Capítulo 15
EL teléfono de Deborah sonó al amanecer. Apenas diez minutos después, Dylan estaba de pie y vestido y se hallaban de camino al hospital. Por suerte, Dylan se pasó la mayor parte del trayecto durmiendo y no hizo preguntas para las que ella no tenía respuesta.
Todo el mundo en Urgencias sabía a qué había ido. Una de las enfermeras se llevó a Dylan a la cafetería, mientras otra conducía a Deborah hasta el box de su hermana. Jill yacía en una camilla con los ojos cerrados y la cara del color de las sábanas. Grace se mordía las uñas mientras observaba cualquier cambio de expresión de su tía.
Deborah tocó a su hija al pasar y se acercó a Jill para cogerle la mano.
—Hola.
—Hola —dijo Jill con una sonrisa cansada y sin abrir los ojos.
—Grace me ha dicho que el bebé está bien.
—Le había dicho que no te llamara a esta hora tan intempestiva.
—Ha hecho bien. ¿De verdad está bien el bebé?
—El bebé está bien —confirmó Jill—. Solo he manchado un poco, pero me he dejado llevar por el pánico —dijo, abochornada—. ¿Cuándo fue la última vez?
Deborah no lo recordaba, debía de hacer mucho tiempo. Claro que Jill nunca había estado embarazada.
—Me alegro de que Grace estuviera contigo.
—No ha dormido mucho. Llevamos aquí desde las dos.
Grace parecía realmente exhausta. Tenía grandes círculos oscuros alrededor de los ojos. Esta vez Deborah no dijo nada sobre que las noches de insomnio fortalecían el carácter.
—¿Te han ordenado que hagas reposo en la cama? —preguntó a Jill.
—Solo un par de días.
—¿Y puedes?
—No, pero quiero tener este bebé. Skye y Thomas deben de llevar varias horas trabajando en la pastelería. Ni siquiera saben que no estoy arriba. Si una de las dos pudiera llamar a Alice...
—Llamo yo —dijo Grace, irguiéndose y apartando la mano de la boca—. Puedo quedar allí con ella.
—Necesitas dormir —dijo Jill, meneando la cabeza sobre la almohada—. Alice es estupenda y sabe lo que hay que hacer. Además, me iré de aquí en cuanto me den permiso.
—Quizá deberías quedarte un día ingresada —aconsejó Deborah a su hermana.
—El seguro no me lo pagaría.
—Lo sé, pero ya lo pagaré yo.
—Ni hablar —dijo Jill con firmeza—. Solo he venido porque está cerca y estaba asustada. Cuanto más tiempo me quede, más gente se enterará del motivo de mi visita. Si Grace no te hubiera llamado, lo habría hecho una de las enfermeras. No hay secretos para los Barr en este hospital. —Sus ojos se posaron en la cortina que separaba su box del resto de la sala y emitió un sonido de derrota.
Junto a la cortina se hallaba Michael Barr. Llevaba la ropa arrugada, como si hubiera dormido en la butaca del estudio. Tenía los ojos inyectados en sangre e iba sin afeitar.
Como médico con privilegios de visita, tenía todo el derecho a consultar el gráfico de un paciente, de modo que cogió el gráfico de Jill sin más. Después de leerlo miró a su hija consternado.
—¿Tenía que enterarme de esto por extraños? —En vista de que Jill no respondía, se volvió hacia Deborah—. ¿Tú lo sabías? ¿Por eso insistías tanto en esa estupidez de que hablara con ella?
—No era una estupidez —replicó Deborah.
—Déjame adivinar —dijo Michael, dirigiéndose a Jill—. Tu novio y tú olvidasteis utilizar cierta cosa.
—Frío —respondió Jill en voz baja.
—¿Entonces llevas el hijo de otra persona? ¿Eres madre de alquiler? ¿Lo haces por dinero para mantener la pastelería?
—Por favor, papá —protestó Deborah, pero Jill habló sin tapujos.
—Frío otra vez. Pagué por el esperma y utilicé un ovario propio, lo que significa que será tu nieto biológico.
—¿Fuiste a un banco de esperma? Entonces no sabes quién es el padre.
—Lo sé todo menos el nombre. Conozco su edad, su historial médico, qué estudios tiene, en qué trabaja, cuál es su aspecto. También sé que tiene otros hijos sanos.
