Capítulo 1
SEGUNDOS antes del impacto estaban discutiendo. Más adelante, Deborah Monroe se atormentaría preguntándose si, de haber estado atenta a la carretera, habría podido ver algo que le hubiera permitido impedir lo que ocurrió, porque la discusión la había distraído casi tanto como la tormenta. Su hija y ella nunca discutían. Se parecían mucho, no solo en el aspecto, sino también en el carácter y en las aficiones. A su hijo Dylan tenía que regañarlo a menudo, pero a Grace casi nunca. Por lo general, Grace entendía lo que se esperaba de ella y por qué.
Esa noche, sin embargo, la joven se había rebelado.
—Te estás poniendo histérica por nada, mamá. No pasó nada.
—Me dijiste que los padres de Megan estarían en casa —le recordó Deborah.
—Eso fue lo que me dijo Megan.
—Me lo habría pensado dos veces antes de darte permiso si hubiera sabido que iba a haber toda esa gente.
—Estábamos estudiando.
—Megan, Stephie y tú —dijo Deborah, y en efecto, los libros de texto estaban allí, mojados después de que Grace hubiera tenido que correr hasta el coche bajo la lluvia—, pero también Becca y Michael, Ryan, Justin y Kyle, que no deberían haber estado con vosotras. Tres chicas estudian. Cuatro chicas y cuatro chicos montan una fiesta. Cariño, está lloviendo a cántaros y a pesar del ruido se oían vuestras risas desde el coche.
Deborah no sabía si Grace tenía o no cara de culpable. Sus largos rizos castaños ocultaban los ojos, bastante separados, la nariz recta y los labios carnosos. Oía el ruido que hacía al mascar chicle; el olor a menta tapaba el tufo a libros húmedos. Rápidamente volvió la vista hacia la carretera, o hacia lo poco que veía de ella, a pesar de que los limpiaparabrisas funcionaban a toda velocidad. La visibilidad en esa parte de la carretera era escasa incluso en noches despejadas. No había farolas, y la luz de la luna raras veces conseguía filtrarse entre las copas de los árboles.
Esa noche la carretera era un embudo. La lluvia se precipitaba sobre el coche, engullendo la luz de los faros y azotando el parabrisas. Aunque abril era el mes de las lluvias, aquello era una exageración. Si hubiera hecho tan mal tiempo cuando salieron, Deborah jamás habría permitido que Grace llevara el coche, pero Grace se lo había pedido y su marido —ex marido— la acusaba a menudo de ser demasiado protectora con ella.
Circulaban despacio, repetiría Deborah infinidad de veces en los días posteriores, y los resultados forenses lo confirmarían. Se encontraban a menos de un minuto de casa y conocían bien aquella parte de la carretera. Pero la oscuridad era impenetrable y la lluvia tenía una fuerza inusitada. Sí, Deborah sabía que su hija tenía que ponerse al volante para aprender a conducir de verdad, pero temía que fuera demasiado pronto, dadas las circunstancias.
Deborah detestaba la lluvia. Grace no parecía inquieta.
—Habíamos terminado de estudiar —explicó Grace, moviendo el chicle por la boca. Tenía el volante bien sujeto, con las manos perfectamente colocadas—. Hacía calor y aún no tenían puesto el aire acondicionado, así que hemos abierto las ventanas. Nos estábamos tomando un descanso. ¿Y qué tiene de malo reír? Ya es bastante humillante que mi madre venga a buscarme...
—Perdona —la interrumpió Deborah—, pero ¿qué otro remedio me queda? No puedes llevar el coche tú sola hasta que tengas el carnet definitivo. Y aunque Ryan y Kyle lo tengan, la ley no les permite llevar menores en el coche si no es en compañía de algún adulto; además, vivimos en la otra punta de la ciudad. ¿Y qué tiene de malo que tu madre te recoja a las diez de la noche en un día entre semana? Cariño, solo tienes dieciséis años.
