Capítulo 14

DEBORAH estaba sentada en el sofá familiar con Dylan. Él leía La leyenda del helecho rojo: una extraordinaria historia de amor entre un niño y sus dos fieles compañeros y parecía muy enfrascado. Ella leía un estudio sobre un exceso de recetas de antibióticos, pero apenas asimilaba las palabras. No dejaba de darle vueltas a que un hombre que no solía correr lo hiciera una noche por un lugar al que nadie iba a correr.

—Quiero un perro —dijo Dylan levantando la vista del libro.

—Eso lo dices porque estás leyendo un libro sobre perros.

—Papá tiene uno —adujo el chico.

—Era de Rebecca, y papá tiene un montón de terreno y mucho tiempo libre.

—Yo tengo mucho tiempo libre —dijo Dylan. Miraba a su madre con una expresión implorante amplificada por las gafas—. Y también tenemos mucho terreno. Podría cuidarlo yo.

Deborah sabía que él podía, lo que le preocupaba era no poder cuidarlo ella.

—De verdad que sí, mamá, y no importa lo mal que estén mis ojos, porque a un perro lo vería. El perro de Rebecca tuvo ocho cachorros.

—Ajá. Ya me lo dijiste —comentó Deborah, siguiéndole la corriente.

—¿Por qué no puedo tener yo uno pequeñito?

—Porque no sería siempre pequeñito.

—Mamá, por favor —rogó Dylan, rodeándole el cuello con el brazo—. Si tuviera un perro me portaría súper bien con él.

—Estoy segura de que sí —dijo ella, y le dio un beso en la mejilla.

—¿Tom?

—Sí.

—Soy Deborah —dijo bajito, no tanto porque Dylan durmiera con la puerta de la habitación abierta, sino porque se sentía como una conspiradora haciendo esa llamada—. Bueno, tenía tu número en el móvil, de cuando me has llamado antes —se justificó—. ¿Estabas levantado?

Tom emitió un sonido que podía ser una breve carcajada.

—Solo son las diez.

—Es obvio que nunca has tenido hijos.

—Son agotadores, ¿eh?

—Unos días más que otros. —Deborah colocó una almohada contra la cabecera de la cama para apoyar la espalda—. Hoy estoy rendida.

—¿Has hablado con John Colby? —preguntó él.

—Sí, por eso te llamo.

—Es muy perturbador lo que dice sobre Cal, eso de que salió del bosque corriendo.

—¿Crees que lo hizo a propósito?

—No lo sé. Pero si solo hubiera hecho un alto en el camino, habrían visto que sus pisadas iban de la carretera hacia el bosque, además de las que salían del bosque hacia la carretera.

—¿No las borraría la lluvia? —preguntó Deborah.

—Teniendo en cuenta el peso y la altura de Cal, habrían tardado un buen rato en borrarse. Además, te asombraría ver lo que son capaces de captar las cámaras con filtros especiales.

—Hablas como un experto en cámaras.

—No lo soy, pero conozco a gente que sí lo es. Y leo. Y hago preguntas.

—¿Sobre cámaras?

—Y también sobre otras cosas. —Tom hizo una pausa—. La verdad es que me gano la vida así. —Volvió a hacer una pausa y por un momento Deborah temió que no siguiera hablando. Finalmente, Tom explicó—: Escribo informes para grandes empresas y organismos. Supongamos que un gobierno necesita argumentos sólidos para implantar un sistema sanitario en particular. En ese caso me contrata a mí para que redacte un documento que abogue en favor de sus tesis. Para hacerlo bien, debo entrevistar a todas las personas involucradas.

—¿Y si lo que dicen no es lo que quiere oír el gobierno?

—Pues estoy metido en un lío.

—¿Perdón?

Tom rió.

—No es tan malo. Si buscas al final encuentras lo que el cliente desea. A veces formo parte de alguna campaña de propaganda, pero procuro hacerlo pocas veces y espaciando mucho los encargos.

