Capítulo 9

EL lunes por la mañana, el desayuno fue muy silencioso.

—¿Todo bien? —preguntó Deborah a Dylan, al ver que su hijo no decía nada, pero él se limitó a asentir con la cabeza.

Deborah se inclinó hacia él, obligándole a mirarla.

—¿Los ojos bien?

Le había visto parpadear con frecuencia durante el desayuno; de hecho, últimamente parpadeaba en exceso. Y por mucho que se dijera a sí misma que había montones de niños con problemas mucho más graves que los de su hijo, ya que el suyo se resolvería en un par de años o tres, no le servía de nada. Como madre, no soportaba la idea de que la vista de su hijo estuviera empeorando.

Dylan volvió a asentir, y aunque Deborah no acababa de creérselo, no podía dejar que sus propios miedos crearan un problema que quizá no existía. De modo que se limitó a incorporarse y preguntó:

—¿Los cereales están bien?

Dylan asintió por tercera vez y siguió con su desayuno.

Con Grace la cosa no fue mejor. Su hija no levantaba la vista del libro de francés.

—¿Tienes examen hoy? —preguntó Deborah poniendo una mano sobre su hombro.

—Mmm.

—¿Difícil?

—Mmm.

Desalentada por la tirantez que percibía, Deborah le dio un cariñoso apretón.

—¿Algo más? —Cuando Grace levantó la vista sin comprender, añadió—: ¿En el instituto? ¿Hoy?

Grace negó con la cabeza y reanudó el estudio.

El trayecto en coche hasta la ciudad solo fue un poco mejor. A primera vista, Grace parecía seguir estudiando. Después, Deborah se dio cuenta de que su hija tenía la cabeza inclinada sobre el libro, pero no miraba la página. Tan distraída estaba, que dio un respingo cuando Deborah le tocó la mano.

—Esta semana irá mejor —dijo Deborah con dulzura.

—¿En qué?

—Será más llevadera.

—¿Tú lo llevas mejor? —preguntó Grace en tono acusador.

Deborah meditó la respuesta.

—Sí. Aunque eso no significa que no esté afectada ni que no siga dándome un vuelco el corazón cuando recuerdo que el señor McKenna ha muerto. No significa que no lo lamente. —Y añadió, desesperada por iniciar una conversación—. Tus sentimientos son absolutamente normales, Grace. No serías la chica sensible que yo conozco si no te sintieras así.

Grace apartó la vista.

—Lo digo en serio —le aseguró Deborah, pero Grace no la miró, y en medio del silencio se preguntó si había hecho lo correcto después del accidente. Grace siempre había sido una chica muy alegre, siempre optimista, siempre locuaz. Ahora se mostraba siempre circunspecta.

Deborah echaba de menos la estrecha relación que tenían antes.

Hubiera querido explicar a su hija que la comprendía, que sus sentimientos eran totalmente lógicos, pero Grace persistió en su silencio hasta que Dylan bajó del coche al llegar al colegio. Entonces Grace miró a su madre y le dijo con frialdad:

—No debería haberte contado lo de la bebida. ¿Se lo vas a decir a alguien?

—Quiero que sigas contándome ese tipo de cosas —contestó Deborah, acongojada—. Puedes confiar en mí. Todo lo que me dices queda entre nosotras.

—Si se lo dices a alguien, mis amigos me odiarán.

—¿Alguna vez he traicionado tu confianza?

—Yo ni siquiera estaba allí —le advirtió Grace—, así que no sé con seguridad si realmente había un barril de cerveza. Si no lo había, me meterías en un lío por nada. Y ya tengo suficientes problemas por ahora.

—El accidente fue un accidente, cariño, no es un problema para ti.

—¿Sabrás algo hoy del informe de la policía?

—No lo sé. Pero no hay nada de que preocuparse. No conducíamos temerariamente.

—Nosotras no conducíamos, conducía yo. ¿Lo dirá el informe?

Deborah se detuvo frente al instituto.

—No... no veo por qué.

—El volante tenía mis huellas —dijo Grace.

—La policía no está buscando huellas —replicó Deborah—. Creen que conducía yo. No han preguntado por ti. Además, toqué el volante después, cuando me agarré a él para inclinarme y sacar los papeles del coche de la guantera.

—¿A propósito? —preguntó Grace, consternada.

