CAPÍTULO XXI

EL cardenal diácono de San Cosme y San Damián lo hizo. Las actas del Consistorio, al menos en lo que se relacionaba con la calumnia contra el Papa, fueron puntualmente publicadas en The Times, The Globe y The New York Times como noticias dignas de ser impresas. Muchos otros periódicos enviaron un acuse de recibo. No hubo comentarios. Los obreros que viajaban en metro, el motorista con antiparras, la mujer de sombrero estrambótico que iba a las liquidaciones de rebajas lo olvidaron todo acerca de George Arthur Rose y tampoco prestaron atención al Papa, pero se irguieron sobre sus patas traseras con los ojos puestos en el árbitro supremo. Francia y Rusia publicaron caricaturas y soltaron aullidos; también se aprestaron a invadir Bélgica y Suecia, con la intención de atacar a Alemania desde tres frentes.

Mrs. Crowe cobró conciencia de que había perdido más que ganado por su relación con Jerry Sant. Los católicos ingleses la trataron tal como son propensos a tratar a los conversos una vez transcurridos los tres primeros meses, y le mostraron una fría espalda. La refutación de su última calumnia la había hecho aparecer como una necia, y aun como algo más sucio que una necia. Estaba mortificada, estaba furiosa consigo misma y naturalmente anhelaba destrozar y lacerar a cualquier persona. Pensó que lo mejor que podía hacer era adoptar el aire de una mujer a la que habían embaucado, para destruir su conexión con la Liblab y volver —de ser posible— al statu quo ante. De modo que fue a ver a Jerry y se lanzó contra él, entre vituperios por el fallo estrepitoso de sus planes, por llevar a una dama inocente por el mal camino con sus malicias, por su estupidez de testarudo y todo aquello. Le dijo con toda franqueza que él había ido demasiado lejos. La refinada pareja «tuvo unas palabras» y por fin se separó. Jerry siguió en su hotel, silencioso, amenazante, cavilando. Por su parte, la dama tenía ante sí la tentación de una mediocridad respetable, que le ofrecía la expectativa de una oscuridad no poco familiar, en la que podría procurar recomponer los jirones y guiñapos de su reputación. Tenía algún dinero ahorrado, y con economía… Podía quedarse un poquitín más. ¿Quién sabía lo que fuese a ocurrir?

Uno por uno los cardenales fueron convocados a la cámara secreta. Sus pensamientos fueron escrutados y oídas sus opiniones. Nefski, el de la palidez cenicienta y los ojos obsesos, admitió que Polonia podría ser más feliz como monarquía constitucional y miembro de una federación. Instado a ello, prometió usar toda su influencia para la persuasión. Mundo, con limpidez, rotundidad y animación, habló de la larga e ilustre alianza de Portugal con el señor de los mares. Su país, unido y vivaz, no tenía motivos de queja. Grace se mostró cauto y vigoroso, alabó la doctrina Munroe. Sólo que… Los cardenales franceses parlotearon, llenos de espanto, sollozaron, quedaron agotados y, por último, aparecieron como seres de una resignación pintoresca y, a la vez, sin freno. ¡Oh, eran tan excelentes y tan fútiles! Courtleigh se excusó alegando sus años, la enfermedad. Las circunstancias habían ido más allá de lo que él podía controlar. Había empezado a pensar que jamás había sido otra cosa que un busto decorativo, que nunca se había hecho con el timón de los asuntos desde aquella vez en que el Príncipe de Gales fue tan…, en fin, tan rudo con él. Estaba viejo, era un parlanchín, sólo ansiaba recibir felicitaciones. Suplicaba que se le permitiera apartarse y terminar sus días en el colegio que había fundado él mismo, si el Santo Padre se dignaba a relevarle del arzobispado. Adriano se dignó e hizo llamar a Talacryn, al que dijo:

—Estamos a punto de satisfacer la ambición de toda la vida de Su Eminencia, nombrándole arzobispo de Pimlico.

El Cardenal comentó algo acerca de ser indigno de ese honor.

—Eso, por supuesto —respondió el Pontífice—, pero le ponemos allí porque Su Eminencia conoce más que nadie nuestras ideas y a su vez su tarea será la de hacer que Inglaterra las conozca. Al menos no se podrá decir que si usted se equivoca lo hace por ignorancia de nuestra voluntad. Usted posee salud, es joven y no le falta una presencia dominante. La gente le escuchará. Su peligro y su falta se derivan de esa costumbre nacional de la sospecha. Eso se puede superar. Actúe de acuerdo con su nombre, Frank, sea franco, no sospeche de los demás, esté preparado para la renuncia, pero es su corazón el que ha de dictárselo. Hablemos de Caerleon. ¿Quién querría Su Eminencia que fuera su sucesor allí?

