Capítulo 7
Un amanecer nublado iluminó el salón a través de los ventanales. El Lobo, Henry Baker, Dan Livingston y Ryan Coleman habían pasado allí la noche. Habían convenido que era lo más apropiado, dadas las circunstancias. No solo era posible que buscaran al jefe para rematarle, sino que ellos mismos también se sentían en peligro. Cuatro siempre era mejor que uno, al fin y al cabo. Sin embargo, apenas habían podido dormir y sus ojeras eran tan oscuras como la sombra que les recordaba a sus compañeros asesinados.
Rafael había sido el único que cada cierto tiempo había subido a la habitación de Annibal para comprobar su estado. Nada fuera de lo común. En algún momento de las horas siguientes, también había recibido una llamada de Fred Harrison. Le había informado, para su alivio, que Biaggi había sido trasladado a Cuidados Intensivos. La operación había finalizado con éxito, y por éxito había que entender que Sandro había sobrevivido. No tenían más noticias de momento.
Cerca de las doce y media de la mañana, el teléfono volvió a vibrar en su bolsillo, dando paso al tono de llamada. Esperando recibir nueva información acerca del estado del italoamericano, resopló con decepción al leer el nombre en la pantalla. Supo de inmediato que no debía responder. Deborah. ¿Qué hacía esa mujer llamándole a él? Nunca había mostrado por ella algo más allá que simple cortesía por deferencia a Annibal, pero lo cierto era que no le agradaba demasiado. No necesitaba que esa mujer metiese las narices allí en aquel preciso instante. Así pues, presionó un botón lateral del aparato y silenció la llamada.
Pero Deborah volvió a intentarlo una segunda vez. Y una tercera. Fue a la cuarta cuando el Lobo, molesto, terminó descolgando. La voz cantarina de la chica rechinó en su oído. No le interesaba lo que tuviera que contarle, tan solo quería despacharla rápido. Ella, ignorante de todo lo sucedido, preguntó por Annibal. Dijo que había estado intentando contactar con él pero que su teléfono no daba señal. Rafael cerró los ojos, presionándolos ligeramente con los dedos. Demasiado previsible. No tenía ninguna intención de dar explicaciones por teléfono, y menos a ella. Pero la morena insistió. E insistió. E insistió. El Lobo, cuya paciencia parecía ser siempre infinita, notó que le faltaban horas de sueño para afrontar esa conversación. De malos modos le dijo que Scorpio no se encontraba en condiciones de atenderla. Fue demasiado tarde cuando se dio cuenta: ella le ametralló con más preguntas. Entonces, interrumpiéndola, se despidió y colgó el teléfono. Devolvió el móvil al bolsillo y se sentó en el sofá. Se quedó traspuesto.
No había transcurrido ni una hora cuando sonó el timbre exterior de la casa. Rafael se encargó una vez más. Fue al cuarto de seguridad para hacer la comprobación en la pantalla correspondiente. Primero enarcó las cejas y después puso los ojos en blanco. Deborah esperaba al otro lado. No entendía cómo alguien podía ser tan cargante como aquella mujer. Pensó en no dejarla pasar, en fingir que no había nadie en aquella casa, pero había tres coches aparcados dentro del recinto. Y no necesitaba que llamase la atención de terceros llamando al timbre continuamente. Con desgana, el hombre pulsó el botón que abría la puerta de la valla. Tampoco iba a dejar fuera a la chica, ahora que además empezaba a llover. Luego se encaminó a la puerta blanca y maciza. La abrió antes de que ella tuviera tiempo de golpearla con los nudillos.
—¿Qué estás haciendo aquí? —inquirió el Lobo. Sonó como si estuviese regañando a una niña desobediente. La lluvia no disipaba el calor veraniego.
—¿Dónde está? —soltó Deborah. También se saltó el saludo. Se mostraba casi ansiosa a causa de las negativas continuas que había recibido por teléfono. Tampoco ayudaba no ver al dueño de la casa tras la puerta. El paraguas rojo hacía juego con sus zapatos y sus labios.
—¿El qué?
—¿Quién va a ser?
—No puedes verlo.
—¿Por qué no? —La morena se estaba impacientando. De puntillas, se movía intentando ver algo a través de los huecos que él dejaba.
