CAPÍTULO VII

DESPUÉS de sus esfuerzos matinales para domar y domesticar a un príncipe de la Iglesia, Adriano era consciente de que necesitaba un cambio de emociones. Sus pensamientos fueron hacia el siguiente punto de su lista: el asunto del cardenal Nefski. Ésa podría ser una experiencia de enorme interés. No quería ser un invasor de su pena, pero le atraían todos los fenómenos singulares; y la aflicción del joven y pálido prelado parecía ser un verdadero ejemplo. Una vez en su vida secular, George Arthur Rose había sido llevado por un médico a ver a un hombre que había recibido una herida poco común en la garganta: se la había cortado usando un cortaplumas roto, que le dibujó un triángulo dentado cuyo vértice casi rozaba la laringe y la base el esternocleidomastoideo, y por un pelo no había interesado la carótida y la yugular. El médico quería un dibujo de la herida a fin de ilustrar al jurado que debía pronunciarse sobre el intento de suicidio. George había hecho el apunte del natural, ese hombre que tenía los ojos fijos y estaba sin palabra, había tomado nota del mobiliario de la habitación y del aspecto de su modelo, sin que le tocaran las sensaciones del herido ni el horror del hecho. Adriano se acercaba al cardenal Nefski con sentimientos similares. Tenía curiosidad, estaba físicamente apartado; pero, al mismo tiempo, algo de la simpatía subconsciente de su actitud produjo la revelación deseada. Era algo espantoso. Nefski, arzobispo cardenal, había acudido a una ciudad pequeña de la Polonia rusa, sometida por los anarquistas, con el propósito de parlamentar con los rebeldes. Llegó al atardecer. Había un colegio donde recibían educación ciento veinte muchachos de noble cuna; entre ellos se hallaba el propio hermano pequeño del Cardenal, un joven de sólo diecisiete años. El Cardenal fue apresado y le crucificaron con cuerdas sobre la fuente de la plaza del mercado. Los anarquistas irrumpieron en el colegio, desnudaron a los alumnos y los arrojaron a la calle ante los ojos de Nefski. Él absolvía a cada uno de los que caían desde las ventanas superiores. Algunos quedaban aplastados y morían en el acto; otros, que caían sobre los anteriores, se fracturaban huesos y sufrían heridas, pero no fueron asesinados de inmediato. Durante toda la noche Nefski permaneció crucificado. Los anarquistas debían de haberle olvidado, porque le dejaron allí. Al amanecer, alguien a quien no conocía se acercó y cortó sus ataduras. No recordaba nada más hasta el momento en que se halló, paralizado, en un coche de ferrocarril junto a dos sacerdotes, de camino a Praga. Tras eso había viajado a Roma, con la esperanza de borrar la fantasmagoría que continuamente ocupaba su vista y su oído: el montón en medio de las sombras de la noche, aquel montón gimiente que crecía sobre las piedras rojas, de cuerpos jóvenes y blancos, de piernas y brazos contorsionados como gusanos en un queso, las formas pálidas manchadas, quebrantadas, los cabellos al viento, los ojos fijos, que caían sin cesar, los alaridos entrecortados, el fango que sonaba sordamente con cada caída, los movimientos interminables de aquellos miembros blancos. Fue un relato horroroso, narrado de una forma desapasionada. El joven aún se hallaba en ese estado de estupor que la naturaleza envía como compañero de las penalidades extremas. Estaba superando su parálisis, ya podía caminar con facilidad…, sólo que seguía viendo y oyendo. Habló con afecto de su hermano asesinado: pero no se lamentaba por él.

Adriano estaba conmovido. Puso toda la ternura humana que poseía, que no era mucha, en su voz y su actitud. Intentó de verdad confortar al Cardenal. Citó los versos espléndidos del heraldo en Los siete contra Tebas:

puro y sin mancha alguna, con los ritos de los padres murió donde es tan hermoso que muera un joven.

