Capítulo 17

DEBORAH salió de la pastelería con un bollo caliente y el deseo irracional de que su padre viviera a dos horas de camino. Por lo visto, tener treinta y ocho años no ayudaba a disipar el miedo a los padres. Aparcó detrás del coche de Michael y entró en la casa sigilosamente. El café estaba preparado y el bagel en un plato. Deborah dejó el bolso sobre la mesa; estaba armándose de valor para ir a buscar a su padre, cuando oyó que bajaba la escalera.

Michael la miró de reojo, más incómodo que enfadado, para alivio de Deborah, y se dirigió directamente a la cafetera.

—¿Te lo has tomado ya? —preguntó sin darse la vuelta.

—Sí.

Michael se sirvió el café y se llevó el bagel a la mesa. Al sentarse vio la bolsa de la pastelería.

—¿Está bien tu hermana? —preguntó con voz queda.

La curiosidad era un buen síntoma, se dijo Deborah. Apagado era mejor que beligerante.

—Está bien. Pero no muy contenta. Le he prohibido bajar a la pastelería por lo menos hasta mañana.

—¿Y te hará caso? —preguntó él, torciendo la boca en un gesto irónico.

Deborah lo tomó como una pregunta retórica.

—Papá —dijo—, necesito que me ayudes esta mañana.

—No me pidas que hable con ella. Soy la última persona a la que escucharía.

—No se trata de Jill —dijo Deborah—, es otra cosa. Necesito un par de horas libres. Es por esa visita que recibiste ayer. —Lo más sucintamente que pudo y esperando que a su padre le durara aquel estado de ánimo, le habló de la viuda y de sus acusaciones, de los inspectores de la fiscalía y de lo que decía el informe sobre Cal, según el cual había salido corriendo del bosque delante de su coche. Terminó hablándole de Tom.

Él la escuchó sin interrupciones, bebiéndose el café.

—¿Por qué quieres encontrarte con él? —preguntó, cuando su hija terminó de hablar.

—Porque me lo ha pedido —respondió ella sencillamente, y luego agregó—: Sabe que su hermano quiso suicidarse. Intenta asimilarlo.

—Arrojarse a las ruedas de un coche no garantiza la muerte.

—Para alguien que toma Sintrom, quizá sí.

—¿Estaba deprimido? ¿Dejó una nota?

—No. Y Tom no sabe si estaba deprimido.

—¿Se hallaba sometido a más presión de la habitual?

—No lo sé. Quizá lo sepa Tom. Me gustaría preguntárselo.

—¿Te dirá la verdad?

—Sí. Tenemos una buena relación. Creo que me considera una fuente de información. Cuando se enteró de que su hermano tomaba Sintrom, me hizo montones de preguntas.

—¿No crees que puede ser una trampa?

—No. Creo que le gusta contrastar sus ideas conmigo.

—¿Por qué contigo? —preguntó Michael—. Debe de haber otras personas en su vida.

Deborah estaba segura de que era así, pero no sabía si Tom confiaba en ellas.

—Creo que es porque yo vivo en la ciudad en la que vivió su hermano. Daba clases a mi hija. Tom dice que confía en mí.

—Su cuñada te va a demandar —señaló Michael, arqueando una ceja.

Deborah no necesitaba que se lo recordara.

—Dice que no lo sabía. Hasta la semana pasada ni siquiera la conocía.

—Eso es raro.

—Es una familia rara. O lo era. Solo queda Tom. Ahora intenta hacer frente a esa pérdida.

—Es natural —concedió Michael—, pero ¿tienes que ser tú quien le ayude?

—A mí me parece correcto.

—¿Para redimirte?

—Tal vez —admitió ella. Por mucho que se demostraran las intenciones suicidas de Cal, la verdad seguía siendo que lo había atropellado su coche.

Su padre dio el último bocado a su bagel.

—Creo que Hal debería acompañarte.

—Hal nos coartaría —protestó Deborah, mostrándose en desacuerdo por primera vez durante la conversación.

—Pero ese hombre no es amigo tuyo. ¿Y si llevara un micrófono?