—No —contestó Deborah, sintiéndose culpable—. Solo me di cuenta después. —Respiró hondo, un poco temblorosa—. No me mires así, cariño. No lo planeé todo deliberadamente. Si la policía me hubiera preguntado quién conducía, se lo habría dicho. Siempre he valorado la sinceridad. Ya lo sabes. —Grace soltó un bufido—. Y me reconcome esta falta de sinceridad tanto como a ti. Tomé la decisión que juzgué correcta. Puede que no lo fuera, pero ya está hecho.

Grace no dijo nada. Miró el libro y luego la puerta del instituto. Cuando finalmente sus ojos volvieron a posarse en Deborah lanzaron un desafío.

—Entonces, ¿irás luego al gimnasio?

—Sí —prometió Deborah—. Seguro.

Deborah no se ocultaba. Quizá se comportaba con discreción, eso era todo. Pero era lo más apropiado tras la muerte del señor McKenna.

Sin embargo, los comentarios de Grace le hicieron ver las cosas de un modo distinto. Se detuvo en la pastelería como todas las mañanas y saludó a todo el mundo. Cuando una mujer le preguntó qué tal estaba, contestó tímidamente:

—Intentando superarlo.

Se sentó en su butaca habitual y se tomó su café y su bollo con nueces mientras hojeaba el New Journal of Medicine a la vista de todo el mundo. Nadie podía acusarla de esconderse.

—¿Algo interesante? —preguntó Jill, que ese día vestía de amarillo intenso.

Dejó su taza sobre la mesa y se sentó.

—¿Algo nuevo sobre lo que no debe hacer una mujer embarazada? Nada de vino, ni de pescado, ni de carne roja. Nada de edulcorantes, ni de cafeína. Nada de dormir del lado derecho, ¿o es del izquierdo? Nada de analgésicos fuertes. Con tantos métodos nuevos de control de la natalidad y tantas normas, las mujeres acabarán por creer que tener hijos no vale la pena.

Deborah sonrió y miró al trío de empleados que servían tras el mostrador.

—¿Lo saben ellos?

—No. He hecho una hornada de Stickies, como todas las mañanas, y nadie se va a dar cuenta de que tomo descafeinado. Estoy ampliando la oferta de Stickies, pero eso podría deberse también a que llega el verano. Mango. Arándanos. Frambuesas. Definitivamente esta es la mejor estación para quedarse embarazada.

—Ojalá se lo dijeras a papá de una vez. Le animaría. La semana pasada no fue nada fácil.

—¿En qué sentido?

—No visitó a sus dos primeros pacientes el sábado por la mañana, y ayer no vino al almuerzo.

—Eso me sorprende —comentó Jill irónicamente—. La última vez que fui, trasegaba mimosas como si no pudiera vivir sin ellas.

—A lo mejor no puede —dijo Deborah—. A veces me preocupa. Pasa las veladas solo.

—Bebiendo.

Deborah asintió con la cabeza.

—Echa de menos a mamá.

—Y yo también, pero no me emborracho para llenar el vacío.

—Tú no estuviste cuarenta años casado con ella.

—No, pero era mi madre. Y también mi socia. Hablábamos de abrir una pastelería cuando yo aún iba al colegio. Apuesto a que no lo sabías.

—No —admitió Deborah, sorprendida.

—Yo pensaba que era perfecto para mí porque siempre me había encantado ayudar a mamá en la cocina, y para ser repostera no hacía falta un título superior. No imaginaba lo mucho que tendría que aprender para llevar un negocio. Pero mamá confiaba en mí. La pobre siempre caminaba sobre la cuerda floja con papá cuando se trataba de mí.

Deborah empezaba a comprender que Ruth Barr siempre había caminado sobre la cuerda floja en un montón de cosas. Michael no era un tirano, tan solo era un hombre con las ideas muy claras. El noventa y ocho por ciento de las veces tenía razón. Inevitablemente, el dos por ciento restante tenía que ver con lo que esperaba de su familia.

Deborah terminó el desayuno y se limpió las manos con una servilleta.

—¿Mamá mintió alguna vez premeditadamente?

—Lo dudo —contestó Jill—. Simplemente no le decía a papá lo que no necesitaba saber.

—Ya. ¿Crees que deberíamos hablar con él sobre la bebida?

—Depende. ¿Hasta qué punto es grave?

—Bebe hasta dormirse.

—¿Todas las noches?

