Capítulo 22
GREG volvió a Leyland con los niños el domingo por la tarde. Deborah se lo agradeció infinitamente. La presencia de Greg facilitaría mucho las cosas, teniendo en cuenta lo que debían hacer.
Primero hablaron con Hal. Greg se encargó de arreglar la entrevista y Deborah también se lo agradeció. Confesar una mentira era difícil, pero más aún cuando se había mentido a un amigo.
Una vez instalados en el salón, Greg contó a Hal la verdad sobre el accidente; si Deborah lo había decepcionado no lo dejó entrever. Apenas la miró, ni a ella ni a Grace. La presencia de Greg suavizó su reacción, tal como Deborah había supuesto.
—Bueno —dijo Greg al terminar—, ¿qué hacemos ahora? Está claro que debemos hablar con John. ¿Cuáles son las posibles consecuencias para Deborah y para Grace?
—Deborah presentó un parte falso a la policía —contestó Hal con preocupación—. Podrían presentar cargos.
—¿Y el castigo? —preguntó Greg.
—Si tuviera antecedentes, podría acabar en la cárcel.
—Mamá —exclamó Grace.
—No tengo antecedentes, Grace —la tranquilizó su madre, cogiéndole la mano—. Por favor, Hal.
—Seguramente libertad condicional —respondió él, menos agresivo—. Tal vez una multa.
Deborah podía soportarlo.
—¿Y quién determina las medidas que deben tomarse? —preguntó.
—La policía local tiene jurisdicción sobre el asunto del parte falso, pero no sobre una demanda civil.
Deborah pensó en Tom, pero Greg acudió en su ayuda con una pregunta impaciente.
—Quiero saber qué ocurrirá ahora. Si vamos a hablar con John digamos, mañana por la mañana, ¿cuáles serán las consecuencias para Grace? ¿La acusarán de huir del lugar del accidente?
—Es posible. En ese caso sería un delito menor. Seguramente le otorgarían la libertad condicional.
—¿Qué significa eso? —preguntó Grace con nerviosismo.
Hal suavizó el tono. Deborah no había dudado jamás del afecto que sentía por sus hijos.
—Significa que reemprenderás tu vida normal, siempre que no vuelvas a infringir la ley, en cuyo caso tendrías graves problemas.
—Ella no hizo nada malo —terció Deborah—. Fui yo. Yo la envié a casa. Ella quería quedarse.
—Eso se tendría en cuenta —le aseguró Hal—. ¿Violó alguno de los requisitos del permiso de conducir provisional?
—No.
—Bebí —le recordó Grace.
—Esa es otra cuestión —dijo Hal—. No creo que debas contárselo a John.
—Pero bebí —repitió Grace mirándolo con asombro.
—Puede que tengamos que decírselo —confirmó Deborah en voz baja—. Grace necesita decírselo.
A Hal no le gustaba que le llevaran la contraria.
—Muy bien, pero créeme, eso no es lo que preocupa a John. Lo conozco...
—Conocerlo no justifica un trato especial —le interrumpió Deborah—. ¿No se ha presentado la demanda civil precisamente por eso?
Hal hizo una mueca.
—Joder, Deborah, ¿quieres obligarle a caer sobre ti con todo el peso de la ley solo porque te aprecia? —Se volvió hacia Greg—. En cuanto a Grace, si no violó los requisitos del permiso provisional, y no hubo infracciones de tráfico, como exceso de velocidad, Tráfico no le impondrá ninguna sanción. Podría seguir conduciendo y le darían el carnet definitivo. El peligro está en la demanda civil. Si vais a ver a John ahora y se lo contáis todo tendrá que decírselo al fiscal, y eso complicaría las cosas.
—¿Hasta qué punto se haría público? —preguntó Greg.
—Depende del fiscal del distrito. En realidad, depende de cómo reaccione la familia de la víctima. Grace es una menor, así que su nombre no podría aparecer en los periódicos, pero el de Deborah sí. —Levantó una mano—. Todo esto son especulaciones. Pero debéis comprender que habrá repercusiones si se lo contáis todo a John.
