CAPÍTULO III
CUANDO Sus Eminencias hubieron entrado en la Capilla Sixtina para llevar a cabo su última reunión, los conclavistas se separaron a fin de entregarse a sus propias actividades, y la puerta fue cerrada. El reverendo George Arthur Rose departió con el obispo de Caerleon, que era el capellán en funciones del cardenal Mundo. Caminaron por la galería real que separa las capillas Sixtina y Paulina. George se mostraba silencioso. Su mente (como siempre) recibía impresiones: la histórica escena representada ante sus ojos; las máscaras magníficas que velaban la humanidad de los actores; la misteriosa penumbra del escenario, su pequeñez, su aire de confinamiento cavernoso; el ácido y opresivo olor séptico de la antigüedad arquitectónica, cérea y humana. Se le había anunciado que diría misa antes de mediodía y su cabeza estallaba por el ayuno entre esos indescriptibles efluvios sofocantes. Recordaba que, en los días anteriores, la necesidad le había obligado con frecuencia a abstenerse de toda comida durante cien horas cada vez. A menudo, cuatro días por semana, no había comido nada, pero lo había hecho mientras permanecía al aire libre, sobre las playas de un mar del norte, o entre los brezos de marjales y montañas, donde el viento y el rocío dispensaban vida. Aquí, un ayuno de menos de veinte horas le ponía enfermo y malhumorado. Sin embargo, había que tolerarlo. Semphill le había dicho una vez que un curso en un colegio eclesiástico y los primeros años de la vida clerical eran tan desagradables como diez años de trabajos forzados. Lo tomó así, con cierta perplejidad, era parte del asunto, estaba decidido a seguir adelante con ello. A pesar de todo, en ese momento se hallaba en condiciones mejores que nunca antes gozara. Ya no se encontraba solo. El Dr. Talacryn se había mostrado ansioso de su compañía desde aquel día en Londres; y George se inclinaba a valorar la gentileza. El obispo de Caerleon parecía ser precisamente lo que el sacerdote recién ordenado sabía por sí mismo que necesitaba: un experto, compasivo, no muy inteligente bastón, honesto y firme como un roble. ¡Oh, por la certidumbre de la fidelidad! En esta ocasión George cogió su amada edición de Teócrito preparada por Estienne. En los momentos libres, procuraba introducir a su compañero en la melodía del griego, y juntos leyeron y analizaron el duodécimo idilio.
Una hora más tarde, el Obispo sugirió que fuesen a orar en la Capilla Paulina. George le siguió. La plegaria es un limpiador para la mente: el mejor; y, de todas formas, es un esfuerzo siempre agradecido. Buscaron cuatro pies de suelo sin suciedad, y se arrodillaron uno junto a otro; así se pusieron en comunicación con el Invisible. El método de George era intelectual más que formal. Para él, poseedor de un sentido del ridículo agudo y muy cultivado, lo absurdo de un ser humano componiendo críticas complacientes de los decretos divinos, embrollando frases bíblicas y litúrgicas con un específico y, en esencia, sensual placer de juntar trocitos, le parecía una impertinencia gratuita. «Amado Jesús, no seas para mí un Juez sino un Salvador» eran las palabras de la fórmula que utilizaba. Eso lo incluía todo, hasta donde él podía comprender. Repetía la frase una y otra vez, como si fuera un maravilloso hechizo, y siempre le producía un efecto psíquico. Se ponía en comunicación directa con el Omnisciente Invisible, a quien todos los corazones están abiertos, para quien no hay secretos. Sólo era su propio método, adquirido a través de una experiencia amarga y dulce. Cuando llegaba el momento, comenzaba a pasar las cuentas de su rosario de adularia, concentrando su meditación en el misterio de la anunciación; tenaz, su mente trabajaba; sus labios, veloces, pronunciaban las plegarias. Después de cinco decenas dijo el Salve Regina y examinó su conciencia. ¿Había en él alguna diferencia? Se sentía más claro, sentía que había llevado a cabo alguna diferencia. Eso era un alivio. ¿Pero valía de algo? ¿No era algo impuro? ¿Estaba él fortalecido de verdad por los ejercicios? Por ejemplo, ¿se hallaba ahora lleno de puro Amor, e inflamado por él? No. ¿Estaba siquiera algo más cerca del puro Amor, digno de ser tomado, siquiera con severidad, como puro Amor? No. Pues bien, había hecho todo lo posible, eso llegaría con el tiempo. Dios, sé misericordioso con nosotros, pobres pecadores.