—La mayoría, diría yo. —Deborah se recostó en su asiento—. Le hace falta algo en lo que centrarse. Cuéntale lo del bebé, Jill. Creo que le ayudaría.

—¿Mi bebé debe convertirse en el centro de su ira?

—No, le daría una nueva razón para vivir.

—Oye, si no le basta con lo que tiene, mi bebé no va a ayudarle. Incluso podría avivar su ira.

—Quizá, pero quizá no.

—¿Afecta la bebida a su trabajo?

Deborah apuró su café y dejó la taza sobre la mesa.

—Se levanta tarde. Está un poco brusco al principio.

—¿Perjudica a su trabajo como médico?

—De momento no. Y le vigilo. ¿Imaginas lo que ocurriría si se equivocara en un diagnóstico porque bebiera entre una consulta y otra? —Su miedo no carecía de fundamento y justificaba pagar un seguro que los cubriera en caso de posible negligencia—. Desde la semana pasada está obsesionado con mi reputación. ¿Y qué hay de la suya? O de la mía, si él cometiera un error. A lo mejor debería hablar con él. A mis pacientes les hablo a menudo de que no deben consentir ciertos comportamientos pensando que así protegen a sus seres queridos. ¿No estaré haciendo yo lo mismo con papá?

Jill alzó una mano y se puso en pie.

—A mí no me metas en eso, Deborah. No sé qué hace papá, porque me mantiene a distancia. ¿Le sirves tú la bebida? No. ¿Le animas a beber? No. ¿Niegas que exista un posible problema? Sí, si se trata de hablar con él, porque te aterra la confrontación. También me aterraría a mí si estuviera en tu lugar. Mira, en eso tengo suerte. Tu vida está entrelazada con la suya. La mía no.

—Por supuesto que sí —protestó Deborah. Estaba pensando en la rebeldía de Jill en casa y en el colegio, incluso en la cuestión de su embarazo—. Gran parte de lo que haces es un desafío contra él. Siempre ha sido así. Hablando de negación...

—Hay una diferencia —señaló Jill esbozando una sonrisa—. Si tú niegas que tiene un problema con la bebida, tú pagarás las consecuencias. Si yo niego que ejerce cierta influencia sobre mí, no tendré que pagar nada.

Poco después, Deborah aparcaba delante de la casa de su padre. Si el comportamiento de su padre durante el fin de semana era un anticipo de lo que le esperaba hoy, mejor haría preparándose para una discusión. Armándose de valor, se dirigió hacia la cocina.

Y allí estaba él, despierto y lleno de energía, sentado a la mesa de la cocina. Se había vestido, se había preparado el café y se lo estaba tomando mientras leía el periódico. No solo se había comido su bagel, sino que lo había tostado primero, a juzgar por las migas oscuras que quedaban en el plato.

—Buenos días —dijo con alivio.

—Buenos días —dijo él con una sonrisa—. ¿Los chicos están bien?

—Sí. —Deborah se apoyó en la jamba de la puerta—. Tienes buen aspecto. ¿Esa corbata es nueva?

Michael se miró la corbata y la cogió con la mano.

—Me la compró tu madre poco antes de ponerse enferma. No había querido ponérmela hasta ahora. —Alzó la cabeza y guiñó un ojo—. Me dice que debo superarlo y que esta corbata me ayudará. ¿A ti qué te parece?

—Que sí, desde luego —respondió Deborah con una amplia sonrisa. Sentía un gran alivio, tanto por ver a su padre recuperado como por haber eludido una desagradable riña—. ¿Qué más ha dicho?

—Que he estado regodeándome en la autocompasión. —Enarcó una ceja.

—Puede ser. ¿Qué más?

—Que mi comportamiento del sábado saltándome las visitas fue inexcusable.

Deborah agitó una mano.

—¿Inexcusable? Yo lo dejaría en... decepcionante para los pacientes, que habrían preferido verte a ti en vez de a mí.

—También dice que debería haber ido a tu casa ayer. Interesante. Si su padre hubiera ido a almorzar, tal vez la conversación con el hermano de Cal McKenna no se habría desarrollado de la misma manera.

—Te echamos de menos —se limitó a decir—. La semana pasada fue dura. Los niños sufrieron tanto como yo. El almuerzo fue un fiasco sin ti.

—Lo siento —dijo su padre, realmente contrito—. Estaba regodeándome en la autocompasión. Tu madre tenía razón.

