Capítulo 3

A Michael Barr lo reverenciaban en Leyland. Médico de cabecera antes de que estos se hubieran vuelto a poner de moda, había desarrollado toda su carrera en la misma localidad. Había sido el médico de tres generaciones de familias y, como recompensa, disfrutaba de su inquebrantable lealtad.

Poseía una casa victoriana de color azul claro que se alzaba junto al prado comunal. Era la misma casa en la que habían crecido Deborah y Jill. Michael siempre había pasado consulta en la casita contigua, y ambas estructuras se habían ido ampliando con los años. La última reforma del anejo se había realizado ocho años atrás como aliciente para convencer a Deborah de que se uniera a la consulta de su padre.

En realidad, no había necesitado que la animaran. Adoraba a su padre y fue feliz viendo el orgullo en su rostro cuando la aceptaron en la facultad de medicina y de nuevo cuando accedió a trabajar con él. Deborah era como el hijo varón que no había tenido y, además, Greg y ella vivían en Leyland, por lo que ni siquiera tuvieron que mudarse. Grace, que había nacido poco antes de que Deborah iniciara sus estudios de medicina, tenía entonces seis años, y cuando Deborah acabó la residencia, estaba embarazada de Dylan. Ruth, una verdadera matrona, la habría ayudado con los niños en todo momento, de no ser porque Deborah y Greg ya habían contratado a los Sousa. Livia les hacía de canguro y Adinaldo se encargaba del mantenimiento en general; además, siempre había algún pariente de los Sousa para ocuparse del jardín, del tejado y de la fontanería. Livia seguía yendo a casa de Deborah para limpiar y preparar la comida, y desde la muerte de Ruth, ella y su marido se ocupaban de las tareas domésticas en casa del doctor Barr. A él no le gustaban tanto como a su hija, pero, claro, nadie podía compararse con Ruth Barr.

Haciendo malabarismos con el maletín médico, la bolsa de la pastelería y el café, Deborah recogió el periódico de la mañana y entró en casa de su padre por la puerta lateral. Sin duda el semanario local del jueves informaría del accidente. Pero no creía que apareciera en el Boston Globe, o al menos eso esperaba.

Su padre no estaba en la cocina. Tampoco había café preparado, ni el tazón, el bagel y la servilleta esperándole. Deborah supuso que se había dormido. Desde la muerte de Ruth, se había aficionado a quedarse viendo películas antiguas hasta que estaba lo suficientemente cansado para quedarse dormido sin ella.

Deborah dejó sus cosas sobre la mesa de la cocina y deseó una vez más que su padre se aviniera a aceptar uno de los dulces de Jill. Acudía gente de varios kilómetros a la redonda para comprar sus bollos con nueces, los SoMa Stickies, pero Michael prefería café y un bagel del supermercado. Nada más.

Deborah no quería ni pensar en lo que diría sobre el embarazo de Jill.

—¿Papá? —llamó desde el vestíbulo, acercándose a la escalera—. ¿Te has levantado?

Al principio no oyó nada, luego llegó a sus oídos el crujido de una silla. Atravesó la sala de estar y encontró a su padre en el estudio, sentado con la cabeza entre las manos, vestido con la misma ropa del día anterior.

Desanimada, se arrodilló junto a él.

—¿No te has acostado?

Él la miró con los ojos enrojecidos, desorientado.

—Supongo que no —consiguió decir atusándose los cabellos, que se habían vuelto completamente blancos desde la muerte de su esposa. Afirmaba que le daban más autoridad ante sus pacientes, pero a Deborah le parecía más bien un autócrata.

—Tienes un paciente a primera hora —le recordó—. ¿Quieres ducharte mientras te preparo el café? —Al ver que su padre no se movía, se preocupó—. ¿Estás bien?

—Me duele la cabeza, eso es todo.

—¿Quieres una aspirina? —le ofreció ella dócilmente. Era una broma entre ellos. Conocían los medicamentos más recientes, pero la aspirina seguía siendo la primera opción.

Él le dedicó una sonrisa que era más bien una mueca, pero cogió su mano y dejó que le ayudara a levantarse. En cuanto salió de la habitación, Deborah vio la botella de whisky y el vaso vacío. Rápidamente volvió a meter la botella en el armario de los licores y se llevó el vaso a la cocina.

