CAPÍTULO VIII
«LA clave de todas tus dificultades, presentes y futuras, es el Amor.» Adriano había vuelto a sus antiguos juegos autoanalíticos. El aforismo espigado en la confesión más memorable de toda su vida de improviso se presentaba a él otra vez. Regresaba, de nuevo, a muchas cosas. Estaba convencido de que, hasta ese momento, no sabía siquiera qué era el amor. La gente parecía gustar de él. Hasta cierto punto, había algunas personas que le agradaban. Pero amor… Admitía ante sí mismo que los hombres en su mayoría le eran desconocidos. Quizá ése fuera su fallo. Quizá no pudiese llegar lo bastante cerca de ellos como para quererles tan sólo porque no les brindaba la intimidad suficiente, no les estudiaba lo bastante de cerca. Ése era un defecto que podía enmendar. Invitó a sus quince cardenales a que pasaran una hora con él en la viña de León. La jornada era uno de esos gloriosos días romanos de comienzos del verano. El Papa quería utilizar a Sus Eminencias para discutir ciertos asuntos, para aguzar su ingenio enfrentándolo con el de ellos, para escarbar en sus cerebros con el fin de formarse sus propias opiniones. Gentilotto señaló con suavidad que si el Santo Padre plantease un tema, ellos harían todo lo que les fuese posible para ayudarle. El Pontífice propuso el renunciamiento al poder temporal y los hizo enmudecer. Por supuesto, en su mayor parte, los cardenales lo desaprobaban. Les había tomado por sorpresa. Todos y cada uno de ellos había madurado con la fatua idea de que el éxito de la Iglesia tendría que ser medido por el alcance de los bienes temporales que ella poseyese. Y una idea de esa índole, sobre todo cuando viene heredada, no puede quitarse de raíz y arrojarse a un lado en un instante, ni siquiera por una bula pontificia. Adriano comprendió que sus partidarios (tanto como sus oponentes) no gustaban de esa audacia suya.
—Santidad, no tenemos el atrevimiento de condenarla, pero no la alabamos. Sin embargo, el Santo Padre tendrá sus razones —dijo Fiamma por fin.
El Papa no tenía razones de superficie, se trataba de motivos fundamentales. Y su modo de ser por lo común le llevaba a ocultar lo sacrosanto con un velo de frivolidad: es decir, cuando sus secretos parecían estar a punto de ser violados, se sentía propenso a distraer la atención con alguna paradoja o una gracia elegante. Una chispa socarrona brilló en sus labios finos y la sombra de un fulgor pícaro apareció en los ángulos de sus ojos entrecerrados.
—Hace tiempo tratamos a cierto escritor de novelas de amor. Los disparates sentimentales que él ponía en boca de sus marionetas (no tenía más que un solo grupo de ellas) tuvieron gran influencia en Nos. Ese hombre tenía que ganarse la vida. Pensaba que era capaz de hacerlo halagando al poder temporal. Era, por cierto, un católico muy inteligente y mundano, pero los argumentos que esgrimía en un tema tan vital como el hecho de tener que ganarse la vida eran tan estériles y tan típicos de un cura, que terminamos por considerar que el poder temporal era algo desdeñable. Además, allí estaba ese tono de desgraciada maliciosidad de los periódicos católicos que se regodeaban, perversos, en las desventuras de las personas que trabajan duro y tienen buenas intenciones, que profetizaban la revolución y la bancarrota total de esta querida Italia, y tantas otras cosas similares. Pues bien: nuestra simpatía fue, naturalmente, no para los maliciosos sino para los que sufrían. Oh, sí, teníamos nuestras razones.
—Es bastante. Las manos de una persona obedecen a su cabeza —dijo Sterling.
—Por mi parte, pienso que si el poder temporal merece ser poseído, también merece que se luche por él. Lord Ralph Kerrison, que es un general británico, cierta vez me dijo que si el Papa se ocupara de convocar a los católicos de todo el mundo y ordenase operaciones militares, él estaría dispuesto a renunciar a su cargo mañana mismo y a alistarse en el ejército pontificio —aseguró Semphill.
—¿De verdad? —preguntó Mundo, con ojos de sorpresa.
—Es así, se lo aseguro —confirmó Semphill.
—¿Pero merece que se luche por él?
—Por supuesto, Santo Padre, la posesión confiere cierta categoría —intervino Saviolli.