—¿Trabajas desde casa?

—Sí.

—¿Y no te cansas?

—No tengo ocasión de cansarme. Casi siempre estoy de viaje entrevistando a gente y recopilando datos.

Deborah se sentía intrigada. Sabía que hablar con Tom era peligroso, pero había empezado a llover, oía el golpeteo incesante en el tejado y no quería que colgara. Metió los pies desnudos bajo la sábana y preguntó:

—¿Cómo te metiste en ese trabajo?

—Estaba a mitad de la carrera en la universidad y necesitaba dinero. Un profesor me puso en contacto con un amigo suyo que necesitaba encargarle el trabajo a alguien.

—Entonces, ¿te consideras escritor?

—Más bien periodista de investigación.

—¿Se te ha ocurrido alguna teoría sobre tu hermano? —preguntó Deborah, tras un momento de vacilación.

—Basándome en las huellas de sus pisadas, yo diría que estaba en el bosque antes del accidente.

—¿Tienes idea de qué estaba haciendo?

—Diablos, no. Nunca he sabido nada de su vida. —Respiró hondo—. Y ahora me lo reprocho. Yo era el mayor.

—¿Y por qué no se lo reprochas a tus padres?

Tom guardó silencio unos instantes antes de responder con tristeza:

—No estoy seguro de que fueran capaces de hacer otra cosa. Tenían su propia vida. En cuanto a nosotros, veían solo lo que querían ver.

—Pero recibirían los informes de vuestros profesores.

—Desde luego. Cal era el mejor alumno de su clase.

—¿Y qué tal se le daban las relaciones personales?

—Era un poco raro, pero esa era mi apreciación. Si los profesores dijeron algo, mis padres no les hicieron caso.

—¿Nunca recibió ayuda profesional?

—En aquella época no.

—¿Y luego?

—Si no sabía que tomaba Sintrom, ¿cómo iba a saber si visitaba a un psiquiatra?

Deborah no dijo nada.

—Lo siento —añadió él en tono más amable—. Has puesto el dedo en la llaga. Pero comprendo que tengas tus dudas.

Deborah no podía fingir que no sabía a qué se refería. Cuando un hombre inteligente corría por el bosque bajo un aguacero y se lanzaba a la carretera justo cuando pasaba un coche, a pesar de que por fuerza tenía que haber visto la luz de los faros, y luego no decía a los médicos de Urgencias que tomaba un medicamento que podía provocar una grave hemorragia, cualquiera tendría sus dudas. Cuando ese mismo hombre separaba los diferentes aspectos de su vida de manera obsesiva, hasta el punto de que su propia esposa no sabía que había tenido una serie de ataques isquémicos, y su hermano no sabía que se había ido a vivir a otra ciudad, alguien como Deborah podía pensar que tal vez Cal McKenna deseaba morir.

—Es preciso sufrir mucho para arrojarse bajo las ruedas de un coche —dijo Deborah—. ¿Estaba deprimido?

—Selena afirma que no.

—Supongo que no dejó una nota.

—No hemos encontrado nada. ¿Tu abogado está pensando en un posible suicidio? —preguntó Tom, lo que recordó a Deborah la desagradable circunstancia de que podían convertirse en adversarios en un pleito.

—No —contestó ella—. No le he contado lo que hablo contigo.

—Pero es amigo de Colby, ¿no?

Otro recuerdo.

—Solo juegan juntos al póquer.

—¿Por eso Colby ha estado presionando para que terminaran antes el informe?

—No. Eso fue cosa mía. Se lo supliqué.

Tom emitió un sonido que tal vez fuera una risa.

—¿Es amigo tuyo o solo un paciente?

—Ambas cosas. En una ciudad como esta, los pacientes también son amigos.

—¿Sabe él que hemos hablado?

—En absoluto. Y a mi abogado le daría un ataque si lo supiera.