Mientras esperaba a que se hiciera el café, troceó el bagel y luego llamó al hospital. Calvin McKenna seguía estable. Era una buena noticia, igual que, como descubrió a continuación, que no mencionaran el accidente en el Globe.

Al oír pasos en la escalera, volvió a doblar el periódico y sirvió el café. Estaba extendiendo el queso de untar sobre el bagel cuando su padre entró en la cocina. Volvía a ser el hombre bien vestido de siempre. Rodeó a Deborah con un brazo para darle un breve apretón y luego cogió su taza de café.

—¿Mejor? —preguntó Deborah cuando su padre había tomado varios sorbos.

—Ya lo creo. —Aparte de tener los ojos inyectados en sangre, parecía encontrarse bien—. Gracias, cariño. Eres mi salvavidas.

—No de todo —dijo ella, y aprovechando la oportunidad, añadió—: Grace y yo tuvimos un accidente anoche. Las dos estamos bien, no nos hicimos ni un rasguño, pero atropellamos a un hombre.

Su padre tardó un momento en asimilarlo. Luego su rostro expresó preocupación, seguida de alivio y finalmente incertidumbre.

—¿Atropellado?

—Apareció de repente delante del coche. Fue en la carretera de circunvalación. La visibilidad era realmente mala. —Al darse cuenta de que su padre no comprendía, añadió—: Por la lluvia, ¿recuerdas?

—Sí, lo recuerdo. Es horrible, Deborah. ¿Le conocemos?

—Es profesor de historia en el instituto. Da clases a Grace.

—¿Es uno de los nuestros?

¿Uno de sus pacientes?

—No.

—¿Es grave su estado?

Deborah le contó lo que sabía.

—Entonces su vida no corre peligro —decidió su padre, igual que antes había hecho ella, y tomó un sorbo de café. Deborah empezaba a pensar que saldría todo mejor de lo que había creído, cuando de pronto, con cierta brusquedad y el rostro un poco sonrojado, su padre preguntó—: ¿A qué velocidad ibais?

—Muy por debajo del límite.

—Pero ¿cómo es posible que no lo vierais?

—Diluviaba y estaba muy oscuro. No llevaba ropa reflectante.

Su padre se apoyó en la encimera.

—No es precisamente la imagen que debería dar un buen médico. ¿Y si a alguien le diera por pensar que habías bebido? —Sus ojos se encontraron—. ¿Habías bebido?

«Yo no conducía», estuvo a punto de contestar Deborah.

—Por favor —se limitó a decir en voz baja.

—Es normal que te lo pregunte, cariño. Motivos no te faltan. Tu marido te dejó con muchas responsabilidades, una casa enorme y una bodega igual de grande.

—También me dejó una abultada cuenta bancaria, lo que me permite mantener la casa, pero esa no es la cuestión. No bebo, papá. Ya lo sabes.

—¿La policía te ha entregado una citación?

A Deborah le dio un pequeño vuelco el corazón, posiblemente por lo que implicaba la palabra, o más bien por la creciente dureza del tono de su padre.

—No. De momento no han encontrado ningún motivo. Todavía tienen que terminar el informe.

—Bien —comentó Michael secamente—. ¿Tiene familia ese hombre?

—Esposa, sin hijos.

—Y si acaba con una cojera permanente, ¿crees que te demandará?

La mención de una posible demanda judicial tras la palabra citación, prueba en ambos casos de la decepción de su padre, provocó un nuevo nudo en el estómago de Deborah.

—Espero que no —dijo.

Michael Barr emitió un sonido desdeñoso.

—Las demandas judiciales tienen muy poco que ver con la realidad, es todo codicia. ¿Por qué pagamos un seguro por posibles negligencias? Aunque hagamos lo correcto, el proceso para demostrarlo podría costar miles de dólares. La ingenuidad no sirve de nada, Deborah. —Soltó un bufido—. Conversaciones como esta esperaría tenerlas con tu hermana, no contigo.

«Pues adivina lo que ha hecho ahora», quiso gritar Deborah en un momento de pánico silencioso.

—Le va estupendamente —dijo finalmente.

—¿Como pastelera? —le espetó Michael—. ¿Sabes qué horario tiene?

—No es peor que el nuestro. —Deborah había contratado una niñera. Jill también podía hacerlo, bueno, en realidad no sería necesario, porque ella vivía sobre la pastelería. Podía instalar el cuarto del niño en la parte de atrás y tenerlo siempre a su lado. Incluso podía pedir ayuda a alguna de sus empleadas. Eran todos casi como de la familia.