Deborah estaba pensando que tal vez no tendrían más remedio que hacerlo, cuando sonó el timbre de la puerta. Desconcertada, fue a abrir.
Era Karen; estaba muy alterada.
—¿Está aquí mi marido?
—Sí. —Deborah la hizo pasar—. ¿Qué ocurre?
—Me ha dicho que venía aquí, pero últimamente lo que dice no tiene nada que ver con lo que hace. —Karen estaba temblando—. He recibido una visita sorpresa hace unos minutos, una tal Arden Marx. Quería devolverme unas pertenencias de mi marido. Unos gemelos con sus iniciales y la pluma Montblanc grabada que le regalé el año pasado. —Alzó la voz—. Arden Marx afirma que Hal se lo dio todo. Quería devolverlo porque al parecer la ha dejado por una tal Amelia, otra socia del bufete, lo que significa —prosiguió, casi gritando—que todo el mundo en su despacho sabe que se las ha estado tirando a todas a mis espaldas.
—Karen —la interrumpió Hal desde la entrada del salón—, no te reconozco.
Karen se volvió hacia él.
—¿Quieres decir que no soy la tonta de siempre que se lo cree todo? —Gesticuló airadamente—. ¿Cómo voy a creerte esta vez, cuando ha ocurrido delante de mis narices? ¿Cómo has podido, Hal? —exclamó—. Tú eres el primero en criticar a los clientes que engañan a su mujer. ¿Te dieron ellos lecciones o te ha salido de forma natural?
—Arden Marx actúa así por rencor —dijo Hal, todavía sereno—. Acaban de despedirla.
—Según afirma, se ha ido ella —le espetó Karen—, y dice, y eso podemos comprobarlo, que acaba de firmar un contrato con Eckert Seamans, que es un bufete más prestigioso que el tuyo, así que si vas a decirme que la han despedido por no rendir, ahórrate el esfuerzo porque no te creo. También dice que Amelia Ormant fastidió un caso, pero que recibió una bonificación considerable por sus «esfuerzos». ¿Y qué hay de la pluma y los gemelos, que sin duda son tuyos? La pluma podría haberla cogido de tu mesa, pero ¿los gemelos? —Karen jadeaba—. ¿Y qué hay de Amelia Ormant? Que por cierto está casada.
—Va a dejar a su marido —corrigió Hal.
—¿Y eso lo arregla todo? Hal, tienes una esposa. Y también tienes una hija, que se ha dado cuenta ella solita de que siempre vuelves tarde a casa recién duchado o «mojado por la lluvia». Nuestra hija tiene diecisiete años. No es una niña. No se ha creído eso de que juegas al racquetball, ni siquiera cuando me pregunta y yo te defiendo.
Hal empezaba a ponerse nervioso.
—Este no es el momento ni el lugar, Karen.
—Yo creo que sí —replicó ella—. Si no lo suelto todo ahora que estoy furiosa, puede que después me falte valor, porque ambos sabemos que una parte de mí te ama lo suficiente como para seguir negando la verdad en lugar de arriesgarse a perderte. Y Deborah y Greg nos conocen desde siempre.
Hal miró a Greg y a Deborah y agitó una mano desdeñosa en dirección a su mujer.
—Por eso precisamente he venido —prosiguió Karen—. Sabía que intentarías hacer que pareciera que yo me lo invento todo. Pero ellos me conocen. Saben que tengo razón. Hace tres años, tres años, Hal, recibí una llamada de la compañía de la tarjeta de crédito porque querían comprobar unos pagos. Cuando te pregunté por una factura del Four Seasons de 850 dólares, me dijiste que habías comido allí con un grupo grande, y yo te creí. Pero había otras facturas de hotel que correspondían a días en los que me dijiste que estarías en Rhode Island o en New Hampshire. Arden afirma que solo llevaba un año contigo, y si la dejaste hace tres meses como ella dice, eso significa que hace tres años estabas con otra mujer.
—Creo que deberíamos irnos a casa —dijo Hal abriendo la puerta.
