Capítulo 4

Martes, diez de julio.

Diez y media de la noche.

Muelle cuarenta y siete.


El astro solar se había acostado hacía el suficiente tiempo como para haber eliminado del cielo todo rastro naranja. Una suave brisa paliaba el calor acumulado durante el resto del día, pero no conseguía eliminarlo por completo.

Aguardaban con tranquilidad, al menos con toda la que un momento así permitía. Scorpio encabezaba a su grupo de hombres. La semana anterior había pensado ir acompañado de seis, pero había aumentado dicho número después de que el sábado por la mañana recibiese una mala noticia. Muy mala. Pésima. Por lo visto, su móvil había sonado por la noche y, mientras dormía, lo había apagado de un modo poco ortodoxo.

El sábado anterior, hacía tres días, el timbre de la verja exterior había despertado a Annibal. Adormilado, no se había dado cuenta de que el smartphone no ocupaba su lugar habitual encima del pequeño mueble. El reloj digital de la mesita le había informado de que eran apenas las nueve de la mañana, y se había acostado sobre las cuatro. Vio que a su derecha estaba Angela. Ella aún disfrutaba de un sueño profundo a pesar del maldito timbre. El cansancio que el hombre había sentido entonces era atroz, así que volvió a cerrar los ojos. No se le ocurría un mejor plan para un puñetero sábado por la mañana después de trasnochar. Hundió la cabeza en la almohada. Pero el timbre berreó de nuevo, golpeando las silenciosas paredes.

—¡Joder! —exclamó Scorpio.

Se levantó bruscamente. Se hizo con unos pantalones deportivos cortos y negros del respaldo del sillón de la habitación y se los puso, así como con una camiseta de algodón del mismo color. Y alcanzó una de sus pistolas, por si acaso. La goma elástica del pantalón tendría dificultad para aguantar el peso del arma, así que ni intentó colocarla ahí. La llevaría en la mano derecha.

El timbre externo protestó de nuevo.

El ruido parecía taladrar la cabeza de Annibal, que abandonó la habitación dejando a la chica tumbada boca abajo cubierta por el rojo oscuro de las sábanas. Su mal humor estaba aflorando con una facilidad muy familiar.

Así, aquel sábado había bajado las escaleras como una exhalación. Mantuvo ese ritmo hasta llegar a la sala de seguridad, aquella que mostraba en las pantallas las imágenes recogidas por las diferentes cámaras distribuidas por la casa.

El Lobo.

Alzó las cejas, desconcertado. Le permitió la entrada de inmediato. Cuando se encaminó hacia la puerta principal, parte de la tensión causada por el desvelo desapareció.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Annibal cuando su amigo hubo cruzado el terreno exterior para llegar a la casa. Con la mano derecha se frotaba un ojo, cansado. Bostezó sin molestarse en reprimirlo—. Vale, pasa —había dicho a continuación, sin darle la oportunidad de responder. La expresión del otro le indicaba que no estaba allí de paseo.

El Lobo le siguió hasta el salón. Tras haber cerrado ambas puertas de la estancia, comenzó a hablar sin más preámbulos. Así fue como Scorpio se enteró de la noticia acerca de Hoyt Peterson.

Este era un hombre negro de veinticinco años que llevaba trabajando para él desde hacía apenas seis meses. Aunque todavía no tenía la confianza ni los méritos suficientes como para poder aspirar a algo más, se había ganado el puesto dentro de la organización. Era responsable, fiel y resolutivo. Siempre al día, nunca se endeudaba con nadie y los demás procuraban hacer lo propio con él. Sabía cómo hacer su trabajo.

Ryan Coleman, uno de los hombres más cercanos a Scorpio dentro de la jerarquía de la organización, había acudido a su casa el viernes por la noche para recoger el dinero que le correspondía derivado de los habituales negocios con sustancias ilegales. Peterson se quedaría con una buena comisión, pues la cantidad que había adquirido por las ventas de cocaína era suculenta.