—Apenas llega a fin de mes —argüyó Michael—. No sabe nada de negocios.

—La verdad es que gana bastante —protestó Deborah.

Pero su padre ya estaba iniciando otra conversación.

—Habrás llamado a Hal, ¿verdad? Es el mejor abogado de por aquí.

—No necesito un abogado. Hoy mismo firmaré una declaración y ya está.

—¿Firmarás una declaración en una comisaría? ¿Lo pondrán por escrito y luego podrán usar contra ti tus propias palabras? —El rostro de Michael se congestionó—. Por favor, Deborah. Escúchame bien. Has atropellado a una persona, lo que te convierte en la infractora. Si hablas con la policía, necesitas tener al lado a un abogado.

—¿No sería eso una señal de culpabilidad?

—¿Culpabilidad? Caramba, no. Es medicina preventiva. ¿No es eso lo que hacemos nosotros?

Deborah visitaba a domicilio. No era lo que tenía pensado cuando estudiaba medicina, ni cuando empezó a pasar consulta, y esas visitas estaban descartadas cuando era necesario hacer pruebas; para ello enviaba a los pacientes a la consulta o al hospital.

Pero no todos los pacientes necesitaban pruebas y, unos años atrás, cuando una de sus pacientes habituales la llamó por teléfono porque unos dolorosos espasmos en la espalda le impedían conducir, le pareció absurdo no acudir a su casa. La paciente era una madre soltera con un bebé recién nacido y una tía discapacitada. Deborah no podía soportar la idea de que sufriera.

El hecho de verla en su propia casa cambió por completo su diagnóstico. El apartamento —cinco habitaciones en el segundo piso de una casa para dos familias— era un caos. Había ropa de la mujer y del bebé por todas partes, así como platos sucios. Cuando Deborah había hablado con ella por teléfono, la mujer le había asegurado que los espasmos le venían al levantar al bebé. En realidad, Deborah vio a una mujer abrumada con su vida, a la que los servicios sociales podían ayudar, pero no habría sabido que debía llamarlos de no haber visitado la casa.

Tratar a los pacientes era como resolver un rompecabezas. A veces una visita a la consulta proporcionaba pistas suficientes. A veces se necesitaba más. A Deborah le atraían los rompecabezas, y dado que a ella le gustaba más que a su padre salir de la consulta, era ella quien hacía todas las visitas a domicilio. Así tenía menos pacientes y más flexibilidad, lo que agradecía particularmente desde la marcha de Greg.

Aquel día, desesperada por mantener la mente ocupada, salió poco después de las nueve para visitar a una anciana que se había caído de la cama hacía una semana y se había dado un golpe en la cabeza. La conmoción era leve comparada con el miedo que tenía de volver a caer. Una barandilla para la cama y un bastón, que enseñó a Deborah con orgullo, le habían devuelto parte de la confianza.

La segunda parada de Deborah se encontraba en la misma calle, en el hogar de una familia con cinco hijos, en la que los tres más pequeños tenían fiebre alta. Los padres podrían haberlos llevado a la consulta, pero ¿por qué arriesgarse a contagiar a otros pacientes en la sala de espera? Deborah no lo veía necesario, sobre todo cuando tenía que pasar cerca de su casa de todas maneras.

Otitis los tres. Un diagnóstico sencillo con un mínimo riesgo.

Su siguiente paciente vivía en el pueblo de al lado. Darcy LeMay era una mujer cuyo marido, asesor de gestión empresarial, estaba de viaje tres semanas de cada cuatro y la dejaba sola en su bonita casa; era un grave caso de osteoartritis. La trataba un especialista, del que Deborah recibía informes regularmente. Aquel día, la mujer se quejaba de un dolor tan intenso en el tobillo que temía haberse roto un hueso.

Deborah llamó al timbre, pero entró tras descubrir que la puerta estaba abierta.

—En la cocina —gritó Darcy.

No era necesario; siempre estaba en la cocina. ¿Y por qué no? Era una cocina preciosa, con unos bonitos armarios de madera de cerezo, encimeras de granito, el último modelo en vitrocerámica y electrodomésticos empotrados que eran casi invisibles. En un estante había platos de cerámica en tonos dorado, oliva y teja. Deborah los había alabado en una visita anterior y Darcy le había contado que estaban pintados a mano y procedían de la Toscana.