Karen lo siguió, pero solo hasta el umbral.
—¿Empezó cuando enfermé? —preguntó llevándose una mano al pecho—. ¿Te repugnaba después de la operación?
—Me voy —anunció él—. Tanto si vienes como si no. —Miró a Deborah y a Greg—. Ya os he aconsejado. Si finalmente os llevan a juicio, os recomendaré a un buen abogado. —Dejando a su mujer en la puerta, Hal se alejó por el sendero a grandes zancadas.
Karen se lo quedó mirando.
Deborah esperó, para darle la oportunidad de ir tras él, pero Karen no dio un solo paso cuando Hal se metió en el coche y se alejó. Solo entonces Deborah puso una mano sobre el hombro de su amiga.
De repente, toda la ira y el valor de Karen se esfumaron.
—¿Qué he hecho? —exclamó para sí y estalló en profundos y desgarradores sollozos.
Greg y Grace actuaron con tacto y desaparecieron. Deborah abrazó a su amiga con fuerza y la llevó hasta la escalera para sentarse.
—Se ha ido —dijo Karen con voz trémula, y sacó un pañuelo de papel del bolsillo—. Sabía que me dejaría. —Se apretó el pañuelo contra la nariz.
—Oh, yo no estaría tan segura —dijo Deborah cariñosamente—. Le daba vergüenza hablar delante de nosotros.
—Le he pillado —dijo Karen apartando el pañuelo.
—Sí, bueno. Se lamerá las heridas y pensará en lo que quiere hacer. Pero lo más importante es qué quieres hacer tú.
Karen tomó aire temblorosamente.
—No lo sé. Me lo he preguntado montones de veces. No puedo seguir así. Pero ¿cambiará Hal? No creo que acepte ir a terapia de pareja.
—Puede que sí, si quiere que vuestro matrimonio siga adelante.
—Ahí está el problema. Seguramente dirá que no puede quedarse conmigo después de haberle humillado delante de vosotros. ¿Sabes?, había soñado con ponerlo en evidencia delante de la gente, por lo que me estaba haciendo. Quizá por eso he venido aquí. Quizá le he impulsado deliberadamente a pedir el divorcio porque no tengo agallas para hacerlo yo. No quiero estar sola. Pero tampoco quiero estar casada con alguien que preferiría estar con otra mujer. —Se apoyó en Deborah—. No lo sé. No sé lo que quiero. Ojalá tuviera una bola de cristal y pudiera ver dónde estaré dentro de diez años. Entre el cáncer y Hal, siento como si no tuviera futuro.
Deborah sonrió con pesar.
—Si no fuera por el cáncer y Hal, sería por otra cosa. A todos nos gustaría saber qué nos deparará el futuro.
—Yo solo quiero saber cómo acabaré.
—Y yo, pero no podemos saberlo. Dylan ya lo dijo. Es como caminar por la niebla a tientas hasta que aparece por fin lo que tienes delante de ti.
—Eso significa que nada de lo que haces sirve para controlar tu futuro.
—Bueno, ya me entiendes. A veces no sabemos lo que nos espera. Las personas como tú y como yo queremos planear el futuro, pero no podemos. Al menos a largo plazo.
—Entonces, ¿qué hago ahora, en este momento?
—Volver a casa. Ver si Hal está allí. Hablar con Danielle. ¿Sabe lo de Arden?
—Estaba escuchando. No me he dado cuenta hasta que Arden se ha ido. Dani lo ha oído absolutamente todo.
Grace también lo había oído todo. Estaba en la sala de estar. No se escondía exactamente, pero era incapaz de marcharse. Cuando Karen se fue, recordó a Dani agachándose a su lado en el instituto. «Algo pasa con mi padre. De verdad, necesito hablar de esto, Gracie, por favor.»
Grace se había negado; estaba tan obsesionada con sus propios problemas que no había visto que su amiga sufría. Y si entonces ya era duro, ahora debía de sufrir mucho más. Grace sabía lo que era que un padre te abandonara, conocía la horrible sensación de pensar que estaba con otra mujer, de que traicionaba a tu madre.
