Capítulo 18

GRACE decidió que, si no se hacía médico, se dedicaría a escribir guiones para la televisión, ya que era lo que había estado haciendo mentalmente durante toda la mañana. Se trataba siempre de historias de crímenes, y había imaginado una docena de posibles tramas. Todas empezaban con un accidente, una muerte, y seguían con una investigación de la policía. En cada una existían distintas pruebas y se llegaba a un final diferente.

Una demanda civil. Se suponía que todo había terminado. Había empezado a sentirse mejor. Jill sabía toda la verdad y seguía queriéndola, lo que significaba que Grace tenía un aliado. Y había conducido la furgoneta de su tía sin que ocurriera nada, aunque había decidido que no volvería a conducir.

Entonces su madre mencionó de pasada que tal vez los inspectores de la fiscalía querrían entrevistarla.

«Laberíntico.» La palabra definía el accidente a la perfección. Laberíntico: intrincado, complejo o enrevesado. Grace detestaba estudiar palabras para el examen de ortografía, detestaba pensar en la selectividad, detestaba las palabras que resonaban una y otra vez en su cabeza. Pero laberíntico era el término más adecuado.

No había llamado para preguntar por los deberes que les habían puesto el día anterior, así que se pasó el día sentada completamente ajena a las clases. Y fue increíble. Ningún profesor la llamó al orden. Claro que era Grace Monroe, la alumna del cuadro de honor que estaba pasando por un mal momento, así que la dejaron en paz.

De ese modo se pudo dedicar a obsesionarse con la investigación de la fiscalía. Evitaba mirar a los demás a los ojos e iba de una clase a otra con la nariz metida en un libro, accesorio tan bueno como cualquier otro para disimular mientras ideaba infinidad de horribles tramas policíacas. Sus amigos habían dejado de atosigarla, pero en lugar de sentirse aliviada, se sentía culpable y muy sola. Intentó pensar en su tía, embarazada y soltera, y en su hermano, aislado por su problema con la vista. También ellos estaban solos, pero de un modo distinto a ella. Los ojos de Dylan podían curarse, igual que la soledad de Jill terminaría cuando diera a luz.

Grace andaba revolviendo libros al pie de su taquilla, sin saber muy bien qué buscaba, pero contenta de dejar que todo el mundo pasara de largo, cuando un cuerpo cálido se agachó a su lado, muy cerca de ella.

—Hola.

Grace dio un respingo y se habría apartado si Danielle no le hubiera rodeado la cintura con el brazo.

—No —dijo Danielle—. Por favor, necesito hablar contigo.

—No puedo, Dani —dijo Grace, meneando la cabeza—. Tengo un examen en la próxima clase. —Era mentira, pero ¿qué importaba una más?

—A la hora de comer entonces.

—No puedo —repitió Grace y, por primera vez, le dolió rechazar a su amiga. Danielle era como la hermana mayor que no había tenido. En otro tiempo, Grace se lo contaba absolutamente todo.

—Sé lo de la cerveza —musitó Dani—, así que no pienses que voy a hablarte de eso. Mira, si tus estúpidos amigos se lo han contado a todo el mundo, ya no es un secreto.

—¿Lo han contado? ¿Quién lo sabe?

—No sé, pero se ha corrido la voz...

—¿Se lo dijeron a los padres?

—No lo sé, pero no es eso lo que quería decirte, Grace. Necesito hablar del accidente.

«El accidente tiene que ver con la cerveza», podría haber gritado Grace, pero solo dijo:

—No puedo hablar, Dani.

—Es sobre tu madre y mi padre. ¿Qué está pasando?

Grace se quedó perpleja.

—¿De qué hablas?

—Anoche mi padre se enfadó mucho con ella. Le dijo a mi madre que no era una buena amiga, pero mi madre la necesita; además, algo pasa con mi padre. De verdad, necesito hablar de ello, Gracie, por favor.

Grace sabía lo que pasaba entre su madre y Hal, y que tenía que ver con John Colby. Hal estaba furioso porque Deborah había hablado con John sin estar él presente, y ahora unos inspectores se habían presentado en su casa, pero todo era culpa de Grace. Si no hubiera conducido ella aquella noche, nada de todo aquello habría ocurrido.

¿Y Danielle quería que hablaran del accidente?

