CAPÍTULO XII
LA delegación de la Liblab había regresado a Inglaterra. Pero Jerry Sant y Mrs. Crowe montaban guardia en un pequeño y decente hotel de la calle Two Shambles, que estaba, precisamente, en el barrio inglés. Tenían la idea de esperar una ocasión para poner en marcha su plan de chantaje. La mayor parte de cada día la pasaba Mrs. Crowe en la Plaza de San Pedro, mirando hacia el Vaticano, con la esperanza de ver aparecer a Adriano en su ventana. Por las tardes, le veía paseándose arriba y abajo por los escalones de la basílica. Siempre había reunida allí casi una muchedumbre. Los más pobres de los pobres, por acuerdo común de la más cortés de las naciones, iban al frente; el Papa solía regalar palabras y oro a personas que Mrs. Crowe consideraba despreciables. Por cierto que ella hubiese sacrificado su peluca nueva por una de aquellas monedas. Un día llegó a empujones hasta la primera fila y se arrodilló entre la gentuza. Oyó que un joven ciego contaba su historia miserable; oyó las palabras dulces del Apóstol y vio el regalo valioso y magnífico. Era su turno. Sentía los distantes ojos inflexibles sobre su cabeza inclinada. «Dios te bendiga, hija, ve en paz», cayeron las palabras sobre ella, y Adriano prosiguió su marcha. La pobre chica de la izquierda lloraba amargamente…, el médico de la policía le había negado una certificación… y había perdido su empleo. El tipo de caridad que hacía Adriano no gustaba a Mrs. Crowe: la definía como «desagradable» y «muy impropia» en la mesa del hotel. Había varios huéspedes pintorescos en el Hotel Nike. Casi todos eran ingleses y escuchaban en silencio, con unos ojos avergonzados y extraños, cuando ella proclamaba sus opiniones. Sin embargo, más tarde, no pocas veces se vio convertida en receptora de las confidencias de algunas viejas doncellas y de matronas gastadas, que la llevaban a algún rincón del jardín, lejos de la salita en que Sant fumaba, para susurrarle nerviosas: «Amiga mía, estoy segura de que me disculpará por abordarla así, pero me siento obligada a decirle que estoy en lo cierto cuando le digo que yo le debo todo a aquel del que usted está hablando. Espero que no le importe que le diga esto, pero estoy segura de que usted no querría ser injusta con nadie. Verá, yo le traté hace años, no sé cómo explicárselo, pero se habló entonces de cierta suma, que me daría seguridad para el resto de mi vida; y precisamente ahora, desde abril, sabe, esa misma suma, un ingreso regular cada día, querida, me ha llegado a través del Banco de Inglaterra; y estoy segura de que viene de él, porque no hay en el mundo otra persona capaz de hacer semejante cosa; además, amiga mía, aunque por supuesto no puedo estar de acuerdo con la caridad indiscriminada a la que usted se ha referido, he pensado que debía explicarle todo esto porque he venido aquí para tratar de verle y hacerle saber lo agradecida que le estoy».
Un hombre pálido, de aspecto cansado, con callos en los dedos de su mano derecha y una chaqueta de bordes abultados, se dirigió a ella llamándola «Madam» y le relató una experiencia similar; y cuando dos muchachos de dieciséis años, delgados, de ojos claros, gemelos, huérfanos, se mostraron orgullosos de narrar una historia parecida, Mrs. Crowe comenzó a sentirse incómoda, envidiosa. ¡Que él hubiese hecho esas cosas por esos espantajos y nada por ella! La gente la evitaba y ella estaba sola. Sant y los vendedores cosmopolitas con los que confraternizaba no eran compañeros para ella. Había esperado algo más selecto en el campo social. Abrigaba la esperanza de que tendría una oportunidad mejor si se ponía en contacto con el Papa por medio de alguno de los ingleses de Roma. ¿Y… no sería todo más directo si se convertía al catolicismo? En el hotel le dijeron que en Roma había muy pocos ingleses: empezaban a llegar en octubre y se marchaban en junio; en julio, agosto y septiembre casi no había ingleses por allí, excepto los de los colegios y unos pocos residentes. Averiguó la forma de llegar hasta San Andrea delle Fratte donde, había oído decir, encontraría la tumba de una inglesa, pero no vio a nadie que tuviese aspecto de inglés. Otro tanto le sucedió en la iglesia cercana al correo central. Después descubrió una pequeña comunidad inglesa en la calle del Pequeño Sebastián, una especie de convento, y fue a saludar a las hermanas. Esas almas buenas se mostraron felices