Capítulo 12

SU esperanza resultó vana. A su padre no se le había pasado al día siguiente. Deborah no sabía cuánto recordaba de la conversación, pero Michael llamó a primera hora para decirle que no pasara por su casa porque iba a desayunar fuera. ¿Coincidencia? Tal vez. El tono de su voz podría haberle dado alguna pista, pero Deborah no había hablado con él. Dylan había recogido el mensaje.

Después de dejar a los chicos en el colegio, Deborah se fue a la pastelería de su hermana. Las mesas de la terraza estaban llenas de gente que disfrutaba del sol matinal. Una vez dentro, se sirvió un SoMa Sticky y un café y se fue en busca de Jill. Su hermana estaba en la oficina, pegando etiquetas con direcciones a folletos publicitarios de verano. Sin saber muy bien por dónde empezar, Deborah dejó a un lado sus cosas y se dejó caer en una silla.

—Tienes un aspecto horrible —dijo Jill, lanzándole una mirada.

—Me siento horrible —musitó Deborah. Se le ocurrían varias palabras más para definir cómo se sentía, entre ellas desilusionada, pero horrible serviría—. Anoche hablé claro con papá.

—Y eso ¿qué significa? —preguntó Jill con curiosidad después de una pausa.

—Le dije que bebía demasiado.

—¿En serio? ¿Y qué dijo él?

—Que no era asunto mío.

—¿Eso era una confesión?

—Una negación más bien. Y luego un ataque.

—¿Qué tipo de ataque? —preguntó Jill frunciendo el ceño.

—No pongas esa cara —dijo Deborah—. Así exactamente me miró papá cuando me dijo que yo no sé nada de nada.

—¿Por qué te atacó? —quiso saber Jill, animándose.

—Porque debí de tocar un punto sensible.

—¿Qué dijo él?

—Que cómo me atrevía a acusarle de beber cuando yo era bla bla bla.

—¿Qué era bla bla bla?

—Mala esposa, mala madre.

—Estaba bebido.

—En realidad no —dijo Deborah. También ella lo había creído al principio—. Por eso me dolió más. Seguramente había bebido más de la cuenta, pero estaba completamente lúcido. Creo que la bebida le aflojó la lengua. Me dijo cosas que pensaba de verdad, pero se había resistido a decir antes.

—No eres una mala esposa ni una mala madre.

—En realidad, Jill, ya no soy esposa. Él se encargó de recordármelo. Y me soltó su teoría sobre por qué se fue Greg. Seguramente tenía razón. No supe cuidar de él.

—Bah. Era Greg quien no sabía cuidar de ti.

—Tal vez lo habría hecho si yo se lo hubiera pedido. Otro de mis defectos.

—¿Cuál, ser independiente? —dijo Jill—. ¿Ser una mujer con recursos? ¿Ser autosuficiente?

Deborah debería haberse sentido halagada, pero se limitó a decir con tristeza:

—Antes sabía lo que quería, pero ya no.

—Deborah, ¿qué te pasa?

—Ayer tuve un día realmente malo —contestó Deborah, frotándose la frente.

—¿Y eso?

—¿Por dónde empiezo? ¿El paciente descontento que llamó a papá para quejarse de mí? ¿La llamada de la psicóloga del instituto que está preocupada por Grace? ¿La paciente, bueno, ahora ex paciente, que me atacó verbalmente en el gimnasio?

—Empieza por ahí, por el gimnasio —pidió Jill.

—Buena elección. —Deborah miró a su hermana desapasionadamente—. Eso explicará mi pelea con papá —dijo, y le relató el encontronazo que había tenido con Emily Huber.

Jill la escuchó mientras arrancaba etiquetas de una hoja.

—Emily Huber no era paciente tuya. —Pegó una etiqueta en un folleto—. No sabe de qué habla. —Pegó otra etiqueta y luego una tercera—. Solo ataca a papá para fastidiarte, porque sabes que el sábado sirvió alcohol a los chicos.

—Yo también lo pensé, pero luego empecé a recordar pequeños detalles inquietantes. Como a papá cerrando la puerta de su despacho a la hora de comer. Yo siempre lo había tomado como un indicio de que deseaba unos momentos de tranquilidad, pero podría aprovecharlos para beber. —Miró a Jill con más atención—. Estás pálida. ¿Te encuentras bien?

—Solo estoy un poco cansada —dijo Jill—, pero es normal. Bueno, ¿y papá lo admitió?

—No. Solo subió el volumen de la tele y me echó de su casa. Esta mañana ha llamado para decir que desayunaba fuera. Ha cogido el mensaje Dylan. Puede que sea verdad, pero tendré que verlo en la consulta, y será muy embarazoso.