—No lo llevará —le aseguró Deborah, convencida—. Si hablamos de su hermano, él tiene más que perder que yo. No querrá que hablemos de suicidio y quede grabado. El suicidio impediría que se cobrara el seguro de vida. Además, somos amigos, más o menos.

—Un amigo que redime.

Deborah no sabía si Michael lo decía para burlarse, pero decidió tomárselo en serio.

—Puedo hablar con él. Me escucha.

—Hal debería acompañarte.

—Confío en Tom.

Michael guardó silencio. Luego alzó los ojos con una mirada cautelosa.

—¿Por qué me cuentas todo esto?

—Necesito que te ocupes de mis pacientes esta mañana.

—Podrías haberme llamado por teléfono. O simplemente podrías haber entrado y haberme dicho que tenías una reunión con algún profesor de los chicos. O podrías no haberte presentado y ya está, igual que ayer.

Deborah se sintió culpable, naturalmente.

—Lo siento. Fue algo imprevisto y no tuve tiempo de avisarte.

—¿Y hoy sí? Lo que creo es que quieres que te dé mi aprobación, pero no puedo dártela, Deborah. ¿Hablas de que van a demandarte y luego me dices que quieres hablar con el hombre que presentará la demanda? Es una locura.

—¿Tú crees? —preguntó ella. También había un aspecto práctico en su cita con Tom—. No es él quien va a demandarme, sino la viuda. Y puede que él pueda impedirlo.

—Antes has dicho que apenas la conoce.

—Pero si hay alguien que pueda ejercer alguna influencia sobre ella es él. Tom puede hablarle de las consecuencias negativas de una demanda. Necesito hacerlo, papá. Grace y yo no descansaremos hasta que esto se resuelva definitivamente.

Su padre la miró fijamente durante unos instantes.

—Da igual lo que yo diga. Harás lo que te parezca. —Michael dio la espalda a su hija y se dirigió hacia el fregadero.

Deborah se quedó sentada un rato. Había ido a pedir la aprobación de su padre, pero de repente la situación le pareció muy triste.

—Soy una mujer adulta —dijo—. Tengo mi instinto y a veces debo seguirlo.

—¿Qué quieres de mí, entonces?

Deborah se puso en pie.

—Respeto. Que reconozcas que quizá hay cosas que a mí pueden parecerme correctas, aunque para ti no lo sean.

—Tu hermana y tú me exasperáis —dijo él, volviéndose a medias.

—No podemos estar siempre a la altura de tus expectativas, pero no por eso somos unas fracasadas. Los tiempos cambian. Necesito que entiendas por qué hago lo que hago.

—Lo intento, Deborah, pero me resulta muy difícil.

—También lo es para mí —replicó ella. El vacío que sentía en su interior no era nuevo, pero por fin intuía de dónde surgía—. No dejas de decir que echas de menos a mamá, pero ¿no se te ocurre pensar que yo también la echo de menos? Ella siempre me apoyaba, y ahora mismo estoy en un aprieto. Necesito que me apoyes. Si ella estuviera viva... —Deborah se interrumpió con un nudo en la garganta.

—Pero no lo está —rezongó Michael—. Tienes razón. Los tiempos cambian.

Los ojos de Deborah se llenaron de lágrimas.

—Sabía escuchar —consiguió decir a duras penas.

Dejó a su padre junto al fregadero y volvió a su coche. Ni siquiera había recorrido una manzana cuando tuvo que parar; apoyando la cabeza en el volante, lloró.

Echaba de menos a su madre. Treinta y ocho años de edad y se comportaba como si tuviera cinco, pero habían pasado demasiadas cosas en su vida. Deborah no había llorado tanto ni siquiera tras la muerte de Ruth. Entonces había tenido que mantenerse entera, por su padre y por todos los demás. Ahora sollozó desconsoladamente hasta que se quedó sin lágrimas.

Llegó tarde a su cita con Tom en el parque. En el sucio aparcamiento solo se veía su coche negro. Deborah aparcó al lado y divisó a Tom de pie junto a un arroyo a unos diez metros de ella.