—¿Cómo sabes todo eso? —preguntó Grace con súbita curiosidad.
—Eso es asunto de Jill —dijo Deborah, pero su hermana siguió hablando con valentía.
—En realidad conozco a dos de sus hijos, porque sus madres utilizaron el mismo banco de esperma. En parte fui allí por eso. Quería conocer a los posibles hermanastros. He hablado con las dos mujeres. Se mantienen en contacto, se consideran parte de una gran familia. Reúnen a los niños varias veces al año.
—Increíble —dijo Grace, impresionada—. ¿Y se parecen?
—Son dos niños, pero no, no se parecen. Uno es igual que su madre. Pero tienen el carácter parecido y a los dos les encanta jugar con coches y bloques de construcción.
—Pues qué gran cosa en unos niños —se burló Michael, con un bufido.
Deborah quiso protestar, pero se le adelantó Grace.
—Abuelo, no se trata de eso.
—También son muy extravertidos, muy deportistas y muy creativos —añadió Jill con extraordinaria compostura para estar tumbada en una camilla—. Su padre estudió en Harvard. ¿No te gusta eso? Fue a Harvard y formó parte del equipo de remo Varsity, y ahora escribe libros infantiles.
—Que seguramente no lee nadie —comentó Michael. Pero también para eso Jill tenía una réplica.
—Todos sus libros son éxitos de ventas y, además, dona parte de los beneficios a centros de cáncer infantil. ¿Cómo no va a gustarte un hombre así? ¿Lo ves, papá? Me aseguré de elegir a un hombre al que pudieras dar el visto bueno.
—Tu madre estaría encantada —dijo él en tono sarcástico.
La mención de Ruth dio al traste con la compostura de Jill y las lágrimas afloraron a sus ojos.
—Sí, estaría encantada porque yo soy feliz y porque sabría que seré una buena madre. —Alzó la voz cuando Michael dio media vuelta para marcharse—. ¡Y no le sorprendería como a ti porque lo habría sabido desde el principio!
Michael se había ido.
—Mamá estaría encantada —repitió Deborah inclinándose sobre Jill—, en eso tienes toda la razón, y se habría puesto furiosa con él. —Miró a Grace—. Tengo que hablar con el abuelo. ¿Te quedas aquí con la tía?
—No hables con él —le pidió Jill—. Es inútil. No cambiará de opinión.
—Puede que no, pero ¿no te parece que ya es suficiente?
—¿Doctora Monroe? —dijo una enfermera, abriendo la cortina.
Dylan apareció detrás de ella con dos dedos bajo las gafas; se estaba apretando el ojo.
—¿Era el abuelo? —preguntó antes de ver a los demás—. ¿Qué le pasa a la tía Jill?
Deborah lo estrechó contra sí.
—Va a tener un bebé —le susurró. También estaba harta de ese secreto.
—¿Ahora?
—No, ahora no, pero no se encontraba bien y ha venido al hospital para asegurarse de que todo va bien.
Dylan cerró el ojo que antes se estaba apretando. Deborah se dio cuenta de que era el ojo izquierdo, el ojo bueno, y alzó la cabeza.
—¿Por eso ha venido el abuelo?
—Sí.
—¿Y por eso estaba enfadado?
—No estaba enfadado, solo preocupado.
Dylan volvió a apretarse el ojo izquierdo y musitó algo que Deborah no llegó a oír.
—¿Cómo?
—No le cuentes al abuelo lo de mi ojo —susurró él atropelladamente.
—¿Qué le pasa a tu ojo? —preguntó Deborah. Sin embargo, lo supo inmediatamente sin que él contestara porque le había visto apretárselo a menudo y parpadear demasiado. Angustiada, aferró a su hijo por los hombros para encararse con él—. ¿Qué le pasa a tu ojo?
—Me duele muchísimo —contestó él con desconsuelo—. Igual que me dolía el otro.
Deborah tuvo que hacer un esfuerzo para no echarse a llorar.
—¿Te molesta la luz? —Él asintió—. ¿Desde cuándo, cariño?
—No lo sé, pero no podía decir nada porque os había pasado todo eso a Grace y a ti, y además quiero ir con papá este fin de semana.
Deborah volvió a estrecharlo contra su cuerpo.
