CAPÍTULO VI
PASÓ en el jardín el primer día de su permanencia en Castel Gandolfo, escribiendo, gozando de la belleza de ese fin de primavera. Redactó una veintena de folios escritos con una letra nerviosa, erizados de correcciones. El segundo día, citó al cardenal Courtleigh inmediatamente después del desayuno y se dirigió a él con cierta formalidad.
—Deseamos establecer relaciones con Su Eminencia, en especial porque usted tiene una posición de tanta responsabilidad en Inglaterra, país querido para Nos por encima de todos los otros, al que nos proponemos tratar con favor singular. En cumplimiento de nuestra intención, y de nuestro deseo, han de ser definidos ciertos asuntos. Si nuestras palabras fuesen desagradables, Su Eminencia ha de tomarlas a la luz de nuestros ya expresados intención y deseo.
El Cardenal se puso su máscara cardenalicia. Iba a oír y a observar a ese joven temerario. Si algo hubiera que decir, allí estaba él para decirlo.
—Es nuestro deseo hacer de Inglaterra «un pueblo preparado para el Señor». Intentaremos otro tanto con todo el mundo, y por este motivo hemos de empezar por la raza que domina la tierra. En principio, nos encontramos con el obstáculo de las actuales costumbres y conducta de los católicos ingleses, en especial las de los católicos ingleses primigenios.
Ante ese relámpago inesperado, ese zarpazo felino, las cejas cardenalicias se dispararon hacia arriba en un estremecimiento y bajaron a la posición horizontal otra vez. Su Eminencia se inclinó apenas y aguardó. El Papa hojeaba un volumen de recortes de periódicos ingleses; seleccionó uno y prosiguió.
—Tenga la bondad de darnos su opinión acerca de esta noticia: Se ha preparado una petición notable para ser presentada en el Parlamento. Los peticionarios son seglares catolicorromanos residentes en Inglaterra, quienes solicitan al Parlamento que establezca cierto control sobre los capitales e intereses católicos. Se señala que el monto total de las inversiones del clero católico en el Reino Unido debe alcanzar casi los cincuenta millones de libras. También se indica que los obispos católicos no dan ninguna cuenta de la administración de esas propiedades ni de los gastos de esos fondos. Asimismo, los peticionarios llaman la atención sobre las grandes injusticias que ocurren cada día.
—Eso salió de un sacerdote de mi diócesis, Santidad. Fue un escándalo terrible, pero tuvimos suerte y pudimos evitar que se divulgara.
—¿O sea que existió semejante petición? En el primer momento estábamos preparados para adscribirlo todo a la imaginación de alguno de los jóvenes de Sir Notyet Apeer. ¿Y fueron muchos los que la apoyaron?
—Infortunadamente sí.
—Es decir que tiene usted una rebelión dentro de su real. ¿Había algún fundamento para esas declaraciones?
—No había absolutamente ninguna causa para insinuar que nosotros tenemos el hábito de la malversación. El hombre estaba resentido. Su protesta no era más que un medio para obligarnos a brindarle consuelo. Confiaba en que si se hacía desagradable a nosotros, nosotros nos volveríamos agradables para con él. Así fue que atacó nuestras actividades financieras. Fue un golpe bajo, porque usted sabe, Santo Padre, que no se puede esperar que demos cuentas a cualquier grupo de desconocidos sobre las donaciones y capitales que administramos.
—¿Se hace, por supuesto, la auditoría adecuada de sus cuentas?
—En la mayor parte, sí.
—¿Pero no siempre? ¿Se fía usted de la honestidad y habilidad financiera de ciertos clérigos en particular? No presumimos, ni por un momento, que haya una malversación sistemática de capital. A usted le han dado una lección sobre el tema.
—¿Una lección?
—Sí; en 1886, después del famoso caso Carvale, cuando se demostró que la imbecilidad infatuada de los obispos gaélicos y pictos les hacía indeseables como administradores, el clero simplemente no se atrevió a transitar por caminos ilegales. Oh, no. ¿Pero ahora el clero está capacitado para la administración financiera?
