Capítulo 8
EL fin de semana no fue nada bien para Deborah. Tuvo que ir corriendo a la consulta cuando su padre la llamó en el último momento para pedirle que le cambiara el turno y se ocupara de sus pacientes del sábado por la mañana. De vuelta en casa, preocupada por su padre, discutió con Dylan, que no quería ir a su clase de piano, y con Grace que, en su ausencia, se había negado a hablar por teléfono con su padre, lo que había movido a Greg a llamar a Deborah para quejarse. Contestó con brusquedad a Dylan cuando este no encontraba su guante de béisbol para ir a entrenar, y luego se sintió culpable cuando él dijo que no «veía» dónde estaba. Se peleó con Grace cuando su hija afirmó que tenía calambres y no podía participar en la carrera de cross y, tras insistir en que probara, se sintió culpable cuando su hija abandonó a la mitad y, desmoralizada, se encerró en su cuarto en cuanto llegó a casa.
Necesitada de una amiga con la que desahogarse, se fue a tomar un café con Karen, pero claro, como no podía hablarle a Karen sobre Grace, o Jill, o su ex marido, o Hal, acabó sintiéndose peor.
El sábado por la noche podría haber llevado a Dylan a ver una película a los cines del centro comercial, una idea perfecta para un niño que necesitaba que las cosas fueran grandes y claras para verlas bien. Pero Grace seguía insistiendo en que no quería salir con sus amigos, y cuando Deborah terminó discutiendo con ella por ese motivo, se sintió tan mal que fue incapaz de dejar sola a Grace.
Pidieron pizza por teléfono, pero la cena no tuvo nada de alegre; luego empezaron a ver una película en la televisión por cable, pero era tan violenta que Deborah la apagó a la mitad. Dylan comentó que las había visto peores. Grace insistió en que todo el mundo estaba acostumbrado a la violencia, pero que, para empezar, Deborah no debería haberla puesto. Los dos se retiraron a su cuarto. Dylan estuvo tocando «Knockin' on Heaven's Door» una y otra vez en su teclado electrónico, hasta que Grace fue a quejarse a Deborah con lágrimas en los ojos. Cuando Deborah trató de consolarla, su hija se negó a hablar, y cuando pidió a Dylan que dejara de tocar la música porque también la estaba deprimiendo a ella, su hijo respondió gruñendo que su padre jamás se lo habría pedido.
Después de todo eso, no era extraño que Deborah no durmiera bien. Se despertaba a cada momento con un nudo en el estómago y la horrible sensación de que estaba perdiendo el norte. La situación empeoraba a marchas forzadas y no parecía capaz de detener la caída.
Esperaba que el domingo fuera mejor. Amaneció un bonito día con el que se iniciaba el mes de mayo. El aire era cálido y claro, los robles empezaban a echar hojas y las azaleas del jardín florecían. El tiempo sereno producía una sensación de orden —al contrario que los estragos aleatorios que desencadenaban las tormentas—, por lo que Deborah sentía que no había perdido el control.
A lo largo de los años, Deborah había adquirido la costumbre de preparar un gran almuerzo los domingos, especialmente por los niños. Por lo general, el domingo era el único día en el que tenía tiempo para prepararlo, el único día en el que podía contar con sus padres y con Greg. Tras la muerte de Ruth, Michael había acudido solo, y ahora que Greg ya no estaba, los niños necesitaban a su abuelo más que nunca.
Pero ese domingo Michael llamó para disculparse. Su voz parecía indicar que tenía resaca y, al límite de su aguante, Deborah no pudo dejarlo pasar.
—¿Qué ocurre, papá?
—¿Qué quieres decir?
—Parece que estás... mal. —No se atrevió a decir «con resaca».
Michael carraspeó.
—Debo de haber pillado el mismo virus que han tenido los Burke esta semana.
—¿Eso es todo? Pensaba más bien en estas últimas mañanas...
—Estas últimas mañanas tenían que ver con tu accidente —le espetó él, pero se apaciguó rápidamente—. Es solo un virus, pero gracias por preocuparte. Hasta mañana.
