Epílogo
Era un día de noviembre, frío y despejado; las campanas repicaban; por todas partes, se escuchaban cánticos y gritos de alegría.
Hook nunca había contemplado una muchedumbre semejante. Londres agasajaba a su rey por la victoria obtenida. Las fuentes de la ciudad manaban vino; remedos de castillos se alzaban en los cruces de las calles; coros de chicos disfrazados de ángeles, viejos caracterizados como profetas y muchachas con virginales túnicas entonaban peanes de alabanza. Con humilde atuendo, sin corona ni cetro, el rey iba a caballo. A continuación, marchaban los prisioneros franceses y borgoñones de más alta cuna: Carlos, duque de Orleans, el duque de Borbón, el mariscal de Francia, e innumerables duques y condes que soportaban los gritos de escarnio de aquellas buenas gentes. Niños pequeños corrían junto a los caballos de los arqueros montados que custodiaban a los prisioneros, tratando de tocar los arcos enfundados, las espadas envainadas.
—¿Estuvisteis allí? ¿De verdad que estuvisteis allí? —les preguntaban.
—Pues claro que sí —respondía Hook, que se había apartado de la comitiva, de los gritos de júbilo, de los cánticos y de las blancas palomas que surcaban el aire.
Con otros cuatro compañeros, se había desviado por unas calles que discurrían al norte de Cheapside. A caballo, el padre Christopher iba al frente, obligándolos a internarse en callejones cada vez más estrechos, tan angostos a veces que tenían que ir en fila india, muy atentos para no darse un cabezazo contra las vigas de los pisos altos de las casas de madera. Hook llevaba cota de malla, dos pares de calzas para protegerse del frío, un verdugo acolchado para abrigarse, las botas de un conde muerto en Azincourt, y embozado en una nueva capa blasonada con el emblema del altivo león de sir John. Alrededor del cuello, una cadena de oro, símbolo de su rango: centenar de sir John Cornewaille. Del pomo de la silla, colgaba un yelmo, de acero milanés, con tan sólo la leve melladura de un hachazo; la espada, templada en Burdeos, lucía un caballo esculpido en la empuñadura, divisa del francés a quien yelmo y espada habían pertenecido con anterioridad.
—Pues claro que estuve allí —le dijo a un travieso pequeñuelo—; todos nosotros estuvimos allí —añadió, antes de doblar la esquina tras los pasos del padre Christopher, agachando la cabeza para pasar bajo el emparrado que hacía de cartel en una taberna, y adentrarse en una pequeña plaza maloliente por las aguas sucias que corrían por el albañal. En la parte norte de la plazuela, se alzaba una iglesia. Era una iglesia miserable, con paredes de cañas y adobe, que apenas justificaba una torre anexa construida con madera. En la torre, sólo había una campana, que repicaba, sumando su grave tañido a la algarabía que celebraba la victoria de Inglaterra.
—Ahí la tienes —dijo el padre Christopher, señalando la pequeña iglesia.
Hook echó el pie a tierra. Alejó de sí a otro niño curioso, y ayudó a desmontar a Melisenda, ataviada con un vestido de terciopelo azul que, en Calais, le había regalado lady Bardolf, esposa del gobernador de la plaza, y cubierta con una capa de lino blanco, con forro de lana, rematada con piel de zorro en el bajo. Un mendigo con patas de palo se acercó dando tumbos; la joven depositó una moneda en la mano tendida que le presentaba, antes de entrar en la iglesia, siguiendo a Hook y al padre Christopher.
—¿Estuvisteis allí? —le preguntó un chaval al último en desmontar.
—Pues claro que sí —repuso Lanferelle. Antes de entrar en el templo, el francés se detuvo un momento y puso una moneda en manos de Will of the Dale, que se quedaría fuera guardando los caballos.
El suelo de la iglesia era de tierra batida. Sólo el coro estaba pavimentado. El interior del templo estaba oscuro; los altos edificios que lo rodeaban impedían que la luz llegase a través de unos ventanales carentes de vidrieras. El cura que estaba tocando la campana, dejó de hacerlo al ver que tres hombres y una elegante mujer habían entrado en su humilde santuario. Los desconocidos le azoraban pero, en ese momento, reconoció al padre Christopher bajo su respetable sotana negra.
—Habéis vuelto, padre —exclamó, sorprendido.
—Ya te dije que lo haría —repuso el padre Christopher, con dulzura.
—Sed bienvenidos —les dijo el cura entonces.
