Capítulo 4
DEBORAH sintió que se le paraba el corazón. Cuando por fin logró hablar, se podía palpar el pánico en su voz.
—¿Ha muerto? ¿Cómo?
—De una hemorragia cerebral —respondió la enfermera.
—Pero le hicieron un escáner cerebral al ingresarlo. ¿Cómo no lo vieron?
—Entonces no había ninguna hemorragia. Suponemos que empezó ayer. Cuando los signos vitales empezaron a fallar y nos dimos cuenta, era demasiado tarde.
Deborah no comprendía qué podía haber ocurrido. Ella misma había examinado al señor McKenna en la carretera, no le había encontrado ninguna herida grave y su pulso era constante. Había superado una primera operación y había recobrado el conocimiento. No tenía sentido que hubiera muerto.
—¿Está segura de que se trata de Calvin McKenna? —preguntó, aferrando la toalla con la que se había envuelto.
—Sí. Más tarde le harán la autopsia.
Deborah no podía esperar.
—¿Quién estaba de guardia cuando ha muerto?
—Los doctores Reid y McCall.
—¿Puedo hablar con alguno de los dos?
—Tendrán que llamarla ellos. Acaban de ingresar los heridos de un accidente de varios coches. ¿Les doy el mensaje?
—Sí, por favor. —Dio las gracias a la enfermera y colgó.
—Dijiste que no iba a morir —exclamó Grace con los ojos llenos de lágrimas.
Desconcertada, Deborah le tendió el teléfono.
—No sé qué ha podido pasar —dijo, sintiendo deseos de llorar ella también.
—Dijiste que sus heridas no eran graves y que su vida no corría peligro.
—Y no lo eran. Grace, esto es un misterio para mí. —Deborah estaba muy afectada; aún no había asimilado lo ocurrido—. Sus constantes vitales eran estables. No vieron nada en las pruebas. No tengo la menor idea de cómo ha podido ocurrir.
—No me importa cómo haya ocurrido —replicó Grace entre sollozos—. Ya era horrible cuando pensaba que tendría que verlo en clase después de haberlo atropellado, pero ahora ya no habrá clases con él. Lo he matado.
—Tú no lo has matado. Matar implica intencionalidad. Lo ocurrido fue un accidente.
—Pero está muerto —gimió Grace.
La muerte era una compañía constante en el trabajo de Deborah. La veía a menudo, la combatía a menudo. Pero la muerte de Calvin McKenna era algo distinto.
No se le ocurrió qué decirle a su hija para ayudarla, así que se limitó a rodearla con sus brazos, tanto para consolarla a ella como a sí misma.
Deborah no tuvo valor para obligar a Grace a ir a clase. Su hija alegó con razón que la noticia se habría extendido ya, y le pareció injusto que Grace atrajera toda la atención, al menos hasta que supieran algo más. Pero ninguno de los dos médicos de guardia la llamó, de modo que no pudo decir nada a Grace para que se sintiera mejor.
No tenía ninguna explicación para la muerte del señor McKenna, y así se lo dijo a Mara Walsh, la psicóloga del instituto, a la que llamó por teléfono. Mara y ella trabajaban juntas a menudo con los alumnos que tenían problemas de drogas o de anorexia, y ambas habían formado parte de un equipo de apoyo cuando un alumno había muerto de leucemia durante el curso anterior.
La noticia pilló por sorpresa a Mara. Hizo algunas preguntas que Deborah no pudo responder y arrojó escasa luz sobre la personalidad de Calvin McKenna, aparte de decir que tenía un doctorado en historia, lo que sorprendió a Deborah, porque no usaba el título ni constaba su doctorado en la página web del instituto.
Cuando por fin Deborah colgó, descubrió que Dylan había estado escuchando.
—¿Ha muerto? —preguntó pálido y con los ojos muy abiertos tras las gafas. A pesar de su edad, conocía el significado de esa palabra desde que había muerto su abuela hacía tres años.
Deborah asintió.
—Estoy esperando que me llamen del hospital para explicarme el porqué.
—¿Era viejo?
—No mucho.
—¿Más viejo que papá?
Deborah sabía adónde quería ir a parar. El divorcio, apenas un año después de la muerte de Ruth Barr, había aumentado su sensación de pérdida.
—No, no era más viejo que papá.
—Pero papá es más viejo que tú.
—Un poco.