Así, Coleman había golpeado la puerta con los nudillos cerca de las dos de la madrugada, tal vez las dos y media. Hoyt no contestó: el chico podría estar durmiendo o, lo más probable, de fiesta. Pero Ryan lo dudaba. Ambos habían quedado en que el encuentro se produciría en algún momento de esa misma noche, y el chaval nunca había faltado a su palabra. Quizá tuviera la música demasiado alta, o estaría tomando una ducha, o en la cama con alguna mujer. Pero lo primero era lo primero: tenía que darle la parte del dinero acordada. El visitante, al ver que la respuesta no llegaba, se había tomado la libertad de rodear el jardín de la casa para entrar por la puerta trasera. Si se encontraba cerrada aquella también, al menos sería más fácil de forzar que la principal. Al llegar allí, giró el picaporte. Cerrada.

Mierda.

Ryan ya estaba conjurando en su cabeza las palabras que iba a decirle a Peterson en cuanto diese con él. Plantado en frente de aquella puerta secundaria miró hacia los lados con intención de encontrar algo con lo que hacer palanca, necesitaba no llamar la atención. Se acercó a un lado del jardín trasero, bajo un pequeño pero denso arbolito, ya que había creído ver algo parecido a una caja. Buscaría alguna herramienta o algo que se asemejara. A medida que se iba aproximando, sin embargo, se dio cuenta de que aquello más bien parecía un sillón. En su ignorancia, dio otro paso más. Y vio al chico allí sentado, solo, en la oscuridad parcial rota por las luces del interior de la casa, encendidas. Soltó un par de blasfemias al escuchar la música procedente de los auriculares de Hoyt. Con ese volumen directamente sobre los tímpanos, Coleman se dijo que el chaval acabaría sordo. Vio el iPod descansando sobre su mano derecha, apoyada sobre el reposabrazos del sillón.

Le daría un buen susto. Coleman estaba preparado para partirse de risa cuando, de pie y a sus espaldas, golpeó los hombros de Hoyt con ambas manos.

No ocurrió nada.

La cabeza de Peterson simplemente cayó pesada hacia delante, y la barbilla quedó apoyada sobre el pecho. Ryan de inmediato rodeó el sillón para colocarse frente a Peterson. Fue entonces cuando notó cómo las rodillas amenazaron con dejar de sostenerle.

La camiseta, antes blanca, recogía un húmedo estampado carmesí que nacía del centro del estómago. La rotura de la tela alertaba del disparo. Con el corazón en la garganta, Coleman agarró al chico del pelo para levantarle la cabeza. El cadáver le devolvió la mirada desde sus ojos carentes de brillo. La sangre resbalaba por la boca y manchaba su barbilla. Pero no fue eso lo que destruyó la determinación del visitante, sino el objeto clavado en el cuello. La estrella arrojadiza metálica parecía haber perforado la carne con la facilidad de un cuchillo caliente sobre mantequilla.

Ryan Coleman reconoció el artefacto al instante. El número trece sobre la superficie del shuriken brillaba diabólico bajo la ínfima luz que los alcanzaba.

Con un miedo visceral agarrotando sus músculos, miró a su alrededor. Se suponía que ese tipo de espectáculos habían cesado. ¿Cómo era posible? ¡Scorpio había acabado con Austen! Esa era la prueba fehaciente de que había alguien más tras aquel siniestro telón. La función no había terminado.

Los dedos de Coleman habían temblado al marcar el número del Lobo sobre la pantalla táctil de su smartphone.

Rafael había relatado toda la historia frente a Annibal hacía apenas tres días, aquel sábado por la mañana. El oyente se había visto invadido por un hormigueo ácido que le carcomía el interior del estómago. También le reveló que había sido él quien había llamado a su teléfono hacía unas cuantas horas, hasta que de pronto había dejado de tener línea. Había temido seriamente por la seguridad de su amigo y por eso había decidido acudir en persona. Scorpio, sin el tabaco al alcance de su mano por aquel entonces, había experimentado algo más allá de todo sentimiento de rabia. Había sentido su nombre pisoteado.

