Capítulo 23

CUANDO salieron de casa el lunes por la mañana, Deborah ya no las tenía todas consigo. El trayecto hasta la ciudad fue demasiado corto y los rostros en comisaría le resultaban demasiado familiares. Se sentía absolutamente abochornada. Cuando John cerró la puerta de su despacho, sintió cierto alivio, pero duró solo lo que tardó el jefe en sentarse tras su mesa y mirar con el ceño fruncido los papeles que tenía delante.

—Tengo que corregir algo del informe sobre el accidente —empezó diciendo Deborah, tras carraspear.

Pero John tenía también una confesión que hacer.

—La semana pasada ocurrió una cosa muy extraña —dijo, sin levantar la vista—. Llevé a Ellen a casa desde el colegio, pero olvidó decirme que parara en el supermercado de camino, para comprar lechuga o no sé qué. Decidimos que iría ella sola, así que me bajé del coche al llegar a casa. Ella rodeó el coche, se sentó al volante y se inclinó para ajustar el asiento. —Alzó la cabeza y miró a Deborah con preocupación—. Al verla, recordé la noche del accidente, cuando le pedí los papeles del coche. Se sentó al volante, pero tuvo que ajustar el asiento.

Sí, pensó Deborah, Grace aún tenía las piernas más cortas que ella.

—¿Lo sabía? —susurró Grace, adelantándose a todos los demás.

—No. En aquel momento no me pareció raro. Tu madre tuvo que inclinarse hacia un lado para alcanzar la guantera. Era natural que quisiera tener más espacio para moverse. —Movió un par de papeles sobre la mesa—. Luego las cosas empezaron a irte mal, en el instituto, en atletismo, y pensé que podía ser porque te sentías culpable. También pensé que podía ser una reacción lógica tras el accidente. Pero cuando el fiscal del distrito empezó a hablar de encubrimiento, tuve que revisar mi investigación concienzudamente.

Deborah contuvo el aliento. Adivinó que Grace hacía lo mismo, porque fue Greg quien tuvo que preguntar:

—¿Y qué descubrió?

—Vacíos —contestó John—. En realidad, solo uno. Pero era enorme. —Se volvió hacia Deborah—. Nunca le pregunté quién conducía. Supuse que sería usted. Todos la conocemos. Sabemos que es buena conductora. Simplemente supusimos... —dejó sin terminar la frase.

—Supusieron que yo se lo habría dicho si hubiera conducido Grace.

—No. No era obligación suya decirlo. Era obligación mía preguntarlo, y no lo hice. Sí, lo di por supuesto. ¿Lo habría hecho tratándose de otra persona? ¿Alguien a quien no conociera? Seguramente no. Así que quizá la viuda tenga razón. Quizá di por supuestas muchas cosas solo porque la conocía bien.

—Pero ¿no se supone que es así cuando se vive en una ciudad pequeña como esta? —dijo Greg, impacientándose—. Todo el mundo se conoce. Todo el mundo confía en los demás.

—Abusé de esa confianza —intervino Deborah, pero se dio la vuelta al oír el firme, sonido de la voz de Grace.

—Había bebido —dijo, mirando a John a los ojos.

—Ah. —John dio un respingo—. Eso no lo sabía.

—Tampoco mi madre, así que no se enfade con ella. El accidente fue culpa mía. Bebí dos latas de cerveza.

John tardó un momento en asimilar la información.

—Pensaba que estabas estudiando.

Grace guardó silencio. Deborah sabía que no quería implicar a sus amigos.

—¿Te afectó?

—¿Quiere decir si iba borracha? No, pero si no hubiera tomado nada, tal vez habría visto al señor McKenna.

—Grace —suplicó Deborah, cansada de repetirlo tantas veces—. Yo tampoco lo vi y no había bebido nada.

—No excuses su conducta, Deborah —la advirtió Greg.

