CAPÍTULO II
BIEN, esto es lo que estaba ocurriendo en el cónclave romano:
Los cursores habían gritado «Extra omnes»: cincuenta y siete cardenales y trescientos once conclavistas habían sido tapiados en tres galerías del Vaticano. Todas las ceremonias ordenadas en 1274 en el Concilio de Lyon por la bula de Gregorio X habían sido observadas.
El Sacro Colegio estaba dividido en dos facciones. Cinco eran los candidatos para el papado: Orezzo, Serafino Vagellaio, obispos cardenales; Ragna, Gentilotto, Fiamma, presbíteros cardenales. Luego estaban los grupos que representaban diversas nacionalidades. Los franceses eran Desbiens, Coucheur, Lanifère, Goëland, Perron, Màteur, Légat, Labeur, presbíteros cardenales, y Vaghemestre, diácono cardenal. Los alemanes eran Rugscha, Zarvasy, Popk, Niazk, presbíteros cardenales. Los hispanos eran Nascha, Sañasca, Harrera, presbíteros cardenales. Los irlandeses eran O’Dromgoole, O’Tuohy, presbíteros cardenales. Los italianos eran Moccolo, Agnello, Vincenzo Vagellaio, obispos cardenales; Sarda, Ferraio, Saviolli, Manco, Ferita, Creta, Anziano, Cassia, Portolano, Respiro, Riciso, Zafferano, Mantenuti, Gennaio, Bosso, Conelia, Del Drudo, Di Petra, Di Bonti, presbíteros cardenales; Macea, Sega, Pietratta, Pepato, Della Volta, diáconos cardenales. Los presbíteros cardenales inglés y americano Courtleigh y Grace estuvieron acordes en votar juntos, y otro tanto decidieron el presbítero cardenal benedictino Cacciatore y los diáconos cardenales Vivole y Berstein, capuchino y jesuita respectivamente. El prior presbítero cardenal Mundo, portugués, y el presbítero cardenal bohemio Nefski (que era llevado en una litera) se presentaban como votantes independientes. El presbítero cardenal Capacitato estaba ausente por los achaques de la edad, y dado que la voz popular (para no decir nada de la sabiduría popular) le adjudicaban la posesión del Ojo Maligno, Sus Eminencias daban las gracias al pensar que los dedos que necesitarían para escribir sus sufragios no habrían de ser empleados para hacer cuernos a perpetuidad.
Una vez tapiados, y satisfechos los conclavistas en sus cómicos privilegios constitucionales, los cardenales pasaron la noche visitándose unos a otros en sus celdas, discutiendo las posibilidades de los cinco candidatos, maniobrando para obtener sufragios y prometiéndolos. Los cinco aspirantes mismos estaban divididos en dos facciones a las que Ferraio, que era un bromista, denominaba con una chanza abstrusa Ladradores y Maulladores. Una tradición romana alega que la letra R (la littera canina) ejerce una influencia indefinible sobre una elección, ya que se presenta en los apellidos de pontífices alternativos. Otros declaraban que esa tradición no tenía garantía más seria que las fábulas de las viejas (anicularum lucubrationes); fueron Serafino Vagellaio, Gentilotto y Fiamma quienes expresaron esta teoría. Verbosidades aparte, poco era lo que había para elegir entre los cinco. Luigi Orezzo era obispo cardenal, Decano del Sacro Colegio, Chambelán de la Santa Iglesia Romana. Mariano Ragna era Secretario de Estado. Serafino Vagellaio había sido el favorito de un pontífice que tuviera a su disposición el mundo entero para elegir. Hieronimo Gentilotto, apodado «El Papa Rojo» porque era Prefecto de la Congregación para la Propagación del Evangelio en el Extranjero, sólo consideraba por encima de sí al Sucesor del Pescador. Domenico Fiamma, arzobispo de Bolonia, estaba en la madurez de una vida llena de vigor y famosa por su intelecto brillante y su mente noble.
Un cardenal tiene prohibido votar por sí mismo. Orezzo prometió su sufragio a Ragna; Ragna el suyo a Orezzo: los Ladradores han de ladrarse unos a otros. Serafino Vagellaio también prometió su sufragio a Ragna, con la idea de que un funcionario merece observancia. Pero Gentilotto apoyaba a Fiamma, y Fiamma a Gentilotto.