Nefski parecía agradecido. El Pontífice se ofreció a apartarle de Praga y destinarle a la corte romana, pero él prefería regresar a su arzobispado, al menos en esos momentos, al menos, dijo, hasta que hubiese desaparecido la tiranía. Y, nuevamente, pidió permiso para retirarse. La luz del sol le deslumbraba.

Durante el resto del tiempo transcurrido en Castel Gandolfo, apenas si fue visto el Papa. Un remero le paseaba durante una hora o dos por el lago Albano, a la tarde, mientras él se ocupaba en la corrección de un manuscrito. Pero la figura blanca, recortada sobre el resplandor del sol en el agua azul, no escapaba a la atención de los paseantes de la carretera cercana a Riformati; cuando se descubría objeto de ella, volvía al apartamiento del jardín. Su memoria volaba hacia el tiempo en que la gente se burlaba de él por su costumbre de escribir cartas, cartas que explicaban demasiado a los ciegos que no veían, a las serpientes sordas que no querían oír. Reía para sí al pensar que esas mismas personas leerían, marcarían, aprenderían y digerirían a fondo cada palabra y cada punto de las íes de sus cartas de ahora: unas cartas que ya no iban a ser penosa, voluminosa ni conscientemente persuasivas, sino dictatoriales. Escribía cuartilla tras cuartilla y las corregía; al volver a su habitación las quemó y tiró todas las notas preliminares. Al regresar a Roma, en la noche del 28 de abril, llevaba consigo el texto definitivo.

A primera hora de la mañana del 30, en una audiencia secreta en el nuevo salón del trono, Caerleon presentó a cinco sacerdotes bastante perplejos, muy desaliñados y cubiertos del polvo y las manchas de un viaje, cinco sacerdotes que habían pasado por una conmoción mental. Mr. Semphill, con su cabeza blanca rapada y su cara limpia y rubicunda de estudiante, le hizo recordar que se hallaba en presencia del hombre más divertido que jamás hubiese conocido. Se movió deprisa y rindió obediencia con un aplomo que era una suma del servicio, el Teddy Hall, un curato anglicano y una rectoría picta. Mr. Sterling, un maestro de escuela robusto y moreno, muy guapo, de no ser por un lunar en su nariz, ocultaba sus sentimientos tras una inescrutabilidad calmada. Mr. Whitehead, un sajón de cabeza fría llena de sentido común, de corazón de oro, que jamás había sabido lo que era ir de juerga, se mostraba reticente en una situación que estaba más allá de su capacidad de comprender. Mr. Leighton, regordete, pulcro, de pelo rizado, parpadeaba suavemente y aguardaba. Mr. Carvale, un celta ágil, vehemente y menudo, de cabello negro, piel blanca rosácea, labios delicados y la apariencia reservada de un soñador, miró a su antiguo compañero de estudios con sus ojos de ardiente azul. Alguno de los cinco tenía, en el fondo de la mente, el recuerdo de pecados de omisión. Ninguno recordaba pecados cometidos. Todos se preguntaban qué se pedía de ellos (qué demonio significaba aquello, como Semphill lo expresara, a la manera secular). Si alguno esperaba alguna alusión al pasado, se iba a llevar un chasco. Adriano no les brindó ninguna señal de reconocimiento. El Sumo Pontífice era quien les recibía y se dirigía muy apostólicamente a ellos.

—Reverendos señores, es nuestra voluntad tener en el trabajo de nuestro apostolado tanta asistencia como los órganos de los sentidos puedan prestar a la mente, o como el pragmático pueda proporcionar al teórico. Por razones que son de nuestra incumbencia, les hemos elegido a ustedes. Con la certeza de que son leales en esa única cosa que es el servicio de Dios, les instamos a que se dediquen con ahínco al servicio de su vicario. Para este fin, hemos de poner a ustedes en una conexión singular e íntima con nuestra persona, elevándolos a la categoría de diáconos cardenales. Si alguno de ustedes cree que no está capacitado para mejor servir a Dios en ésta que en su presente condición, puede marcharse sin que ello le signifique enajenamiento de nuestra buena voluntad. La conciencia de cada hombre es su única y propia luz. Lejos estará de Nos interferir en las prerrogativas que como director de sí mismo tiene todo hombre en un asunto tan grave.