Deborah le dio un abrazo, absorbiendo de él la fortaleza que recordaba desde su infancia. La mañana en la consulta fue muy productiva. El mes de mayo traía consigo el polen, que a su vez provocaba un alud de pacientes con agudos ataques de alergia. Entre estos casos y las habituales urgencias de un lunes por la mañana, Michael y Deborah tuvieron que multiplicarse para atenderlos en sus cuatro salas.

Por suerte, la recepcionista consiguió aplazar dos visitas a domicilio hasta el martes, lo que permitió a Deborah seguir en la consulta después de comer. Por la tarde tenía tan solo visitas para una revisión anual, y dado que a Deborah le gustaba charlar largo y tendido con cada paciente, se sintió agradecida cuando se produjo una cancelación en el último momento. Esto le permitió terminar de clasificar las muestras de sangre antes de sentarse para ocuparse del papeleo.

Cumplir con los requisitos de las compañías de seguros era la parte de su trabajo que menos le gustaba, y empeoraba cada año. Su padre, que abordaba la cuestión desde el punto de vista de la vieja escuela, aún tenía menos paciencia que ella para rellenar impresos. Deborah había terminado con el primero y empezaba con el segundo cuando Michael apareció en su puerta. No era el mismo hombre jovial de aquella mañana; su mano estaba tensa en el pomo de la puerta y tenía una expresión ominosa en la cara.

—Acaba de llamar Dean LeMay —anunció—. Quiere saber por qué no hiciste caso a su mujer la semana pasada.

Deborah se sobresaltó.

—No es verdad que no le hiciera caso. —Recordaba la visita perfectamente—. Me limité a decirle que necesitaba perder peso.

—Dean dice que no mostraste el menor interés por su artritis. Afirma que le dijiste que imaginaba tener un hueso roto solo como excusa para no moverse.

—Yo no le dije eso.

—Le dijiste que tenía que mover el culo y buscar trabajo.

—Es verdad.

—¿Le dijiste eso? —preguntó Michael, enrojeciendo.

—Por supuesto que no —respondió Deborah, dolida por el reproche de su padre—, y menos aún con esas palabras. Hablé con ella amablemente; además, todo eso ya lo habíamos discutido en otras ocasiones. Se niega a admitir su sobrepeso y el efecto que tiene en sus tobillos. Le aconsejé que intentara caminar un poco por la casa, que es lo que el especialista le ha recomendado también. Se pasa el día sentada en la cocina, papá. Comiendo. Le recomendé que buscara un trabajo a tiempo parcial, para salir de casa.

—Dean lo considera un insulto a su capacidad para mantener a su familia.

—Eso es problema suyo.

—Y nuestro, si deciden cambiar de médico.

—¿Ah, sí? —dijo Deborah, enojándose—. No me pagan por el tiempo que paso conduciendo hasta su casa. Si a Darcy no le gusta lo que le digo, pues que se busque un médico que vaya a verla y le diga lo que quiere oír. Si la artritis le parece mala, ya verá cuando empiece con la diabetes o con el corazón, porque así es como acabará.

—Le he dicho a Dean que le llamaría cuando hubiera hablado contigo. ¿Qué quieres que le diga?

—¿Y por qué te ha llamado a ti? —quiso saber Deborah, todavía indignada—. ¿Por qué no me ha llamado a mí directamente? —Levantó una mano—. De acuerdo. Supongo que está entre la espada y la pared. Darcy necesita un chivo expiatorio y yo soy el que tiene más cerca. —Sonó su teléfono.

—¿Qué le digo? —volvió a preguntar su padre.

Deborah puso una mano sobre el teléfono. La llamaban por la línea privada, lo que significaba que eran sus hijos o Jill o uno de los pocos amigos que tenían su número.

—Que estuve un buen rato charlando con Darcy, precisamente porque siempre hago caso a mis pacientes, pero que el sobrepeso es un problema grave y que tanto tú como yo desearíamos hablar con los dos si son tan amables de venir hasta aquí.

Deborah esperó a que su padre diera media vuelta para levantar el auricular.

—Hola —dijo, todavía con cierta brusquedad.

—Oh, oh —respondió la voz indecisa de Karen—. ¿Quieres que te llame en otro momento?

Deborah dejó escapar un suspiro.