Por la mañana hubo misa y comunión en la Capilla Paulina, y Sus Eminencias se dirigieron a sus sillas de la Capilla Sixtina. Se produjo un silencio prolongado. Gruesos cirios de cera resplandecían sobre el altar, sobre las paredes, sobre el pupitre frontero a cada silla. Los cardenales aguardaron, alisando sus túnicas moradas y sus roquetes blancos descubiertos, símbolo de esa autoridad espiritual suprema que era devuelta a sus manos. Nadie se movió para hablar. La elección no había de cumplirse por la Vía de la Inspiración.
Los maestros de ceremonias colocaron en la mesa situada ante el altar dos cuencos de plata que contenían pequeñas papeletas. Los nombres de los cincuenta y siete cardenales estaban escritos cada uno en un trocito de papel pergamino. Los trozos, enrollados, se apretaban en el interior de cincuenta y siete bolillas de plomo. Las bolas fueron echadas a un gran saco violeta, una por una, y contadas por los electores. Tras sacudir muy bien el saco, Vaghemestre extrajo tres bolillas. La primera dio el nombre de Moccolo; la segunda, el de Popk; la última, el de Harrera. Así fueron elegidos los cardenales escrutadores.
Por turno, cada uno de los cardenales cogió de los cuencos un papel en blanco, se retiró a su pupitre y comenzó a escribir su sufragio. En la parte superior del papel escribía «Yo, Cardenal» y su nombre, lo doblaba y sellaba cada extremo. En la parte inferior escribía su lema, doblaba el papel y lo sellaba a cada extremo. En el centro, escribía «elijo para Soberano Pontífice al Reverendísimo Cardenal» y el nombre del candidato al que otorgaba su sufragio. El rasgar de las plumas y el susurro del polvo secante al ser esparcido puntuaron un silencio trascendente. En obediencia a la bula de Gregorio X algunos hicieron esfuerzos para disfrazar su letra. Los resultados eran horribles. Por último, todos doblaron sus papeletas a lo ancho hasta dejarlas de una pulgada y, por turno, cada cardenal se aproximó al altar, solo, llevando su sufragio con el brazo tendido y entre el índice y el dedo medio de la mano derecha, dobló la rodilla y tras levantarse juró: «Pongo por testigo a Cristo, Nuestro Señor, que un día será mi juez, que juzgo mi deber, según Dios, hacer la elección que hago». Un gran cáliz de oro cubierto por una patena descansaba sobre el altar. Cada cardenal dejaba su sufragio sobre la patena, la deslizaba hasta que el voto caía dentro del cáliz, volvía a colocarla en su sitio y regresaba a su silla.
El cardenal escrutador Moccolo cogió el cáliz por el pie, puso una mano sobre la patena y sacudió para mezclar todos los sufragios. El Cardenal Decano, el Cardenal Primer Sacerdote y el Cardenal Archidiácono llevaron el cáliz hasta la mesa de la que habían sido quitados los cuencos de plata. Allí había un copón. Los tres escrutadores se sentaron a un lado de la mesa enfrentando al Sacro Colegio. Harrera contó los sufragios uno por uno, pasándolos del cáliz al copón. Eran cincuenta y siete. Se oyó un suspiro de alivio. Una diferencia hubiese invalidado el escrutinio, y Sus Eminencias se habrían visto en las penurias de votar, sellar y jurar otra vez. Moccolo extrajo una papeleta; la desdobló sin violar los extremos sellados, dejó a la vista el nombre del candidato al que se había otorgado el voto, la paso a Popk, quien también miró el nombre, y la pasó a Harrera, quien leyó el nombre en voz alta.
Cada cardenal tenía sobre su pupitre una lista impresa de los integrantes del Sacro Colegio. Los nombres estaban escritos en el centro de los folios. A derecha e izquierda de cada uno había líneas horizontales en las que se marcaban las rayas que indicaban la cantidad de votos. A medida que Harrera decía los nombres, enfilaba cada papeleta atravesando la palabra «elijo» con una aguja enhebrada con un hilo de seda violeta; por último puso el collar de votos sobre el ara.