—No puedo —insistió Grace, agachando la cabeza—. No puedo, de verdad. —Si hablaba con Dani, se derrumbaría y le contaría que era ella quien conducía aquella noche, y entonces tendría que preocuparse por si Dani se lo contaba a Karen, que quizá se lo contaría a Hal, que aún se enfurecería más con Deborah, y entonces las cosas empeorarían diez veces más.

Jill lo sabía. Grace confiaba en ella, pero no podía arriesgarse a contárselo a nadie más. Si su madre se enteraba de que había bebido, se pondría hecha una furia.

—Pero tú eres como de la familia —insistió Danielle—. Te necesito.

—Ahora mismo no soy la persona más indicada para ayudar a nadie que lo necesite —dijo Grace, levantando la cabeza.

—Tonterías —susurró Danielle—. Eres una persona tan válida como cualquier otra. Lo único que ocurre es que el accidente te ha descolocado un poco.

—Vale, me ha descolocado —susurró Grace con vehemencia—, pero si ahora no puedo ayudarme ni a mí misma, ¿cómo voy a ayudarte a ti?

Grace se concentró otra vez en encontrar el libro que buscaba, fuera cual fuese. Sonó el timbre. Danielle apartó el brazo.

—Entiéndelo, por favor —suplicó Grace, volviéndose ligeramente hacia ella—. Si hablara con alguien sería contigo, pero no puedo.

Estuvo tentada de ceder, porque Danielle parecía a punto de echarse a llorar. Pero alguien gritó el nombre de su amiga. Danielle desvió la vista hacia el otro lado del pasillo y, tras echar una breve mirada a Grace, se fue.

Grace no creía que lograra correr bien, pero una vez iniciada la carrera, fue como si el miedo la aguijoneara. Mejoró su marca personal. El entrenador, que se comportó como si Grace hubiera estado un mes ausente, no dejaba de felicitarla, y Grace se sintió como una impostora. Se cambió, evitando a sus amigas, y anduvo el corto trecho que la separaba de la pastelería.

El día era caluroso, lo que significaba que todas las mesas de la terraza estarían ocupadas, incluso a última hora de la tarde. Siempre con la cabeza gacha, Grace pasó por delante y se metió en la pastelería para ir en busca de Jill. La encontró con un cliente. Por el aspecto de los papeles que estaban esparcidos sobre la mesa entre varios SoMa Smoothies, se trataba de servir de catering en algún evento.

Cuando Jill vio a su sobrina, levantó el pulgar con una euforia que, no solo no dejaba lugar a dudas sobre su mejoría, sino que indicaba que no quería que nadie le dijera que debería permanecer en cama. Eso era precisamente lo que más le gustaba a Grace de su tía: sabía qué quería y qué era mejor para ella, y obraba en consecuencia. Era ella quien controlaba su vida.

Dylan estaba sentado a una mesa no lejos de allí. El libro de matemáticas estaba abierto, pero tenía los brazos estirados sobre la mesa de color naranja. Sonrió al mirar a Grace a través de sus gruesas gafas, y a ella se le derritió el corazón. Podía odiarse a sí misma y al resto del mundo, pero jamás odiaría a su hermano.

Grace dejó caer la mochila en el suelo y se sentó a su lado.

—Pareces contento. ¿Listo para el partido?

—No voy a ir —dijo Dylan, sonriendo aún más.

—¿Por qué no? —preguntó Grace, dispuesta a hacer concesiones por su hermanito, que no solo tendría que operarse de los dos ojos, sino que necesitaba un aparato en los dientes que arreglara su sonrisa.

—Voy a dejar el béisbol.

—¿Ah, sí? ¿Lo sabe mamá?

Dylan asintió.

—Me lo ha dicho ella. Ha pasado por aquí cuando he llegado del colegio. Yo pensaba que iba a decirme que no podía venir al partido, pero solo quería saber cómo me sentía y si realmente quería jugar. —Su sonrisa se transformó en una expresión de inquietud—. ¿Crees que papá se enfadará conmigo?

—¿Por qué te importa? —preguntó Grace, pero siguió hablando porque ya sabía lo que le respondería su hermano y estaba totalmente en desacuerdo con él—. No puedo creer que mamá te permita dejarlo.