—Exacto —dijo Grace con sentimiento—. Tengo dieciséis años, mamá. Me darán el carnet definitivo dentro de cuatro meses. ¿Y qué ocurrirá entonces? Iré yo sola a todas partes con el coche porque, no solo vivimos en la otra punta de la ciudad, alejados de todo el mundo, vivimos en medio de ninguna parte, porque papá decidió que tenía que comprar tropecientas hectáreas para construir su gran mansión en el bosque, que luego decidió que no quería, así que nos abandonó y se fue a vivir a Vermont con su antiguo amor de hace veinticinco años.
—Grace... —Deborah no se sentía con fuerzas para abordar aquella conversación. Sin duda Grace se sentía abandonada por su padre, pero el varapalo había sido aún peor para ella. Su matrimonio no tenía que haber acabado, no era así como había planeado su vida.
—Vale, olvida a papá —prosiguió Grace—, pero cuando me den el carnet, conduciré yo sola y tú no podrás ver con quién estoy o si hay padres con nosotros, o si estamos estudiando o montando una fiesta. Tendrás que confiar en mí.
—Confío en ti —le aseguró Deborah, poniéndose también a la defensiva, pero en tono suplicante—. Es en los demás en quienes no confío. ¿No me dijiste que Kyle llevó un paquete de cervezas a la fiesta en la piscina de Katherine el pasado fin de semana?
—Pero no nos las bebimos. Los padres de Katherine le obligaron a marcharse.
—Los padres de Katherine. Exacto.
Deborah oyó resoplar a su hija.
—Mamá. Solo estábamos estudiando.
Deborah estaba a punto de enumerar todas las cosas que podían ocurrir cuando unos adolescentes solo estaban estudiando —cosas que había visto cuando ella misma era adolescente y su padre era el único médico de cabecera en la ciudad, y seguía viendo ahora que trabajaba con él y trataba a docenas de adolescentes—, cuando captó un súbito movimiento por la derecha. Con inusitada rapidez se sucedieron un fuerte golpe contra el parachoques del coche, un frenazo y el chirrido de los neumáticos. Su cinturón se bloqueó, sujetándola cuando el vehículo patinó sobre el asfalto mojado, dio un bandazo y giró, todo en apenas unos segundos. Cuando el coche se detuvo, miraba en la otra dirección.
Durante unos instantes, los latidos de su corazón no dejaron que Deborah oyera el sonido de la lluvia. Después le llegó el grito aterrorizado de su hija.
—¿Qué ha sido eso?
—¿Estás bien?
—¿Qué ha sido eso? —repitió Grace, esta vez con voz trémula.
También Deborah empezaba a temblar, pero comprobó que su hija estaba sentada y con el cinturón puesto, por lo que claramente no había sufrido ningún daño. Se quitó a tientas el cinturón de seguridad, se caló la capucha del impermeable y salió corriendo en busca de lo que había golpeado el coche. Los faros se reflejaban en el asfalto mojado, pero más allá de esa escasa luz reinaba una completa oscuridad.
Volvió a meterse en el coche y buscó la linterna en la guantera. De nuevo en el exterior, iluminó la cuneta, pero no vio nada que remotamente se pareciera a un animal abatido.
Grace apareció a su lado.
—¿Era un ciervo? —preguntó con voz aterrorizada. Deborah tenía aún el corazón acelerado.
—No lo sé. Cariño, vuelve al coche. No llevas chaqueta. —La noche primaveral era bastante cálida, pero no quería que Grace viera lo que habían atropellado.
—Ha tenido que ser un ciervo —exclamó Grace—, ni siquiera estará herido, habrá vuelto corriendo al bosque. ¿Qué otra cosa podía ser?
Deborah no creía que un ciervo llevara un chándal con una raya a un lado, que era lo que juraría haber visto en el instante previo al impacto. Un chándal significaba que se trataba de un ser humano.
Recorrió la cuneta, iluminando los arbustos con la linterna.
—¡Eh! —gritó a quienquiera que estuviese allí—. ¿Está herido? ¿Hola? ¡Dígame dónde está!
Grace la seguía de cerca.