—Tan capacitado, supongo, como cualquier otra persona.
—Los sacerdotes no son «como cualquier otra persona». Sin embargo, consideraremos que todos ustedes creen haber actuado en conciencia. También aceptaremos que, en vista del poder y de la influencia que proporciona la posición de administradores, sus sacerdotes están ansiosos de convertirse en eso y nada propensos a someterse a supervisión o crítica. Es muy humano. Lo desaprobamos por completo.
—¿Pero qué querría Su Santidad?
—No podemos exponerlo en dos palabras. Usted debe llegar a conocer nuestro criterio por nuestra conducta y por nuestras palabras. Desaprobamos por completo al clero que compite para adueñarse del poder secular o para obtener cualquier otro modo de dominio, en especial el poderío que se desprende del uso del dinero. Los clérigos son ministros…, ministros, no amos. ¿Qué hay en cuanto al otro cargo, «las grandes injusticias que ocurren cada día»?
—Eso, por supuesto, no es más que el chillido de un opositor. Es despecho.
—¿Su Eminencia quiere decir que no hay injusticias? ¿Usted no sabe de grandes injusticias?
—«Es necesario que se produzca ofensa.»
—«Pero ay de aquel por el que se produce la ofensa.» Eminencia, ¿por qué no enfrentamos con franqueza esta situación difícil? Los clérigos son humanos, más que menos, y sin duda no son siquiera lo mejor de la humanidad. Pues bien, ¿no presumen demasiado en lo primero y, en lo segundo, no se niegan invariablemente a admitir o enmendar sus errores? Escuche esto: la Pall Mall Gazette hace saber, según la autoridad de las Missiones Catholicae, que en Australia, durante los últimos cinco años, hemos aumentado nuestro número de 3.008.399 a 4.507.980. Pero el censo del gobierno realizado el año pasado da para Australia una población total de 4.555.803. O sea que quedan 47.823 para otros grupos religiosos o irreligiosos. En realidad, el último número excepcional de católicos ha sido de 916.880. Sin embargo se dio a conocer la cifra exagerada de 3.591.100. Eso es absurdo. Y se mantiene, lo que es vituperable.
—No veo con exactitud el punto de vista de Su Santidad.
—¿No? Pues pasemos a otro —el Papa cogió un pequeño billete verde que decía: Iglesia del Sagrado Corazón — Quest Road — admite portador para — el Servicio de Medianoche — Nochevieja de 1900 — Asientos centrales 6 peniques—. Esto proviene de la archidiócesis de Su Eminencia —dijo.
El Cardenal miró el papel como quien mira la hierba del campo. Ahí está y ya se la ha visto antes.
—Desaprobamos esto —dijo el Papa.
—¿Qué sugeriría Su Santidad entonces, para evitar que personas indeseables acudan a esos servicios?
—Las personas indeseables han de ser estimuladas a acudir. Ningún obstáculo se ha de poner en su camino.
El Cardenal estaba irritado.
—Entonces hemos de soportar escenas de desorden, para no hablar de profanación.
—Allí es donde Su Eminencia y todos los católicos de nacimiento se equivocan. Su opinión está basada en el sentimentalismo aprensivo de viejecitos piadosos (de ambos sexos) cuyo ideal de lo Bueno es lo No Obviamente Malo. Cuando algo es desagradable, dan un rodeo, se limpian los labios y confunden evasión con aniquilación. No destruyen el mal, lo evitan. Pues bien, ahora estamos aquí para buscar y salvar al que se ha perdido, y nuestras iglesias deben estar más abiertas para los perdidos que para los salvados, si hay alguno que lo vaya a ser. La experiencia prueba que sus piadosos temores no encuentran garantía segura. Los cismáticos wesleyanos han llevado a cabo servicios de vigilia durante más de un siglo, han celebrado sus misterios a medianoche en la víspera de Navidad. Nos mismos hemos asistido a esos oficios. Los templos estaban abiertos y el acceso era gratuito, y jamás vimos ni oímos un solo signo de esa profanación de la que usted habla. Claro que había borrachos y prostitutas, pero no protagonizaban desórdenes: estaban intimidados, se dormían, tenían curiosidad, pero no hacían ruido. Aunque hubiesen gritado, lo habrían hecho para protestar contra alguna reglamentación humana; y una norma humana ha de desaparecer en el momento en que se convierte en una barrera entre un alma y el Creador de esa alma. Si se acepta que los medios de la gracia se obtienen en una iglesia, ¿quién podría negárselos a aquellos que más los necesitan? La posición que ustedes, los clérigos, adoptan es esencialmente falsa. No estamos aquí para establecer convenciones ni para reforzar el conformismo. Estamos aquí para servir, sólo para servir. Desaprobamos de modo especial cualquier sistema que cierre el acceso a la iglesia o lo haga difícil: este pago por la admisión, por ejemplo.
