CAPÍTULO XXIV

ERA la festividad de san Jorge, protector del Reino de los Nueve Estados. Adriano advertía con placer que era uno de esos que los italianos llaman «días afortunados». Tenía la cabeza clara, los miembros ágiles, el cuerpo flexible: se sentía joven, exuberante, fuerte. Parecía que su alma se hallaba en equilibrio, elevada. Toda su actitud era la de una simplicidad gentil e incisiva. Marchaba con ese paso erguido, dominante pero sin arrogancia, que señala al hombre feliz y capaz. El Sacro Colegio se presentó de buena mañana, inmediatamente después de que él celebrara misa, para felicitarle por el aniversario de su pontificado; Ragna encontró la ocasión para susurrar que el Emperador del Norte abandonaría el Palazzo Caffarelli para ir al Quirinal al atardecer. Todos sabían lo que significaba eso.

Más tarde, cuando con toda pompa bajó a la sala regia, Adriano estaba alerta. El maestro de ceremonias anunció: el rey de los Nueve Estados, el presidente de los Estados Unidos de América, el emperador de Japón y un conjunto de reyes, príncipes y grandes duques secundarios que se presentaban con las congratulaciones de todo el mundo. La parafernalia pontificia descansaba sobre el elevado trono rojo, pero Adriano estaba al pie de los escalones para recibir a sus huéspedes. Su hábito era blanco, muy sencillo y fresco, y su postura era apostólica, abierta, afable. Esos potentados gigantescos se inclinaban hacia él en medio del esplendor de su grandeza y, como el cardenal Carvale (un soñador de fantasías) había dicho al cardenal Van Kristen, irradiaban del Pontífice como si él fuese su fuente de luz.

Cuando la ceremonia de la recepción hubo terminado, los Augustos Señores, Sus Majestades, Altezas, y Gracias permanecieron en la sala, conversando con los miembros de la corte pontificia. Algunos de ellos cambiaron unas palabras con el Pontífice. El Emperador del Norte se acercó a decirle:

—Sé que Su Santidad me felicitará en un despacho que acabo de recibir de mi hermano el príncipe Enrique, quien anuncia que mi gloriosa armada alemana ha tomado Kronstadt.

Adriano agregó a su respuesta:

—Sed misericordioso, Augusto Señor.

Entonces, Guillermo echó una mirada cortés de ceño feroz que quería indicar su imperial impaciencia y continuó en un tono más bajo:

—También estoy ansioso de hacer saber a Su Santidad que yo mismo lamento con hondura la ausencia de mi primo y hermano imperial, Víctor Manuel. Todo lo que puedo decir ha sido dicho para convencer a mi augusto pariente a fin de que se uniera a nosotros en esta ocasión auspiciosa y de prolongada recordación. Quiero que eso sea sabido.

—¿Sólo es un obstáculo personal lo que impide que el Emperador del Sur acuda aquí?

—Beatísimo Señor, ni siquiera es un obstáculo personal. Víctor Manuel siente la más profunda, admirable y mejor merecida veneración y reverencia por la persona del Santo Padre. Pero… en fin, de verdad es algo casi infantil, pero se ha persuadido a sí mismo de que…

—¿De que el Pontífice romano debe una visita al rey de Italia?

—Precisamente, Santo Padre. Hay cierta historia acerca de un acercamiento del real y martirizado padre del Emperador al cónclave de 1878…

—¡Y por una simple idea Víctor Manuel continuará apartado de Nos! Sin embargo, las ideas son algo muy bello, que debe ser respetado y cultivado en estos tiempos de materialismo. Son tan raras, tan singulares. La constancia, la fidelidad a una idea, sobre todo, es singular y rara en esta época de compromiso de la que ahora está saliendo el mundo. No hay que hacer reproches a Víctor Manuel, sino que hay que alabarle —de pronto se encendió una luz en los ojos del Apóstol—. Pues bien, el próximo paso es evidente. Si el hijo no va al padre, el padre debe ir al hijo —y un impulso hacia el movimiento inmediato parecía estar activándolo.