Annibal apretaba los puños con fuerza. Esa noche de martes O’Quinn iba a ser testigo en primera persona de lo que ocurría cuando uno se empeñaba en escoger el camino más difícil con él. No habría un tercer indulto. Su sed de sangre arrasaría con todo aquel que acudiese a la cita y no estuviera de su lado.

El Lobo lideraba la lista de sus acompañantes, seguido de sus habituales Sandro Biaggi, Ryan Coleman, Frederick Harrison, Henry Baker y Benjamin Paul. A estos se añadía la presencia de otros cinco para reforzar sus posiciones: Bruce Barnes, Steve Connor, John Porter, Dan Livingston y Kenneth West. Doce en total. Confiaba en todos y cada uno de ellos, sabía que estarían a la altura. No había ningún plan complejo que seguir, tan solo estar preparados para lo que pudiera suceder. La línea que los separaba de la muerte podría llegar a ser muy fina, y ninguno quería sucumbir en aquel sucio muelle. Lo que todos se preguntaban era si llegarían a sorprender a los contrarios de tal manera que no hubiera represalias o si, por el contrario, se libraría una batalla campal. No querían engañarse, sabían que el segundo caso era el más probable.

Biaggi, por su parte, se encontraba especialmente impaciente. Aquella era la primera misión en la que de verdad demostraría su capacidad. Debía dirigir un grupo de tres al margen del principal. Los observaba desde lejos.

Solo un cuarto de hora los separaba de las once. Scorpio se mantenía impertérrito mientras sostenía un cigarro a medio consumir entre sus labios. Esa era la imagen que daba a sus hombres, pero su realidad intrínseca era algo distinta. Sabía a lo que habían ido. Mataría al viejo y a todos quienes le acompañaran y después se haría con toda la mercancía. Simple. No veía la hora de enviar al infierno a ese hijo de puta. Estaba decidido a no dejar pruebas, pero sabía que su nombre se cubriría de un halo aún más oscuro. Esbozó una pequeña sonrisa.

Las once menos cinco.

O’Quinn fue puntual.

La rigidez atacó a todos los presentes al observar cómo se bajaba del coche. Cuatro vehículos más aparecieron después, y estacionaron a una distancia prudencial. Uno tras otro, esos tipos fueron tomando tierra. Aquello no sorprendió a nadie. Sin embargo, a la vista estaba que habían errado en sus cálculos. Contaron veinte hombres por lo menos, incluyendo a O’Quinn. Era una situación que estaba lejos de ser ventajosa. El grupo de Scorpio era solo de doce hombres, tres de los cuales ni estaban en escena. Nueve. Nueve contra veinte.

Annibal trataba de mantener intacta la serenidad, y se preguntó si aquello solo era un despliegue de seguridad extrema. Sospechó que las intenciones eran más oscuras. Lanzó la colilla al suelo y no se molestó en pisarla después.

Los pasos de la horda del viejo casi hacían eco entre los edificios del muelle cuarenta y siete. Continuaron caminando hasta colocarse a una distancia en la que una conversación en tono normal podía ser sostenible. Cinco metros, siete quizás. Ni uno menos. Algunos de los recién llegados se habían posicionado más cerca del edificio grisáceo que les quedaba a las espaldas. O’Quinn se mantenía en primera fila. Scorpio se mantenía firme al otro lado.