Miró al Obispo, dos semanas más joven que él en edad, dos siglos mayor que él en méritos de toda clase. La gozosa y satisfecha impasibilidad de aquel hombre, al terminar sus plegarias y cruzarse con la mirada de George mientras sonreía con llaneza, era algo sorprendente. ¡Cuán distintos son los hombres! Allí estaba éste, envidiando la impasibilidad del otro, que a su vez temía en parte la agilidad del primero. George comprendió que el Obispo jamás había experimentado apuro de ninguna clase, ni podía experimentarlo. Vio el enorme golfo que se abre entre lo simple y lo complejo.
Hubo una agitación en la puerta de la capilla.
—Creo que será mejor que volvamos —dijo el Dr. Talacryn.
Aparecieron dos maestros de ceremonias destinados al servicio del archidiácono cardenal Macca y al del diácono cardenal Berstein. A medida que George y su acompañante se aproximaban a ellos, ambos se volvieron sobre sus pasos. George hubiese querido que estuvieran en cualquier otro lugar que no fuera ése, impidiéndole avanzar cuando debía correr al servicio de su diocesano. Los maestros de ceremonias bloqueaban por completo el paso mientras iban andando delante de él con una despreocupación soberbia.
—¡Qué rígido, qué antipático parece el mayor! —murmuró con acritud.
—¡Ssssh! —siseó el Obispo.
La puerta de la Capilla Sixtina se abrió. Los conclavistas se precipitaron hacia ella desde todos los rincones. George y su amigo se vieron empujados a través de las puertas. Más allá de la delicada reja de mármol brillaban las seis llamas quietas de las velas del altar. Las portentosas figuras de la cúpula parecían contorsionarse. Hacia detrás de la reja se dirigieron Macca y Berstein; se detuvieron y enfrentaron al grupo que les seguía.
George miraba a su alrededor con una atención vehemente. Había sentido eso mismo tres veces en su vida: en las exequias de la reina de Inglaterra, en la coronación del rey, al pie de la primera tumba que se abriera ante él en su paso por el mundo. Era el sentimiento del cognosciente al que se permite, durante sesenta segundos, complacerse en la contemplación de un cofre lleno hasta los bordes de inestimables piedras preciosas talladas. Era el sentimiento de la codicia absoluta. Allí estaba la historia en su transcurso y él se hallaba en la primera línea de espectadores. No era el momento de pensar en los efectos. Era el instante de los efectos, y cada detalle debía ser captado y guardado. La selección podría llegar más tarde; la apreciación, después de esto; pero ahora debía recolectar. Primero, su mirada se alzó hasta los pequeños doseles cuadrados: todos estaban en posición. De inmediato, a los ocupantes de las cincuenta y cinco sillas: estaban sentados, tan quietos como los padres conscriptos cuando se sientan en sus sillas curules, vueltos hacia los que se agolpaban entre los arcos de la reja. De modo inconsciente, George se sintió llevado a avanzar más y más. Su comportamiento era recónditamente no emotivo; siguió adelante, absorbiendo con ardor el espectáculo. Al cabo de unos minutos susurró al Obispo:
—¿Qué es esto? ¿Qué ocurre?
—Creo que Dios nos ha dado un Papa.
—¡Oh! ¿Quién?
—Espere. Lo sabremos dentro de un minuto.
El silencio, la calma, la penumbra, en la que las formas quietas de los cardenales se curvaban como las crestas inmóviles de olas talladas en jade blanco y marfil antiguo sobre un mar de amatistas, eran más que maravillosos.
Desde la sombra llegó una voz, una voz intensa, que recitaba una fórmula.
George no comprendía con facilidad el latín hablado por un italiano; se encontró traduciendo: Reverendo Señor, el Sacro Colegio te ha elegido para ser el Sucesor de san Pedro. ¿Aceptarás pontificalmente?
