CAPÍTULO XI

«QUERIDA Mrs. Crowe:

»Secreto y confidencial.

»Por favor, destruya este papel cuando haya terminado de leerlo.

»Con respeto a nuestras tan agradables conversaciones sobre el tema del socialismo, en las que usté demostró estar en todo de acuerdo, he recibido instruciones del Consejo de la Hermandá Liblab para llamar su atención sobre las ventajas que podría otener de su afiliación según los papeles que se ajuntan. El pago inicial es de dos con seis y la cotización, cinco chelines por año, pagaderos en junio y dic. Debo agregar que estas condiciones son especiales, gracias a la influencia por mí ejercida a su favor y que, creo, merecerán su estimable aprobación. Si usté decidiera unirse a nosotros, tenga la bondá de hacérmelo saber por telégrafo, para lo cual le incluyo seis sellos. Un Sí o un No respondería a todos los términos propuestos, pero personalmente estoy seguro de que será un Sí. A la espera de su anticipao consentimiento, de inmediato le propongo que tenga a bien asistir a nuestra reunión nocturna que se llevará a cabo en la noche del mismo día en que reciba ésta. En caso de ser afirmativa su respuesta, estoy autorizao a hacerle saber que de inmediato será nombrada miembro de una delegación, de la que también tengo el honor de ser miembro, que está a punto de partir hacia Roma, con el fin de realizar una entrevista diplomática con nuestro mutuo amigo el Papa. Los gastos del viaje serán sufragaos con fondos de la Liblab, o sea que no es necesario que se preocupe por ese motivo. Usté, sin duda, sabe que un viaje especial a una ciudá tan famosa como Roma está considerao como algo ventajoso en todos los aspetos. El cielo italiano y los muchos edificios antiguos y los mismos romanos en sus monasterios nativos no pueden por menos de agradar al ojo del espetador. La excursión es enteramente gratuita, de modo que esa dificultá está salvada. Pero además de todo lo que he dicho, también existe la perspetiva de remozar nuestra relación con ese al que llaman Su Santidá!!!!! Y podría asegurar que también tendremos ocasión de sostener entrevistas privadas con él en los rincones más apartaos de su guarida. Nada más tengo que agregar ahora. La finalidá de esta delegación es estritamente diplomática y se relaciona con asuntos políticos y, desde luego, no estoy en libertá de divulgar los detalles a nadie que no sea afiliao a nuestra asociación, porque sería poco prudente. ¡Ah, querida Mrs. Crowe, ojalá pase usté a ser uno de ellos! Pero sin faltar a la confianza, puedo informarle en la más estrita confianza que Rose alias Adriano está en nuestras manos y por lo tanto, dejando la política fuera del asunto, muy mal iría la cosa si usté y yo no pudiésemos tratar algún pequeño negocio privao con él para nuestro propio provecho. A la espera de saber de usté a través del ajunto formulario y dándole las gracias anticipadas, quedo

Suyo en la Causa (espero)

Jeremiah Sant.

P.S. No olvide destruir ésta».

La amiga de Sant estaba sentada a la mesa del desayuno, considerando el contenido de esa carta mientras sus riñones se enfriaban. Los cuatro pensionistas se habían marchado a cumplir con sus tareas y estaba sola, si se exceptuaba a su hijo. Era uno de esos bonitos jovenzuelos de ojos bovinos que parecen haber nacido para ser blanco de burlas. La mayoría de la gente ejerce cierta influencia, da cierta nota personal. Alaric Crowe no lograba ninguna de las dos cosas. Una vida bajo normas femeninas había producido en él tanto individualismo como el que pueda tener un cojín. Alaric tomaba su desayuno en medio de un silencio delicado. Su madre estaba envuelta en sus propios pensamientos: encontraba deleitable la carta de Sant. La pasión arrebatada de toda su vida estaba puesta en George Arthur Rose. Después de él, lo que más deseaba era fama, notoriedad, como cabeza de «círculos» literarios y artísticos suburbanos. Gracias a la perseverancia, a una innegable dosis de capacidad de organización inteligente y a cierta cantidad de talento de tercera o cuarta clase, además de una cantidad indiscriminada de «empuje», había establecido una especie de salón literario en el que algunos cachorros de león rugían cada semana. Pero jamás había obtenido ni una sola mirada del hombre por el que se consumía. La violencia de su pasión la había llevado a cometer un error irremediable ante él. No había comprendido su temperamento felino, que era la razón por la cual él había rechazado unas insinuaciones tan obvias, abruptas y vergonzantes como las de un perro. Rose había dejado de advertir la existencia de ella. Entonces ella había desbarrado más aún. Siempre ignorante de su peculiaridad, había tratado a ese hombre tal como la hembra trata al macho que desea. Al ver que no se le podía acercar con lisonjas, se decidió por la persecución. Quería que él tuviese que ir a implorar a sus pies. También en eso fracasó. En vano le difamó entre los seguidores de sus tertulias; en vano le calumnió ante los editores de los que él apenas si obtenía lo necesario para pagar sus estrecheces; en vano se esforzó ante los pocos amigos que a él le quedaban, contándoles historias de las malas acciones de Rose. Él dejó que los que la habían creído le abandonaran; toleraba la mala voluntad o la estupidez de Barrabás. Nunca dijo una palabra en su propia defensa. Y la mantuvo severa y completamente a distancia, sin dar señales de haberse enterado de sus maniobras. Aquello fue exasperante en grado máximo. Por supuesto, él sustentaba un error egregio. «¡Jamás, ni en la desgracia ni en la dulce bonanza, con el sexo femenino deba yo convivir! Cuando triunfa, muestra una audacia insoportable, y cuando le asalta algún cuidado, es una peste mayor para su casa y para el pueblo.» Sus sentimientos hacia las mujeres eran los de Eteocles en Los siete contra Tebas. Eso le hizo cometer el más tremendo error de su vida. Nunca debió desdeñar a una mujer de esa clase: tendría que haberla tomado o…, aplastado. Sabía eso, pero jamás la hubiese tomado, jamás; y cierta delicadeza caballeresca, sumada a una misericordia de su corazón y a cierto deseo, lleno de fastidio, de apartarse de un objeto tan repulsivo, le impedía perseguirla con todo el rigor de la ley. «Mal debes hacer o mal debes sufrir. Por tanto, oh dioses ciegos y sordos, creed que nosotros sufriremos el mal antes que hacerlo»: esto era lo que expresaba la actitud que a él llenaba de desagrado, a ella ponía frenética y furibunda, y resultaba fútil por completo. Ahora Rose había saltado desde la impotencia de las penurias solitarias a la terrible altura del Trono de Pedro. Era famoso, tenía poder, riquezas y continuaba siendo el ídolo de su adoración, a pesar del enorme abismo que se abría entre su insignificancia y la supremacía de él. La emoción la sacudía y la deslumbraba. A lo largo de doce años, ni una sola hora había pasado sin pensar en él. Era un caso de obsesión total.

Su hija se precipitó en la sala, vestida con una bata rosa, dando fin a las notas de una cadencia florida. Tras tocar la tetera y echar una mirada a la tapa de la fuente, que le reveló una tibieza austera y coagulada, hizo sonar la campanilla.

—Madre, ¿por qué no tomas el desayuno?

—Lo estoy tomando. Sólo me he distraído un minuto, para leer mi correspondencia.

—Un minuto bien largo, diría yo. Todo está frío como una piedra. ¡Eh, pero si no tienes más que una carta! ¿De quién es?

—De Mr. Sant. Quiere que vaya a Roma con él.

—Madre, no puedes, ya lo sabes.

—Sé muy bien que no sé nada de eso. En realidad pienso ir. Seremos una delegación.

—Ah, bien, si es una delegación… ¿Pero qué va a pasar con la casa?

—Seguro que Big Ann es capaz de cuidar la casa, Amelia. Si no puedo tomarme quince días de vacaciones de cuando en cuando, será mejor que me tire al río. Estoy harta a muerte de Oriel Street. Quiero viajar un poco. Sí, iré. Y la casa, que se apañe como pueda. Cualquiera diría que todos vosotros sois unas máquinas que no funcionan si no estoy yo aquí para daros cuerda.

—De acuerdo, madre, ve y diviértete, si quieres. ¿Pero cuánto cuesta todo eso? Yo no podré ayudarte hasta que no tenga algo que no sea uno de esos empleos de tres guineas. Y no puedo volver a usar esa colonia barata; además, mi corsé está muy gastado bajo los brazos.

—Nadie te pide nada. Mr. Sant paga todos los gastos. Mira, Amelia, si consigo hacer todo lo que voy a tratar de hacer, tendrás tantos vestidos nuevos como puedas usar. Vamos a ver al Papa.

—¿A ver al Papa?

—Sí, tontina: al Papa, a Rose.

—¿Qué dices?

—Lo que he dicho.

—Pero no puedes ir.