—Ha salido de la nada, mamá. Nadie andaría por aquí con esta lluvia, así que a lo mejor era un zorro o un mapache... o un ciervo. Sí, ha tenido que ser un ciervo.
—Vuelve al coche, Grace —repitió Deborah.
Apenas acababa de pronunciar estas palabras cuando oyó algo, y no era el ralentí del coche. Tampoco era el silbido del viento entre los árboles, ni la lluvia que lo empapaba todo.
El sonido volvió a oírse; definitivamente, era un gemido. Lo siguió hasta un poco más allá en la cuneta, pero tardó un rato en encontrar el origen de los gemidos. Una zapatilla deportiva asomaba apenas entre la maleza empapada, a un metro aproximadamente de la carretera, y la pernera de unos pantalones negros con una raya azul se hallaba semioculta bajo la rama de una cicuta. La otra pierna estaba doblada en un ángulo extraño —rota, supuso—, y el resto del cuerpo estaba tirado al pie de un árbol.
Estando boca arriba no corría el riesgo de ahogarse con la maleza del bosque, pero tenía los ojos cerrados. Sus cabellos, cortos y oscuros, estaban pegados a la frente. Deborah se abrió paso entre unos helechos y apuntó a la cabeza con la linterna, pero no vio más sangre que la de un feo rasguño en la mandíbula.
—¡Oh, Dios mío! —gimió Grace.
Deborah le buscó el pulso en el cuello. Solo cuando lo encontró volvió a latirle el suyo.
—¿Puede oírme? —preguntó, acercándose un poco más—. Abra los ojos.
El hombre no reaccionó.
—¡Oh, Dios mío! —gritó Grace histéricamente—. ¿Sabes quién es? ¡Es mi profesor de historia!
Tratando de pensar con rapidez, Deborah condujo a su hija de vuelta a la carretera y al coche. Notó que Grace estaba temblando y, con toda la serenidad de la que fue capaz, dijo:
—Quiero que vayas corriendo a casa, cariño. Falta poco más de medio kilómetro y de todas formas ya estás empapada. Dylan está solo. Se asustará si no llegamos. —Imaginó su carita en la ventana de la cocina, con grandes ojos asustados y aumentados por sus gafas de Harry Potter.
—¿Qué vas a hacer tú? —preguntó Grace con la voz aguda y temblorosa.
—Llamar a la policía y luego quedarme aquí sentada con el señor McKenna hasta que llegue la ambulancia.
—No lo he visto, te lo juro, no lo he visto —gimoteó Grace—. ¿No puedes hacer nada por él, mamá?
—No mucho. —Deborah apagó el motor y encendió las luces de emergencia—. No veo ninguna hemorragia y no me atrevo a moverlo.
—¿Morirá?
—No íbamos deprisa —contestó Deborah, sacando el móvil—. No hemos podido darle muy fuerte.
—Pero ha salido disparado hasta allí.
—Debe de haber rodado.
—No se mueve.
—Puede que tenga una conmoción. —Había muchas otras posibilidades, y, como por desgracia ella bien sabía, eran peores.
—¿No debería quedarme aquí contigo?
—Aquí no puedes hacer nada. Vete, cariño. —Acarició la mejilla de su hija, intentando ahorrarle al menos lo peor—. Yo iré enseguida a casa.
Grace tenía el pelo separado en largos tirabuzones mojados. El agua le chorreaba por el suave mentón.
—¿Tú lo has visto? —preguntó, con los ojos muy abiertos y la voz apremiante y asustada—. Porque ¿qué hace alguien caminando por la carretera con esta lluvia? A ver, es de noche, ¿cómo iba a verlo? ¿Y por qué él no nos ha visto a nosotras? No había más luces por aquí aparte de los faros.
Deborah marcó el 911 con una mano y cogió a Grace por el brazo con la otra.
—Vete, Grace. Te necesito en casa con Dylan. Ahora. —Contestaron al primer timbrazo. Deborah reconoció la voz. CarlaMcKay era paciente suya. Trabajaba de telefonista varias noches a la semana.
—Policía de Leyland. Esta llamada se está grabando.