«Reverendo», pensó. «¿Por qué no “Reverendísimo”?» De inmediato se volvió hacia el Obispo, con otra pregunta en los labios. El Obispo se estaba arrodillando detrás de él. La masa se arrodillaba. ¿Por qué no habría de arrodillarse él también? Echó otra mirada a su alrededor, era una entera figura negra de cara alerta, pálida y fatigada, solitaria y erguida en medio del esplendor de la púrpura. Miró otra vez los doseles.
Sobre él, sobre él convergían todos los ojos. ¿Por qué no habría de arrodillarse?
De nuevo la voz del Archidiácono Cardenal entonó: «Reverendo Señor, el Sacro Colegio te ha elegido para ser el Sucesor de san Pedro. ¿Aceptarás pontificalmente?»
No había error. La aterradora, tremenda, pregunta era dirigida a él.
Un murmullo del Obispo le alertó:
—La respuesta es Volo o Nolo.
El latido de sus sienes, el estrépito de sus oídos cesaron como por milagro. Tomó aire con lentitud, cruzó su mano derecha sobre el lado izquierdo de su pecho, adquirió la compostura del protagonista de una representación teatral, y respondió:
—Aceptaré.
Se oyó una palmada y los baldaquines bajaron entre crujidos y aleteos. El Sacro Colegio se puso de pie, mientras el Vicario del Señor pasaba hacia la parte trasera del elevado altar.
Le ofrecieron tres trajes de blanco pontificio, uno grande, otro medio y otro pequeño. El grande era demasiado grande; el pequeño, demasiado pequeño, pero el mediano valdría para ese momento. Comenzó a desvestirse, entre el tropel de los asistentes, con la naturalidad de quien está acostumbrado a nadar en Sandford Lasher. Rechazó toda ayuda, negándose a ser tocado. Cuando se hubo vestido con los calzones, la sotana, el cíngulo, el roquete, el manto y el sombrero blancos, los zapatos rojos y la estola, además del grande y nuevo anillo de oro del Pescador, revisó los bolsillos de la ropa que dejaba y los vació; guardó su pañuelo en la manga izquierda y preguntó por el obispo de Caerleon. Mientras los maestros de ceremonias y el sacristán agustino se daban prisa en preparar los altares para la consagración episcopal del Papa, el Dr. Talacryn fue admitido a la presencia apostólica. Rindió obediencia; el momento era demasiado augusto para las palabras, pero hablaron los ojos.
—Un vaso de agua —dijo entonces el Pontífice.
—De inmediato, Santo Padre…
—Que no se rompa. Permanezca a mi lado en todo momento, por favor.
Se sentía como si de pronto todo el mundo le hubiese abandonado. No como si él, él mismo, se hubiera movido o hecho un cambio, sino el mundo, lo pretérito, estaba lejos y borroso; el futuro estaba en sombras; el presente era totalmente extraño. Su idea entrecortada era la de calmarse a sí mismo con ese único nexo con el pasado. Trajeron el agua. Mojó la mitad de su pañuelo y lo retorció para aplicarlo sobre sus ojos ardientes y secos.
A lo largo de la prolongada ceremonia de consagración se comportó con una ecuanimidad enigmática. Aunque sus ojos no atendieron más que a las cosas del momento, y a pesar de que su porte parecía indicar una indiferencia lejana, con todo, en su interior su sensibilidad estaba en tensión máxima. Nada se le escapaba. Movilizaba sus fuerzas, planeaba su campaña. Mantenía los ojos bajos, anticipando la primera audiencia. Dos o tres eran los movimientos que podía prever en el tablero apostólico.
En el momento de la concesión del anillo episcopal, retiró su mano y pidió un amatista en lugar de la esmeralda ofrecida. La ceremonia se detuvo hasta la llegada de la piedra canónica. Los cardenales advirtieron la primera manifestación de la voluntad pontificia, con bastante preocupación y con cierto disgusto. Ragna murmuró algo sobre los advenedizos innobles; Vivole, acerca de la arrogancia juvenil; Berstein habló de mendigos a caballo.