—No, no, K. No pasa nada. Solo acabo de tener una desagradable discusión con mi padre sobre uno de nuestros pacientes. —Aún estaba resentida por la llamada de Dean LeMay, pero hizo un esfuerzo por relajarse—. ¿Estás bien?

—Bueno, el codo está mejor, lo que significa que tú tenías razón, pero también que tengo que bajar el ritmo con el tenis y eso no me entusiasma. En realidad no te llamaba por eso. Primero, ¿cómo está Grace? Danielle ha intentado hablar con ella varias veces, pero ni siquiera contesta a los mensajes de móvil.

—Lo está pasando mal.

—Dani podría ir a verla esta noche.

—Es un ángel —dijo Deborah, agradecida—. Espero que Grace quiera hablar con ella. Dile a Dani que no se rinda.

—Oh, no lo hará. Os quiere mucho —le aseguró Karen, soltando un resoplido. Poniéndose seria, añadió—: También quería preguntarte por Hal. ¿Está ahí?

—¿Aquí? No. ¿Por qué?

—Me ha dicho que iba a verte para hablar sobre Cal McKenna. A Deborah se le aceleró el pulso.

—¿Tiene noticias de John?

—No que yo sepa.

—¿No ha mencionado el informe del accidente?

—No. Solo dijo de pasada que iba a verte. No parecía preocupado.

Deborah se relajó un poco.

—Bueno, entonces será que aún no ha llegado.

—Su secretaria está intentando hablar con él. No contesta al móvil.

—¿No estará jugando al golf?

—El lunes por la tarde no juega. Y menos sin decírmelo.

Deborah sabía lo que estaba pensando. No tenía nada que ver con el riesgo de que hubiera tenido un accidente de coche, sino más bien con la llamada telefónica que había recibido la semana anterior.

—¿Ha vuelto a llamar aquella mujer? —preguntó Deborah en voz baja.

—No —respondió Karen bajando también la voz—. Pero a Hal le pasa algo. Salta por cualquier minucia, como cuando vuelvo a meter los cubos de reciclaje vacíos en el garaje y no los dejo en orden. O cuando separo la propaganda del resto del correo y la tiro. Lo llevo haciendo desde hace años. Anoche, me dijo que a lo mejor él quería algo de esa propaganda y que no tenía derecho a censurarle el correo. ¿Puedes creerlo?

—Quizá esté pasando por un mal momento en el trabajo —aventuró Deborah. Sonó el interfono—. ¿Un fiscal difícil? ¿Un cliente problemático?

—No lo sé. No me lo ha dicho. En cuanto empiezo a preguntarle se enfada. Quizá esté pasando por la crisis de la mediana edad. Creo que es eso. —Karen hizo una pausa—. ¿Verdad?

—Podría ser.

—Entonces lo es —decidió Karen—. Gracias, Deb. Siempre eres una gran ayuda.

Deborah no había hecho nada y también se sentía culpable por ello.

—Si aparece por aquí le diré que te llame. —El interfono volvió a sonar—. Tengo que dejarte, me llaman. Dale un poco más de tiempo, cariño. Quizá ni siquiera se haya dado cuenta de que lleva el móvil apagado.

Hal no podía vivir sin su móvil. Si lo tenía apagado, era adrede. Deborah supuso que Karen también lo sabía, pero ninguna de las dos mujeres estaba dispuesta a decirlo en voz alta.

—Seguro que es eso —dijo Karen—. Atiende tu llamada. ¿Tomamos un café luego?

—No puedo. Le he prometido a Grace que iría al gimnasio a hacer un poco de ejercicio. —Y lo importante era sobre todo que la vieran en el gimnasio—. ¿Quieres que quedemos allí para sudar juntas?

—¿A qué hora?

—A las cuatro y media.

—Perfecto. Vamos, contesta a tu llamada.

Deborah pulsó el botón del interfono.

—¿Sí, Carol?

—Tengo a Tom McKenna por la línea tres. No es un paciente. Dice que es personal.

«Personal» era de las palabras que podían utilizarse. Había otras, como «peligroso», porque no debería hablar con él. Sin embargo, el domingo por la mañana se había mostrado bastante amable, y si tenía alguna noticia sobre el Sintrom que tomaba su hermano, ella quería saberlo.

—Ya lo cojo —dijo, y pulsó el botón.

—¿Es mal momento? —preguntó una voz que empezaba a serle familiar.

—No, no, estoy terminando. ¿Ha ocurrido algo?