—Mucho —dijo el chico.
Se le veía casi tan alterado como cuando los padres de Deborah se enteraron de que su hija de veintiún años se había casado con un hombre de treinta y ocho. Pero Deborah no había sentido nunca la diferencia de edad. Greg había sido siempre un hombre joven y vital, un espíritu libre durante la adolescencia y la primera juventud, que no había madurado hasta la treintena, como él mismo admitía, lo que significaba que Deborah y él se sentían más próximos en edad de lo que en realidad eran.
—Papá tiene cincuenta y cinco —dijo Deborah—, no es viejo y no se está muriendo. Al señor McKenna lo ha atropellado un coche. De lo contrario seguiría vivo.
—¿Y van a arrestarte por matarlo?
—Por supuesto que no. Fue un terrible accidente debido al aguacero.
—¿Como la noche en la que murió la abuela Ruth?
—La abuela Ruth no murió en un accidente, pero sí, también hacía mal tiempo.
Llovía y hacía un viento huracanado la noche en la que murió Ruth. Deborah no olvidaría jamás el trayecto en coche para estar junto a ella en sus últimos momentos.
—¿Van a enterrarlo?
—Por supuesto que sí.
Sin duda habría un funeral y también saldría en los titulares de la prensa local. Deborah imaginaba la noticia en primera página junto con una descripción del accidente y el nombre de los ocupantes del coche.
—¿Lo enterrarán cerca de la abuela Ruth?
—Buena pregunta —dijo Deborah, recobrando la compostura—. Pero el señor McKenna no llevaba mucho tiempo viviendo aquí, por lo que es posible que lo entierren en otro lugar.
—¿Por qué no se ha vestido Grace todavía?
Grace estaba sentada en un taburete de la cocina. Llevaba la camiseta y los pantalones cortos con los que había dormido, y se mordisqueaba la uña del pulgar con los hombros caídos.
—¿Grace? —dijo Deborah en tono suplicante, y cuando vio que su hija apartaba el pulgar de la boca, se volvió otra vez hacia Dylan—. Hoy no irá a clase. Se quedará en casa mientras nosotros intentamos averiguar algo más.
Deborah tecleó en su ordenador portátil. Los pacientes le enviarían e-mails. Sería mejor mantenerse ocupada intentando solucionar sus problemas.
—Yo también quiero quedarme en casa —dijo Dylan.
—No es necesario —dijo Deborah, tecleando su contraseña.
—Pero ¿y si te arrestan?
—No van a arrestarme —le aseguró Deborah con un leve tono de reprimenda.
—A lo mejor sí. ¿No es eso lo que hace la policía? ¿Y si vuelvo a casa y resulta que te han metido en la cárcel? ¿Quién cuidará de nosotros entonces? ¿Volverá papá?
Deborah aferró a su hijo por los hombros y se inclinó para que sus ojos quedaran a la misma altura que los suyos.
—Cariño, no voy a ir a la cárcel. El mismísimo jefe de policía me dijo que no había ningún motivo para preocuparse.
—Eso fue antes de que ese hombre muriera —objetó el chico.
—Pero los hechos del accidente no han cambiado. Nadie va a ir a la cárcel, Dylan. Te doy mi palabra.
Sin embargo, Deborah también estaba preocupada. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para concentrarse en sus pacientes y contestar a sus mensajes: «No te preocupes, Kim, no hace ni un día que tu hija ha empezado a tomar los antibióticos». «Sí, Joseph, pediremos el recambio para el inhalador.» «Gracias por mantenerme informada, señora Warren, me alegro de que se encuentre mejor.»
El día anterior, cuando su padre le aconsejó que llamara a Hal Trutter, Deborah se había resistido. Ni siquiera ahora estaba segura de que necesitara asesoramiento legal, pero lo que sí necesitaba era que alguien la tranquilizara.
—Karen —dijo, cuando su amiga contestó al teléfono—. Soy yo.
—¿Qué yo? —replicó Karen, dolida—. ¿Mi amiga Deborah, que no se molestó en llamar ayer ni siquiera para decirme que no iría al gimnasio, y dejó que me enterara del accidente por mi hija, que no deja de llamar a Grace, aunque ella no contesta?
Deborah se arrepintió al instante. No podía responder por Grace, que quería a Danielle como a una hermana, pero Karen era su mejor amiga. La habría llamado antes de no ser por Hal, otra cosa de la que echarle la culpa, pero eso no podía decírselo a su amiga.