Colgó sin que Deborah le hablara de la bebida, lo que hizo que se sintiera como una cobarde, y además cómplice de su padre, ya que tuvo que contar más medias verdades a sus hijos.
Grace se alegró de librarse de un almuerzo formal y regresó a su habitación con medio bagel, pero a Dylan le entristeció la ausencia de su abuelo. Se retiró a su cuarto sin apenas mordisquear la tostada que había preparado Deborah con tanto esmero.
Sola en la cocina con las sobras de lo que debería haber sido una comida familiar, Deborah se sintió más abatida que nunca. Cuando sonó el timbre de la puerta y al asomarse vio que era el hombre que la había echado del funeral, se preguntó qué más podía salirle mal. Acobardada, decidió no abrir.
Pero Dylan malogró su plan. Esperando contra todo pronóstico que fuera su padre, salió disparado de su habitación y bajó corriendo la escalera. Perdió el equilibrio a mitad de camino y cayó. Deborah le ayudó a incorporarse y tuvo que sujetarlo a la fuerza para comprobar que no se había hecho daño. Dylan se soltó en cuanto se lo permitió su madre y abrió la puerta antes de que ella pudiera impedírselo.
—Oh, pensaba que era mi padre —dijo, y lanzando a Deborah una mirada afligida, volvió a subir la escalera pesadamente.
Resignada, Deborah le hizo entrar. Tal como recordaba, el hombre era alto y tenía los mismos ojos y cabellos negros que su hermano. Había sustituido el traje oscuro del funeral por unos pantalones y una camisa de color lavanda con el cuello abierto y las mangas subidas.
—Lo siento —se disculpó tras echar un vistazo a la escalera vacía, lo que habló mucho en su favor.
—No es culpa suya —replicó Deborah, alzando el mentón.
—¿Es mal momento?
—Eso depende —le advirtió ella y, no teniendo nada que perder, añadió—: Ha sido una semana muy mala. Para serle sincera, me siento un poco maltrecha, así que si ha venido a decirme que no debería haber ido al funeral, déjelo, por favor. Ya capté su mensaje el viernes.
—Fui demasiado duro con usted. He venido a disculparme.
Sorprendida, Deborah se echó hacia atrás.
—Soy yo quien debería disculparse. Eso era lo que intentaba hacer el viernes.
—Lo sé.
—Siento mucho lo del accidente, de verdad. La visibilidad era malísima esa noche. —En aquel instante, olvidó la humillación del viernes y se alegró de que el hermano del señor McKenna hubiera ido a verla. Le ofrecía la oportunidad de dar el pésame que no se le había permitido dar antes—. Lamento mucho la muerte de su hermano. Y también lo siento por la mujer de Calvin. ¿Qué tal está?
—Está bien. Afectada. Furiosa.
La palabra furiosa hizo pensar a Deborah en pleitos judiciales, lo que la llevó a acordarse de Hal. Si no quería que hablara con John, menos querría que hablara con aquel hombre.
Pero Hal no estaba allí y Deborah no era una ingenua.
—¿Le envía ella?
—¿Selena? No.
—¿Sabe que ha venido?
—No. Y no le gustaría si se enterara. He venido porque intento comprender lo que ocurrió. —Lo cierto era que parecía realmente desconcertado—. Leí el informe de la policía. ¿De verdad no lo vio?
—No hasta un segundo antes del impacto. Era de noche y diluviaba.
—Pero él estaba corriendo. Debería haber detectado el movimiento. ¿Iba hablando con su hija? ¿Estaba distraída?
—¿Pintándome los labios? —preguntó ella, refiriéndose al comentario del cementerio. Se señaló la boca—. ¿Ve mis labios pintados?
—Es domingo por la mañana —dijo él, esbozando una sonrisa—. Está en casa.
—Pues el accidente fue el lunes por la noche mientras volvía a casa —replicó Deborah—. ¿Para qué iba a pintarme los labios? Lo siento, pero no puedo ayudarle. Estábamos mirando la carretera las dos, mi hija y yo, que es lo que se hace cuando llueve de esa manera. Si Cal corría sin ropa reflectante, era imposible que lo viéramos. Así de sencillo.
