Capítulo 11
CUANDO acabó la cena y Dylan se instaló delante del televisor, Deborah asomó la cabeza en la habitación de Grace y le indicó por señas que se quitara un auricular.
—Me voy a la ciudad un momento a hablar con el abuelo.
—¿A hablar de qué? —preguntó Grace con recelo.
—De un paciente —respondió Deborah, y en cierto modo decía la verdad, pero Grace seguía desconfiando.
—¿Y por qué esta noche? ¿No lo verás mañana por la mañana?
—Sí, pero quiero que se lo piense esta noche.
—¿El qué?
—Si te lo dijera —la reprendió Deborah suavemente—, estaría traicionando la confianza de mi paciente. Y te prometí que no haría nada de eso.
Grace la miró fijamente unos instantes antes de volver a ponerse el auricular de su iPod y aislarse del mundo. Al poco rato, Deborah sacaba el coche del garaje.
Su padre había ido a cenar con su amigo Matt, lo que significaba que no habría estado bebiendo con el estómago vacío. Aun así, cuando lo encontró en el estudio, tenía los ojos vidriosos. El televisor estaba encendido. Tenía un vaso en la mano y una botella al lado.
«Dile que pasabas por aquí casualmente, que volvías a casa después de cenar con Karen. Dile que solo has entrado para ir al cuarto de baño.»
¿Más mentiras? No podía. Gracias a Emily Huber, tenía que afrontar la realidad del problema de su padre con la bebida. Cogió el mando del brazo de la butaca en la que estaba sentado su padre y bajó el volumen.
Michael alzó su reloj con mano vacilante y trató de ver qué hora era.
—¿No es ya muy tarde para que te presentes aquí? —preguntó.
«Vete. Ni siquiera recordará que has venido.»
Pero su padre tenía un problema. La familia tenía un problema.
—Esta tarde he tenido un roce con Emily Huber en el gimnasio —explicó rápidamente—. Estaba furiosa conmigo porque decía que yo había llamado a la policía para quejarme del ruido de su fiesta el sábado por la noche. Dice que va a llevarse a sus hijas de nuestra consulta.
—¿Que va a llevárselas? —dijo Michael haciendo una mueca—. ¿Qué significa eso?
—Que cambiará de médico.
—Vaya, eso no tiene sentido —dijo Michael metiendo hacia dentro la barbilla—. ¿Y todo porque llamaste a la policía?
—No llamé a la policía, pero ella cree que lo hice.
—¿Qué tiene contra ti?
—No es solo contra mí —explicó Deborah—. Dice que no confía en ti.
—¿No confía en mí? —gritó su padre incorporándose en la butaca—. ¿Y por qué demonios no confía en mí?
Deborah respiró profundamente antes de contestar.
—Afirma que bebes demasiado.
Se produjo un incómodo silencio antes de que Michael replicara con indignación:
—¿Dé qué habla esa mujer?
Deborah echó una mirada a la botella.
—Por Dios, son casi las diez de la noche. Lo que haga en mi tiempo libre no es asunto de Emily Huber, maldita sea.
—Dice que bebes durante la comida, y eso sí es asunto suyo.
—No bebo en el trabajo —bramó Michael—. Emily Huber se lo está inventando. Así que te lo pregunto otra vez, ¿qué demonios tiene contra ti?
—No se trata de mí, papá, sino de ti. Veo una botella aquí cada mañana, una nueva cada pocos días. Eso es mucho whisky. Y me aseguraste que creías que mamá te habría dicho que debías superar esto y seguir adelante.
Michael no hizo caso de este último comentario.
—¿Cómo demonios iba a saber Emily Huber que bebo? ¿Se lo has dicho tú?
—Papá, jamás se lo diría a nadie. —Deborah se acuclilló junto a la butaca—. Ya sabes cómo empiezan los rumores; no es ningún misterio. Esta noche has cenado con Matt. ¿Adónde habéis ido?
Michael tardó un momento en contestar.
—Al Depot —dijo finalmente.
—Eso está en la ciudad. ¿Has bebido durante la cena?
—Me he tomado una copa, quizá dos, pero eso no es asunto de nadie.
—Cuando la gente ve que bebes, sobre todo si son más de dos copas, empieza a hablar.
—¿Me has visto alguna vez borracho?
—No, pero te veo a la mañana siguiente con un espantoso dolor de cabeza.