La Vía del Escrutinio al principio produjo el resultado habitual. Los cincuenta y siete sufragios estaban tan igualados entre los cinco candidatos que ninguno resultó elegido. Orezzo tenía ocho: los de Ragna, Moccolo, Agnello, Manco, Sarda, Macea, Pepato, Di Petra. Ragna, trece: los de Orezzo, Serafino Vagellaio, Cacciatore, Vivole, Berstein, Nascha, Sañasca, Harrera, Ferita, Pietratta, Bosso, Sega, Conella. Serafino Vagellaio, once: los de su hermano Vincenzo, Rugscha, Zarvasy, Popk, Niazk, Gennaio, Cassia, Anziano, Portolano, Creta, Di Bonti. Gentilotto, doce: los de Fiamma, Desbiens, Coucheur, Lanifère, Goëland, Màteur, Légat, Perron, Labeur, Vaghemestre, Zafferano, Mantenuti. Fiamma, trece: los de Gentilotto, Courtleigh, Grace, O’Dromgoole, O’Tuohy, Saviolli, Della Volta, Del Drudo, Respiro, Riciso, Nefski, Ferraio, Mundo. La Vía del Acceso demostró que todos mantenían la misma opinión y que cada uno esperaba que los otros cambiaran las suyas. Un manojo de paja en el hogar, las papeletas de los sufragios encima, fuego, y se produjo la fumata de la chimenea visible en la Plaza de San Pedro, que anunciaba que Dios Nuestro Señor no había enviado un Papa a Roma esa mañana.
Los cardenales fueron a comer en sus celdas aisladas. Después de una siesta y antes de las oraciones, los que podían caminar salieron a hacer ejercicio en las galerías, en tanto que otros leían el Oficio Diario con sus capellanes. Hubo charlas, peticiones de votos. Por la noche, cantaron Veni Creator y volvieron al trabajo. Orezzo ganó para sí a Anziano y a Portolano, elevando su total a diez. Los nueve franceses y los dos irlandeses, con Ferita, Bosso, Pietratta, Sega, Conella, accedieron a votar a Ragna, de modo que sus votos sumaron veinticuatro. Serafino Vagellaio sólo conservó cinco votantes: su hermano y los cuatro alemanes. Gentilotto perdió a los nueve franceses, pero ganó a Gennaio, Di Bonti, Cassia, Creta, llegando a un total de siete. La defección de dos de los irlandeses redujo los votantes de Fiamma a once. Y una vez más el humo vació la Plaza de San Pedro.
Las conferencias privadas ocuparon el tiempo: hasta bien entrada la noche ardieron las velas. Las túnicas de seda morada susurraban por todas partes entre cortinas de hilo morado. Había coloquios, diferencias, exhortaciones, discusiones, promesas, promesas dictadas, sugeridas, otorgadas. Ragna solicitó la opinión de sus amigos con respecto al mejor nombre pontificial. Vivole le ofreció «Formoso II» y una pulgarada de rapé capuchino de entre las páginas de su breviario; pero Berstein prefería «Aloisio I». El Secretario de Estado tendría en cuenta ambas sugerencias. Comenzaron a formarse camarillas. Los franceses, alemanes, hispanos e irlandeses ya se habían unido en cuatro núcleos. Lo que hiciera el jefe del grupo, eso harían los otros nueve, cuatro, tres o dos. Al demostrar que los diáconos cardenales en ocasiones habían sido elevados a la dignidad de títulos, o de sedes suburbanas, por Papas a los que ellos habían elegido, el archidiácono cardenal Macea reunió una pequeña fracción de cuatro, él mismo, Pietratta, Sega y Pepato. Diez italianos, Conella, Manco, Di Petra, Ferita, Creta, Casia, Gennaio, Di Bonti, Sarda, Bosso, consintieron en votar juntos. Mundo se negó a unirse a los españoles y Nefski a los alemanes, a causa de los diversos acontecimientos de Polonia. Ferraio, arzobispo de Milán, apoyaría a Fiamma en cualquier circunstancia, porque ambos habían sido elevados al cardenalato juntos. Saviolli compartió su suerte con los cardenales célticos y americanos. Della Volta simpatizaba con Saviolli y sus amigos. Del Drudo hizo pública una sentencia críptica, que afirmaba que el que había sido mayordomo debía saber diferenciar un huevo fresco de uno podrido. Y el cardenal camarlengo Respiro, y Riciso, arzobispo de Turín, mostraron su acuerdo con Del Drudo.