El Emperador del Norte se puso a la altura de la situación con esplendidez.

—Sería otra gran obra a sumar a todas las grandes obras realizadas por Su Santidad. Confío en que he de tener el nunca bastante encomiado honor de acompañar al Santo Padre.

—Pero es que iremos andando —respondió Adriano.

—También yo lo haré con gusto —dijo Guillermo.

El Papa echó una rápida mirada hacia la sala. El rey de Portugal hablaba con el emperador de Japón y el Basileos de los helenos escuchaba al príncipe de Montenegro y Nueva Serbia. El soberano de los Nueve Estados, con un brazo paternal apoyado en el hombro del joven rey de España, contaba (como si fuera propio) un chiste (que acaba de referirle hacía cinco minutos el cardenal Semphill) al presidente de América. Cardenales y soberanos se apiñaban en torno a ellos, aplaudiendo con sus risas cada gracia detallada admirablemente.

—Podemos escapar por aquí —dijo el Papa al Emperador; fuera de la sala un paje pontificio corrió en busca del tricornio papal.

Los dos personajes descendieron por la escalera regia, con sus columnas jónicas flanqueadas de guardias pontificios y se encaminaron hacia la Plaza de San Pedro. Había una calle cortada al tráfico y caminaron deprisa entre largas filas de magníficos soldados italianos. Roma entera ocupaba las aceras y cayó de rodillas a medida que el Sumo Pontífice, dispensando bendiciones, avanzaba con agilidad y rapidez. El señor germano no hizo ningún gesto de saludo hasta que Adriano le dijo:

—Oh, salude a estos encantadores romanos. Estarán muy complacidos y además, usted sabe que admira mucho a los bersaglieri.

—Estoy tan orgulloso de saludar a todos los romanos como lo estaría de saludar al más noble de ellos, para usar la expresión del divino Shakespeare de Su Santidad —respondió el Emperador mientras avanzaba saludando a la vez que el Papa bendecía.

—Víctor Manuel se comporta de un modo magnífico —dijo Adriano cuando pasaban delante del Palazzo Venezia—. Las tres cuartas partes de su ejército están en el campo de batalla, y aquí hay una cantidad de soberanos extranjeros que prácticamente están ocupando su capital para…, no, no para rendir homenaje, sino por cortesía hacia Nos.

—Y como muestra de respeto, Santidad.

—Pues él está fuera de ese respeto y esa cortesía hacia nuestro apostolado. Esto no es de su incumbencia, pero ha mandado formar las tropas en las calles, en tanto que él…, ¡oh es magnífico de su parte!

—Víctor Manuel es un verdadero gran hombre —comentó el Emperador. El Papa asintió.

Entraron en el Palacio del Quirinal, atravesaron la sala de embajadores para ir al despacho del Emperador del Sur. Guillermo permaneció en la antecámara. Víctor Manuel, vestido con un traje ligero de franela gris leía las pruebas de su catálogo de numismática. Se puso de pie, pálido y rígido, cuando su ayuda de cámara se aproximó para susurrarle unas palabras. Adriano apareció de inmediato, envuelto en su dignidad cándida y cortés, extendiendo una mano inglesa. No se pronunció ni una palabra. Víctor Manuel, reflejando la luz de una púrpura que él jamás había llevado todavía, cogió la mano que se le tendía, la retuvo, sintió que la suya también era estrechada y retenida. Dobló la cabeza…, y por fin la rodilla. La reconciliación era completa.

—¿Puedo tener el honor y la alegría de presentar mi esposa a Su Santidad? —decía, al cabo de un minuto; fue hasta el corredor y dio dos golpecitos sobre una puerta falsa—. Cariño —llamó—, ven, por favor.

Se presentó la exquisita emperatriz Elena. Se detuvo apenas en el primer instante, pero con valor siguió avanzando, imperial, misteriosamente pálida y radiante como «el coro de las estrellas nocturnas y los brillantes poderes que el verano y el invierno traen a los mortales, conspicuos en el firmamento».