—No la excuso —razonó Deborah—. Jamás lo he hecho. Es menor. No debería haber bebido. Punto. Pero no fue eso lo que causó el accidente.

—Cuando tu madre fue a recogerte, ¿se te ocurrió que no debías conducir? —preguntó John, mirando a Grace.

—No. Me sentía bien. Pero si había bebido, tal vez mi capacidad para juzgar mi estado no era suficiente, ¿no?

—Dímelo tú.

—No —admitió Grace en tono desdichado.

—¿Y no pudiste decirle a tu madre que habías bebido, ni siquiera después de que muriera el señor McKenna?

—Entonces menos aún. Quiero decir, que ella ya sabía que conducía yo, así que ya nos había metido en suficientes problemas. Contarle lo de la cerveza lo habría empeorado. Se habría enfurecido.

—¿Cuándo se lo dijiste?

—El jueves —contestó Grace, encogiéndose—. En el callejón de la pastelería, después de intentar llevarme aquellos zapatos de Prada. Allí se enteró.

John meditó unos instantes y luego se volvió hacia Deborah.

—La noche del accidente, cuando Grace se metió en el coche para conducir, ¿le notó algo distinto?

—En absoluto —respondió Deborah—. Parecía perfectamente dueña de sí misma. Incluso me asombró la tranquilidad con la que conducía en medio de la tormenta. Pensándolo ahora, quizá la cerveza le dio una falsa confianza. Pero no encontré defecto alguno en su forma de conducir. Ni tampoco la policía del estado —recordó a John.

El jefe de policía se echó hacia atrás con el ceño fruncido. Desde la oficina llegaban sonidos amortiguados: el movimiento de una silla, una voz que apenas se oía, un teléfono que sonaba. Pero allí dentro, reinaba el silencio.

Deborah estaba pendiente de lo que dijera John. A pesar de su apariencia anodina, John Colby tenía mucho poder.

Finalmente, el jefe de policía levantó la vista. Se aclaró la garganta y miró a Grace.

—¿Tú cómo te sientes? —preguntó.

Grace no estaba preparada para aquella pregunta y tardó un rato en contestar.

—Estoy asustada.

—¿Por qué?

—Porque el señor McKenna ha muerto. Porque tendré que vivir con eso el resto de mi vida. Digan lo que digan los demás sobre mi forma de conducir aquella noche, nunca podré estar segura de que no fue culpa mía.

—No fuiste la única que bebió.

—Pero solo yo atropellé a un hombre.

—Pero tus amigos también bebieron.

—Y eso me aterra. Ahora usted también lo sabe y ellos me odiarán.

—Parece que ya lo estás pasando bastante mal en el instituto.

Grace asintió.

—¿Qué se podría hacer para que dejara de ser así?

—No lo sé —contestó Grace con los ojos llenos de lágrimas.

John guardó silencio.

—¿Crees que debes ser castigada? —preguntó al cabo de un rato—. ¿Por eso querías robar en la zapatería?

—Supongo que sí —contestó Grace agachando la cabeza—. Había hecho muchas cosas mal y no había ocurrido nada. Quizá haya chicas que puedan actuar así y dormir bien por la noche, pero yo no. —Alzó la vista—. Me quedo despierta dándole vueltas a todo, preguntándome una y otra vez si alguien más lo sabe.

—¿Así que has venido hoy aquí porque tienes miedo de ser descubierta?

—No. No es eso. —Grace pareció debatirse en la duda—. Bueno, quizá un poco. Pero lo que importa es que me porté mal y eso hace que me sienta fatal conmigo misma. Como si no pudiera llegar a ser alguien algún día.

Orgullosa de su hija a pesar de las circunstancias, Deborah trató de cogerle la mano, pero Grace no se dejó. Necesitaba pasar por aquel mal trago ella sola.

John miró fijamente su mesa mientras sus vidas hacían equilibrios en la balanza. Solo se oían los ruidos amortiguados de la oficina. Finalmente, miró a Deborah y a Greg.

