CAPÍTULO XVII
POR la mañana, Adriano convocó a Gentilotto, Sterling, Whitehead, Carvale, Della Volta, Semphill y Van Kristen. Le pareció que los ayudas de cámara le miraban con curiosidad. Así era. En un instante adivinó que en el futuro siempre tendría que soportar el fuego de ojos curiosos, escuchar los susurros no disimulados de personas que querían ser conocidas como seres de pensamiento sucio, de personas que querían ver al Pontífice romano retorciéndose entre hierros al rojo blanco. Muy bien. Soportaría el fuego: quizá, hasta cierto punto, hubiese respondido a preguntas de interés general (pero no particular). Pero no debían mezclarse meras contorsiones y enredos humanos.
Sus Eminencias se presentaron en la sala del trono, donde el Papa estaba sentado en una postura rígida, en una actitud hierática, con las manos sobre los brazos del trono, pies y rodillas juntos, la espalda recta y la cabeza erguida. Se le veía apenas algo más pálido que de costumbre. Cada uno presentó respetos de distinta forma. La cara suave y pura de Gentilotto expresaba compasión, unida a un sentimiento de ofensa personal. Los agresores del Papa también le habían herido a él. La cara morena de Sterling tenía la mirada fija de quien está decidido a ser ecuánime en cualquier circunstancia, mientras desea presentar ante quien corresponda una petición de misericordia para el prisionero que está en el banquillo. El cardenal de St. George-of-the-Golden-Sail se presentaba a sí mismo dentro de su inocencia personal, lo que le apartaba de hacer alardes ante la culpabilidad de los otros. La actitud de Della Volta indicaba una curiosidad común pero simpática. Carvale estaba blanco y Semphill rojo, de indignación impaciente. Como Gentilotto, ambos habían sido heridos por el ataque contra su superior: pero iban armados. Van Kristen se mostraba muy triste. Sus grandes ojos melancólicos nadaban en una bruma de conmiseración, y Adriano advirtió que sus labios se demoraron un mínimo instante más de lo habitual sobre la fría mano pontificia.
Los chambelanes acomodaron taburetes para los cardenales y se retiraron. El Papa comenzó a hablar con su acostumbrado tono rápido y conciso. A fin de subrayar la diferencia esencial entre la Iglesia (una asociación puramente misionera) y el mundo, había decidido dispersar los tesoros del Vaticano. No era eso, de ninguna manera, lo que Sus Eminencias habían supuesto que iban a oír, y quedaron bastante sorprendidos. Adriano les concedió un momento, y luego siguió adelante.
—¿Sabe alguien si el viejo y querido Cabelli es Ministro de Instrucción Pública ahora?
Della Volta dio la respuesta negativa.
—Tanto mejor, porque será más fácil para él hacernos un favor. Bien —y se dirigió a su último interlocutor—, ponemos este asunto en manos de Su Eminencia. Tendrá usted una breve comisión y esto es lo que habrá de hacer: primero, buscará a Cabelli, Longhi y Manciani para que le sirvan como consejeros. Segundo, con la asistencia de ellos, se procurará los servicios de los principales expertos del mundo: digamos, cinco. Tercero, usted hará que esos cinco expertos estimen los valores máximo y mínimo de cada pieza del tesoro por separado. Esa lista de valores nos será sometida. Cuarto, hará ordenar las piezas (y ese orden ha de ser indicado en la lista de valores) en tres secciones: la histórica, la artística y la que sólo se valora por el peso. Quinto, de inmediato hará que se publique en todas partes un anuncio de que la venta de esos objetos, a precio fijo, se llevará a cabo aquí, del 1 al 6 de enero próximos.
Hizo una pausa, porque advertía que algunos querían hablar. Concedió la palabra a Gentilotto.
—¿Ha considerado Su Santidad —dijo el Papa Rojo— que la mayor parte del tesoro está consagrada al servicio de la Iglesia?
—Sí. También hemos considerado que la Iglesia existe para el servicio de Dios en sus criaturas; que ella no sirve ni al Uno ni a las otras guardando en vitrinas bellos y costosos objetos; que la Iglesia, que se reserva esos objetos consagrándolos, también puede devolverlos al uso corriente desacralizándolos. Técnicamente los objetos sacros pueden dejar de serlo si se los golpea con esa intención: bajaremos al tesoro dentro de poco y, mediante esa ceremonia, los convertiremos en simples joyas y metales preciosos.