Se caló las gafas de sol para ocultar los ojos hinchados y caminó por la hierba en dirección a Tom.

—Lo siento, no quería llegar tarde.

—Pensaba que habías decidido no venir —dijo él—. Tu abogado ha debido desaconsejártelo.

Deborah lo negó haciendo un gesto con la mano y fijó la mirada en el arroyo. El leve rumor del agua la tranquilizó.

—Es curioso. Este tipo de agua no me afecta. Me encanta el mar. Me encantan los lagos. Me encanta ducharme o bañarme. Solo la lluvia me perturba.

Tom tardó un rato en contestar.

—Parece que tienes la voz tomada.

—No —dijo Deborah. Al final las gafas de sol no le servirían de nada—. Es que acabo de pasarme un buen rato llorando. —Le pareció que no tenía sentido negarlo—. Por eso he llegado tarde. Me he quedado sentada en el coche, aparcada en la cuneta, llorando sin poder remediarlo.

—¿Por qué? —preguntó él. Deborah percibió su mirada observándola.

—La vida —respondió, encogiéndose de hombros—. A veces resulta abrumadora.

—Lo normal es llorar y sobreponerse. Sin embargo, algunas personas no pueden. ¿Por qué?

Deborah lo miró. Tom llevaba una camisa arrugada con los faldones colgando sobre los vaqueros. Tenía las manos metidas en los bolsillos. Sus ojos se encontraron.

—Podría decir que somos supervivientes por naturaleza —contestó Deborah—, pero también es por nuestras experiencias. La vida nos trata a todos de manera distinta.

Un par de herrerillos pasaron revoloteando. Deborah los vio desaparecer entre las ramas de un sauce de la orilla opuesta.

—Pero ¿qué hay de la persona que se niega a reconocer sus emociones? —preguntó Tom.

—¿Era eso lo que hacía Cal?

Otros pájaros se unieron a los primeros en el sauce; se llamaban unos a otros ruidosamente.

—Sí —admitió Tom—. Hablé con Selena después de que hubiéramos leído el historial médico de Cal. Ella no dejaba de preguntar cómo había podido tener todos esos pequeños ataques y seguir arriesgando su vida llevándola en el coche, como si ella fuera prescindible. No dejaba de preguntar cómo era posible que le hubiera ocultado tantas cosas, como si no la necesitara en absoluto. Pero Cal siempre había ocultado lo que sentía.

—¿Siempre?

Tom tardó un rato en contestar.

—Mis padres no eran dados a las efusiones. A mi madre no le gustaba llorar, y en cuanto tuvimos edad suficiente para cuidar de nosotros mismos, se desentendió de nosotros. ¿De qué sirve llorar cuando nadie te escucha?

—Sirve como catarsis —respondió Deborah, que precisamente acababa de estar llorando.

Tom la miró de reojo.

—Yo lo sé y tú lo sabes, pero ¿y Cal? Supongo que él no lo vio nunca así.

—¿Por qué tu madre se desentendió de vosotros? ¿Solía viajar con tu padre?

—Esa era la versión oficial, pero lo cierto era que vivía su propia vida. Nunca supe qué hacía, solo que le gustaba tan poco como a mi padre estar atada.

—Pero decidieron tener hijos —señaló Deborah. Habría mencionado la responsabilidad inherente al hecho de ser padres, de no haber hablado él de nuevo.

—En realidad no lo decidieron. Mi madre decía a menudo que habíamos sido dos pequeñas sorpresas. Yo siempre creí que se sintió aliviada cuando nació Cal, porque así ella no se sentía tan culpable por dejarme solo. Cuando empecé en el instituto, a veces Cal y yo nos quedábamos solos varios días en casa.

—¿Y los Servicios Sociales no hicieron nada? —preguntó Deborah, compungida.

—No en nuestra casa —respondió Tom, y matizó—: Pero para ser justos con mis padres, nunca nos faltó comida, ni ropa, ni calefacción. Nunca tuvimos carencias en el aspecto físico.

—Solo en el emocional. Pero ¿por qué repercutió más en Cal que en ti? —quiso saber Deborah, aunque era evidente que Tom era un hombre sólido, tanto en lo físico como en lo emocional.