—Santo Padre, el clero tiene que vivir.
—¿Usted quiere hacernos inferir que no pueden mantenerse sin esos seis peniques?
—Somos muy pobres, no tenemos bienes, esa cantidad no es más que un alquiler por el asiento para un único oficio…
—Monseñor Cardenal, sea exacto. Ustedes tienen bienes, no tan cuantiosos como esos en los que está pensando, la «propiedad robada» que usufructúa la Iglesia de Inglaterra como por Ley Establecida, pero ustedes disponen de bienes. Usted quiere decir que son insuficientes. Pero el alquiler de asientos es abominable, y también lo son los bancos, si vamos a ello. Quite ambas cosas.
—Estoy dispuesto a obedecer a Su Santidad, pero debo decir que este idealismo quijotesco e imposible será la ruina de la Iglesia…
—Eso es imposible: porque Su Fundador prometió que estaría con Ella en todo momento, hasta el fin del mundo.
—Dios ayuda a los que se ayudan…
—Pero no a los que se ayudan a expensas del bolsillo de los demás.
—El trabajador se hace acreedor de su salario…
—Perfectamente, pero acepta la paga, no la impone. El constructor de la nueva sala de conciertos de Denambrose Avenue no permite que sus albañiles le dominen. Ofreció trabajo con determinado salario. Lo toman o lo dejan. Usted confunde las funciones del comprador con las del vendedor, como casi siempre lo hace el clero. Además, ya que usted parece amante de las Escrituras, «No os procuréis oro, ni plata ni calderilla en vuestras fajas» y «No os preocupéis del mañana»…
—¡Eso es simplemente Tolstoi!
—No. Jamás hemos leído una línea de Tolstoi. Hemos evitado cuidadosamente hacerlo. Le estamos recordando los mandamientos del mismo Cristo, tal como los refiere san Mateo. Monseñor Cardenal, está equivocado…
—Su Santidad habla como si no fuese uno de nosotros.
—¡Oh, no! La cabeza mira hacia las manos y dice: «Vuestros nudillos y vuestras uñas están sucios».
El Cardenal estaba enfadado de verdad. Adriano hizo una pausa y fijó en él una mirada apaciguadora antes de proseguir.
—¿Es justo, o deseable incluso, que el clero se comprometa en el comercio, que de veras se comprometa en el comercio? Lea su Catholic Directory y vea el anuncio de un sacerdote que, tras una sanción arzobispal, está en condiciones de pagar intereses bancarios sobre cualquier inversión, o sea de prestar dinero con usura, en contravención directa con lo que dice el Señor sobre este tema, según el testimonio de san Lucas. Mire la Catholic Hour y lea el anuncio de un sacerdote que comercia como estanquero. Observe lo que ocurre en los atrios de sus iglesias y vea las mesas de vendedores de literatura feniana y las sillas de los que venden billetes para funciones teatrales, y los mercadillos en los que se practica la quiromancia…
—Interrumpo sólo para recordar a Su Santidad que su augusto predecesor vendía pescado.