Los cinco se mantuvieron de pie, sin decir una palabra. Semphill experimentaba un deleite genuino: la calidad literaria, la franqueza florida, lisa y llana de la alocución le proporcionaban una alegría intensa. Los otros sentían que la obediencia era su único deber, porque George Arthur Rose jamás había fantaseado a capricho, sino que siempre había habido un elemento razonable en sus excentricidades, nunca había dado vueltas al azar, sino que lo había hecho en torno a algún punto intencionalmente fijo. Además, para un sacerdote corriente, la voz del sucesor de san Pedro era una llamada a la que había que responder y obedecer.

El Papa se dirigió a Semphill.

—¿Su Reverencia esperaba con legitimidad terminar sus días en St. Gowff’s?

—Así es (¡hum!), Santidad, pero podía ser trasladado a cualquier otro sitio por un telegrama de mi diocesano.

—¿Todavía no es usted rector misionero?

—Sólo un pobre licenciado en artes de Oxford.

—Pero usted ha estado en St. Gowff’s desde que Nos tenemos memoria.

Mr. Semphill sofocó una risita.

—Como poseo un modesto patrimonio, Santidad, hice testamento a favor de la archidiócesis de St. Gowff’s y Agneda, y no olvidé mencionar el hecho a mi Arzobispo. También tuve oportunidad de explicarle que, en el caso de ser apartado de St. Gowff’s, seguramente me vería en la obligación de hacer otro testamento, pero, claro está, no contemplaba esto de ser traído a un lugar tan lejano como Roma.

Adriano se volvió hacia Mr. Sterling.

—Las últimas palabras que dijimos a Su Reverencia fueron que usted tenía motivos para avergonzarse de sí mismo.

—Los hubo, Santo Padre.

—Para usted, nuestra invitación es un medio de reparar un único y pequeño defecto de una carrera digna de encomio.

—Se hará esa reparación, Santo Padre.

A los otros nada dijo el Papa, porque veía sus almas limpias.

En el Sacro Consistorio, el Sumo Pontífice dictó a los abogados consistoriales un acta pontificia por la que otorgaba a Francis Talacryn, obispo de Caerleon, la dignidad de presbítero cardenal del título de los Cuatro Santos Coronados; al reverendo George Semphill, la de diácono cardenal de St. Mary-in-Broad Street; al reverendo James Sterling, la de diácono cardenal de St. Nicholas-in-the-Jail-of-Tully; al reverendo George Leighton, la de diácono cardenal de The Holy Angel-in-the-Fish-Market; al reverendo Gerald Whitehead, la dignidad de diácono cardenal de St. George-of-the-Golden-Sail; al reverendo Robert Carvale, la de diácono cardenal de San Cosme y San Damián. A continuación fueron recibidos los seis y prestaron juramento ante el Colegio; recibieron los capelos, los anillos de zafiro, el Papa cerró y abrió sus bocas y se retiraron vestidos de armiño y púrpura.

No es necesario decir cuáles eran sus emociones. En realidad, poco fue el tiempo que tuvieron para emociones, porque durante el resto del día permanecieron en la cámara secreta, escribiendo, escribiendo y escribiendo al dictado de Adriano. Por la noche, Whitehead y Carvale vistieron sus viejas sotanas y despacharon todo un cargamento de cartas en San Silvestre. Esa correspondencia estaba sellada con el anillo del Pescador, y en vista de que iba dirigida a reyes, emperadores, primeros ministros, editores de periódicos y jefes de distintas confesiones religiosas, se consideró poco deseable molestar al príncipe Minimo, maestro de correos del Pontífice, dándole tema de habladurías. En tanto, Adriano y el cardenal Semphill se instalaron en la oficina de telégrafos del Vaticano, a solas con los operadores, y el Papa dictó, mientras dedos hábiles traducían sus palabras mediante puntos y rayas para Londres y para Nueva York. En consecuencia, lo que Su Santidad llamaba «los cinco periódicos decentes» publicaron el 1 de mayo una carta apostólica, una bula pontificia y notas editoriales sobre ambas.