—Lo siento. No llamé a nadie, Karen. Fue un mal día. Estábamos muy alterados.
—Precisamente por eso deberías haber llamado. Si yo no hubiera podido lograr que te sintieras mejor, lo habría hecho Hal.
Deborah se aclaró la garganta.
—Por eso llamo ahora. Calvin McKenna ha muerto.
—¿Lo dices en serio? —preguntó Karen, ahogando una exclamación.
—Sí. No conozco los detalles, pero he pensado que sería mejor hablar con Hal. ¿Se ha ido ya?
—Está hablando por la otra línea. Espera un momento, cariño, y te lo paso.
Por su voz, Hal parecía casi tan dolido como Karen.
—Te lo has pensado mucho antes de llamar, Deborah. ¿Por algún motivo en particular?
«Para empezar, seguro que lo habrías interpretado de forma equivocada», pensó en decirle Deborah, pero Grace había entrado en el estudio tras ella y no sabía si Karen seguía a la escucha, de modo que se limitó a responder:
—Fue un accidente. Solo necesito información. No creo que me haga falta un abogado.
—Me necesitas a mí —dijo él, poniendo mucho énfasis en las palabras, y seguramente guiñándole el ojo a su mujer.
Por desgracia, no lo decía en broma. Hacía años que amaba a Deborah en secreto, o al menos eso le había manifestado poco después de que la abandonara Greg, y por mucho que ella insistiera en que no tenía nada que hacer, que no le correspondía y que estaba casado con su mejor amiga, Hal no había desistido. Al contrario, aprovechaba cualquier ocasión —reuniones de padres, eventos deportivos, fiestas de cumpleaños— para recordárselo. Jamás la había tocado, pero sus ojos decían que la deseaba.
La situación se había vuelto insostenible. Karen y Deborah habían compartido embarazos, problemas de los hijos, el cáncer de mama de Karen y el divorcio de Deborah. Ahora Deborah sabía algo sobre Hal que Karen no sabía. Mantener el secreto estaba resultando casi igual de doloroso que imaginar lo que podía ocurrir si lo divulgaba.
Deborah odiaba a Hal por haberla convertido en su cómplice.
—No creo que haya ningún problema —dijo—, pero quiero estar segura. Ayer fui a la comisaría.
—Lo sé. He hablado con John. Él no cree que haya motivo alguno para preocuparse.
Deborah podría haberse enfadado porque Hal hubiera decidido hablar con la policía por su cuenta, pero sabía que su padre estaba en lo cierto; Hal era el mejor abogado de la zona, y también jugaba a póquer a menudo con Colby, por lo que su afirmación tenía cierto peso. Sin embargo, ahora todo había cambiado.
—Calvin McKenna ha muerto —anunció Deborah—, y no me preguntes cómo porque todavía no lo sé. ¿Crees que eso cambia las cosas?
Se produjo una pausa; sin duda Hal estaba reflexionando sobre el asunto como abogado; eso debía reconocérselo.
—Depende —respondió al fin con prudencia—. ¿Hiciste algo en el momento del accidente que pueda indicar que fue culpa tuya?
Deborah tenía una oportunidad de oro para aclarar quién conducía. Sabía que obraba mal al mentir. Pero el parte sobre el accidente ya estaba escrito y la muerte del señor McKenna hacía todavía más importante proteger a Grace. Además, Deborah había repetido la misma explicación tantas veces que le salía sin pensar.
—Mi coche estaba en un mal momento en el lugar equivocado. Si no pensaban acusarme de conducción temeraria antes de que muriera el señor McKenna, ¿crees que lo harán ahora?
—Depende de lo que descubra el equipo de reconstrucción —contestó Hal, ofreciéndole una respuesta mucho menos esperanzadora de lo que ella esperaba—. También depende del fiscal.
—¿Qué fiscal? —preguntó Deborah con nerviosismo.
—De nuestro fiscal. Tal vez intervenga al haberse producido una muerte.
—¿Qué significa eso? —preguntó Deborah, angustiada. Y ella que había llamado para que la tranquilizaran.
—Te estás dejando llevar por el pánico. Cálmate, cielo. Sea lo que sea, yo lo arreglaré.
—Pero ¿qué es este lo que sea? —preguntó Deborah, que necesitaba saber lo peor.