—Tonterías, sí que puedo.

—Sí, quiero decir que puedes verle como cualquier otra persona; pero tú estarás entre la multitud y él… No te comprendo esta mañana. Déjame ver esa carta de Sant… ¡Qué mal escribe este hombre! Como un… Oye, ¿no irás a liarte con esa gente? Hm-hm-hm. Sí, ya veo el juego. Sí… ¿Pero crees que podrás hacerlo?… En fin, si aún te gusta la idea, está bien que lo intentes… ¡Qué mamá tan tonta! ¡Pero si creo que todavía estás enamorada de Rose! Ay, madre, que te estás ruborizando. ¡Madre, estás tan guapa así!

—Amelia, no seas idiota. Métete en tus cosas.

—Oh, no pienso interferir. No tienes motivo para estar celosa de mí. Estoy segura de no haberle visto nada de particular jamás.

Hablaban como si estuviesen solas: Alaric pasaba inadvertido. El muchacho dobló la servilleta y se puso de pie.

—A…, ah, madre —moduló como un mugido lento, con una ligera vacilación, con su voz virginal de barítono, resonante y grave—, si vas a Roma, no molestarás a Mr. Rose, ¿verdad?

Las dos mujeres se volvieron hacia él. Apenas si podrían haberse asombrado tanto de haber sido los riñones los que hubiesen comentado algo sobre su propio aspecto.

—¡Alaric! ¡Cómo te atreves, jovencito!

—A…, ah, sólo digo que, si vas a Roma, espero que no molestes a Mr. Rose.

—¿Has oído alguna vez tontería igual, Amelia? ¿Por qué no tendría que hacerlo? Me gustaría que me lo dijeses.

—A…, ah, él me enseñó a nadar.

—Y a mí. Al menos lo intentó. ¿Y qué hay con eso? —preguntó la hermana con brusquedad.

—A…, ah, me parece que no es justo. Él me caía bien. A…, a papá le caía bien.

—Sí, claro, es el tipo de hombre que le hubiese gustado, por desdicha. A él también le gustaba ese cantamañanas. ¡Bonita clase de persona! Todo lo que puedo decirte, Alaric, es que si te dejara ver las cartas que me mandó y los álbumes llenos de… Pero, mira, ¡tú no sabes lo que yo sé de tu padre!

El chico respondió con un bramido.

—A…, ah, ¡no te atrevas a hablar mal de mi padre! No lo consiento. Amelia sabe que no se lo consiento a ella y no se lo consentiré a nadie, ni aun a ti, madre. ¡Te digo que no lo consentiré! Me marcho si dices una palabra más. Lo siento, madre, pero no deberías haberlo dicho. A…, ah, no quiero que molestes a Mr. Rose, porque me caía bien, y…, y a padre le caía bien —concluyó Alaric y se marchó.

Madre e hija se miraron una a otra.

—¿Quién hubiese dicho que Alaric sería capaz de estallar de esa forma? Es muy duro, después de todo lo que he tenido que pasar, esto de que mis propios hijos se vuelvan contra mí.

—Yo no me vuelvo contra ti, madre. Creo… Vaya, desde luego que no comprendo por qué te ocupas de Mr. Rose, pero si te interesa, serías una tonta dejando pasar una ocasión como ésta. ¿Qué quiere decir Mr. Sant con eso de que le tiene en sus manos?

—No lo sé. Supongo que Georgie debe de haberse enrollado con esa gente de algún modo, y ellos piensan que a él no le gustaría que se supiese. Es muy posible. En sus tiempos George se había liado con unas cuantas personas poco claras. Pero veremos. Amelia, ¿sabes lo que he estado pensando? Ese vestido malva de la tía Sarah…, ahora pienso que podría arreglármelo a mi talla para las noches, y así no tendría que comprarme otro nuevo, ¿sabes? Es una seda preciosa. Ahora ya no puedes encontrar algo de tan buena calidad.

—¿Cuál? ¿El de los flecos?

—Sí, ¿no vuelven a llevarse los flecos? Creo que sé cómo aprovechar cada trocito. Lo único complicado serán las mangas. Quisiera que alguien inventase unas mangas que sólo cubrieran la parte de abajo de los brazos. Lo mejor que tengo yo está en mis hombros.

—¿Por qué no pones los flecos en los hombros, en una franja, y llevas guantes largos?

—Sí, desde luego que podría hacer eso. Amelia, tengo que cambiar de veras mi aspecto; pensándolo bien, creo que iré a Du Schob y Hamingill’s esta vez. Me temo que sea un poco caro, pero si miras la oportunidad que se presenta y cuántas cosas dependen… Además hay otra razón para que vaya. La gente está empezando a olvidarse de nuestros miércoles; si voy a Roma con esos no sé quiénes, los periódicos hablarán del tema y, cuando vuelva, todos nuestros viejos amigos querrán enterarse de cómo fue la cosa.

Así fue como esa preciosa pareja de chantajistas en potencia acompañó a la delegación que la Hermandad Liblab enviara a entrevistarse con el Vicario de Dios. Buena parte de las formalidades prescritas para las audiencias papales había sido eliminada. Adriano recibía a embajadores u otras personalidades con distintos grados de pompa ceremonial; pero, casi cada día, se le veía paseándose arriba y abajo por el pórtico de San Pedro, de modo que su persona era accesible a todo el mundo. Sin embargo, cuando los socialistas solicitaron una audiencia, se les comunicó que el Sumo Pontífice se dignaría recibirles a las diez en punto de la mañana siguiente; los funcionarios del Vaticano fueron advertidos de que la recepción iba a llevarse a cabo con el máximo boato. Era el cumpleaños de George Arthur Rose. Durante veinte años nadie se había cuidado de recordarlo. Ahora había veintenas de personas que se cuidaban y nadie que se atreviese a recordarlo: Adriano se mantenía más apartado de lo que lo había estado George Arthur Rose.

Un pequeño grupo de veinte plebeyos sin remedio, hombres y mujeres, le esperaban en el Salón Ducal. Los chambelanes, resplandecientes, les señalaron la puerta por la que entraría el Papa, y les adoctrinaron para que se aproximasen al trono una vez que él hubiera tomado asiento. Las pesadas cortinas rojas del extremo del salón fueron recogidas; cardenales, prelados, guardias y chambelanes fluyeron hacia la sala, como una ola cuya cresta blanca fuese Adriano. Mientras pasaba la procesión, Sant gruñó al oído de Mrs. Crowe:

—Parece que le va muy bien, ¿verdad?

—¡Oh, si se le ve espléndido! —parloteó ella.

De inmediato los chambelanes condujeron a los de la Liblab a su posición al pie de los escalones del trono. De común acuerdo, habían elegido a Jerry como portavoz. Toda entera, la intelectualidad de la asociación había redactado el documento que Sant, con una calma ostentosa, comenzó a leer. La mano del Papa, adornada con su anillo, descansaba sobre su rodilla; el codo izquierdo se apoyaba en la silla carmesí y la mano sostenía ese rostro sagaz, insondable. Había preparado sus propios planes, pero escuchaba con atención, por si surgía alguna necesidad imprevista de cambios. Con los ojos entrecerrados y la mente bien abierta aguardaba una oportunidad. No se presentó ninguna. Sus previsiones habían sido de una exactitud singular. La Hermandad Liblab en realidad nada tenía que decirle, más allá de una verborrea túrgida, malsonante, que quería ser expresiva de su propio desprendimiento, y una adulación servil calculada (según las luces de los asociados) para halagar la vanidad de cualquier hombre corriente. Habría sido gracioso, si no hubiese sido terriblemente tedioso; impertinente, si no hubiese resultado lamentable. La lengua de Sant castañeteaba contra su paladar reseco. A él mismo le sonaba extraña su voz en medio de esa atmósfera de colores espléndidos y fragancias dulces. Mrs. Crowe se estremecía y no cesaba de preguntarse cosas. Los otros estaban hundidos en su torpeza. Nadie escuchaba al lector, excepto el Papa. La curia murmuraba y susurraba, intercambiando enjoyadas cajas de rapé. Los guardias parecían estatuas pintadas, tocadas de acero.

—Tenemos el honor de permanecer firmes, en la causa de la humanidá —concluyó Jerry Sant, recitando el lugar común de los nombres de los signatarios—, a favor de la Hermandá Liblab —volvió a doblar los folios y los enrolló entre sus dedos, como si estuviese a punto de entregárselos al Papa con una reverencia.