El mundo encontró que la Epístola a todos los cristianos resultaba punzante, no por su novedad, sino por el candor desnudo y vivido con el que verdades antiguas y trilladas se enunciaban dogmáticamente. El cristianismo, proclamaba el Papa, era mucho más que un mero servicio ritual. Se proyectaba a todos los sectores de la vida humana, y sus reglas debían gobernar a los cristianos en todos los asuntos de principio y de práctica. Ponía énfasis especial en la aseveración del principio de la responsabilidad personal del individuo. Era inevitable, no se podía proyectarlo sobre la sociedad o los servidores. Cada alma debía rendir cuentas a su Creador por sí misma. Con respecto a la última doctrina, denunciaba como condenable tontería la herejía tan de moda que estaba concretada en las estrofas de Edward Fitzgerald:

Oh, Tú, que con trampa y artificios

acechaste en el camino que yo había de andar,

No enredarás tú, con malignidad predestinada,

para después imputar mi caída al pecado.

Oh, Tú, que has hecho al hombre de la burda tierra,

y junto con el paraíso creaste la serpiente,

por todo el pecado con el que la cara del hombre

se ha ennegrecido, otorga y recibe perdón humano.

Describía esos versos como el lloriqueo de un cobarde plañidero, preguntándose con toda propiedad si sería vituperable la acción de un padre que, tras haber enseñado a nadar a su hijo, lo echara al mar para que disfrutase del mérito de recorrer su propio derrotero hacia la costa, donde le aguardaba una cuerda para sujetarse. Condenaba todos los intentos de uniformidad como crímenes antinaturales, porque eran un insulto a la divina inteligencia que se había dignado diferenciar a sus criaturas. Declaraba que los siervos de Dios debían ser reconocidos por su amplitud de ideas, su generosidad de corazón y la firmeza de su voluntad.

«La Iglesia de Dios no es estrecha, ni “liberal”, sino católica y a todos abierta, porque existe “diversidad de dones”.»

El alma individual era lo que debía ser salvado y a ella estaba dirigido el Evangelio. El Papa recordaba la fuerza inmensa del versículo: «Dejad que cada hombre sienta una profunda persuasión dentro de su propia mente». Por tanto, deseaba que no se alzaran barreras entre los cristianos de credo romano y cristianos de otras iglesias. El siguiente pasaje, que contenía su propia idea de su relación con otros hombres suscitó mucha atención:

«No está al alcance de ningún hombre creer lo que él quiera. Ningún hombre ha de ser censurado por razonar en apoyo de su propia religión, porque sólo él es digno de ser tomado en cuenta. “Otras ovejas tengo, que no están en este redil.” Y merecen más cuidado y amor, pero no una piedad burda ni un patronazgo insultante ni una persecución airada; porque si, como se ha dicho, un hombre sigue la ley de Cristo, y cree en sus palabras de acuerdo con su sentido consciente de lo que significan, es un miembro del rebaño de Cristo, aunque no esté en el redil. Aunque Nos sepamos que ese hombre entiende erradamente las palabras de Cristo, a pesar de ello, no hay razón para que reclamemos ninguna clase de superioridad ante un hombre honesto, cuyo corazón y cuya mente están dispuestos a obedecer a Cristo y a ser guiados por Él. Tal persona es un cristiano y hermano nuestro, un siervo de Dios y, si él nos acepta, por virtud de nuestro apostolado, Nos somos también su siervo».

El final de la Epístola contenía una admonición sorprendente, dirigida a los miembros de su propia comunión, advirtiéndoles que el ser cristiano no confería ningún título de dominio físico o externo, sino por el contrario. Quizá la peroración merezca una cita:

«Persuadid, si sois capaces de persuadir, y si el mundo os lo permite, pero no busquéis de intento hacerlo. Mejor será vivir de modo tal que los hombres se convenzan a sí mismos a través de la contemplación de vuestro ejemplo. En ese solo camino reside la satisfacción. Aceptad la obediencia pero no la reclaméis. No busquéis el sufrimiento ni lo evitéis, pero cuando os sea concedido, ocultadlo con ahínco y toleradlo con gozo, recordando las palabras de Platón, en las que está escrito: “La ayuda viene por el dolor y el sufrimiento, y no podemos ser librados de nuestra iniquidad por ningún otro medio”. No despreciéis al simple. No despreciéis al hermano. No despreciéis nada. Pero si, por ser hombres, habréis de sentir desprecio, entonces aplicadlo a los enemigos de Dios y del Rey, que han de ser el Demonio, el Deshonor y la Muerte».