—No puedo jugar, Grace. Soy malísimo porque no veo bien.

—Ella detesta que la gente abandone.

—Eso era cuando solo veía mal de un ojo. Siempre me decía que podía conseguirlo, pero ahora que son los dos, sabe que no puedo.

—¿Te ha dicho eso ella?

Dylan asintió.

—¿Ha dicho que no puedes? —Grace no salía de su asombro. Su madre solía decir que todo era posible. Y también que los chicos de diez años necesitaban hacer deporte.

—Me ha dicho que podía elegir, que no era justo por su parte esperar que yo hiciera cosas que no me gustan y que no quería obligarme. Y yo he elegido dejar el equipo. Ella llamará al entrenador para explicárselo, así que ni siquiera tengo que ir al partido de esta noche.

Grace no le preguntó si estaba contento, porque su cara lo decía claramente. Era agradable poder elegir. Era agradable que te tuvieran en cuenta para tomar decisiones. Era agradable que los demás se percataran de la presión a la que estabas sometido, y de que lo que para ellos estaba bien quizá no estaba bien para ti.

¿No era extraño? Algo negativo, como la distrofia del otro ojo de Dylan, tenía una consecuencia positiva.

—Tengo hambre —decidió Grace. Se levantó y se fue a la cocina.

Ya no se horneaba nada más, pero lo que no estaba en los aparadores, se apilaba en los estantes. Cogió una magdalena, se comió el glaseado y tiró el resto a la basura. Repitió la operación con una segunda magdalena; cuando estaba a punto de coger una tercera se dio cuenta de que las magdalenas no iban a arreglar nada. A su tía le daría igual que se comiera el glaseado de diez magdalenas. Tal vez ni siquiera se daría cuenta.

Últimamente se sentía como si fuera invisible, como si pudiera hacer cosas horribles, impensables, y a nadie le importara. Pero eso no estaba bien. Había que respetar las reglas.

Salió por la puerta de atrás, pasó por delante de la furgoneta y enfiló el callejón. Al llegar a la esquina, dobló a la izquierda y siguió caminando por la acera. Pasó por una tienda, se detuvo y volvió hacia atrás. Era perfecta. Entró.

Sole Singer era una zapatería de lujo de las que solo podían existir en una ciudad lo bastante rica como para que funcionaran ese tipo de tiendas. Una ciudad como Leyland. Apenas llevaba un año abierta, y sus dueños eran una pareja de gays que tenían un gusto exquisito para los zapatos. Vendían marcas exclusivas o de diseño, principalmente italianas. Todas muy caras.

Grace había estado en la tienda muchas veces, curioseando con sus amigas, y en una ocasión incluso había comprado un par de Reefs. No vio a ningún conocido, solo a dos chicas completamente absortas en sus cosas.

Jed, uno de los dueños, estaba en la caja, pasando la tarjeta de crédito de una clienta. Sonrió y alzó la barbilla para saludar a Grace; luego volvió a su trabajo.

No había pasillos en aquella tienda demasiado elegante y pequeña. Los zapatos se exhibían en estantes escalonados, con cajas de diferentes tamaños apiñadas artísticamente debajo de los estantes.

Desde que habían llegado, hacía meses, Grace tenía echado el ojo a un par de zapatos de Prada. Eran unas sandalias de cuero en un tono rosa metálico. Se acercó a ellas, cogió la caja de su número de debajo del estante y se sentó en una silla cercana, pero no se las probó. Ya lo había hecho antes y sabía que le iban bien.

La clienta de la caja se colgó el bolso del hombro y se fue. Una de las chicas quería probarse unos zapatos bajos de Marc Jacobs, pero no encontraba su número, así que Jed fue a la trastienda a buscarlos. Cuando la otra chica recibió una llamada, ambas aplicaron la oreja al móvil.

Grace se metió una sandalia en cada bolsillo y se puso en pie. Después de unos instantes, volvió a arrodillarse, cerró la caja y la dejó donde la había encontrado. Luego se levantó y se dio la vuelta para marcharse, pero se detuvo en seco. La puerta de la tienda estaba abierta y John Colby tenía una mano apoyada en el elegante picaporte de bronce. Grace no tenía la menor idea de cuánto tiempo llevaba allí, pero la estaba observando.