El Papa sonrió.
—¿«Cierta» y «categoría»? ¡Oh, claro!
Talacryn estaba molesto, consideraba demasiado sarcástica la observación.
—Tal vez Su Santidad se incline hacia la teoría de que la Iglesia jamás ha sido tan poderosa como lo es ahora —aventuró Della Volta.
—¡Yo creo que eso es un hecho, no una teoría! —exclamó Grace.
—¿Y bien?
—Comprendo, en estos treinta y tantos años sin poder temporal, la Iglesia ha crecido en poder. De aquí se podría inferir que ese poder no es esencial.
—Continúe con ese argumento y…
—¿Alguno tiene una teoría con respecto a cuál es exactamente el obstáculo mayor a nuestra marcha aquí, en Italia? —interrumpió el Papa.
—Las sociedades secretas.
—El ateísmo.
—La pobreza.
—El socialismo.
—Los políticos corruptos.
—¿Qué sabemos de Italia nosotros, los recién llegados? —preguntó Whitehead a Leighton, que había hecho la última observación.
—Los periódicos dicen…
—¿Los periódicos? —prorrumpió Carvale—. ¿Acaso no sabemos cómo se escriben los periódicos? ¿Alguno de nosotros ha intervenido alguna vez en un solo párrafo? Pues entonces…
—Por favor, veamos el tema desde este punto de partida: de una parte, están el Papado y la Monarquía, Iglesia y Estado, Alma y Cuerpo. De la otra, sus enemigos. ¿Qué hay que hacer?
—Destruir a los enemigos.
—O convertirlos en amigos. Pero, ¿cómo?
—¿Cómo pueden andar juntas dos personas sin estar de acuerdo en hacerlo? —preguntó el Papa.
—El Papado y la Monarquía no están de acuerdo —dijo Courtleigh.
—¿Su Santidad quiere decir que tendrían que ponerse de acuerdo, que deberían unir sus fuerzas? —preguntó Ferraio.
—Es nuestra voluntad y nuestra esperanza reconciliarnos con el rey de Italia.
—¿Pero lo quiere Su Majestad?
—No lo sabemos, pero hemos demostrado que Nos no habremos de bloquear el camino.
—No cabe duda de que el Papa y el Rey juntos ejercerían una influencia ilimitada y para bien —reflexionó Ferraio.
—¿O sea que Su Santidad no piensa que el poder temporal merezca que se luche por él? —concluyó Sterling.
Los ojos de Adriano ya no estaban entrecerrados.
—No —respondió—. Procuren creer, Reverendos Padres, que ha llegado el tiempo del despojamiento. Hemos sumado y sumado y sin embargo no hemos convertido al mundo. Pregúntense a sí mismos si de verdad hemos obtenido el éxito que tendríamos que haber alcanzado, o si, en conjunto, no somos unos fracasos abyectos y lamentables. Si somos esto último, busquemos otro camino, el camino de la simplicidad, de la simplicidad apostólica. Al menos intentémoslo. Es una idea, y por nuestra parte estamos contentos de tener una posibilidad de llevarla a cabo: la idea de la simplicidad, para ir a la raíz de la cuestión.
—¿Su Santidad no teme ir demasiado lejos? —preguntó Talacryn.
—William Blake dice que la verdad está en los extremos. Para el campeón común de lo que se suele llamar dorada medianía (que en general es mucho más medianía que dorada), esa máxima es ni más ni menos que escandalosa. A pesar de ello, es tan profunda como una campana, Eminencia, y en ninguna parte suena con más hondura que en el principio de la unión de la Iglesia y el Estado.
Mientras se encaminaban a cenar, Mundo susurró a Fiamma:
—¿Tenemos un santo o un loco por Papa?
—Dos tercios de lo uno y un tercio de lo otro —respondió el radiante arzobispo de Bolonia.
Después de una de las recepciones de peregrinos ingleses, Adriano recibió en privado a una visitante inusual en la última antecámara. Fue introducida por un servidor que permaneció fuera, junto a una de las puertas, durante la entrevista, en tanto que su compañero montaba guardia en la otra. Era una audiencia secreta, nunca antes concedida a ningún soberano, y había sido otorgada a una mujer de clase media baja, de unos sesenta años, que tenía el aspecto de una excelente cocinera. La mujer cayó de rodillas cuando el Pontífice se presentó ante ella; habló de sus articulaciones al recibir ayuda para incorporarse, pero se mostró poco dispuesta a aceptar la silla que el Papa le acercó. La actitud de Adriano estaba despojada del aire pontificio; nadie le hubiese tomado sino por un inglés común, quizá de un tipo apenas distinguido y quizá vestido de forma un tanto rara. Habló con gentil llaneza y poco a poco logró que su invitada pasase de un estado de terror espasmódico y de alegría obsequiosa a sus modales honestos de siempre.