—¿Crees que está alcoholizado?

—Todavía no.

—¿Le advertirás?

—No lo sé.

—Creo que deberías hacerlo.

—Para ti es fácil decirlo —replicó Deborah, soltando un bufido—. No eres tú quien debe enfrentarse con él. Se pondrá furioso.

—Pero si no lo haces y la cosa empeora, jamás te lo perdonarás. Tienes que volver a hablar con él.

—Tengo una idea —propuso Deborah—. Ve tú y dile que tenemos miedo de que se vuelva alcohólico.

—Oye, yo no trabajo con él.

—Pero también es tu padre. ¿No te preocupa su estado?

—¿Le preocupa a él el mío?

—¿Y cómo le va a preocupar si no sabe que estás embarazada? —le espetó Deborah.

Jill alzó una mano para parar la acometida de su hermana.

—No pienso decírselo.

—A lo mejor le ayudaría —dijo Deborah en tono de súplica—. Un bebé es una nueva vida. Podrías decirle que vas a ponerle Ruth.

—¡Pero si no tengo ni idea del sexo del bebé!

—Eso no importa, Jill. Así tendría algo positivo en lo que pensar. Mira, los tres últimos años han sido bastante malos para él. La muerte de mamá —enumeró Deborah, usando los dedos—, mi divorcio, los ojos de Dylan. Mi accidente. —Su móvil empezó a sonar—. Necesita algo bueno. Dile que estás embarazada.

—¿Y oírle menospreciar a las mujeres que utilizan los bancos de esperma? —dijo Jill, nada convencida.

—Dile que quieres tener este bebé. Es la verdad.

—Decir la verdad está sobrevalorado.

Antes Deborah se lo habría rebatido. Antes creía en la verdad, en que unas cosas estaban bien y otras mal. Pero ya no.

Su móvil volvió a sonar. Lo sacó del bolsillo y miró la pantalla. Se levantó al instante.

—Ahora vuelvo —dijo a Jill, y pasó por delante de la gente de la cocina que podía oírla para salir por la puerta de atrás.

—Hola.

—Me dio su número —dijo Tom McKenna, como disculpándose por llamar.

—Sí —dijo Deborah. En realidad le complacía oír su voz—. ¿Tiene alguna buena noticia? Me vendría bien algo que me animara.

—Selena ha firmado la autorización, y sin poner pegas.

Deborah dejó atrás la furgoneta amarilla de la pastelería.

—Es lo más sensato.

—En realidad lo ha hecho por egoísmo. Esperaba que el historial le diera la razón. Quiere creer que usted le dio a Cal una dosis de Sintrom cuando estaba tendido en la cuneta.

—¿Para que se desangrara? Está enferma. —Soltó la palabra antes de darse cuenta de que seguramente no era buena idea poner verde a la cuñada de Tom.

—Ella no sabía que lo tomaba —dijo Tom, que al parecer no se había sentido ofendido.

Deborah siguió caminando por el callejón. Las paredes de ladrillo que la flanqueaban le ofrecían cierta intimidad.

—Entonces ¿lo tomaba?

—Sí. La compañía de seguros acaba de enviarme su historial por fax, y en él consta que tomaba Sintrom.

Deborah se sintió aliviada, ya que al menos en eso se había demostrado que era inocente. Y también le alivió la franqueza de Tom.

—¿Se lo recetó un médico?

—Al parecer sí. Aquí se mencionan dos médicos: William Beruby y Anthony Hawkins. ¿Ha oído hablar de ellos?

—No. ¿Dónde visitan?

—Aquí no viene su dirección, pero se hicieron unos pagos al UMass Memorial Medical Center por una serie de pruebas. Lo he buscado en internet. Los dos médicos pertenecen a ese centro.

—¿Especialidad?

—Uno en el corazón y el otro en derrames cerebrales. Lo de los derrames cerebrales ya lo esperaba, teniendo en cuenta los antecedentes familiares. Al parecer, Cal había sufrido una serie de pequeños derrames.

Deborah se detuvo brevemente.

—¿AIT? ¿Ataques isquémicos transitorios? —preguntó, sorprendida.

—Eso es lo que dice aquí. ¿Es posible?

—Podría decirse que Cal era demasiado joven para tener AIT, pero se han dado casos. Podría hablar usted con sus médicos. Esos ataques explicarían sin duda por qué su hermano tomaba Sintrom. —Deborah siguió caminando—. Selena tenía que estar enterada de esos ataques.

—No.

—¿Cómo es posible? —preguntó Deborah, deteniéndose nuevamente.