—Cuando se produce una muerte —contestó él en tono mesurado—, se examinan todas las posibilidades. Una muerte accidental puede ser declarada como muerte por atropello o incluso como homicidio por negligencia. Depende de la investigación del equipo de la policía estatal.
Deborah respiró hondo; temblaba.
—No descubrirán gran cosa —consiguió decir. Desde luego en ningún momento había imaginado que Calvin McKenna fuera a morir.
—Entonces no habrá ninguna acusación penal —dijo Hal—, pero no se necesita gran cosa para presentar una demanda civil. El nivel de exigencia de las pruebas es más bajo. John me ha dicho que le llamó la mujer de McKenna por teléfono. Dice que busca a alguien a quien echarle la culpa. Y eso era antes de que su marido muriera.
—No íbamos ni siquiera a cincuenta por una zona en la que está permitido ir a setenta.
—Podríais haber ido a treinta, y si esa mujer contrata a un abogado famoso que convenza al jurado de que deberíais haber circulado a veinte con esa tormenta, podría sacar algo. Pero oye —Deborah intuyó la sonrisa de Hal—, tú también tienes a un abogado famoso. Voy a llamar a John. Quiero saber si se le hicieron análisis a ese tipo para comprobar si había alcohol o drogas en su sangre. John dice que te llevaste los impresos para el parte del accidente a casa. ¿Ya los has rellenado?
—Anoche.
—Me gustaría verlos antes de que los entregues a la policía. Una palabra equivocada podría indicar culpabilidad. ¿Vas a estar en casa?
—La verdad es que no. —Deborah dio gracias por tener una excusa para no verlo en casa—. Tengo que llevar a Dylan al colegio, y ahora que la policía ya ha terminado de examinar mi coche, quiero dejarlo en el taller. ¿Nos encontramos en la pastelería de Jill, digamos en veinte minutos?
La Sugar-On-Main de Jill Barr era una alegre pastelería situada en el centro de la ciudad. Tras dejar el coche en el taller, Deborah se dirigió hacia allí a pie con el maletín colgado del hombro. Manteniendo la vista clavada en la acera de imitación de enladrillado, trató de no pensar en la mujer de Cal McKenna. Trató de no pensar en aquella muerte por atropello ni en que la gente que la veía ahora caminando por Main Street podía haber cambiado de opinión sobre ella.
El dulce aroma de la pastelería llegó a su nariz unos segundos antes de que llegara a las pequeñas mesas de hierro de la terraza. De las cuatro, tres estaban ocupadas. Tras saludar con una inclinación de cabeza a varios de los clientes habituales, sintió que aquel aroma familiar disipaba parcialmente su miedo.
El interior de la pastelería estaba decorado en dorado, naranja y rojo: paredes, mesas de cafetería, butacas, divanes. Deborah solía sentarse siempre en el mismo sitio, y, en circunstancias normales, hacia él se habría encaminado, pero la gente solía acercarse a ella para hacerle alguna que otra consulta como: «¿Le parece que esto es hiedra venenosa?». Era uno de los inconvenientes de ser médico de cabecera en una localidad pequeña. Por lo general no le importaba, pero ese día no quería hablar con nadie.
Media docena de clientes aguardaban haciendo cola; otra docena ocupaban diversos asientos. Con la cabeza gacha por si alguno de ellos cruzaba la mirada con ella, Deborah siguió andando hasta la puerta giratoria de la cocina y entró en el despacho de Jill. Apenas acababa de sentarse en la silla, cuando llegó su hermana con una bandeja en la que había tres cafés y tres SoMa Stickies.
—Supongo que querrás que me quede —dijo Jill.
—Desde luego. —Deborah cogió una de las tazas de café y miró a su hermana. ¿Embarazada? Con sus cortos cabellos rubios, sus pecas, su corta camiseta naranja y sus vaqueros ceñidos, la propia Jill parecía una niña—. No te imagino con un bebé —dijo, extrañamente perpleja—. ¿Estás bien?
—Perfectamente.
—¿Te hace ilusión?
—Más de lo que habría podido soñar.
—Serás una madre fabulosa —dijo Deborah, cogiéndole la mano.
—Entonces, ¿no estás enfadada conmigo?
—Por supuesto que sí. No será fácil pasarse la noche en vela con un bebé llorando sin nadie que te ayude. Estarás agotada y no tienes un trabajo al que puedas llamar para decir que estás enferma.