—Aa-a-ah —farfulló—, pero nunca podría explicarle a Su Santa Majestá lo que sentí cuando supe que usté me permitía venir a verle. Oh, gracias y que Dios le bendiga, Señor. Yo siempre supe que lo conseguiría. Ay, Santo Padre, ¿no está feliz de pensar en todo el bien que está haciendo? Quién iba a pensar que yo podría contar que Su Alta Santidá y yo nos sentamos juntos en uno de sus sillones… Dios le bendiga, Mr. Rose, Señor, como si usté fuera mi propio hijo. Ahora, que yo supe en un minuto quién era el que me mandaba a buscar. ¿Por qué, Santo Padre? Ay, que es porque Su Santa Alteza me habló de esa cantidá hace años, y que me dijo que me la daría si le pagaban bien. Sí, Santo Padre, he hecho lo que me había pedido. La compré por menos, porque estuvo vacía mucho tiempo. Mil trescientas libras a toca teja por la casa, cien por arreglarla, cuatrocientas dos por los muebles y las cosas y, por favor, Santo Padre, que aquí le traigo las vueltas.
Sacó a relucir un gran sobre bancario que contenía ciento noventa y ocho soberanos ingleses.
—Pero, querida y buena amiga, no tenía que haber hecho eso. Ese dinero es suyo.
—¿Todo mío, Santo Padre? Pero ya le he dicho que salió todo más barato que pensamos.
—Pues entonces ya tiene ciento noventa y ocho libras para lo que quiera. Ya son suyos la casa y los muebles y si puede conseguir pensionistas, su vida está asegurada.
—¿Si puedo conseguir pensionistas, Santo Padre? ¡Pero si la casa está llena y tengo que rechazar a muchos!
—¡Muy bien! Deje ese dinero en el banco, para el invierno.
—Para entonces tendré océanos del dinero que haga en el verano, Santo Padre.
—Escuche, Mrs. Dixon. ¿Recuerda que un día de Navidad preparó dos cenas? Una la comimos todos. La otra, usted la llevó debajo del delantal a un carpintero que estaba sin trabajo. ¿Se acuerda de quién la increpó diciéndole que no estaba allí para derramarse la grasa sobre su bata?
—Ay, Mr. Rose, Señor, ¡cómo se acuerda de las cosas!
—Bien, en esa ocasión usted tuvo que pasar una sofoquina, ¿verdad?
—Pues sí, un poquitín.
—Bien, no pase más sofoquinas y regale todas las cenas que quiera. ¿Comprende?
Las lágrimas brotaban de aquellos ojos tan abiertos y caían por las mejillas ajadas por el calor de la cocina. Sin duda tenía un aspecto desaliñado.
—¿Lo ve usted? Creo que sí. Mr. Rose, Señor, si puedo decírselo en la cara, un santo es lo que yo dije que era usté. ¡Querido amigo! ¡Querido amigo! Ay, pensar que me iba a desmandar así. Sí, que sí, que usté es demasiado bueno para este mundo, Su Majestá. Oh, me he tomado la libertá de traerle un bote de hinojo en vinagre, como el que a usté le gustaba. Yo misma los cogí y los preparé con mis propias manos…, y pensé que tal vez no le importara tener esta funda para su silla, que hice para usté, Santo Padre. Ya sabía que todas sus sillas tenían que ser rojas, porque he visto fotos, así que me dije que gris y naranja irían bien para iluminar un rincón oscuro para usté.
Adriano le dio las gracias con gentileza y aceptó aquellos regalos como si le fuesen más preciados que su tiara, con lo que la mujer se sintió infinitamente feliz.
—No quiero entretener más a Su Majestá, porque sé que habrá muchísima gente importante esperando para verle, y yo ocupando su tiempo así, Santo Padre. O sea que sólo le pido que rece por mí y me dé su bendición, y gracias, Señor, por todo lo que ha hecho por mí, y yo diré una oración por usté cada día que me quede de vida.