Aún mayor que la causada por la Epístola a todos los cristianos fue la reacción que produjo la bula Regnum Metan, publicada simultáneamente. Estaba dirigida a la última persona del mundo que, en circunstancias ordinarias, hubiese podido esperar que el Vaticano le dirigiese una comunicación. Adriano VII, Obispo, Siervo de los siervos de Dios, enviaba su saludo y la bendición apostólica a su bienamado hijo, Su Majestad Víctor Manuel III, Rey de Italia. «Mi Reino no es de este mundo», decía el texto de la bula, que el Papa iniciaba con una defensa inconmovible de la divina revelación, la Iglesia, Pedro y el poder de las llaves. Hasta allí hablaba como teólogo. Después, con rapidez iluminadora, asumía el papel del historiador. Su tema eran los decretos fraguados o la donación de Constantino, que por primera vez fueran publicados en un breve del predecesor de Su Santidad, Adriano I, dirigido al que, en cierto sentido, también era predecesor de Su Majestad, el emperador Carlomagno. Refería el bien conocido hecho de que esos decretos, aunque fraguados sin duda, lo habían sido tan sólo como el pasatiempo intelectual de las horas de ocio de un Arzobispo exilado, y sin ninguna intención inicua. Demostraba por qué, durante cuatro centurias, no se había abrigado ninguna duda acerca de la autenticidad de esos documentos, y por qué habían transcurrido otras tres centurias antes de que se hubiesen reunido pruebas bastantes para justificar que hubiesen sido arrojados por la borda de la Barca de Pedro a fin de aligerarla. Por entonces —proseguía— el Papa era el soberano de un patrimonio del que no ostentaba títulos de propiedad. Un derecho más inexpugnable que el prescriptivo era considerado deseable; Alejandro VI y Julio II aseguraron el patrimonio para Pedro mediante conquista militar. Así habían seguido siendo las cosas hasta la unificación de Italia bajo la Casa de Saboya, cuando esos territorios conocidos antes como Estados de la Iglesia fueron absorbidos por el nuevo reino. Hasta allí seguía el tema Adriano, y de inmediato pasaba a una disquisición acerca de los derechos mundanos de la cristiandad, cuyo núcleo más significativo se hallaba quizá en las siguientes sentencias:

«Nos servimos de las cosas del mundo en la medida en que son requeridas por el mundo; más allá de eso, las abandonaremos sin dedicarles siquiera un solo pensamiento. Porque a todos nos está destinado recibir tanto cuanto demos. Nada es irrevocable en el orbe de la tierra. Nada es final, porque tras éste se halla el mundo que ha de venir. Por tanto, marchemos, marchemos con alegría, marchemos con los tiempos, marchemos de verdad. Dios es siempre misericordioso».

Por todo eso, como Sumo Pontífice, Adriano practicaría el principio de la renuncia. Estaba dispuesto a renunciar a cualquier cosa que otro quisiera tomar porque «Mi Reino no es de este mundo». Y, ante todo, a fin de quitar la espina de la disputa, formal e incondicionalmente renunciaba a la reclamación de soberanía temporal y de los presupuestos de gastos asignados por la ley de Garantías. Al mismo tiempo, no se debía entender que él menospreciara ni en lo más mínimo a sus predecesores que habían seguido otros criterios:

«Ellos eran responsables ante Dios, lo sabían, y Él y ellos han de ser jueces de esos actos. Nos, por nuestra parte, a nuestra vez, actuamos del modo que nos parece más adecuado. Conocemos nuestra responsabilidad y no la rehuimos. Somos el Vicario de Dios y ésta es nuestra voluntad. Dada en Roma, en San Pedro del Vaticano, en este noveno día de nuestro pontificado supremo».