Talacryn dijo algo acerca del derecho de los clérigos a elegir, pero eso fue barrido a un lado. Después se centró en la dificultad de hallar un sacerdote adecuado que hablara la lengua de la comarca.

—Esto último no es lo esencial —dijo Adriano—; usted mismo no habla ni ha podido aprender esa jerga horrible, aunque ha nacido en ese lugar tremendo, y según su costumbre de sospechar de la gente y (sí, es mejor decirlo) su leve tendencia a mentir oficiosamente —el Cardenal se puso de color púrpura—, vaya, ya está dicho, usted ha recibido su lección y ahora lo hará de otra forma, pero aparte de eso, la única razón por la cual su episcopado no ha sido muy brillante es que usted comenzó con la idea falsa de la necesidad de hablar ese dialecto corrupto y obsoleto.

—¿Pero no piensa Su Santidad que un extranjero…?

—No, la inglesa es la raza dominante; su lengua es la de todas sus colonias. Por qué motivo unos poquísimos países conquistados se niegan a aprender inglés, y se permiten insistir en el uso de sus lenguas bárbaras y no literarias, es algo que nunca hemos podido entender. Son países conquistados, sometidos a su conquistador. Han perdido su existencia como naciones durante centurias. No tienen entidad nacional, ni de ninguna otra clase si se apartan de Inglaterra. No. La nacionalidad no tiene peso en el tema de su sucesor. En esto se diferencia la Iglesia de Cristo de todas las demás religiones. Roma puede realizar, y lo hace, lo que ningún otro poder eclesiástico es capaz de llevar a cabo. Nuestros predecesores enviaron un italiano a Canterbury, e incluso un griego, Teodoro; Nos enviamos un celta a Pimlico. En cuanto a Caerleon, ¿recuerda usted a John Jennifer, el párroco de Selce? Sí, claro que sí, era la mosca blanca de Maryvale…, ¿y ha seguido siéndolo? Bien. Es el obispo de Caerleon.

—Él habla nuestra lengua, Santo Padre —dijo Talacryn, riendo.

—Eso no es más que una anécdota. Le hemos elegido por su bondad terca e inamovible en medio de las grandes dificultades que había en Maryvale. Oh, cómo recordamos…

La mirada del Papa se perdió en un pasado remoto.

El cardenal Talacryn mencionó que el Secretario de Estado deseaba saber si Su Santidad necesitaría de los servicios del Patriarca de Bizancio en las presentes circunstancias.

—¿El Patriarca de Bizancio?

—Se ha pensado que, como él fue quien negoció con Inglaterra durante el reinado de los predecesores de Su Santidad…

—¡Oh! Pues no. No se requieren los servicios del Patriarca de Bizancio. Cuando Su Gracia no se pavonea en salones «negros», o no escribe cartas difamatorias a las duquesas…

—¿Cartas difamatorias, Santo Padre?

—Sí, cartas difamatorias; como aquella que escribió en 1890.

El Papa se puso de pie, se quitó el anillo episcopal, abrió un fichero y rebuscó en él; al cabo de un instante tendió al Cardenal una nota de sugestivo y mortífero ingenio.

—Pues bien, cuando Su Gracia no se embarca en esos pasatiempos poco edificantes, tiene que ocuparse de su patriarcado. En rigor, a menos que vea de qué forma puede convertirse en un patriarca residente en Bizancio dentro del plazo de un mes, puede pensar en ser depuesto por decreto —el aspecto del Sumo Pontífice era austero—. Su Eminencia llevará esta respuesta a la sugerencia obsequiosa del cardenal Ragna.

Talacryn se apresuró a arrodillarse.

—Déme su bendición, Santo Padre, y de inmediato me dirigiré a mi nueva sede, sea cual sea.

Adriano sonrió.

—Dios le bendiga, hijo. Pero no se marche aún. Pimlico ha estado durante años en manos del Vicario general y Coadjutor, y el Vicario capitular puede arreglarse de momento. Permanezca aquí un poco más. Le necesitaremos. Pero no por mucho tiempo.

Y Talacryn se alejó de la presencia pontificia contento, pero grave.