—El dolor de cabeza se debe a quedarme dormido en esta maldita butaca.
—Eso te pasa por haber bebido demasiado.
—¿Cómo lo sabes? —bramó Michael—. Tú no estás aquí. Tú no sabes cuánto bebo. No sabes nada de mí.
—Echas de menos a mamá —dijo Deborah en voz baja.
—¿Que la echo de menos? Eso no expresa ni remotamente lo que siento —siguió vociferando su padre—. Siento como si la mitad de mí se hubiera muerto.
—Beber no va a ayudarte —le suplicó Deborah.
—¿Ah no? —Desafiante, Michael levantó el vaso y lo apuró de un trago, pero cuando quiso dejarlo en su sitio, falló y el vaso cayó sobre la alfombra. Deborah lo recogió, pero su padre no pareció darse cuenta—. ¿Cómo sabes tú lo que me ayuda o no me ayuda? Nunca has pasado por esto. Tu marido te dejó y tú te quedaste tan fresca, no lloraste, no le echaste de menos.
—Papá...
—¿Papá qué? —le espetó él, alzando el rostro para encararse con su hija, aunque un poco inseguro—. ¿No querías hablar de mi reacción por la pérdida de tu madre? Pues hablemos ahora de ti. Tú te distancias de todo el mundo.
«Es la bebida», se dijo Deborah, aunque la acusación le había dolido.
—He venido para hablarte de la bebida.
—¿Sentiste algo cuando Greg se fue?
—Sentí muchas cosas —contestó ella airadamente.
—Pues no lo demostraste en absoluto.
—¿Y cómo iba a demostrarlo? —exclamó Deborah. Con bebida o sin ella, su padre estaba siendo injusto—. Tenía dos hijos que se sentían abandonados. Tenía que hacer de madre y de padre. ¿Habría sido mejor que me quedara sentada lamentándome y contemplando los pedazos rotos de nuestra familia? Alguien tenía que recogerlos.
—Y tú lo hiciste sin ningún problema —dijo Michael y buscó el vaso con la mirada. No lo encontró, así que se levantó para coger otro del mueble bar—. Te cortaste el pelo —masculló—. Eso fue todo. Fuiste y te cortaste el pelo. —Se sirvió otra copa.
—Por favor, no bebas —rogó Deborah.
Su padre la miró y bebió un buen trago.
—A Greg le gustaba que llevaras el pelo largo, así que te lo cortaste. Solo por eso. A ti también te gustaba llevar el pelo largo.
—Necesitaba un cambio.
—Querías parecer más femenina —la acusó Michael, dando golpecitos en el vaso con la alianza del dedo—, porque tu marido te había dejado por otra mujer.
—Greg quería otro estilo de vida —le corrigió Deborah, al borde de las lágrimas.
—Y tú querías que el mundo supiera que no había sido culpa tuya. Pero sí lo fue, Deborah. Los hombres quieren mujeres que les cuiden. Tu madre me cuidaba. Siempre estaba ahí cuando la necesitaba. —Bebió otro trago.
—Por favor, no sigas —suplicó Deborah.
—Llevaba el pelo largo cuando la conocí —dijo él, pensativo, contemplando lo que quedaba en el vaso—, pero luego tenía demasiadas cosas que hacer y le daba demasiado trabajo, así que se lo cortó. Se lo dejó corto también, pero ella no era médico. Un médico debe tener un aspecto pulcro.
—Soy una buena médico —susurró Deborah.
—Si hubiera tenido un hijo varón, habría sido médico.
Deborah tragó saliva.
—No tuviste hijos varones.
—Siempre quise compartir mi consulta con un hijo.
—La compartes con tu hija —dijo Deborah, con el corazón desgarrado.
Michael apuró el resto del whisky.
—Es lo mismo que con el pelo.
—No lo es —replicó Deborah. Una llaga que supuraba desde hacía años, acababa de reventar—. No soy tu hijo.
—¿Qué has dicho? —preguntó él, levantando la vista.
—Que no soy tu hijo —repitió ella alzando la voz.
—¿Qué dices? —Michael frunció el ceño.
—La verdad —respondió ella—. No soy tu hijo. Soy tu hija y solo puedo intentar hacerlo lo mejor posible. Tal vez no sea perfecta, pero Dios sabe que lo he intentado, y si no estoy a la altura de lo que esperabas, quizá debas empezar a aceptarlo. —Volvió a respirar hondo—. Y ahí va otra verdad: bebes demasiado.