—Irás con papá —le tranquilizó y su mirada se cruzó con la de Grace por encima de la cabeza de Dylan—. ¿Puedes quedarte tú a ayudar a tía Jill?
Grace parecía debatirse entre la ira y la preocupación.
—La he traído yo, ¿no? ¿Adónde vas?
—A ver al doctor Brody.
—Noooo, mamá —gimió Dylan.
Pero Deborah sabía que era necesario, igual que en el fondo de su corazón hacía tiempo que sabía que había un problema, solo que había tratado de no verlo, y mientras, Dylan había tenido que sufrirlo en silencio.
Deborah deseaba tan poco como Dylan oír el diagnóstico, pero era necesario y, por otro lado, le gustaba mucho ese oftalmólogo. El doctor Aidan Brody era un especialista en oftalmología pediátrica y tan amable con Dylan que Deborah lamentó doblemente no haber acudido antes a él. Aidan abrió su consulta temprano para recibirlos y realizó un examen realmente exhaustivo, lo que denotaba su sincero interés.
—No hay nada más que lo que ya tienes en el otro ojo —explicó al chico tranquilamente—, y también es perfectamente curable. El dolor lo provocan las diminutas grietas en la superficie de la córnea. Hay pequeñas terminaciones nerviosas debajo de esas grietas. Cuando quedan al descubierto, notas dolor.
—Pero ahora ya no veré nada —exclamó Dylan.
—No es cierto, no es cierto —le aseguró Aidan—. No perderás la vista. En un par de años, en cuanto dejes de crecer, nos ocuparemos de eso.
—¿El trasplante curará también la hipermetropía?
—No. Seguirás llevando gafas hasta que podamos curarlo con cirugía láser. El transplante de córnea es solo para la distrofia reticular.
—Pero ¿y si sigue empeorando hasta entonces?
—¿Le ha ocurrido al otro ojo?
—No.
—Claro. Se estabilizó. Y a este le pasará lo mismo.
—Pero ¿y si no se estabiliza?
—Lo hará, Dylan —insistió Aidan con tan afable convicción que Deborah le creyó a pies juntillas—. Te diré lo que haremos —añadió Aidan, cogiendo una tarjeta de la esquina de su mesa—. Voy a darte mi número de teléfono del consultorio y el de mi casa. Quiero que me llames siempre que sientas el miedo. —Escribió unos números tan grandes que Deborah los vio desde donde estaba sentada—. Bueno, ¿crees que te daría el número de mi casa si creyera que ibas a llamarme cada dos minutos? No, señor. Estarás demasiado ocupado con el colegio y con tus amigos. Pero apuesto a que estabas muy preocupado.
—Sí —dijo Dylan, aferrando la tarjeta que le tendía su médico.
—Apuesto a que tenías miedo de quedarte ciego.
—Sí —confesó él tímidamente.
—Ahora ya sabes que no va a pasar, ¿verdad?
—Sí —contestó él, pero volvió a preocuparse—, pero, ¿y si pierdo su tarjeta?
—Tu mamá sabe cuál es mi número —respondió Aidan Brody sonriendo—. Estudió medicina con mi mujer. —Señaló a Deborah con la cabeza y sonrió—. Puedes pedírselo a ella y ella te lo escribirá.
Durante el trayecto de vuelta desde Boston, las emociones de Deborah cubrieron toda la gama desde el alivio hasta el miedo. El doctor Brody había hecho que todo pareciera muy fácil, pero dos trasplantes de córnea eran dos operaciones por separado, ninguna de las cuales era tan sencilla como extirpar una verruga, y ambas suponían un riesgo.
Dylan, en cambio, se había animado. Se había quitado un peso de encima pero lo había trasladado a su madre. Sin embargo, para eso estaban las madres precisamente.
Deborah pasó por casa para que pudieran ducharse. Habría preferido dejar a Dylan al cuidado de Livia, para que durmiera un poco más, pero su hijo no quiso ni oír hablar de ello, así que lo llevó al colegio, entró con él para justificar su retraso y luego se fue a la pastelería.
Jill estaba ya en casa durmiendo. Alice lo tenía todo controlado abajo y Grace se había echado en un sofá del pequeño ático del tercer piso.
Deborah se tumbó junto a Jill, que se despertó al notar el movimiento del colchón.