Eso era lo que ella quería: que le pidieran cuentas por haber hecho algo malo. Pero aquella realidad era tan ajena a la antigua Grace Monroe que se asustó.

Colby dejó la puerta abierta y se acercó a ella.

—Por favor, siéntate y devuelve las sandalias a su sitio —dijo, bajando la voz para que las otras chicas no le oyeran.

Grace pensó en preguntarle a qué se refería, pero habría sido patético. Pensó en mentir —«Iba a la caja a pagar»—, pero no llevaba dinero ni tarjeta de crédito, y además, tenía las sandalias en los bolsillos.

Se sentó obedientemente, retiró la caja vacía del montón, sacó las sandalias de los bolsillos, una detrás de otra, y las metió en la caja. Tras devolver la caja a su sitio, miró al jefe de policía.

Fue entonces cuando Jed volvió de la trastienda.

—Hola, John. ¿Qué tal le va?

—No va mal —dijo el jefe, sonriendo—. ¿Qué tal por aquí?

—No puedo quejarme —respondió Jed, encogiéndose de hombros. Su mirada se desvió hacia Grace—. ¿Has conseguido que tu madre te las compre?

Grace negó con la cabeza.

—Quizá en otra ocasión —dijo Jed.

Grace asintió y se encaminó hacia la puerta, sabiendo que John la seguiría. Una vez en la calle, sintió el impulso insensato de huir, pero habría sido una estupidez. Además, quería ser castigada.

—Por aquí —dijo John, y la condujo por el callejón hasta llegar al aparcamiento. Una vez allí, le soltó el hombro. Grace se acercó a la furgoneta de su tía, se cruzó de brazos y se volvió para encararse con él. Esperaba ver ira y decepción en su rostro, pero solo vio tristeza.

—¿En qué estabas pensando? —preguntó.

Ella no contestó.

—¿Grace?

—¿Me ha estado siguiendo? —preguntó ella. John negó con la cabeza.

—No. Me tienes preocupado, así que, siempre que te veo, me fijo en ti. Te he visto entrar en la zapatería y solo quería saludarte. Pero ahí estabas tú, metiéndote en el bolsillo unos zapatos de, ¿cuánto, trescientos dólares?

—Doscientos noventa y cinco —le corrigió Grace.

—Es lo mismo.

—Había unas alpargatas de marca con plataforma que valían cuatrocientos noventa y cinco, pero no me cabían en los bolsillos.

John la miró y esta vez sí había decepción en su cara.

—¿Sabes lo que habría ocurrido si yo no hubiera estado allí y hubieras robado los zapatos? Jed sabía que los habías estado mirando.

—Todas mis amigas los habían estado mirando. No habría encontrado la caja vacía hasta dentro de unos días. No se habría dado cuenta de que había sido yo.

—Te ha visto —dijo John, sonriendo con pesar—. Y ambos sabemos cómo vuelan estas cosas de las estanterías. Habría encontrado la caja vacía enseguida. —Se pasó la mano por la nuca y dijo—: Esto es hurto, Grace. Es un delito. La gente va a la cárcel por robar en las tiendas. Seis meses, un año. —Hizo una pausa—. No querrás ir a la cárcel, ¿verdad?

—Lo merezco —dijo Grace, doblemente asqueada consigo misma porque no, no quería ir a la cárcel.

El jefe de policía suspiró.

—Tendré que llamar a tu madre.

Grace dejó caer los brazos y luego volvió a cruzarlos.

—No es necesario. Llegará en cualquier momento.

John echó un vistazo a la calle.

—¿Quieres esperarla dentro?

Grace sacudió la cabeza. No quería ver a Jill. No quería ver a Dylan. Y sobre todo, no quería que ellos la vieran.

—Espera aquí —dijo John, y volvió sobre sus pasos, dejándola sola sin nadie que la vigilara para asegurarse de que no huía. Lo peor de todo era que no pensaba hacerlo. No se trataba de huir. ¿De qué servía infringir la ley si luego huías? ¿De qué servía infringir la ley si luego nadie te decía lo malo que eras en realidad?