Jill retiró la mano.
—¿Por qué no? Asómate ahí fuera y verás.
Deborah no tenía que asomarse, acudía a la pastelería con la suficiente frecuencia como para saber que había tres personas trabajando tras el mostrador; alternaban hábilmente el servicio de las mesas y la venta de dulces que los clientes podían escoger entre los que se anunciaban en unas grandes pizarras, donde se mencionaban además especialidades como SoMa Shots, Smoothies y Batidos. En la cocina habría dos reposteros hasta media tarde; irían sacando hornadas de todo tipo de dulces, desde bollos hasta cruasanes. Y luego estaba Pete, que ayudaba a Jill con las comidas de mediodía.
Evidentemente, Jill podía ausentarse cuando fuera necesario y Deborah lo sabía. Aun así, su hermana añadió:
—Tengo una plantilla fantástica que he elegido personalmente y a la que he entrenado con esmero. ¿Quién crees que se ha ocupado de todo cuando he tenido que ir al médico? Tengo una vida, Deborah. No todo es trabajo.
—Yo no he dicho que lo fuera.
—Y me encanta lo que hago. Hace un rato estaba ahí dentro amasando. Los SoMa Stickies son una receta mía. ¿Y qué me dices de la Ensalada de Repollo SoMa? Si crees que no disfruto preparando la receta de mamá cada día, estás muy equivocada. En serio, a veces hablas igual que papá. Está convencido de que este trabajo es pesado y rutinario y que estoy completamente sola. No conoce a Skye ni a Tomás, que vienen a las tres de la mañana para preparar el pan, ni a Alice, que los releva a las siete. No sabe que tengo a Mia, a Keeshan y a Pat. No sabe nada de Donna ni de Pete.
—Lo sabe, Jill —dijo Deborah—. Se lo dice la gente.
—¿Y no se da cuenta de que la pastelería es un éxito? Se me daban bien las clases de piano cuando tenía ocho años, así que decidió que tenía que ser concertista de piano. Gané un premio en el concurso de ciencias cuando tenía doce, así que decidió que tenía que ganar el premio Nobel. Que fuera yo misma no le parecía lo bastante bueno, siempre esperaba algo más. —Se llevó una mano al pecho—. Quiero tener este bebé. Me hará feliz. ¿No debería hacer eso feliz a papá?
En realidad no hablaban de su embarazo, sino de una problemática más amplia: las expectativas que los hijos generaban en los padres. Jill tenía treinta y cuatro años, pero seguía siendo una niña para Michael Barr.
—Dile que estás embarazada —la animó Deborah, tal vez egoístamente, porque detestaba tener que guardar también el secreto de su hermana.
—Lo haré.
—Ahora. Díselo ahora.
—¿Sabías que Cal McKenna daba algunas de las clases avanzadas? —preguntó Jill a modo de respuesta.
Deborah miró a su hermana durante un rato, hasta que se convenció de que no iba a ceder. Suspiró y tomó un sorbo de café.
—Sí. Lo sabía. —Y también Jill, puesto que Grace lo tenía de profesor en la clase avanzada de historia americana.
—Ayer por la tarde estuvieron aquí algunos de sus alumnos. Hablaban del accidente.
Deborah cogió un trozo de nuez de su bollo, se lo acercó a la boca y luego volvió a dejarlo.
—Y eso fue antes de que muriera. Hoy he dejado que Grace se quedara en casa. ¿He hecho bien?
—Papá diría que no.
—No se lo pregunto a papá, te lo pregunto a ti.
—Sí, has hecho bien —afirmó Jill sin vacilar—. El accidente debió de ser terrible, pero ahora será todavía más duro para Grace, ya que lo tenía de profesor. ¿Sabes de qué ha muerto?
—Todavía no. —Deborah abrió la boca, dispuesta a soltar la verdad. Ansiaba desesperadamente compartir esa carga, y si había alguien en el mundo en quien pudiera confiar era Jill, pero antes de que pudiera hablar, entró en el despacho Hal Trutter.
Hal no tenía nada de sutil. Con su elegante traje azul marino y su corbata roja, llevaba la palabra «abogado» escrita en la frente. Deborah pensó que todos los que estaban en la pastelería se habrían dado cuenta también y adivinarían el motivo de su visita.
Cogió un café de la bandeja y miró a Jill.