Darcy estaba sentada a la mesa hexagonal del rincón para el desayuno. Llevaba una sudadera grande de algodón y unas mallas, y apoyaba el pie malo en una silla. La mesa estaba cubierta de papeles.

—¿Qué tal el libro? —preguntó Deborah, mirando los papeles con una sonrisa, al tiempo que dejaba su bolso sobre la mesa.

—Despacio —contestó Darcy, que echó la culpa al tobillo por distraerla, al especialista en artritis de indiferencia, y a su ausente marido de desinterés.

Deborah sabía que todo eran excusas. No tenía que examinar el tobillo de Darcy para darse cuenta de cuál era el problema; aun así, lo palpó debidamente.

—No está roto —concluyó, tal como ya suponía—. Es solo el dolor de la artritis.

—¿Tanto?

—Has engordado —dijo Deborah con suavidad.

—Me mantengo —dijo Darcy, negando con la cabeza.

La negación acompañaba a las excusas. Deborah decidió abordar el problema sin rodeos y miró debajo de la mesa.

—¿Eso que hay en el suelo es una bolsa de patatas fritas?

—Son bajas en grasa.

—Siguen siendo patatas fritas —dijo Deborah—. Ya lo hemos hablado. Eres una mujer guapa que pesa veinte kilos de más.

—Veinte no, quince como mucho.

Deborah no discutió. Darcy pesaba quince kilos de más la última vez que la había visitado en la consulta, pero de eso hacía dos años. El especialista era una excusa muy cómoda para no tener que enfrentarse con la implacable báscula del médico de cabecera.

—Mira, las cosas están así —dijo Deborah de nuevo en tono amable—. La artritis es una enfermedad real. Sabemos que la padeces. La medicación te ayuda, pero tú también tienes que poner de tu parte. Imagina que cargaras todo el día con un peso de veinte kilos en los brazos. Piensa en la tensión que deben soportar tus tobillos.

—En realidad no como mucho —dijo Darcy lastimeramente.

—Puede, pero lo que comes es malo para ti y no haces ejercicio.

—¿Cómo voy a hacer ejercicio si no puedo andar?

—Adelgaza un poco y podrás caminar. Instálate en el estudio, Darcy. Trabajando aquí, en la cocina, lo tienes demasiado fácil para picar. Empieza poco a poco. Sube y baja la escalera tres veces al día, o ve hasta el buzón y vuelve. No te pido que corras la maratón.

—Mejor —replicó Darcy—. La velocidad no es buena. Ya me he enterado de lo del accidente.

El comentario pilló desprevenida a Deborah.

—¿Accidente?

—Es lo que ocurre por ir a demasiada velocidad.

Deborah podía haberle dicho que la velocidad no había tenido nada que ver, pero habría sido un error.

—Estábamos hablando de tu peso, Darcy. Puedes echarle la culpa a la artritis, a tu marido, al doctor Habib o a mí, pero solo tú puedes cambiar tu vida.

—No puedo curar la artritis.

—No, pero puedes hacer que sea más llevadera. ¿Has pensado en trabajar fuera de casa? —Habían hablado de ello largo y tendido durante la anterior visita de Deborah.

—Si trabajo fuera, no acabaré nunca mi libro.

—Podrías trabajar a tiempo parcial.

—Dean gana dinero de sobra.

—Lo sé. Pero necesitas más actividad, sobre todo cuando él está fuera.

—¿Cómo voy a trabajar si no puedo andar? —preguntó Darcy. Deborah se impacientó; sacó un bloc de notas de su bolso y escribió un nombre y un número de teléfono.

—Esta mujer es fisioterapeuta. Es la mejor. Llámala. —Volvió a meter el bloc en el bolso.

—¿Visita a domicilio?

—No lo creo. Puede que tengas que ir tú —dijo Deborah con una satisfacción perversa, aunque esta se había desvanecido cuando abandonó la casa.

Como tantos otros de sus pacientes, Darcy LeMay tenía problemas que iban más allá del aspecto puramente físico. La soledad era uno de ellos; se le añadían el aburrimiento, la no aceptación y una baja autoestima. En un día normal, tal vez Deborah habría dedicado más tiempo a abordarlos, pero ese día no era en absoluto normal.