Se dejó caer hasta el suelo y se apoyó en una de las ruedas de la furgoneta. Apretó las rodillas contra su pecho, apoyó la barbilla en ellas y cerró los ojos. Oyó los coches que pasaban por Main Street. Oyó unas ardillas que hurgaban alrededor del contenedor. Oyó el zumbido del aire acondicionado que Jill se negaba a sustituir por otro nuevo, y se preguntó si saldría alguien de la pastelería y empezaría a hacerle preguntas. ¿Qué contestaría ella, en ese caso?

De repente se sintió completamente confusa. Apretó la cara contra las rodillas, se echó los dos brazos sobre la cabeza y apretó cada vez más fuerte; sentía como si todo su mundo se estuviera derrumbando encima de ella.

No oía nada. El ruido en el interior de su cabeza ahogaba todo lo demás, pero de pronto alguien le tocó el pelo y la llamó por su nombre con una voz asustada, apremiante y amable a la vez. Grace se echó a llorar.

Deborah la levantó para abrazarla.

—¿Has robado en una tienda? —exclamó—. ¿De qué está hablando?

Grace no podía contestar, solo sollozaba.

—¿Qué ha ocurrido, Gracie?

Grace exhaló pequeños gemidos lastimeros.

Deborah la meció entre sus brazos igual que cuando era niña.

—No pasa nada —musitó—. No pasa nada. No hay nada que no tenga arreglo. No hay nada tan malo que no tenga arreglo.

—Sí lo hay, soy yo —exclamó Grace entre sollozos.

—Hemos pasado por unos momentos muy difíciles, pero todo tiene remedio. Dime, Gracie, ¿qué has hecho?

—Beber dos cervezas. —Las palabras sonaron ahogadas, pero su madre debía de haberlas oído porque se quedó muy callada.

—¿En el instituto? —preguntó finalmente Deborah en tono perplejo.

—En casa de Megan, aquella noche.

Deborah se quedó paralizada.

—¡Soy horrible! —gritó Grace.

—¿La noche del accidente?

—Tienes que odiarme —gimió Grace, y realmente lo deseaba, lo deseaba porque lo merecía, pero no quería que su madre se fuera. Quería volver a ser una niña, como Dylan, inocente incluso cuando hacía las cosas mal.

—No te odio —dijo su madre, e increíblemente, la abrazó con más fuerza aún—. Nunca podría odiarte. Eres parte de mí.

—¡La parte mala!

—¡La mejor parte! De verdad, Gracie. No sé qué ha ocurrido hoy, pero sé que debe de haber una explicación. Eres una buena persona y no una ladrona.

Grace no podía dejar de llorar.

—Le robé... la vida... a un hombre... fue culpa mía.

—En absoluto —insistió Deborah, susurrando y apretando la cabeza de Grace contra su pecho—. Le habríamos atropellado de todas formas. Yo tenía la vista fija en la carretera y tampoco lo vi. ¿Acaso grité para avisarte? No. Salió del bosque, Gracie. ¡Se abalanzó sobre el coche!

—Pero yo había bebido —exclamó Grace.

—Caminaste en línea recta hasta el coche y hablaste igual que siempre. Me habría dado cuenta si hubieras estado borracha.

—Eso no importa.

—Conducías perfectamente. Yo te observaba.

Grace trató de separarse de su madre para poder verla, para hacérselo comprender de algún modo, pero Deborah no se lo permitió.

—Bebí y conduje. ¿Por qué sigues negándolo? Debería haber visto al señor McKenna, pero no lo vi. No soy tú, mamá. Fallé en una carrera, suspendí un examen de francés y entregué una redacción de inglés que sabía que era pésima, pero todo el mundo busca excusas. He decepcionado a todo el mundo, pero nadie quiere ser el primero en decirlo. Un hombre ha muerto.

Su madre no intentó discutir con ella. De repente, Grace no pudo seguir resistiéndose. Dejó caer los brazos y pareció fundirse con Deborah. Halló en ella una seguridad que hacía tiempo que no sentía. Su madre era cálida y fuerte; tenía respuestas; era su escudo; y ahora Grace la necesitaba, porque no entendía muchas cosas, tantas, que no sabía cómo desenvolverse. Ya no importaba si Deborah había mentido, simplemente ya no importaba.

Los sollozos de Grace fueron apagándose poco a poco, pero ella no se movió. No quería hablar, no quería pensar, solo quería que su madre la abrazara y la protegiera, allí, a la sombra de la brillante furgoneta amarilla.

