CAPÍTULO XIV
JERRY Sant se cruzó con Mrs. Crowe mientras ella paseaba en victorias de alquiler, en compañía de personas que llevaban gorros elegantones. La experiencia profesional le permitía reconocer a las águilas reales. Tres o cuatro veces la vio vestida con su traje de fiesta color malva, de camino hacia alguna reunión. De todo eso dedujo que Mrs. Crowe se lo estaba pasando bien; dado que era muy contrario a los principios del partido eso de que alguien se divirtiese al margen de la supervisión socialista, se puso un lazo rojo y fue a visitarla. Era un día húmedo: Mrs. Crowe no tenía nada especial que hacer y no se mostró reacia a hablar de sí misma. Al observar la sudorosa vulgaridad del visitante, Mrs. Crowe vanidosamente refirió al plebeyo cómo había atrapado a la Honorable Mrs. Esto, a la Baronesa von Aquello y a Lady Cualseasunombre de lo Otro. Eran tan encantadoras. Sus reuniones y guateques eran tan embriagadores. Y se podía encontrar gente enteramente maja, ya sabe. Las millonarias americanas resultaban tan divertidas. Tenían unas maneras tan chocantes. Mrs. Crowe había visto, en concreto, a una tomando la sopa del plato. El malhumor de Jerry se fue acentuando durante la charla y de pronto estalló:
—Yo sé tomar la sopa mejor que ésa; la tomo con una cuchara, y no diretamente del plato.
—Claro que sí, Mr. Sant. Pero las mujeres americanas no tienen ninguna clase de educación.
—Pues eso; ya vale. Oiga, la he dejao ir por su camino un poco y creo que ya es hora de que me presente a alguna de sus importantes amigas. No estoy muy contento en el hotel, y además me lo debe.
Mrs. Crowe encontró que el hombre se convertía en un engorro repentino y mayúsculo, pero no era posible que riñese con el que tenía la bolsa.
—Créame, si es que se le ha pasado eso por la cabeza, que no quiero tenerle apartado. Pero no veo muy bien cómo podría hacer para llevarle conmigo. Usted no conoce a ninguna de esas personas.
—¿Y qué hay con eso?
—Ay, qué hombre tan simple, por supuesto que tendría que ser presentado.
—¿Y usté cómo fue presentada?
—Ah, yo me he convertido, sabe usted.
—¡Aaaj! Pues sepa usted que yo no estoy por eso de ser convertido, como usté lo llama.
—No, me figuro que no. Me parece que es una lástima, sabe usted, porque estoy segura de que no tendría inconvenientes si lo hiciese.
—¡No lo haré!
—Quizá si yo sospechase que usted estaba pensando algo…
—De acuerdo, ahora puede pensarlo. Pero mire, mujer, ¿por qué no me presenta usté misma?
—Oh, no es posible. La gente preguntaría quién es usted…
—Yo soy el que le paga las cuentas.
—¡Pero cómo puede decir semejantes cosas!
—Porque eso soy.
—Sí, ya sé que lo es, pero no hay necesidad de decirlo con tanta rudeza. Le diré lo que yo podría hacer. Vaya a esa casa de té de la Plaza de España todas las tardes, de cuatro a cinco. Estoy segura de que iremos mañana o pasado con algunas amigas; si usted me saluda con una inclinación de cabeza, yo haré como que le reconozco y le invitaré a nuestra mesa.
—Mujeres, todas iguales. ¿Quién paga las notas?
—Algunas veces yo; otras, alguna de mis acompañantes.
—Bien, entonces iré. Y le advierto que pediré un buen montón de pastas, raciones de tarta y todo eso. Pagaré yo, y no me importa que me vaya a costar tres chelines, siempre que me presente a alguna de esas coquetas.
—Muy bien. Pero recuerde, usted está interesado en convertirse al catolicismo.
—No es así.
—Pero, por favor, Mr. Sant, tiene que estarlo. Así ellas se interesarán en usted y le invitarán a sus fiestas.
—Ah, vaya, entonces sí.
—¿Quién es este Mr. Sant? —preguntaba un picto a un irlandés (quien delante del apellido usaba un «The»). Esa pregunta enfática era planteada en una fiestecilla que, dos semanas después de la anterior confabulación, se llevaba a cabo en el piso que en el Palazzo Campello tenía Mrs. O’Jade.