De modo que en la mañana de la tercera asamblea capitular se desveló un extraordinario estado de cosas. Orezzo perdía a todos sus votantes, excepto cuatro: Moccolo, Agnello, Anziano, Portolano. Serafino Vagellaio perdía todos los votos, menos el de su hermano Vincenzo. Gentilotto perdía todos, con excepción de tres: Fiamma, Zafferano, Mantenuti. Fiamma retenía a sus once leales. Y Ragna comenzó a ganar. Primero, mantuvo a Orezzo y a Serafino Vagellaio, al benedictino, al capuchino, al jesuita y a los tres hispanos. Los nueve franceses (por un milagro) permanecieron fieles a él durante dos días consecutivos. Otro tanto hicieron los dos irlandeses: por cierto que O’Tuohy, que en sus tiempos de estudiante había jurado que jamás miraría a la cara a una mujer (y mantuvo su voto), se mostraba tan persistente como lo había sido cuando León XIII había intentado forzarle a la primacía de Eblana pasando por encima de los electores que le rechazaban. Los cuatro alemanes, los cuatro diáconos y la decena de italianos también se unieron a Ragna, cuyas marcas en el folio aumentaron a saltos (por decirlo así): de dos a cinco, a ocho, a diecisiete, a diecinueve, a veintitrés, a veintisiete, a treinta y siete…
Según la Constitución de Alejandro III, redactada en el Concilio de Letrán, en el año de la Fructífera Encarnación del Hijo de Dios de MCLXXX, y confirmada por las subsiguientes bulas de Gregorio XV y de Urbano VIII, son necesarios, para la elección de un Papa, los votos de los dos tercios de los cardenales presentes en el escrutinio. Ninguna de Sus Eminencias ignoraba que dos tercios de cincuenta y siete es igual a treinta y ocho. Por tanto, cuando las marcas señalaron treinta y siete votos para Ragna, y el escrutador joven se puso de pie con la última papeleta en la mano, algunos empezaron a respirar entre estertores nasales; algunos se pusieron color malva, otros púrpura, en tanto que los dos de características corporales flemáticas alzaron la mano tentando las cuerdas de los doseles que coronaban sus sillas, para hacerlos descender en el momento de la manifestación del Vicario de Cristo.
Harrera leyó el nombre: Ragna.
Lo que vino a continuación sucedió con mucha rapidez. Los escrutadores rompieron los sellos de las papeletas uno por uno y Harrera leyó en voz alta los nombres de los electores así como el nombre del elegido. En la decimotercera leyó: Yo, cardenal Mariano Ragna, elijo para Soberano Pontífice al Reverendísimo Cardenal Mariano Ragna.
Ése era un horrible ejemplo del hombre inteligente y fuerte que pierde el control de sus facultades directrices en un momento de excitación. Nadie podría haber hecho semejante cosa por perversidad voluntaria, porque el rigor de las regulaciones del cónclave expresamente no admite el éxito de las prácticas inicuas. Todos saben eso. El Secretario de Estado, al votarse a sí mismo cuando se hallaba en el umbral de lograr la más enorme de todas las ambiciones, invalidaba su propio sufragio y su elección venía anulada por defecto de un solo voto. Dios sabe qué pasiones habrán desgarrado su pecho. Ragna se recluyó en su celda durante el resto del día, aullando de un modo horrible. Orezzo, que con insensatez acudió a demostrarle su simpatía, de pronto se apartó de allí mascullando rezos y tambaleándose.
El cuarto escrutinio comenzó a mostrar lo imperdonable que es un error. Los diez italianos de Ragna y los cuatro alemanes se alinearon en la facción de Fiamma. Ragna mismo votó por Serafino Vagellaio. El cómputo dio cuatro votos a Orezzo; veintitrés a Ragna; dos a Serafino Vagellaio; tres a Gentilotto; veinticinco a Fiamma.