—Me temo que ayer le di un buen susto a su hija. ¿Está bien?

«¿Dos muestras de preocupación en otros tantos días?», se preguntó Deborah con recelo. No podía olvidar la escena del cementerio, y mucho menos que había sido su coche el que había provocado la muerte al hermano de Tom McKenna.

En cualquier caso, su preocupación parecía sincera, de modo que respondió:

—Es muy amable por llamar. Está bien. Aún está muy afectada por el accidente, pero ya ha aceptado que no es usted el fantasma de Cal. Se le parece mucho, la verdad.

—Salimos a mi madre —respondió él en tono más desenfadado, después de una pausa.

—¿Estaban muy unidos?

—A nuestra madre no —contestó Tom.

—¿Su hermano y usted?

—A temporadas. —Tom vaciló antes de añadir con resignación—: En general no. Teníamos personalidades completamente distintas.

—¿En qué sentido? —preguntó Deborah con natural curiosidad.

Se produjo un breve silencio. Deborah pensó que tal vez había sobrepasado los límites, que Tom cambiaría de conversación, pero finalmente le contestó en tono reflexivo:

—A él le gustaba el orden. Le gustaba saber qué iba a ocurrir. Por eso le gustaba la historia. Leyendo un libro de historia no cabían sorpresas, ya sabía cómo iba a acabar. Cal lo llamaba pulcritud. Con su casa ocurría igual, todo estaba absolutamente organizado, cada mueble en su sitio, los libros a la perfección; ordenados; había tres conchas de nautilo dispuestas sobre la repisa de la chimenea. Le gustaba la precisión.

Animada por la larga respuesta, Deborah siguió preguntando.

—¿Y usted?

—Yo soy un vago.

La respuesta fue tan directa e inesperada que Deborah se echó a reír.

—¿Lo dice en serio?

—Totalmente.

—¿Para distinguirse de su hermano mayor?

—No. Yo tenía cuatro años más que él.

—No hay nada malo en ser vago.

—Lo hay —observó él—, si eso significa que eres incapaz de ver nada. No dejo de pensar que debería haber sabido que mi hermano tomaba Sintrom.

—¿Y cómo iba a saberlo si él había decidido no decírselo?

—Hacía tiempo que no hablábamos. No debería haber dejado que pasara tanto tiempo. —Su tono se relajó un poco—. Aún sigo tratando de averiguar por qué estaba tomando ese medicamento. ¿Qué sabe usted de él?

—El Sintrom es un anticoagulante. Suele utilizarse tras un ataque al corazón o un derrame cerebral, para impedir la formación de coágulos en arterias y venas.

—¿Debo suponer entonces que Cal tuvo un ataque al corazón o un derrame cerebral?

—No. Puede que tuviera un coágulo, en cuyo caso le habrían recetado el Sintrom para impedir que apareciera otro. En realidad era muy joven para eso.

—Pero podría ser —explicó Tom—. Mi padre tuvo un derrame cerebral a los cuarenta y ocho. —Hizo una pausa y luego preguntó en tono cauteloso—. ¿Habría podido tomar el Sintrom por prevención?

—Lo dudo. El riesgo de efectos secundarios sería demasiado grande. —Deborah se preguntó si Tom la estaba poniendo a prueba. Pero era médico y, dolida aún por la llamada de Dean LeMay, dio a Tom la explicación que le pedía—. Por lo general, una persona con esos antecedentes familiares se sometería a revisiones periódicas. Mantendría un peso adecuado y vigilaría la presión arterial y el nivel de colesterol. ¿Hacía su hermano esas cosas?

—Estaba delgado. Lo demás no lo sé.

—¿Le preocupaba que le ocurriera lo mismo que a su padre?

—Nos preocupaba a los dos.

—¿Toma usted precauciones?

—No. Pero a los vagos no nos gusta la disciplina —respondió—. Me volvería majareta si tuviera que tomar pastillas cada día. Cal se las tomaba como si fueran caramelos.

—¿Medicamentos?

—Vitaminas. Si tomaba algo más fuerte, no lo sé. ¿Podría ser que hubiera tomado demasiado Sintrom?

—Es posible, pero incluso una dosis normal puede provocar hemorragias. Por eso las advertencias son bien visibles.

—¿Cuál es la dosis normal?