Tom guardó silencio.

—¿Lo sabe tu cuñada? —preguntó Deborah.

—No. Se molestaría. Está decidida a probar que Cal no tuvo en absoluto la culpa de morir atropellado. Quiere encontrar un chivo expiatorio. Se enfadará cuando lea el informe.

—¿No se preguntará nunca si fue el propio Cal el responsable de su muerte?

—Lo dudo. No debía de ver nada patológico en lo que hacía Cal. Ella dice que todo el mundo tiene sus manías.

—¿Y cuáles son las tuyas? —quiso saber Deborah.

—Ya te lo dije. Soy un vago. ¿Y las tuyas?

—Detesto la lluvia. Ocurren cosas malas cuando llueve.

—¿Como el accidente?

—Sí, pero también otras. Llovía la noche en la que murió mi madre. Llovía el día en el que mi marido me abandonó.

—¿Te pones nerviosa cada vez que llueve?

—No. Ahora llueve y simplemente oigo llover.

—Pero cuando estabas en la carretera aquella noche, ¿estabas nerviosa entonces?

Deborah tuvo el presentimiento de que no debería haber iniciado esa conversación, pero respondió de todas formas.

—Tenía que recoger a Grace, lo que no quiere decir que no hubiera preferido quedarme en casa.

—Pronto podrá ir ella sola a todas partes.

—Ajá. Tendrá el carnet dentro de cuatro meses. Eso podría ser bueno o malo.

—Malo cuando llueva. Te preocuparás.

—Sí.

—Bueno, entonces deberías estar agradecida. Si hubiera tenido ya el carnet, quizá habría sido ella la que condujera aquella noche.

—¿Tía? —susurró Grace—. ¿Estás dormida?

—¿Con los ojos abiertos?

—No veo tus ojos. Está demasiado oscuro. —Grace se sentó y se dio la vuelta hacia el lado de la cama donde dormía Jill. La única luz que había en la habitación entraba de la calle y era escasa debido a la lluvia. A Grace no le importaba la oscuridad. No quería ver la cara de su tía—. Tengo que decirte algo. La semana pasada, cuando estuve en casa de Megan, bebimos.

—¿La semana pasada?

—La noche del accidente. La noche que conducía el coche y atropellé al señor McKenna.

—Ohhh, Gracie —gimió Jill—. No estoy segura de querer oír esto.

—Bebimos cerveza —siguió diciendo Grace, sabiendo que tendría problemas si daba los nombres de sus amigos. Necesitaba decírselo a alguien y Jill también tenía sus secretos—. Los padres de Megan no estaban. Y cuando mamá vino a buscarme, ni siquiera pensé en que no debía conducir. No estaba bebida. Ni siquiera achispada... bueno, quizá un poco.

—¿Cuánto bebiste?

—Dos latas de cerveza. Pero una me la tomé al llegar y la otra casi tres horas más tarde. Mamá me odiará cuando lo descubra.

—¿No lo sabe?

—¿Cómo iba a decírselo? —exclamó Grace—. Ella no haría una cosa así. Beber y conducir es lo peor que se puede hacer.

—¿No se lo dijiste ni siquiera después de haber atropellado a aquel hombre? ¿No te lo notó en el aliento?

—¡No! —volvió a exclamar Grace—. Estaba mascando chicle, pero no se le habría ocurrido siquiera olerme el aliento. Ella cree que no he bebido alcohol jamás.

—También lo creía yo —dijo Jill.

—Me odias —dijo Grace, incapaz de interpretar su comentario.

—No. Supongo que simplemente no me había dado cuenta de que te has hecho mayor.

—No me digas que tú nunca bebiste en el instituto —dijo Grace.

—Pues no. Fumaba marihuana.

A Grace solo le sorprendió la franqueza de su tía.

—¿Marihuana? —repitió. Se había abierto otra lata de gusanos de la familia—'. ¿Lo sabía el abuelo?