—Mi hermano era muy reservado.

—Pero ella era su mujer. ¿Cómo iba a ocultarle algo así?

—Dígamelo usted. ¿Sería posible que ella no se diera cuenta?

—Sí —admitió Deborah—. Sería posible. Por definición, un AIT es un ataque que solo dura unos minutos. Los síntomas pueden ser leves: una debilidad o entumecimiento pasajero de un lado del cuerpo, visión borrosa durante un par de minutos, mareo. Los síntomas podrían haber desaparecido antes de que ella se diera cuenta, pero la cuestión es por qué él no se lo contó. Esos ataques son graves.

—Tal vez no quería que se preocupara.

—Muy noble por su parte, pero podría haberle dado un ataque mientras conducía con ella sentada en el asiento de al lado, y Selena ni siquiera habría sabido qué le pasaba.

—Igual que cuando le atropello un coche y lo llevaron al hospital —replicó Tom.

—Sí —admitió Deborah—. Lo siento. No quería criticar a su hermano ni a su cuñada. Cada cual es libre de obrar como mejor le convenga.

Tom guardó silencio durante tanto rato que Deborah empezó a temer que le hubiera ofendido o que se hubiera cortado la comunicación.

—No estoy seguro de que a Selena le conviniera —dijo finalmente en voz baja—. Está muy enfadada. Y como Cal ya no está, se desahoga conmigo. No deja de preguntar por qué Cal fue hasta Worcester para tratarse, en lugar de ir a Boston, que está más cerca. A mí me parece obvio que Cal fue a Worcester para mantenerlo en secreto.

—¿Y Selena no sospechó nada? —se extrañó Deborah—. Tuvo que enterarse de que su marido hacía viajes a Worcester.

—Pensaba que iba a visitar a un amigo. Cal le dijo que se llamaba Pete Cavanaugh y que era un antiguo compañero del instituto que había perdido las dos piernas en Irak.

—¿Y es cierto?

—Es verdad que hubo un Pete Cavanaugh que fue al instituto con Cal, pero siempre se metía con él. Es imposible que fueran amigos.

—A veces cuando alguien sufre tales mutilaciones...

—No. El Pete Cavanaugh que vivía en nuestro barrio fue a Irak, pero murió al iniciarse la guerra. Cal lo estuvo utilizando como coartada desde que Selena y él se mudaron aquí desde Seattle. Eso fue hace cuatro años. Pete ya había muerto.

Deborah percibía su ira y no le extrañaba. Hablando de sinceridad...

—¿Y no hubo llamadas desde Worcester, para confirmar una cita, por ejemplo?

—Se las harían al móvil y Selena no se enteraría.

—Pero ¿por qué? —preguntó Deborah. Al llegar a la entrada del callejón se detuvo—. Tenía un problema de salud. ¿Temía que ella le quisiera menos, o quizá que lo abandonara?

—No. Simplemente él era así, igual que mi padre.

—¿Su padre era reservado?

—Exageradamente. Era un maestro de la compartimentación. Veía su vida dividida en segmentos que jamás se mezclaban.

Deborah se apoyó en la pared de ladrillos. El tráfico era intenso en Main Street.

—¿Segmentos?

—Familia. Estaba la familia en la que había nacido y la que él había creado. Jamás se juntaban.

—¿En serio? —Deborah no lograba imaginarlo—. ¿No conoció usted a sus abuelos?

—Ni tampoco a sus hermanos. Él los visitaba a veces, pero nosotros nunca lo acompañamos.

—¿Y ellos no preguntaban por sus nietos?

—No sabían que existíamos. Y luego estaba el trabajo. Yo tenía doce años cuando descubrí por fin a qué se dedicaba mi padre.

—¿Y qué era?

—Químico. De prestigio, además. Daba conferencias en universidades de todo el país. Volvía a casa y pasaba uno o dos meses con nosotros, pero nunca hablaba del trabajo. Mi madre jamás respondía a nuestras preguntas. Finalmente tuve que buscar su nombre en la biblioteca.

—Increíble —dijo Deborah, tratando de asimilar lo que oía—. Pero su hermano no ocultaba lo que hacía. Su mujer sabía a qué se dedicaba.

—Solo en parte. No sabe cuánto ganaba ni si su contrato incluía un seguro de vida o un plan de pensiones. Utilizaba la sala de estar como estudio. Selena dice que leía allí por la noche. He registrado hasta el último centímetro y no he encontrado ni un solo papel que estuviera relacionado con su trabajo.

—¿No había trabajos de alumnos?