Se puso de rodillas y el Pontífice la bendijo. Después él preguntó:
—¿Cuándo piensa regresar, Mrs. Dixon?
—Verá, Santa Majestá, estaba pensando que podía echar una miradita por allí, ya que estoy aquí, para tener mucho que contarle a los huéspedes, pero no puedo quedarme más que una semana.
Adriano escribió en una tarjeta: La portadora, Mrs. Dixon, es nuestra huésped. Recíbanla y acompáñenla. La firmó y se la dio a la mujer, diciendo:
—Ya sabe usted que aquí hay mucho para ver, cuadros y esas cosas. También hay montones de reliquias sagradas en las iglesias. Con esta tarjeta le permitirán verlo todo.
—¿Podré ver los abanicos?
—¿Qué abanicos?
—Esos con que le abanicaron cuando usté fue glorificado.
—Oh, sí. Muéstrele esta tarjeta al joven que la esperará al pie de la escalera y explíquele lo que quiere ver.
—¿En la puerta me van a pedir que les deje la tarjeta?
—No, no si quiere quedarse con ella.
—Ah, qué bien, lo veré todo y me voy a guardar la tarjeta hasta el día de mi muerte, Santo Padre. ¡Ay, quién iba a decirlo! Usté perdone, Señor, yo soy una mujer honesta, pero tengo que besarle a Su Santa Majestá su mano ungida. ¡Oh, bendito sea, querido Señor, bendito sea!
Adriano se paseó de un lado a otro del apartamento tan pronto como estuvo a solas. «Bella criatura fea y virtuosa», se dijo. Al pasar delante de la caja de seguridad de su dormitorio, sacó la izquierda y soltó un golpe en la puerta de hierro.
—Para esto sirves —dijo y se aplicó glicerina en los nudillos sangrantes. Al verse la cara en el espejo se mofó de sí mismo—: Animal hipócrita.
Una conversación muy desagradable se desarrollaba en el círculo de Ragna. Las acciones pontificias de Adriano eran bastante viles, pero las privadas eran sencillamente criminales. Un Papa que te pregunta la hora, la fecha y el lugar de tu nacimiento, hace dibujos en un papel, y después te dice cuáles son tus vicios y virtudes secretos, es un cultivador de artes nada santas. Seguro que ese espantoso gato amarillo que se lleva cada mañana a los jardines es su espíritu familiar. Le había echado una maldición a Cacciatore en un corredor, casi con palabras. Balbo, el chambelán, estaba dispuesto a jurar dos cosas, que había averiguado entre los servidores de la cámara secreta. Primero, que Su Santidad se estaba de pie bajo un grifo en su alcoba todas las mañanas y las noches y a veces aun durante el día. Sin duda, eso lo hacía para aliviar los ardores demoníacos que le poseían. Segundo, que Su Santidad se pasaba la mitad de la noche escribiendo o leyendo, y pese a ello la papelera pontificia siempre estaba vacía. No quedaba ni un solo trocito de papel. Pero sí que había cenizas en la chimenea. ¡Ah! Su genio podía achacarse a una índole de lunático, a estupidez, a bellaquería o vileza, a todo aquello que resultase extraño para la comprensión. La personalidad agresiva del Pontífice, su inconsistencia ostentosa, su concepción peculiarmente idealista de su carácter apostólico, sus empeños morales, la manera incómoda de concretar sus puntos de vista en su conducta hacían que fuese odiado por las gentes de Ragna tanto como querido por los nueve y los seis. Era acusado de un entusiasmo de índole anarquista. Cuando se enteró de eso, dijo:
—Somos conservadores en todos nuestros instintos, y sólo procuramos convertirnos en otra cosa por un esfuerzo de razón o de principios, como procuramos superar todas nuestras otras proclividades viciadas.
Aquello fue considerado como una falta adicional de decoro. Su dicción, peculiar por lo correcta y arcaica, exasperaba a esos hombres que no tenían medio de expresar sus pensamientos como no fuera la verbosidad frívola y esquemática de moda. O sea que personas mediocres, incapaces de tolerar a un hombre que hablaba en endecasílabos itifálicos, objetaron sus alocuciones. Su dogmatismo autocrático, la total entrega a sus funciones chocaban a los oportunistas, irritaban al mundano prudente. Fuera, en el mundo, tampoco era un éxito total. La gente que no pertenecía a su credo pensaba que era toda una libertad que un Papa tuviese en la punta de sus dedos la Versión Autorizada. En primer lugar, un grupo de inconstantes y de tontos piadosos se preparó a saludarle como reformador, pero él les infirió una ofensa terrible al rehusar de plano su aprobación a cualquier clase de proyecto o de sociedad.