Un funcionario, que llevaba una chorrera de terciopelo negro, cogió los folios de manos de Sant, los entregó a un purpurado, quien los pasó a un cardenal vestido de rojo, quien se arrodilló para presentarlos a Su Santidad. El imponente cardenal Van Kristen avanzó desde un lateral para presentar un segundo manuscrito. Adriano lo desdobló y comenzó a leer su respuesta. Era cortés y concisa, distante e independiente, una simple alocución acerca de la diferencia que era necesario establecer entre los demagogos y el demos, la rectitud del segundo, la ambigüedad de los primeros. Al final se produjo un silencio. Los chambelanes, con discreción, hicieron saber a los visitantes que quien lo deseara podía rendir su homenaje, y dieron instrucciones acerca de la forma habitual de hacerlo. Doce de los demagogos adoptaron una pose no comprometida, por miedo a los bufidos del Salpinx; dos de ellos consideraron adecuado echar miradas intransigentes, para hacer pensar que veían en su anfitrión al hombre del pecado. Pero ocho se aproximaron al trono. Cinco de ellos se inclinaron, como si lo hicieran por encima de un mostrador; uno se hincó sobre una rodilla y leyó el nombre del fabricante en su sombrero; Sant se cogió los codos con las manos y deslizó la mirada a lo largo de su propia nariz; Mrs. Crowe puso los labios sobre la cruz bordada en oro de las zapatillas rojas del Papa. Eso fue todo. Aquellas personas estaban espantadas, casi ebrias por la magnificencia de la escena, por el ceremonial más que regio, por la inmensa distancia psíquica que los apartaba de aquella limpia, blanca, sencilla y exquisita figura sentada bajo el soberbio baldaquín, por la voz suave y monótona que ronroneaba palabras desconocidas de un mundo inimaginado, por el esplendor délfico de la bendición apostólica esbozada desde la sedia gestatoria que se alejaba entre el desfile de los portadores de abanicos. Al dejar el Vaticano estaban completamente estupefactos: no sabían si su acto diplomático había tenido buena o mala fortuna. Jerry Sant abrigaba la noción indefinida de que podía esperar que le convocaran después de la puesta de sol y que le introdujesen en secreto en algún rincón o agujero pontificio para ser sobornado. Mrs. Crowe estallaba, henchida de una emoción nueva; había podido tocarle de verdad: se había estremecido y estaba segura de que aquello no era más que un comienzo.

Cuando Adriano estaba a punto de bajar solo a San Pedro para decir sus oraciones de la noche, observó que uno de sus ayudas de cámara practicaba una nueva y curiosa gimnasia en la primera antecámara. Sir Iulo estaba a solas y no oyó los pasos felinos que se acercaban. Su mano derecha, apoyada en la espalda, empuñaba un cuchillo largo. Apretados los dientes y los ojos bien fijos en un imaginario par de ojos que se le enfrentaran, tensos todos los músculos, de pronto alzó la mano y el cuchillo con la hoja hacia arriba, lo bajó hasta donde se lo permitía la longitud del brazo y volvió a alzarlo y bajarlo, todo con una fuerza y una velocidad estremecedoras. Adriano observó la escena repetida cinco veces. Entonces Sir Iulo advirtió la presencia de Su Santidad y se apaciguó irguiéndose encalmado, sonriendo, relumbrante.

—¿Qué juego es ése? —preguntó el Papa.

—No es un juego: es para su protección.

—¿Protección? ¿Protegerme de qué?

—De esa gentuza horrible que ha venido hoy, buscando alguna vendetaccia.

—¿Te refieres a los de la Liblab?

—Claro que sí. Esos liberrolaborristas, en especial un liberrolaborrista que leyó algo y una mujer que va con él. Yo les he visto en los ojos; por eso he practicado con el cuchillo para clavárselo en la tripa. Su Santidad puede descansar sin apuros.

—¿Quieres decir que vas a cortarles en pedazos?

—Claro que sí, tal como me lo ha enseñado uno de los cocineros de Nápoles. Ahora les vigilo. Cuando les vea hacer un movimiento, les rebanaré las tripas en filetes precipitatissimamente.

—Iulo, no. ¿Comprendes? No.

—¡No es una deshonra! Primero, así, les mostraré el cuchillo: verán lo que ha de darles la muerte. No es ninguna trapacería eso. Después, les daré la muerte que se han merecido. Eso no es la acción de un hombre sin honor.

—Está mandado no dar la muerte, ni siquiera pensar en dar la muerte. Está prohibido. O Viniti, quo vadis? ¿Comprendes? Entierra el cuchillo en el jardín. Soterratelo nel giardino, Vinizio mio. Capisce? Rómpelo antes, después entiérralo en el jardín. Si quieres ser el protector de Adriano, aprende a pelear con los puños…, pugni. ¿Comprendes? Pídele a John que compre un punching-bag, un punching-bag, y practica con eso.

—Comprar un punnertchingerbagger —repitió el devoto guardián asesino con desencanto, mientras el Papa le dejaba perplejo.

Una señal invitó al cardenal Van Kristen a caminar junto a Adriano al volver de San Pedro extramuros el primero de agosto. De cuando en cuando los grandes ojos tímidos del Cardenal se volvían hacia el Papa mientras ambos se paseaban rítmicamente. De cuando en cuando una bendición ondeaba desde la mano del apóstol hacia algún extraño que pasaba por la calle.

—Santidad —dijo Van Kristen al cabo de un rato—, ¿recuerda a qué santo recordaba usted en este día cuando estaba en Maryvale?

Adriano se arrancó de sus ensoñaciones.

—¿Al pequeño san Hugo? ¡Qué curioso que me lo recuerde! —Y se volvió a hundir en el silencio.

—Sería difícil olvidar algo que usted haya dicho o hecho en aquellos días, Santo Padre.

El Papa no respondió. Pensaba en otra cosa.

—Colgué el retrato del pequeño san Hugo que usted pintó en nuestro comedor de la Dynam House.

No hubo respuesta. Las pestañas del Cardenal se alzaron apenas en una mirada a su acompañante. No estaba seguro de que su intento de conversar fuese bien recibido.

—Su Santidad no está interesado en esos recuerdos quizá. No quería molestarle. Lo siento.

Adriano le detuvo con un gesto.

—No, Percy, no nos molesta. Nos preguntábamos cuánto tiempo va a durar este Rey.

—¿Qué Rey?

—El de Italia.

—Ah. ¿Por qué?

—Las cosas están estancadas.

—¿Por ejemplo?

—Todo, al menos en Italia, en la medida en que se necesita algo mejor que una paz turbia. Queremos amistad, colaboración. Vea adónde puede ir a dar esto. La influencia personal de Su Majestad es enorme. Aunque sus actos son constitucionales, el magnetismo de su carácter es tal que es él quien gobierna de verdad. No importa el partido que esté en el poder, la majestad del Rey es la que manda. En la práctica es un autócrata; y, de momento, no ha cometido ni un solo error, ni realizado un solo acto injusto o siquiera poco generoso. Ahora también Nos tenemos cierto poder, cierta influencia personal. Este pueblo nos ama. Son todos de una gentileza encantadora. Corren detrás de Nos. No dudamos que obedecerían si les ordenáramos algo, si ordenásemos que ninguna mujer ha de cubrir su cabeza con un horrible pañuelo cuando acuda a una iglesia; si sustituyésemos esas abominables y pestíferas esponjas de las fuentes de agua bendita por arena blanca, por ejemplo. ¿Pero cuántos obedecerían si ordenásemos que no tiendan la colada en sus ventanas o que dejen de escupir? ¿Me comprende?

—No, Santidad.

—Nuestra influencia abarca particulares, es sentimental, ideal. La influencia de Su Majestad el Rey se ejerce sobre universales, es práctica, es real…

—Sí, ya entiendo.

—Pues bien…

—¿Su Santidad quiere decir que su influencia y la del Rey…?

—Podrían hacer por el bien de este querido y amable país mucho más que…

—¿Su Santidad cree que este Rey sabe de su deseo de reconciliación?

—Víctor Manuel es uno de los cuatro hombres más inteligentes del mundo. Es imposible que no haya entendido el mensaje de Regnum Meum. Además nos hemos dirigido a él por su nombre. Nos debe la gentileza de una respuesta.

—Santidad, permítame que haga llegar estas noticias a él. Guido Attendolo…

—No. Nos mismos no hemos visto aún con claridad la próxima jugada. Creemos que Su Majestad, por iniciativa propia, tendría que haberse acercado a Nos, como el hijo que va al Padre, antes de ahora. Le hemos dado una prenda de nuestra buena voluntad. Así están las cosas. Él no puede tener dudas con respecto a cuál es nuestro fin. Pero…, Su Majestad puede obrar como le plazca. Pensamos que hemos cumplido con lo que nos correspondía hacer. De momento, no estamos dispuestos a dar otro paso más. Cuando sintamos la necesidad. Y eso es lo que nos ocupa. Una idea se está formando en nuestra mente, pero por ahora… Percy, invite a nuestros amigos a tomar el té en el Jardín de la Piña, hoy a las cuatro y media.