La publicación formal de la Epístola y de la Bula se produjo durante el segundo consistorio, reunido a una hora anormal, las seis de la mañana, el 1 de mayo. Adriano leyó ambos documentos con ese tono de voz suyo, claro y de tonalidad menor, tan intensa e impersonalmente magisterial. Por sí mismo el tono lo empeoraba todo. El tema también era exasperante y la actitud pontificia suscitó cierta exacerbación. El Papa parecía esperar oposición. Y provino de Ragna. ¿Si el Papa ya no era un soberano, adónde iría a dar el Secretario de Estado? ¿Quedaba despedido? Oh, por supuesto que no, sólo que en lugar de representar el papel de hombre de Estado ante naciones sobre las que no tenía ningún control, y que eran bastante bien manejadas por los poderes seculares, se requería de él que dirigiese su atención a los asuntos específicos que, sin duda, aumentarían ahora en su departamento.

—Este mundo anhela la acción de la Iglesia —dijo Adriano—, pero ella jamás lo reconocerá mientras la propia Iglesia sea su rival.

De todos modos aquello era un golpe, un golpe muy fuerte. La mitad del Colegio adoptó un aire de indiferencia no comprometida; la otra mitad rugió anatemas y execraciones. Y Ragna aulló:

—¡Judas, Judas, esto no será!

Adriano, en un arrullo, maulló fríamente:

—Es y será.

Arrojó a los escalones del trono un manojo de ejemplares anticipados de los periódicos romanos matutinos. Las caras rojas quedaron paralizadas ante ellos. Allí estaban la Epístola y la Bula en lengua vulgar. Serafino Vagellaio se abalanzó sobre un anuncio de Il Popolo Romano que explicaba:

«Por la cortés autorización del propio Santo Padre, estamos en condiciones de presentar a nuestros lectores estos auténticos y trascendentes documentos simultáneamente en The Times, Morning Post, The Globe, St. James’s Gazette y The New York Times, espléndidos periódicos de la magnífica lengua de Inglaterra, a cuya raza (amiga de siempre de Italia) debemos tan grande e ilustrado Pontífice».

Sin duda estaba hecho, porque el mundo lo sabía y, sabiéndolo, no permitiría que quedara sin hacer. Por muy furioso que estuviese, no hubo Cardenal que no fuese lo bastante viperino como para no advertir que la de palomo era la actitud más adecuada a las circunstancias. La primera idea demencial que se había dibujado en la mente de los rebeldes, la idea de suprimir los decretos pontificios por la fuerza física, fue abandonada. Sin duda existían otros medios para invalidarlos más adelante. Sus Eminencias se separaron para decir sus misas con un aire que hizo que el Papa se sintiese como un muchachito muy díscolo y pesado, dijo Adriano al cardenal Leighton.

El asunto de Edward Lancaster preocupaba a Adriano considerablemente, por la simple razón de que, en tanto que no quería tener el fastidio de renovar sus relaciones con ese individuo, la decencia exigía algo. Discutió el tema con Courtleigh y Talacryn, ninguno de los cuales se mostró capaz de apreciar su dificultad. Abandonado a sus propias fuerzas, lió un cigarrillo con mucho cuidado: era largo y grueso, prensó el tabaco dentro del cilindro de papel con ayuda de un lápiz, retorció los extremos con pulcritud; parecía una pequeña salchicha blanca; lo fumó entero. De inmediato escribió una carta, en la que decía a Lancaster que su oferta había sido aceptada y usada, le aseguraba la buena voluntad pontificia y una grata acogida en el caso de que se sintiera inclinado a presentarse en Roma, y le confería la bendición apostólica y una indulgencia plenaria a la hora de la muerte. Puso la carta dentro de una caja de rapé de oro con un cierre de diamantes en la tapa: Lancaster podría poner ese recipiente sobre la repisa de su chimenea, entre otras curiosas monstruosidades.