Apenas había regresado a la consulta cuando telefonearon del instituto para decirle que Grace había vomitado en el cuarto de baño y que debía ir a buscarla. ¿Cómo iba a negarse? El examen de biología ya habría terminado, y sí, Grace se perdería el resto de clases y el entrenamiento de atletismo, pero si a Deborah se le hacía un nudo en el estómago cada vez que pensaba en el accidente, imaginaba cómo debía de sentirse su hija.

Grace estaba pálida y le ardía la frente. Deborah la estaba ayudando a bajar de la camilla de la enfermería cuando oyó que la enfermera decía:

—Nos hemos enterado de lo del accidente. Seguro que los comentarios no le han hecho ningún bien.

Deborah asintió, pero no quería hablar delante de su hija. Una vez en el coche, Grace recostó la cabeza y cerró los ojos.

Deborah puso el coche en marcha.

—¿Te ha ido mal el examen?

—El examen no era el problema.

—¿Cómo se han enterado de lo del accidente?

—Lo han anunciado por megafonía.

—¿Han dicho que lo atropello nuestro coche?

Grace no contestó, pero Deborah imaginaba la respuesta. El director no iba a decir una cosa así por megafonía, pero Mack Tully se lo habría dicho a Marty Stevens, que se lo habría contado a sus hijos, quienes a su vez se lo habrían contado a los otros chicos en el autobús escolar, y estos a todos los demás en la entrada del instituto. Eso sin contar las llamadas de teléfono que habría hecho Shelley Wyeth de camino al trabajo desde la pastelería. Incluso Darcy LeMay se había enterado, a pesar de que vivía en otro pueblo. Los chismes se extendían con la alarmante velocidad de una virulenta gripe.

—¿Te han hecho preguntas?

—No hacía falta. He oído lo que decían.

—Fue un accidente —dijo Deborah, tanto para ella misma como para su hija.

Grace abrió los ojos.

—¿Y si te retiran el permiso de conducir?

—No lo harán.

—¿Y si te acusan de algo?

—No lo harán.

—¿Te han dicho eso en la comisaría?

—Aún no he ido. Iré después de dejarte en casa. —Viendo la expresión de su hija, añadió—: No, tú no puedes venir.

Grace volvió a cerrar los ojos y, esta vez, Deborah la dejó en paz.

El departamento de policía de Leyland se encontraba en un pequeño edificio de ladrillo contiguo al ayuntamiento, y disponía de tres amplias oficinas y una única celda. Lo componían doce hombres —ocho de ellos a tiempo completo—, y era todo lo que necesitaba una pequeña localidad de diez mil habitantes. Peleas domésticas, conductores ebrios y pequeños hurtos constituían los únicos delitos.

Al entrar Deborah en comisaría, personas a las que conocía prácticamente de toda la vida la saludaron cordialmente. Intercambiaron comentarios sobre los hijos, los padres ya mayores, y la iniciativa de una votación popular sobre la venta de vino en los supermercados, pero también advirtió que un par de personas eludían su mirada.

John Colby la condujo hasta su despacho. A pesar de que era un hombre brillante y de un físico que imponía, John era tímido, más proclive a afrontar las investigaciones con sagacidad que a abordarlas frontalmente. También era un hombre modesto, que se sentía más cómodo acordonando el lugar de un accidente que colgando distinciones de sus paredes. Su despacho no tenía más adornos que un reloj grande y algunas fotos enmarcadas de excursiones de la policía.

John cerró la puerta, cogió unos impresos de su mesa y se los entregó a Deborah.

—Es muy sencillo —dijo—. Se lo lleva a casa, lo rellena y me lo trae cuando esté listo.

—¿No tengo que hacerlo aquí?

—No —respondió él, haciendo un gesto con la mano—. Ya sabemos que no se irá de la ciudad.

—No, claro —musitó Deborah, echando un vistazo al formulario. Tenía tres páginas en las que se solicitaban todo tipo de detalles. Sería mucho mejor rellenarlo con tiempo en casa—. ¿Tienen ya los resultados de las pruebas?

—Solo las del coche. Parece ser que todo funcionaba a la perfección. No hay negligencia alguna por ese lado.

Al menos el garaje había hecho bien su trabajo, pensó Deborah, pero lo que le preocupaba de verdad era el informe de la policía estatal.

—¿Y cuándo tendrán el resto?

—Dentro de una semana, quizá dos, si el laboratorio tiene demasiado trabajo. Algunos análisis requieren cálculos matemáticos. Pueden resultar bastante complejos.

—Solo fue un accidente —dijo ella.

