Capítulo 10
DEBORAH volvió a centrarse en los impresos que tenía sobre la mesa del despacho, pero su cabeza estaba en otra parte. Cuando no se mortificaba con la llamada de Dean LeMay, veía el rostro inteligente de Hal o pensaba en Cal McKenna. Basándose en lo que había dicho su hermano, le parecía que Cal era un poco maniático. Pero ¿acaso no lo era también ella? Le gustan las cosas claras y bien planeadas. Se identificaba con la tranquilidad que sentía Cal al saber cómo acababan los libros de historia.
Durante los primeros meses después de que Greg se hubiera marchado de casa, una de las cosas más duras que había tenido que afrontar era no ver las cosas claras. Incluso cuando estaban ya tramitando el divorcio, una parte de ella seguía creyendo que Greg despertaría finalmente y se daría cuenta de que estaba cometiendo una estupidez. Siempre le había echado la culpa a él, pero ahora que la ira por el divorcio se había difuminado, comprendía que la culpa era relativa, que Greg y ella la compartían.
¿Y lo de mentir sobre quién conducía el coche cuando atropellaron a Cal McKenna? Eso lo había hecho ella sola. Era un peso que se hizo aún más evidente poco después, cuando sonó el teléfono y descolgó. Era Mara Walsh, la psicóloga del instituto.
—Sé que debes de estar muy ocupada, Deborah. La semana pasada no tuvo que ser nada fácil para ti, pero estoy preocupada por Grace.
—¿Por qué? —preguntó Deborah, tragando saliva.
—Sus compañeros ya han asimilado la muerte del señor McKenna bastante bien. Pusimos a su disposición el equipo de psicólogos para ayudarles, pero apenas ha sido necesario. A todos les gustaba Cal, pero su muerte no les ha afectado a nivel personal. Algunos profesores entablan una relación especial con sus alumnos, pero no era el caso de Cal.
—¿Y Grace? —preguntó Deborah.
—Grace tiene un motivo concreto para sentirse más afectada. Vio cómo ocurrió. Yo daba por sentado que la semana pasada sería dura para ella, y lo de la carrera del sábado, bueno, era comprensible. Pero esperaba que después del fin de semana estaría mejor. Y no lo está. No hace caso a sus amigos y deambula por el instituto sola con la cabeza gacha. Su lenguaje corporal lo dice todo.
—Está disgustada —reconoció Deborah.
—John Colby acaba de estar aquí preguntando por ella.
A Deborah le empezó a latir el corazón con más fuerza.
—Ha venido a recoger a su mujer —explicó Mara—. Da clases de lectura...
—Lo sé, pero ¿ha preguntado concretamente por Grace?
—Ellen le había contado que no estaba bien. Ha mencionado que el fin de semana pasado hubo una fiesta y ella no fue.
—Sí, en casa de Kim Huber, pero ¿cómo lo sabía John?
—Me ha dicho que había hablado con los padres de Kim. Quería saber si a Grace le iba bien en el instituto.
—¿Y qué le has dicho?
—Exactamente lo que acabo de decirte a ti, que Grace no está bien. Me gustaría hablar con ella, Deborah, si no te importa.
—Pues claro que no —contestó Deborah. ¿Qué otra cosa podía decir?—. Pero no estoy segura de que ella quiera. Tampoco sé si es un buen momento. Ya sabes lo que ocurre a esa edad, Mara. Cuando alguien recibe ayuda especial y los demás se enteran, empieza a pensar que realmente le pasa algo. Grace está atravesando una situación delicada, pero no creo que sea nada que no se cure con el tiempo. No quiero que se sienta como si la observaran al microscopio.
—Podría verla después de clase.
—Tiene entrenamiento.
—Pues por la noche, si ella quiere. Seguro que tú ya has hablado con ella, así que yo no haré más que repetirle lo mismo, pero esta mañana tenía un aspecto tan desdichado... Me gustaría que supiera que puede acudir a mí si me necesita.