—¿Testigo o carabina?
A Jill no le gustaba Hal. Se lo había dicho a Deborah en más de una ocasión, sin saber siquiera que había intentado seducir a su hermana. Tal vez fuera simplemente porque desconfiaba de los hombres arrogantes. En respuesta a la pregunta, Jill se cruzó de brazos y sonrió.
—Ambas cosas.
Sintiéndose algo más protegida, Deborah sacó del bolso el parte del accidente. Hal lo desdobló y empezó a leer.
Deborah estaba segura de que no encontraría ningún desliz en la primera página, donde se limitaba a señalar el lugar del accidente, su nombre, dirección, número de matrícula, modelo del coche y los datos de su seguro y su carnet. Se puso más nerviosa cuando Hal pasó a la segunda página, donde había una línea para escribir el nombre del «Conductor».
Luchando contra el sentimiento de culpa, mantuvo la vista fija en Hal, que mordisqueó un bollo y siguió leyendo.
—No irás a manchar el informe, ¿verdad? —dijo Jill.
Justo entonces sonó el móvil de Deborah. Lo sacó del bolsillo, vio quién llamaba, soltó un taco y se levantó.
—Vuelvo enseguida —dijo, y cruzó la cocina—. Sí, Greg.
—Acabo de recibir un mensaje de Dylan. ¿Qué ha pasado?
A Deborah no le sorprendía que Dylan hubiera llamado a su padre. Habría preferido que esperara un poco, pero de todas formas no cambiaría el hecho de que Cal McKenna había muerto, y que Greg tenía que enterarse tarde o temprano.
Encontró un lugar a la sombra de un contenedor saliendo por la puerta de atrás y le contó a su ex marido lo del accidente. A continuación él hizo las preguntas que cabía esperar. Aunque Greg se hubiera ido a Vermont para redescubrir al artista que llevaba dentro, para Deborah seguía siendo el empresario que sin querer había convertido su pequeño negocio en todo un éxito.
En cualquier caso, tuvo el detalle de preguntar antes que nada por Grace y por el estado de ambas. Luego le lanzó una retahila de preguntas: «¿A qué hora saliste de casa, a qué hora recogiste a Grace, a qué hora fue el accidente? ¿Exactamente en qué punto de la carretera ocurrió, a qué distancia salió despedida la víctima, cuánto tiempo tardó en llegar la ambulancia? ¿En qué hospital estaba, qué médico ha llevado su caso, ha intervenido algún especialista?».
—No, ningún especialista —contestó Deborah—. Estaba recuperándose. Su muerte ha sido inesperada.
Se produjo una breve pausa.
—¿Por qué he tenido que enterarme por mi hijo de diez años? —preguntó al fin Greg—. Tuviste un accidente en el que ha muerto una persona, ¿y no te pareció lo bastante importante para decírmelo?
—Estamos divorciados, Greg —le recordó ella con tristeza. Greg parecía dolido de verdad. Le recordó tanto al hombre comprensivo con el que se había casado que Deborah sintió una punzada de nostalgia—. Me dijiste que habías acabado con tu vida aquí. Intentaba ahorrarte problemas. Además, hasta primera hora de esta mañana no había ninguna muerte, y desde entonces he estado bastante preocupada.
Greg se tranquilizó.
—¿Está alterada Grace?
—Mucho. Iba en un coche que atropello a un hombre.
—Debería haberme llamado. Podríamos haber hablado.
—Oh, Greg —dijo Deborah exhalando un suspiro de cansancio—. Grace y tú no habéis hablado, hablado de verdad quiero decir, desde que te fuiste.
—Quizá va siendo hora de que lo hagamos.
Deborah no sabía si su ex marido se refería a hablar por teléfono o en persona, pero no creía que fuera el mejor momento para proponerle a Grace cualquiera de las dos opciones. La joven veía a su padre muy de vez en cuando, y solo porque Deborah insistía en ello.
—Ahora no es buen momento —dijo—. Grace ya tiene bastante con lo que ha pasado.
—¿Cuánto tiempo va a seguir enfadada conmigo?
—No lo sé. Intento ayudarla a superarlo, pero sigue sintiéndose abandonada.
—Porque tú también te sientes así, Deborah. ¿Le estás imponiendo tus propios sentimientos?