Esa misma tarde, después de la siesta, Adriano estaba sentado en un extremo del gran asiento circular de mármol. A una yarda de distancia, dieciséis cardenales tendían sus púrpuras sobre el mismo asiento. Delante de ellos pequeñas mesas les ofrecían té, leche de cabra, galletas y pasas. El Papa prefería sentarse donde hubiese suelo de mármol, porque las lagartijas no se paseaban sobre él, y los ruidos que hacían esos animales al arrastrarse entre la hierba o las piedras le alteraba los nervios. Estaba convencido de que los reptiles eran diabólicos y sucios. Fumó un cigarrillo y expuso un tema a su corte, como quien echa maíz a las gallinas.

—¿Pero el tema de los funerales a no católicos no ha quedado sentado hace dos o tres años? —replicó Courtleigh.

—Sí —dijo Talacryn—, se declaró imposible, profano, inconsistente.

—¿Por qué? —las predilecciones de Adriano se volcaban hacia lo inconsistente, antes que hacia ese fósil que circula bajo el nombre de consistencia.

—Sería inconsistente, Santidad, que la Iglesia proclamara, mediante el acto más solemne de su ministerio, que era hijo suyo obediente alguien que siempre se hubiese negado a reconocerla como madre, o que nunca hubiese consentido en ello, a alguien que, en vida, hubiese considerado ese reconocimiento como un grave insulto y una desdicha irreparable —respondió Talacryn.

—No puedo seguir a Su Eminencia —dijo Whitehead—; lo que ha dicho es elocuente, pero sólo es elocuencia.

—¿No será que el cardenal Talacryn está dando por sentado algo que no se toca, Santidad? —preguntó Leighton—. ¿Quién ha hablado de proclamar hijo obediente a alguien que nunca ha sido obediente?

—La santa misa es el testimonio público y solemne de la comunión visible; la tessera comunionis, si puedo usar la expresión. Por tanto, la Iglesia sólo la puede ofrecer públicamente a aquellos que han dejado esta vida como miembros de esa comunión visible —insistió Talacryn.

—¡La santa misa es mucho más que eso! —exclamó Carvale.

—¿Sí?

—Santidad, no me corresponde a mí decir al cardenal Talacryn que la santa misa no es sólo un sacramento para la santificación de las almas, sino un sacrificio, el verdadero sacrificio del Calvario, ofrecido por nuestro divino Redentor e invocado en Su nombre por nosotros, Sus vicarios. No es otro sacrificio, sino la utilización del sacrificio de la cruz. Es la oblación pura, ofrecida a Dios por todos los cristianos, vivos y muertos, todos aquellos por los que murió Cristo.

—¿No cuenta la buena fe de los no católicos? —dijo Semphill—. Piense, por ejemplo, en la divina Victoria…

—¿Divina? —protestó Della Volta.

—Sí, divina. Usted dice Divus Julius y Divus Calixtus para significar «el difunto Jubo» y el «difunto Calixto». Pues bien, yo digo divina Victoria para hablar de una mujer completamente digna…

—Vaya, pero eso significaría que a la muerte de tal y tal no católico tendríamos que haber instituido un proceso de investigación y haber emitido un fallo acerca de su vida —aventuró Ferraio.

Adriano arrojó la colilla de su cigarrillo hacia una lagartija que vio sobre la grava y rió apenas.

—«El cielo está enladrillado, ¿quién lo desenladrillará? El desenladrillador que lo desenladrille, buen desenladrillador será.» —recitó con un aire delicioso de inconsecuencia felina—. ¡Ustedes, los teólogos, son capaces de dividir cualquier brizna, sin duda! Pero prosigan. Es muy interesante.

El patriarca de Lisboa dio una palmada sobre su rodilla.

—Santidad, existen varios decretos que, se supone, están referidos al tema —intervino Gentilotto con dulzura.

—¿Su Eminencia podría recordarlos?

—Inocencio III ordenó que no se compartiese la comunión con aquellos muertos que no la hubiesen compartido en vida.

—Concedido. Pero eso no se refiere a nuestro punto. Hay que distinguir. La santa misa es más que una mera comunión. Además, no comulgamos con esos muertos, sino que lo hacemos por su bien. No es una concesión a los muertos. Se trata de nuestro deber hacia Dios y hacia el prójimo —sostuvo Carvale.

—También está registrado el caso de Gregorio XVI y la reina Carolina de Baviera —continuó Gentilotto—. El tema era el mismo; pero quizá un tanto ampliado. Se prohibió entonces, explícitamente, que las personas que hubiesen muerto en eterna y notoria profesión de herejía fueran honradas con los ritos católicos.

—Se me ocurre otro argumento —prosiguió Talacryn—. Si celebráramos un réquiem para un no católico, estaríamos reconociendo que una religión es tan buena como la otra.

—Creo que rechazo esa consecuencia —replicó Grace—. Sin duda la gente puede deducir toda clase de cosas que no podrían ser deducidas, pero no veo que ese carácter necesario tenga valor para nosotros.

—Se llegaría a poner en peligro el apartamiento sobresaliente y sacro que diferencia las obras de Dios de las obras de los hombres, el contraste inequívoco entre la Iglesia y todo el resto del mundo —dijo el cardenal de St. Nicholas-in-the-Jail-of-Tully.

—Y su completa discordancia con respecto al mundo, en razón de toda la diferencia que separa a la divina institución de lo humano, a la Iglesia de Dios de las iglesias de los hombres —apuntó Saviolli.

—De todas maneras, creo que estoy de acuerdo con el cardenal de San Cosme y San Damián —dijo Mundo.

—No habría ningún fundamento real —continuó Sterling— para acusar a nadie de deslealtad hacia la Iglesia, si hubiese que reconocer al ignorante total como la «otra oveja» que Su Santidad ha mencionado en su primera epístola. Un católico no participaría de su adoración ni frecuentaría sus servicios, porque sabría que el suyo es un credo mejor. Y no vamos a aceptar el principio de una Iglesia del tipo de «toda la cristiandad», así como no aceptaríamos la divinidad de los dioses del Olimpo. Pero hemos de confesar que no vemos motivo para no rogar por los extraños, para no ofrecer la misa por ellos, para no reconocerles, en una palabra, según Su Santidad parece estar dispuesto a ordenar. Ellos no nos reconocen e inventan una caricatura de nosotros, tal como están las cosas. Sí, en conjunto, quizá habría que apoyar a Carvale.

—Bien, si hay que tomar partido, yo le sigo —dijo Semphill.

Sus Eminencias se pusieron de pie y rodearon al cardenal Carvale. Talacryn quedó solo al otro extremo del asiento; Percy se acercó unas pulgadas hacia el Papa.

—¿Bien, Percy? —dijo Talacryn, invitándole; el menos antiguo de los cardenales sacudió su cabeza imponente en una negativa.

—Y usted, ¿no se une a la mayoría? —preguntó Adriano a la minoría unipersonal.

—Permaneceré junto a Su Santidad —respondió Talacryn. Los otros dejaron ver su interés.

El Papa sonrió.

—Reparen, por favor, en que Nos no estamos formulando un dogma infalible, sino que expresamos la opinión falible de un clérigo común, quizá un poco débil o algo mundano. Nos no sabemos más que esto: Cristo murió por todos los hombres —se puso de pie y se echó sobre los hombros la capa blanca, porque ya había caído el sol y el aire era fresco—. Eminencias —continuó—, hemos aprendido mucho de ustedes. Esta discusión ha sido un accidente, debido a nuestra negligencia. El caso que deseábamos someter a ustedes no era el de un extraño; pero, mientras se desarrollaba esta charla, hemos alcanzado la solución de nuestro problema por otro camino. Pedimos que de inmediato se haga saber que mañana, a las diez en punto, el Sumo Pontífice cantará en San Pedro un réquiem por el eterno descanso del alma de Humberto el Intrépido, rey de Italia.

Un pintor católico inglés llegó para pintar el retrato del Papa. Adriano le conocía como mentiroso vulgar y oficioso, le detestaba y en la primera sesión se había negado a posar para él. Su Santidad no estaba ufano de su aspecto, que le producía fastidio porque no respondía al ideal que él admiraba, y no quería ser perpetuado. También detestaba la técnica de recinto cerrado, de interior, usada por aquel pillo, y su imaginación tan terrena: de esa paleta no podía surgir lo espiritual, lo intelectual, lo noble. Pero pensó en la cara que expresaba ansiedad y necesidades, en la desagradable mujer regañona, en los hijos…, en que ese año le habían rechazado todos sus cuadros en la Academia, en el hecho de que estaba siendo suplantado por mentes más amplias y más jóvenes. ¡Un desahuciado! ¡Ama a tus enemigos! ¡Horrible! ¡Uf! El Pontífice concedería seis sesiones de una hora cada una, a condición de que se le permitiese leer todo el tiempo.