—¿Eso es una verdad? —Michael volvió a servirse whisky, se volvió hacia su hija y preguntó, bajando la voz amenazadoramente—: ¿Estás diciendo que miento?
Deborah se sentía lo bastante dolida como para mantenerse en sus trece.
—Digo que te niegas a admitirlo.
—¡Ja! —exclamó él con un ademán que hizo que se derramara un poco de whisky—. ¡Mira quién habla de negación! Le echas la culpa a Greg de haber arruinado tu matrimonio. ¿Crees que los niños no se dan cuenta?
—Papá.
—¿Y no estás dándoles un mal ejemplo?
—Por favor, papá.
—Por favor, ¿qué?
—Bebes demasiado.
—¿Lo ves? —dijo él con una leve sonrisa—. A eso me refiero. Aquí estoy yo, hablando de emociones, y tú solo sabes decir: «Papá, bebes demasiado». No bebo demasiado —dijo en tono de mofa—. Y qué pasa si me tomo un par de copas para aliviar la soledad. Simplemente significa que soy un ser humano. —Alzó el vaso en un brindis—. Podrías aprender de mí.
—Por favor, papá.
Michael dejó el vaso con un fuerte golpe.
—No me digas lo que debo hacer fuera del trabajo. No me lo digas. —Echó otro trago y cogió el mando del televisor—. Fin de la discusión. —Subió el volumen y volvió a hundirse en la butaca.
Deborah volvió a su coche con el corazón encogido, se metió en él y salió a la carretera dando marcha atrás. No se cruzó con nadie en el corto trayecto hasta su casa. Una vez en el garaje, estaba demasiado cansada para apearse.
La luz interior acabó apagándose.
Permaneció sentada en la oscuridad hasta que se abrió la puerta que comunicaba con la casa. Grace apareció en el umbral; su esbelta silueta se recortaba contra la luz del vestíbulo, los rizos enmarcaban su cabeza. Estaba visiblemente tensa.
—¿Mamá? —llamó en voz alta.
Deborah abrió la puerta del coche y salió.
—Hola, cariño —dijo, cuando llegó al descansillo.
—¿Por qué estabas ahí sentada?
—Estaba cómoda.
—¿En el garaje? —preguntó Grace—. Si hubiera monóxido de carbono, podrías morir —añadió, poniendo énfasis en la última palabra.
—El coche estaba apagado. No había monóxido de carbono. —Completamente agotada, Deborah pasó por delante de su hija sin tocarla; el contacto no parecía ser de ninguna ayuda.
—¿Dónde estabas?
—En casa del abuelo. Ya te lo he dicho antes de irme. —Una vez en la cocina, cogió un tazón y lo llenó de agua caliente—. Tenía que hablar con él. —Abrió el armario donde guardaba las infusiones.
—¿Sobre qué?
¿Manzanilla? ¿Limón con jengibre? ¿Papaya? Deborah no se decidía. Cerró los ojos y cogió una caja al azar. Papaya. Buena elección.
—¿Mamá?
Deborah sacó una bolsita y la dejó caer en el tazón.
—Sí, cariño.
—¿De qué has hablado con el abuelo?
A Deborah no le quedaban fuerzas para inventar otra mentira. Además, su hija era una chica lista. Ya se habría dado cuenta de que su abuelo bebía en el almuerzo de los domingos.
—Creo que el abuelo tiene un problema con la bebida —dijo, mirando a Grace a la cara.
—¿Crees que es alcohólico? —preguntó Grace con los ojos desorbitados.
—Puede que aún no lo sea. Por ahora simplemente bebe demasiado.
—¿Y qué es lo que bebe? ¿Vino?
—Whisky.
—Whisky —repitió Grace—. ¿Y lo bebe en el bar, en casa?
Deborah alzó el tazón para aspirar el dulce aroma de la papaya.
—Le he visto beber en su casa, aquí y en restaurantes.
—Tú también bebes en los restaurantes. Y también en casa de los Trutter.
—No hasta el punto de dejar que me afecte. Sé hasta dónde puedo llegar.
—¿Y el abuelo no? ¿Y en el trabajo? ¿Bebe ahí también? Porque eso sería peor, ¿no?
—Sí. Eso sería lo peor. —Deborah dio un sorbo a la infusión—. No lo sé con seguridad.