—Muy acertado —aplaudió el Papa, contento por la réplica—, pero no lo bastante. El oficio de vender pescado implica un comercio abierto y saludable, dicho sea de paso, pero ¿nuestro predecesor san Pedro ejerció el oficio de pescador después de haberse entregado a la tarea apostólica? Creemos que no. No, Monseñor Cardenal, el clero abarca demasiado. Deben ser excelentes sacerdotes. Como comerciantes, animadores de variedades, empresarios, son un fracaso. Como suma de ambos, son una catástrofe. Se han de mantener apartadas estas dos cosas: lo clerical y lo secular, Dios y Mammón. Hay que poner énfasis en la diferencia. Por procurar comprometerse, el clero falla en ambos campos. Como sacerdotes, son motivo de burla, y en cuanto a lo de ser mercachifles…
—Pero, Santo Padre, piénselo un minuto. ¿De qué habrán de vivir los sacerdotes?
—De los donativos de los fieles, y uno ha de ayudar al otro.
—Pero suponga que los fieles no hagan donativos.
—Entonces tendrán que morir de hambre e irán al Cielo, como dice Ruskin. Esto es lo que vamos a hacer, si es posible.
—¿Cómo se construirán nuestras iglesias?
—No las construyan, a menos que tengan medios ofrecidos voluntariamente. Procuren evitar la mendicidad. De ese modo ustedes dañan a los fieles e impiden la generosidad…
—¿Cómo mantendremos los edificios existentes? Por ejemplo, la catedral…
—Sí, la catedral, un monumento fútil del vacuo deseo humano de notoriedad. ¿Cuántas vidas ha arruinado? Al menos, una, lo sabemos. ¿Cuántas bajas pasiones ha inspirado? La pasión de la publicidad a través del periodista de tres al cuarto, la pasión crítica que está destruyendo nuestra facultad creativa, las pasiones de la envidia y de la avaricia, la pasión de la competitividad, la pasión del escenario, porque usted sabe que hoy el mundo se mofa de la fea, superficial y pretenciosa monstruosidad. Más que lo haya hecho antes. Tal como están las cosas, y con respecto a las iglesias que existen, usted ha de hacer lo que pueda. Si los fieles le dan de buen grado lo bastante, entonces manténgalas. Si no, deje que desaparezcan. Inglaterra nunca carecerá de altares. En todo caso, no se abrumen con nuevas hipotecas para construir edificios. Acepten lo que se les dé, pero no pidan nada ni sugieran nada. Monseñor, el clero no obra como si creyese en el Divino Arbitro de los acontecimientos. Quieren el bien, pero su única finalidad y objetivo parece ser servir a Dios conciliándolo con Mammón. No existe nada tan criminalmente fútil. En lugar de obtener la admiración de Inglaterra, ustedes se aseguran su tolerancia desdeñosa. En lugar de afianzar el número de fieles, son multitud los que se han apartado, y son multitud los que les dejan día a día. En lugar de fortalecer el carácter clerical (y, por consiguiente, el carácter de todos los que miran al clero en busca de ejemplo), los sacerdotes se asimilan cada vez más a los seglares. La clerecía ha de cultivar las virtudes, no los vicios, de la humanidad. Ninguno de nosotros puede decir cuál de nuestras acciones es importante y cuál no lo es. Con una palabra o una obra que no haya sido reflexionada podemos llevar al mal camino a un hermano por el que Cristo murió. Eso es lo que hay que temer de su clero mundano. Enséñeles que la magna ars de la que habla santo Tomás de Aquino est conversari Jesu. Enséñeles a elevarse por encima del mundo.
—Sin duda que lo hacen, Santo Padre.
—Algunos miembros del clero lo hacen, sí. Jamás nos hemos encontrado con ésos. El tono del clero es decididamente mundano. Aquí hay un ejemplo, en su propio periódico. Lo primero que es digno de atención para The Slab es Sobre la magnífica forma en que monseñor Cateran ha reivindicado su honor y el castigo adecuado que aplica a su traductor, el propietario de «The Fatherland». Los términos de la apología que Sir Frederick Smith ha tenido que publicar en su propio periódico se adelantan aquí como una advertencia a los malintencionados. Está en la página 397. ¿Conoce los detalles?