—No es el momento. Vete a casa.
—Sí es el momento, Lobo. ¿Qué está pasando? No me engañes. —Las gotas de lluvia componían un repiqueteo peculiar sobre el paraguas.
—Deborah, por favor… —El temperamento de Rafael solía ajustarse a las situaciones y lograba mantener la calma con relativa facilidad, pero también tenía un límite.
—Lo siento, tengo que pasar.
Se coló dentro de la casa por un hueco entre el hombre y el marco. Sabía muy bien que podría llevarse un buen rapapolvo si interrumpía algo, pero no le importaba otro más. No podía ver más allá de su objetivo. Fue directa al salón, sus tacones golpeando el suelo con firmeza. Allí localizó a tres hombres sumidos en un extraño silencio. No vio copas de whisky ni cigarros humeantes. No vio a Scorpio.
—¿Qué coño haces? —la reprendió el Lobo a un volumen más alto. Fue tras ella.
—Rafa, quizá no es asunto mío, pero sé que pasa algo. Nada de esto es normal. —Se dio la vuelta para quedar frente a él. Empleó el hipocorístico de un modo cariñoso, tal vez para aplacar los ánimos de su interlocutor.
—Tienes razón, no es asunto tuyo.
Pero el Lobo sabía que la preocupación de la chica era real. No entendía cómo había funcionado su intuición, pero allí estaba, poniéndole en una situación incómoda. Decidió no echarla de allí, no era su manera de proceder. Deborah podía ser muchas cosas, pero siempre se mostraba leal. Tan insistente como discreta. Se echó la culpa por haber dejado que leyera entre líneas en la conversación telefónica. Suspiró en silencio.
—Anoche hubo un problema importante. Será mejor que vengas otro día con más calma, de verdad.
—¿Y Annibal? —Pero tal información solo disparó aún más las alarmas de Deborah. El paraguas plegado estaba goteando en el suelo.
—En su habitación, déjale en paz —le advirtió el Lobo. No sería él quien diese más detalles. Una vez más, la falta de descanso le hizo darse cuenta tarde de su error.
Deborah soltó el paraguas en el suelo, cerca de la pared, y se dirigió presta hacia las escaleras. Necesitaba respuestas, se estaba asustando. Necesitaba hablar con él, saber que estaba bien. Podía palpar el ambiente enrarecido mientras subía veloz los escalones. El golpeteo de los tacones retumbaba por el pasillo.
El Lobo fue tras ella al principio, pero desistió. La chica era una molestia, no un peligro real. No iría tras ella como si fuese una cría de treinta años, tenía cosas más importantes que hacer. Y sabía que Scorpio no era tan comprensivo como él, no tendría problemas en echarla a voces si era necesario.
Cuando Deborah llegó a la puerta de la habitación, la abrió con cuidado, nerviosa. Se preparó para escuchar palabras hirientes que la ordenaran marcharse, que le dijeran que no era nadie para estar allí. Pero se encontró con silencio y oscuridad. Tardó unos segundos en adaptar la vista a la falta de iluminación y, cuando lo hizo, le descubrió tumbado en la cama con los ojos cerrados. Se acercó despacio, y comprobó que ninguna prenda le cubría el torso, asomado por encima de las sábanas. Sin embargo, parecía estar parcialmente cubierto por algo blanco. Vendas.
El corazón de Deborah dio un vuelco.
Rápidos pensamientos fatalistas le poblaron la mente. Cubrió la distancia que le quedaba hasta la cama ignorando el ruido de sus zapatos. Vio una silla vacía, pero decidió sentarse al borde de la cama. Las lágrimas ya resbalaban por su rostro maquillado, víctima de una opresión creciente en el pecho. ¿Qué había debajo de aquellas vendas? ¿Por qué estaban esos hombres en la planta de abajo? ¿Por qué no se había despertado? ¿Por qué el Lobo no le había querido contar nada? Se le vino a la mente la palabra «coma», incluso cuando aquello no era un hospital ni había máquina alguna conectada a él. Empezó a sollozar. Al principio consiguió mantenerse en silencio, pero los gemidos de angustia pronto sonaron por la habitación. Extendió las manos temblorosas hacia el hombre y le tocó la cara como si temiera que se desvaneciese allí mismo. Todo permanecía igual. Lloró más alto.