¿Cómo podía negarse Deborah sin parecer la mujer más fría del mundo?
—Está bien, Mara. Es un consuelo saber que te tienen ahí. Pero plantéaselo como algo opcional, ¿de acuerdo? Si no está preparada para hablar, déjalo.
Grace se encontraba en la pista de atletismo, doblada sobre sí misma con las manos apoyadas en las rodillas y la vista fija en el suelo de tartán. Chorreaba sudor y jadeaba. Estaba hecha polvo.
—Buena carrera, Grace —dijo el entrenador, acercándose al trote.
—Ha sido horrible —replicó ella, resollando y sin apenas levantar la vista.
—¿Bromeas? Has empezado estupendamente. Habías puesto la directa para conseguir tu mejor marca personal.
—La había puesto, sí, pero al final lo he estropeado.
—Oye, teniendo en cuenta que el fin de semana estabas enferma, la carrera ha sido más que buena. Sigue así, Grace. —El entrenador se alejó de nuevo al trote.
«Sigue así, Grace.» La frase le dolió porque Grace había intentado realmente correr bien. Se había concentrado en la respiración y en la zancada, impidiendo que el accidente se entrometiera, y se había sentido muy bien. Pero entonces había visto a John Colby y todo se había ido al garete. Al menos le había parecido que era él. No estaba segura porque se alejaba caminando y muchos hombres de su edad llevaban camisas caqui y pantalones oscuros. Pero ¿quién si no merodearía por la pista de atletismo a las cuatro de la tarde? Había ido a vigilarla porque lo sabía todo.
—¡Bonjour, Grace!
Grace se dio la vuelta. Su profesora de francés se acercaba caminando por la pista.
—Me alegro de haberte encontrado —dijo la mujer—. No quería tener que llamar a tu casa.
En un suspiro Grace volvió a la clase de francés de la mañana; veía cómo su lápiz rellenaba la hoja del examen. Estaba pensando que no debería ser tan fácil, cuando de repente su mano se había quedado paralizada y las respuestas habían dejado de acudir a su cabeza.
—¿Podemos hablar del examen? —preguntó madame Hendricks.
Grace se incorporó y parpadeó para ver bien a la profesora de francés.
—Claro —contestó, extrañamente con escasa emoción.
—No te ha salido muy bien —comentó la profesora.
—No había estudiado —mintió Grace. En otro tiempo, semejante mentira le habría parecido inconcebible.
—No es propio de ti. Has sido mi mejor alumna este curso. Te sabías la materia. Aunque no hayas estudiado, deberías haber sacado una buena nota. —Al ver que Grace no decía nada, añadió—: Me preocupaba que estuvieras enferma, pero te he visto correr bien. ¿Te preocupaba algo esta mañana?
—No podía concentrarme.
—Eso no está bien.
—Lo sé —dijo Grace.
—Bueno. Ha sido una semana difícil con la muerte del señor McKenna. Lo he estado pensando toda la tarde. Podría pedirte que volvieras a hacer el examen, pero ya sabemos que lo harías bien. Así que olvidaremos este examen. No lo sumaré al resto de notas. Eres demasiado buena estudiante para perjudicarte por un solo día malo. ¿Te parece bien?
No, a Grace no le parecía bien. Si le hubiera pasado a cualquiera de sus amigos, habrían tenido que enfrentarse con las consecuencias. Habrían tenido que repetir el examen. Habrían tenido que hablar con su tutor. El fracaso no se aceptaba en Leyland. Sus alumnos eran estrellas rutilantes que tendrían un éxito espectacular en la vida. Era para vomitar.
¿Lo entendería madame Hendricks? No. Así que Grace se limitó a asentir.
—Bien. Será nuestro pequeño secreto. Lo achacaremos a un mal día. Au revoir, mademoiselle. —La profesora se alejó con aire complacido.