—Eso puede hacerse —dijo el Cardenal Prefecto de Propaganda: su corazón le señalaba un camino; la herencia y el prejuicio eclesiástico, otro.
—Hay algo que, creo, ha de mencionarse —intervino Della Volta—, los actuales funcionarios del tesoro y el edificio: ¿qué será de ellos?
—Los funcionarios seguirán gozando del estipendio de sus beneficios. Tendrán otra ocupación más útil que la de sacar brillo a las bandejas. En cuanto al edificio, cuando las vitrinas estén vacías se quitarán de allí y la sala se convertirá en sacristía.
—Querría decir una palabra, si se me permite —interrumpió Semphill—, ¿no piensa Su Santidad que el Gobierno italiano pueda interferir? ¿No existe una ley que prohíbe que las obras de arte salgan de las fronteras de Italia?
—Nos gustaría ver que el Gobierno italiano se atreviese a interferir nuestras acciones —respondió Adriano, con una sonrisa firme y luminosa—. El Gobierno italiano no es feniano ni tonto.
—No, pero… —prosiguió el Cardenal.
—Su Eminencia no tiene por qué temer oposición de ese lado.
—¿No se exceptuará nada de esa venta? —preguntó Sterling con aire pensativo.
—Habrá algunas excepciones —el Papa se volvió hacia el cardenal Della Volta—. Usted reservará un cáliz de plata dorada para cada uno de los sacerdotes del palacio; un copón de plata dorada para cada tabernáculo; y el conjunto sencillo de ornamentos pontificios que le indicaremos. Nada más. De aquí en adelante, los integrantes de la corte podrán usar los ornamentos de su propiedad privada.
—Debo decir que considero que los ornamentos pontificios merecen un destino mejor que el de convertirse en piedras y metales preciosos —dijo Gentilotto.
—Tonterías —replicó el Papa, cortante—. Los ornamentos pontificios no son sacrosantos como la túnica cartaginesa —los nervios exacerbados salían a relucir.
—Lo concedo —admitió el Cardenal.
Adriano se puso de pie.
—Hemos convocado al Sacro Consistorio para mañana por la mañana, ocasión en la que promulgaremos nuestros decretos sobre este asunto.
Semphill ya no pudo contenerse. Estalló con un «Seguramente Su Santidad habrá leído el artículo de Catholic Hour».
Adriano pensó que ese Cardenal le caía, por alguna razón, particularmente bien en ese momento. Sí, por supuesto. Su Eminencia tenía mejor aspecto durante el Adviento. El rojo habitual hacía que su saludable rubicundez se viese demasiado azulada. Ésa era la razón.
—Oh, sí —respondió el Pontífice.
—¡Pues nunca en la vida he leído nada más abominable!
—Ni Nos.
Todos los ojos de los cardenales estaban dirigidos al Papa. Adriano permanecía de pie sobre el escalón del trono y parecía estar volviéndose una figura de alabastro. Semphill, enfurecido, continuó.
—Me gustaría pensar que se hará algo al respecto.
—También a Nos.
Semphill se derrumbó, con los ojos fijos en Adriano.
—Pero sin duda Su Santidad hará algo.
—No.
—¿Qué? ¿No habrá respuesta a eso?
—No.
—Se hubiese pensado que habría algún medio canónico de hacer que Catholic Hour fuese acusado por difamación contra el Papa —dijo Sterling.
—Existe la bula Exsecrabilis de Pío II. Pero no es el Papa el que ha sido difamado, sino George Arthur Rose —explicó Adriano, imperturbable.
—Eso es hilar fino —intervino Whitehead, alzando la vista por primera vez.
—Demasiado fino —precisó Carvale, marcando la diferencia.
—¡Hay que excomulgar al director, al impresor, al editor, por sus nombres, digo yo! —exclamó Semphill.
Sterling prosiguió.
—Resulta difícil comprender qué pueda haber llevado a la gente de Catholic Hour a insertar…
Adriano le interrumpió.