—Puede que haya algo en su ordenador, pero Selena no conoce la contraseña. Suponemos que debe de haber papeles en su despacho del instituto. De lo contrario, no tengo absolutamente nada. Ni siquiera sé dónde guardaba las facturas.

—Bueno, ya irán llegando —comentó Deborah.

La voz de Tom no dejó entrever que sonriera. Si se trataba de una catarsis personal, estaba lanzado.

—A su casa no —dijo—. Las facturas las enviaban a un apartado de correos. Eso también lo sacó de mi padre: varios apartados de correos. Las facturas iban a uno y la correspondencia personal a otro. Todo separado, todo privado. Cal también tenía varios móviles. Yo solo tenía el número de Seattle. No sabía que se había mudado hasta que Selena me llamó la semana pasada. ¿No le parece estrafalario?

Estrafalario era poco. A Deborah se le ocurrían epítetos algo más siniestros.

—¿Su hermano no tenía amigos?

—Seguramente no tal como los definiríamos nosotros. La amistad exige comunicación.

—Pero estaba casado. —Y eso era más de lo que Tom o ella podían decir.

—Sí, aunque no estoy muy seguro de por qué. Lo entendería si hubieran tenido hijos, pero ella afirma que Cal no quería.

—¿Habló usted de eso con él alguna vez?

—¿Yo? No. Ni siquiera sabía que estaba casado hasta que me llamó Selena para decirme que había muerto. —Hizo una pausa—. Seguramente no debería contarle todo esto.

Con esas palabras, Tom le recordaba que se encontraban en bandos opuestos. Aun así, Deborah no se resistió a preguntar:

—¿Cal salía a correr normalmente?

—No que yo sepa, pero Selena dice que se conocieron esquiando y yo tampoco sabía que esquiaba, así que a lo mejor sí que corría. ¿Por qué lo pregunta?

—El lugar donde lo atropellamos se encontraba a unos cinco kilómetros de su casa. Eso significa un trayecto de diez kilómetros entre la ida y la vuelta. Una distancia más que respetable para recorrer bajo un aguacero. O era un atleta consumado, o un... —«perturbado» fue la palabra que acudió al pensamiento de Deborah, pero lo dejó en—: excéntrico.

—Excéntrico —confirmó Tom—. Le venía de familia.

—¿Y cómo se libró usted?

—¿Cómo sabe que me he librado? —preguntó él tras un breve silencio.

Deborah trató de imaginar si hablaba o no en serio.

—Supongo que no lo sé —dijo finalmente.

Tenía una docena más de preguntas que hacerle, sobre todo por qué, si Cal tomaba Sintrom regularmente, no se lo había comunicado a los médicos. Sin embargo, en ese momento un coche dobló la esquina. Era el sedán oscuro de John Colby. Deborah atrajo su atención agitando una mano.

—Tengo que dejarle —dijo a Tom—. Gracias por llamar para contármelo todo.

—Su abogado quedará complacido.

—Mi abogado no se enterará. —El coche de John Colby se metió por el callejón—. Tengo que irme. Gracias de nuevo. —Deborah cerró el móvil y se acercó al coche. Tenía algo que discutir con Colby—. ¿Qué ocurrió el sábado por la noche? —preguntó—. Alguien llamó para quejarse de los Huber. —Deborah se echó hacia atrás para permitir que bajara del coche.

—Ah, eso. Fue un vecino, uno que siempre se está quejando y llama constantemente porque le molestan las radios de los coches. Le pareció que la fiesta era demasiado ruidosa.

—¿Le dijo a los Huber quién había llamado?

—No —contestó John cautelosamente y miró a Deborah.

—¿Le preguntaron ellos si había sido yo?

—Sí —respondió John, desviando la mirada—. Les dije que no.

—Pero ellos no le creyeron.

—No. —Volvió a mirar a Deborah—. Dijeron que era porque Grace no había ido a la fiesta. ¿No estaba invitada?

—Oh, sí —replicó Deborah. Suspiró y se atusó los cabellos—. Simplemente no quiso ir. He perdido dos pacientes por esto, John. Emily va a cambiar de médico a sus hijas.

—Oh, vaya, lo siento —dijo él, y parecía sincero—. Le dije a la señora Huber que no había sido usted. ¿Quiere que vaya y le diga quién fue?

—No —respondió Deborah, temiendo que acabaran acusándola de que la policía le daba un trato de favor—. Cuando la confianza desaparece, ya no se recupera.