Grace se quedó mirándola, en absoluto complacida. Y no era solo el examen de francés lo que le disgustaba. Antes, su vida tenía límites. Tenía unas expectativas ciertas. Pero últimamente se estaban quebrantando todas las reglas. Su padre había engañado a su madre. Su madre había mentido a la policía. Madame Hendricks había creado «un pequeño secreto». Y sus amigos compraban barriles de cerveza.
Antes Grace sabía dónde estaba. Sabía cómo iba a desenvolverse su vida. Pero ahora ya no.
A varias manzanas de distancia del instituto, en el gimnasio, Deborah se esforzaba en la máquina elíptica ejercitando brazos y piernas. Resollaba y sudaba a mares. Llevaba cuarenta minutos.
—¿Qué haces? —preguntó Karen desde la máquina contigua.
—¿Hmmm? —Deborah levantó la vista, sorprendida.
—Parece que estés luchando en la guerra.
—El ejercicio sienta bien —dijo Deborah entrecortadamente, esbozando una sonrisa.
—Quizá a ti —dijo Karen, deteniéndose—, pero yo no puedo más. —Apagó su máquina, cogió la toalla de la barra y se secó la cara—. Ni siquiera habría estado tanto rato si no me hubieras prohibido jugar a tenis.
—Prohibido no —consiguió decir Deborah sin dejar de mover enérgicamente brazos y piernas—. Aconsejado. Es mi trabajo.
Karen se pasó la toalla por los brazos.
—¿Quieres que te espere?
Deborah negó con la cabeza.
—No, vete. Yo seguiré un poco más.
Karen le lanzó un beso y se fue. Su máquina la ocupó poco después la bibliotecaria, que saludó a Deborah con una inclinación de cabeza antes de ajustarse los auriculares de su aparato de música.
Deborah siguió diez minutos más. Se bajó de la máquina e hizo unos estiramientos antes de encaminarse al vestuario.
Tropezó en la puerta con Kelly Huber. Era la hermana mayor de Kim, la amiga de Grace que había dado una fiesta el sábado anterior, y Deborah era su médico de cabecera desde hacía tiempo. Era ella la que había cancelado la cita de la tarde con la excusa de que tenía un fuerte dolor de cabeza.
—Hola, Kelly —saludó Deborah, sintiéndose más tranquila y con la respiración más regular—. Bienvenida a casa. ¿Ya ha terminado el semestre de primavera?
Kelly se sobresaltó y no pareció muy feliz de verla.
—Terminé la semana pasada.
—Estás estupenda —comentó Deborah—. Supongo que ya te encuentras mejor.
—Un poco —contestó Kelly y miró a un lado y a otro con nerviosismo.
Su madre apareció en aquel momento. Emily Huber se había hecho reflejos en el pelo y lo llevaba recogido en una cola de caballo igual que su hija. Deborah sonrió.
—Debes de estar encantada de tenerla en casa. —Al ver que Emily no contestaba, se volvió hacia Kelly—. ¿Planes para el verano?
—Bueno, no estoy segura. Puede que haga prácticas. —Lanzó una rápida ojeada a su madre—. Iré empezando. —Sonrió a Deborah con aire azorado y pasó por su lado.
Deborah aún intentaba comprender qué pasaba cuando Emily le dijo:
—Esto no ha sido muy agradable para mi hija.
—¿Por qué? ¿Por haber cancelado su cita? —preguntó Deborah, frunciendo el ceño.
—La he cancelado yo —replicó la madre—. Después de lo que ocurrió el sábado por la noche, será mejor que cambie de médico. Y también Kim. Pasaré a finales de semana para recoger sus historiales.
—¿Qué ocurrió el sábado por la noche? —preguntó Deborah, confusa.
—¿Tenías que llamar a la policía?
—¿Perdón?
—¿Solo porque Grace no quería ir a la fiesta de mi hija?