—Los he leído.
—Usted no puede aprobar el triunfalismo salvaje de la carta de la página 416, en la que monseñor Cateran describe su victoria; usted no puede aprobar el desdén hacia su enemigo que no pudo ser castigado por daños y perjuicios: no tenía con qué pagar, o el modo de mofarse de la masonería del difamador, o el vicioso y maligno desprecio de todo el desgraciado documento…
—Pero, Santidad, el libelo era abominable y groseramente injusto.
—Sin embargo, Eminencia, el acusado tenía la obligación cristiana de sufrir injurias, persecuciones y la expresión de cualquier tipo de falsedad maligna. Se ha olvidado de eso. Al reivindicar su propio nombre se ha comportado no como ministro de Dios, sino como un animal humano corriente. No obstante, además de esta denominada vindicación triunfante de monseñor Cateran, que The Slab glorifica en tres columnas completas, este mismo número está erizado de impropiedades. En la página 415, usted encuentra a dos controversistas, un dominico y un jesuita, que se tratan mutuamente de mentirosos y que, además, con toda cortesía se odian e insultan el uno al otro…
—¡Oh, los jesuitas y los dominicos!
El Papa dejó a un lado el periódico y observó al Cardenal, que se preparó para realizar una incursión con todas sus fuerzas.
—Su Santidad me permitirá decirle que todo esto es extremadamente inusual. Yo mismo fui consagrado obispo en 1872, catorce años antes de que usted fuese bautizado; me parece que usted ha de otorgar a sus mayores el crédito de que, al menos, tengan conciencia…
—Querido Monseñor Cardenal, si hubiésemos visto un signo de esas conciencias…
El Cardenal vaciló, pero hizo otro intento.
—Yo no soy el único miembro del Sacro Colegio que piensa que la actitud de Su Santidad tiene a la vez algo de…, yo diría singularidad…, y —aj— arrogancia.
—¿Singularidad? Oh, así lo esperamos, con toda franqueza. Pero arrogancia… No podemos llamar arrogancia a asumir que sobre determinado tema Nos, porque lo hemos estudiado con avidez desde nuestra infancia, sabemos más que aquellos que no lo han estudiado nunca. Eminencia, hemos empezado diciendo que deseamos establecer relaciones con usted. Pues bien, ¿le hemos hecho ver algo de nuestra forma de pensar?
—Sí, Santo Padre, usted quiere que yo…
—Queremos que usted actúe sobre la base del sentido de nuestras palabras y de nuestra conducta, de modo que Inglaterra pueda tener un buen y no un mal ejemplo de los católicos ingleses. Nada más que eso. Podemos llamarnos a nosotros mismos cristianos aunque tengamos negra la cara, pero el verdadero carácter de un cristiano falta en nuestra opinión, porque las grandes promesas de la profecía aún no se han cumplido. La Barca de Pedro ha tratado de llegar a puerto. Los motines por dentro y las tormentas por fuera La han llevado de aquí para allá. ¿Está hoy tan lejos de puerto como siempre? ¿Quién lo sabe? Pero el nuevo capitán procura establecer el curso otra vez según la antigua carta de navegación. Su mirada ya no está vuelta hacia atrás sino tendida hacia adelante. Monseñor, ¿puede contar el capitán con el apoyo leal de su lugarteniente?
—Santo Padre, le aseguro que puede contar conmigo.
Era un esfuerzo inmenso, pero cuando se llegaba a una situación tan hermosa, la naturaleza y el orgullo del hombre dejaban paso a la gracia de su divina vocación.
—Bien, sólo un último golpe de mayal y lo abandonaremos. Diga a sus católicos que dejen de adular al Emperador alemán. Lea esto. Es perfectamente absurdo que ellos le digan que todo el mundo católico estaría encantado si en Oriente la protección de los católicos fuese confiada a él. El Emperador es una persona admirable, pero no vamos a confiarle la protección de los católicos de Oriente. Inglaterra es la única potencia que puede manejar a los orientales. ¿Y qué derecho tienen esos católicos irlandeses y gaélicos a hablar por «todo el mundo católico»? ¿Es que Inglaterra e Italia no cuentan? Haga que esos píos torpes se ocupen de sus propios asuntos; hágales entender que cuando dicen al Kaiser que se ocuparán especialmente de hacer que desaparezcan todos los malentendidos entre Alemania e Inglaterra (Inglaterra en segundo lugar, adviértalo), resultarían cómicos si no fuesen impertinentes y estúpidos por entero, además de desleales como siempre.
