CAPÍTULO XVIII

ITALIA no era la primera en el corazón de Adriano. Era la tercera. El Pontífice le dispensaba servicios porque había advertido las necesidades perentorias del país. La segunda de las tierras que amaba no se sabía necesitada de él y, por lo tanto, no le ofrecía más que un trato cortés; no quería que América le dijese que dejara de juguetear con una sierra. Además, Inglaterra estaba primero. ¿Y qué podía hacer por Inglaterra? El pensamiento de que podría hacer algo era lo único que le sostenía. La vida entre millones de seres parlantes se había convertido en un horror siempre renovado para él. Con frecuencia se preguntaba qué le impedía arrojarse por la ventana sobre las piedras de Roma. En concreto, había pedido una caja de navajillas de seguridad y había ordenado que se llevaran todos los cuchillos de los apartamentos pontificios. «Oh, las alas quiero, las alas de un palomo, después volaré lejos, muy lejos.» Un muchacho llamado Roebuck cantaba eso en la capilla del New College, en la semana de la Conmemoración, veinticinco años atrás. La voz de oro, esa incomparable voz joven, le llegaba en esta Roma de oro, que despertaba anhelos de alcanzar el reposo.

Un brazo vestido de rojo apartó la cortina de lino azul que cubría la puerta y entró el cardenal Leighton.

—Creo que se nos ha pasado esto, Santo Padre —y tendió un ejemplar de hacía más de un mes de Catholic Hour.

Adriano en un segundo se obligó a erguirse física y psíquicamente. Cogió el periódico y leyó: «Hemos recibido una larga carta de “D. J.” censurándonos por exponer a George Arthur Rose a lo que este lector denomina una forma de “crueldad salvaje”. Dice: “Doy las gracias a Dios por no poder apreciar el humor que habla con tal alegría de un hombre que sufrió dieciocho meses de hambruna y, al mismo tiempo, luchó para ganarse la vida con su pluma y con una honestidad de la que puedo dar fe. Sea cual haya sido su pasado —y creo que su artículo es erróneo en lo fundamental—, sin duda es mejor dejarlo en el pasado. Como converso, debía ser fuerte por el bien de la fe que alienta. Antes, en su vida tan agitada, en un momento en que tenía a su alcance un medio de vida decente, un ataque periodístico gratuito le arrebató el cimiento que por sí mismo se había preparado. En la actualidad, lleva una vida que es bastante amarga para sí mismo y nada dañina (por no decir muy beneficiosa) para los demás; de modo que me siento obligado a decir a ustedes que considero su ataque tan criminal como desdichado”.

»Otro corresponsal escribe: “Me he sentido muy apenado por el artículo titulado La extraña carrera…, publicado en el número del 18 de noviembre, porque soy un gran admirador de algunos libros que George Arthur Rose publicó antes de que le eligieran Papa. Esos libros hicieron más que nadie para convertirme al catolicismo, y lamento mucho leer la nota que ustedes han dado a conocer acerca del autor”.

»No obstante, otro lector escribe: “Sería bueno informar a sus lectores de que el Austin White que, bajo el título de Religión ripokondilosa[15], escribió las cartas ofensivas publicadas en el Jecorian Courier hace algunos años atrás es el George Arthur Rose alias el Papa de Roma, sobre el cual han recibido tan amplias noticias a través de las columnas de su número del 18 de noviembre pasado”.

»En respuesta a “D. J.” podemos decir que obra en nuestro poder una carta dirigida por Rose, en 1898, a un excelente sacerdote y cuyo párrafo final dice: “Lamento por usted la situación difícil que inevitablemente se producirá cuando el cuñado de la dama, el Obispo, tome conocimiento de la influencia indebida que usted ejerce para sacarle ese dinero a lady Mostingham. Le ruego que se enmiende y que se aparte de transacciones tan degradantes antes de que sea demasiado tarde”. Si nuestro lector “D.J.” todavía piensa que no era recomendable que con crueldad salvaje denunciáramos al autor de estas líneas, sólo podemos decir que nuestra opinión difiere de la de él.»

Adriano leyó aquella diatriba con un desdén indignado. Más que los sentimientos viles que se expresaban, era el inglés burdo de la vulgaridad lo que dibujaba en él ese rictus violento de desprecio. Miró por la ventana al vacío, para ocultar su disgusto. Al advertir que el cardenal Leighton aguardaba se controló antes de volverse con una fría mirada interrogante.

—¿Sí? —dijo.

—«¡Quisieras concederme un pequeño favor, yo te lo ruego!» —citó en lengua original Su Eminencia, ya que ésa, la de dirigirse al Pontífice en griego, era la mejor argucia para hacerlo con éxito.

Adriano reconoció la cita y la continuó con el verso siguiente.

—«Habla al punto y así lo sabré al punto.»

—¿Puedo hacer una pregunta? ¿Escribió usted esa carta, Santo Padre?

—¿Cuál? ¿La última? Sí.

—¿Qué sabía?

—Todo.

—Tengo que reconocer que la cantidad de conocimiento acerca de los hombres que usted parece poseer siempre es bastante extraordinaria —dijo el Cardenal parpadeando.