Deborah acarició los cabellos de Grace. Recién lavados y todavía húmedos, olían a champú de mango. Eran las nueve de la noche y Grace dormía junto a ella en el sofá. Necesitaba de consuelo constante, Grace apenas había perdido de vista a Deborah unos minutos desde que habían abandonado el callejón. Deborah era consciente de que el miedo y la preocupación habían agotado las fuerzas de su hija. Sospechaba que no había dormido una noche entera desde el accidente.

¿Sospechaba? Lo sabía. ¿Acaso no había visto sus ojeras?

Pero estaban pasando tantas cosas... Deborah estaba demasiado absorta en sus propios miedos y preocupaciones, muchos de los cuales tenían que ver con Grace, y le costaba comprender la realidad de la situación. Había creído actuar por el bien de su hija, pero no se había dado cuenta de hasta qué punto su mentira afectaría a Grace. Cuando una hija temía no ser amada, era malo. Cuando una hija tenía que recurrir al hurto para conseguir el castigo que creía merecer, era realmente malo.

John no podía haberse mostrado más comprensivo. Les había permitido hablar a solas; esperó en la esquina del callejón hasta que Deborah volvió al interior de la pastelería con Grace. Deborah no sabía si había oído su conversación, pero le daba igual. Lo único que importaba era Grace.

En aquel momento se sentía egoísta, ya que disfrutaba con la cercanía de su hija, deseaba que siguiera siempre así. Pero no podía ser, claro. Grace tenía que crecer, separarse de ella, crear su propia vida. «Yo no soy tú, mamá», le había dicho, y esas palabras resonaban en la cabeza de Deborah. Tenía que aceptar que quizá, solo quizá, las necesidades de Grace eran distintas a las suyas.

Notó un gran peso que caía sobre sus hombros. Era más fácil creer que lo sabía todo que darse cuenta de que quizá había cosas de su hija que no sabía, precisamente porque a lo mejor eran cosas que no le gustaban. Pero no podía controlar a Grace, solo podía educarla de forma que dispusiera de las herramientas necesarias para conducir su vida.

Deborah no estaba segura de haberlo conseguido. Grace tenía que empezar a sentirse mejor en su piel.

Suavemente, salió de debajo de Grace, que seguía dormida. Cogió el móvil y subió hasta lo alto de la escalera. No quiso ir más allá para no perder de vista a su hija, pero se volvió de espaldas y llamó a Greg.

—Soy yo —dijo cuando él contestó, aunque no sabía muy bien por dónde empezar—: Greg, creo que necesito que vengas.

—¿A casa? —preguntó Greg con sorpresa, lo cual era comprensible, ya que no había pisado la casa desde que se había ido. Recogía a los niños en una zona de descanso de la autopista, a mitad de camino entre las dos casas. Deborah no le había pedido nunca que fuera a visitarlos.

—Sí —contestó con cautela. No había pensado en establecer una relación con su ex marido—. Tiene que ser aquí.

—A Dylan le hace mucha ilusión ver a los cachorros, pero no puedo llevarlos.

—¿Y si vinieras el viernes y os fuerais los dos el sábado? —Serían muchas horas de coche, pero no había más remedio.

Greg no discutió.

—¿Qué ocurre? —quiso saber.

—Tenemos que hablar —contestó Deborah, e inesperadamente los ojos se le llenaron de lágrimas.

—¿Sobre qué?

—Del accidente. De Grace. —Deborah tragó saliva—. De cómo solucionar las cosas.

—¿Qué ocurre, Deborah? —volvió a preguntar Greg. De pronto se parecía tanto al hombre con el que se había casado que Deborah se echó a llorar—. ¿Están bien los niños? —preguntó él, asustado.

Deborah tardó un momento en poder hablar. Se tapó la boca con la mano sintiéndose igual que Grace: abrumada, confusa, necesitada de alguien a quien amar. Porque ella amaba a Greg. Ya no quería seguir casada con él —de eso estaba segura, y finalmente podía pensar en ello sin enfurecerse—, pero habían existido sentimientos lo bastante fuertes para que evolucionaran y se convirtieran en algo más apropiado para la tarea que tenían por delante.