—Quizá fui un mal padre para él —respondió Tom, sacando las manos de los bolsillos.

Deborah se preguntó si sería por eso por lo que no se había casado ni tenía hijos.

—Tú también eras un niño.

—Tenía edad suficiente. Veía cómo vivía la gente normal. Tenía amigos. Sus padres me demostraban afecto y bondad. Cal nunca tuvo ese tipo de amigos. La gente no se interesaba nunca por él.

—Era un hombre muy atractivo.

—Pero no sonreía. No se le daba bien conversar. No tenía amigos como los míos, así que intenté darle lo que aquellos padres me daban a mí. —Su mirada se encontró con la de Deborah. Se asomó a sus ojos la angustia que sentía—. Hice lo que pude. Supongo que no bastó. Cal se encerró en sí mismo para no tener que sentir, al menos eso quise creer. Para mí era más fácil pensar que no sentía nada a que sufría demasiado.

Tom echó a andar por la orilla hasta que se detuvo al lado de un banco que algún día había sido verde, pero que con el tiempo se había vuelto de un suave color gris. Deborah dudaba que lo hubiera visto siquiera, tan absorto estaba en sus pensamientos. Deborah fue tras él. Cuando llegó al banco, Tom dijo:

—Cal se enamoró una vez. No debía de tener más de doce años, pero estaba loco por una niña de su clase, y durante un par de semanas, ella le correspondió. Durante el tiempo que estuvieron juntos, Cal fue una persona distinta. Luego ella se enamoró de otro.

—Debió de quedarse destrozado.

—Eso es lo que me habría ocurrido a mí, pero ¿quién podía estar seguro con Cal? Se cerró en banda. No dio la menor muestra de pesar. Salvo que apenas comía. Después decidió que ya había tenido suficiente y volvió a comer con normalidad; fue como si no la hubiera conocido. Su caparazón se hizo aún más grueso. —Tom miró a Deborah, desconcertado—. ¿Te parece un hombre al que sus sentimientos podían impulsarle a suicidarse?

Deborah quería negarlo, pero era imposible.

—Desde luego la infelicidad estaba ahí.

Tom se dejó caer en el banco.

—Mis padres debían de saberlo, pero ninguno de nosotros hizo nada. Podríamos haberle buscado ayuda, pero no lo hicimos.

—¿Acaso era responsabilidad tuya?

—Tal vez no cuando era niño, pero de eso ya hace mucho. —La miró con la congoja reflejada en el rostro—. Era mi hermano. Se suponía que yo le quería, pero ¿cómo puedes querer a alguien que se lo guarda todo? Nunca fuimos amigos en realidad. ¿Debes querer a tu hermano solo porque es tu hermano? Y si le quieres, ¿estás obligado a mantener el contacto con él y comprobar si está bien?

Deborah no tenía respuestas. Se sentó a su lado.

—Me dijiste que tú eras la única familia que le quedaba a Cal. ¿Significa eso que tus padres han muerto?

—Sí.

—¿Tu padre murió después de aquel derrame cerebral?

—No, se recuperó, pero perdió el interés por la vida. Decidió marcharse a lo grande. Se tiró con el coche por un puente en mitad de la noche, con su mujer al lado.

—¿Suicidio?

—No. La autopsia reveló que había sufrido un nuevo derrame. —Tom emitió un sonido sardónico—. Ya puedes imaginar lo que dijo Selena cuando se lo conté. Ella creía que los había matado un conductor borracho. Al parecer era lo que le había dicho Cal. Tal vez ahora crea que demandándote a ti vengará la muerte de Cal y la de nuestros padres. —Miró a Deborah—. Sabía que se disgustó mucho al enterarse de que el informe sobre el accidente no te hacía responsable, y sabía que estaba pensando en demandarte. Cuando finalmente me lo dijo, traté de disuadirla, porque tenía la sensación de que, en parte, Cal era responsable de su propia muerte, y no creía que a ella le interesara que eso saliera a la luz. Hasta anoche no me enteré de que había ido a ver al fiscal del distrito. Entonces tuvimos una gran pelea, y hemos vuelto a tener otra esta mañana. Cuando he mencionado la palabra suicidio, se ha puesto hecha una fiera.