Annibal había previsto una posible situación de inferioridad, así que había aumentado sus efectivos, pero no había sido suficiente. Al menos poseía una buena memoria fotográfica y recordaba muchos detalles geográficos del barrido inicial, aunque de nada le serviría si le mataban antes. A lo largo de todo el muelle había cajas de madera repartidas sin ningún orden, por lo que el espacio del que disponían se percibía aún más reducido. Eran cajas de tamaño industrial, unas más grandes que otras, y de contenido desconocido. A quien fuera que pertenecieran no tenía dinero suficiente como para contratar una empresa de seguridad que las vigilara. También recordaba algunos vehículos estacionados por la zona demasiado nuevos como para considerarse abandonados. Posiblemente los utilizaban los operarios de la pequeña fábrica emplazada no muy lejos de allí. En cualquier caso, aquel era un decorado bastante adecuado para las circunstancias, para lo que pudiera ocurrir. O, tal vez, una ratonera para Scorpio y los suyos.

Los hombres que rodeaban a O’Quinn parecían formar un pequeño pelotón militar, solo que toda esa gente estaba bastante lejos de mostrar porte de soldados. Parecían muy tranquilos. Annibal, por el contrario, temía perder los nervios de un momento a otro. No obstante, mantenía su imagen de mármol. Un único indicio de debilidad podría ser su perdición y la de todos aquellos que le acompañaban. Ignoraba cómo diablos iban a salir de aquella situación y, si lo hacían, en qué condiciones.

De pronto, el chico escuchó pasos a su derecha. Automáticamente condujo la diestra hacia una de sus serviciales Desert Eagle. Pero no la llegó a desenfundar, pues se trataba solo de un solo hombre que se aproximaba con cautela. La hostilidad era densa, pegajosa, agobiante; casi se podría atravesar con un machete. El extraño vaciló, visiblemente intimidado por la disposición de todos aquellos hombres. Así que ese debía de ser el famoso distribuidor al que O’Quinn había hecho referencia en su despacho. La expresión del tipejo denotaba desconocimiento de la magnitud del acuerdo, tal vez al viejo se le hubiese olvidado comentarle un par de detalles. Una muestra más de su eterna estupidez.

Scorpio entonces entornó los ojos. Algo no cuadraba. ¿Dónde estaban las cajas cuyo contenido constituía la esencia del trato? ¿Por qué ese hombre no traía nada consigo? ¿Qué cojones había ido a contarles, que finalmente no se podría hacer? ¿Puro teatro, quizás? Las ideas iban adquiriendo forma a gran velocidad. Mientras tanto, el hombre nuevo continuaba caminando sin prisa alguna. Ni la poca paciencia ni la inferioridad numérica ayudaban a que Annibal sintiese la situación bajo control. Respiró hondo: el plan inicial debía seguir adelante. Necesitaba nicotina, pero aquel no era el momento de fumar: precisaba de ambas manos libres por lo que pudiera acontecer. No quiso arriesgarse a mirar cómo se encontraban sus hombres.

El caminante por fin se detuvo entre ellos, en tierra de nadie. Scorpio tuvo la sensación de que se posicionó algo más cerca del otro lado. A juzgar por la expresión del mediador, estaba hecho un manojo de nervios.

—Bueno, eh… —atinó a empezar este. Era el centro absoluto de todas las miradas. No fue un buen comienzo, exudaba inseguridad. Demasiada presión—. La mercancía está confirmada. Al final podemos conseguir diez cajas. En unas horas las tendremos preparadas para que puedan repartirlas entre ustedes.

—Estupendo. —La voz de O‘Quinn nadaba en entusiasmo—. Al final vamos a hacernos con más de las que teníamos pensado. Todos ganamos. —Matizó las últimas palabras de forma significativa.

—¿De qué coño estás hablando? —Scorpio no pudo ni quiso maquillar la rabia acumulada. Estaba cansado, harto, aburrido de juegos absurdos. En especial de aquel, donde la vida de sus hombres pendía de un hilo. Ahora era su turno—. ¿De qué coño estáis hablando? Esas armas tenían que estar aquí ya. Habíamos quedado aquí para eso hoy, ahora, en este momento. ¿Dónde cojones están?

—La razón por la que estamos aquí es para confirmar que todo ha salido correctamente para el intercambio —le corrigió el viejo. Las arrugas se acentuaron en su frente.