—Desde luego que no. Yo no hago nada para que se sienta así —replicó Deborah, enfurecida—. Eres su padre y has permanecido alejado de ella durante los dos últimos años. Literalmente. No has venido a verla ni una sola vez. Quieres que los niños vayan allí a verte, y puede que eso esté bien para Dylan, pero Grace tiene una vida aquí. Tiene deberes, tiene que entrenar, tiene amigas. —Deborah consultó su reloj—. Mira, ahora no puedo hablar, Greg. Estaba ocupada cuando has llamado y tengo que irme a trabajar.
—Esa fue la causa, ¿sabes?
—¿La causa de qué?
—De que nuestro matrimonio terminara. Siempre tenías que trabajar.
—Perdona —exclamó Deborah—. ¿Habla el mismo hombre que trabajaba dieciséis horas al día hasta el momento en el que decidió abandonarlo todo? Para que lo sepas, Greg, yo voy a ver a Grace cuando compite y asisto a los partidos de béisbol de Dylan. Voy a los recitales de piano y a las obras escolares. Tú eras el que nunca tenía tiempo para nosotros.
—Te pedí que te vinieras aquí conmigo —replicó Greg en voz baja.
Deborah sintió deseos de llorar.
—¿Cómo iba a hacer eso, Greg? Aquí tengo mi consulta. Mi padre depende de mí. Grace está en el instituto, y tenemos uno de los mejores sistemas educativos del estado, tú mismo lo dijiste. —Deborah se enderezó—. Y si me hubiera ido al norte contigo, ¿habríamos formado un trío, tú, Rebecca y yo? Oh, Greg, me hiciste una oferta que no podía aceptar. Así que si quieres hablar de lo que destruyó nuestro matrimonio, podríamos empezar por eso, pero hoy no y menos ahora. Tengo que dejarte.
Asombrada por lo vivo que seguía siendo su dolor después de tanto tiempo, Deborah colgó antes de que Greg pudiera decir nada más. Contempló la furgoneta amarilla de su hermana con el logotipo: una estilizada magdalena con varios «Sugar-On-Main» escritos como simulando azúcar glaseado, y respiró profundamente varias veces para tranquilizarse. Cuando consiguió recobrar en parte la compostura, volvió a entrar.
Hal había acabado de leer el parte y la esperaba con los brazos en jarras. Jill no se había movido.
—¿Está bien? —preguntó Deborah, nerviosa.
—Sí. —Hal le tendió los papeles—. Si lo que dices aquí es exacto, tenemos suficientes razones para preguntarnos qué hacía ese tipo en medio de la noche bajo la lluvia, y si estaba ebrio o drogado. Cualquiera en su sano juicio se habría apartado hacia la cuneta al ver que se acercaba un coche. Así que el gran interrogante es él, no tú. No veo nada que se te pueda echar en cara.
Deborah volvió a doblar los impresos, sintiéndose algo más aliviada.
—Voy a enviar copias al Registro y a la compañía de seguros. ¿Te parece bien?
—Debes hacerlo. Simplemente no vuelvas a hablar con John sin que yo esté presente, ¿de acuerdo?
—¿Por qué no?
—Porque la víctima ha muerto. Porque soy tu abogado. Porque conozco a John; sabe cómo se juega y juega bien. Además, no hables con la prensa. Seguramente te llamarán del Ledger's.
Por supuesto que llamarían ahora que había una víctima mortal. A Deborah le entró miedo.
—¿Qué digo?
—Que tu abogado te ha aconsejado no hacer declaraciones.
—Pero entonces pensarán que oculto algo.
—De acuerdo. Diles que la muerte de Calvin McKenna ha sido una sorpresa y que no harás comentarios por ahora.
Deborah se sintió más cómoda con esta propuesta.
—Tú no crees que vaya a tener problemas, ¿verdad? —preguntó con inquietud.
—Bueno, has matado a un hombre con el coche. ¿Ha sido intencionado? No. ¿Ha sido el resultado de una conducción temeraria? No. ¿Se ha producido alguna negligencia por tener en mal estado tu coche? No. Si el equipo de reconstrucción de accidentes dictamina todo lo anterior, no tendrás nada que temer de la justicia penal. Ahora debemos esperar a ver qué hace la esposa.
Deborah asintió despacio. No era exactamente la imagen tranquilizadora y perfecta que ella deseaba, pero había muerto un hombre y no había nada que fuera ni remotamente perfecto en esas circunstancias.