—Pregúntese tan sólo esto: ¿es de esperar que un periódico irlandés (y cuando decimos un periódico irlandés queremos decir un periódico clerical porque, según McCarthy, el clero irlandés tiene a la prensa católica en un puño), es de esperar que un periódico irlandés, que tiene la cara infernal de autodenominarse «órgano de la opinión católica», y que una vez llamó al cardenal Semphill…, ¿qué fue, Eminencia? … Ah, sí, «galanteador perfumado», es de esperar que desaproveche una oportunidad de aumentar su circulación a expensas del Vicario de Cristo?
—¡Oh, muy bueno, por cierto! —exclamó Semphill, soltando una sincera carcajada reminiscente.
—Pero, Santidad —prosiguió, grave, Sterling—, ya se sabe que esas afirmaciones no son verdaderas. Se sabe que el artículo brinda una imagen suya totalmente falsa.
—No son verdaderas y el artículo brinda una imagen nuestra totalmente falsa.
—Sería recomendable que eso se hiciera conocer.
—Es conocido. Centenares de personas lo saben y no les está prohibido decir lo que saben…, si osan hacerlo.
Adriano bajó del escalón. Una sombra gris endurecía sus facciones agudas. Las cejas y los ojos, entrecerrados éstos, dibujaban líneas paralelas y los labios delgados tenían un trazo recto y cruel. Sus Eminencias se retiraron diligentes. Van Kristen permaneció en la sala hasta que los demás se hubieron marchado.
—Santo Padre —dijo—, ¿se siente usted tan mal como cualquier otro hombre?
Adriano oprimió la mano morena y delgada, en la que el zafiro cardenalicio resaltaba con una belleza encantadora.
—Tal vez, Percy —dijo.
—Creo que no iré a la Dynam House este otoño —continuó el Cardenal—. Allí pueden apañarse sin mi presencia, Santidad. Y si soy de alguna utilidad aquí, no seré desertor mientras mis ojos tengan vida.
—Usted siempre Nos es útil, Reverendo Padre —respondió el Papa con rigidez, mientras trasponía rápidamente las cortinas de la antecámara secreta.
Ahora el mundo tenía algo más de qué hablar, aparte de las posibilidades de una guerra mundial y de la inferioridad del Papa. Cuando se anunció la venta de los tesoros del Vaticano en el Sacro Consistorio, cinco cardenales se marcharon fuera de la sala entre juramentos, cuatro estallaron en lágrimas, ocho se dijeron en mente expresiones muy libres y después —dos de ellos— a voz en cuello, y el resto permaneció mudo. Ragna, Berstein, Cacciatore y Vivole llegaron a la conclusión de que el nuevo movimiento de Adriano era una añagaza para disipar los vahos de las calumnias periodísticas contra George Arthur Rose; de inmediato se dedicaron a hablar con diversas personas para hacerles ver el asunto desde su punto de vista. Celtas y católicos de todo el mundo estallaron en aullidos y compararon a Adriano y Honorio, con ventaja para el primero. «Desde un punto de vista católico», escribió un caballero clerical (que en sus años mozos, siendo agregado en París, fuera conocido como La Bella Antropófaga), «es imposible acusar a Adriano con excesiva severidad». Estaba arruinado, decían con rectitud untuosa, e iba a vender los tesoros del Vaticano a fin de asegurarse unos fondos dudosos para pasar una vejez decente y apartada. Como es natural, juzgaban de acuerdo con su propia forma de proceder. Todos los católicos lo hacen.
La Hermandad Liblab se felicitaba por tener un miembro como Sant. Se consideraba que su actividad diplomática era inteligente. Los socialistas esperaban que, de un momento a otro, el Purpurado Innombrable, presa de total desesperación, pidiese que se le brindara refugio en sus filas. Jerry Sant permaneció sentado toda la noche en el Hotel Nike, por si el Papa se sentía proclive a escapar de un trono que se había vuelto demasiado caliente para él. En el caso de que se produjera tal fuga, por supuesto que «Su Reverendísima Señoría» iba a acercarse para procurar hacer las paces con ellos, ya que les había ocasionado tantos incordios y gastos. Así que la Liblab puso límites a los planes de Sant; él sería quien tomara juramento al Vicario de Dios: le cobraría la suscripción anual por adelantado y le afiliaría. Después, en su carácter de camarada más experimentado, le daría la orden de volver al Vaticano a usar su papado para la puesta en práctica de los programas del laborismo contra el capital. Al mismo tiempo, aprovecharía la oportunidad de transferir algo de los bienes pontificios de las manos de un hombre que no se lo merecía a las de otro que sí se lo merecía. Sin embargo, Jerry se pasó dos noches en vela para nada. Mejor hubiese sido (aunque no tan bonito) que hubiera cumplido esa espera acostado. Por último, al tercer día, apareció Mrs. Crowe presa de una agitación que era una mezcla de regocijo, odio y miedo.