—Carla, soy la doctora Monroe —dijo Deborah, echando a Grace con un ademán—. Ha habido un accidente. Estoy en la carretera de circunvalación, aproximadamente a unos 800 metros al este de mi casa. Hemos atropellado a un hombre, necesitamos una ambulancia.
—¿Está malherido?
—Está inconsciente, pero respira. Diría que se ha roto una pierna, pero no estoy segura de si tiene otras lesiones. Solo veo un corte superficial, pero no puedo saber nada más sin moverlo.
—¿Hay algún otro herido?
—No. ¿Cuánto tardarán en llegar?
—Ahora mismo llamo.
Deborah cerró el móvil. Grace no se había movido. Calada hasta los huesos, con los largos rizos empapados, parecía muy joven y atemorizada.
Aunque también estaba asustada, Deborah apartó el cabello de las mejillas de su hija.
—Grace —dijo en voz baja, pero en tono apremiante—, te necesito en casa con Dylan.
—Conducía yo.
—Serás de más ayuda si te quedas con Dylan. Por favor, cariño.
—Ha sido culpa mía.
—Grace. ¿Podemos no discutirlo ahora? Toma, ponte mi chaqueta.
Empezó a quitársela, pero Grace dio media vuelta y echó a correr. Enseguida desapareció bajo la lluvia.
Deborah volvió a calarse la capucha y regresó rápidamente al bosque. El olor a cicuta y tierra mojada impregnaba el aire, pero conocía el olor de la sangre y le pareció que también lo percibía. Una vez más examinó a Calvin McKenna por si tenía algo más que el rasguño de la mandíbula, pero no vio nada.
McKenna seguía inconsciente, pero su pulso era constante. Podía seguir su evolución y, si le fallaba, hacerle un masaje cardíaco. Al examinar el ángulo de la pierna sospechó que la cadera también estaba afectada, pero eso podía arreglarse. Lo peor sería que tuviera alguna lesión en la columna vertebral; por eso no podía moverlo. Los del servicio de emergencias tendrían una tabla y le inmovilizarían la cabeza. Era mucho mejor esperar a que llegaran.
Pero era más fácil decirlo que hacerlo. Transcurrieron diez minutos interminables durante los cuales se censuró a sí misma por haber dejado conducir a Grace, le tomó el pulso a Calvin McKenna, trató de descubrir si tenía alguna otra herida, volvió a tomarle el pulso, y maldijo la ubicación de su casa y la irresponsabilidad de su ex marido. Por fin vio las luces del coche patrulla. No llevaba la sirena puesta. Se hallaban en una zona apartada de la ciudad, por lo que no era necesaria.
Deborah salió corriendo a la carretera agitando la linterna; llegó a la puerta del coche patrulla cuando Brian Duffy la abría y se apeaba. Era un hombre de cuarenta y tantos años, uno de los doce agentes de la policía de la ciudad. También era entrenador de la liga infantil de béisbol. Su hijo Dylan había estado dos años en el equipo.
—¿Está usted bien, doctora Monroe? —preguntó, colocándose la gorra cubierta con plástico sobre el pelo cortado al rape. También llevaba puesta una chaqueta impermeable.
—Estoy bien, pero el coche ha golpeado a Calvin McKenna. —Condujo al agente hacia el bosque—. No sé si es grave.
Cuando llegó a los helechos, se arrodilló y volvió a tomarle el pulso al herido. Seguía siendo regular. Entonces dirigió la linterna hacia el rostro; el agente hizo lo mismo con la suya.
—¿Cal? —llamó inútilmente—. ¿Cal? ¿Me oyes?
—¿Qué hacía por aquí con este tiempo? —preguntó el agente.
Deborah se echó hacia atrás.
—No tengo la menor idea. ¿Caminar? ¿Correr?
—¿Bajo la lluvia? Es muy raro.
—Sobre todo aquí —dijo ella—. ¿Sabe usted dónde vive? —Desde luego no podía vivir por allí cerca. Había cuatro casas en un kilómetro y medio a la redonda y ella conocía a todos sus habitantes.