—No te confundas, no fue eso lo que me dijiste el otro día. ¿Me estás diciendo que estamos aquí casi treinta hombres para hablar de algo en lo que solo se necesitan tres? Algo falla —dijo Annibal. Su voz grave combinaba con la oscuridad parcial del muelle. Las farolas no aportaban una iluminación decente. Aún no sabía si eso era un punto a favor o en contra—. ¿De verdad necesitas un ejército para hablar conmigo? —Una sonrisa despectiva dividió su rostro, visible entre las sombras.

El olor a sal del mar que bañaba el muelle flotaba en el ambiente, enrarecido. Incómodos, algunos cambiaron sus posturas, otros temían que algún movimiento desencadenara la fatalidad. El distribuidor se cruzó de brazos y fijó la mirada en el suelo. Incluso la sofocante brisa nocturna parecía haber desaparecido. Annibal tenía calor bajo la camisa oscura y remangada hasta los antebrazos. Nada quedaba de su mueca engreída. Sintió cómo una gota de sudor resbalaba por su espalda.

—¿Y tú? ¿Lo necesitas?

Las palabras de O’Quinn fueron la chispa que se abrió paso por la gasolina.

Scorpio no fue capaz de soportarlo durante más tiempo. Sintió una corriente eléctrica atravesar su cuerpo como un rayo, similar a la que le sacudió al ver a Nelson Austen a través de la ventanilla del coche. Sus neuronas emitieron el impulso nervioso que le hizo actuar. El brazo derecho se impulsó por propia voluntad, buscando su espalda. La presencia de ambas pistolas le abrasaba la piel. Casi podía sentir la culata entre sus dedos.

Una detonación desgarró el silencio del que el resto del mundo parecía ser presa. A continuación, el impacto. Annibal no pudo completar el recorrido hacia la primera Desert Eagle, algo le alcanzó en pleno movimiento. El golpe empujó su hombro derecho hacia atrás, desequilibrándolo. Fue incapaz de reprimir el grito. Cayó de espaldas, pero consiguió girar a tiempo y apoyar las manos al llegar al suelo, amortiguando como pudo el resto del cuerpo. Una intensa punzada le perforaba bajo el último tramo de la clavícula derecha. El dolor se hizo casi insoportable. Gruñó. De inmediato, la sangre comenzó a avanzar invisible entre las fibras de la camisa negra en dirección al pecho. Aquellos tentáculos escarlata se extendían asimismo por su espalda, donde la sensación desgarradora también le atenazaba a la altura del omoplato. Cerró los ojos con fuerza. Trató de mover el brazo derecho que, pese al repentino temblor, notaba paralizado. Al igual que el resto de su cuerpo. Igual que el resto de espectadores.

Annibal Scorpio yacía en el suelo, casi de lado, atravesado por un disparo.

La sangre manchaba el suelo en cantidades cada vez más grandes. Manchas encarnadas y brillantes que presagiaban lo que estaba por acontecer.

Acercó la mano izquierda, trémula, a la herida frontal. Pero cambió de opinión y la apoyó en el suelo. Se impulsó. Tenía que encontrar las fuerzas suficientes para incorporarse. El dolor le estaba agotando a una velocidad temeraria, pero no podía dejarse vencer por el miedo. Allí tirado era un objetivo demasiado fácil. Apretó los dientes. Ni siquiera se percató de que la palma de su mano apoyada en el cemento se impregnaba de su propia sangre. Entonces, el pensamiento de acabar con O‘Quinn se convirtió en una obsesión. Respiraba acelerado. Hincó la rodilla en el suelo.

Tronó un nuevo disparo. Un cuerpo cayó a lo lejos. Giró la cabeza y vio al Lobo empuñando su revólver Colt Python, humeante.