—¿No había notado nada inusual los días anteriores a su muerte?

—No.

—¿Lo había intentado antes?

—No que yo sepa, pero en su interior anidaba esa profunda infelicidad. Quizá finalmente no pudiera soportarlo más.

Deborah guardó unos minutos de silencio.

—¿Crees que se suicidó? —preguntó finalmente en voz baja.

Él la miró durante unos instantes antes de volver a fijar la vista en el arroyo.

—En los momentos más tristes, sí, lo creo, y me considero responsable.

Deborah le tocó el brazo.

—No te hagas esto a ti mismo, Tom. Llegó un momento en el que el único responsable de tu hermano era él mismo. Quizá crees que deberías haber estado aquí para impedírselo, pero tu responsabilidad tenía un límite. Cal eligió libremente y tú debes respetar su decisión. —Deborah calló de repente y frunció el entrecejo—. Lo siento. Quizá no sea aplicable en tu caso, pero es lo que le he dicho hace un rato a mi padre.

—¿Y qué decisión debía respetar él?

—Que viniera a hablar contigo. Él creía que no era una buena idea.

Tom le sostuvo la mirada. La mano de Deborah seguía sobre su brazo y él la cogió antes de que ella pudiera retirarla.

—Seguramente tiene razón —susurró, tan bajito que Deborah no le habría oído si no hubiera estado sentada a su lado—. ¿Qué está ocurriendo? —preguntó Tom, enlazando sus dedos con los de ella.

—No lo sé —respondió Deborah, tragando saliva.

—No es un buen momento para nosotros.

—El peor.

Tom se llevó la mano de Deborah al pecho y la apretó contra su corazón para que notara sus latidos; luego, muy lentamente, la dejó sobre el banco. Ella volvió a enlazar con suavidad los dedos en los de Tom.

Deborah quería levantarse e irse; sabía que era lo más sensato. Pero había jugado según las reglas durante tanto tiempo que ya no le atraía la sensatez. Había demasiadas razones por las que no debía cogerse de la mano con Tom, y su hija Grace no era la menos importante. Pero la piel de Tom era cálida y sus dedos fuertes, y Deborah necesitaba ese consuelo.

—El problema con un suicidio —dijo él— es que no hay manera de demostrarlo sin una nota.

—¿Y la hay? —preguntó Deborah sin retirar la mano.

—No. Todavía no. La estoy buscando.

—Si Selena la encontrara, ¿te lo diría?

—Creo que se lo notaría en la cara. No se le da bien disimular.

—¿No podría haberla dejado en algún otro lugar que no fuera su casa?

—He registrado su despacho en el instituto. Allí no está. Pero quedan todos los apartados de correos que utilizaba. He solicitado que me envíen a mí todo su correo. También tenía media docena de cajas de seguridad. Solo he localizado dos. Había hecho algunas inversiones. Con eso Selena sacará un buen pellizco, y si vende la casa, obtendrá un buen dinero.

—¿Cal tenía seguro de vida?

Tom frotó su pulgar contra el de Deborah.

—Solo el que le habían hecho en el trabajo.

—¿No hizo otro en el que Selena fuera beneficiarla? ¿Por si moría?

—No, pero no le serviría de nada si se demostrara que se suicidó.

Tom miró a Deborah. No tuvo que decir que una nota de suicidio sería buena para ella y mala para él. Su mirada dejaba entrever la ironía de la situación.

Deborah asintió para demostrarle que le había comprendido.

—Tengo que volver al trabajo —susurró.

Tom le levantó las gafas de sol con la mano libre. No dijo nada, solo la miró durante un buen rato antes de volver a colocárselas. Luego se llevó su mano a la boca y le besó los dedos.

Deborah regresó al coche sintiéndose tan desconsolada como antes de llegar. Antes lloraba por el pasado, ahora lloraba por lo que podría haber ocurrido.

Y lo más irónico era que hasta entonces no se había dado cuenta de que deseaba que ocurriera.