—Su mujer y él viven junto a la estación de tren —contestó Brian—. Está a unos cuantos kilómetros de aquí. ¿No es paciente suyo, entonces?
—No. Este año Grace lo tiene de profesor, así que le oí hablar en la jornada de puertas abiertas de otoño. Es un hombre serio, un profesor duro. Eso es todo lo que sé sobre él. —Estaba de nuevo tomándole el pulso cuando de pronto la carretera se inundó de luz. Llegó un segundo coche patrulla lanzando vivos destellos azules y blancos, seguido de cerca por una ambulancia.
Deborah no reconoció a los técnicos sanitarios; eran jóvenes, seguramente novatos. Pero conocía al hombre que bajó del segundo coche patrulla. John Colby era el jefe de policía. Con sus casi sesenta años, en cualquier otro sitio se habría jubilado, pero era natural de Leyland y se daba por supuesto que seguiría en su puesto mientras la salud se lo permitiera. Deborah estaba segura de que aún daría mucha guerra. Su mujer y él eran pacientes suyos. La mujer tenía problemas de alergia —al pelo y a las escamas de animales, al polen, al polvo—, que habían terminado en asma, pero el mayor problema de John, aparte de la barriga, era el insomnio. Trabajaba día y noche. Afirmaba que tanta actividad mantenía baja su tensión arterial y Deborah no podía rebatírselo, puesto que siempre la tenía baja.
Los técnicos sanitarios inmovilizaron a Calvin, iluminados por la linterna de John. Deborah esperó con los brazos cruzados y las manos metidas bajo las axilas. Calvin no hizo el menor movimiento ni emitió sonido alguno.
Deborah los siguió cuando salieron del bosque. Estaba observando cómo metían a Calvin en la ambulancia, cuando Brian la cogió por el brazo.
—Metámonos en el coche patrulla. Esta lluvia es un asco.
Una vez sentada en el interior del coche, Deborah se quitó la capucha y se abrió la chaqueta. Tenía la cara mojada y se la secó con las manos. También el pelo estaba húmedo y encrespado. Aún se sentía rara llevándolo corto después de toda una vida de lucir una melena hasta la cintura recogida en la nuca. Vestía una camiseta sin mangas y pantalones cortos, relativamente secos bajo la chaqueta, y chancletas. Tenía las piernas húmedas y sucias.
Detestaba la lluvia. Caía en el peor momento, alteraba cualquier previsión y complicaba la vida de cualquiera.
Brian se sentó al volante y sacudió la gorra fuera del coche antes de cerrar la puerta. Cogió un cuaderno de notas y un bolígrafo de la bandeja que había entre los asientos.
—Tengo que hacerle algunas preguntas. Es solo una formalidad, doctora Monroe. —Miró su reloj—. Las diez cuarenta y tres. ¿Y su nombre es D-E-B-O-R-A-H?
—Sí. M-O-N-R-O-E. —A menudo la llamaban doctora Barr, que era su apellido de soltera y el de su padre, toda una leyenda en la ciudad. Ella utilizaba el apellido de casada desde el último año en la universidad.
—¿Puede contarme qué ha ocurrido? —pidió el agente.
—Veníamos por...
—¿Venían? —le interrumpió Brian, alarmado—. Pensaba que iba sola.
—Grace está en casa ahora, pero la había recogido de casa de una amiga, Megan Stearn, y volvíamos juntas muy despacio, a no más de cuarenta por hora, por culpa de la lluvia. Y de repente ha aparecido él.
—¿Corriendo por la cuneta?
—Yo no le he visto correr. Simplemente ha aparecido delante del coche. Ha sido completamente imprevisto, sin tiempo para dar un golpe de volante. Solo hemos oído un golpe horrible.
—¿Circulaban pegadas a la cuneta?
—No. Íbamos por el centro. Yo miraba la línea. Nos era útil para guiarnos con tan poca visibilidad.
—¿Ha frenado?
Deborah no había frenado, lo había hecho su hija. Ahora era el momento de dejarlo claro. Pero le pareció irrelevante, un mero tecnicismo.