—Pues claro. Precisamente se trataba de eso.

—¿Por qué? —quiso saber Grace, que se lo había preguntado a menudo—. ¿Qué te hizo decidirte?

—¿A rebelarme? Oh, montones de pequeñas cosas. El orden de nacimiento, por ejemplo. Yo era la segunda hija, después de tu madre. Desde que tengo memoria, se esperaba de mí que hiciera lo mismo que ella, pero yo siempre estaba por debajo, así que decidí no competir. Quería ser yo misma. Actuar así era la forma de demostrárselo a mi padre.

—¿Qué hizo él cuando descubrió lo de la marihuana?

—Se puso furioso.

—¿Y qué? ¿Te quitó las llaves del coche? ¿Te retiró la paga?

—Su decepción era suficiente. Ya sabes, esa mirada que me dirigía todos los días cuando volvía a casa de trabajar. En nuestra casa lo más importante era la buena conducta y la reputación, y hacer que nuestros padres se sintieran orgullosos.

¡Eso Grace ya lo conocía! Lo sentía cada día, pero magnificado cien veces desde el accidente.

—¿Y la abuela Ruth también?

—En teoría. Pero ella era una madre. Una madre siempre tiene el corazón más blando. —La voz de Jill delataba una sonrisa—. Hablaba a menudo de la parte blanda que tienen los bebés en la cabeza cuando nacen. Permite que el cráneo se mueva un poco durante el parto y se cierra durante el primer año de vida. Ella decía que en realidad no desaparece, sino que se traslada a la madre, que lo guarda en su corazón el resto de su vida.

—Qué bonito —dijo Grace—. ¿A ti también se te ocurren cosas así ahora que estás embarazada?

—Sí.

—¿Te gustaría que la abuela Ruth aún viviera?

—Sí.

—¿Para ayudarte a darle la noticia al abuelo?

Jill se movió bajo las sábanas.

—No. Se lo diré cuando haya pasado el primer trimestre. Se lo diré a todo el mundo.

—¿No lo sabe nadie?

—Solo tu madre y tú.

—¿Y resulta difícil guardar el secreto? ¿No te sientes como si todo el mundo se diera cuenta?

—Apenas se nota todavía. El delantal me tapa bastante bien.

—Pero ¿no te sientes como si pudieran adivinarlo? ¿Como si supieran que mientes cuando vas por ahí haciendo las cosas de siempre?

—No.

Grace suspiró.

—Ojalá me pareciera más a ti. Yo me siento como si todo el mundo supiera que bebí y como si tuviera esa gran mentira posada sobre mi hombro, igual que un pájaro. Quiero decir que en parte desearía que todo el mundo lo supiera de una vez. —Se le ocurrió una idea—. Si me quedara embarazada, mamá no podría ocultarlo.

—Sería una mala idea, Grace.

—Pero ¿y si me quedara embarazada? Al menos tendría que decir la verdad sobre eso. —Ahí había pillado a su tía. Y era raro que a Jill no se le ocurriera una réplica—. ¿Qué diría mamá si me quedara embarazada?

—Tendría una decepción.

—¿Igual que el abuelo cuando tú fumabas marihuana? ¿Lo ves? Es tan mala como él. Tienes razón. Todo se reduce a portarse bien y a mantener una reputación. Nuestra vida es pura apariencia.

—Espera un momento, Grace. Puede que yo tenga algunas quejas, pero tu madre y tu abuelo trabajan muy duro. Ofrecen un servicio a esta comunidad. Debes reconocerles el mérito.

—Vale. Pero eso no significa que sea fácil ser hija suya.

—No.

—Entonces, ¿qué hago?

—No puedes dejar de ser su hija.

—Me refiero a mi mentira. No sería tan malo si le hubiera dicho enseguida lo de la cerveza a mamá, pero ahora ha pasado un montón de tiempo. Mamá ha cargado con la culpa por mí, pero ni siquiera sabe que bebí.