Annibal se despertó sobresaltado. El dolor repentino le hizo jadear. De repente se vio con un par de manos vehementes sobre su cara. Sin saber todavía lo que estaba pasando, intentó incorporarse, lo que intensificó el daño. Se quejó en voz alta. Entonces, vio el rostro de Deborah sonriendo entre lágrimas.
—¿Qué haces, joder? —soltó Annibal con el susto todavía en la voz. Aún tenía el cuerpo en vilo.
—¿Cómo estás? ¿Qué te ha pasado? ¿Estás bien? —le avasalló Deborah con un tono más agudo de lo normal.
—No gracias a ti —contestó él. El corazón bombeaba fuerte dentro de su pecho a causa del despertar violento. Se llevó la mano izquierda al hombro derecho como si así pudiera mitigar el dolor. Trató de sobrellevarlo con los ojos cerrados.
—Estaba muy asustada —se excusó la chica llorosa. Ignoró las malas formas y apoyó la mano delicadamente sobre el antebrazo derecho del hombre. Él no la apartó.
—¿Cómo te has enterado? —preguntó Annibal, receloso. Le resultaba imposible que la voz se hubiese corrido hasta el punto de que Deborah lo supiera. De ser así, era muy preocupante.
—Bueno, nadie me ha dicho nada. Yo… te llamé esta mañana por teléfono. Me sentía muy mal por haber discutido la otra vez. —Deborah recordó la amarga conversación en la que él la había echado de esa misma casa. Ella había intentado tener sexo, pero Annibal la había rechazado. Todo por culpa de la maldita Angela. Se lamentaba profunda y dolorosamente de haberlos presentado, aun cuando no parecía haber nada serio entre ellos—. No quiero estar peleada contigo. Y me apetecía hablar, como hacíamos antes.
—Deborah, nunca hemos tenido largas conversaciones por teléfono.
—Ya lo sé. Tu teléfono no daba señal, así que llamé al Lobo por si sabía algo. Me ha dicho que no podías atenderme. No sé por qué, pero he sabido que pasaba algo. Lo que no me imaginaba era algo así.
—¿Te dijo algo más?
—¿Qué me va a decir? El Lobo nunca dice nada.
—Y hace bien. Esto no es de tu incumbencia, no tenías que haber venido.
—Si no hubiera venido, no habría visto que no estás bien.
—Podías sobrevivir sin saberlo.
—A ver cuando te entra en la cabeza que me importas y que me preocupo por ti —le regañó Deborah. Estaba molesta por la continua postura defensiva que él adoptaba.
—Y te lo agradezco, pero tienes la costumbre de meterte donde no te llaman.
—Sabes que eso no es así.
—Podrías haber interrumpido algo —continuó Scorpio sin escucharla—. Es más, lo has hecho. Estaba durmiendo.
—No sabía que una tiene que disculparse por estar preocupada —refunfuñó la morena. Pero advirtió que, a pesar del tono, Annibal no se zafaba de sus caricias en el brazo.
—Bueno, ya me has visto. Estoy bien.
—Yo no diría lo mismo. —Deborah se acercó un poco más. Él no hizo nada salvo mirarla—. Venga, dime, ¿qué te ha pasado?
—Me han disparado.
Scorpio empleó el mismo tono que habría usado para comunicar que tenía un resfriado. Horrorizada, Deborah le miró con los ojos muy abiertos. Nuevas lágrimas resbalaron por sus mejillas empolvadas de colorete. Se abalanzó sobre él y le rodeó con los brazos.
—Me estás haciendo daño —protestó él. La apartó con el brazo sano.
—Lo siento, lo siento —enseguida se disculpó ella sin poder controlar el llanto. Sabía que no debía preguntar más acerca del incidente—. ¿Te duele mucho?
—¿Tú qué crees?
—¿Puedes dejar de hablarme así, por favor?
—Deborah, me han disparado. ¡Claro que me duele!
—Bueno, no te preocupes, estoy aquí contigo. Relájate. —Deborah comenzó a acariciarle el pelo despeinado.