—El que ha nacido en un granero, siempre rasca el suelo —aseveró el benedictino Cacciatore.
—«El que fuera rana es hoy un rey» —citó Labeur del Satyricon de Petronio Arbitro.
Le condujeron ante el altar y le colocaron sobre una silla de terciopelo carmesí preguntándole qué nombre pontificio elegiría.
—Adriano VII —llegó la respuesta sin vacilaciones, sin ninguna efusión.
—¿No preferiría Su Santidad ser llamado León, Pío, o Gregorio, como se estila ahora? —inquirió el Cardenal Camarlengo con una suavidad imperiosa.
—El pontífice inglés anterior fue Adriano IV, el actual pontífice inglés es Adriano VII. Así nos complace y por tanto, por nuestra propia voluntad, lo ordenamos.
No hubo nada más que decir. La elección de Adriano VII fue proclamada por el cónclave. Llegaron a la ceremonia de adoración. Uno por uno, Sus Eminencias besaron el pie, la mano y la mejilla del Sumo Pontífice. El contacto con la humanidad senil hizo que su alma joven se estremeciese. Durante todo ese lapso se decía a sí mismo: «No a Nos, Señor, no a Nos». Pero aquello resultaba algo muy tonto para decir. No era humildad, era repugnancia física que le llenaba de náuseas secretas. Algunos tenían aliento de avutardas y el de todos, menos uno, era demasiado caliente. Le hubiese gustado arrancarse su propia mejilla con tenazas curvas. Por medio de una gimnasia mental peculiar, salto hacia el verso que dice: «El que barre una casa como si lo hiciera ante Tu vista logra que su acción sea bella». Tomó la idea y se aferró a ella. «Señor Todopoderoso, o como Tú quieras ser llamado, sólo soy Tu instrumento. Esta osculación horrible no es más que una oportunidad de que ellos se beneficien honrándote a través de mí. Déjales. Seré el instrumento, Tu instrumento para todos los hombres. ¡Aj! ¡Cómo duele!» Su serenidad exterior era inflexiblemente felina. Apenas toleraba esas atenciones. Las flechas de los ojos cardenalicios caían sobre él y eran desviadas por su coraza de hielo. Apartó su sensibilidad de la superficie, se concentró en los rincones más recónditos de su alma, previendo, planeando. «Un paso es bastante para mí» era otra frase que se separó de la madeja de su memoria para flotar en el océano de sus ideas. Había dado su paso: sin temor se adelantó erguido y estaba preparándose para el siguiente. No miró hacia atrás en ningún momento. El amatista, el nombre pontificio, ¿y ahora? ¡Sí! «Comienza tal como piensas continuar», se aconsejó a sí mismo.
Cuando los grandes príncipes de la Iglesia florecieron en armiño y bermellón, Adriano, mitrado y con su capa en plata y oro, siguió a Macca que llevaba la cruz triple. Un esplendor tumultuoso de suntuosidad le precedió a través del cónclave hacia la galería de la bendición, sobre la arcada de San Pedro. Los albañiles quitaban los ladrillos de una ventana bloqueada que llevaba hacia el balcón, a la derecha, a mitad de camino en la larga galería. El Sumo Pontífice llamó a Orezzo.
—Monseñor, ¿este balcón da a la iglesia?
—A la iglesia, Santidad.
—¿Cuál es la ventana que da a la ciudad?
—La de la izquierda.
—Ordene que la abran.
El Sacro Colegio se agitó a una, como para rechazar a un delantero del equipo contrario.