El privilegio en sí mismo constituía una promoción inestimable. Alfred Elms se veía ya convertido en el pintor de moda. Adriano posó en el jardín durante seis siestas; leyó el Fedón platónico, que es la perfección del lenguaje humano, hasta que sus facciones quedaron plasmadas en una expresión de éxtasis intenso, gentil y a la vez descontento. Los esfuerzos profesionales de Elms por entablar conversación fueron anulados con calma e incisividad. El Papa le bendecía y le regalaba puñados de rosarios después de cada sesión. A veces Su Santidad estaba tan encantado con la belleza del griego de su libro que, con un poco de renuencia, hasta era capaz de expresar algunas críticas inteligentes y corteses sobre el trabajo del pintor. El retrato era asombrosamente real, casi un espejo. Las calidades variadas de blancura del mármol, de la franela y del papel, la transparencia saludable de la carne ganaban pureza gracias a las notas del pelo castaño rojizo y del violáceo translúcido del amatista: la luz límpida de la piedra estaba lograda de modo admirable; el pintor podía dibujar y colorear con su mano lo que sus ojos observasen, con precisión sin tacha. Lo que sus ojos no veían, el alma, la mente, la actitud de su modelo, eso, con la misma precisión era omitido. Adriano le halagó con un cumplido acerca del nexo perfecto entre las órdenes de su cerebro y la ejecución llevada a cabo por sus dedos. Al final de la última sesión, también le dio doscientas libras y el cuadro, junto con una indulgencia escrita para la hora de su muerte. El pintor se marchó muy contento y con su fortuna hecha. Jamás llegó a saber con cuánta vehemencia era detestada su tela, cuán profundo era el menosprecio que él mismo inspiraba.

Agosto se mostraba deliciosamente cálido. El Papa trasladó su corte por unas semanas al palacio del Lago Nemi, al que fuera invitado por el príncipe de Cinthyanum. Era el palacio una vasta barraca. Aunque tres de sus fachadas estaban, en realidad, dentro del pequeño pueblo, y una carretera pública atravesaba su arcada central, a Adriano le resultaba un lugar estupendo. Precedido por numerosas antecámaras y galerías de cuadros, se abría un vasto salón decorado con frescos que simulaban una tienda principesca. Allí se instaló el trono para las recepciones. Arriba, muy por encima del portal, había un gran balcón frontero a una avenida de dos millas de largo, bordeada de olmos. Cuando se congregaba un buen número de fieles (cosa que ocurría a menudo), el Papa podía asomarse a él. Eran muchos los salones adecuados para audiencias, y también los apartamentos privados, donde los cardenales de la curia tenían su alojamiento. Pero en lo alto de la cuarta fachada del palacio, sin otro acceso que unas estrechas escaleras privadas, Adriano halló un apartamento de cinco pequeñas habitaciones, muy recluido. Desde sus ventanas (el palacio se alzaba en la cima de un acantilado) se podía arrojar una piedra al lago insondable que se tendía trescientos pies más abajo; más allá del lago, la mirada se remontaba hasta el bosque de robles de Diana y a las últimas estribaciones de las colinas albanas. Una escalera privada y un corredor conducían a los incomparables (y casi desconocidos) jardines que, coronando las rocas con su verdura, descendían por veredas serpenteantes hasta el espejo del lago. Allí se estableció el Pontífice, con el ruido del mundo de los hombres y sus limitaciones a un lado y, al otro, el espacio calmo e ilimitado donde el alma podía desplegar sus alas y explorar el empíreo.

A medio camino del descenso hacia el acantilado, se alzaban en el jardín las ruinas de un pequeño santuario. La abertura deshecha, marrón grisácea de una ventana enmarcaba un panorama exquisito de agua y colinas lejanas, de azul y verde brillantes. El rincón se hallaba apartado de la senda principal, estaba oculto por la fronda que besaba el sol y sombreado por viñas y hiedras. Adriano estaba instalado allí una mañana, a solas con sus cigarrillos, los Epinicios de Píndaro y sus pensamientos. El aire era fragante, traía el perfume de los bosques del sur y del sol generoso. El Pontífice descansaba en una silla baja de cañas, sumergido en la luz y la paz. Sus ojos se habían vuelto hacia la playa distante donde los grandes robledales arrojaban sombras translúcidas sobre el agua. Un diminuto trazo rosado saltó del sol a la sombra, otro le siguió; dos diminutas salpicaduras de plata se elevaron y se desvanecieron: dos puntos negroazulados aparecieron en el espejo surcado de ondas. Adriano envidió a los jóvenes nadadores. Recordaba toda la alegría salvaje, sin cadenas, sin fronteras, sensual, de muy poco tiempo atrás. ¿Seguiría allí el pescador con su bote y el muchacho bronceado que iba al remo? Se preguntó qué diría el mundo si el Papa fuese a nadar al Nemi bañado por la luz del sol, o de la luna. ¡Ah, la tibieza tierna del agua a la luz de la luna, la caricia limpia y fresca del aire a la luz de la luna! No le importaba una pizca ni un comino lo que el mundo pudiese decir…, personalmente. No. Pero… No. Si fuese a averiguar por el bote, las lenguas comenzarían a sonar. Y no podía ir solo con esa intención expresa. Sin embargo… ¿acaso no había nadado Pedro en Galilea? ¿Los jardines Attendolo no eran privados? Alguna noche podría bajar hasta la playa, a poca distancia de la orilla ya había profundidad suficiente, no era necesario avanzar entre las ondas que irían subiendo por el cuerpo… ¡Chaff! Pero los sapos en el camino, y las lagartijas y serpientes entre la hierba… Oh, no. Tenía que ser así: el Papa no debía buscar su placer; si Dios se dignara permitir a Su Vicario el recreo de la natación, le proporcionaría una oportunidad. De otra manera…

Unos pasos menudos sonaron en el claro del bosque. Su refugio estaba a punto de ser invadido.

Tres niños surgieron entre los arbustos y se quedaron suspensos. Eran una pareja de niñas de ojos y pelo negros y un niño de piel muy clara, miembros delicados, delgado pero fuerte, con unos ojos marrones como estrellas y unas cejas de línea soberbia. Todos los miedos de Adriano hacia los niños le paralizaron. Esas miradas límpidas hicieron que se sintiera como un viejo pecador vulgar. Pero no dejó que su temor se trasluciese y miró con gentileza y afabilidad a sus visitantes, preguntándose (en el nombre de todos los dioses) qué debía decir o hacer. Aparecieron tres niñeras y una dama atlética, vestida de traje sastre.

—Mil perdones, señor —exclamó una niñera.

—¡Oh, Santísimo Padre! —seis rodillas cayeron a tierra.

Missy —declaró el niño—, he encontrado un padre blanco. ¿Por qué no había visto nunca un padre blanco? —su dicción era rígida y su inglés carecía de sílabas acentuadas.

La dama del traje sastre se puso a la altura de las circunstancias con una intuición que sólo podía ser femenina y con un autodominio que sólo podía ser inglés. Se inclinó ante el Papa diciendo:

—Su Santidad perdonará la intrusión. Los niños se apartaron de nosotras en la bifurcación del sendero…

—Pero si es un placer —interrumpió Adriano con hipocresía—, es un placer —repitió al ver que la dama estaba a punto de llevarse a sus pupilos—; y mayor placer aún sería saber los nombres de estas criaturas.

—El príncipe Filiberto, la princesa Yolanda y la princesa Mafalda —respondió la dama—. La Reina ha organizado una merienda en los bosques de lady Demochède, y nosotros nos hemos tomado la libertad de venir a este sitio en busca de flores silvestres. Por supuesto que no teníamos ni idea de que…

Missy —dijo el niño—, quiero hablar con este padre blanco —estaba de pie con sus hermosas piernas bien separadas y su cuerpecito en una pose espléndida; su mirada era la de un cachorro de león.

—¿Está permitido? —preguntó Adriano a la institutriz.

—Oh, por supuesto —respondió ella guardando las formas.

—Quiero preguntar a este padre blanco si puede decir palabras inglesas como yo —explicó el pequeño, manteniéndose a distancia para reconocer las posiciones.

—No seas tonto, Berto, claro que puede. Éste es el Papa Inglese, me figuro —dijo la princesa Yolanda, con un aire encantador de realeza; era una personita majestuosa, segura de sí misma, y sus grandes ojos negros eran magníficos. Su hermana pequeña chupaba un pulgar silencioso.

—Entonces quisiera saber si puedo besar ese anillo…, ése tan grande. Siempre he de besarlos cuando los padres los llevan —prosiguió el hermano: ofrecía con ingenuidad la prenda de su respeto, justificándola como lo haría una persona demasiado noble para aprovecharse de la ignorancia o de la buena predisposición ciega. Adriano no tenía la menor idea de lo que debía decir. Nunca en su vida había hablado a un Príncipe y la poca edad del niño ataba su lengua. No habría vacilado ni un instante si hubiese tenido que hablar con un ángel, y hasta se hubiese mostrado gárrulo. ¡Pero con un niño de naturaleza humana! Tendió su mano derecha.