Adriano recogió sus documentos y el libro de recortes, los guardó en un maletín y abruptamente cambió de tema.
—¿Tendría Su Eminencia la bondad de decirnos cuáles fueron las circunstancias que desembocaron en nuestra elección tan extraordinaria?
Apenas recuperado de su conmoción, y llevado a punto muerto de esa forma, el cardenal Courtleigh vaciló y dijo algo sobre las actas del cónclave. Su temperamento de naturaleza lenta era incapaz de seguir el ritmo de la agilidad felina del Pontífice. Adriano percibió esa dificultad y con resolución prosiguió el interrogatorio con otro paso.
—Conocemos las actas del cónclave, que hemos leído con calma. Pero queremos esa luz más humana que Su Eminencia puede arrojar sobre el tema. Quizá sería más sencillo si utilizáramos el método socrático. ¿De qué modo nuestro nombre, el simple hecho de nuestra existencia, fue conocido por el Sacro Colegio?
—Por mi intermedio, Santidad.
—Entendemos que Su Eminencia, en realidad, nos propuso al cónclave.
—Así es.
—También inferimos que usted nos ha recomendado o, al menos, nos describió de modo tal que los cardenales supiesen a quién estaban eligiendo.
—Sí, Santo Padre.
—¿Por qué nos propuso Su Eminencia? —ronroneó el Papa.
El Cardenal parecía estar extraviado otra vez. Daba la sensación de enfrentarse con una dificultad de expresión, no con una falta material de ella. Adriano se precipitó en busca de los elementos básicos.
—¿Hubo otros nombres propuestos al cónclave? ¿Por qué no fue elegido ninguno de ellos?
—Era imposible un acuerdo sobre sus respectivos méritos, Santidad.
—Sin duda se habrán hecho varios intentos.
—Las Vías del Escrutinio y del Acceso fueron recorridas siete veces.
—¿Y entonces?
—Y entonces se llegó a un punto muerto. Ninguno de los candidatos obtuvo la cantidad necesaria de sufragios, y ninguno de los electores estaba dispuesto a cambiar su voto.
—¿Y entonces?
—Se apeló a la Vía del Compromiso.
—¿Y a través de Su Eminencia los compromisarios fueron inducidos a imponernos al Sacro Colegio?
—Sí, Santidad.
—Eminencia, cuando el cónclave fue tapiado por primera vez, es difícil que Nos estuviésemos en su recuerdo. Es improbable que usted pueda haber pensado entonces en Nos en conexión con estos hechos. ¿En qué momento aparecimos en sus cálculos?
—Quizá debo decir que su nombre me fue recordado algunas semanas antes de la defunción del predecesor de Su Santidad.
—Eso podría estar conectado con los asuntos de los que tratamos en Londres.
—Sí.
—¿De qué manera le fue recordado nuestro nombre a Su Eminencia?
—Apareció en una carta de Edward Lancaster, una carta perfectamente frenética en la que se acusaba a sí mismo de toda clase de crímenes. Su Santidad tal vez sepa qué persona extraña es Lancaster, cuán propenso a ser escrupuloso, y cuán impulsivo.
—Sí, le conocemos. Aunque Nos hubiésemos dicho «inescrupuloso»: Su Eminencia usa la palabra «escrupuloso» en el sentido católico, en tanto que Nos preferimos el inglés llano.
—Quiero decir que es dado a atormentarse a sí mismo por pecados imaginarios…
—Nos queremos decir que, por regla general, no hace nada de ello; pero, como muchos otros, tiene un éxito singular en eso de aplacar su conciencia. Al menos durante quince años procuró lograrlo con respecto a este caso. Sin embargo, ahora ha hecho enmiendas y no hay nada más que decir. Continuemos. Usted recibió una carta autoacusadora de Edward Lancaster. ¿Y entonces?