—Esta es una de esas veces en las que desearía que aún tuviéramos un cepo. —Lanzó una mirada a Grace—. ¿Sabes qué era?

Pálida, Grace asintió.

—Como en La letra escarlata.

—Podríamos ponértelo y dejarte en Main Street durante toda una mañana y todo resuelto. Muy sencillo. Muy efectivo. Hoy en día, las cosas son más complicadas. —Una vez más miró a Deborah y a Greg—. Demasiado complicadas para tomar una decisión instantáneamente. Creo que necesito hablar con el fiscal del distrito.

Deborah pensó que no podían esperar, que necesitaban su opinión en ese preciso instante y que involucrar al fiscal no haría más que prolongar la agonía. De repente llamaron a la puerta. Se abrió apenas lo suficiente para que John viera a alguien y se levantara.

—Enseguida vuelvo —dijo mientras salía del despacho y cerraba la puerta tras él.

Deborah cogió la mano de Grace. La tenía helada y la frotó entre las suyas.

—¿Qué va a hacer? —preguntó Grace.

Deborah miró a Greg, que alzó las manos en un gesto de impotencia.

—Eso de ir a ver al fiscal del distrito es malo, ¿verdad? —preguntó su hija.

Greg se acercó y le tocó el hombro.

—Puede que no. Quizá John solo está pensando en la demanda civil. Si la fiscalía participa ahora en cualquier decisión que se tome, la acusación de encubrimiento no tendrá base alguna.

El problema, pensó Deborah, era que si ahora se involucraba al fiscal, su decisión podría ser más dura, precisamente para evitar la sospecha de un encubrimiento. Greg también lo sabía, lo vio en la mirada que él le dirigió.

Fuera se oían voces amortiguadas. Esta vez, Deborah oyó también el tictac del reloj que estaba colgado de la pared del despacho. Los segundos se hacían eternos. Estaba a punto de chillar cuando por fin se abrió la puerta.

John la cerró y se quedó inmóvil un momento. Sostenía unos papeles y parecía agitado.

—Bueno —dijo al fin—. Esto es increíble. —Se frotó el cuello y luego los miró a los tres—. Al parecer Cal escribió una nota.

Deborah miró a su hija de reojo y luego a John.

—¿Una nota de suicidio?

John asintió y le tendió una hoja de papel doblada en tres. Permaneció cerca con los brazos cruzados sobre el abultado vientre. Una mano sostenía aún el sobre.

Deborah desdobló el papel y lo leyó con el corazón desbocado. Como nota de suicidio, no era demasiado elocuente ni reveladora, más bien era críptica, igual que su autor. «Cuando recibas esto, me habré ido. Lo siento. Simplemente no puedo continuar. Por cada minuto bueno hay cinco malos. Estoy cansado.» Estaba escrito con la letra minuciosa que Deborah había visto en los exámenes de historia de Grace.

Abrumada por un cúmulo de emociones —un alivio inmenso, una tristeza infinita, y asombrada por la oportuna aparición de la nota—, Deborah tendió la nota a Grace, que la leyó con Greg mirando por encima del hombro.

—¿Cómo ha llegado a sus manos? —preguntó Deborah a John.

—Acaba de traérmela Tom McKenna. La ha recibido esta mañana de un apartado de correos de Seattle.

Le entregó el sobre.

—Está dirigida a Tom.

—Sí. Con matasellos de la mañana posterior al accidente. Cal debió de echarla al buzón poco antes de salir a correr bajo la lluvia.

—Pero Tom vive en Cambridge —señaló Deborah—. ¿Por qué la envió a Seattle en lugar de mandársela directamente?

—Se lo he preguntado a él. Dice que era muy propio de su hermano. Sabía que Tom la recibiría, puesto que sería él quien se encargaría de recoger toda su correspondencia y sus efectos.