En el quinto escrutinio aumentaron los desertores de Ragna. Los nueve franceses votaron por Orezzo; los tres españoles, por Gentilotto. Al contar los votos, Orezzo tenía trece; Ragna, once; Serafino Vagellaio, dos; Gentilotto, seis; Fiamma, veinticinco.
Y entonces los franceses comenzaron a mostrarse veleidosos. En el sexto escrutinio, se vio que se habían pasado de Orezzo a Gentilotto, por lo que el cómputo daba cuatro para Orezzo, doce para Ragna, dos para Serafino Vagellaio, quince para Gentilotto, veinticinco para Fiamma.
Los muchachitos de los suburbios en otros tiempos solían saciar sus emociones con un pasatiempo frenético y turbulento llamado Correo Central. El séptimo escrutinio indicó una propensión del cónclave a muy similares tipos de disipación energética. Los cuatro diáconos cardenales, desesperando evidentemente de Ragna, le abandonaron. También lo hicieron los dos presbíteros cardenales irlandeses. El diaconado se volvió a Gentilotto, que había perdido a los franceses en favor de Serafino Vagellaio. Los irlandeses votaron por el Cardenal Chambelán. La séptima fumata de la chimenea de la Plaza de San Pedro fue originada por la quema de cincuenta y siete sufragios desglosados así: Orezzo, 6; Ragna, 5; Serafino Vagellaio, 11; Gentilotto, 10; Fiamma, 25.
Los conciliábulos, para no hablar ya de los protocolos, se pusieron a la orden del día y de la noche. No se preveía ningún nuevo candidato. Los cinco existentes se negaban de plano a retirarse, o a cambiar el sentido de sus votos. Moccolo, Agnello, Anziano y Portolano no querían abandonar a Orezzo. Zafferano y Mantenuti rechazaban la idea de abandonar a Gentilotto. Vincenzo Vagellaio se negaba a traicionar a su hermano. El benedictino, el capuchino y el jesuita se negaban a desertar de Ragna. Los vigorosos veinticinco sufragios de Fiamma provocaban disgusto: por ellos se alzaban dedos anulares o medios. Aunque en esas filas no revistaba ningún inglés de pura cepa, se decía que las cosas se iban poniendo «bien inglesas»; eso era un sarcasmo muy amargo en el Vaticano, cuando el Quirinal es notoriamente anglófilo. En cuanto a Portugal, Mundo, su líder…, en fin, todos saben que Portugal ha estado en el bolsillo del rey de Inglaterra desde aquella puesta en escena de Lisboa, decía Sañasca. En cuanto a los alemanes…, en fin, todos saben que los prusianos son tan bestialmente cínicos como Jonbull, decía Coucheur. La facción franco-hispano-irlandesa estaba muy presta a ir a cualquier parte y votar por cualquiera que no fuese «inglés». Los diáconos, por el contrario, recordaban que Inglaterra representaba el buen tono; y comenzaron a respetar aquellos veinticinco. Pero la Vía del Escrutinio y también la Vía del Acceso fracasaron para proporcionar un pontífice. Los votos de Fiamma subieron a veintinueve por el consentimiento del diaconado. La alianza franco-hispano-irlandesa a tontas y a locas se adhirió a Orezzo, a Ragna, a Serafino Vagellaio, a Gentilotto: pero los indispensables dos tercios de cincuenta y siete jamás se alcanzaron. Y, después de una semana de descarríos, Sus Eminencias pensaron que todo este asunto era bastante cansado.