El Principito la cogió, la observó, miró el gran anillo de oro de Pedro en la barca y la gran amatista y los comparó.

—Creo que besaré los dos —dijo al cabo; los suaves pétalos de sus labios de rosa revolotearon del anillo pontificio al episcopal; después alzó la cabeza brillante y, audaz, miró al Papa en los ojos, con una sonrisa que revelaba unos dientes pequeños y magníficos, con una expresión que hablaba de un pacto firme de amistad.

—Dios os bendiga, pequeño —dijo el Apóstol.

—¡Oh, puede decir mis palabras inglesas! —exclamó el niño muy ufano—. Yolanda, ven y besa estos anillos, para que diga otra vez «Dios os bendiga, pequeño», no, quiero decir, pequeña, querida Missy —se corrigió echando una mirada de soslayo hacia la institutriz.

La Princesa se adelantó como una dama y rindió sus respetos. Su hermano observaba con atención.

—Dios os bendiga, Princesa —dijo el Apóstol.

—¡Oh, oye —estalló el príncipe de Nápoles, saltando—, sabe todas las palabras esatas, como mi padre! A mí me ha dicho «pequeño», y a Yolanda, «Princesa». Ahora ve tú, Mafalda, que quiero oírle otra vez.

La pequeñina avanzó.

—Dios os bendiga, Princesita —dijo el Apóstol.

—Muy bien —exclamó el niño—, ha dicho «Princesita» porque… —hizo una pausa—. Ah, padre blanco, ¿por qué no era, no, por qué no me ha dicho «Príncipe» a mí? Soy el príncipe Filiberto, cinco años, Quirinal, Roma. ¿Sabe eso, padre blanco?

—Sí, Príncipe, pero sois un niño.

—Sí, claro. También soy un marinero, como el tío Luigi. ¿No lo sabía, padre blanco? ¿Sabe qué es un marinero? —estaba de pie junto a la silla, apoyado en la rodilla de Adriano, deliciosamente sonrosado en su traje de franela blanca.

—Oh, sí. Nos conocemos muchos marineros —dijo el Papa.

—¿Son ingleses? —la pregunta era importante; Su Alteza Real estaba a punto de verificar cierta información.

—La mayoría de ellos son ingleses.

—Mi padre dice que todos los buenos marineros son ingleses, o parecidos a los ingleses.

—¿Y vos sois un buen marinero? —cambió de tema el Papa, porque tenía motivos para no hablar del rey de Italia.

—Claro que sí, esta mañana soy muy bueno. Pero siempre soy un marinero, aunque a veces…, aunque a veces no sea demasiado bueno —replicó la cándida criatura, con una breve vacilación.

—¿Os agrada «no ser demasiado bueno»?

—Oh, sí, quiero decir, a veces. Creo que me gusta, pero ahora no. No…, no me gusta «no ser demasiado bueno» —dejó sentado el asunto y lo enfocó con nobleza.

—¿No queréis aprender a ser un buen marinero? —(Adriano se detestó a sí mismo por rogar. ¡Pero qué oportunidad! ¡Dejar una marca blanca en el heredero del trono!)

—Siempre procuro, sólo que… —parecía haber una pequeña dificultad. El niño inclinó la cabeza.

—Siempre tratáis de ser un buen marinero y de no preocupar a…

—¿No preocupar? ¿Que no, a mi padre? —preguntó el Príncipe, como si la noción misma colisionara con su idea preconcebida de las costumbres de los padres.

—No, no a vuestro padre.

—¿Ni a Missy? —la cara redonda se alargó un poco.

—No: jamás a ninguna señora por ningún motivo.

—¿Y a quién puedo darle preocupaciones, si no es a padre o a Missy? —el niño sentía que había planteado todo un problema.

—No habéis de darlas.

—¿Que a nadie? —era un tema, un tema temible, que fuera como fuese había que seguir hasta sus últimas consecuencias.

—A nadie.

Los bonitos ojos grandes del niño consideraron al Apóstol con atención, vagaron hasta sus hermanas, a la institutriz, a las niñeras y volvieron. Adriano devolvió la mirada, con dulzura, con inflexibilidad. El niño tenía que asimilar su lección. El príncipe Filiberto consideró la nueva doctrina desde todos sus infantiles puntos de vista y, por último, extrajo las consecuencias como un hombre.

—Ah, sí, entonces me figuro que sería mejor que me cuidase. Lo siento por las que te di ayer, Missy.

Adriano percibió la rigidez más extraña posible en el fondo de su garganta. Un instante más y algo en su interior lo hubiese estropeado todo. Se puso de pie, bendijo a sus visitantes y desapareció de inmediato entre los árboles que se alzaban a la izquierda.

Missy, me va gustando ese padre blanco. ¿Cuándo le veré otra vez? —la voz de incomparable inocencia sonó a sus espaldas.

Marchó a prisa por el sendero tortuoso, recorrió el pasaje privado y subió la escalera hasta la terraza. Arrastró una silla y se sentó allí.

—¡Dios! —exclamó en voz alta, con un suspiro tremendo, hacia la gran extensión de agua, tierra y cielo que bostezaba ante él. Las lágrimas fluyeron de sus ojos y el nudo de su garganta se disolvió. Sacó un pañuelo de su manga. ¡Gracias al cielo estaba solo! Le llegó la calma, la capacidad de análisis y una felicidad infinita. Por su mente desfilaron los versos de Meleagros de Gadara:

«Nuestra Señora del deseo me llevó a ti, Theocles,

me llevó a ti;

y Amor, el de sandalias ligeras, me ha desnudado y tendido a tus pies:

¡Un relámpago de su dulce belleza!

¡Llamas arrojaba de sus ojos!

¿Amor ha descubierto al Niño que lucha con los truenos?

Una llama provino del sol, y otra era el amor

de los ojos de un niño».

Su éxtasis era admiración por el pequeño encantador y por su alma noble. El candor límpido y vivo, las proporciones delicadas, el color puro despertaban en él un deseo de posesión. La individualidad franca, la verdad infalible, la tranquilidad valiente de la renuncia a sí mismo hicieron que en su interior se alzara el sentimiento de la emulación. Él, el Sumo Pontífice, estaba postrado ante la majestad seráfica del niño. Y, como si se hubiese alzado una cortina, tuvo una vislumbre del corazón humano. Pensó que podía ver y entender una causa, quizá la principal, de la sociedad de los hombres: «Esto es mío, mío: porque yo lo he hecho». Comenzaba a comprender que la mente humana tenía que realizar una actividad externa, tanto como una interna, y bien externa. Por su parte, estaba sintiendo la primera emoción personal de disfrute intenso de la sociedad humana que pudiese recordar. «O sea que, después de todo, soy capaz de amar», reflexionó. Aunque se mezclaba con libertad y absoluta independencia con todos los hombres, sin embargo en la más tierna hondura de su ser, se estremecía como nunca por ese contacto. Cada acto de urbanidad, de cortesía, era un esfuerzo violento para él. Por sus iguales sentía repugnancia pura y simple. Pero en el caso de ese pajarillo rubio había una diferencia. Hubiese querido tener un ejemplar tan radiante de lo divino-humano como ese bello príncipe Filiberto. Hubiese apreciado el honor de cuidar de ese tesoro. Pero no podía solicitarlo y jamás antes se había ofrecido a nadie. Quizá él temblara si se lo ofreciesen. Era parte de su peculiar naturaleza. ¿Había deseado alguna vez mantener una relación íntima con alguien? No, sencillamente no. Él era una cosa aparte. Más aún: era una cosa que debía ser evitada. Recordaba cuántas veces había vagado sin destino a través de Londres, observando cómo retozaban los de su especie en Piccadilly, o en Marble Arch, un domingo, donde los anarquistas violentos, raquíticos, hirsutos, pálidos, disparataban a gritos, y algún abogado católico tímido hacía restallar bromas correctas tomadas de un reluciente cuaderno negro de ejercicios, y el joven pulcro, de ojos brillantes, del ejército de la Iglesia, hablaba con genuina convicción. Se había movido en todas partes entre muchedumbres que buscaban compañía, lo había hecho con indolencia, con actitud vigilante, con afán: sin embargo, nunca nadie le había abordado. Le veían, le evitaban. Sí, era una cosa aparte. Ése era su problema. Y, ¿qué había dicho el niño? «Mejor que lo haya guardado para mí.» El deleite de aquellas palabras era para Adriano como un rayo. Era el amor, sí, el amor en su quintaesencia, llegado de los ojos claros y los labios sin mancha de la niñez, para mantener para sí mismo las propias penas. Porque de ese modo unas aliviaban de las otras. Y el Siervo de los siervos de Dios debía… Continuaba sentado al sol, en una especie de rapto. El lago, las colinas y el cielo turquesa se desvanecían ante su visión. Estaba solo con sus pensamientos, sus ideales, su alma… Después del toque del ángelus entró para comer sin compañía. Horas después, por la tarde, cuando ya había descansado, se lavó, cambió de ropas y bajó a charlar un rato con su séquito. Todos advirtieron que su comportamiento era más cálido, más humano. Sus ojos tenían un brillo poco común y más común a un tiempo. Ya no parecía estar tan apartado.