El hermano no se rindió.
—¿Habló con él mientras estaba allí tirado?
—Estuve llamándole todo el rato, pidiéndole que abriera los ojos, diciéndole que resistiera, que la ambulancia llegaría enseguida.
—¿Le respondió?
—¿No dice que ha leído el informe de la policía?
—Los informes de la policía pueden estar equivocados.
Sus ojos eran muy negros. Deborah no podía apartar de ellos la mirada, igual que le resultaba imposible cerrar la boca.
—Solo si la persona interrogada miente. ¿Y por qué iba yo a mentir sobre eso?
—Buena pregunta.
—Pues aquí tiene otra —dijo ella, herida en su orgullo—. ¿Por qué estaba corriendo en medio de la noche? ¿Por qué corría bajo la lluvia?
—Eso son dos preguntas —contestó él, volviendo a sonreír levemente.
—Y ahí va la tercera —dijo ella, molesta—. ¿Sabía usted que su hermano estaba tomando Sintrom?
La sonrisa se borró al instante.
—No. Al parecer decidió no decírmelo.
—¿Por qué no llevaba un brazalete de alerta médica?
—No pensaba que fueran a atropellarlo.
—Yo tampoco —dijo Deborah, llevándose una mano al pecho—, por eso la gente debe llevar siempre un brazalete o una chapa de alerta médica. Podríamos haberlo salvado. Su mujer tenía que saber que estaba tomando Sintrom. ¿Por qué no dijo nada?
—No puedo responder por Selena.
—Entonces, ¿por qué no avisó su hermano? Los médicos dicen que estaba consciente. Tengo pacientes que toman Sintrom y, créame, sería lo primero que habrían dicho. Y en caso contrario, tendría que preguntarme si no querían hacerse daño a sí mismos. —Se arrepintió de sus palabras nada más pronunciarlas—. Lo siento. No debería haber dicho eso.
—Entonces, ¿por qué lo ha hecho? —replicó él con aspereza.
—Porque yo tampoco entiendo nada de esto y mi familia está destrozada. —Se echó el pelo hacia atrás y se esforzó por dar con unas palabras más conciliadoras. No se le ocurrió nada y, viendo que el hermano tampoco hacía nada por romper el silencio, añadió—: En todo momento he aceptado la responsabilidad del accidente, pero ¿realmente soy la única responsable? ¿Por qué su hermano no se puso ropa reflectante para asegurarse de que lo verían en la carretera? ¿Por qué no dijo a los médicos que estaba tomando Sintrom? ¿Por qué no lo dijo su mujer si él no podía hacerlo? ¿Por qué usted no sabía que lo estaba tomando?
—La respuesta es otra pregunta. ¿Era responsabilidad mía saberlo? ¿Hay límites a la responsabilidad? —dijo él, lanzándole una mirada desafiante.
—Si cree que yo tengo las respuestas —replicó ella, levantando una mano—, está muy equivocado. En cualquier caso, mi abogado no querría que hablará con usted.
—¿Por qué ha contratado un abogado?
—No lo he contratado. Es un amigo de la familia. Por si le interesa saberlo, él me aconsejó que no asistiera al funeral. Dijo que podía molestar a la viuda, y así fue al parecer.
Él hermano agitó la mano para desechar la idea.
—Ya estaba alterada antes del funeral.
—Lo entiendo. —Deborah no sabía si era peor quedarse viuda o que el marido se fuera de casa de un día para otro, pero desde luego para lo primero no había vuelta atrás—. ¿Se quedará ella en la ciudad? —Al ver que el hermano no respondía, añadió—: No hacía mucho que vivían aquí, para lo que suele ser habitual en Leyland. ¿Tiene ella amigos en alguna otra parte?
—En realidad no lo sé.
—¿Tiene familia?
—No... no lo sé.
—¿Tiene usted otra familia aparte de Cal?
El hermano negó con la cabeza. Esa circunstancia hacía aún más trágica la muerte del señor McKenna.