—No es más que una formalidad —le aseguró él, apoyándose en la mesa—. Se nos pide que investiguemos, así que investigamos.

—He dedicado toda mi vida a ayudar a la gente, no a hacerle daño. Me siento responsable por lo que le ha ocurrido a Calvin McKenna. —Era cierto, pero aquello no cambiaba la impresión errónea de que era Deborah quien conducía. A pesar de que conocía a John Colby y confiaba en él, Deborah no tuvo valor para mencionar el nombre de Grace. Preocupada, añadió—: ¿Qué demonios hacía allí?

—Aún no hemos podido preguntárselo —dijo John—, pero lo haremos. Mientras tanto, rellene ese impreso. Hay tres copias.

—¿Tres? —preguntó ella, consternada.

—Una para nosotros, otra para su compañía de seguros y otra para el Registro de Vehículos. Es la ley.

—¿Se reflejará esto en mi historial de conductora?

—El Registro de Vehículos lo incorporará a su expediente.

—Hasta ahora, nunca había tenido un accidente. Ya vio que el coche apenas tenía daños. Incluso dudo que la reparación exceda la franquicia.

—Aun así tendrá que rellenar una copia para la compañía de seguros. Es obligatorio cuando se producen daños personales. Si Cal McKenna no tiene seguro, podría demandarla para que su compañía de seguros le pague los costes médicos.

Deborah había pensado que su padre era un alarmista cuando le había mencionado una posible demanda. Pero si lo mencionaba John Colby, el asunto podía ser serio.

—¿Realmente cree que me demandará? —preguntó—. ¿No cuenta la lluvia? ¿Y que él no llevara chaleco reflectante? ¿Qué posibilidades tendría de ganar?

—Eso depende de lo que averigüe el equipo de reconstrucción del accidente —respondió el jefe de policía, mirando el teléfono de reojo—. Se lo diré cuando reciba el informe. —Su redondo rostro se suavizó—. ¿Qué tal lo lleva su hija?

—No muy bien —respondió Deborah, aliviada de poder ser sincera al menos en eso—. He tenido que ir a buscarla al instituto hace un rato. Está traumatizada y las habladurías no han hecho más que empeorarlo.

—¿Qué dicen los demás chicos?

—No lo sé. No ha querido hablarme mucho de ello.

—Es la edad —dijo John, inclinando la cabeza—. Resulta difícil. Quieren responsabilidades hasta que se les echan encima. Por cierto —añadió, rascándose encima del labio superior y alzando luego la mirada—. Debería advertirle que la mujer de McKenna me ha llamado esta mañana. Podría causarle problemas.

—¿Qué tipo de problemas?

—Está muy alterada. Quiere asegurarse de que no vamos a olvidarlo todo sin más solo porque usted sea una persona muy respetada. Por eso debe acelerar los trámites con su compañía de seguros. Está muy enfadada.

—Yo también —le espetó Deborah—. El señor McKenna no debería haberse ido a correr en medio de la noche. ¿Ha dicho su mujer qué hacía allí?

—No. Al parecer no estaba en casa cuando él se fue. Pero no se preocupe. Llevaremos a cabo nuestra investigación y nadie dirá que hemos favorecido a uno o a otro. —Dio unos golpecitos en la mesa y se puso en pie—. No la entretengo más, o se me echarán encima mis hombres. Esta tarde tiene que visitar al hijo recién nacido del agente Bowdoin. Está muy emocionado con su hijo.

—Y yo —dijo Deborah, esbozando una sonrisa—. Me encanta visitar a los recién nacidos.

—Es muy amable por su parte.

—Será lo mejor del día. —Deborah se levantó con el parte de accidentes en la mano—. ¿Cuándo necesita que se lo traiga?

Tenía cinco días desde el momento del accidente para entregar el parte, pero en cuanto abandonó la comisaría solo pensó en acabar con ello. Hizo fotocopias y esa misma noche le dedicó varias horas. Antes de dar su informe por bueno hizo unos cuantos borradores. Luego lo copió en los tres impresos: para la policía, para el Registro y para la compañía de seguros. Las dos últimas las metió en sendos sobres. Escribió la dirección, les puso el sello y los guardó en el bolso. Pero aunque no los viera, no por ello se le fueron de la cabeza. Al despertarse temprano a la mañana siguiente, fue lo primero en lo que pensó.