—No lo sé muy bien, pero se trata de un amigo de esa Mrs. Crowe que se convirtió el otro día.
—¿También él es converso?
—No, todavía no; pero dice que querría convertirse. Los dos son de la Liblab, ya sabe usted.
—Oh, sí, he leído algo sobre esa gente en los periódicos. ¡Qué punto se podría anotar la Iglesia! ¿Qué piensa de él?
—Parece bastante serio, pero apenas si ha abierto la boca para decir algo de sí mismo. Y no me parece que sea un caballero, ya me comprende.
Adriano estaba sentado a un extremo de una de sus largas y desnudas mesas. A cada lado de él descansaban dos grandes cestas numeradas. En el extremo opuesto, una gran saca de cuero contenía la correspondencia pontificia. A los lados de la mesa permanecían de pie los dos caballeros de la cámara apostólica munidos de estiletes. El Papa abrió el saco y Sir John y Sir Iulo, por turno, extrajeron un puñado de cartas y las desplegaron ante la vista del Pontífice, quien observaba la grafía de cada una y decía el número de cesta a la cual iba a dar la carta. Cuando la saca estuvo vacía, comenzó a considerar el contenido de las cestas. Todas las cartas que se hallaban en la primera iban dirigidas «A Su Santidad el Papa, Prefecto de la Santa Romana y Universal Inquisición». Adriano tomó el estilete de manos de Sir Iulo y con él abrió cada uno de los sobres que le presentaba Sir John, para devolverlos abiertos a la cesta; a continuación serían enviados al Cardenal Secretario de Estado, para que leyera las misivas. Los dos jóvenes se sentaron a la mesa, abrieron los sobres de la segunda cesta y los pusieron al alcance de la mano del Papa. Eran cartas cuya escritura no resultaba conocida. Adriano las leía y las acomodaba ante sí en distintos montones: encima de cada montón, como pisapapeles, había una miniatura de un lingote de cobre puro, cuyo color agradaba muchísimo a Adriano. Dos cartas fueron puestas boca abajo, en un montón aparte. Los sobres de la tercera cesta fueron abiertos y los caballeros extrajeron las cartas: Adriano les echó una mirada y las ordenó. La cuarta cesta contenía periódicos, que fueron abiertos y examinados por Sir John, quien buscaba los párrafos marcados. Si hallaba alguno, Sir Iulo doblaba el periódico y lo apartaba. En caso contrario, el periódico era rasgado y volvía a la cesta. Entre tanto, el Papa revisaba con atención las cartas que había apartado. Los caballeros colocaron un par de fonógrafos sobre la mesa, insertaron cilindros nuevos y se retiraron. Adriano se puso de pie y cerró las puertas. Cogió las cartas apiladas debajo de los lingotes y dictó ante la máquina formales acuses de recibo y una breve bendición, o instrucciones específicas para respuestas detalladas, hasta que todas fueron atendidas, excepto las dos que habían quedado aparte y otras tres más. El Papa abrió la puerta. Los caballeros entraron para llevar los aparatos con los cilindros grabados a los cardenales Sterling, Whitehead, Leighton, Della Volta y Fiamma, que actuaban como secretarios pontificios en la novena antecámara. Adriano escribió de su puño y letra a su bienamado hijo Guillermo, a su amado hijo Edmundo, conde maestro de ceremonias de Inglaterra, y a su amado hijo A. Pandera. Una vez ensobradas y escritas las señas en cada carta, Adriano quedó a solas. Cogió las dos que quedaban sobre la mesa y se acercó a un sillón colocado junto a la ventana. Lió y encendió un cigarrillo antes de estudiar aquellas cartas.