Adriano la conquistó de inmediato con un «¿Y los deliciosos niños?»

—¡Oh, sí, los pequeños! —exclamó Víctor Manuel.

—¿Sabéis que debemos una intensa emoción a vuestro hijo? —y Adriano refirió la escena del jardín del príncipe Attendolo.

Los padres rieron con orgullo.

—Supimos de ello, por supuesto, y me he preguntado si alguna vez nosotros nos encontraríamos por azar con Su Santidad, como los niños —dijo la Emperatriz.

—Filiberto es un muchachito especial —continuó Víctor Manuel—; es capaz de decir las cosas más extrañas; hace unos días llegó corriendo a los establos, llorando porque un perro le había ladrado y asustado. «Corre cuando pase algo así, después de todo, tú puedes correr más rápido que un perro», le digo para confortarlo. Y me responde: «Sí, padre, pero cuando corro, siempre voy dejando atrás una pierna para que la muerda el perro».

—Ah, pero yo sé de algo mejor que eso —intervino la Emperatriz—. Días pasados, se comportó mal durante la bendición del domingo, en la capilla. Me temo, Santidad, que es una historia un poco atrevida…

—Contadla de inmediato y aliviad vuestra alma pecadora, hija —dijo el Papa, simulando altanería.

Los tres se echaron a reír. La Emperatriz continuó.

—El niño no hacía más que insistir en equilibrar una pila de devocionarios sobre el borde del respaldo de una silla, y una y otra vez los libros caían al suelo con estrépito. Por último le senté en mi falda y le dije que los santos ángeles le estaban mirando y que irían a decirle a Dios Nuestro Señor que él era un verdadero golfillo. Y me contestó…, me contestó: «¡Oh, unos sucios acusicas!»

—¡Oh, qué criatura exquisita! —comentó Adriano riendo.

—Vaya, iré a buscarle —dijo el Emperador del Sur, saliendo por una puerta mientras por otra entraba, preparado para desempeñar el papel de pacificador, el Emperador del Norte. Ya no era necesario eso: Inglaterra, Alemania e Italia parlotearon como niños hasta que llegaron los niños. El padre no se presentó con ellos. Sus hombres tenían problemas para lograr que el Soberano vistiese su traje de ceremonia.

El dulce príncipe Filiberto se acercó al Papa con gesto solemne.

—¿Es usted aquel padre blanco que vi en el bosque de no sé quién?

—Sí —dijo Adriano.

—¿Se ha portado bien hasta hoy? —continuó el niño, observando al Papa con sus grandes ojos reales.

—No —dijo Adriano, sintiendo el horror del fin de la juventud enfrentado con la flor de la inocencia.

—¿Y está arrepentido de veras por haber sido un chico…, quiero decir, un hombre malo?

—Sí —dijo Adriano.

—¿Está sentado en el sillón de mi padre porque él le ha perdonado?

—Sí —respondió Adriano, a la vez que pensaba en lo terriblemente tonto que se estaba mostrando.

—Usted me gustó cuando le vi en ese bosque, y también me gusta ahora; pero mi madre me dijo que el padre blanco no era amigo de mi padre.

—Tu madre se ha equivocado, hijito —dijo la Emperatriz, sumida en la confusión—. El padre blanco es el mejor amigo de tu padre.

—¡Ay, qué alegría! Porque ahora usted puede ser también amigo mío —exclamó el Príncipe, desparramando su inglés voluntarista hacia los cuatro puntos cardinales.

—De muy buen grado —dijo Adriano, cogiendo la rosa de aquella mano morena y atrayendo al niño hacia sí. La inocencia le ofreció sus labios. El Apóstol quedó sin aliento, y con toda suavidad se incorporó para besar la frente inmaculada. Después se volvió para saludar a las niñas.