Jill buscó la mano de su sobrina en la oscuridad.

—Mira, cariño, por lo que he oído, fuera quien fuese el conductor del coche no hizo nada malo. El hecho de que hubieras bebido una cerveza no provocó el accidente.

—Me tomé dos —le recordó Grace.

—Eso no provocó el accidente.

—Vale, pero sigo sintiéndome culpable y no puedo decírselo a mamá.

—¿Y qué me dices de tu padre?

—¿Perdona? No me hablo con mi padre.

—Pues tal vez deberías.

—¿Hablas en serio? Se enfadaría más que mamá. El abuelo tendría una decepción, pero es solo mi abuelo. —Hizo una pausa—. Y además bebe demasiado, así que quizá lo entendería.

—Oh, Gracie, hay una gran diferencia entre tomarse una cerveza con los amigos...

—Cualquiera de los cuales me mataría si lo contara —la interrumpió Grace.

—No estoy hablando de eso ahora —dijo Jill—. No te vayas por las ramas. Hay una gran diferencia entre tomarse un par de cervezas en una fiesta y pasarse la noche sentado bebiendo whisky todos los días. Pero no hablemos del abuelo. Estábamos hablando de tu padre.

—De acuerdo —dijo Grace, sentándose sobre las piernas dobladas—. Hablemos de él. Dice que nos quiere, pero nos dejó sin avisar.

—Tu madre estaba avisada. Puede que no reconociera los avisos, pero estaban ahí.

—¿Cómo puedes ponerte de su parte?

—No lo hago. Solo digo que quizá tu madre cerró los ojos a lo que estaba pasando en su matrimonio. Tengo bastante instinto para las personas, y siempre me gustó tu padre.

—Pero no confío en él, ese es el problema. No sé qué hará si se entera de lo que realmente ocurrió aquella noche. Podría llamar a los demás padres. Podría llamar a la policía.

—No llamará a la policía.

—Podría, y eso arruinaría mi vida, y no es que vaya a ser nada del otro mundo, porque ahora mismo soy una paria en el instituto. No puedo ser sincera con nadie, porque metería en un aprieto a los demás. ¿Y papá? Seguramente se sentiría tan defraudado como mamá, porque él también espera que yo sea una triunfadora. Así que tendré que vivir con eso, sabiendo que un hombre murió porque lo atropellé. Eso es lo peor.

—Lo sé.

—Nadie más lo sabe —dijo Grace, sintiéndose ya un poco mejor.

Su tía soltó un pequeño gruñido de asentimiento, o al menos eso le pareció a Grace hasta que notó un súbito movimiento de piernas. Jill apartó la sábana de un tirón y se sentó en el borde de la cama.

—¿Qué pasa? —preguntó Grace.

—Ahora vuelvo.

Jill se levantó y se dirigió al cuarto de baño. Caminaba más despacio que de costumbre, pensó Grace, pero era difícil distinguir nada en la oscuridad, y cuando la luz del cuarto de baño iluminó la alfombra, Jill ya no estaba a la vista. Grace apenas había tenido tiempo de levantarse de la cama cuando Jill la llamó.

Grace llegó a la puerta del cuarto de baño en un santiamén. Jill estaba sentada en el váter con el rostro ceniciento.

—Estoy sangrando.

—¿Sangrando? —Grace tragó saliva.

—Necesito papel de cocina.

Grace corrió hacia la cocina, arrancó un puñado de papel y volvió rápidamente.

—¿Sangras mucho?

—No lo sé —respondió Jill cogiendo el papel—. Creo que necesito ir al hospital.

—¿No deberías llamar a tu ginecóloga?

—Ah, sí. —Parecía más asustada que nunca—. ¿Me traes el móvil, cariño?