«Reverendo y querido Señor:
»Desde nuestra última agradable entrevista, cuando tuve el placer de hablar a su señoría sobre el tema del socialismo, he estao esperando con ansiedá el favor de un reconocimiento del mismo. En caso de que el tema se le haya deslizao de la memoria, debo recordarle que le informé en tal ocasión de que la Hermandá Liblab no estaba mal predispuesta a dar su cuidadosa consideración a cualquiera propuesta que a usté le pareciese adecuada, con vistas a cooperar con nosotros contra la horda cosmopolita de cerdos del oro que monopolizan los medios de esistencia, produción, distribución e intercambio a fin de lograr un cambio completo en todo el organismo social. No puedo entender cómo usté no me ha favorecido con una respuesta direta, a menos que haya otra cosa que usté pudiese querer que se le esplicara más a fondo, en cuyo caso yo sería verdaderamente feliz si pudiese ir a visitarle, previa cita, por la que ahora estoy esperando en la direción arriba mencionada, descuidando mis asuntos, con una pérdida considerable y con unos cuantos gastos e inconvenientes para mí mismo, en los que un hombre que esté en una posición humilde, comparada con la de su señoría (!) no puede meterse y la cortesía normal esige que se le atienda. Por lo tanto confío en que, a la vista de los hechos no del todo agradables que están en mi conocimiento, que su señoría vea adecuao concederme una entrevista privada lo más pronto que pueda. Esperando que no he de tener la oportunidá de verme obligao a avanzar más en este tema si usté no me deja otra ocasión que la de obrar así, y asegurando a su señoría que sus estimables instruciones sobre el lugar y la hora del encuentro han de gozar de mi atención más completa y más pronta, quedo, Señor, suyo
Camarada Jeremiah Sant. H. L.
»P. S. Quizá deba mencionar a modo de pista, que nosotros podríamos llegar a un arreglo según nuestras mutuas conveniencias y sin tomar en cuenta lo dicho en las últimas líneas, y ruego que su reverendísima señoría tome en consideración que estaré dispuesto a complacer sus deseos, si los términos son adecuaos. Solicitando saber de usté muy pronto y a la espera de que cualquier malentendido sea aclarao en ese momento, saluda
J. S.»
«Queridísimo, queridísimo Georgie:
»Aunque usted ya no tiene ese nombre tan dulce, mi corazón es siempre fiel y no me permitirá llamarle por ningún otro. Tal vez le recuerda a usted en aquel día, hace mucho tiempo, cuando se habían desbordado los ríos en el campo y junto con Joseph volvíamos de Bellamys, y usted me alzó en sus fuertes brazos y me cruzó al otro lado del sendero, para que no me mojara los pies. Cómo rió Joseph. Él jamás había pensado que merecía la pena cuidarse de mí como lo hizo usted en esa ocasión. Pero yo supe que lo había hecho porque me amaba, y desde entonces mi corazón fue en su busca y nunca ha vuelto a ser mío. Si usted supiese cuánto lamento los inconvenientes que después surgieron, estoy segura de que se apiadaría de mí un poco. Georgie, perdóneme. Mi amor fue lo que me volvió loca. Me odio a mí misma por lo que hice y daría cualquier cosa por deshacerlo. Estaba loca perdida entonces. No sabía lo que hacía ni que usted se lo tomaría tan por lo serio. Georgie, usted siempre ha sido bueno y yo perversa. ¿Pero no me ha castigado ya lo bastante? Piense en lo que he tenido que sufrir todos estos años lejos de usted. Cada vez que se ha negado a reparar en mí, ha sido como si me dieran una puñalada en el corazón. Georgie, apiádese de mí. Quiero que sepa que cada día vigilo su ventana y le sigo cuando sale a pasear por la ciudad. Varias veces me ha rozado en la calle sin saberlo, porque yo no haría nada que pudiera dañarle, queridísimo Georgie. Sé muy bien que no se admiten mujeres en su palacio, porque me he convertido al catolicismo para estar un poco más cerca de usted, porque todos los sacerdotes tienen amas de llave. Georgie déjeme ir a su lado y ser su ama de llaves. Le doy mi palabra de honor de que le serviré con fidelidad y en todo sentido. Podríamos ser tan felices. Nada me daría más placer que desollarme los dedos trabajando para usted. Georgie, créame si le digo que estoy dispuesta a humillarme hasta ese punto por usted. Claro que nunca hablo de nuestras relaciones anteriores, como no sea para decir que nos conocimos un poquitín en vida de Joe. Pero de amor nunca digo nada, porque mi maldad lo cortó en flor y nunca ha sido más que una prueba para mí, y yo no quisiera que mi amor le hiciese ningún daño. No piense que esto último significa que haya ningún rencor, no es así, pero yo sé que usted no se fía de mí. Sólo quiero decir que sería mejor para los dos si usted no siguiera siendo tan desalmado y tan desdeñoso para con
Su devota y enloquecida
N.