—Demasiado tarde —contestó—. Hemos patinado y el coche ha dado un trompo. Ya ve dónde está ahora el coche. Ahí hemos acabado.
—Pero ha llevado a Grace a casa...
—No. Le he dicho que se fuera corriendo. Estamos a poco más de medio kilómetro y ella forma parte del equipo de atletismo. —Deborah extrajo el móvil del mojado bolsillo de la chaqueta—. Necesitaba que se ocupara de Dylan, pero debe de estar preocupada por mí. ¿Le importa si la llamo?
Brian asintió y ella marcó el número.
Grace contestó al teléfono sin darle apenas tiempo a sonar.
—¿Mamá?
—¿Estás bien?
—Sí. ¿Cómo está el señor McKenna?
—De camino al hospital.
—¿Está consciente?
—Todavía no. ¿Está bien Dylan?
—Si encontrarlo dormido como un tronco en el sofá significa estar bien, sí. No se ha movido desde que he llegado.
«Y yo pensando que estaría pegado a la ventana», se dijo Deborah. Le pareció oír a su ex marido quejándose de que se preocupaba siempre demasiado. Pero cómo no iba a preocuparse por un niño de diez años con una grave hipermetropía y distrofia reticular, lo que significaba que lo veía todo a través de una especie de bruma. Tampoco eso era lo que Deborah había planeado.
—De todos modos me alegro de que estés con él —dijo—. Grace, ahora mismo estoy hablando con la policía. Puede que me acerque al hospital cuando acabemos. Será mejor que te acuestes. Tienes examen mañana.
—Mañana estaré enferma.
—Grace.
—Estoy enferma. No puedo pensar en biología ahora mismo. Mira, esto es una pesadilla. Si estas cosas ocurren por conducir, no pienso hacerlo nunca más. No dejo de preguntarme de dónde ha salido. ¿Tú habías visto que estuviera en la cuneta?
—No. Cariño, el agente me está esperando.
—Llámame luego.
—De acuerdo. —Deborah cerró el móvil.
La puerta de atrás del coche patrulla se abrió y John Colby se sentó detrás.
—Ya podía dejar de llover un poco —dijo, y añadió—: No se ve casi nada en la carretera. He hecho fotos de todo lo que he podido, pero dentro de poco no quedará ninguna huella si sigue lloviendo así. Acabo de llamar a la policía estatal. Están en camino.
—¿La policía estatal? —preguntó Deborah, asustándose.
—La policía estatal tiene un equipo de reconstrucción de accidentes —explicó John—. Lo dirige un prestigioso experto. Él sabrá mejor que nosotros lo que debe buscar.
—¿Y qué es lo que hay que buscar?
—Puntos de impacto, marcas en el coche. En qué punto de la carretera golpeó el coche a la víctima, dónde aterrizó. Marcas de frenazo. El experto reconstruye lo que sucedió y por qué.
Deborah sintió deseos de exclamar que solo había sido un accidente. En cierto modo, el hecho de que interviniera la policía estatal hacía que pareciera algo más grave.
Brian debió de ver la consternación en su cara, porque añadió:
—Es el procedimiento habitual cuando hay daños personales. Si esto hubiera ocurrido a mediodía y a plena luz del sol, quizá habríamos podido resolverlo nosotros, pero con un tiempo como este, es importante trabajar deprisa, y ellos están mejor preparados. —Echó un vistazo a sus notas—. ¿A qué velocidad dice que iba?
Una vez más, Deborah podría haber respondido que no era ella quien conducía, sino su hija, y que iba muy despacio. Pero le pareció que daría la impresión de querer escabullirse, de querer echarle la culpa a otro; además, Grace era su primogénita, su alter ego, y estaba sufriendo mucho con lo del divorcio. No necesitaba más problemas. Calvin McKenna había sufrido un accidente, no se había quebrantado ninguna ley.
—El límite aquí es de setenta —contestó finalmente—. No debíamos de ir a más de cincuenta.
—¿Ha tenido algún problema con el coche últimamente?
—No.