Greg cogió la carta. La estiró y volvió a leerla mientras Grace preguntaba a su madre con los ojos desorbitados:

—¿Qué significa esto?

Deborah cedió la palabra a John.

—Significa —explicó él amablemente—, que no puedo responsabilizarte del accidente. Calvin McKenna se lanzó deliberadamente contra vuestro coche.

—¿Sabía que éramos nosotras? —preguntó Grace, horrorizada.

—Lo dudo. Simplemente necesitaba un coche y el vuestro fue el primero que pasó por allí.

—Pero hay muchos atropellos en los que nadie muere. ¿Cómo sabía que iba a morir?

—Tomaba Sintrom —dijo Deborah—. Supuso que se desangraría si no se lo decía a nadie.

—Eso es horrible —exclamó Grace.

—Todos los suicidios lo son.

John cogió la nota de manos de Greg.

—Tengo que hacer una copia y devolverla. Tom quiere llevarse el original para enseñárselo a la viuda de Cal.

—¿Tom aún está aquí? —preguntó Deborah.

John asintió y se fue. Deborah salió detrás de él. Divisó a Tom junto a la puerta de entrada a la comisaría. Era una figura solitaria, con la espalda muy erguida, los ojos negros y llenos de dolor.

—Lo siento mucho —susurró Deborah acercándose para que nadie la oyera. Quería tocarle, pero no se atrevió.

—¿En qué demonios pensaba para hacer una cosa así? —dijo él con voz tensa, sin apenas mover los labios.

—¿Enviar la nota a Seattle? —preguntó Deborah, sorprendida al percibir su furia.

—Arrojarse al paso de un coche. ¿No sabía que el conductor sufriría, fuera quien fuese? Podrías haber chocado contra un árbol y haber muerto también. Y sí, ¿por qué envió la nota a Seattle? Si me la hubiera enviado directamente a mí, hace diez días que lo sabríamos todo. Era un cabrón egoísta.

—Sufría.

—¿Y por eso me envía una nota en la que no explica nada? Y encima ahora yo tengo que decírselo a su mujer. —Tomó aire brevemente con ira—. ¿Sabes?, quizá habría encontrado un sentido a su vida si hubiera dejado de compadecerse de sí mismo el tiempo suficiente para darse cuenta de todo lo bueno que tenía.

Deborah le tocó el brazo. No pudo evitar hacerlo, del mismo modo que no había podido evitar ir a verlo el sábado.

—Se ha ido, Tom. Lo único que podemos desear ahora es que esté en un lugar mejor.

—No merecías lo que te hizo —dijo Tom, calmándose al mirarla.

—No fue nada personal. Mi coche pasaba por allí casualmente.

—¿Y puedes perdonarle por utilizarte?

—Sí. Y tú también. —Al ver la expresión dubitativa de Tom, Deborah le sacudió levemente el brazo—. Tú también le perdonarás, Tom. Pero primero, tienes que llorar su muerte.

—Ahí tiene —dijo John, acercándose por detrás para entregar a Tom el sobre con la nota dentro.

Deborah retiró la mano del brazo de Tom. John no dio muestras de haberlo visto, simplemente dio media vuelta y se dirigió hacia su despacho.

—Tengo que irme —susurró Deborah—. ¿Podemos hablar más tarde?

Tom hundió las manos en los bolsillos.

—¿Estás segura de que quieres hablar conmigo después de esto?

Deborah le regañó con la mirada.

—Podrías haber quemado la nota.

—No. No podría haberlo hecho. A ti no.

A Deborah esas palabras le llegaron muy adentro, y volvió a sentir la necesidad de contarle toda la verdad sobre el accidente, pero no era el momento ni el lugar.

—¿Cuándo estarás en casa? —preguntó en voz baja.

—Hacia la una o las dos, supongo.

—Te llamaré. —Deborah volvió a mirarlo antes de regresar al despacho de John.