»P. S. Tengo la sospecha de que el hombre que está conmigo no es amigo suyo. Georgie, sea sensato y déjeme verle, al menos para decirle cuáles son mis sospechas. Sólo tengo en mente su bienestar, Georgie; no me rechace, Georgie.»
Adriano leyó esas cartas dos o tres veces, advirtiendo los aullidos y alaridos de una, los suspiros y gimoteos de la otra, las amenazas encubiertas de ambas. Se volvió hacia la ventana y perdió la mirada en el vacío hasta que terminó de fumar el cigarrillo. Sus labios finos adquirieron una rigidez despectiva y volvieron a dibujar una línea recta, inflexible. Sentía el impulso de hacer que el hombre terminara en una cuba de vitriolo, si semejante objeto se hubiese podido hallar entre las pertenencias pontificias; en cuanto a la mujer, recordaba la sentencia de George Meredith, y hubiera querido extraer de ella todo el jugo en un solo apretón, para después arrojarla a las divinidades que coleccionan limones secos. Al cabo de un minuto se dijo: «A los perros, a los sucios, abyectos y obscenos perros». De improviso escupió; después, llevó las cartas a la caja de seguridad de su dormitorio, donde las dejó guardadas. Se prohibió a sí mismo volver a poner la atención en ellas. Era consciente de que ese comportamiento era errado. Pero así era. Tenía por delante una tarde muy ocupada; diligente, leyó su breviario para prepararse una actitud mental conveniente. A fin de proseguir con su política de dar énfasis a la diferencia entre la iglesia y el mundo, había convocado a todos los generales de las órdenes religiosas. Quería decir a cada uno algunas palabras de advertencia, palabras que fuesen memorables, que pasaran de una mente a otra, del místico al portador del tirso, del general al postulante. Casi disfrutaba ahora al poner etiquetas a la gente y a las cosas, porque podía hacerlo con una finalidad determinada. Por otra parte, sentía que sólo estaba tocando superficies. Sin embargo, aquí y allá la superficie puede ser suave y capaz de recibir una impresión: o aquí y allá tal vez hubiese una fisura o una grieta en la que él quizá lograra meter un cartucho. De alguna manera, de cualquier manera, sus palabras y actos debían ser pensados para que penetrasen en la raíz de las cosas, para influir en los fundamentos de las cosas.
A las tres de la tarde en punto se sentó en el trono. Uno por uno los generales pasaron ante su presencia; oyeron las palabras apostólicas y salieron los siervos, premonstratenses, agustinos, cistercienses, cartujos, oblatos, maristas, pasionistas, carmelitas, dominicos. Al General de los trinitarios le encomendó el África y ordenó que veinte frailes predicaran como en los viejos tiempos, en los mercados y plazas de Inglaterra, Canadá y Australasia, hablando de las misiones africanas. Al General de la Orden de la Caridad no quiso decirle nada, de momento, acerca de las cuarenta proposiciones condenadas, sino que le demandó que amara a sus enemigos los jesuitas y le pidió: «No apartes tus ojos del necesitado y no des motivos para que te maldigan». Al General de los benedictinos, le ordenó que mantuviese a sus monjes dentro de los monasterios, y que les prohibiese aparecer en la sección de cartas de los lectores de los periódicos, tanto con sus nombres religiosos como con los seculares, a los que habían renunciado. Llevó a la memoria del Ministro General de los capuchinos el recuerdo del segundo ministro general, el apóstata Oquino, que había preferido las cosas mundanas y predicado la poligamia, y también le recordó que el juego de tira y afloja con las cosas del mundo siguió produciendo capuchinos apóstatas. Encomendó el Asia al Ministro General de los franciscanos; que cincuenta frailes predicaran como en los viejos tiempos, en los mercados y plazas de Inglaterra, Canadá y Australasia, hablando de las misiones asiáticas. Después le hizo ver el escapulario gris y el cordón que llevaba sobre su piel, y pidió que los hermanos de la orden le nombraran ante el bendito hermano Francisco como un hermano pequeño que no estaba alegre sino triste, no despreocupado sino preocupado, y que no tenía más que un poco de amor. Adriano, bajo el nombre de Hermano Serafino de la Tercera Orden, besó el pie desnudo del Ministro General y pidió su bendición. Tras volver a su trono, el Pontífice impartió la bendición apostólica. Y el hermano Pedro Bautista regresó a las animadas antecámaras con su cara limpia brillante de gloria y con una luz serena en sus ojos azules. El Prepósito General de los jesuitas entró como ostentando que sabía que, si Adriano VII era el Papa Blanco inglés, él era el Papa Negro inglés. Tenía esos modos de truculencia benévola que las mujeres consideran adorables. Cuando rindió obediencia, Adriano advirtió que llevaba una pequeña caja lacada de rapé en la mano y un terrible pañuelo asomado al bolsillo de su sotana. Su Santidad de inmediato declaró la guerra, recordando al padre St. Albans las bulas de Urbano VIII e Inocencio X, que prohíben tomar rapé bajo pena de excomunión.