—¿Funcionan bien los frenos?
—Perfectamente.
—¿Llevaba puestas las largas?
Deborah frunció el ceño, esforzándose por recordar. Recordaba que le había dicho a Grace que las pusiera, pero bajo una lluvia tan intensa, ni las luces cortas ni las largas iluminaban mucho.
—Aún están encendidas —confirmó John desde el asiento de atrás—. Los dos faros funcionan—. Volvió a ponerse el sombrero—. Voy a cerrar al tráfico el carril. Solo nos faltaría que pasara algún coche y borrara las huellas.
Deborah sabía que se refería a las huellas del accidente, pero estando la policía estatal de por medio, no hacía más que pensar en «huellas del delito». La cuestión de quién conducía seguía atormentándola, pero tuvo que concentrarse para responder al resto de preguntas. ¿A qué hora había salido de casa para ir a buscar a Grace? ¿A qué hora habían salido Grace y ella de casa de Megan? ¿Cuánto tiempo había pasado entre el accidente y la llamada de Deborah al número de emergencias? ¿Qué había hecho durante ese tiempo? ¿Había recuperado la conciencia Calvin McKenna en algún momento?
Deborah comprendía que todo aquello formaba parte de la investigación, pero habría preferido irse al hospital o a casa con sus hijos.
Miró su reloj. Eran las once pasadas. Si Dylan se despertaba, se asustaría al ver que aún no había vuelto; estaba muy apegado a ella desde el divorcio, y su hermana no le serviría de mucha ayuda. Grace debía de estar mirando por la ventana, esperando ver llegar a su madre, aunque no desde la cocina, que consideraba territorio de Dylan, sino desde el asiento de la ventana de la sala de estar, que apenas usaban ahora. Había fantasmas en aquella habitación: retratos familiares de un tiempo más feliz, un montón de fotografías enmarcadas como un arrogante despliegue de perfección. Grace debía de sentirse desconsolada.
Un nuevo estallido de luz anunció la llegada de la policía estatal. En cuanto Brian salió del coche patrulla, Deborah abrió el móvil y llamó al hospital, pero no a la centralita, sino directamente a urgencias. Podía acceder al servicio libremente y había acompañado a más de un paciente, por lo que conocía a la enfermera del turno de noche. Por desgracia, la enfermera solo sabía que la ambulancia acababa de llegar.
Deborah llamó a Grace, que respondió al instante.
—¿Dónde estás?
—Aún estoy aquí, sentada en el coche patrulla mientras ellos lo examinan todo. —Trató de aparentar despreocupación—. Están reconstruyendo el accidente. Es el procedimiento habitual.
—¿Qué buscan?
—Cualquier cosa que explique por qué el señor McKenna estaba donde estaba. ¿Qué tal Dylan?
—Sigue durmiendo. ¿Cómo está el señor McKenna?
—Acaba de llegar al hospital. Ahora deben de estar examinándolo. ¿Has hablado con Megan o alguno de los demás? —Grace había subido al coche por el lado del conductor, y era posible que alguno de sus amigos lo hubiera visto. Razón de más para aclarar las cosas con la policía cuanto antes.
—Me están enviando mensajes —respondió Grace con voz temblorosa—. Stephie me ha llamado, pero no he contestado. ¿Y si muere, mamá?
—No morirá. El golpe no ha sido tan fuerte. Es tarde, Grace. Deberías acostarte.
—¿Cuándo volverás a casa?
—Espero que pronto. Voy a enterarme.
Deborah cerró el móvil, se lo metió en el bolsillo, se puso la capucha y salió del coche. Se tapó bien con la capucha y la sujetó bajo la barbilla con una mano que goteaba.
Buena parte de la carretera estaba acordonada con cinta amarilla que aún era más visible a la luz de los reflectores. Dos hombres con guantes de látex peinaban el asfalto, deteniéndose de vez en cuando para recoger lo que hallaban y meterlo en bolsas. Un fotógrafo tomaba instantáneas del coche de Deborah; tanto de su posición en la carretera como de la abolladura frontal. La abolladura era pequeña. El faro hecho añicos era más evidente.