Las denotaciones convirtieron el muelle cuarenta y siete en un campo de batalla. Annibal tuvo los reflejos suficientes como para salir del epicentro del tiroteo. Pudo ponerse en pie. El instinto de supervivencia era más fuerte que los latigazos de dolor que recorrían su cuerpo. Consiguió resguardarse tras una de las enormes cajas que encontró a su paso. Una vez allí, apoyó la espalda sobre la superficie vertical de madera. Se quejó al notar el contacto sobre el punto de apoyo. Después buscó con la zurda, mediante importantes esfuerzos, la herida bajo la clavícula y cercana al hombro derecho. Notó la calidez de la sangre fluir entre sus dedos, más profusa cuando presionó. La sentía manar también a la altura del omoplato. La camisa se adhería a su piel. Le era imposible controlar el temblor del brazo herido.

Estruendos. Gritos.

La mente de Scorpio distaba mucho de disponer de su lucidez habitual. Le resultaba muy difícil concebir que le habían herido. Fruncía el ceño e intentaba domar su propia respiración, pero era incapaz. Y todo se complicaría mucho más si le encontraban en medio de todo aquel caos. No lograba entender desde dónde demonios le habían disparado. Era un ángulo imposible para O’Quinn y el viejo ni siquiera había sacado su maldita pistola. Era muy consciente de que podría haber muerto, lo cual le impedía tranquilizarse. El corazón latía fuerte contra su pecho, facilitando la pérdida de sangre. Jadeaba. Las gotas de sudor empapaban su frente. El dolor era demasiado intenso.

Tenía que hacer algo. No sabía cuál era el panorama detrás de aquella pobre fortaleza improvisada, pero aborrecía no intervenir. Recordó la desventaja numérica. Maldijo varias veces. Fue complicado escuchar su propia voz tenue por encima del jaleo. Tanto la herida de entrada como la de salida continuaban sangrando. ¡Al diablo! No dejaría que mataran a sus hombres si podía hacer algo para evitarlo.

Se impulsó hacia delante y despegó su espalda de la madera. Gruñó por el daño y estuvo a punto de tambalearse. Cerró los ojos un momento, aguantando como pudo el ramalazo que le atravesó el cuerpo. No conseguía que su respiración regresara a la normalidad. Entonces, apareció una figura a su lado. Scorpio se tensionó, encarándola, lo que le provocó más dolor. Pero se trataba de Ryan Coleman. Ambos se alegraron de ese encuentro fortuito que significaba que continuaban vivos. Annibal le preguntó por los demás, pero la confusión impidió a Coleman darle una respuesta concluyente. El jefe no esperó a que el hombre continuara con las explicaciones y se alejó de la caja.

El espectáculo se abrió ante él: humo, sangre, pistolas, cajas, coches. Más sangre. Heridos. Muertos. Volvió a encontrar refugio detrás de una nueva construcción cúbica de madera más cercana al epicentro del tiroteo. Pero los bordes de su campo de visión empezaron a fundirse en negro. Parpadeó con fuerza varias veces. No, no podía perder el conocimiento. No lo permitiría, había mucho que perder. Sacudió la cabeza. Sus heridas abiertas protestaron, pero las ignoró. Debía prescindir de cualquier cosa que le distrajera de su objetivo.

Con horrible esfuerzo, dirigió el brazo herido hacia su espalda. Era el mismo recorrido que no pudo completar cuando le dispararon. El metal de la Desert Eagle a su alcance cayó entre sus dedos. Su mente fatigada no se planteó coger la otra pistola. Jadeó. La sangre continuaba abandonando su cuerpo. Y escuchó un grito cercano, debía de ser de alguno de los suyos. No podía perder ni un segundo más. Descubrió medio cuerpo.