—Sin duda esas bulas están obsoletas, pero Su Reverenda tendrá la bondad de abstenerse de practicar esa sucia costumbre en nuestra presencia.
El General, pálido, guardó la caja de rapé y exhibió esa sonrisa descolorida y pétrea que se usa ante las excentricidades. El Papa señaló que la Compañía de Jesús parecía estar en una posición muy similar a la de los wesleyanos, porque una y otros estaban muy apartados de la voluntad y del espíritu de sus fundadores. Adriano usó su tono monocorde y mordiente acostumbrado, porque quería evitar al General el fastidio de no entender bien. Le dijo que, junto con la palabra «Borgia» y la palabra «Nerón», la palabra «jesuita» quizá era el epónimo de todo lo más vil que alentaba en la tierra. Eso no era nada deseable. Muy lejos de ello. Pero los cristianos no debían regocijarse de nada, ni siquiera de una mala reputación, bajo falsos pretextos. Deseaba hacer algo para rectificar las opiniones erróneas que el mundo se había forjado acerca de la Compañía de Jesús, para desenmarañar la madeja, corrigiendo y dirigiendo; y, en vista de que los hombres eran más propensos a juzgar a través de las acciones que por las palabras, no se proponía agitar el aire con vanas postulaciones, explicaciones, exposiciones, y cosas por el estilo. Se había hecho antes mil veces. Las calumnias históricas habían sido refutadas desde los púlpitos y en opúsculos con una lógica incontestable, pero todavía, cuando el hombre de la calle decía «jesuita», quería decir «lobo con astucia de zorro». El Pontífice no iba a tratar de persuadir al mundo acerca de ese absurdo. Quería que la Compañía de Jesús diera al mundo, muy pronto, una ocasión de persuadirse por sí mismo. Por tanto, proponía al General, en privado, un retorno a la observancia de la buena antigua regla y un cultivo del santo espíritu de san Iñigo López de Recalde. Deseaba que los jesuitas volviesen a considerar sus posiciones, por así decir: que se apartaran de las…, no siempre mortalmente pecaminosas…, no siempre tangiblemente ilegales…, pero quizá generalmente sombrías transacciones…
El General interrumpió. Estaba preparado para fanfarronear.
Adriano le congeló con una mirada de supremacía abrumadora.
—No se equivoque —dijo el Papa—. No pretendemos castigar a su Compañía ni degradar a sus cofrades, que con tanta diligencia se degradan a sí mismos, ni mucho menos conferir a usted una importancia ficticia e inmerecida mediante decretos de disolución o supresión. Nos no confundimos la mala índole de los agentes con la bondad de la causa, ni la bondad de la causa con la mala índole de los agentes —miraba con sus ojos capaces de observarlo todo, entrecerrados a medias, fijos en el puente de la fina nariz del General. Ése es el tipo de mirada más exacerbante que existe, porque, mientras mantiene al oyente en una actitud rígida y tensa, le impide que concrete cualquier represalia. Mucho es lo que en la guerra oral se puede llevar a cabo con los ojos. Se puede desafiar, intimidar, controlar, pero no se debe hacer nada de esto mientras el oponente se niegue a rendir sus ojos. Así le sucedía al elegante General. El Pontífice le tenía inmovilizado con una mirada tan intensa, que por fuerza había de aguardar un parpadeo que le permitiese adueñarse de la situación. Adriano conocía el truquillo. No había analizado inútilmente, durante veinte años, a hombres y jesuitas dicotomizados, desde el puesto de observación y en la sala de disecciones de su soledad. Al terminar la frase, su mirada se apartó de improviso. Se puso de pie y fue hacia la ventana. Observando los tejados de la dorada e inmortal Roma, continuó en un tono más suave—: Hemos citado a Su Reverencia sólo para que oiga nuestra paternal reprimenda por sus formas díscolas de comportamiento, a fin de que pueda modificarlas, volviendo por su propia y libre voluntad a la observancia del espíritu y también de la letra de esas reglas de vida y de conducta que su Padre, san Ignacio, estableció para ustedes.