Sacó su móvil del bolsillo de atrás del pantalón, donde se había pasado la mayor parte de las dos últimas semanas, y marcó el número de Dani. No sabía qué iba a decir, sobre todo porque Dani respondió al primer timbrazo y rompió a llorar. Pero Danielle era lo más parecido que tenía a una hermana, y aunque solo se sentara a su lado y la escuchara, era más de lo que había hecho en dos semanas.
«No soy la persona más indicada para ayudar a nadie que lo necesite», le había dicho entonces y, aunque no se había convertido en mejor persona de repente, quería intentarlo.
Grace no dejaba de decirse eso mismo una y otra vez. Aun así, se pasó toda la noche dando vueltas; sentía la necesidad de contarle a John Colby la verdad, aunque al mismo tiempo estaba aterrorizada. Una vez la soltara, ya no habría vuelta atrás. Su vida podía dar un vuelco total, igual que en aquel instante en la carretera bajo la lluvia.
Incapaz de dormir, se acurrucó en la cama con su madre. Deborah tampoco dormía. Se quedaron juntas mirando la oscuridad. Grace no estaba segura de lo que pensaba su madre, pero sus pensamientos siempre giraban sobre lo mismo.
—¿Estás segura de que no podemos hablar con el jefe Colby aquí, en casa? —susurró finalmente. En la comisaría había celdas. Y eso la ponía nerviosa.
—Será mejor que vayamos allí —dijo su madre, meneando la cabeza—. De ese modo nadie podrá decir que queremos pedir favores. No intentes adivinar lo que va a ocurrir, cariño. A menudo la imaginación es mucho peor que la realidad. Háblame de Vermont.
—No puedo pensar en Vermont.
—A tu padre le va bien, ¿verdad?
—Sí.
—¿Te sientes mejor?
—Un poco.
—¿Quieres hablar?
Grace quería, pero le resultaba embarazoso.
—¿De verdad quieres saber que Rebecca cocina muy bien?
—¿Ah, sí? —dijo Deborah, tras unos instantes de silencio.
—Sí —confirmó Grace—, pero le da pánico la sangre. Se hizo una herida en un dedo cortando las verduras y casi se desmaya. Tuve que ponerle yo la tirita.
—¿Te lo agradeció?
—Mucho.
—¿Es buena con Dylan?
—Supongo. Él se pasó todo el rato con los cachorros.
—Creo que esta batalla la he perdido.
Grace no quería hablar de su hermano, ni de su padre, ni de Rebecca.
—¿Qué crees que dirá John Colby?
—Es un hombre justo. Es compasivo. Nos aprecia.
—Eso es favoritismo.
—Es un hecho. Hará lo que considere correcto.
—Eso no es una respuesta.
—¿Qué puedo decirte? Ojalá tuviera respuestas para todo, Gracie, pero está claro que no las tengo. Está claro que cometo errores.
—Yo bebí, y luego conduje.
—Yo mentí.
Sabía que su madre estaba tensa, lo percibía en su voz, pero Grace era la que insistía en que confesaran. Tal vez se equivocaba.
—A lo mejor hablar con el jefe de policía es un error, mamá. A lo mejor deberíamos esperar.
Su madre suspiró con resignación.
—El resultado no cambiará aunque esperemos, y cuanto más tardemos, más duro será. —Acarició el pelo de su hija—. Lo siento, cariño. No me di cuenta del efecto que mi mentira tendría en ti.
—No volveré a robar en ninguna tienda —prometió Grace—. Fue una estupidez por mi parte. Ni siquiera quería las sandalias.
—Sí que las querías, pero no lo bastante como para robarlas. —Deborah colocó un largo rizo tras la oreja de Grace—. Intento protegerte, pero existen ciertos límites. Esa es una de las cosas que he aprendido de esta experiencia. Yo puedo decir que no hiciste nada malo esa noche. Los investigadores de la policía estatal pueden decir lo mismo. Pero lo que ocurrió forma parte de ti, de tu vida, y necesitas reconocerlo.