—Era un excelente profesor de historia —afirmó Deborah—. A mi hija le gustaba. Era brillante. Es una gran pérdida para la comunidad.
—Sí, realmente era brillante. Es una pena. Y sí, supongo que Selena se quedará aquí hasta que se resuelva todo.
Una vez más, sus palabras evocaban el espectro del pleito. Deborah comprendió que Hal no querría en modo alguno que hablara con aquel hombre, y estaba a punto de pedirle que se fuera cuando oyó pasos en la escalera. Dylan bajaba con una mano apoyada en la barandilla, poniendo el pie con cuidado en cada escalón. Algo le ocurría.
—¿Cariño?
—No puedo mover el brazo —dijo él, alzando la vista. Haciendo un esfuerzo por calmarse, Deborah se acercó al pie de la escalera y palpó el codo a su hijo.
—¡Ay! —exclamó él.
—Está dislocado —confirmó Deborah, consternada.
—¿Otra vez? —Las lágrimas hacían brillar los ojos de Dylan, agrandados por las gafas—. ¿Por qué me pasa tantas veces, mamá?
—Porque tienes las articulaciones sueltas. Eso es bueno en casi todos los demás aspectos.
—No me lo coloques bien —le pidió Dylan—. Duele.
—Solo será un segundo. Vamos.
Deborah lanzó una mirada de reojo al hermano de Cal McKenna, pero no supo cómo decirle que se fuera. De modo que se limitó a llevar a Dylan a la cocina, lo sentó en una silla y le volvió a colocar el codo en su sitio con destreza. Dylan soltó un aullido y luego gimoteó hasta que el dolor disminuyó. Deborah estrechó la cabeza de su hijo contra sí hasta que notó que finalmente se relajaba. Luego le cogió el rostro con ambas manos y lo besó en la frente.
—¿Mejor?
—Habría valido la pena si hubiera sido papá quien llamaba —masculló Dylan con rabia—. ¿No va a venir nunca a visitarnos?
—Vendrá. Y lo verás el fin de semana que viene.
—En su casa, porque estarán los cachorros, pero yo quiero que venga aquí.
El golden retriever de Rebecca había tenido cachorros dos semanas atrás, y Dylan no había dejado de hablar de ellos desde entonces, lo que hacía su comentario aún más conmovedor.
Deborah no supo qué decir.
Dylan se bajó de la silla y pasó por delante de Tom McKenna, que lo había observado todo desde la puerta de la cocina.
—Eso debe de haberle dolido —comentó, cuando Dylan se fue.
«¿A él? ¿O a mí?», podría haberle preguntado Deborah, pero estaba mareada. Al notar un sudor frío, se sentó y metió la cabeza entre las rodillas.
—¿Se encuentra bien? —preguntó una voz distante.
Al cabo de un rato, pasado el riesgo de desmayo, se incorporó.
—Está muy pálida —dijo él.
—Al menos estoy sentada. Alguna vez me he desmayado y he acabado en el suelo.
—Los médicos no se desmayan.
—Las madres sí. Sufro cuando mis hijos sufren. —Se frotó la nuca y aspiró lentamente una bocanada de aire—. No hay que dejarse llevar por el pánico —dijo en voz alta, como una especie de mantra—. Dylan ya está bien.
—¿No necesita hielo en el codo?
—No.
—Parece un niño muy vulnerable.
—Lo es.
—¿Tiene mal la vista?
—Siempre ha padecido una grave hipermetropía. Cuando tenía siete años desarrolló una distrofia reticular en el ojo derecho. Es una afección de la córnea. Se forman unas líneas irregulares que cada vez se hacen más gruesas hasta que se juntan y la visión del ojo se vuelve borrosa. No se puede hacer nada hasta que tenga edad suficiente para un trasplante de córnea, pero los resultados del trasplante son muy buenos. Si después se reproduce la distrofia, puede tratarse con láser. —Tras lanzar una mirada irónica a Tom McKenna, se puso en pie—. Aunque no sé por qué le cuento todo esto.
—Se lo he preguntado. Debe de ser duro para el chico.