—Yo no llamé a la policía.
—Les dijiste que era por el ruido, pero las dos sabemos la verdad. Esperabas que mandaran una patrulla a casa —añadió Emily, pero se calló brevemente cuando pasaron dos mujeres y las miraron con curiosidad—. Pero a Marty y a mí ya nos conocen. Confían en nosotros, quizá más de lo que confían en ti en estos momentos.
—¿De qué estás hablando? —preguntó Deborah con una idea inquietante en la cabeza. Siempre cabía la posibilidad de que Grace le hubiera contado la verdad a Kim.
—Del accidente de la semana pasada —contestó Emily mirándola con dureza—. Calvin McKenna era uno de los mejores profesores del instituto. No era de ese tipo de hombres que van por ahí corriendo temerariamente. Debías de ir a demasiada velocidad con la lluvia...
—Perdona —le interrumpió Deborah—, pero iba muy despacio.
—De acuerdo —dijo Emily, alzando ambas manos—, pero no finjas que no hiciste nada malo. ¿Llamas a la policía para acusar a otras personas, cuando tú misma les has mentido?
—¿En qué les he mentido? —quiso saber Deborah.
—Es lo de siempre. Te tomas unas copas y luego dices que son los demás los que tienen un problema con la bebida.
—Yo no bebo.
—Bueno, pues tu padre sí, así que solo es cuestión de tiempo.
—¿Qué? —Deborah se sentía como si la hubieran golpeado.
—Oh, vamos —dijo Emily—. Todo el mundo sabe que el doctor Barr acompaña la comida con algo más que una Coca-Cola. No habría dicho nada si no hubieras llamado a la policía el sábado por la noche. —Con una mirada desdeñosa, se fue a buscar a su hija.
La relajación que Deborah había sentido después del ejercicio físico había desaparecido. Se dirigió a su taquilla muy alterada, y no era la mención del accidente lo que más la había disgustado. No sabía que su padre bebiera a la hora de comer. Si lo hacía, tenían un problema.
Una de las mujeres que había pasado por delante mientras Emily lanzaba sus acusaciones estaba cerca. Cuando Deborah levantó la vista, la mujer miró hacia otra parte.
El accidente era del dominio público, claro, pero ¿que Michael Barr bebía, también? Imposible. Deborah jamás había visto ni siquiera un vaso sospechoso en el trabajo, ni la menor vacilación en su padre, pero ¿cómo iba a comprobarlo? No podía preguntarle a la enfermera sin arriesgarse a sembrar la semilla de la duda. Y la gerente era una mujer muy directa que sin duda se lo habría comentado si hubiera visto algo raro.
Deborah se dijo a sí misma que Emily solo quería meter cizaña, pero era una preocupación más que sumar al resto.
Al comprobar su móvil, vio un mensaje de Greg en el que le pedía que le llamara. Habría hecho caso omiso del mensaje si no se hubiera sentido tan sola. Su vida se estaba yendo al traste. Era como si hubiera estirado de un hilo, cualquier hilo, y se estuviera deshaciendo.
Marcó el número de su ex marido desde el aparcamiento que había en la parte de atrás del gimnasio.
—Hola —saludó Greg cordialmente antes de pasar al ataque—. ¿Has hablado con Grace acerca de que no contesta a mis llamadas?
Deborah tardó unos instantes en centrarse.
—Sí, he hablado con ella.
—¿Y?
—Me temo que ha sido más una pelea que una charla.
—¿Y de qué lado estabas? —preguntó Greg.
—Eso es innecesario, Greg. Estoy de tu parte en esto. Quiero que Grace hable contigo. Simplemente no puedo obligarla a hacerlo.
—¿Por qué no? Dile que no podrá coger el coche hasta que mantenga una conversación civilizada con su padre.
—No creo que funcione. Ahora mismo no está muy interesada en conducir.