Efectuó el primer disparo sin apuntar, pero colocó los dos siguientes exactamente donde quiso. Abatió a dos hombres. Sostenía la pistola con la derecha a pesar del angustiante dolor, pues no era tan experimentado con la zurda. Sentía calambrazos ígneos con cada retroceso tras apretar el gatillo. Mantener el brazo en alto suponía para él una labor casi sobrehumana. Pronto tuvo que bajarlo. Aprovechó el momento para buscar a O’Quinn con la mirada. A lo lejos encontró a Jack Bentley, la mano derecha del viejo. Apuntó. Frunció los labios al volver a disparar. Erró. Blasfemó en voz baja. Entonces, en ese mismo momento, un proyectil impactó muy cerca de él. Se sobresaltó y volvió a resguardarse. Tenía la garganta seca. La adrenalina hacía que pudiera mantenerse en la línea de fuego, pero la pérdida de sangre se lo estaba poniendo demasiado difícil. El descenso del nivel de atención también podía resultar fatal.

Los acontecimientos estaban lejos de parecerse a su plan inicial. Sucedía todo lo contrario.

No quería pensar en las posibles bajas de su grupo. Volvió a parpadear varias veces seguidas con la mandíbula en tensión. Le dolían las piernas, las notaba pesadas. Otra bala se incrustó a pocos centímetros de él. Se agachó. Y un fuerte golpe tronó a su derecha. Vio al Lobo escudarse detrás de uno de los coches aparcados apenas a tres metros de su posición. La sangre resbalaba por el antebrazo de su amigo, pero no parecía nada grave. No se preocupó. Rafael estaba vivo y eso era más de lo que se podía esperar de tal situación.

Scorpio volvió a disparar la Desert Eagle. El fuerte retroceso del arma hacía que el chico cada vez tuviese más dificultades para sostenerla firme. Falló los tres tiros que efectuó. Era como si cientos de agujas le horadaran el cuerpo. No notaba el peso de la segunda pistola en su espalda.

El cañón del Colt Python del Lobo tronó dos veces. Otro hombre de O‘Quinn cayó, su puntería era fulminante.

¿Dónde demonios estaba O’Quinn? Annibal deseaba que estuviese muerto con todas las fuerzas que le quedaban. El temblor del brazo derecho se hizo más evidente. Condujo el sano en su busca. Apoyó la mano izquierda sobre el agujero de entrada y fue víctima de una penetrante quemazón. Cuando la retiró, comprobó que el rojo la cubría casi por completo. Maldijo su suerte, apenas podía sostener la pistola. Y la vista amenazaba con nublarse. Agitó la cabeza otra vez. Ignorando la advertencia de su cuerpo, apuntó y disparó de nuevo. Volvió a errar.

Fue en ese momento cuando le vio a lo lejos. Al parecer, O’Quinn ni siquiera estaba herido y se escondía detrás de un gran contenedor. Localizó a un par de hombres a su lado. Una ira incontenible quiso desplazar el dolor que le abrasaba. Se puso en pie torpemente. Apuntó por enésima vez. Su rostro recogía todo el daño causado por el sendero que la bala había dejado en su cuerpo. Tenía el cuello empapado en sudor. El cañón de la pistola se movía a cámara lenta ante sus ojos.

No podía fallar.

No podía fallar.

No podía fallar.

Supo de inmediato que el viejo también le había visto. Ese hijo de puta levantaba la pistola con idénticas intenciones. El dedo índice de Scorpio estaba a milisegundos de ejecutar la orden de disparar.

Pero algo le distrajo.

Se escuchó un sonido fuerte, seco y desagradable después de que algo cayera desde el cielo. O‘Quinn y los hombres de su alrededor se quedaron mirando a lo que se había precipitado justo detrás de ellos. ¿Acaso era aquello un hombre? ¿Y cuántos efectivos le quedaban al viejo? ¿Y a él mismo?

Biaggi.

Cerró los ojos un instante, temiendo que estuviera muerto. Aún respiraba rápido. La fatiga se sumó a los nervios, ambos incesantes. El dolor colonizó su pecho. Sintió el hormigueo característico del miembro dormido en la mano derecha. Y la notó helada.