Una vez allí, se sentó sin hacer caso de las miradas de curiosidad de su ex marido y de su hija. Su relación con Tom le pertenecía exclusivamente a ella, y seguiría así hasta que lograra dilucidar adónde la conducía. ¿Otra mentira? No, se dijo. Sencillamente en aquel momento no era asunto de nadie más.

—¿Qué ocurrirá ahora? —preguntó a John.

—Buena pregunta —dijo él, rascándose la cabeza—. La nota de suicidio lo cambia todo. Tom se la mostrará a su cuñada, y ella nos la devolverá para que podamos cotejar la letra.

—Es la suya —confirmó Grace con voz trémula.

—Tom está de acuerdo. Solo tenemos que hacerlo oficial.

—Entonces... —dijo Greg, incitándole a continuar.

Pero John guardaba silencio. Estaba claro que intentaba asimilar aquel nuevo giro de los acontecimientos después de que su criterio se hubiera puesto en tela de juicio. Deborah comprendía su dilema.

—No puedo presentar cargos —anunció John finalmente—. Lo que tenemos aquí es una situación en la que la víctima provocó su muerte arrojándose delante de vuestro coche.

Deborah ya lo había insinuado en otro momento —«¿Quién es la víctima aquí?», había preguntado a los inspectores—, pero tras decirlo John, podía aceptarlo definitivamente.

—Entonces, ¿todo ha terminado? —preguntó Grace, temerosa de esperar demasiado.

—Tendré que consultarlo con el fiscal, pero sospecho que sí.

—¿Y qué hay de la cerveza que bebí? —preguntó ella.

John hizo una mueca y se pasó la mano por la nuca.

—El problema es que, si tomo alguna medida oficial, tendré que hacer público todo lo demás. —Miró a Deborah—. Por ese motivo dudo. ¿Queremos que el cuerpo estudiantil tenga que enfrentarse con un nuevo suicidio, esta vez de un profesor, de un modelo? —Miró a Greg—. Considerándolo todo, ¿es realmente necesario? ¿Qué se conseguiría? —Se volvió hacia Grace—. La nota te exonera completamente. La gente no necesita saber que Cal McKenna salió corriendo del bosque para lanzarse al paso de vuestro coche. Pero el equipo de reconstrucción de accidentes tendrá que ponerlo en su informe. Así que, ¿y si concluimos que el señor McKenna se desorientó con la lluvia? En realidad no es mentira. Una persona que quiere suicidarse está desorientada. ¿Qué te parece?

Grace reflexionó un momento.

—Sí —aceptó finalmente.

—En cuanto a la cerveza, después de tanto tiempo no hay forma de probar que bebiste. ¿Qué te parece si hago un informe interno y lo guardo aquí, en mi archivo, y solo lo saco si vuelves a infringir la ley? Si, digamos dentro de tres años, no has hecho nada malo, destruiré el informe. Así que será como si estuvieras en libertad condicional durante tres años, que es lo que seguramente dictaminaría un juez. ¿Te parece bien?

Grace asintió.

—¿Y el hurto? —preguntó en voz baja.

—También se quedará en mi informe interno. Al fin y al cabo, los zapatos no llegaron a salir de la tienda.

Grace emitió un sonido que delataba su vergüenza, pero se irguió en la silla. Deborah sospechaba que nueve décimas partes de la batalla ya se habían ganado simplemente con contarle toda la verdad a John.

—¿Y qué hay del informe falso que presenté? —preguntó, sintiéndose ella también aliviada.

—Lo mismo. Encerrado en mi archivo. Libertad condicional también.

—¿Y la demanda civil? —preguntó Greg—. ¿Debemos suponer que el fiscal no va a continuar?

—Eso depende de él —contestó John, esbozando una sonrisa—. Pero la nota de suicidio arroja una nueva luz sobre el accidente. ¿No creen?