Durante unos pocos días preguntas y respuestas circularon sin cesar entre el Vaticano y el castillo de Windsor. Adriano consultó a los soberanos, discutió las dificultades con los políticos. El barón de Boucert expresó la opinión de que sería en vano oponerse a la expansión inevitable de Alemania. El signor Barconi personalmente manipuló un artilugio instalado en la antecámara pontificia, hasta que le apartaron de allí, presa de un colapso nervioso. Adriano le envidiaba y se forzó a sí mismo a resistir la tentación. Aún tenía mucho por hacer. Mensajes, mensajes, estudiar mapas, comparar notas manuscritas llenaba veinte de cada veinticuatro horas. Era necesario reflexionar con hondura, para que el ojo clarividente y certero, como un buceador, pudiese llegar a lo hondo de un pensamiento conservador profundo. Las cuatro horas restantes las pasaba, en su mayor parte, en la tumba de san Pedro, en la basílica. El árbitro no durmió durante esos días. Comía mientras trabajaba y sólo buscaba descanso bajo el agua helada de la ducha. Una escuadra de cruceros ingleses dio escolta a una procesión de yates reales y buques de guerra, que trasladaron el Congreso de Windsor a la dorada e inmortal Roma.

Entonces se produjo la publicación de la Epístola a los Príncipes, en la que el Apóstol reiteraba los consejos evangélicos, predicando una actitud de total autosacrificio y no resistencia, a imitación de la «dulce moderación de Cristo». Eso significaría, decía el Papa, dejar de lado y rechazar voluntariamente todas las convenciones que unifican a la sociedad. Era lo justo, lo correcto, el camino más directo hacia el cielo. Pero no estaba de acuerdo con la voluntad humana, se diría que era algo utópico, contrario a la costumbre, y despertaría más mofas que adhesiones; de ser adoptada en gran escala, la medida provocaría una confusión inconcebible. La verdad emerge con mayor rapidez del error que de la confusión. Los hombres, al hallarse en las condiciones en que se hallaban, es decir, sujetos a error, estarían mejor si su proclividad al yerro fuese controlada. Tal vez se apartaran del camino, pero nunca lo perderían de vista y, con la guía adecuada, sus movimientos podrían ser, al menos, encaminados hacia el objetivo deseable. La individualidad había sido suprimida tanto tiempo atrás que sus esfuerzos requerían ser administrados. Por tanto, el Pontífice mostraba, además de la no convencional, una vía convencional de acercamiento al objetivo deseable. Mantenía el principio aristocrático y monárquico en estricta integridad. Un rebelde era peor que el peor de los príncipes, y la rebelión era peor que el peor gobierno del peor príncipe que hubiese existido hasta ese momento. Proclamaba que la anarquía de Francia y Rusia era una manifestación de efervescencia diabólica, que debía ser refrenada y erradicada por todos los medios adecuados, incluidos los de mayor severidad. Francia y Rusia, perdido su derecho de ser consideradas como naciones capaces de gobernarse por sí mismas, en adelante habrían de someterse a ser dominadas. Satanás maquina maldades para que las ejecuten las manos ociosas. El estar ocupado, y una finalidad para ello, era lo único que permitía que las personas y las naciones trabajaran por su propia salvación, entendida en términos humanos. Los hombres debían hacer uso de sí mismos, para bien o para mal. La mayoría de los males humanos nacían de la falta de una vía de escape para las energías. Sentarse sobre la válvula de seguridad o ajustarla era, invariablemente, fatal; una doctrina que aplicaba a la atención y obediencia del clero. Esos principios implicaban un nuevo ordenamiento de diversos campos de influencia. El Soberano del mundo, Pedro, el supremo Árbitro, decretaba que las únicas naciones en las que la facultas regendi perduraba con toda su energía prístina eran Inglaterra, América, Japón, Alemania e Italia. Sin embargo, algunas de las antiguas monarquías aún no habían llegado a ese punto de putridez que torna deseable su extinción: eran Noruega, Suecia, Dinamarca, los reinos, principados y ducados germanos, España, Portugal, Grecia, Rumania, Albania, Montenegro y las repúblicas de Suiza y San Marino. Ésos habrían de continuar siendo Estados soberanos y conservarían sus rasgos nacionales. Asimismo, era la hora de brindar a algunas de las antiguas monarquías, que sufrieran inmerecida supresión, la oportunidad de mostrarse dignas de una existencia corporativa. Eran Hungría, Bohemia y la Polonia rusa y germana. Se les volvería a considerar reinos; se requeriría de ellas que se diesen sus propias constituciones (a la manera de Inglaterra) y que eligiesen sus respectivas dinastías monárquicas. Suiza y San Marino quedaban confirmadas como repúblicas. El Sultán, por sugerencia de su aliado inglés, mudaría su capital a Damasco, para concentrar la mayor parte de la fuerza del islam en Asia. Serbia se incorporaría al Principado de Montenegro. La Turquía europea y Bulgaria quedarían unidas al reino de Grecia. Hasta allí, los detalles.