Deborah cogió un vaso del armario y lo llenó de agua helada de la nevera. Bebió unos sorbos y se dio la vuelta.
—Tiene problemas con algunas cosas, como las escaleras y el béisbol.
—Y el divorcio.
Una semana atrás, Deborah tal vez habría hecho una mueca, pero ahora el abandono de Greg le parecía un problema menor comparado con todo lo que se le había echado encima. Señaló la comida de la mesa con expresión desvalida.
—¿Tiene hambre? Ha sobrado mucho. El almuerzo no ha tenido mucho éxito.
—Huele bien. Y hay suficiente para un ejército.
—Ha sido como celebrar una fiesta y que no se presentara nadie —dijo Deborah.
—Me resulta difícil de creer. Por lo que he oído decir, todo el mundo en esta ciudad la adora.
—Eso no lo sé, pero he vivido aquí toda la vida.
—Mi cuñada dice que su marido quería mudarse, pero que usted se negó.
Deborah volvió a beber un sorbo antes de contestar.
—Es cierto.
—¿Por eso se rompió su matrimonio?
—En absoluto —respondió ella, aunque durante un tiempo ella misma lo había creído.
—También dice que sus hijos quieren que pase más tiempo en casa, pero que usted solo piensa en trabajar, y que su padre la envía a hacer visitas a domicilio para no tener que compartir la consulta con usted.
Deborah no pensaba dar credibilidad a semejantes acusaciones con una respuesta.
—Su cuñada está destrozada. Está furiosa. Pero ahora mismo mi familia atraviesa por momentos muy difíciles en varios aspectos.
Sonaron pasos en el vestíbulo. Segundos después, Grace entraba en la cocina. Al ver a Tom McKenna, soltó un grito.
Deborah se apresuró a acercarse a ella y le rodeó la cintura con el brazo. Notó que su hija temblaba igual que después del accidente.
—No pasa nada, cariño.
—¿Señor McKenna? —preguntó Grace con el rostro ceniciento.
—No es tu profesor. Es su hermano.
—¿Qué hace aquí? —quiso saber Grace sin dejar de mirarlo.
—Intenta comprender qué ocurrió, igual que nosotros.
—Ha venido a atormentarme —susurró Grace mirando a su madre.
—En absoluto. —Deborah consiguió esbozar una leve sonrisa—. Ha venido a asegurarse de que estamos bien.
Suponía que en cierto sentido no dejaba de ser verdad. Al menos tal como había resultado la visita. Si pensaba presentar una demanda, el señor McKenna había descubierto que las cosas no estaban tan claras como sin duda creía. El Sintrom complicaba mucho la muerte de Cal McKenna.
—Me voy —anunció Tom en voz baja mirando a Deborah—. No es necesario que me acompañe.
Grace se soltó de su madre y salió corriendo al vestíbulo para asegurarse de que el desconocido se había ido. A través del cristal lateral de la puerta vio cómo subía al coche y se alejaba.
—Ha sido interesante —dijo su madre.
—¡Ha sido horrible! —Grace no se dio cuenta de que se estaba mordiendo las uñas hasta que su madre le apartó la mano de la boca—. Es igualito que el señor McKenna.
—Desde luego se nota el parecido familiar. Pero él parece más sólido.
—¿Qué quieres decir?
—Más sólido físicamente. Tu profesor era muy delgado. En la jornada de puertas abiertas del otoño, no dejaba de hacer un gesto nervioso con el dedo, como si se estuviera rascando una picadura de mosquito en la cabeza —explicó Deborah, imitando el gesto.
—No se rascaba —la corrigió Grace—. Se hurgaba el cerebro. Lo hacía cuando pensaba.
—Su hermano no lo ha hecho en todo el rato que ha estado aquí.
—¿Todo el rato? —preguntó Grace con temor—. ¿Cuánto tiempo ha estado aquí?
—Diez, quince minutos.
—¿Asegurándose de que estamos bien? —Grace no se lo había tragado—. Lo sabe.
—¿Sabe qué?
—Lo del accidente. No me quitaba la vista de encima.