—Esta niña cierta vez hizo a mi marido una pregunta bien difícil —dijo la madre, presentando a la princesa Yolanda—. El rey de Inglaterra estaba a punto de visitarnos y Víctor mostraba a la niña un retrato de Su Majestad tras la coronación. ¡Qué encantada estaba! Y de pronto dijo: «Padre, ¿por qué tú no llevas un sombrero como ése?»

El Sumo Pontífice observó a la ruborizada pequeña.

—Ya no diréis «sombrero», ahora que habéis crecido, ¿verdad, Princesa?

—No, Papa Inglese, es una corona.

—¿Os agradaría que vuestro padre tuviese una corona? Decidle que hay dos esperándole: una en Monza y la otra en Letrán.

El Emperador del Sur escoltó al Papa en su retorno al Vaticano. De camino, las carrozas que se cruzaron con ellos vomitaron soberanos; los coches de ceremonia, cardenales; los cortesanos echaron pie a tierra del lomo de sus caballos y del interior de sus automóviles. El regreso se convirtió en una procesión de poderes, encabezada por el Poder de las Llaves. Habían cruzado ya el Ponte Santangelo y estaban a punto de girar hacia la izquierda junto al castillo, cuando un hombre desgreñado, vestido de negro, logró salirse de las filas del público, pasar entre los bersaglieri y plantarse en medio de la calzada: apuntó a Adriano con un revólver y disparó. La bala hirió a Su Santidad a la altura del pectoral izquierdo, atravesando la arteria pulmonar justo por encima del pulmón.

La delgada figura blanca vaciló, se agitó y cayó al suelo. Todo el mundo parecía paralizado, mientras la raza humana jadeaba sin aliento.

Una mujer frenética, que llevaba una peluca de color zorro, emergió de entre la muchedumbre, humillándose.

—¡Amor, mi amor! —gritaba con una voz repugnante—. ¡Oh, yo te amaba tanto! Yo le amaba de verdad. Sí, lo hice, yo lo hice, lo hice… —chillaba ante el sol que alumbraba en la bóveda de los cielos. Su tono desafinado parecía el ladrido de un perro cuando se inicia la cadencia del Largo de Haendel, interpretado con un archilaúd.

El Vicario de Dios se movió, la miró desde lejos, con gentileza, incluso con curiosidad.

—Hija, ve en paz —dijo y se volvió hacia otro lado. La mujer quedó allí, en su actitud abyecta, deseando tocar al herido, en medio de su desolación, petrificada.

Los emperadores se arrodillaron a derecha e izquierda, mirando con ira a sus ayudantes, pidiendo ese auxilio que no llegaba, que no podía llegar de la mano del hombre.

El asesino había sido cogido por cien zarpas agresivas. De su boca surgieron alaridos cuando todos, en silencio, en forma inevitable, comenzaron a despedazarle. Sobre el parapeto relampagueaban los cuchillos romanos y se deslizaron hacia el Tíber; manos que semejaban garfios, como las garras corvas de los buitres, eran las herramientas de ese trabajo. Pero el Sumo Pontífice llamó a su agresor y el gesto era inequívoco, universal, autoritario. Sacudido y tembloroso, lacerado, herido, como un guiñapo repugnante de la sastrería de un picto, Jerry Sant avanzó tambaleándose, presa de una fascinación. Cardenales y soberanos se apartaron de él y la muchedumbre le rodeó.

—… porque no saben… —el Apóstol se incorporó apenas, sostenido por las manos imperiales. Qué brillo el del sol sobre las tibias piedras grises, sobre la madurez de la piel romana, sobre el bermellón, el malva y el azul, el armiño, el verde y el oro, sobre la grotesca negrura indecente de dos manchas en la blancura apostólica y la rosa de la sangre.

—Augustos Señores, es nuestra voluntad y placer…

—Decid, Santo Padre.

—Augustos Señores, os nombramos a ambos ministros de nuestra voluntad —y se dirigió al asesino—: A ti, hijo, te perdonamos, estás en libertad.