—Se diría que el aire del pueblo le sienta bien, Santo Padre —dijo el novísimo cardenal Percy—. Esta tarde Su Santidad está hecho un abril.

—Sí, el aire es delicioso, pero no es el aire —Adriano relató el incidente de la mañana, para terminar diciendo—: Hemos reconocido en Nos un poder nuevo y desconocido, una capacidad perfectamente extraña. Hemos tenido la experiencia de un sentimiento que…, en fin, que suponemos…, vaya, que podría pasar por…, amor.

De inmediato se enfrascó en sus asuntos. Había señalado a tres hombres con un objetivo. El arzobispo Ilario della Valla era un prelado joven y de exquisitas maneras, hijo de un embajador, conocedor experto de la lengua y las costumbres inglesas. El signor Gargouille Grice era uno de esos seres indefinibles privados de la divina vocación, una persona de la que la benevolencia ajena piensa que ocupa un lugar importante en la corte papal (no menos que el que equivale a la función del Lord Chambelán inglés), pero que en realidad sólo desempeña el papel de un adulador. El príncipe Guido Attendolo era un joven italiano de cuna muy noble quien, como hijo menor de un hijo menor no sobrecargado de riquezas, llevaba una vida nada conspicua, impotente, falta de interés. Con la idea de brindar a esos tres hombres una oportunidad, el Papa les envió a América con el capelo rojo para el arzobispo americano Erin, al que nombró presbítero cardenal del título de St. Mary-of-the-People. Era un simple incidente, pensado para apartarles del estancamiento, para darles esa ocasión que la naturaleza humana debe tener si ha de hacerse justicia a sí misma, si no ha de convertirse en un estorbo público. Al mismo tiempo, le resultaba satisfactorio que la simpatía del prelado, la nobleza del chambelán decurial, y la urbanidad (para no mencionar su perfecto perfil griego) del Príncipe les recomendaran como embajadores de la potencia más antigua junto a la nación más joven. En coincidencia con la llegada del Legado Apostólico a Nueva York, Adriano publicó la Epístola a los americanos. En ella alababa el vigor exuberante y el anticonvencionalismo individualista de aquel pueblo, en tanto que les advertía acerca de las obligaciones hacia su raza y sobre los males de la tiranía oligárquica. Les rogaba que no viviesen en una prisa desesperada, cuyo ejemplo surgía en su falta de cuidado con los detalles. Les aconsejaba que no fuesen tan orgullosos como para no tomar enseñanzas de la historia de otras naciones, extendiéndose en el principio de la tendencia pendular de la naturaleza humana. Señalaba el Pontífice que, tal como el efecto viene de una causa, y dado que el alcance y la cantidad de las ideas humanas está muy lejos de ser ilimitado, de igual modo, así como el tipo humano se repite, las ideas humanas y las situaciones por ellas ocasionadas están propensas a la repetición. «Sin embargo», continuaba, «la propia naturaleza humana, cuando está inspirada por la divina Gracia, al ser una fuerza tan magnífica y potente, es capaz de un desarrollo inmenso. Posee albedrío, libre albedrío, que dirigido como corresponde puede regir por sí, puede controlar las leyes naturales, puede disponer los acontecimientos.» Por todo ello, instaba a los americanos a despojarse de la arrogancia juvenil y del egoísmo, para que (tras haber visto cuáles eran las causas que producían efectos) pudiesen conocer las reglas e intervenir en el juego. Les hablaba no sólo con la autoridad de su apostolado, sino también con el afecto de un camarada que quería servirles con la experiencia (heredada y adquirida) de un miembro de los países más antiguos. Concluía el texto con una argucia deliciosa: «Los jóvenes piensan que los viejos son tontos: los viejos saben que los jóvenes lo son».

América íntegra exteriorizó complacencia, no sólo por la consideración mostrada por el Papa al tratar al país como par de Inglaterra, sino por la validez, agudeza y vitalidad de sus observaciones. Los americanos dijeron que el Papa tenía un control total de las cosas, que se ocupaba de su tarea, que como piloto celestial él sentaba a esa tarea como una púa a un mosquito, y comenzaron a considerarle con estricta atención.

La muerte de Francisco José, emperador de Austria y rey de Hungría, en septiembre, tuvo unas consecuencias no inesperadas. La confusión de Europa se acrecentó con el conflicto entre el sentimiento nacionalista húngaro y la Liga Pangermánica. El sucesor de Francisco José no inspiró a sus súbditos de distintas lenguas la misma devoción respetuosa que habían rendido al anciano Emperador a causa del triple prestigio de su dignidad, su largo reinado y sus muchas desgracias. Hungría reclamaba un soberano magiar. Bohemia vociferaba por un rey checo. Los polacos rusos también pedían a gritos un rey polaco, y aun la Polonia germana así lo hubiese demandado, de haberse atrevido a ello: tal como estaban las cosas, abría sus ojos lánguidos y aguardaba. Los alemanes de Austria conminaban al Emperador germano para que acudiese en su auxilio y los tomara por la fuerza de las armas. La dinastía Habsburgo se tambaleaba. Servia era un pequeño infierno. Turquía y Rumania consideraban favorable la perspectiva de una expansión germana; Turquía, porque encontraba fácil engañar al teutón; Rumania, porque el poder gracias al cual existía estaba poseído por los demonios. Albania, Montenegro y Grecia desaprobaban con énfasis todo aquello: apreciaban su existencia de países individuales y la idea de verse reducidos a depender del gótico Miguel les resultaba inaceptable. La situación de aturdimiento de Austria, y su falta de habilidad para cumplir sus obligaciones para con Alemania e Italia, provocaron el deterioro de la Triple Alianza. Sin embargo, ni Italia ni Alemania dieron señal alguna. Se produjo un intervalo de vigilia intensa y silenciosa.

Adriano leyó en el Times que el signor Panciera, embajador italiano en la corte de St. James, abandonaba la ciudad en viaje hacia Roma por unas semanas. El cardenal Fiamma localizó a Su Excelencia y le llevó en privado y extraoficialmente a los apartamentos del Papa. Su Santidad estaba muy contento de renovar las relaciones con un hombre tan afable, sólido y digno de confianza. (En comparación, era fácil amar a un hombre como ése.) El embajador se inclinó y preguntó qué se esperaba de él. El Papa se lo explicó con paciencia. Estaba muy interesado en las cosas que ocurrían. No quería saber secretos, pero deseaba reunir hechos y opiniones de los expertos y de los estadistas seculares; los seis embajadores que quedaban en el Vaticano eran estériles; si el signor Panciera podía ver una forma de hablar de los acontecimientos en curso sin traicionar la confianza de su soberano, sino pensando que se trataba de una conversación entre dos hombres cuyos motivos eran puros y patrióticos, estaría haciendo un favor (o, si quería formularlo de otro modo, estaría prestando un servicio) al Papa. Su Excelencia se inclinó para agradecer el honor. En privado, y a la vista de que Su Santidad no ocultaba nada y (en rigor) de que no era capaz de hacerlo, él creía que no habría dificultades. No se trataba de un asunto de diplomacia o de manejo del Estado. El candor cristalino del Papa le volvía poco importante como hombre de Estado: como hombre corriente resultaba encantador, de una transparencia perfecta; lo que quería no eran secretos políticos sino la opinión de un hombre de mundo acerca de los asuntos del mundo. El signor Pandera irradiaba placer. Se pasó revista a la situación de Europa, tal como aparecía en los periódicos. Su Excelencia pensaba que Alemania miraba hacia el este y el oeste, más que hacia cualquier otra parte. ¿Qué se podía esperar? Naturalmente, debía mirar hacia donde estaban sus dos enemigos tradicionales. En cuanto a Austria…, ¡puf!, un asunto de importancia secundaria. Austria no sería tocada por Alemania mientras se cerniese la amenaza de Francia y de Rusia. ¿Italia? Pues bien, Italia ahora era independiente. Al no cumplir la función de confín entre Alemania y Austria, la actitud de Italia era la del león en guardia (según las palabras del inmortal Dante).

—Como es natural —interpoló Adriano—, Italia habrá de observar los acontecimientos y decidir su política de acuerdo con sus intereses.

—Ah, sin duda —respondió el Embajador.