—¿Qué pasa con el ojo de Dylan? —preguntó con voz somnolienta.
—Lo mismo que con el otro.
—Oh, no —exclamó Jill, despertándose del todo—. Oh, Deb. Lo siento.
—Yo también. Se me rompe el corazón al pensarlo. Le operarán en un par de años, pero no se puede hacer gran cosa hasta entonces.
—¿Cómo está él?
—Estupendamente. Aliviado de que no sea nada más grave. ¿Qué tal estás tú?
—Yo también estoy bien. Ya no tengo pérdidas. ¿Dónde está Grace?
—En el ático, durmiendo.
—Tienes que hablar con ella, Deborah. Se siente muy culpable.
—Lo intento, pero ella no quiere.
—Pues inténtalo otra vez. Es una chica fantástica. Me llevó al hospital y me ha traído de vuelta.
—¿Ah, sí? —dijo Deborah, volviendo la cabeza. Cuando su hermana asintió, no supo si sentirse complacida o dolida—. Bueno, gracias. Por mí no quería hacerlo.
—Tenía que escoger entre conducir o dejar que me desangrara.
—No te estabas desangrando.
—Pero entonces no lo sabíamos. Ha hecho lo que tenía que hacer. En eso es igual que tú.
Deborah se puso de lado, de cara a su hermana.
—Siempre había supuesto que era igual que yo en todo. Puede que estuviera equivocada.
—Es igual que tú en lo más importante.
—Yo creía que quería ser médico.
—¿Ser médico es lo más importante?
Deborah no tuvo que pensar mucho la respuesta.
—No. Fíjate en mí, tumbada aquí, y ni siquiera he llamado a la consulta para avisar. Jill, siento mucho lo de papá. Ya sabes lo equivocado que está.
—Sí, bueno, supongo que la esperanza es lo último que se pierde.
—Cambiará —le aseguró Deborah—. Solo necesita tiempo para acostumbrarse a la idea.
—Esto lo dice alguien que siempre ha sido su ojito derecho.
—Últimamente no.
Jill frunció el ceño.
—Es verdad, ¿no tienes pacientes que visitar?
—Estoy cansada.
Las palabras quedaron suspendidas en el aire. Al cabo de unos instantes, Jill se echó a reír.
—Eso sí que es una novedad.
Sí, Deborah también se había dado cuenta.
—Jamás en la vida había permitido que eso fuera una excusa para no trabajar. Pero estoy cansada.
—¿Del trabajo?
—De ser buena. De intentar ser buena.
—De intentar complacer a papá —añadió Jill.
—Eso también.
—¿Qué pasará si no apareces por la consulta?
—No lo sé, puesto que jamás ha ocurrido.
—Tus pacientes lo entenderán.
—¿Me importa acaso? —replicó Deborah, pero se apresuró a añadir—: Sí, me importa, pero Dios mío, nunca he faltado a mi trabajo. Si no son capaces de entender que, por una vez, necesito un poco de tiempo, bueno, peor para ellos.
—¿Y papá?
—Papá se enfadará, pero hará mi trabajo. Pensará en el sábado pasado, cuando él no acudió y yo le cubrí, o quizá en esta mañana, cuando se ha comportado como un idiota. Seguramente se siente culpable. No me ha llamado. —Deborah tuvo una idea—. Quizá me eche de su consulta. ¿No sería increíble?
—Deborah, tú no quieres eso.
Deborah sonrió con tristeza.
—No, la consulta me va bien.
—Y también a él. Si no puede entender que estás pasando por un mal momento y que necesitas un poco de tiempo, debería darle vergüenza.
—¿Papá? ¿Podemos hablar? —preguntó Deborah desde la puerta del despacho de su padre.
Michael estaba sentado a su mesa leyendo. Con una mano sostenía el bolígrafo con el que rellenaba impresos, y con la otra medio calzone del restaurante italiano que había en aquella misma calle. Al lado tenía una botella de Coca-Cola Light medio llena de un líquido oscuro. No había indicios de que bebiera otra cosa.
Michael miró a su hija por encima de las gafas y preguntó, en tono razonablemente tranquilo:
—¿Dónde has estado? Esto ha sido un caos.
—Lo siento. He tenido que llevar a Dylan a Boston urgentemente por sus ojos.