—Supongo que esto es obra suya, Mr. Sant —dijo, sacando de su bolso un recorte del Catholic Hour.
—Siiíp —sonrió Jerry como una gárgola oblonga.
—¡Cómo ha podido decir esas cosas de él! ¡Me parece repugnante que lo haya hecho!
—¡Mujé! ¿No me ha dicho usté misma la mayoría de esas cosas?
—Sí, claro que sí. Pero nunca pensé que las haría publicaran los periódicos.
—Pero si es que no las he soltao todas. Que hay mucho más, si a él no le bastan esos puntazos.
—Oh, estoy segura de que le bastarán, y espero que sólo le haya aturdido.
—Puede que sí.
—¿Todavía no ha tenido noticias suyas?
—No. Todavía no. Espero tenerlas hoy.
—Mr. Sant, si le ha hecho daño a mi Georgie, yo…, yo no sé lo que haría, pero jamás se lo perdonaré a usted.
—Tranquila, mujé, eso no le matará, pero puede que le haya hecho un poquitín de daño, y quiero decirle que él vendrá aquí a por la medicina.
—No me importaría que sufriese un poco. Se lo merece después de la forma en que se portó conmigo. Pero…
—Ahora usté tiene que largarse. No puede estar fastidiando cuando venga Rose. Cuando yo termine con él se lo mandaré a usté. Así que a volar de aquí.
«¡Bestia bruta!» exclamó Mrs. Crowe para sus adentros al poner los pies en la calle. «Tendría que haberme dejado a mí este asunto. No me sorprendería si Georgie hiciera algo desesperado ahora. Eso sería muy de él. Y creo que yo hubiese podido conseguir algo con paciencia.» Hizo una seña a una victoria y pidió al cochero que la llevase a la Plaza de San Pedro; quería echar otra mirada a la ventana.
El Papa administró la sagrada orden del sacerdocio al cardenal Van Kristen en el día de Inocentes. Su Santidad sentía que el ejercicio sacerdotal de un hombre tan inocente beneficiaría a todos. La invasión inglesa y americana de Roma batió todos los récords en la temporada de invierno. En una cena y baile de disfraces que celebraba la Nochebuena, en el Palazzo Caffarelli, se señaló que en la ciudad estaban todos los multimillonarios del mundo. Si por entonces se hubiese guerreado a la manera antigua, es decir, por los rescates y la rapiña, y si alguna potencia hubiese poseído el equipo militar pertinente, un nuevo saqueo de Roma habría sido una empresa de máximo lucro. Sin embargo, tal como estaban las cosas, era Roma la que saqueaba a los multimillonarios. A pesar de que la primavera siguiente habría de ver el alba de Armagedón, un número asombroso de personas era incapaz de resistir a la tentación de comprar los tesoros del Vaticano. La lista de precios establecidos por los expertos había sido sometida a Adriano, quien fijó una media entre el máximo y el mínimo, con gran disgusto de los curialistas, quienes (una vez que tragaron la idea) se mostraron ansiosos por hacer buenas inversiones. Sugirieron una subasta, que el Papa rechazó de inmediato, diciendo que él no pensaba competir ni con comerciantes ni con pillos. Facilitó a los museos la compra de las piezas históricas; las artísticas fueron a dar a manos de los coleccionistas privados; y en los ambientes mundanos fueron adquiridas las que valían por el material. La colección de vestimentas, por sí sola, produjo setecientas ochenta y cinco mil libras y las ganancias totales, que alcanzaron la suma de treinta y cuatro millones de libras, fueron ingresadas en el Banco de Italia.