Adriano denunciaba como sueños malos y ociosos los planes de los intrigantes políticos que albergaran la idea turbia de una federación de las etnias anglófonas y teutónicas. Insistía en las diferencias esenciales que separaban a Alemania de América, y a ambas de Inglaterra. Ninguna unión era posible entre ingleses y alemanes y los americanos carecían de cualificación para establecer tratos. Cada una de esas razas era única y cada una habría de mantenerse en solitario. Tres potencias de tal grandeza habían de tener cada una su existencia y esfera de acción propias, independientes, singulares. Era preciso instaurar un ámbito en el que las tres naciones lograran una prosperidad independiente. Había que buscar y asignar un espacio para ese desarrollo independiente.

Analizaba el caso del continente europeo. Bélgica tenía 228 habitantes por kilómetro cuadrado; Holanda, 160; Alemania, 104; Austria, 87; Francia, 72; Rusia tenía tan escasa densidad de población que sólo la imigración de 109.000.000 de personas desde el resto del continente la igualaría con el promedio de Europa. Por tanto, el Papa proclamaba la instauración del Imperio romano, bajo dos emperadores, uno en el norte y otro en el sur. Como tales confirmaba al rey de Prusia y al de Italia, en su carácter de representantes de las dinastías de Hohenzollern y Saboya, respectivamente. Ordenaba que esa instauración no fuese considerada como «el fantasma del difunto Imperio romano sentado con su corona sobre la tumba, sino el legítimo heredero y sucesor, justificado por las antiguas virtudes de los romanos, los beneficios de su mando» y la aspiración vigorosa de bien obrar que animaba a sus actuales representantes. El Emperador del Norte, Guillermo, nombraría las dinastías soberanas para Bélgica y Holanda. Podría devolver sus tronos respectivos a los monarcas exilados, o bien deponerlos y sustituirlos mediante miembros de su familia imperial. A continuación ampliaría las fronteras de Alemania por el este hasta los Urales; por el oeste, hasta el canal inglés y el Golfo de Vizcaya, con la consiguiente inclusión de Francia; por el sur, hasta el Danubio, con la inclusión de Austria. Al mismo tiempo, organizaría la federación de las monarquías constitucionales de Noruega y Suecia, Dinamarca, Holanda, Bélgica, Hungría, Bohemia, Polonia, Rumania y la república de Suiza con los otros Estados soberanos que ya se hallaban bajo su mando. Por su parte, el Emperador del Sur, Víctor Manuel, establecería la federación de las monarquías constitucionales de Portugal, España, el reino griego ampliado, los principados de Montenegro y Albania y la república de San Marino con el reino de Italia, que ahora por fin incluiría la Italia redenta. La frontera entre los imperios septentrional y meridional quedaba definida por los Pirineos, los Alpes, el Danubio y el Mar Negro.

El caso de América también quedaba resuelto. Los Estados Unidos aumentarían su territorio mediante la anexión de todos los estados y repúblicas de las dos Américas desde la frontera estadounidense existente hasta el Cabo de Hornos.

El Imperio japonés era autorizado a anexionarse Siberia.

Todos los territorios de Asia (exceptuada Siberia), África, Canadá, Australia, Nueva Zelanda y la Polinesia se convertían en cinco monarquías constitucionales y quedaban unidos a los dominios del rey de Inglaterra, Irlanda, Gales y Escocia. En lugar del título de «Emperador», antipático a la raza inglesa (a causa de su primigenia significación de «Señor de la guerra», Su Majestad el rey de Inglaterra, Irlanda, Gales, Escocia, Asia, África, Canadá, Australia, Nueva Zelanda y Polinesia sería llamado «Rey de los nueve Estados»).

De esta forma el supremo árbitro brindaba a la raza humana el campo y la posibilidad de aplicar su energía. Las previsiones de la Epístola a los Príncipes fueron redactadas bajo la forma de un tratado que dividía el mundo, hasta la medianoche (hora de Greenwich) del 31 de diciembre del año 2000 desde la fructífera encarnación de Nuestro Señor el Hijo de Dios, en Reino de los Nueve Estados, República Americana, Imperio Japonés e Imperio Romano. Ese tratado fue firmado, en la Plaza de San Pedro de Roma, por el Pontífice, los Reyes y Presidentes, el día de la festividad de la Anunciación de Nuestra Señora la Virgen María. Los ejércitos y las armadas de los países signatarios de inmediato se ocuparon de pacificar Francia y Rusia por aplicación de la ley marcial.