La maciza mandíbula prognática de Ragna, del color del pórfido, se adelantó para emitir una sugerencia. Ya que el Colegio no parecía propenso a llegar a ninguna clase de acuerdo, ¿por qué no elegir a un hombre de edad quien, según la ley de la naturaleza, sólo fuese a vivir un año o dos, y cuya defunción exigiese otro cónclave al cabo de no mucho tiempo? Sin ningún egoísmo, él designaría a Orezzo. Ese hombre, por ejemplo, era un cardenal al que en cierto modo se le debía el papado desde 1878, fecha en que lo había perdido ante León. Que Orezzo fuese elegido ahora, y que, durante su breve pontificado, los Reverendísimos Monseñores dedicaran sus energías a sentar acuerdos para darle un generoso, glorioso e iluminado sucesor el cual, en estos tiempos reaccionarios, tuviese experiencia para enfrentarse a todas esas sutilezas tortuosas de la diplomacia secular, y que no hubiese cumplido los sesenta y cinco años.
El Sacro Colegio rechazó la mera idea. ¿Qué? ¿Elegir a un Papa que, por simple antipatía personal, se entregara a anular la política de León? ¿Qué? ¿Elegir a un Papa que había pasado más de un cuarto de siglo componiendo y recitando letanías de queja contra la forma en que León dirigía la Iglesia? ¿Qué? ¿Elegir a un Papa que había demostrado ser un perfecto bárbaro por la ferocidad de su golpeteo ritual en la frente del difunto León? ¡¡Di meliora!!
Ragna, con habilidad, negó una predilección personal por Orezzo. La idea fue desechada.
—¿Y ahora, qué? —era la pregunta general.
—La Vía del Compromiso —murmuró en un arrullo Vincenzo Vagellaio.
Hubo otra sesión capitular en la Capilla Sixtina. Por medio de los trozos de papel pergamino, las bolillas de plomo y el enorme saco violeta, fueron elegidos por sorteo nueve cardenales a los que se asignó la función de cardenales compromisarios. Fue bastante singular que resultaran siéndolo Courtleigh, Mundo, Fiamma, Grace, Ferraio, Saviolli, Nefski, Gentilotto y Della Volta. El Colegio concretó por escrito, sin que nadie disintiese ni se opusiera, el compromiso de que esos nueve fuesen investidos con poder y facultad absolutos para proporcionar un pastor a la Santa Iglesia Romana.
Los compromisarios estuvieron de acuerdo. Para empezar, se hicieron mutuas protestas de que no se habría de entender que otorgaban alguna anuencia basándose en palabras o expresiones de cualquier tipo que pudiesen ser dichas en medio del calor del debate, a menos que cada uno las pusiera por escrito. Entonces se miraron unos a otros con aire inquisitorial, sin decir palabra. Después de media hora levantaron la sesión hasta el día siguiente: reunieron sus comitivas y cada uno se dirigió a su celda. Los conclavistas estúpidos procuraron leer sus expresiones. Intentar leer los pensamientos de un cardenal en su cara equivale a querer leerlos en la suela de sus zapatos nuevos. La máscara cardenalicia es tan superior (en paquidermatosis impenetrable) a la del proverbial alumno de escuela pública, como la piel del cocodrilo lo es a la del pulex irritans.
La tarea de los compromisarios era demasiado pesada para que pudiese iniciarse antes de que el caos de ideas fuese puesto en orden. Gentilotto y Fiamma pasearon juntos galerías arriba y abajo. La aceptación de su presente servicio había anulado sus posibilidades para la triple corona. Ambos la hubieran llevado con alegría y bien; ninguno de los dos sentía una proclividad a luchar por ella. Los escrutinios habían resultado un fastidio total para sus dignidades, la pura y gentil dignidad de Gentilotto, la radiante dignidad opulenta de Fiamma. Haberse salido de ese tumulto sudoroso de la competición les satisfacía. Ferraio se unió a ellos en sus paseos, y también sumó a las de ellos sus ideas y simpatías. Mundo hizo una visita a Courtleigh y le oyó en confesión: el cardenal de Pimlico no necesitaba del confesor conclavista, que era un jesuita. Nefski, pálido y lánguido, intentó un breve paseo con el apoyo del brazo de Della Volta; después, rezaron juntos maitines y laudes. Saviolli se quedó hasta la noche en la celda de Grace, charlando acerca de la doctrina Munroe. Courtleigh se refugió en su celda; con las manos sobre los brazos