El signor Panciera se avino excepcionalmente a aceptar otra invitación del Vaticano. En esta ocasión su visita fue breve y muy trascendental. El Papa tuvo a su cargo la charla. Su Santidad habló con tono seco y conciso para explicar los términos de un manuscrito que, por último, entregó al Embajador; parecía consumido por un fuego interno, cuyos signos se mostraban en su cara pálida y demacrada por el dolor. Dijo que aprobaba el plan del signor Gigliotti, por el cual en las obras públicas de Apulia y Calabria se empleaban convictos reinsertados. Deseaba que Italia estableciera y mantuviese granjas comunitarias en los bosquecillos de eucaliptos de la Campania romana, donde podían desarrollar toda una vida industriosa muchachos y chicas también reinsertados. Deseaba que Italia estableciera y mantuviese residencias para ancianos y escuelas gratuitas donde se enseñaran oficios a los niños. Deseaba que Italia estableciera y mantuviese becas para el estudio de la arqueología italiana, con la idea de fomentar un espíritu de patriotismo entusiasta, excavando, estudiando y conservando las ciudades sepultadas y los monumentos y tesoros de la Antigüedad que tanto abundan en el sacro, glorioso y no violado suelo italiano. Por último, deseaba que Italia estableciera recompensas, de unas mil liras en metálico, para cada hombre o mujer de entre veinte y treinta años de edad, que hubiese servido a un amo o a una firma secular desde el día de Nuestra Señora de 1899, y que reclamara tal recompensa. Para que tuvieran cumplimiento sus cuatro deseos, entregó al signor Panciera una nota de crédito sobre el Banco de Italia, pagadera al que en el momento fuese Primer Ministro del país. El monto de la orden era de treinta y tres millones de libras. Era una ofrenda en honor de los treinta y tres años durante los cuales Dios hecho hombre había bregado por el amor a los hombres. Esa suma debía ser el núcleo de una fundación nacional que se llamaría «La Casa de Cristo». Esa fundación sería administrada, de acuerdo con los objetivos establecidos, por un miembro varón de la Familia Real de Italia, por las personas que desempeñaran los cargos de Primer Ministro y de Ministro de Interior, y por nueve síndicos elegidos rotativamente de la lista de nobles del Libro de Oro. Los primeros doce integrantes de esa comisión conservarían su poder de por vida, y habrían de ser designados por Su Majestad el Rey dentro del plazo de un año a contar de la fecha de cesión de bienes. La segunda y tercera habrían de ser comisiones de oficio. De los nueve nobles, se retirarían tres cada año y los tres siguientes de la lista les sucederían. Ningún eclesiástico debería tener relación con esos fondos bajo ningún concepto, a menos que fuese elegible por su carácter de noble, o bien de servidor pago, empleado como capellán por los compromisarios. El deseo particular de Adriano era que «La Casa de Cristo» se convirtiese, en todos los sentidos, en un departamento del Gobierno de Italia.
El signor Panciera salió de la audiencia dando tumbos, y a toda velocidad se encaminó hacia el Monte Citorio. Allí recogió al signor Zanatello y ambos fueron, con su cesta de novedades, a entrevistarse con la Reina Regente en el Quirinal. Once minutos en la sala de música de Su Majestad bastaron para que los tres personajes atravesaran el Salón de los Pájaros y subiesen las escaleras hasta la oficina de telégrafos, a través de la cual dieron a conocer el plan a Víctor Manuel, que se hallaba en el castillo de Windsor. La respuesta del soberano fue característicamente italiana y (por tanto) espléndida:
«Yo aporto un millón; la Reina aporta un millón; el príncipe de Nápoles aporta un millón: todos de libras esterlinas.»
El Primer Ministro envió las gracias en nombre de la nación y pidió a Su Majestad que se nombrase a sí mismo como uno de los integrantes de la comisión administradora. Obtuvo esta respuesta encantadora:
«Los síndicos serán apodados “los doce apóstoles del Papa”. La Voce della Verità y el Osservatore Romano de inmediato me asignarían el papel de Judas».
El signor Pandera envió este mensaje: «Señor, había un decimotercer apóstol».