Las presiones nunca habían influido sobre George Arthur Rose, que solía decir que el que pudiese debía reprimirle a muerte, pero que nadie lograría jamás obligarle a hacer lo que él mismo fuese demasiado perezoso, demasiado arrogante o tonto para hacer. Era capaz de esperar un siglo para encontrar su oportunidad y, a menos que se le eliminara de la faz de la tierra por el método usual del asesinato, se le encontraría aún en su implacable persistencia al final de ese siglo. Había aprendido el truquillo de Flavio, quien, si él no quería abrirle la puerta cuando el gato maullaba para salir, permanecía en la habitación, pero se negaba a acercarse y a sentarse sobre el cuello de su amigo, y no aceptaba nada como no fuese que le abrieran la puerta. Y Adriano VII estaba bien preparado para soportar empujones y verse sometido a griterías, tal como León XIII había sido empujado y sometido a griterías en 1878, pero ningún poder terrenal lograría extraerle la bendición apostólica de sus manos y labios, si no era en un lugar y a una hora de su propia elección. Eran capaces de empujar a este Papa al balcón interior; y también podían llevar a un caballo hasta el agua. Pero ni el Colegio de Cardenales en toda su gloria podría hacer que uno bebiese y el otro bendijera.
—Santidad, esa ventana fue tapiada en 1870 y desde entonces no ha vuelto a abrirse.
—Que la abran ahora.
Ragna gruñó y salió fuera de la formación de la falange. Había una nota de truculencia en él.
—Santidad, el Papa León quiso que la abrieran el día de su propia elección, pero fue imposible… ¡Imposible! Capisce? La herrumbre de los puntales, la solidez del cemento…
—Sabemos todo eso. La gentileza del Papa León permitió que se dejara persuadir. Nos no somos gentiles y Nos no hemos de ser persuadidos por la violencia.
Orezzo, aunque encantado en secreto de que alguien fuese capaz de actuar de manera distinta que el depositario de su única antipatía, el Papa León, estaba bastante impresionado ante la idea de bendecir la ciudad y el mundo mientras (lo que él consideraba que era) el Usurpador Piamontés ocupase la llamada Roma de Pedro, Patrimonial e Intocable. Era una idea que encajaba en su escuela: la de que la gente debía sufrir tormento por los pequeños caprichos de los potentados. Pero apeló a la urbanidad.
—Santo Padre tenga piedad de nosotros y líbrenos tan pronto como sea posible de las miserias que nos han afligido durante este cónclave. Dígnese a dar la bendición a los fieles en la iglesia hoy, y nosotros veremos qué se puede hacer sobre este asunto mañana.
Adriano parecía un tanto divertido. El obispo de Caerleon pensó que jamás había visto una inflexibilidad más desapasionada. A una señal del Papa, el maestro albañil se acercó y cayó de rodillas. Adriano se inclinó.
—Hijo, abre esa ventana.
Entre las olas color bermellón y a través de la galería, bucearon los albañiles, llevando escaleras, palancas, martillos. Los mozos del cónclave recogieron los rollos de alfombra que estaban a punto de extender y se sentaron sobre ellos. Berstein carraspeó y expectoró. Adriano tuvo un sobresalto y marcó al hombre. Bajo el impulso de los martillos la pared comenzó a caer, un polvo blanco se cernía en el aire; el colegio color bermellón se alejó con el Papa blanco. Algunos fueron hasta el extremo de la galería, de donde provenían voces altas de protesta; a mitad de camino los alemanes se detuvieron con la mayoría de los italianos: conversaron con mayor moderación. A pocos pasos del lugar de trabajo, el Papa se mantenía inmóvil. A su lado retuvo a Macca con su cruz, detrás de él se agrupaban el obispo de Caerleon y los nueve cardenales compromisarios.
En una pausa del estruendo de los martillos, Adriano entonó el «Kyrie eleîson». Mundo le respondió de inmediato. El grupo en un primer momento no comprendió la idea, pero paulatinamente una voz se plegó a la otra y las Letanías de los Santos reverberaron a través de la galería con toda su magnilocuencia.
Fuera, en la Plaza de San Pedro, sólo se habían reunido unos pocos cientos de personas. El interés en los procedimientos del cónclave estaba casi muerto, y varios enviados especiales comenzaban a pensar seriamente en cuánto más excitante resultaba un juicio por asesinato en el New Bailey. Pero muchos romanos tradicionalistas querían tener la oportunidad de contar a sus nietos que ellos habían estado en la Plaza cuando la proclamación del Papa en la iglesia y, una vez más, en la mañana del día de san Jorge, la chimenea sixtina no había vomitado humo. ¡Era un misterio! ¡Cuántas intrigas tras esos muros blancos!