Hubo una pausa. El General, que hubiese preferido llevar estiércol en una carretilla por orden de un novicio (Ad majorem Dei gloriam, por supuesto) antes que tener que escuchar esa exhortación urticante, estimó que la audiencia había llegado a su fin e hizo un movimiento para hincarse, pero el Papa prosiguió.
—El deterioro es parte de la naturaleza de todas las cosas humanas; ustedes se han convertido a sí mismos en objeto de menosprecio y desagrado para los hombres. La Nouvelle Revue declara que están ustedes en una gran decadencia. Esa declaración puede ser uno de sus artilugios para distraer la atención del mundo de sus nefastas maquinaciones. O tal vez sea un hecho concreto. En ambos casos es condenable y condenatorio —hubo una nueva pausa.
—Jube, Domine, benedicere —entonó el General, decidido a forzar la bendición apostólica y a volver lo más pronto posible a la Via del Seminario. Sentía que tenía que decir cosas importantes a sus cofrades.
Pero la voz despiadada siguió increpándole.
—Por tanto, le advertimos que ponga en orden su casa mientras le queda tiempo.
En la mandíbula ovalada del Papa Negro se dibujó un nuevo pliegue lateral. Sus manos batieron el aire como las de un ratón. De pronto los ojos inflexibles y abismales relampaguearon en la cara del jesuita. Los axiomas cayeron tersamente, como aguanieve.
—Recuerden que ustedes sólo existen en el sufrimiento. Aparten de sí las ilusiones y véanse a sí mismos tal como en realidad son. Despójese, hombre, despójese. Busque sus propias debilidades, no sea que en lugar del padre sea el enemigo quien descubra las llagas, y los diamantes, que están ocultos. Porque no merece usted la reputación, asociada con su nombre, en virtud de la cual se mueve.
El brillante sacerdote negro se puso en pie de un salto, hizo una genuflexión y caminó hacia atrás, para apartarse de la presencia blanca. El Pontífice, cuya actitud se había vuelto pitia, avanzó un paso hacia el General y apoyó una mano firme en el lazo de su ferreruelo.
—No retroceda, querido hijo. Tres cuartas partes de ustedes se sirven de la reputación de la Compañía para desarrollar ardides y adquirir conocimientos. La otra cuarta parte son los cristianos del mundo. Al menos sean francos consigo mismos. Que tengamos la flor del cristianismo de ustedes, más que sus falsías. La erudición jesuita es bastante ostentosa, oh, sí. Pero tan superficial. Sus maquinaciones son furtivas, oh, sí. Pero tan tontas. Ustedes no son genios. Ustedes no son monstruos ni del vicio ni de la virtud, sino ridículas mediocridades, siempre cavando, cavando lamentablemente como ratones asiduos, siempre viendo sus esfuerzos malbaratados, hundidos sus planes elaborados, como no sea algunas veces cuando (para completar la metáfora), por accidente, tienen la ocasión de asesinar a un rey. Eso no es para mayor gloria de Dios. De modo que deténganse, deténganse aquí y ahora.
Estaban junto a la puerta. El Papa Negro tenía una mano bajo la cortina azul de lino y buscaba el pomo de la puerta. El Papa Blanco remachó con rapidez su admonición.
—No pretendan ser personas superiores. No se den tantos aires. No frecuenten tanto las calles en coches elegantes. No jueguen al billar en público. No alimenten chacales. Traten de ser honestos. No opriman al pobre. No adoren al rico. No estafen a ninguno de los dos. Digan la verdad o, al menos, inténtenlo. Amen a todos los hombres y aprendan a servirles. Y no sean vulgares.
El padre St. Albans había logrado abrir la puerta. Tenía el aspecto de una mujer desentonada y con clorosis. Estaba verde y mudo. Pero hizo una profunda reverencia cuando los chambelanes decuriales se acercaron para escoltarle a través de las antecámaras.
—Benedicat te Omnipotens Deus… Vaya en paz y ruegue por Nos —ronroneó el Sumo Pontífice, restregándose la mano izquierda con un pañuelo antes de volver junto a la ventana.