—Oh, Dios mío —dijo Deborah, fijándose en él por primera vez.
John se acercó y se agachó para examinar lo que quedaba del cristal del faro.
—Parece que no hay más daños —dijo, lanzando a Deborah una mirada de reojo—. ¿Podría sacar los papeles del coche para que anote los datos?
Deborah se sentó tras el volante, ajustó el asiento, abrió la guantera y entregó los papeles a John, que hizo las correspondientes anotaciones. Tras volver a guardar los documentos, Deborah salió del coche.
—No me había fijado en los daños —dijo, volviendo a ponerse la capucha—. Solo me preocupaba saber contra qué habíamos chocado. Pensaba que sería un animal. —Miró a John—. Querría ir al hospital, John. ¿Cuánto van a tardar?
—Un par de horas quizá —respondió él, observando el trabajo que realizaban—. No tendrán más oportunidad que esta. Si sigue lloviendo así, mañana habrán desaparecido todas las pruebas. Pero de todas formas no podrá llevarse el coche. Tenemos que remolcarlo.
—¿Remolcarlo? Pero si funciona perfectamente...
—Nuestro mecánico tiene que revisarlo. Debe asegurarse de que no tenga ninguna avería que pudiera haber causado el accidente: mal funcionamiento de los frenos, limpiaparabrisas que fallaran, neumáticos gastados... —Miró a Deborah—. No se preocupe, nosotros la llevaremos a casa. Tiene otro coche, ¿verdad?
Sí, tenía el BMW de Greg, el que usaba él para ir a trabajar, el que aparcaba en la plaza reservada para el presidente y mantenía siempre perfectamente limpio y encerado. Greg adoraba aquel coche, pero también lo había abandonado. Se había ido a Vermont en el viejo Escarabajo Volkswagen que había permanecido en el garaje, bajo una lona, durante muchos años.
A Deborah no le gustaba el BMW. Greg se lo había comprado cuando estaba en la cima de su éxito. A posteriori, resultó ser el principio del fin.
Deborah se cruzó de brazos y observó el trabajo de los investigadores, que cubrieron hasta el último centímetro de la carretera, la cuneta, y la zona del bosque en la que había aterrizado Calvin McKenna. En más de una ocasión, sintiéndose inútil y despreciando la lluvia, se preguntó por qué estaba allí y no en el hospital.
Conocía la respuesta perfectamente, claro está. Ella era médico de cabecera, no especialista. Y era su coche el que había provocado el accidente.
La realidad se imponía con toda su crudeza. Ella era la responsable; responsable del coche, de Grace, del accidente, de las heridas de Calvin McKenna. Si no podía hacer nada por él ni por el coche, quería volver a casa con sus hijos.
Grace permanecía acurrucada en la oscuridad. Cada vez que sonaba el móvil, daba un respingo, lo levantaba y examinaba la pantalla. Respondía si era su madre, pero no podía hablar con nadie más. Megan ya lo había intentado dos veces, igual que Stephie. Ahora le enviaban mensajes.
«DNDE STAS? CTESTA!»
«STAS AI? OLA??»
En vista de que Grace no respondía, los mensajes fueron más explícitos.
«T MDRE S A DADO CNTA? A OLIDO LA CRVEZA?»
«STAS CSTIGADA? SLO AS TMADO 1»
Pero Grace no había tomado solo una cerveza, sino dos, y aunque se las había bebido en un intervalo de tres horas y seguramente no habría dado ni un 0,01 por ciento si le hubieran hecho soplar, no debería haber conducido.
No sabía por qué lo había hecho. No sabía por qué sus supuestas amigas —a esas que se tienen como tales, pero aún está por demostrar— hablaban de la cerveza en sus mensajes. ¿No sabían que todo eso quedaba registrado?
«STAS BN?»
«N QRES HBLAR?»
No quería hablar porque su madre estaba aún con la policía y el señor McKenna estaba en el hospital y todo era culpa suya, y nada de lo que pudieran decir sus amigas haría que se sintiera mejor.