de la butaca, fijaba su mirada en la llama de la vela. Sus pensamientos giraban, se arremolinaban, se detenían. Se adormiló. Su hermano, que era su capellán, asomó tras la cortina violeta, para saber qué necesitaba. La respuesta fue: nada, aunque tal vez escribiese algo antes de decir sus oraciones de la noche. Monseñor John puso sobre la mesa la carpeta de documentos del día, renovó las velas en el candelero y se retiró. Anon, Su Eminencia, abrió la caja con una diminuta llave de oro que pendía del lado interno del engaste de su anillo de camafeo; con aire meditativo repasó su correspondencia arzobispal. Un paquete de cartas parecía haberle fascinado. Lo tuvo entre las manos durante largo rato, mirándolo fijamente. Desató el lazo color bermejo y comenzó a leer. Había leído esas cartas antes, poco antes de entrar en el cónclave. Ahora se disponía a leerlas otra vez; leer ayuda a pensar; es como si un brazo fuerte sostuviese un andar débil; como si un par de alas ayudara a volar al pensamiento; o es su inspiración. El cardenal Courtleigh leyó una docena de páginas. Después se sentó con el mentón sobre su mano, observando de nuevo la llama de la vela. Sus pensamientos volaban. Eran muy personales, poco conectados con su situación presente o su presente servicio. Orezzo, Ragna y Serafino Vagellaio entablaban conversación con los compromisarios allí donde les encontraban, en los vanos de las puertas, en los corredores, a menudo acudían a cerciorarse de que no les faltaba ninguna comodidad en sus celdas.
Mañana y tarde las conferencias consistían en prolongadas discusiones sobre los méritos de los tres restantes candidatos y sobre los de los otros cuarenta y cinco cardenales. Las predilecciones de las grandes potencias fueron revisadas. El embajador del Emperador había notificado que Austria vería con buenos ojos la elección de Rugscha. Pero pensar en ese anciano —nacido en 1818—, de casi noventa años, oh, imposible. La Sede de Pedro no necesitaba más senilidad, sino más bien juventud. Los viejos eran tan obstinados, mucho más obstinados que los cabezotas jóvenes. El embajador de Su Majestad Católica había destacado la personalidad del arzobispo de Compostela. Sí, era verdad, no era tan viejo, pero tres veintenas de años más diez, ¿no es el límite del salmista? ¿Y alguna de Sus Eminencias deseaba asistir a otro cónclave dentro de (digamos) los próximos cinco años? Sus Eminencias habían tenido de cónclaves lo suficiente para el resto de sus vidas mortales. El embajador francés no había hecho ninguna recomendación, en vista de que la Comuna le había llamado, arrancado de su tren en Modane al llegar a la frontera francesa y le había hecho pedacitos. Portugal había votado por Mundo, quien declaraba no estar deseoso de aceptar el papado, y como compromisario se hallaba incapacitado para hacerlo.
Italia —hum-hum-hum—, y bien, ¿Italia? Una expresión geográfica, nada más. O sea que quedaban los otros. ¿El Emperador alemán? Su Majestad había nominado a Courtleigh. ¿Pero por qué? El cardenal de Pimlico, sonriente, no sabía por qué. Se sentía muy obligado, sin duda. Quizá el joven pensaba que, al nominar a uno de los súbditos de su tío (y a uno poco digno, por cierto), induciría al susodicho tío a devolver la cortesía mediante la nominación de un alemán. ¿Se sentiría obligado el tío? Courtleigh pensaba que no. El aludido tío era tan suyo como el sobrino imperial, e infinitamente más prudente que él, y la última persona en el mundo que fuese a permitir que le dirigieran los pasos. Pues bien, ¿cuál era la actitud del rey de Inglaterra? Courtleigh no lo sabía, pero creía, en realidad se lo había revelado Mr. Chamberlain… Ah, sí, ¿el Lord Chambelán, ha dicho? No, no el Lord Chambelán, Mister Chamberlain, el Primer Ministro, quien le había dicho que Su Majestad no tenía intención de entrometerse en asuntos que no le concernían. Los compromisarios declararon que la conducta del rey de Inglaterra era sumamente digna. Y el cardenal de Pimlico agregó que, en cualquier caso, él (como compromisario) era no elegible, en tanto que el cardenal de Baltimore calculaba que América también quedaría fuera de esos tratos.