—Tú no dejabas de mirarlo. Y has gritado.
—Sabe que ocultamos algo. ¿Ha preguntado por mí?
—No.
—Supongo que habría sido demasiado obvio.
—No lo sabe —afirmó su madre dándole un breve abrazo—. De hecho, quería saber si me estaba pintando los labios y por eso no vi a su hermano.
Grace la miró con asombro y luego se echó a reír.
—¿Eso te ha preguntado? Pues es evidente que no te conoce. Menudo machista.
—Ajá. Bueno, ¿quieres coger el coche y llevarme a casa de Karen?
—No —respondió Grace poniéndose seria.
—Danielle quiere hablar contigo.
—No puedo.
—¿Y Megan? Podrías ir con el coche hasta su casa.
—Esto no es como volver a montar en bicicleta después de una caída, mamá. La gente no muere cuando la atropellas con una bicicleta. Gracias, pero no quiero conducir. Ya sufro bastante cuando pasamos por ese lugar con el coche.
—Tendrás que hacerlo tarde o temprano —le insistió su madre tratando de convencerla.
—Y algún día lo haré.
—No se resuelve nada apartándose de todo el mundo. Tu padre quiere ayudarte, de verdad.
Grace resopló.
—Quiere creer que me ayuda solo porque forma parte de su nueva imagen.
—Al menos lo intenta. Podrías darle una oportunidad.
—¿Como la que te dio él a ti? ¿Te dio acaso la menor pista de que pensaba marcharse? ¿Te dijo que había estado enamorado de Rebecca antes de conocerte a ti, o que habían seguido en contacto después? ¿Te contó siquiera que Rebecca existía? —Grace se sintió horriblemente mal al ver la expresión de sufrimiento de su madre—. Lo siento, mamá. Sé que duele, pero también me duele a mí.
Su madre recobró la compostura y se irguió.
—Quizá necesitemos aceptar de una vez lo que ha ocurrido y seguir adelante. Y lo mismo es válido para el accidente.
—No puedo olvidar que maté al señor McKenna.
—Tú no lo mataste. Sufrió una hemorragia porque nadie sabía que tomaba Sintrom.
—Pero en cualquier caso murió. Su vida ha terminado. Eso no puedo olvidarlo.
Deborah abrazó a su hija.
—No te pido que olvides nada, ni el accidente ni el divorcio. Solo digo que seguir furiosa con tu padre es tan contraproducente como seguir culpándote del accidente. Encerrándote en tu habitación no vas a arreglar nada.
—Ahí me siento a salvo —dijo Grace en voz baja.
—¿A salvo de quién?
—Del mundo, de la gente que se queda mirando, quizá porque sabe cosas que no debería saber.
—Yo no soy el mundo. ¿Cómo es que ya no bajas nunca aquí conmigo?
—Este es tu espacio. Mi habitación es el mío.
Las palabras fluyeron con facilidad. Grace siempre había creído que era diferente de sus amigas porque a ella le gustaba su madre, pero ahora existía un secreto que las separaba.
—¿Desde cuándo hay fronteras en esta casa? —preguntó Deborah.
—Desde que decidiste asumir la responsabilidad de algo que había hecho yo y no quisiste escuchar mi opinión. Es horrible estar siempre pendiente de que alguien descubra la verdad.
—Pero la verdad no es más que un tecnicismo, Grace —insistió su madre, haciendo exactamente lo que ella acababa de reprocharle, demostrando así que no la escuchaba—. Yo era la persona adulta responsable del coche. No tienes por qué esconderte.
—¿Y no lo haces tú? —le espetó Grace, de nuevo furiosa—. No has vuelto al gimnasio desde el accidente.
—¿Y cuándo tengo tiempo de ir al gimnasio? —replicó Deborah.
Pero Grace no iba a dejarse enredar.
—Nunca tenías tiempo para nada, pero siempre ibas al gimnasio cinco días a la semana. Decías que era bueno que la gente te viera para que supieran que no hablabas por hablar al pedirles que hicieran ejercicio. Pero no vas desde el accidente.