La morena tenía razón y él lo sabía. Solía tratarla de un modo que dejaba mucho que desear. No debía pagar sus frustraciones con ella, no tenía la culpa de lo que había pasado. Y en realidad tenía que agradecerle que se interesara por él de forma sincera y sin esperar nada a cambio, excepto un poco de atención.
—¿Necesitas algo?
El rostro que de repente acudió a la mente del hombre no constituía la respuesta que Deborah quería escuchar. Lo que menos necesitaba era presenciar otro ataque de celos. Y deseó que fuera Angela quien se encontrara en ese mismo momento frente a él. Le había prometido a aquella preciosa rubia que la volvería a invitar a cenar ese mismo miércoles. Pero ya no había nada que celebrar.
—El Lobo debe de tener los medicamentos. Pídeselos.
—Enseguida —aceptó la mujer de buen gusto. Le encantaba que la hiciese sentir útil—. ¿Quieres que me quede aquí contigo?
Annibal sabía que la propuesta no incluía únicamente la mera compañía. Se mordió la lengua, no tenía ganas de discutir. Pensó que no merecía ni la pena recordarle que ya no quería acostarse con ella, suponiendo que no se muriese de dolor al intentarlo.
—No hace falta. Quiero dormir.
—No voy a molestarte.
—¿Y qué harás mientras tanto? Ver cómo duermo no es algo muy entretenido.
—Me da igual.
Insistir a alguien insistente era adentrarse en un bucle infinito. La miró con algo de reproche, pero no se resistió más. Cerró los ojos, esperando que se marchara, pero no escuchó nada que le indicara que Deborah se estaba yendo. Era evidente su preocupación por él, pero se preguntó si no estaría utilizando fines egoístas para atraerle a su terreno. Dejándose llevar por ese hilo de pensamientos, Annibal se dijo que Deborah necesitaba encontrar, por el bien de ambos, a otro hombre con el que obsesionarse. Mientras tanto, seguía notando los dedos femeninos en su pelo corto. Más relajado, volvió a quedarse dormido.
Coleman y el Lobo todavía permanecían en la casa cuando el reloj dio las seis de la tarde, al igual que Deborah. La chica también iba a marcharse pronto, aunque, si por ella fuera, se habría quedado todo el tiempo del mundo. Por desgracia, sabía que él no se lo iba a permitir. Al menos estaba contenta: había estado cuidando de él. Había cocinado una sopa deliciosa y pollo al limón para todos quienes habían estado allí a la hora de comer, y había sido ella misma la que se había encargado de subir los platos a la habitación del herido. También le había preparado los medicamentos. Incluso se había ofrecido para ayudarle a comer al ver que no se le daba muy bien utilizar la mano izquierda con tal fin. Scorpio entonces se había negado en rotundo, alegando que «eso sería lo último que me faltaba». Con todo, obviando lo que mantenía en cama al hombre, para ella había sido un buen día.
Deborah, tras haberse despedido de él, se encontraba en la planta baja cogiendo el paraguas para marcharse. Sabía que vendría otra visita porque había escuchado el timbre exterior. Caminó hacia la salida pensando en que volvería al día siguiente. Creía que era evidente que Annibal iba a necesitar ayuda y ella estaba más que dispuesta a lo que hiciera falta. Abrió la puerta y después el paraguas rojo al comprobar que continuaba lloviendo. Guardó el móvil en el bolso y apretó este contra su cuerpo para evitar que se mojara. Cuando levantó la vista se encontró de frente con el nuevo e inesperado invitado. Invitada, más bien. Una mueca de patente desagrado torció su rostro.
—¿Qué haces aquí?
La voz de Angela sonó tan poco amistosa como el gesto que encontró en la otra mujer. Vestía una camiseta básica blanca de tirantes, unos pantalones vaqueros negros y unas sandalias color crema.
—¿Tú qué crees? —respondió Deborah, presuntuosa. Echó un vistazo completo a su atuendo con la mirada cargada de desdén. Odiaba que cualquier cosa le quedara bien, incluso el cabello mojado y lacio a causa de la lluvia.
—Creo que estorbas.
—Por aquí no piensan lo mismo.