de conocer a una inglesa dada a la conversación y, cuando Mrs. Crowe les hizo saber como por casualidad que había conocido a George Arthur Rose, las monjas se apresuraron a invitarla con frutas en almíbar y naranjada. Mrs. Crowe parloteó con discreción. Se ganó los corazones de todas escuchando atenta las rapsodias monásticas. Cuando pudo meter algo propio en la conversación, se tomó la molestia de que fuesen palabras especiales. En todas sus vidas las hermanas jamás habían oído nada tan edificante como las descripciones que hacía Mrs. Crowe de los antiguos gustos del Santo Padre: camisas de villela blanca, calcetines y gorros de dormir de lana blanca. Pensaron que había sido algo perfecto que él no usara más colores que blanco o negro mientras vivió en el mundo, y los detalles de un traje de caza de pana negra las elevaron a un rapto de éxtasis. En el curso de esas conversaciones se vino a saber que Mrs. Crowe misma era agnóstica, por fuerza, claro, gimoteó; ¡oh, si pudiese creer lo mismo que sus interlocutoras creían, qué alivio sería para ella! Desde luego que las hermanas se sentirían felices de proporcionarle esa clase de alivio. Le regalaron una medalla de aluminio y prometieron rezar por ella. Mrs. Crowe se hacía ver con regularidad a la hora de la misa y de la bendición y las religiosas tenían grandes esperanzas puestas en ella que, a su vez, les estaba muy agradecida. Pues bien, ¿no le apetecería mantener una breve conversación con el padre Dawkins, ese hombre tan santo? Mrs. Crowe estaba ansiosa por hacerlo. Mantuvo una breve charla con el padre Dawkins: o sea que, con cierta frecuencia a lo largo de las semanas siguientes, Su Reverencia la exhortó durante tres cuartos de hora, en un rincón apartado de la sala del convento; ella puntuaba sus discursos con muchos «ah, sí», «cuánta verdad», «¿por qué nunca antes oí nada de esto?», etcétera. Las hermanas le prestaron Umbrales y otros libros violentamente cerúleos. Ella los juzgó muy convincentes. Y después pidió ser aceptada en el seno de la Iglesia.
Mrs. Crowe comenzó a frecuentar las reuniones de los hostales ingleses donde fue sometida al debido baboseo. Fue presentada a cardenales y prelados en las recepciones. Se había convertido en la atracción del momento. Su pose de viuda interesante, madre amante de sus amantísimos hija e hijo, inteligente escritora de versos de sociedad en The Maid and the Matron era muy apreciada, pero la mayor cantidad de tantos a su favor la obtuvo como mujer cuyo difunto esposo había sido íntimo amigo del Santo Padre. Hacia Su Santidad siempre había abrigado la más alta de las admiraciones. Él había sido un hombre muy peculiar, por cierto, pero siempre de una distinción sin igual. Le recordaba en la pobreza, llevando ropas raídas: pero su andar y su porte siempre habían sido el andar y el porte de un alma noble. En todo momento ella misma había predicho un hado extraordinario para él. Contaba anécdotas deliciosas acerca de su ingenio, su humor, sus aflicciones y sus pesas de gimnasia. Hizo prolijos comentarios acerca de un divieso que él había sufrido en la parte posterior del cuello, y también explicó que le habían contado que se ponía glicerina y guantes para dormir, a fin de suavizar sus manos agrietadas. Sí, él había sido muy amigo de ellos. Era tan serio, tan brillante, tan instruido, que ella jamás logró comprender por qué un hombre de sus méritos podía ser católico. Claro que eso había sido en los tiempos en que ella se hallaba en las tinieblas exteriores. Ahora que estaba dentro de la luz, podía ver a la perfección por qué. La gente coincidió en decir que Mrs. Crowe era una persona encantadora y así ella se vio convertida en todo un éxito.
Sant aprobaba su proceder. Ni el uno ni la otra lograban pensar en otra forma directa de acercarse a Adriano. Tenían que aguardar un poquitín. Entre tanto, nada malo había y mucho bueno podía surgir del cultivo de las gentes de la comunidad inglesa. Y quizá estuviese bien dejar al socialismo en el trasfondo, de momento. Jerry iba a quedarse donde estaba y ella se buscaría mejor acomodo en otro sitio: podrían encontrarse de cuando en cuando para comparar sus datos y, si algo especial ocurriese, podrían escribirse. De modo que Mrs. Crowe alquiló un apartamento en la calle del Mandril, y se dejó ver en la casa de té de la plaza de España y entre las congregaciones inglesas.