Michael dejó a un lado el calzone.
—¿Qué pasa? —Cuando Deborah se lo contó, se alteró visiblemente—: ¿Los dos ojos?
—Aidan dice que ocurre a veces.
—¿Su vista empeorará antes de poder curarlo?
—Eso parece —contestó Deborah—. Dylan está bien. Ha insistido en ir al colegio. Yo apenas he empezado a asimilarlo. Estoy en la etapa de negación, por así decirlo. Ahora mismo no puedo hacer absolutamente nada. Solo... necesitaba hablar contigo.
Michael arrojó el bolígrafo sobre la mesa.
—Si quieres hablar de tu hermana, ahórrate el esfuerzo. No sé qué decir. Me pasa siempre cuando se trata de Jill.
—Entonces hablemos de mamá —propuso Deborah.
Michael apretó los labios.
—Si vas a decirme que ella estaría encantada, también puedes ahorrártelo. Esto no habría ocurrido de haber vivido ella.
—Papá, Jill tiene treinta y cuatro años. Lo habría hecho con o sin la bendición de mamá.
—No. Tu madre sabía cómo trataros a las dos. —Se quitó las gafas y se recostó en el asiento—. Dios mío, Deborah, ¿cómo has podido ocultármelo?
—No lo sabía. —¡Qué maravilla poder decir la verdad por una vez!—. Jill quería hacerlo sola.
—Pero yo soy su padre, y soy médico. Por cierto, ¿sabemos qué doctor la visita?
—Burkhardt. Es una buena ginecóloga.
—Al menos algo ha aprendido —gruñó él.
—Ha aprendido muchas más cosas, papá. Sabía que quería formar una familia. De eso trata todo ese asunto de los hermanastros. Quiere que su hijo tenga una familia.
Su padre volvió a soltar un gruñido y apartó la vista.
—Eso no dice mucho de su opinión sobre nosotros.
—No te lo tomes como algo personal —dijo Deborah—. Mis hijos serán ya mayores para jugar con el suyo; además, las otras madres la ayudarán.
—¿No podemos ayudarla nosotros? —Michael frunció el entrecejo.
—Papá, tú no has dado saltos de alegría precisamente —le recordó Deborah.
—¿Y a ti te parece bien? —preguntó él.
—¿Una vez pasada la sorpresa inicial? Sí. Siempre he sabido que a Jill le encantaban los niños. Es una tía fabulosa con los míos. Siempre he sabido que quería tener hijos propios. A veces pensaba que la pastelería era como un hijo para ella, pero no es verdad.
Michael bajó la vista y frunció los labios.
Deborah sabía lo que estaba pensando, pero no tenía fuerzas para volver a iniciar esa discusión. Además, estaba cansada de hablar de la pastelería.
—Jill hace las cosas a su manera —dijo Deborah.
—Todos los niños necesitan un padre.
—En un mundo ideal, sí. Pero quizá deberíamos revisar nuestra definición de lo que es «ideal». Fíjate en lo que vemos en la consulta. Hemos visto maltrato físico, negligencia, carencias emocionales. Un mal padre puede ser peor que no tener ninguno. Además, el bebé de Jill no será el único. La mitad de las familias de la ciudad están divorciadas y se han vuelto a casar o son monoparentales.
—Y por eso los seres humanos, como yo, vivimos y luego morimos —afirmó Michael—. El mundo cambia demasiado para que podamos aceptarlo. Los principios en los que hemos creído durante décadas se han vuelto obsoletos. Si alguien me hubiera dicho que mis dos hijas tendrían que criar a sus hijos solas, lo habría considerado un loco. —Abrió los brazos como queriendo abarcar un sueño y luego los dejó caer—. Quería algo mejor para vosotras. ¿Qué está pasando? Desde que murió tu madre todo se está desmoronando.
—No ha ocurrido nada que no hubiera ocurrido de todas formas —señaló Deborah.
—Te equivocas, señorita. Ella habría sabido mantener las cosas en su sitio.
—¿Cómo? —preguntó Deborah—. ¿Qué habría hecho? ¿Le habría pedido a Greg que no se fuera y por arte de magia Greg no se habría ido? ¿Habría encontrado a un hombre para Jill y, mágicamente, Jill se habría enamorado de él? Mamá habría servido de amortiguador, nada más. Te habría ayudado con los baches de nuestras vidas.