—Una pastilla al día durante un período que varía según el paciente. Algunas personas lo toman de tres a seis meses. Otras deben tomarlo durante toda la vida. Suele ocurrir con pacientes que han sufrido varios ataques. Pero no creo que pudiera haberle ocurrido a su hermano sin que nadie más lo supiera.

—No —convino Tom, y añadió—: ¿Cómo sabe usted todo esto? ¿Receta usted Sintrom? ¿O lo miró después de que Cal muriera?

Deborah sonrió.

—No, yo no lo receto, pero leo revistas médicas. Hablo con colegas en conferencias. Aprendo de los especialistas que visitan a mis pacientes. Una cosa es segura. Las personas que toman Sintrom tienen que hacerse revisiones exhaustivas. Ningún médico volvería a extender una receta de Sintrom sin antes haber llevado a cabo exámenes y pruebas, y ese tipo de pruebas no las haría un médico de cabecera como yo. Si el estado de su hermano exigía que tomara Sintrom, tenía que recetárselo un especialista. Su compañía de seguros lo sabrá.

Tom carraspeó.

—Sí. He hablado con ellos esta mañana. El problema es la confidencialidad. No van a proporcionarme ninguna información a menos que Selena firme una autorización.

Deborah notó cierto resquemor en la forma en la que Tom pronunciaba el nombre de su cuñada. Envalentonada, siguió preguntando:

—¿Y por qué no iba a firmar la autorización? Necesitará esos datos si piensa demandarme. —Y si lo hacía, se recordó Deborah a sí misma, Tom se convertiría en su adversario—. Por cierto, mi amigo el abogado no estaría muy contento con esta conversación. Tendría miedo de que dijera alguna cosa que después ustedes pudieran utilizar en mi contra ante un tribunal. Solo quiero que sepa que estoy siendo sincera con usted. Yo también quiero respuestas.

—Me he dado cuenta. Por eso la he llamado.

También él parecía hablar con sinceridad, a menos que fuera un extraordinario actor. Deborah se dijo que debía seguir hablando con él para averiguarlo.

—¿Qué tal está Selena?

—No lo sé. Hoy no he hablado con ella.

—Oh —dijo Deborah, sorprendida—. ¿No está usted en su casa?

—Dios, no. Vivo en Cambridge.

—Cambridge. —Eso sí que era una sorpresa. Deborah había supuesto que Tom vivía en otro estado y que había venido por el funeral. Cambridge quedaba bastante cerca en coche. Pero también estaba ese «Dios, no» que dejaba entrever una escasa simpatía hacia su cuñada. De todas formas, Deborah estaba más interesada en la relación entre los dos hermanos—. ¿Y no veía a su hermano a menudo?

—Si nos hubiéramos visto, quizá habría estado más informado acerca de su salud —replicó Tom—. Y si hubiera estado más informado tal vez habría podido alertar a los médicos. Eso suponiendo que Selena me hubiera llamado antes. Tal vez lo habría hecho si Cal y yo hubiéramos estado más unidos. ¿No es patético que dos hermanos no sepan nada de la vida del otro?

—Ocurre más a menudo de lo que cree —respondió Deborah, comprensiva.

—¿Eso lo hace menos patético?

—No.

Se produjo un breve silencio.

—Gracias —dijo luego Tom en voz baja.

—¿Por qué?

—Por ser sincera. Es más fácil engañarse que ser sincero con uno mismo. Apuesto a que es usted muy directa con su familia.

—¿Por qué dice eso? —preguntó Deborah, desconcertada.

—Porque me parece una persona sincera.

¡Qué ironía! A Deborah se le ocurrió entonces que tal vez, solo tal vez, Tom le estaba tendiendo una trampa.

—Hay una diferencia entre ser sincero y ser directo. Cuando uno es demasiado directo puede hacer daño. Yo intento ser sincera sin hacer daño.

—Veo que dispara con puntería.

Otra ironía.

—Por lo general sí.

—¿Y cuándo no lo hace?

Deborah respiró hondo antes de contestar.

—Cuando para ser sincera debo traicionar la confianza de otra persona. —Deborah estaba pensando en la discusión con Grace de esa misma mañana—. Mi hija me cuenta cosas sobre sus amigos que no puedo decir a nadie.

—¿Cosas serias?

—A veces. A veces es peliagudo. Si Grace me dijera que una de sus amigas se autolesiona, me resultaría muy difícil mantener el secreto. La automutilación es un grito de socorro.

—¿No lo entendería Grace?