—No, no lo es. «A los que de verdad sufren, la justicia les brinda conocimiento» —El Pontífice citó por segunda vez a Esquilo—. «Cuanto mayor sea el apartamiento del mundo, tanto mayor poder se gana sobre las cosas del mundo» dice algún poeta sagaz. Nos jamás hemos sido «un hombre entre los hombres». Tenemos cinco sentidos y nos vimos obligados a usarlos, y todos los hombres a los que alguna vez conocimos tomaron por costumbre, voluntariamente, acudir a Nos y contarnos sus secretos. Jamás los buscamos. Fueron desplegados ante Nos y nuestros sentidos los percibieron. Eso es todo.

La voz del Pontífice era dura y cruel; la cara, más dura, más cruel y también más terrible aún. La presencia misma parecía una llama ardiente. El bondadoso e inocente Leighton le miraba como a algo inhumano, pero continuó.

—Santidad, me interesa proseguir con el tema. ¿Sabe usted quién escribió las otras cartas?

—Oh, sí. D. J. era otro «excelente sacerdote». Cursaba filosofía cuando Nos cursábamos teología en Maryvale. Usted también le conoce, Leighton: él obtuvo la licenciatura con Ambrose.

—¿Qué? ¿«Gionde»? Sí, claro que le conocía.

—Así se llama. No hemos tenido noticia de él en años, pero es evidente que consideró justo defendernos. ¡Pobre hombre! Una humillación ha sido su premio. Los de Catholic Hour le responden «nuestra opinión difiere de la de él»… La segunda ha sido escrita por un publicano achispado, y la tercera carta viene de manos de un chacal jesuita, en respuesta al pillo detestable al que le escribimos la última, o más bien por dictado suyo.

—¿Qué pasó con él? Me refiero al mal sacerdote.

—Forjó su propia ruina, tal como lo habíamos anticipado. Persistió en su carrera criminal hasta que su obispo le descubrió. Quedó deshecho y desapareció, en una casa de salud, o algo por el estilo, durante algún tiempo. Ahora está en una colonia; puede que haya sido… Monseñor, hemos hablado por demás. No es nuestra voluntad y placer proseguir tocando este asunto.

—Pero el provecho que obtengo de escuchar a Su Santidad…, si no es una impertinencia… Santidad, me atrevo a asegurarle mi fidelidad eterna —tartamudeó emocionado Leighton.

Adriano no le dejó ver su expresión: se volvió hacia la ventana que mostraba el panorama de la Roma intocable y de inmediato quedó a solas.

—¡Dios! ¡Dios! —exclamó sacudiendo el periódico con violencia aterradora—. ¡Ves esta brutal y cínica injusticia…, prejuzgado, condenado, sin la menor posibilidad de defensa, porque se burlarían, se mofarían… En Inglaterra, la nación de mentalidad amplia… En Inglaterra, la patria de la libre…

No: no era Inglaterra, sino sólo un puñado de gusanos malignos que la infectaban. Inglaterra…, el mundo entero le convocaba a volver a su apostolado. ¿Cuál era la actitud de Inglaterra ahora? Ése era el problema que debía analizar. Hubiese querido que Inglaterra le hiciese saber su posición frente a él por medio de sus embajadores, que le expusiera el criterio de sus estadistas. No mantenía relación oficial con ninguno de ellos. No podía pedir la confianza de su país: por ser inglés sabía que basta con pedir para que te cierren las puertas. Desde una perspectiva humana, no tenía nada que le guiara en la crisis cósmica de ese momento, la crisis en la que, estaba seguro, sería consultado: como último recurso, pero consultado al fin. De eso estaba convencido. Un breve cálculo reveló que Júpiter pasaba por Aries, lo que significaba beneficios inmensos para Inglaterra. Oh, muy bien. ¿Cuál tendría que ser entonces su plan de acción? Se puso de pie y se paseó por la sala, mirando atento los mapas, hasta que le pareció que su horizonte mental se expandía y ampliaba, hasta que tuvo todo el conjunto de la tierra dentro de su visión. ¿Qué podía decir o hacer por Inglaterra, si era un país demasiado tímido, demasiado orgulloso para darle una señal de lo que quería que él dijese o hiciese? ¡Inglaterra, Inglaterra! «Tierra de esperanza y gloria, ¿cómo podríamos ensalzarte los que de ti hemos nacido? Más y más extensos sean tus dominios: Dios, que te ha hecho poderosa, te hará más poderosa aún.»

Diría y haría lo que le había sido dado decir y hacer. Como inglés, tenía sus intuiciones. Y no necesitaba confidencias. Inglaterra, la tímida, la orgullosa, debía ser servida por su tímido y orgulloso hijo, el Siervo de los siervos de Dios. El divino soplo del patriotismo le inspiró, dio brillo a sus ojos y le hizo erguir la cabeza. Volvió a sentarse, puso el tablero de escribir sobre las rodillas y escribió. Después hizo sonar la campanilla e impartió algunas órdenes. También envió algunos trozos de papel con textos cifrados a los operadores de la oficina de telégrafos del Vaticano.

El veintidós de enero, el Sumo Pontífice bajó a la Basílica de San Pedro junto al Vaticano y cantó misa por el descanso del alma de la reina Victoria, la Grande, la Buena. El mismo día, los periódicos ingleses anunciaron que Su Santidad había enviado a un nuncio apostólico para que depositara la Rosa Dorada, el tributo pontificio a las reinas virtuosas, en la tumba de Su Majestad, en el mausoleo de Frogmore.