El Rey respondió: «Pero fue una idea tardía». Eso hizo que la reina Elena se echara a reír. El Rey continuaba: «Zanatello, acepte ese dinero, extienda un recibo en nombre de Italia. La Reina Regente dará a conocer un real decreto instituyendo “La Casa de Cristo” como un departamento del Gobierno. Nombro al duque de Aosta síndico real. Este plan es exactamente lo que Italia quiere en este momento: que se ponga en marcha de inmediato».
Zanatello imploró a Su Majestad que le nombrara síndico. «No», llegó la respuesta final. «Daré mi firme apoyo de un modo no oficial; si hay lugar para un decimotercer apóstol, lo meditaré. En tanto, me comprometo a duplicar ese capital dentro de un año. El rey de Inglaterra nos ayudará.»
Adriano tuvo la primera noticia de la aceptación del regalo hecho a Italia al día siguiente, a través de las páginas del Populo Romano, uno de los más respetables periódicos del mundo, como el Papa solía decir. Experimentó la sensación de haber dado otro paso importante, y de inmediato se preparó para el siguiente. Convocó al alcalde de Roma y por su intermedio hizo donación a la ciudad de todas las esculturas, muebles, cuadros, tapices y objetos arqueológicos por entonces existentes en el Vaticano. Al mismo tiempo, canonizó a Don Bosco y a Dante Alighieri y publicó la Epístola a los italianos. Ese documento era sobre todo exhortatorio y estaba dirigido contra la incredulidad y las sociedades secretas. Instaba a Italia a que se considerase un templo del arte en Europa, y a que, por la contemplación de las obras maestras de la habilidad humana que ya poseía, o que fuesen a ser agregadas a sus bienes gracias a futuros descubrimientos, se convirtiese en un país y un pueblo capaz de amar al Señor de todo lo bello. Hablaba de la Mafia con admiración y horror. Se trataba de una hermandad, más que de una sociedad, decía. Era una hermandad de individualistas, cada uno de los cuales se entregaba al servicio de su hermano. Sus virtudes esenciales eran la honestidad, la mutua ayuda, la continencia. Nada podía ser mejor. Pero el demonio había distorsionado la aplicación de ese esquema excelente. Su iniquidad tentaba a los mafiosi no sólo a ayudarse en las buenas obras, sino también en el mal…, sobre todo en las acciones perversas. Asesinaban y ocultaban asesinatos y olvidaban el mandamiento «no robarás». Alegaban que Mazzini les había unido en un organismo corporativo con fines políticos, y les había dado como lema la frase «Mazzini Autorizza Furti Incendi Avvelenamenti»[13], de las iniciales de cuyas palabras había surgido su nombre como corporación. En lugar de esa sentencia maligna y abominable, el Papa les sugería otra: «Madonnina Applaude Fraternità Individualità Amore»[14]. Que la Mafia floreciera con ese lema como principio rector.
Italia veía que la carga de la pobreza era apartada de sus hijos, veía que sus jóvenes tenían la posibilidad de cultivar sus talentos, veía que el trabajo honesto de sus hombres y mujeres era recompensado, veía amparo y seguridad para la vejez. Roma se puso con nobleza a la tarea de dar albergue a los tesoros de arte que Adriano le había regalado. Se planearon inmensos y espléndidos palacios para esos objetos, y comenzó la edificación en las colinas Esquilina y Celia. Las graciosas formas de los antiguos dioses habrían de erguirse bajo las arcadas de mármol, blancas y puras como lirios por fuera, mosaicos de oro reluciente por dentro, entre los bosquecillos del Janículo. Los hombres honestos volvían por sus fueros. Ya no estaban en paro. Por consiguiente, no había corazones heridos mientras las manos eran explotadas, y la anarquía comenzó a desvanecerse en la oscuridad de la basura desechada y vieja. ¡Pero otro tanto le ocurría a la Epístola a los italianos! Estaban dispuestos a escuchar todo lo que proviniera de ese pequeño ser retraído, omnisciente, omnipotente y omnipresente, al que llamaban el Papa Inglese. Para el temperamento italiano fuerte y simple, sus palabras eran convincentes por su esencial simplicidad y fuerza.
—¡Habla como tu propia conciencia! —decían Cayo, Tizio y también Sempronio.
—Escuchadle y obedecedle, pues —les adoctrinaban Maria, Elena y también Margherita.