El altar mayor era una mesa de madera, cubierta con un raído mantel de hilo, en el que había un crucifijo de cobre sobredorado y dos candelabros vacíos. A espaldas del altar, colgaba una gamuza en la que un pintor de escaso talento había representado a dos ángeles postrados ante Dios. Los cuatro visitantes hicieron una breve genuflexión y se santiguaron; luego, el padre Christopher tomó a Hook por el codo y le llevó hacia el extremo sur de la iglesia, donde había otro altar, menos llamativo aún que el primero: un tablero, sin mantel siquiera, y un crucifijo de madera; nada de candelabros. Una de las piernas del Cristo estaba rota; con una pierna amputada, pendía de la cruz. Sobre el crucifijo, una piel en la que estaba representada una mujer con una túnica blanca, aunque el blanco se había desconchado y la corona amarilla casi había desaparecido.
Hook se quedó mirando el dibujo. A pesar de la luz macilenta y del mal estado de la pintura, la mujer mostraba un rostro alargado y triste.
—¿Cómo supo que estaba aquí? —le preguntó al padre Christopher.
—Preguntando —repuso el cura, con una sonrisa—. Siempre hay alguien que está al tanto de los sitios más recónditos de Londres. Di con la persona adecuada, y le pregunté.
—¿Recónditos? —se interesó el señor de Lanferelle.
—Estoy seguro de que éste es el único altar dedicado a santa Sara que hay en toda la ciudad —dijo el padre Christopher.
—Así es —añadió el párroco, un hombre andrajoso, con la cara llena de picaduras de viruela, cubierto con una sotana tan gastada que estaba muerto de frío.
Lanferelle esbozó una leve sonrisa.
—¿Acaso era francesa santa Sara?
—Es posible —repuso el padre Christopher—. Algunos aseguran que era la criada de María Magdalena; otros dicen que acogió a la de Magdala en su casa en Francia. No sé mucho más.
—Que sufrió martirio —intervino Hook, con aspereza—. Murió no lejos de aquí, a manos de un hombre malvado, y yo no hice nada por salvarle la vida.
Hizo un gesto a Melisenda que se acercó al altar, se postró delante, sacó una bolsa de cuero de los pliegues de la capa y la depositó encima del altar.
—En recuerdo de Sarah —le dijo al párroco.
El cura retiró la bolsa y la abrió. Se quedó mirando a Melisenda con ojos de asombro, como si temiera que la joven fuera a arrepentirse y quisiera recobrar el oro.
—Pertenecía al hombre que abusó de Sarah —le informó.
El cura se puso de rodillas y se santiguó. Se llamaba Roger. La víspera, el padre Christopher había hablado con él; más tarde, le había dicho a Hook que el padre Roger era un buen hombre.
—Un hombre bueno que, además, está loco, como no podía ser de otra manera —le había comentado el padre Christopher.
—¿Loco? —se había interesado Hook.
—Es de los que creen que los mansos heredarán la tierra, que la misión de la Iglesia es consolar al enfermo, dar de comer al hambriento y vestir al desnudo. ¿Te conté que me encontré a tu esposa como Dios la trajo al mundo?
—Siempre fue usted un hombre de suerte, padre —le había respondido Hook—. ¿Así que cuál es la misión de la Iglesia?
—Consolar a los ricos, dar de comer a los saciados y vestir con ricos ropajes a los obispos. Pero el padre Roger es de los que aún piensan en Cristo como el Redentor. Ya te lo he dicho: está loco —había añadido con dulzura.
—Padre Roger… —dijo Hook, dándole una palmadita en el hombro.
—¿Mi señor?
—Nada de señor; sólo soy un arquero, y quiero que se quede con esto —le dijo, entregándole la cadena de oro macizo con el medallón que portaba la divisa del antílope—. Con el dinero que obtenga por ella, erija un altar en honor de los santos Crispín y Crispiniano.
—Muy bien —dijo el padre Roger, frunciendo el ceño, porque Hook aún no se había desprendido de la magnífica cadena.
—Y todos los días, dirá una misa por el alma de Sarah —añadió Hook.
—Está bien —dijo el cura; Hook seguía sin soltar la cadena.
—¿Y qué te parece una oración por tu hermano? —apuntó Melisenda.
—Ya se encargará el rey de rezar por Michael —repuso Hook—; con eso basta. Una misa diaria en memoria de Sarah, padre.
—Así se hará —dijo el padre Roger.
—Era una lolarda —añadió Hook, para poner al cura a prueba.
El padre Roger esbozó una fugaz y discreta sonrisa.
—En ese caso, diré dos misas diarias —le prometió; Hook puso en sus manos la cadena de oro.
Las campanas repicaban. En iglesias y abadías, hasta en la catedral de la ciudad, se entonaban tedeums, para dar gracias a Dios, porque Inglaterra había zarpado hacia Normandía y había sido hostigada en un lugar perdido de Picardía, en donde Inglaterra a punto había estado de perder a su rey y a su ejército.
Hasta que las flechas surcaron los cielos.
Hook y Melisenda tomaron el camino que llevaba al oeste. Volvían a casa.