Orezzo y Ragna parecían haber intercambiado los papeles, porque mientras el segundo había sido la mano derecha pontificia en tanto que Orezzo se encerraba en la Cancillería, ahora era Orezzo quien observaba al Papa, en tanto que Ragna se mantenía apartado en su enfurruñamiento purpurino. No se trataba de que su cargo hubiese desaparecido, sino de que él deseaba enfatizar (desertando de ella) su imprescindibilidad. Los otros se retiraron, magníficos, a sus celdas. Adriano mantenía a sus nuevas criaturas en una expectativa muy atenta y los nueve compromisarios siempre se hallaban prestos a mostrarse agradables cuando estaban en Roma. El Papa deseaba estar en buenos términos con ellos, y lo intentaba, pero no era capaz de lograrlo, como nunca lo había sido. No podía mostrarse amistoso.

Aparecieron multitudes de visitantes ingleses y tal vez hubiesen sido una distracción. Eran recibidos en la sala ducal y Adriano se paseaba entre ellos. En una de esas recepciones, la mirada pontificia se encendió, al entrar, sobre un Titán oscuro y enjuto marcado por un dolor oculto y acompañado por una desagradable y silenciosa inglesa (mujer y madre) y tres hijos, dos bonitas chicas y un orgulloso y tímido jovencito inglés. Constituían un grupo típico, típico de lo que es lo mejor; entereza, cultura, éxito moderado y calidad inglesa. Adriano se apresuró a estrecharles las manos.

—Por favor, esperad hasta que los demás se hayan marchado —dijo, y se enfrentó con un caballerito presumido, de ojos entornados, y un amigo de cara rubicunda e imberbe, preocupado por adoptar con gracia la pose de piernas cruzadas de la fotografía del varón de 1864. Ambos se arrodillaron, para ponerse de pie tras la invitación papal.

—Ah, Santo Padre, quién hubiera pensado —y prosiguió por el estilo el primero.

—Oh, estoy seguro de que nunca me atreveré a volver a llamar «Boffin» a Su Santidad —dijo el segundo.

—Oh, sí que lo harás —respondió Adriano, y les dio la bendición, a la que el rubicundo, nervioso, contestó:

—¡Claro que sí, estoy seguro, por así decir!

Otra pareja se arrodilló, eran un extraño hombre de poca estatura, que llevaba quevedos, y una mujer menuda, de aire sumiso y bellos ojos miopes. El Papa les hizo ponerse de pie, el hombre empezó a hablar como una granizada, con muestras de ingenio y gestos galos, sin sinceridad. Fueron bendecidos y el Pontífice siguió (con una especie de salto en el paso) su camino hacia los demás.

Cuando la audiencia llegó a su fin, un joven vestido de escarlata, en quien destacaba una belleza delicada y pensativa digna del san Juan el Divino de Gian Bellini, condujo a la familia inglesa hasta la antecámara apostólica. Allí Adriano les invitó con frutas y vino y les hizo admirar la vista que se apreciaba por las ventanas.

—Quizá ahora Mr. Strong quiera ver el jardín —dijo entonces.

Era una muy feliz idea. Su Santidad cogió a su pequeño gato amarillo y todos bajaron, para pasearse entre los árboles, los senderos bordeados de boj y los viñedos. Los adultos cogieron flores y los niños, frutos. Admiraron los pavos reales; descansaron en los bancos semicirculares de mármol blanco, a la sombra moteada de sol de los cipreses; hablaron de esto, de eso y de lo otro, así como de aquéllas y aquéllos. Un chambelán avanzó entre los árboles y entregó una pequeña bandeja cubierta al joven que seguía al grupo pontificio a cincuenta pasos de distancia. En el momento de la partida el servidor se acercó. La bandeja contenía cinco pequeñas cruces de oro y crisoberilo engastadas con diamantes. Tres estaban trabajadas en filigrana y dos eran severamente lisas. Adriano las presentó a sus huéspedes.