En lo hondo de su cerebro latía un deseo bien definido. Lo mantuvo oculto allí, para saborearlo con perversidad alguna que otra vez y en privado, porque era una mujer lo bastante inteligente como para no permitir que sus pasiones la dominaran a esa altura de los hechos. Ese anhelo era la fuente de sus actos, el objetivo de sus pensamientos, la razón última de su existencia, pero lo mantuvo bien escondido y controlado; alguna que otra vez, en la hondura solitaria de la noche, emergía para oprimirla, pero el alba y la respetabilidad de su comportamiento volvían a reducirlo a los límites adecuados. Mrs. Crowe jugaba un juego cauto, sumando tantos cuando la ocasión se presentaba. Tenía a la Liblab y sus cuatro libras semanales para mantenerse; tenía lo que ella llamaba la historia secreta del Papa en su poder; estaba captando a los ingleses piadosos. Y entonces, una noche, adquirió una invalorable piedra de escándalo que, tarde o temprano, usaría para obtener a su Georgie.
Había estado paseándose sola por las calles nuevas del Viminal, donde en la Roma moderna se ha construido imitando las residencias suburbanas de los comerciantes ingleses: calles en las que cómodas mansiones aisladas, de ladrillo rojo, se alzan en medio de un jardín rodeado de verjas. Mientras pasaba delante de una de esas bellas e íntimas residencias, se encendió la luz en el salón; advirtió la presencia de tres figuras sentadas junto a la ventana. La mesa del té estaba ante ellos. Eran dos mujeres blancas espléndidas, de pelo rubio, evidentemente madre e hija. No conocía a ninguna de las dos. Pero el tercero era George Arthur Rose. Espió a través de las barras de bronce dorado de la puerta. Era el crepúsculo. En la calle no había nadie más que ella. Y allí, a menos de veinte yardas de distancia, detrás de un cristal, estaba el hombre al que adoraba. Por un minuto se dejó dominar por sus emociones. En ese momento él y las mujeres se retiraron hacia la parte posterior del salón y un lacayo elegante, vestido de negro, corrió las cortinas. Durante un instante tuvo el impulso de llamar a la puerta. Su corazón palpitaba con violencia. De pronto advirtió las connotaciones de aquel hecho. ¿Qué hacía el Papa allí? Sabía que él iba a todas partes, pero se decía que jamás se quedaba a comer ni a tomar nada en compañía y ella acababa de verle terminando su taza de té. ¡Cuánta elegancia al levantar el meñique de la mano izquierda! ¡Ah! ¿Por qué no iba vestido de blanco, como siempre? Disfrazado…, tomando el té en una mansión particular, ¡con dos mujeres desconocidas! ¡Ah, sí, por qué! Controló su furia. El número de la puerta, sí. Corrió hasta el final de la calle y leyó: «Via Morino». Cruzó la calzada y volvió; había un rincón en el que podía ocultarse entre las sombras de una pared con pilares. Allí observó y aguardó como el terrier aguarda y observa a un gato que se refugia en un árbol, gimiendo y aullando casi sin sonido, casi estallando por reprimir su impulso de saltar. Quizá esperó una media hora. Después dos lacayos se acercaron a la puerta, la abrieron y se inclinaron en una reverencia obsequiosa ante un eclesiástico que salió a la calle mientras se terciaba la capa sobre el hombro izquierdo. El sacerdote se dirigió a buen paso hacia la Via Nazionale y ella le siguió. Al atravesar una zona más iluminada el hombre levantó los pliegues de la capa tapándose la cara. Esa acción hizo que ella se decidiese. Sabía que Georgie abominaba de cualquier clase de ocultamiento. Que ahora se embozara era bastante natural. No quería ser reconocido: iba de incógnito, con algún propósito inconfesable. Que hubiese elegido recorrer las calles más concurridas de Roma, cuando tendría que haberse deslizado por callejas apartadas, sólo constituía una prueba más. Su Georgie era el hombre de más frenética osadía que había en el mundo, ella lo sabía bien. De una parte precaución, anulada por la audacia extrema, de otra, era algo que ya había advertido antes Mrs. Crowe. Estuvo a punto de perderle de vista frente a la embajada de Austria y el Jesús del Corso Vittorio Emanuele. Junto al Oratorio, él cruzó y atravesó la pequeña plaza hacia Banchi, donde dejó una tarjeta al portero del Palazzo Attendolo. Después volvió a embozarse y prosiguió su camino cruzando el puente y el Borgo Vecchio en línea recta hacia las puertas del Vaticano. Allí le dejaron pasar y Mrs. Crowe quedó sola en su agonía, en su júbilo. Salió de la columnata hacia la plaza, maldiciéndose por no haber hablado con él, estremeciéndose porque había sorprendido a su amado visitando en secreto a otra mujer. Entonces sonrió ante la idea de que había pillado al Papa envuelto en una intriga vulgar. El dardo de la primera emoción la laceraba. El de la otra, lo mantendría preparado para clavárselo a él.