también subiría puestos en la jerarquía.

—No. Eso no va a pasar. —Scorpio hablaba con más determinación de la que sentía—. El viejo no se lleva especialmente bien con la policía, ¿no? Todo el mundo lo sabe. Si mantiene tratos conmigo es por algo. Tampoco nosotros negociamos con cualquiera. Si me acusa de traficante, o de cualquier otra cosa, se estaría descubriendo también a sí mismo. ¿Y qué pensaría, que quedaría impune? Podría tener en nómina a un par de policías, pero no tiene tanto dinero ni poder como para comprar una amplia red de justicia que hiciera la vista gorda. Y, si estuviese implicado en un caso contra nosotros, sin duda la necesitaría. —No era la vanidad quien hablaba en esta ocasión, sino la voz de la experiencia. Eran métodos a los que había tenido que recurrir alguna que otra vez. Sabía lo que decía.

—¿Y si estuviera dentro del programa de testigos protegidos? —propuso Sandro.

—Nadie podrá protegerlo si acude el martes a la cita —insistió el jefe. Había girado el volante con brusquedad en un nuevo adelantamiento.

—Siempre se ha dedicado a lo mismo, no creo que hubiese decidido cambiar lo único que sabe hacer por una vida escondido solamente por vernos entre rejas. —Rafael volvió a mirar al conductor—. Supongamos que lograra su objetivo, que consiguiese que nuestra banda terminase destruida y él acabase en el poder. Apenas duraría dos asaltos. ¿Quién se fiaría de un chivato? Por mucha enemistad que haya, jamás se mete a la policía de por medio. Las cosas no se resuelven así. Le matarían.

—Eso suponiendo que al final él pudiera continuar con el negocio. La policía no se lo permitiría —comentó el italoamericano.

—Tampoco descartaría un aviso anónimo, así se ahorraría aparecer en escena —barajó el Lobo.

—¿Y qué va a hacer la policía si se presenta allí? Sin O‘Quinn no hay intercambio. Si no hay intercambio, no hay motivo de acusación. «Oye, perdona, voy a detenerte porque hay un rumor». Es ridículo, aunque nos vean allí. Y, por supuesto, no habría acuerdo si aparece el proveedor y no viene O’Quinn. No. Si hubiese algún policía que intentase algo estúpido, ya nos encargaríamos de acabar con su carrera. Como mínimo.

Incluso habiendo planteado diferentes posibilidades, aquellos eran unos extremos difícilmente atribuibles al viejo. No le creían tan listo. Pero no podían obviarlo. En cualquier caso, le traicionase o cumpliese su palabra, el martes no iría solo. Y lo mataría de igual forma.

Los faros delanteros del Mustang iluminaron el cartel con el número de salida que le conduciría a su casa. El Lobo y Biaggi compartían ese mismo destino. Annibal había dispuesto su garaje de tal forma que pudieran dejar allí sus coches. Giró el volante después de reducir una marcha para adentrarse en esa dirección. La velocidad descendía paulatinamente. Bajó dos números más en la caja de cambios. Avistaron la calle a lo lejos.

—Convocaré una reunión para dentro de una semana —anunció Scorpio con la voz cansina. En un corto espacio de tiempo había citado a los suyos más veces de las que le habría gustado, y no solía reunirlos si no había un motivo lo suficientemente importante. Estaba empezando a odiar los motivos importantes: por su experiencia, más del noventa por ciento eran malas noticias—. No hace falta que os diga que tenéis que venir. Pensaré en el número de hombres que quiero que acudan al muelle y los llamaré. No comentéis nada a nadie todavía.

—Tal vez tendrías que avisarlos antes. Es posible que lo del martes sea peligroso, quizás ayudaría que lo supieran de antemano —aconsejó el Lobo.

Para el jefe, como siempre, la opinión de su mano derecha era útil. Aportaba puntos de vista a tener en cuenta, detalles que podría haber pasado por alto, información beneficiosa para las diferentes situaciones planteadas… En definitiva, la templanza de la que él carecía muchas veces.

Pero en esta ocasión no estaba de acuerdo.