—La Iglesia basta para esta vida —dijo.
Su sentencia: «Cultivad y empeñaos en cultivar el individualismo a vuestras propias expensas si fuese posible, pero jamás a expensas de vuestro hermano» suscitó honda desaprobación. ¿Dónde entraban los Derechos del Hombre? Pero en respuesta Adriano afirmó que, sin duda, los cristianos no tenían ningún «derecho» terrenal concreto. Emplazado a opinar sobre el tema de la superstición por el opaco sentido común de Talacryn, dijo: «La creencia superior, la superstición, eso que esperamos, auguramos o imaginamos, es la poesía de la vida»; y tal afirmación fue vista casi como herética. Su total carencia de empaque personal, o aun de dignidad, su costumbre de liar y fumar cigarrillo tras cigarrillo, su comportamiento natural y de evidente falta de profesionalidad ofendían a muchos extraños, que sólo podían pensar en un Papa que participara del doble carácter de un clérigo de ambición sin límites y del de un purpurado inaguantable. Tenía enemigos interiores y exteriores. Permanecía solitario, psíquicamente apartado, en gran medida inconsciente de la impresión que su persona estaba creando y, por cierto, nada interesado en ella; por otra parte, no se dejaba influir por ninguna otra mente ni criatura.
Un grupo de disconformes de la curia servían al Papa, y se manifestaban en interrogantes dispersos y críticas superficiales para contentar sus corazones. Adriano permanecía sentado en perfecta inmovilidad, exceptuada una oscilación ocasional de sus orejas, un ardid muscular que se había obligado a aprender para desconcertar más de lo habitual a los tontos que creían ser agudos. Se mantenía mudo, grave. Observaba con ojos abiertos, omniscientes, inescrutables, con expresión diáfana, con pensamiento controlado. Cavillers enumeraba agravios: su negativa a llevar la cruz y pectoral pontificios de diamantes, o cualquier otra joya que no fuese su anillo episcopal de amatista era uno; y agregaba expresiones que comenzaban por un «Sin duda ahora», o un «El escándalo», o «No deberíamos». Adriano permanecía mudo, serio, atento. Su silencio inteligente tenía el efecto calculado de hacer que el interlocutor se apartara de los puntos que en un primer momento había considerado importantes. Por fin, se mantenía una única objeción: la objeción a la nueva forma de la estola pontificia. Nadie tenía nada que decir de su color: el rojo era canónicamente correcto. Pero la tela tendría que haber sido satén. Además, el dibujo bordado en oro resultaba poco común. Un dibujo rico, de hojas no convencionales y de grotescos que representaran motivos heráldicos y de llaves era lo que establecía la costumbre. (Adriano no tenía motivos heráldicos. Años antes, discutiendo el tema de blasones heráldicos con un clérigo anciano, había declarado en un estallido: «Mi escudo es blanco». «Consérvelo así» replicó su interlocutor. Y el escudo de Adriano era plateado.) Pero esa faja estrecha, tan estrecha como una cinta, con el severo adorno de diminutas cruces gamadas («un emblema budista», diría despectivamente Berstein), encerradas en pequeños paneles rectangulares, sin extremos ensanchados y con un fleco mezquino, no era exactamente la clase de estola que inspirase la admiración o el respeto de los fieles. Pero Adriano se mantenía inmóvil, con los ojos bien abiertos, incorporándolo todo, lo que precipitaba a los demás a una ira furiosa y a imaginar cosas vacuas. Al cabo de tres cuartos de hora sólo se dignaba murmurar:
—Sus Eminencias tienen autorización para retirarse —y majestuoso, se refugiaba en su cámara secreta.
Comenzaba a sentirse que había que hacer algo. Ragna planteó el caso a Vivole y a Cacciatore. El Concilio Ecuménico Vaticano continuaba en estado de aplazamiento desde 1870, pero si el Sacro Colegio pidiera… Encontraron que la idea era excelente, la compartieron con Berstein y los franceses, la adornaron a su gusto y con aire de misterio y las narices al viento dieron en ir de un lado a otro. Hubo intrigas en recovecos y pasillos.