Una decisión definida se diluía. La posibilidad de llegar a algo parecía haberse remontado muy lejos. Ninguno de los nueve era sensible a un abrumador impulso irresistible de elegir Papa a ningún hombre en particular. Es un empeño tan injusto: el espíritu se debilita ante su inmensidad. Pero los compromisarios, subconscientemente, se iban acercando más y más el uno al otro, y apartándose de los demás, quienes, a su vez, se cohesionaban por la curiosidad. La cuarta conferencia resultó de una trivialidad nada normal. Mundo, con franqueza y en forma abrupta, expresó su convicción de que el Señor no estaba dispuesto a elegir un Vicario entre los miembros del Sacro Colegio, a lo que Sus Eminencias rieron y suspendieron la sesión charlando de asuntos diversos y seculares.
Courtleigh se alejó del brazo de Della Volta.
—Eminencia —le dijo—, le conozco a usted desde hace unos veinte años y cada vez que le veo siempre me pregunto si no le habré conocido en otro lugar, en otras circunstancias. ¿No ha ido usted nunca a Londres? Creo que no. ¿Y me figuro que no tiene usted lo que se llama un doble? No quiero decir que su tipo sea común. Muy por el contrario. Pero, a veces, me parece… Usted me recuerda a… Oh, no sé a quién…
Otra noche envolvió al palacio de la Colina Vaticana.
Cuando el cardenal Courtleigh intentaba afeitarse solo a la mañana siguiente, el fantasma de su amigo Della Volta irrumpió en su visión mental; de pronto la semejanza y el recuerdo chocaron produciendo una chispa. A su luz vio y supo… algo. Rió por unos segundos y adquirió una expresión grave. Estuvo muy ocupado con su carpeta de documentos hasta la hora de la conferencia. Los temas que propuso a los otros compromisarios hicieron que varios precedentes fuesen descalificados, y creados otros nuevos. A las nueve de la noche, cuarenta y dos cardenales, vestidos con los hábitos de sacerdotes corrientes, se alejaron en taxis hacia la estación de ferrocarril; mientras tanto, el Cardenal Chambelán abría la puerta interior del cónclave. El jefe de la guardia, Ghici, que recibiera su cargo por herencia, llegó desde su habitación para abrir la puerta exterior, y escuchó horrorizado la invitación que se le hizo para que declarara si el Vaticano era una prisión para cardenales, tal como lo era para los papas: ¡detestaba que un soldado-langosta-cocida se burlara de él!
Quince monseñores comparativamente mudos pasaron unas pocas semanas allí, en reposado ocio, leyendo en la biblioteca, admirando pinturas y esculturas, paseando a veces por los jardines. Uno de ellos comenzó a estudiar botánica con seriedad. El Cardenal Camarlengo, con vistas a una futura bula, compuso un escrito muy mordaz contra esa anomalía hipócrita llamada socialismo cristiano. Y durante todo ese tiempo las fuerzas pontificias velaron desde dentro por todas las entradas, confraternizando a través de las rejas con las fuerzas nacionales, que estaban fuera. Pero los enviados especiales de los periódicos ingleses en Roma masticaban vaciedades y excretaban tonterías, según su propia naturaleza.
En grupos de dos y de tres, llegaron sacerdotes comunes (pero de porte muy digno), se les franqueó la entrada y cambiaron sus hábitos negros por los morados. Uno de ellos no cambió sus ropas: era tan sólo el nuevo capellán del cardenal Courtleigh. La puerta del cónclave fue cerrada por ambos lados y tapiada por segunda vez.
Se siguió otra sesión de los compromisarios, durante la cual su auténtica acta fue escrita según la forma prescrita por los protonotarios apostólicos. Después tuvo lugar una asamblea capitular final, en la que se hizo pública el Acta de Compromiso. Por fin, se levantó una tempestad de parloteos y reacciones, que se disolvieron (como las tempestades) en truenos sordos, en seísmos cada vez menos convulsivos, una cantidad de leños y remates de chimeneas rotos, quietud, paz, alivio y sonrisas iluminadas por el sol de abril.