—No fue una carta, Santidad, fueron una docena por lo menos. La injusticia de la que usted había sido víctima no le dejaba vivir. Me escribió varias cartas y fue a verme varias veces. Como usted sabe, él es una persona de cierta importancia y un gran benefactor de la Iglesia, de modo que me vi obligado a considerar el asunto. Le prometí investigar el caso personalmente.
—Sí. Y lo hizo.
—Establecí un proceso de investigación entre algunas de las personas que habían estado en contacto con Su Santidad; creo que puedo afirmar que sus respuestas dieron pie a la reflexión.
—¿Por qué?
—Eran distintas tanto en lo medular como en los detalles de su historia, a pesar de lo cual la opinión acerca de usted parecía ser bastante unánime.
—No era una opinión positiva.
—No, Santidad.
—No podía serlo. Nunca hemos sido capaces de hacernos amar. Ser desagradables ha sido una especie de hábito nuestro. ¿Pero su Eminencia está en condiciones de recordar esas diferencias con respecto a los hechos, para darnos una idea de ellas? Las opiniones no importan.
El Cardenal meditó durante un minuto.
—Sí, Santidad. Puedo darle tres ejemplos de Oxford. Fray Benedict Bart dijo que se había entrevistado con usted no más de dos veces, pero que había oído hablar mucho de usted a sus amigos, tanto clérigos como seglares. Declaró que todo lo que se podía haber hecho por su persona se había hecho, y que usted era —aj—, Su Santidad ha de disculparme, una persona muy incapaz e ingrata.
El Papa hizo balancear los bordes ligeros de su palio y sonrió deleitado. El Cardenal prosiguió.
—Fray Perkins, que le recibió a usted en la Iglesia, dijo: «Me temo que se trate de un genio, ¡pobre hombre!»
—¡Qué blasfemia grosera!
—¿Blasfemia, Santidad?
—Sí, blasfemia. Dios Todopoderoso crea algo un poquitín fuera de lo común y, en lugar de alabarle por el privilegio de ser útil a una de Sus obras, fray Perkins deplora el hecho. Pero continúe.
—Confieso que antes jamás había pensado en ello desde esa perspectiva…
—No, tampoco lo hizo fray Perkins. Continúe.
—También pedí opinión a cierto doctor Strong, que al parecer fue una de las autoridades de la Universidad.
—Era ex Examinador Público de Grandes Honores; no sé si usted conoce ese cargo.
—Sí, muy bien. Pues él dijo que usted había sido su amigo íntimo y querido durante más de veinte años, que no había tenido amigos influyentes que le estimularan y que sus condiciones no eran menos distinguidas que su carácter moral.
El Papa volvió a reír.
—El doctor Strong es un experimentado escritor de testimonios.
—Pero no diría yo que un hombre en su posición…
—Por cierto que no. El doctor Strong es uno de los dos hombres honestos que conocemos. Bien, ¿cómo le impresionó a usted la discrepancia entre esta declaración y la de fray Benedict?
—Fue de este modo: cómo podía ser que tantos sacerdotes ponderados tuvieran prácticamente la misma opinión (porque lo que dijo fray Benedict lo decían también otros), cuando su conocimiento de los hechos parecía ser tan superficial y dudoso. Quiero decir, fray Benedict y los demás sólo tenían los datos de una relación muy eventual, pero el doctor Strong se basaba en veinte años de trato íntimo. Sin embargo, en momentos en que estaba valorando esas declaraciones contradictorias, el predecesor de Su Santidad murió y me vi obligado a venir a Roma.
—¿Ha notado Su Eminencia alguna vez que muy pocos clérigos son capaces, capaces de verdad, de formarse una opinión desprejuiciada, propia y original, de juzgar únicamente de acuerdo con las pruebas que tengan delante?
—Tengo excelentes razones para creer que lo que Su Santidad dice es correcto.