Desde Borgo Novo abajo llegaban guardias, chambelanes, prelados de la curia, cardenales que venían del Vaticano. Los cardenales inglés y americano recogieron sus capas carmesíes y echaron a correr como dos estudiantes. El fiel Sir John llegó antes que ningún otro. Se arrodilló junto a Adriano, quien le dijo:

—Querido John, te dejo esta cruz…, y a Flavio —el Emperador del Sur abrió el cierre de la cadena de la cruz pectoral y la entregó al caballero de la cámara apostólica, quien la cogió para desmayarse de inmediato. Desde Santo Spirito llegó alguien con el crisma sagrado. Los cardenales Van Kristen y Carvale, jadeantes, se arrodillaron junto al Regidor del mundo. Percy buscó en el pecho la píxide pontificia, cogió de allí una hostia consagrada y la administró.

—Su profesión de fe, Santísimo Señor —susurró con entereza.

—Creo en todo lo que manda la Santa Madre Iglesia. Pido perdón a todos los hombres. Amado Jesús, no seas para mí un Juez sino un Salvador.

El cardenal Sterling entonó con solemnidad la encomendación de un alma cristiana. Se invocó la compañía de los ángeles, el senado de los apóstoles, el ejército de los mártires de túnicas blancas, los escuadrones flordelisados de confesores refulgentes, el coro de vírgenes regocijadas, los patriarcas, los ermitaños, Esteban y Lorenzo, Silvestre y Gregorio, Francisco, Lucía y María Magdalena, María, la propia madre de Dios, todos los santos del Señor que cada día son invitados a asistir el tránsito de las pobres almas cristianas, para que marcharan con el Padre de Príncipes y Reyes.

—«Que la vista de Jesucristo sea dulce y grata para ti…» —la voz que entonaba la oración se quebró. El cardenal prosiguió sin demora: impartió la absolución y el sacramento al moribundo.

—Santos del Señor, acercaos para ayudarle; ángeles del Señor, venid a buscarle, recibid su alma para ofrecerla a la vista del Todopoderoso.

El esplendor de las palabras mortales resplandecía desde las murallas de la antigua fortaleza en medio del silencio de la inmortal Roma.

Cuando el Vicario de Jesucristo en la tierra hubo recibido la extremaunción y el viático, cuando hubo hecho por sí todo lo que la Iglesia de Cristo puede hacer, pidió que le incorporaran. Los emperadores se pusieron de pie para sostenerle. La ferocidad vehemente del aspecto de ambos contrastaba de un modo terrible con la ternura de sus movimientos. Las torturas del poder sin poder, de las intimidaciones sufridas en el instante supremo de la exultación daban fuerza y gracia a estos hombres. Las manchas de sangre bajaban por la túnica blanca del Papa mojando la estola roja de la jurisdicción universal. La mano delgada, con sus dos grandes anillos se alzó. Los ojos castaños, tímidos, vacilaron en un parpadeo para abrirse felices. Entonces la voz joven y cansada resonó como una campanilla con sordina.

—Que Dios Omnipotente Padre, Hijo, y Espíritu Santo os bendiga.

Fue la bendición apostólica a la ciudad y al mundo.

La mano y las pestañas oscuras cayeron. Los delicados labios, con su mueca de fastidio, se cerraron en la inefable sonrisa de los muertos que han hallado el secreto del amor y están totalmente satisfechos.

Así murió Adriano VII, obispo, siervo de los siervos de Dios y (dicen algunos) mártir. Así murió Pedro en los brazos de César.

El mundo sollozó, suspiró, se limpió los labios y experimentó una enorme sensación de alivio.

El Colegio de cardenales resumió su personalidad en el brillante epigrama de Tácito: Capax imperii nisi imperasset. Hubiese sido un gobernante ideal si no hubiese gobernado.

Las personas religiosas decían que Adriano era una criatura incomprensible. Y el hombre que iba en coche señaló que el tránsito había sido bastante rápido.

Rogad por el reposo de su alma. Estaba tan cansado.

FELICITER