—Quiero pasar más tiempo contigo. Me tienes preocupada. Ojalá hubieras ido a la fiesta anoche.
—No, era mejor no ir —replicó Grace cerrando los ojos.
—Cuando ocurre una desgracia —dijo Deborah—, es necesario distanciarse del pasado con nuevas experiencias. Te ayudaría mucho pasar más tiempo con las amigas. Anoche debían de estar todas en la fiesta.
—Y también un barril de cerveza —le espetó Grace, porque era la única manera de cerrarle la boca a su madre.
Deborah se quedó de una pieza. Luego dejó caer los hombros con abatimiento.
—¿Y tú lo sabías?
—Todos lo sabíamos.
—¿Y los padres de Kim?
—Se quedaban con las llaves de los coches. Esto ya lo hemos hablado, mamá. Ya sabes lo que pasa en estas fiestas.
—Pero son tus amigos.
—¿Y se supone que tienen que ser diferentes? —exclamó Grace, exasperada. Su madre esperaba que tuviera montones de amigos, sacara buenas notas y ganara carreras. Vivía engañada. Grace no podía ser perfecta y sus amigos tampoco.
—Todo el mundo se quedaba a dormir en casa de Kim, las chicas arriba y los chicos abajo.
—No por eso deja de estar mal.
—Muchas cosas están mal, pero ocurren. Dices que no pasa nada aunque condujera yo, mientras no se entere nadie. Entonces, si nadie que no haya ido a la fiesta sabe lo de la cerveza, ¿no está todo bien? Si la gente duerme la mona antes de volver a coger el coche, ¿qué mal hacen? Lo malo —siguió diciendo, notando una presión creciente en el pecho— es cuando bebes un par de cervezas y no se lo dices a nadie y luego pasan cosas, como que matas a un hombre. Entonces es realmente malo. —Se le hizo un nudo en la garganta. Agachó la cabeza, dejando caer el pelo hacia delante, se cubrió el rostro con las manos y lloró.
Ya estaba. ¡Lo había confesado!
Lloró silenciosamente, preparándose para la explosión de ira y la decepción de su madre. Quería ser castigada, porque conducir después de haber bebido era realmente malo, y ocultárselo a su madre hacía que se sintiera como si tuviera un trozo de cristal roto en el estómago.
—Oh, Grace —musitó Deborah.
—Es horrible —dijo Grace entre sollozos—. Mira, nosotros no queríamos hacer nada malo; no era más que cerveza y además lo hacen todos.
Su madre le acarició la cabeza.
—Sé que el grupo ejerce una gran presión —dijo—, pero sigo pensando que deberías volver a salir con tus amigos. Quizá anoche no fuera el momento. Si te sirve de algo, cariño, me alegro de que no fueras.
Grace tardó un momento en asimilar las palabras de su madre y otro en comprender que no la había oído. Su confesión se la había llevado el viento. Deborah no escuchaba, se negaba a ver la realidad.
Y Grace no podía repetirlo.
—¿Por qué ha tenido que venir aquí el hermano del señor McKenna? —dijo sin dejar de llorar—. Esta es nuestra casa y ahora es como... como si nos hubieran violado.
—Eso es un poco melodramático, cariño. Ha venido a nuestra casa porque era aquí donde podía encontrarnos, y ha hecho preguntas sobre aquella noche porque sufre y es una de las pocas cosas que puede hacer para intentar comprenderlo. Intenta averiguar por qué su hermano estaba en la carretera el lunes por la noche con lo que llovía.
Grace apenas la escuchaba. Se sentía más sola que nunca. Dio media vuelta y se dirigió hacia la escalera de caracol que se había construido pensando en su futura boda de ensueño; o eso afirmaba siempre su padre antes de irse corriendo a trabajar, añadiendo lo mucho que quería a su mujer y a sus hijos, y lo mucho que le gustaba su casa. Pero sus padres se habían divorciado, Dylan no veía bien y su madre seguía pensando que Grace era perfecta. Sin embargo, había bebido dos latas de cerveza y el señor McKenna había muerto.
Sencillamente, Grace no sabía qué hacer.