—¿Desde cuándo necesito ayuda? —preguntó él, indignado, pero Deborah se negó a retroceder.
—Desde que murió ella. Mamá siempre estaba ahí. Ella lo filtraba todo. Ahora que ya no está, todo te parece peor.
—Ella habría sabido cómo encauzarlo todo —insistió él, meneando la cabeza—. Por Dios, fíjate en tu hermana. Fíjate en ti. Esta mañana un investigador me ha preguntado qué relación mantenemos con John Colby.
Deborah se puso tensa.
—¿Qué tipo de investigador?
—De la oficina del fiscal del distrito —respondió Michael—. Al parecer está investigando tu accidente.
Si el informe de la policía estatal no había hallado indicio alguno de delito, sin duda la intervención de la fiscalía tenía que ver con una demanda civil. Desde luego no era lo que esperaba oír.
—¿Ha sido solo una llamada de teléfono o ha pasado por aquí?
—¿Qué importa eso?
—No lo sé. Solo trato de adivinar qué está pasando. —Seguramente no sería nada, se dijo. Tan solo querría hacer un par de preguntas. Pero ¿por qué preguntaba por John?
—Me temo que no puedo ayudarte —replicó Michael—. Aunque era un hombre muy educado, no podía entretenerme charlando con él porque tenía que atender a tus pacientes además de a los míos.
—Pero ¿ha mencionado la fiscalía?
—Sí, y es la primera vez en la vida que recibo semejante visita. —Michael se lanzó al ataque con ojos centelleantes—. En esta familia no se hacen cosas que provoquen que gente de la fiscalía venga a fisgonear. Dijiste que fue un simple accidente. Dijiste que no hiciste nada malo. ¿Por qué demonios quiere saber la fiscalía qué relación mantenemos con John? Los historiales médicos son confidenciales. Si nuestros pacientes empiezan a creer que los hacemos públicos, podríamos perder a la mitad de ellos.
Deborah estaba más preocupada por Grace que por la consulta. Se angustiaría más aún cuando se enterara de la visita de alguien de la fiscalía.
Preguntándose por las posibilidades de que la visita de la mañana a su padre fuera la última, Deborah afirmó:
—No perderemos pacientes. La oficina del fiscal del distrito no ha pedido información médica.
—Pero piden algo, y puede que sea solo el principio. No sé qué ocurrió aquella noche, pero te aseguro que si tu madre estuviera viva...
—¡No habría cambiado nada! —gritó Deborah—. Ya basta, papá. ¡Mamá no habría podido hacer absolutamente nada para impedir aquel accidente!
—Me dejó en un buen lío. ¿En qué estaba pensando? —dijo Michael con los ojos muy abiertos.
—No planeó morir —gritó Deborah, fuera de sí.
—Desde luego que no, maldita sea, pero murió, ¿y cómo me dejó a mí? Se suponía que íbamos a envejecer juntos. Se suponía que íbamos a viajar y a disfrutar de los beneficios de haber trabajado tanto. Se suponía que iba a vivir más que yo. —De pronto parecía perplejo.
En ese instante, a pesar de su preocupación, Deborah comprendió qué le ocurría a su padre. La ira era una etapa del duelo. Inclinándose sobre su mesa con lágrimas en los ojos, dijo:
—Escúchame, papá. Cuando la primera córnea de Dylan empezó a ir mal, lamenté que mi hijo no fuera el niño perfecto que podría haber sido. Me dije a mí misma que el diagnóstico estaba equivocado. Negocié con Dios, ya sabes, arréglale los ojos y yo haré cualquier cosa. Pero no funcionó y yo me encolericé porque mi hijo tuviera que enfrentarse con eso. Al final no tuve más remedio que aceptarlo, porque era la única manera de ayudar a Dylan. —Deborah se incorporó—. El duelo es un proceso. La ira forma parte de él. —Hizo una pausa—. Ahora mismo estás furioso con mamá por haberte dejado solo. Pero la estás tomando con Jill y conmigo, y nosotras te necesitamos. Puedes beber cuanto quieras —rápidamente alzó una mano al ver que los ojos de su padre se ensombrecían—, pero eso no sirve de nada, papá. Nosotras te necesitamos.