—Por si le sirve de algo —le confió él—, fue mejor que Grace no asistiera a la fiesta. Los Huber solían permitir que su hija mayor tomara cerveza cuando invitaba a casa a sus amigos. No hay razón para pensar que no hagan lo mismo con Kim. Habría ido en persona para echar un vistazo si no hubieran dejado de hacer tanto ruido, pero no volvieron a llamar para quejarse, así que lo dejé correr. Por supuesto estaría dándome de cabezazos contra la pared ahora mismo si uno de los chicos de la fiesta hubiera estampado su coche contra un árbol. Pero solo hubo una llamada de queja. —Se pasó la mano por el vientre—. No es fácil tomar decisiones en esta ciudad, con tantos padres adinerados. A veces hay que aceptar lo que ellos te dicen. —Apoyó un codo en el techo del coche—. Ayer vi a Grace.

—¿Ah, sí? —Deborah enarcó una ceja.

—En la pista de atletismo. Estaba entrenando con el equipo. ¡Cómo corre! Hizo tragar polvo a todas las demás. —Sonrió—. Me recordó a usted.

—Yo no practiqué nunca el atletismo.

—No, pero sí la natación, y era muy rápida. ¿Aún tiene los trofeos?

—Ajá. En una caja, en el sótano.

—¿No los enseña nunca? Debería estar orgullosa. Hizo mucho por el equipo local.

Hacía tiempo que Deborah no pensaba en aquellos trofeos. Los había sacado una vez para enseñárselos a los niños, y solo porque Karen había insistido en hablar de ellos. Para Greg no eran más que el epítome del conservadurismo, pues Deborah los había ganado en una época en la que él llevaba el pelo largo y pantalones desteñidos, construía casas en los suburbios y no se duchaba durante una semana. Cuando conoció a Deborah, ya había emprendido su negocio y se estaba volviendo más convencional, pero nunca le hicieron gracia los trofeos que su mujer había ganado en el instituto.

En respuesta a la pregunta de John, Deborah se encogió de hombros.

—Una vez casada y con hijos, los trofeos dejaron de tener importancia. No quiero vivir en el pasado.

—Muy inteligente. No es bueno para los chicos. Algunos no pueden repetir los éxitos de sus padres. Claro que Grace triunfa por sí misma, pero ya sabe lo que quiero decir. Es usted una mujer de carácter. Grace lo tiene difícil para emularla. ¿Aún se interesa por la ciencia?

Deborah asintió.

—¿Será médico como usted y como su padre?

—Eso espero.

—¿Y es lo que ella quiere, como quiso usted?

—Eso dice ella.

—Mejor que se asegure —le aconsejó John, mirándose los zapatos—. Sé muy bien qué es decepcionar a los padres. «¿Que quieres ser qué?», me preguntaba mi padre. Todos en mi familia son abogados.

—Es usted jefe de policía. Eso no está nada mal.

—Hay una diferencia, dirían mis padres si aún vivieran. —Alzó la vista—. No sé por qué me he puesto a hablar de esto. Supongo que es una herida que no se ha cerrado del todo. Usted tiene una gran fuerza, incluso después del accidente. Pero me preocupa Grace, es muy joven y puede que no sea tan fuerte.

—Creo que solo se ha sentido ligeramente abrumada por los acontecimientos de la semana pasada.

—Espero que no se aisle de sus amigos.

—Solo intenta pasar desapercibida —dijo Deborah, dándole un tono positivo.

—Ajá. La hija de Grace Kelly debería haber hecho lo mismo.

—¿Perdón?

—¿Recuerda a Grace Kelly?

—Por supuesto —contestó Deborah con cierta intranquilidad—. Hizo realidad el sueño de cualquier jovencita. Yo era tan solo una adolescente cuando murió.

—¿Recuerda cómo murió?

—Iba conduciendo cuando su coche se salió de la carretera y cayó por un terraplén.

—Humm. Su hija lo pasó muy mal después, ¿sabe?, la hija que iba con ella. Siempre me pregunté si no sería ella la que conducía y lo ocultaron.

—Pero la princesa Grace tuvo un derrame cerebral —protestó Deborah.

—Bueno. Da igual —dijo John—. Su Grace es afortunada de tenerla a usted. —Se rascó la nuca—. Escuche, siento mucho lo de los Huber. Seguramente debería haberles dicho enseguida quién había llamado para quejarse. No me gusta ser responsable de haberle hecho perder dos pacientes. Si hay algo que pueda hacer...

—Sí —dijo Deborah, recordando todo lo que le había contado Tom sobre su hermano. Seguramente debería explicárselo al jefe de policía, pero tenía la sensación, absurda quizá, de que no podía traicionar la confianza de Tom—. Haga lo posible por acelerar el informe sobre el accidente, John. Me lo debe.