Adriano subió a la iglesia de la Colina Celia y confirió el diaconado a Percy van Kristen. Los pasionistas recibieron bien al nuevo diácono, en quien vieron esa timidez suya imponente que no se desgastaba. Era el rasgo peculiar de un alma muy semejante a la de su propio patrono, de un alma independiente: pero, en tanto que el alma de Adriano había sufrido el desgarro del aislamiento y los golpes amargos del mundo, el alma de Percy van Kristen conservaba su ternura prístina. Por fuerza el Papa estaba acorazado. Su diácono permaneció ante el altar.
El consistorio fue convocado para el veinticuatro de mayo. Esa mañana Adriano despertó con palabras que se decían en su sueño: Concilio Ecuménico, pseudopontífice, hereje. Un hombre con un cerebro tan activo como el suyo padecía de una cerebración inconsciente enorme. Muy a menudo percibía en sueños trozos de algo que al parecer no se relacionaba con el presente. Solía preguntarse cuál era el significado de eso, tomaba nota de ello, aunque, por lo común, lo olvidaba. De tanto en tanto, un acontecimiento (del que aquello había sido una advertencia) se producía a continuación, y él lo registraba. Adriano nombró cardenal diácono de San Ciriaco de los Baños de Diocleciano a monseñor Percy de Nueva York. Su Eminencia se presentó resplandeciente en su púrpura, alto, refinado, reticente, con sus ojos grandes, húmedos, oscuros. Fue admirado en silencio. El Papa, por azar, volvió su mirada hacia Ragna: el aspecto del Cardenal hizo que Su Santidad le observara con atención. La mandíbula fuerte de Ragna se movía como si estuviese masticando y sus ojos se apartaron en son de desafío.
—Su Eminencia está autorizado para dirigirse a Nos —le dijo el Sumo Pontífice.
—Preferiría dirigirme al Sacro Colegio —respondió Ragna mientras se ponía de pie.
Adriano intuyó todo: su rostro se tornó austero; su voz, seca.
—¿Sobre el tema de un Concilio Ecuménico, o quiere usted denunciarnos como pseudopontífice y hereje?
Ragna volvió a sentarse haciendo muecas. Berstein y Vivole murmuraron algo acerca de adivinación y necromancia.
—Eso, en general —prosiguió el Papa con el tono de quien está eligiendo flecos para adornar un escabel—, eso, en general, lo hacen los cardenales de mirada oblicua —quería decir «envidiosos», pero utilizaba el latín de Horacio— que no pueden acostumbrarse a los pontífices nuevos. Rovere ululó pidiendo un Concilio Ecuménico cuando encontró que nuestro predecesor Alejandro le era antipático, y hay más ejemplos. Pero, Monseñores Cardenales, si tal idea se les presentara por sí misma, o les fuese presentada por otros, tengan cuidado de recordar que nadie que no sea el Sumo Pontífice puede convocar un Concilio Ecuménico, y también que los decretos de un Concilio Ecuménico no se hacen efectivos a menos que sean promulgados con la sanción expresa del Sumo Pontífice. ¿Quién sancionaría un decreto que ordenase su propia deposición? ¿Quién podría? Si Nos mismos dijésemos que somos un pseudopontífice, ¿cuál sería el valor de esa declaración? Ustedes fueron nuestros electores. No les forzamos a que Nos eligieran. Si somos el Pontífice, no lo haremos, y si somos un pseudopontífice, no podríamos deponernos a Nos mismos. Somos conscientes del amor y del odio de ustedes hacia nuestra persona y nuestros actos. Apreciamos el primero y lamentamos el segundo. Pero ustedes por voluntad propia nos han jurado obediencia y Nos la exigimos. «La subordinación, dice el adagio (citaba en griego para disgusto de los latinistas), es la madre del consejo salvador.» Nada debe y nada podrá destruir nuestra acción. Que eso quede bien sabido. Recibiremos con beneplácito la cooperación. Por tanto, Eminentes Monseñores y Reverendos Padres, que no sea descuidado el rebaño de Cristo sólo porque los pastores quieran intercambiar insultos.