El Pontífice habló de España. El signor Panciera hizo el gesto de cortar su puño derecho con la mano izquierda. España estaba acabada. ¿Portugal? Portugal era inglés. ¿Inglaterra? Inglaterra era Inglaterra. El Papa y el Embajador sonrieron al unísono: uno expresaba el orgullo triunfante de la raza; el otro, una admiración sin límites e inteligente. Adriano se lanzó hacia el este: ¿los Estados Balcánicos? Su Excelencia hizo discriminaciones: ese pequeño grupo de Estados soberanos era muy difícil. Parecía vacilar, elegir sus palabras: sí, por supuesto, el tema le interesaba muchísimo. El Papa se mantenía en una quietud singular. De cuando en cuando, al paso de su robusto y moreno huésped, que se paseaba de un lado a otro, dejaba caer una pregunta. ¿Los Estados Balcánicos? El signor Panciera se acercó a la ventana, como si buscara allí la respuesta; volvió, comenzó a responder, regresó a la ventana, volvió otra vez con una media docena de nuevas palabras que no arrojaban ninguna luz. Adriano se acercó a uno de los armarios, cogió dos pequeñas bolas de billar marrones y las puso en las manos del embajador real.

—Para ayudar a Su Excelencia en la conversación —ronroneó con una sonrisa recóndita—. No se incomode. Todos los hombres tienen algún truquillo de este tipo. El nuestro consiste en jugar con los anillos o acomodarnos las gafas. Su amigo Fiamma pliega el extremo de su faja. El Cardenal Decano acaricia el disco de madreperla que simula la tonsura en su peluca. El Secretario de Estado rumia con sus dientes nuevos. Y a usted le agrada hacer castañear un par de bolas de billar, si no recordamos mal. Usted iba diciendo que ese pequeño grupo de Estados soberanos independientes es muy difícil. ¿Por su actual autonomía?

Clic-clic-clic sonaban las bolas en la palma morena: el Embajador tradujo ese castañeteo.

—Sí, Santidad, por ese motivo. Pero también, pienso, porque su raza es distinta a la de los países a los que se supone serán incorporados.

—¿Rusia, Alemania, Austria, Turquía, por ejemplo?

(Clic.)

—Creo que podemos olvidar a Rusia.

—¿Sí? ¿En el caso de Rumania?

—Creo que el sentimiento rumano ha virado hacia Alemania.

—De acuerdo; ignoremos las opiniones y veamos esas diferencias raciales de las que hablaba usted.

—Soy de la opinión de que el pueblo rumano simpatiza con el pueblo alemán —persistió el signor Panelera.

—¿Bulgaria, entonces?

El signor Pandera hizo dos o tres viajes de ida y vuelta hasta la ventana, entre vigorosos castañeteos de las bolas.

—Santidad, ni usted busca mi opinión ni yo puedo proporcionarle otra cosa que las especulaciones de un etnólogo aficionado —(clic, clic)—. Tengo… —(clic)—. Puedo asegurarle que mis investigaciones no me han dado más.

—Pero si eso es sumamente interesante, Signore. Todos somos estudiantes. Algunos, ansiosos por aprender; otros, no; pero unos y otros son mejores que el hombre que sabe que no tiene nada que aprender. Díganos qué le han enseñado sus estudios.

—Creo de veras que los dominios situados al sur del Danubio son la patria de los descendientes de aquellos bizantinos arrojados hacia el norte por la incursión de los turcos en el siglo XV.

—¿Por qué?

(Clic.)

—Primero, por los rasgos fisonómicos —(clic)—. En segundo lugar, por la estructura de sus lenguas.

—¡Magnífico! ¿Ha notado usted puntos de similitud?

—Iré más allá de eso, Santidad. Debo decir que mi atención fue impulsada hacia este tema por mi Señor, el Rey, quien, como usted sabe, se ha dignado casar con una Princesa montenegrina. En otros tiempos, Su Majestad solía hablar mucho de este tema conmigo y con el Ministro de Instrucción Pública…

—¿El signor Cabelli?

—Sí. Examinamos el asunto para Su Majestad. Todas nuestras investigaciones parecían apuntar al hecho de que los turcos, al venir de Asia, barrieron el Imperio Bizantino hacia el oeste y el norte. Después, examinando los puntos de salida y las zonas extremas, hallamos características bizantinas a lo largo de toda la frontera septentrional de Turquía, es decir, no en Bulgaria, que es eslava, sino en Albania, Herzegovina, Bosnia y Montenegro. Además, las encontramos a lo largo de la costa adriática de Italia. Su Santidad verá que esos lugares son tan contiguos que eso los convertía en refugios para los cristianos que huyeron antes de que el musulmán llegara, o que fueron arrojados por el invasor.

—Sí.

—Hay algo más. Descubrimos trazas de una migración anterior a la bizantina. Creemos que en Italia oriental, desde Tarento a Ortona, y también en el sur de Albania, se pueden ver descendientes directos de los atenienses del tiempo de Pericles.

—¿Pero Grecia, Excelencia?

—Santidad, los griegos de hoy son una degeneración de los laconios de dedos sucios mezclados con el infiel otomano, su conquistador.

—Eso es espléndido, Signare. Y concuerda con una opinión que Nos nos formamos hace una docena de años atrás, al menos con respecto a sus griegos italianos. En Apulia, por ejemplo, los mármoles de Elgin tienen su imitación viviente: los carboneros y los pescadores parecen salidos del friso del Partenón. Cierta vez oímos que un pescador llamaba a su niño diciéndole «Páddy», para dar forma inglesa a la palabra. Un italiano hubiera gritado «Putto». Pero «Páddy»: ¿qué puede ser sino el vocativo IlaíSe pronunciado tal como lo haría Alcibíades? Oh, Nos vemos su punto de vista. ¿Su Señor, el Rey, todavía está interesado en el tema?

—Creo que Su Majestad tiene un interés muy profundo. Espero que me esté permitido repetir la corroboración que Su Santidad me ha dado. Estoy seguro de que Su Majestad…

—Claro que sí. Por supuesto que usted relatará tan sólo la conversación. No nos mencione ante Su Majestad el Rey en nuestro carácter apostólico, sino meramente…

—Su Santidad será obedecido.

—Para resumir: estamos de acuerdo en identificar esos Estados del sur del Danubio con los bizantinos en general; y a Montenegro y el sur de Albania con los griegos en particular. ¿Qué hay del norte de Albania?

(Clic.)

—Esa tierra es turca.

—Toda Albania es turca.

—Pero el sur de Albania es cristiano. Y toda Albania, cristiana y musulmana, rinde culto a Madonna «Panagia», navúyia, «Señora de todos», la llaman.

—¡Qué extraordinario! Veamos ahora la situación actual. Suponga, signore Panciera, que invertimos nuestra posición. En lugar de oír sus opiniones, Nos expondremos las nuestras y usted las comentará. ¿Le parece justo? ¿Le resulta agradable?

—Muy justo y muy agradable. Siempre aprendo de los ingleses y aprenderé de Su Santidad.

—Bien. Creemos que Montenegro es feliz y se contenta bajo el dominio paternal del príncipe Nicolás.

(Clic-clic-clic.)

—Así es, Santidad.

—Hemos oído que Albania está en buena situación bajo el príncipe Ghin Kastriotis.

(Clic. Un paseo de ida y vuelta hasta la ventana y más clics.)

—Desde el asesinato de Abdul Hamid y desde que Albania fuera declarada principado, el progreso ha sido asombroso. Ese bonito país (clic), ese pueblo espléndido son un premio para cualquier gobernante. El sultán Ismail es el único que puede ensombrecer el firmamento. No aprueba la pérdida de esa tajada de su imperio. Pero Albania sabrá cuidar de sí misma.

—¿Serbia, y su anhelo de restaurar el Imperio Serbio?

—Imposible. Una nación que asesina a dos reyes en cuatro años no puede ser un Imperio.

—Totalmente imposible. Bulgaria, un país de herejes de la clase más notoria y temible, criminales atroces, gobernados (o mejor dicho, no gobernados) por un extranjero que es un canalla despreciable.

—Su Santidad propondría…

—Que el príncipe Fernando sea depuesto, una tarea fácil ahora que Rusia tiene otras preocupaciones, y la anexión de Bulgaria y Serbia a Montenegro bajo la protección de Italia.

(Clic-clic-clic.)

—Aquí, Santidad, nos adentramos en tierras de alta política —(clic-clic-clic)—. Hay que caminar con cautela.

—Sí —maulló Adriano—, hasta que Italia y Alemania hayan tomado una decisión.

El Embajador se inclinó.

—Por favor, llévese las bolas de billar, Excelencia, y acepte nuestro agradecimiento por su tan agradable conversación —dijo el Papa.

Al referir esta conversación al Rey, el Embajador concluyó:

—Señor, Su Santidad habló como un inglés.

—¿Ah, sí? —dijo Víctor Manuel—. ¿En qué sentido?

—Majestad, fue profundo y claro. Amplio y detallista. Osado y prudente.

Basta! Vuelva allí tan a menudo como le plazca, y déjeme saber más cosas acerca de ese inglés.

—Con el permiso de Su Majestad.