Dylan fue lo segundo. Nada más salir de su habitación, oyó el suave sonido del teclado de su hijo. Estaba tocando «Blowin' in the Wind» con tan conmovedora simplicidad que a Deborah se le hizo un nudo en la garganta. No se emocionó por la canción, sino por su hijo, que aún no se había puesto las gafas y tenía los ojos cerrados. Tocaba de oído desde los cuatro años; sacaba las melodías él solo en el espléndido piano de la sala de estar mucho antes de empezar a recibir clases. Incluso ahora que tenía un profesor que le hacía aprender solfeo, le interesaban mucho más las melodías preferidas de su padre.

Deborah no necesitaba estudiar psicología para saber que Dylan adoraba la música precisamente porque podía tocar sin utilizar la vista. A los tres años de edad ya tenía hipermetropía, y a los siete se le había desarrollado una distrofia reticular. Las gafas corregían la hipermetropía, pero con la distrofia, la visión del ojo derecho sería borrosa hasta que tuviera edad suficiente para un trasplante de córnea.

Deborah entró en la habitación de su hijo y le dio los buenos días con un abrazo.

—¿Por qué estás tan triste?

Dylan apartó las manos del teclado y se puso las gafas, ajustándoselas cuidadosamente.

—¿Echas de menos a papá?

Dylan asintió.

—Lo verás dentro de dos fines de semana.

—No es lo mismo —replicó él en voz baja.

Deborah ya lo sabía. Un fin de semana al mes no bastaba para compensar cuatro semanas sin padre. Greg y ella siempre habían sabido que tendrían que esforzarse mucho para combinar la familia con sus carreras respectivas, pero no habían contado con el divorcio.

Con tristeza sacó una camiseta de los Red Sox del cajón, pero oyó la voz de Dylan, que con consternación preguntaba:

—¿Dónde está la de Bob Dylan?

—En el cesto de la ropa sucia. La llevaste ayer.

—Puedo llevarla hoy también.

—Cariño, está manchada de la salsa de espaguetis de Livia.

—Pero es mi camiseta de la buena suerte.

Aquella camiseta se la había regalado su padre en su último cumpleaños, junto con un iPod lleno de canciones de su tocayo, de ahí que antes estuviera tocando «Blowin' in the Wind». Deborah comprendía que Greg intentara compartir con su hijo algo que a él le gustaba, pero había que lavar la camiseta.

—¿Qué opina papá de la salsa de espaguetis de Livia? —preguntó.

—La detesta.

—¿Crees que le gustaría verla ensuciando tu camiseta?

—No, pero la lavas demasiado. Está perdiendo el color.

—Desteñida es mejor —le aseguró Deborah, improvisando—. Papá estaría de acuerdo conmigo —añadió, para ganarse a su hijo, aunque no estaba tan segura como aparentaba.

A pesar de que no era mucho más alto que Deborah, Greg siempre había tenido un aspecto muy elegante con sus espesos cabellos de color rubio rojizo y su ropa de diseño. Pero todo eso había desaparecido, ya no conocía a su marido, no sabía qué tipo de hombre podía abandonar a su mujer y a sus hijos de un día para otro.

—¿Puedo llamarle ahora? —pidió Dylan.

—No. Es demasiado temprano. Llámale por la tarde. —Deborah alborotó los espesos y sedosos cabellos de su hijo—. Hoy ponte la camiseta de los Red Sox y lavaré la otra para que te dé suerte mañana.

—¿Vendrá papá algún día a ver uno de mis partidos? —preguntó él con la mirada triste.

—Él dijo que sí.

—Sé por qué no viene. Detesta el béisbol. Nunca ha jugado conmigo. Yo también lo detesto. No veo la bola.

—¿Ni siquiera con las gafas nuevas? —preguntó Deborah, acongojada.

—Bueno, más o menos. Pero de todas formas estoy en el banquillo casi siempre.

—El entrenador Duffy dice que jugarás más el año que viene. Cuenta con que seas su fielder derecho cuando Rory Mayhan cambie de categoría. ¿Cariño? Tenemos que irnos o llegaremos tarde.

Deborah estaba en la ducha cuando sonó el teléfono. Grace entró en el cuarto de baño y mostró el teléfono inalámbrico a su madre.

—Tienes que cogerlo —gritó con voz aguda.

Deborah cerró la ducha y cogió el teléfono. Era del hospital, para decir que Cal McKenna había muerto.