—Pero ¿crees que lo hace?
Deborah reflexionó sobre las distintas opciones y una vez más eligió la verdad.
—Me he encontrado con Emily Huber en el gimnasio. ¿Has oído algo acerca del sábado por la noche, sobre que llamaron a la policía para quejarse del ruido de la fiesta?
—Creen que fuimos nosotras.
—¿Lo sabías? ¿Por qué no me lo habías dicho? —preguntó Deborah, pero luego agitó la mano y añadió—: Da igual. Emily va a cambiar de médico a Kelly y a Kim.
Grace no respondió.
—¿Llamaste a la policía? —preguntó finalmente con resentimiento. Tenía un dedo en la boca, a punto de morderse la uña.
Deborah no se molestó en regañarla.
—¿Cómo iba a saber si hacían ruido o no? Yo no estaba allí.
—Te dije que habría un barril de cerveza.
—Me lo dijiste al día siguiente —le recordó Deborah.
—¿Le has pedido tú a Danielle que viniera? —preguntó Grace con la misma actitud hosca.
—No —contestó Deborah, tardando un poco en reaccionar—. ¿Ha venido?
—Se ha pasado por aquí con el coche y me ha pedido que saliera un rato con ella. Le he dicho que no podía porque tenía que escribir una redacción de inglés, y era cierto, aunque no la estaba haciendo. —Soltó esta última frase en tono desafiante, hundiendo las manos en los bolsillos de atrás de los vaqueros—. ¿Le has pedido que viniera? —repitió.
—En absoluto. Danielle te adora. Oh, Grace, lamento que al menos no la invitaras a pasar. Karen dice que quiere hablar contigo.
—Pues yo no quiero hablar con ella. Y si te lo cuento es precisamente porque quiero que se lo digas a Karen. Dani quiere hablar del accidente y yo no. —Se echó el pelo hacia atrás—. ¿Qué tiene que ver la señora Huber con que el abuelo beba o no beba?
—Dice que le han visto beber durante las comidas —respondió Deborah, dejando correr lo demás.
—¿La señora Huber ha dicho eso? —se sorprendió Grace, y frunció el ceño—. ¿La señora Huber, que está siempre sentada al lado de su piscina tomando Cosmopolitans? La señora Huber no puede acusar a nadie de beber en las comidas. Pero ¿es cierto?
Deborah se tocó la mejilla con el tazón caliente.
—Él dice que no.
—¿Le crees?
—No lo sé. Por la noche bebe porque echa de menos a la abuela Ruth.
—La amaba —la recriminó Grace, como si Deborah no se enterara de nada.
—Ya sé que la amaba, Grace. Viví ese amor mucho más tiempo que tú. Comprendo perfectamente por qué se siente solo en casa, pero... ¿beber en el trabajo? Eso es muy peligroso.
—Quizá solo sean un par de copas —dijo Grace, echándose atrás.
—Un par de copas podrían enturbiar su criterio.
—¿De verdad crees que tomaría una decisión que pudiera perjudicar a alguien?
—A sabiendas no. Pero un error, incluso en algo pequeño como la dosis de un medicamento, podría tener un efecto trágico.
—Quieres decir que podrían demandarle.
—Quiero decir que alguien podría morir. Y tiene a docenas de pacientes de tu edad. ¿Cómo va a decirles que no beban si él bebe?
—Quizá no sea realista pedir abstinencia total. Quizá los Huber tienen razón en dejar que beban y quitarles las llaves de los coches. Mira, si van a hacerlo de todas formas, quizá sea mejor asegurarse de que luego no conducen. ¿Cómo vamos a saber cuánto podemos beber si no lo probamos?
—No soy yo quien lo dice, cariño. Es la ley. Y el abuelo ocupa una posición de autoridad moral. Es un modelo para los demás. Un modelo no bebe en el trabajo.
—Un modelo no miente —contraatacó Grace.
Deborah se la quedó mirando.
—No.
Esta admisión pareció bajar un poco los humos a Grace.
—¿Cómo te ha ido con el abuelo? —preguntó.
—No muy bien —respondió Deborah, volviendo agradecida a un terreno más seguro.
—¿Está enfadado contigo?
—Creo... creo que sí. Esperemos que mañana se le haya pasado.
—¿Quieres decir que se dé cuenta de que tienes razón?
Deborah sonrió.
—¿Verdad que sería fantástico?