—Entonces quítale el móvil. Dile que no se lo devolverás hasta que hable conmigo.
—Sería igual. Ahora mismo no quiere saber nada del móvil.
—¿No quiere saber nada del móvil? ¿Qué está pasando?
Deborah cerró los ojos y los apretó con fuerza.
—Nada que no se cure con un poco de tiempo. —Deborah rezaba para que fuera así, para que Grace no le hubiera dicho nada a Kim.
—¿Todavía está afectada por el accidente? —preguntó Greg, más amable esta vez.
—Apenas ha pasado una semana. Era su profesor, lo conocía. Se siente culpable.
—¿Culpable del accidente? Pero si solo iba en el asiento del copiloto.
No era cierto, pero Deborah no podía decírselo. Ese era el problema de Grace precisamente: la mentira. Era esa mentira lo que separaba a Grace de Deborah, de Greg, de sus amigos. Era la mentira lo que le había impedido ir a la fiesta del sábado por la noche. La mentira.
Y la mentira procedía de Deborah.
¿Qué podía hacer ahora? Ya había rellenado el parte del accidente y lo había presentado en tres lugares distintos. La mentira figuraba también en el artículo del Ledger. Si ahora cambiaba los hechos no haría más que empeorar las cosas.
—Quizá Grace debería hablar con un psicólogo —propuso Greg, interrumpiendo los pensamientos de Deborah.
—Ya he hablado yo con ella.
—A lo mejor necesita hablar con alguien que no seas tú. Eres médico, pero también eres su madre. Eso es un límite en el terreno profesional. Si no puedes ayudarla, necesita hablar con otra persona.
—He hablado con la psicóloga del instituto hace una hora —replicó Deborah poniéndose a la defensiva—. Sigo pensando que es prematuro, Greg. Todo es muy reciente. Lo hago lo mejor que puedo.
—Pues quizá no sea suficiente.
Deborah se preguntó si tenía razón. Antes creía en sí misma, pero desde el accidente su autoestima estaba por los suelos. Perder dos pacientes con los que antes se llevaba tan bien no le había ayudado mucho. Ni tampoco que la gente no la mirara a la cara al pasar, ni que el posible problema de su padre con la bebida fuera un tema de discusión general.
—En una ocasión tuve un director de proyectos que juraba que podía con todo —comentó Greg—, hasta que su departamento se fue a pique. No quiero que a nuestra familia le ocurra lo mismo.
Aquello fue la gota que colmó el vaso.
—¿Nuestra familia? —dijo, encolerizada—. A mí me parece que tú la abandonaste.
—Pues intento volver a ella.
—¿Qué significa eso? —preguntó Deborah, furiosa. Dos años atrás, Greg lo había barrido todo de un plumazo—. Estamos divorciados, Greg. Vendiste tu negocio y me cediste la casa y la custodia de los niños. Te mudaste a otro estado y te casaste con otra mujer. ¿A qué quieres volver exactamente?
Greg soltó un taco.
—¿Qué? —preguntó Deborah—. ¿Me he equivocado en algo?
—No —respondió él, más calmado—. Tú nunca te equivocas, Deborah. Eres increíblemente eficiente. Nada te detiene. No necesitas a nadie. Y desde luego no me necesitas a mí.
—Pues ahora mismo sí te necesito. Ser madre divorciada no es nada divertido.
—Acabas de decir que no hay sitio para mí.
—Tú eres el que se fue —dijo Deborah, cerrando los ojos.
—Y me alegro de haberme ido si esta conversación es un reflejo de tus sentimientos hacia mí.
Deborah suspiró.
—Yo te quería, Greg.
—No, te encantaba tener marido, te encantaba tener hijos. A veces creo que mi error fue irme a vivir a Leyland. Leyland es territorio de los Barr. Si hubiéramos ido a vivir a un lugar donde no te conocieran, tal vez me habrías necesitado más.