CAPÍTULO I

LO que hacía que los enviados especiales en Roma exudaran subterfugios, con los que (en el peor de los casos, como si se dijera) están acostumbrados a ganarse el pan de cada día, no era, después de todo, un asunto tan obscuro.

Así como los judíos son menos comerciantes, y los jesuitas menos arteros, de igual forma los periodistas son menos capaces de lo que se supone que son. En concreto, son personas nada científicas, porque van por el mundo, en sus negocios, con una actitud fortuita y con la confianza puesta en el elemento humano llamado «sagacidad», para producir sus efectos. Aún no han comprendido la inestabilidad de todo elemento humano. Lo sobrehumano es para ellos un libro sellado. Hablan, oh, muy bien, pero no tienen ningún conocimiento de los primeros principios. Invariablemente cometen el error imperdonable de confundir universales con particulares, porque la influencia de una autoridad frágil o indigna, de las costumbres, de la imperfección de los sentidos sin disciplina y el ocultamiento de la ignorancia a través de la ostentación de una presunta sabiduría se semejan a obstáculos en los que tropiezan en su camino hacia la Verdad. Añádase a esto una carencia de intuición simpática y de conocimiento histórico de sus temas. Los periodistas no se toman ningún trabajo en adquirir un estilo fluido de escritura, y se puede admitir que, dentro de sus limitaciones, son capaces de describir la superficie de casi cualquier cosa que se les ponga bajo las narices. Pero, en cuanto a brindar una descripción científica (bajo títulos como «Las causas materiales, formales, eficientes y finales»), de modo que cada uno obtenga una comprensión satisfactoria del objeto descrito…, eso está más allá de su alcance.

En cuanto a proceder de una manera científica, ya sea por medio de las artes liberales o de las denominadas ocultas, en lo que en conjunto es la esencia de su tarea, es decir, la recolección de noticias, sin duda los jóvenes de Sir Notyet Apeer o los investigadores de crímenes de Sir Uriah Tepeddle, o los insípidos «suspirantísimos» que llenan el Daily Anagraph con alimento para leoneras literarias, clerecía romanocatólica y filántropos no conformistas no tienen un ideal adecuado de su rama de la literatura. Su objetivo es complacer a los editores o propietarios y, de esa forma, ganarse un pasar honesto lo-más-legalmente-que-sea-posible. Nada más.

En consecuencia, cuando (durante marzo y abril) una docena aproximadamente de estos excelentes caballeros se encontraba en Roma, con las puertas del cónclave tapiadas a cal y canto ante sus narices, las ventanas clavadas con maderas y cubiertas con cortinajes, y aun las chimeneas (con una excepción) tapadas, no supieron hacer otra cosa que maldecir en voz bien baja y para sí mismos —diciéndose que nada ocurría porque no podían ver lo que estaba ocurriendo—, y escribir descripciones sarcásticas de la multitud y de las siete fumatas (que en siete ocasiones distintas distrajeron a la susodicha multitud), en la Plaza de San Pedro.

Porque, si en todo el orbe de la tierra existe un lugar en que un secreto es un Secreto, ese lugar es un cónclave romano, cosa que se debe a la incompetencia superlativa de los espías. Ignorantes de su tema, no pueden captar sus rasgos primordiales: no pueden salirse ni un pelo de su rutina habitual, aun cuando el sentido común debería enseñarles la necesidad imperativa de aplicar métodos no convencionales a casos no convencionales. Una vez que hayamos emergido de la ofuscación trivial, cegadora y paralizante hasta la asfixia del siglo XIX (y eso sucederá dentro de unos diez años), será obligatorio que «Nuestro enviado especial» agregue a su aparato profesional varias cosas. La primera es el poder de proyección de la mente, así como el de proyección de la voluntad, que hombres de mundo tan puestos al día y tan llenos de sentido práctico como los jesuitas usan con enormes ventajas. La segunda es un objeto redondo, de un peso neto de unas dos libras y diez onzas, incluido su envoltorio de terciopelo, que cuesta cuarenta y dos libras esterlinas en la tienda de un mineralogista de Regent Street.