—Es mucho más fácil hacerse eco de los demás que discriminar. Bien, si no le parece mal, volvamos al compromiso. ¿Qué nos puso de nuevo en el recuerdo de Su Eminencia durante el cónclave?
—Santo Padre, eso resultó muy extraño. Los compromisarios éramos incapaces de ponernos de acuerdo, tal como lo había sido el Sacro Colegio. Entonces, al final de una de nuestras reuniones, me llamó la atención el extraordinario parecido del cardenal Della Volta y alguien al que recordaba haber visto, pero cuyo nombre había olvidado. Era un accidente sin importancia, pero me devané los sesos al respecto. Otra cosa curiosa sucedió esa misma noche. Tenía que firmar algunos papeles, de modo que cogí mi carpeta de documentos y, por mero accidente, di con una carta de Edward Lancaster sobre Su Santidad…
—Nos no llamaríamos «accidente» a eso.
—Ni yo lo hago ahora, Santo Padre. Bien, a falta de algo mejor que hacer, me figuro, releí una media docena de esas cartas y decidí llegar al fondo de la cuestión a mi regreso a Inglaterra. Pero, muy temprano por la mañana, al día siguiente, de pronto se iluminó en mi mente el recuerdo de que yo mismo había visto a Su Santidad…
—En 1894.
—Ah, sí, en 1894; y el cardenal Della Volta era el doble de Su Santidad. Eso me hizo volver a mirar las cartas, y cada vez se ahondaba más mi convicción de que se había cometido un enorme y casi irreparable error. No puedo explicarle con cuánta fuerza sentí aquello, Santo Padre.
—¿Pero qué le hizo…, en fin, prácticamente imponer nuestro nombre a los compromisarios?
—Eso no puedo explicarlo, aunque en mi mente hay pocas dudas acerca de que ha sido… Pero, ateniéndome a los hechos: estaba tan imbuido del caso que lo comenté en nuestra reunión matinal, como un ejemplo de la falibilidad de lo que (creo que fue Su Santidad quien lo llamó así, sí, así fue), como un ejemplo de la falibilidad de la Máquina. Jamás olvidaré el efecto de mis palabras sobre el cardenal Mundo. Resultó extraordinario. El Cardenal (lo recordaré mientras viva) dijo: «Monseñor Cardenal, usted tiene el deber de proponer a ese hombre para el papado; ¡sí, usted tiene ese deber!» Me sentí anonadado. Respondí que Su Santidad ni siquiera había recibido las sagradas órdenes. El Cardenal replicó: «¿Qué importa eso?» Debo decir que ese momento fue muy intenso. Nadie podía dejar de advertir su importancia. Para usar una expresión común: era un clavo ardiente para todos. Los demás no me sirvieron de ninguna ayuda; examiné el problema durante unos minutos. Mundo proseguía: «Si ese hombre tiene una verdadera vocación, habrá perseverado; si ha perseverado, los veinte años o más de espera habrán purificado…»
—Por favor no siga citando al cardenal Mundo.
—De acuerdo; en resumen, me invadió el impulso irresistible de proponer a Su Santidad…
—Y entonces, ya que no se veía a ningún otro candidato, ya que… Comprendemos. Usted fue a vernos, nos halló perseverantes…
—Sí, Santidad.
—Bien. ¿Damos un breve paseo por el jardín y rezamos alguno de los oficios?
El cardenal Courtleigh se sobresaltó.
—Por supuesto… Si a Su Santidad no le importa caminar junto a mi silla de ruedas…
—Oh, claro que no. Es una de nuestras costumbres invariables caminar detrás de las sillas de ruedas y empujarlas.
—Ni por un instante puedo consentir…
—No, pero durante una hora tendrá que someterse. ¡Tonterías, hombre! ¿Acaso cree que nunca hemos empujado una silla de ruedas? Siéntese, bien quietecito, abra su breviario y lea el oficio; Nos miraremos por encima de su hombro y diremos las respuestas. Es un ejercicio estupendo, ¿sabe usted?