—Eso espero. Tal vez no quisiera conocer los detalles, como a quién llamaría, pero seguramente le aliviaría poder compartir la responsabilidad.

—Porque confía en su madre. ¿En quién confía usted? ¿Con quién comparte las responsabilidades?

—Tratándose de trabajo, con mi padre.

—¿Y en casa?

—A veces con mi hermana, pero casi siempre estoy sola.

—¿No la ayuda su ex marido con los niños?

«Desde luego. Llama por teléfono todos los días», le habría gustado decir. Habría sido menos humillante para ella; claro que, ¿no estaban hablando de sinceridad?

—Activamente no —respondió, tratando de dar a su voz un tono optimista—. En este momento se encuentra en otra etapa de su vida.

—Sigue teniendo dos hijos.

—Da por supuesto que yo puedo ocuparme de ellos.

—¿Y a usted le da igual?

—Por supuesto que no —se ofendió Deborah—. Todo el mundo da siempre por supuesto que yo puedo ocuparme de todo, así que cada vez me cargan con más responsabilidades, ¡y a veces la responsabilidad es una auténtica porquería! —Justo entonces vio a Hal en la puerta de su despacho—. Hablando de responsabilidades, tengo que dejarle. ¿Le parece si... le doy el número de mi móvil? —preguntó.

—Sí, por favor —respondió Tom, y una vez apuntado, añadió—: Lo tengo.

—¿Me llamará si se entera de algo?

—Por supuesto.

Fingiendo que había hablado con cualquiera menos con el hombre que podía demandarla por haber matado a su hermano, colgó y miró a Hal, que tenía una expresión sombría. Deborah sintió una punzada de temor.

—¿Has hablado con John?

—Esta mañana —respondió él—. No hay noticias. Quería comentártelo porque puede que tarden una semana más por culpa de la gripe. Andan escasos de personal para interpretar los datos.

Deborah se sintió abatida. Por mucho que se repitiera a sí misma que Grace no había hecho nada malo, no descansaría hasta que el informe de la policía estatal lo avalara.

—¿Y si se tratara de un conductor borracho que se hubiera lanzado contra una multitud y hubiera matado a cinco personas? ¿Se retrasaría el informe por culpa de las bajas por enfermedad, permitiendo que persistiera la amenaza en la carretera?

—No. La amenaza estaría bajo arresto. Ocurre como en todo lo demás. Unos casos tienen prioridad sobre otros. El tuyo no es urgente.

—Muy amables por su parte —dijo ella con sorna—, pero soy yo la que está en el limbo. En cambio tú pareces recién salido de la sauna. —Hal tenía el pelo húmedo y recién peinado, y las mejillas un poco encendidas.

—De la sauna no —dijo él—, de jugar a racquetball.

La voz preocupada de Karen resonó de nuevo en los oídos de Deborah.

—¿Y dónde se juega a eso?

—En un gimnasio de Boston —respondió Hal con una sonrisa de suficiencia—, no lejos de los tribunales.

—No sabía que jugaras al racquetball.

—Y no lo hago, pero algunos amigos míos son unos auténticos forofos. He ido a probar para ver si me gustaba.

—¿Y? —preguntó Deborah, pensando que un gimnasio en Boston le permitiría justificar ausencias de varias horas.

—Podría ser —respondió él. Parecía agradablemente sorprendido—. ¡No he sudado ni nada! Desde luego es un buen ejercicio cardiovascular. ¿Qué opinas tú? ¿Debería apuntarme?

—Lo que opino es que deberías buscar un lugar más cerca para jugar —respondió Deborah—. Que juegue contigo Karen.

—K juega a tenis —replicó él con soltura—. No tiene tiempo para el racquetball.

—Lo tendría si tú se lo pidieras.

—¿Y que me gane? No, gracias. —Hal ladeó la cabeza—. ¿Te ha llamado?

Deborah asintió.

—Le dije que estaría en Boston —se quejó él—. Ha hecho que mi secretaria llamara a todas partes. No sé qué le pasa últimamente.

—Nada que no puedas resolver contestando al móvil. ¿Y si algún cliente quisiera hablar contigo?

—No hay ningún cliente tan importante que no pueda esperar una hora.

—Si eso es cierto —dijo Deborah, y solo era broma en parte—, puede que deba buscarme otro abogado. Cuando John te llame, quiero saberlo de inmediato.