Impulsivos, Mundo y Fiamma se pusieron de pie, marcharon hacia el trono y volvieron a prometer su apoyo. Los nuevos cardenales se mezclaron con los otros, comenzaron a hablar, en tanto que el resto de los compromisarios se acercó al Pontífice. Orezzo se aproximó acompañado por ocho italianos. Después, los siete llevaron, cada uno, un compañero. Cuando, por fin, el benedictino se puso de pie, la oposición moría. Ragna tuvo que conformarse.
—Su Santidad ha evitado un cisma —dijo Orezzo a Moccolo.
—Uno tiene que admirarle, por fuerza, aunque apenas si le apruebe.
—Y tiene que andar por detrás, ya que no puede igualar el paso.
—¿Santo o loco? —repitió Mundo a Fiamma.
—Un tercio santo, un sexto loco, un sexto genio, un sexto soñador, un sexto diplomático…
—No. En total, George Arthur Rose más Pedro —intervino Talacryn—. ¡Una vez me dijo que era él mismo, simplemente!
Adriano salió a tomar el aire. Bajo su manto llevaba un bote de encurtidos, cuya etiqueta había quitado y destruido. Mientras andaba, cogió un escardillo abandonado entre las flores por algún jardinero. Encontró un rincón solitario lleno de acacias rosas y de matas de alhucema detrás de la Villa Leonina. Miró hacia la cúpula de San Pedro y no vio americanos que apuntasen sus anteojos hacia allí. Entonces excavó un pequeño hoyo, enterró los encurtidos, y ocultó el bote a pocas yardas de distancia debajo de unos panales vecinos de las matas de alhucema que, florecidas de color malva, esparcían su aroma dulce. Ese olor solemne estimuló su cerebro y decidió ir a conversar con los caballeros de la cámara secreta. Hacían gimnasia en un salón. El italiano, de naturaleza atlética, con una capacidad tan enorme de ensanchar su pecho que sus costillas parecían desconectadas del esternón, se movía hacia arriba y abajo, como flotando, apoyado en una pierna, a la vez que mantenía la otra y los dos brazos tendidos hacia adelante, en ángulo recto. El inglés le observaba con la intención de imitarle; era un estudiante gracioso y esbelto, pero de músculos escasos, que no tenían esa fuerza elástica necesaria para elevarle y hacerle bajar en forma rítmica. Podía descender pero no subir, perdía el equilibrio con frecuencia y por fin rodó en un fracaso decidido.
—Debes tener muslos hechos de cuerdas y de acero para moverte así —estaba diciendo. Entonces advirtió la presencia del Papa y saludó. Adriano preguntó qué ejercicio era ése y dónde lo había aprendido.
—Santità, es de los bersaglieri —respondió Iulo—. Lo hacen una hora cada día para fortalecer sus piernas. Así es como las dominan.
—Es un ejercicio bonito. ¿Piensas emular a los bersaglieri?
—Mi compañero va a educar mi mente. Yo disciplinaré su físico —dijo el gimnasta.
—Oh, voy a ayudarle a recordar sus clásicos hasta donde me lo permitan mis pobres conocimientos, Santidad; eso es todo —agregó el estudiante.
—Pues muy bien —sentenció Adriano—. Ahora está por ocurriros algo a ambos. Id y escoltad al Secretario de Estado hasta la cámara secreta.
Ragna y los dos jóvenes aparecieron al cabo de un cuarto de hora. El Papa estaba sentado y un par de guardias nobles se hallaban de pie tras su silla.
—Eminencia —dijo—, es nuestro deseo otorgar a estos jóvenes el rango de Cavalieri, knight en inglés…
—Nai-tah —repitió Ragna.
—Su Eminencia hará que se preparen los papeles…
—¡Pero ese acto es el de un soberano!
—Nos, al no tener soberanía temporal, ejercemos nuestra prerrogativa como Padre de príncipes y reyes —invitó a los jóvenes a arrodillarse, cogió la espada del guardia que tenía a su izquierda y dijo—: En honor de Dios, de su Madre Virgen y de san Mauricio, os hacemos caballero. Levantaos, Sir Iulo.
El Cardenal se retiró refunfuñando. En la primera antecámara Sir Iulo hizo una cabriola.
—¡Que yo haya conocido a alguien como él! —rió entre dientes.
Sir John fue a su cuarto, abrió una edición bilingüe de Horacio y no pudo leer una sola letra.