—Aceptad un recuerdo de este día feliz, y, por supuesto —les regaló una de sus raras sonrisas—, no esperéis que el Papa os dé algo que no sea cosa de Papas. Adiós, queridos amigos, adiós.

—¡Cuánto ha mejorado! —dijo la niña morena, mientras se marchaban.

—¡Has visto las hebillas de sus zapatos, mamá! —exclamó la rubia.

—Yo diría que es una persona excelente —dijo el niño.

—No ha cambiado en nada —comentó la mujer a su silencioso marido.

—Creo que por fin ha encontrado el lugar adecuado para él —respondió el gigante.

Llegó Percy van Kristen y fue introducido en la cámara secreta. Aunque tenía poco más de treinta años, parecía de la misma edad de Adriano. La frescura luminosa de su tez olivácea se había desvanecido, pero sus ojos soberbios brillaban con tanta expectación y su pequeña cabeza redonda era tan limpiamente negra como siempre. Tenía aspecto cansado pero íntegro, y su arreglo era impecable. El Papa dijo unas pocas palabras de saludo y recordó cosas pasadas; después, le pidió que le hablara de él. Van Kristen se mostraba tímido, pero no mal dispuesto. Las preguntas que le fueron hechas sacaron a relucir que era uno de los integrantes de la lamentable clase de hombres a los que los dioses les han otorgado todo menos una carrera. La mayoría de edad le había deparado tres cuartos de millón de libras esterlinas. No tuvo necesidad de meterse en negocios. La política estaba vedada a las personas respetables. Era ya mayor para el ejército. Lo concreto fue que no tenía la energía natural que le hubiese hecho modelar una carrera —una carrera en el sentido mundano— para sí mismo. En consecuencia, el mundo le había dejado de lado, sobre el estante de los objetos cuya función es puramente decorativa. Su forma de vivir era la de un hombre a la moda: simple, exquisita. Tal vez leía mucho y, por supuesto, el hogar le llevaba la mayor parte de su tiempo, pero eso era un secreto. Adriano tuvo la habilidad de sonsacarle que había fundado y mantenía un hogar para cien muchachos de su ciudad, donde les enseñaba el oficio de electricistas y les proporcionaba una buena base para iniciarse en la vida. Sus ojos espléndidos relumbraban al tocar el tema. Al parecer, había mantenido a sus relaciones ignorantes de su ardiente esfuerzo por ser útil; y como es natural, cualquiera goza al hablar de sus propios asuntos cuando encuentra, por fin, al oyente adecuado. No, nunca se había sentido propenso a casarse y formar una familia. No creía que eso fuera lo que él quería. Sí, después de dejar Oxford algo había pensado acerca del sacerdocio. Pero el arzobispo Corrie se había reído de él. No era lo bastante inteligente para el sacerdocio. Ésa era la única verdad, en su opinión. Oh, sí, le hubiera gustado mucho, tanto como ninguna otra cosa, pero no podía sentirse digno de ello. No quería que pensaran que procuraba imponerse a sí mismo. Sí, la Dynam House podía seguir adelante sin su presencia. Tenían la fortuna de contar con un director que agradaba a todos, y su propio papel no iba más allá de jugar a la pelota con los chicos, pagar las cuentas y buscar y comprar los mejores y últimos dispositivos. Si pudiese ir y echar una mirada al lugar, digamos dos veces al año, o dos meses cada año, estaba dispuesto a aceptar la permanencia junto a Adriano, si Su Santidad le quería de verdad a su lado. ¿Como diácono cardenal? ¡Eso sí que sería gracioso! Perdón, no había querido burlarse. Adriano se mostraba serio. Los grandes ojos virginales de Van Kristen observaban con atención al Pontífice. Después, con ese modo extrañamente lisonjero —un don natural (y originado en las perfectas proporciones de su cuerpo)—, que contrastaba en forma curiosa con el acostumbrado tono nasal de su hablar, dijo:

—Wal, me figuro que no seré lo bastante bueno para usted, pero usted es quien manda y, si de verdad me quiere aquí, creo que haré la prueba.

Y de allí marchó al retiro de los pasionistas, en la Colina Celia.