Grace le llevó el móvil y luego se quedó esperando, sintiéndose completamente impotente, mientras Jill se esforzaba en recordar el número, lo que acentuó el miedo que expresaban sus ojos.

—¿Lo tienes escrito en alguna parte? —preguntó Gráce.

—Me lo sé, me lo sé. —Jill respiró hondo y, tras otra vacilación, marcó los dos últimos números—. Saltará el servicio de atención de llamadas —dijo y, echando un vistazo al papel que apretaba para parar la hemorragia, soltó un taco por lo bajo.

—¿Sangras mucho? —preguntó Grace con el corazón en un puño. Mucho sería malo.

—Lo bastante. Ah, sí, hola. Soy Jill Barr. Soy paciente de la doctora Burkhardt. Estoy embarazada de nueve semanas y sangro... No. No es una hemorragia... No. No veo coágulos. —Escuchó y luego lanzó una mirada de frustración a la pared—. La verdad es que no quiero esperar veinte minutos a que alguien me llame. He esperado demasiado tiempo para tener este bebé. Me voy al hospital. ¿Podría transmitirle el mensaje al médico de guardia? —Jill colgó y, sujetando el papel de cocina para que no cayera, volvió a subirse las bragas—. Siento hacerte esto, cariño, ya sé que mañana tienes clase, pero tenemos que irnos. —Salió del cuarto de baño caminando con cautela.

—¿Esto es debido al dolor que sentías antes? —preguntó Grace, siguiéndola.

—No lo sé —contestó Jill. Incluso su voz sonaba asustada.

—¿Es un aborto?

—Dios, espero que no. —Descolgó un chándal de la puerta del armario—. Tienes que vestirte, Gracie.

Grace volvió a ponerse la misma ropa que había llevado ese día. Jill se estaba atando las zapatillas deportivas.

—¿Te ayudo? —preguntó Grace.

—No. Estoy bien.

—Puede que no sea nada —aventuró Grace.

Jill no respondió.

—Siempre podrán hacer algo, ¿no?

—Claro, pero puede que no sea lo que yo quiero.

Grace sabía que se refería a un legrado. Dani le había hablado de una chica a la que se lo habían hecho hacía un año. La chica lo había llamado legrado, pero todos los demás lo llamaban aborto.

—¿No pueden hacer algo para salvar al bebé?

—Llaves —dijo Jill mirando a su alrededor con expresión frenética, y se fue a la cocina. Grace corrió tras ella.

—Yo voy a buscarlas, tía. Dime qué quieres que haga. Para eso estoy aquí.

—Estás aquí —replicó Jill— para llevarme al hospital.

—No puedo —balbuceó Grace—. No tengo el carnet definitivo.

Jill agarró las llaves y se dirigió hacia la escalera de atrás.

—Yo sí, y tú tienes el carnet provisional. Podemos irnos.

Grace se sintió desfallecer. Tan solo por inercia siguió a su tía escaleras abajo.

—No puedo conducir.

—Yo tampoco. No quiero sufrir una hemorragia.

—Llama a mamá.

—Tardaría diez minutos en llegar, y eso sin contar con que primero tendría que vestirse. Además, ¿quién se quedaría con Dylan?

—Pues llama al abuelo. Vive en la misma manzana.

Jill llegó al pie de la escalera y se dio la vuelta.

—No, Grace. Tú estás aquí y sabes conducir.

—La última vez que lo hice maté a un hombre.

—Pues ahora tienes la oportunidad de redimirte. —Jill puso las llaves en la mano de Grace, abrió la puerta de atrás y salió a la calle.

—Está lloviendo —exclamó Grace, caminando detrás de su tía—. Está lloviendo. No puedo hacerlo.

Jill se dio la vuelta y aferró a Grace por los hombros.

—Te necesito, Gracie —dijo con expresión seria, pero desesperada—. Ahora mismo solo te tengo a ti.

—Pero es... es la furgoneta.

Jill sonrió.

—Cambio automático. Está chupado.