Dentro de la basílica, había centenares de personas expectantes, funcionarios del Vaticano, familiares cardenalicios, prelados, penitenciarios, beneficiarios, que no habían sido tapiados con el cónclave. También estaban presentes caballeros y damas de eminente categoría que formaban las filas del Partido Negro (o clerical), quienes habían sido admitidos en riguroso secreto (a plena luz del día y ante toda Roma) por una puerta privada. Cada día, durante semanas, habían acudido y aguardado, con la esperanza de estar entre los primeros que saludaran al Papa. Ir a San Pedro por la mañana, antes de comer, y por la noche, antes de la cena, se había convertido en la moda de una sociedad que tenía pocos y triviales entretenimientos propios, y para la que las ceremonias del Quirinal y de la Sociedad Blanca son un fruto prohibido. Algunos, que estaban cerca de la gran portada, creyeron oír débiles golpes en la galería superior. El ruido anuló sus voces: sin duda eran golpes, más fuertes, más insistentes. Sí, estaban abriendo el balcón. Después cesó el estrépito. En el silencio hubo conjeturas, que se desvanecieron o se acrecentaron. Un benedictino expansivo, con una cara carnosa, que estaba recostado contra uno de los grandes pilares, de pronto afirmó que los golpes volvían a oírse; pero en otro sitio, más lejos, dijo. Un chambelán decurial honorario de capa y espada, husmeó con su larga nariz, se acarició la barba aguda y tartamudeó:
—Nnno se aatreverán a aaabrir el bbbbalcón eexterior.
Esa idea pareció una chispa entre el polo positivo y el negativo. Vibró y relumbró antes de caer sobre un montón de combustible humano.
—¿Qué estamos esperando aquí? —exclamó el príncipe Clenalotti, y se precipitó hacia la puerta por la que había entrado. Naturalmente, se produjo una estampida.
La gente reunida en la Plaza estaba en diagonal con respecto a la iglesia, con los ojos dirigidos hacia el Vaticano, cuando desde la Via della Sagrestia fluyó una corriente de seres semisalvajes, que echaban miradas ansiosas al balcón vacío y que traían noticias asombrosas. Las dos muchedumbres se precipitaron a la par, atropellándose hacia los peldaños de piedra blanca y al espacio abierto que se tendía abajo. Los militares adoptaron una actitud rígida de atención. Los enviados especiales (como un solo hombre) se dirigieron hacia el obelisco central, o a las fuentes, y desplegaron escaleras portátiles. Por supuesto, los coches y taxis, Cayo y Tizio, también Sempronio, para no mencionar a Maria y Elena, a Yolanda y también a Margherita, comenzaron a salir de cada avenida del Borgo.
No había nada que ver, excepto el balcón vacío sobre el atrio. No había dosel ni decoración, pero alguien dijo que se advertía movimiento tras la ventana. Eso era una verdad concisa. Más aún. La ventana misma se movía. Los cristales tocados por el sol se volvieron opacos cuando giraron sobre sus goznes hacia dentro. El ejército italiano presentó armas. Roma se arrodilló sobre las piedras. Los enviados especiales subieron por sus escaleras portátiles, enfocaron sus aparatos fonográficos y cinematográficos, oprimieron botones e hicieron girar manivelas.
Una figura delgada desplegó una tela de oro sobre el balcón y otra figura delgada, armiño y oro, subió llevando una triple cruz diminuta. Se oyó un rugido megafónico estentóreo y la proclamación del Archidiácono Cardenal:
—Os anuncio una gran alegría. Tenemos por Papa al señor George de las Rosas, de Inglaterra, quien se ha impuesto el nombre de Adriano VII.
Dejó el lugar a otra pequeña figura, plata y oro, radiante en el sol. Un claro hilo de voz cantó:
—Nuestra ayuda está en el Nombre del Señor.
Los fonógrafos grabaron la respuesta sonora:
—Que ha hecho el cielo y la tierra.
Adriano VII alzó su mano y cantó:
—Que Dios Todopoderoso,
Padre,
Hijo,
y Espíritu Santo, os bendiga.
Fue la bendición apostólica a la ciudad y al mundo.