Volvió a fijar la atención en lo que había caído. Tiene que ser un hombre. Sí, no había otra explicación. La forma era la de un hombre. ¿Cómo era posible? La pesadez se adueñaba de sus párpados. Tiene que ser un hombre.

O’Quinn ya estaba preparado una vez más para abatirle desde la lejanía.

El estruendo de unos nuevos disparos inundó la noche. No procedían ni de un lado ni del otro. Annibal a duras penas pudo ver, tras unos segundos, los fogonazos desde arriba, desde la azotea del edificio que sus rivales tenían a sus espaldas. Supo de inmediato que el arma que le había alcanzado había sido disparada desde ahí. ¿Cómo no se le había ocurrido antes? Sin embargo, el ataque ahora no se centraba contra los suyos, sino que masacraba a los partidarios de O‘Quinn.

¿Qué diablos estaba pasando?

Todo ocurría demasiado rápido.

El caos se abría paso entre sus oponentes. Los que quedaban en pie corrían en varias direcciones, el viejo entre ellos. Pero para Scorpio tan solo eran manchas emborronadas. Restregó su mano izquierda, temblorosa y manchada, por los ojos. La lucha por mantenerlos abiertos era tan encarnizada como la que le rodeaba. Mientras tanto, los disparos continuaban ahuyentando a los enemigos. Pronto se escucharon los sonidos de los coches arrancando los motores y abandonando el lugar como almas que lleva el diablo. Unos cuantos impactos sobre el último de ellos provocaron que se moviera en zigzag antes de desaparecer a lo lejos junto a los demás. Arriba, el arma guardó silencio.

Scorpio se puso en pie. Las náuseas se arremolinaron en su estómago. Quiso guardar la compostura, pero tenía frío. Miró a su alrededor. Hacía tiempo que no veía tantos cadáveres juntos. Lo más sorprendente era que gran parte de esos cuerpos alfombraban el lugar ocupado por O’Quinn y sus perros hasta hacía escasos minutos. El inesperado apoyo fantasma desde la azotea había supuesto una victoria imposible.

No se atrevió a buscar un rostro conocido entre los muertos.

Empezó a tiritar. Dio un paso hacia delante. Se estremeció de dolor. Sus movimientos eran lentos, inestables.

—¡Annibal!

Era la voz del Lobo a sus espaldas. O eso creía. La última vez que le había visto estaba bien. Parecía que ahora también. Quizá debía girarse para comprobarlo. Pero su cuerpo no obedeció. Parpadeó, apenas podía ver lo que tenía en frente.

—¡Eh! —Rafael se colocó delante de él. Tenía su habitual coleta hecha un desastre, y algunos cabellos estaban pegados a la frente y a los laterales de la cara. Se le veía preocupado. Primero se fijó en la palidez de su amigo y luego en la cantidad de sangre que le cubría, visible a pesar de la camisa negra—. Venga, vamos al coche. Hay que curarte eso.

—Estoy bien. —Annibal tuvo dificultades para escuchar su propia voz. Estaba tan acostumbrado a utilizar esas dos palabras que no se planteó que ahora estaban completamente fuera de lugar.

Todo empezó a darle vueltas. Desoyó al Lobo y se aventuró a avanzar otros dos o tres pasos. Los dedos de su mano derecha se aflojaron y la Desert Eagle que aún mantenía agarrada se precipitó hacia el cemento. Aquel ruido no consiguió sacarle del estado en el que se estaba sumergiendo. El mareo se intensificó, al igual que el frío. Ya no podía hacer nada por evitar que su campo visual se fuese reduciendo cada vez más. El negro se coloreó de motas blancas. El sentido de la audición se fue desvaneciendo y no escuchó a sus hombres detrás de él. Una mueca cruzó su rostro. Hizo el amago de taponar la herida bajo la clavícula, pero no lo consiguió. Tosió.

Oscuridad.

Scorpio se desplomó contra el suelo.