Capítulo 1
Perezoso, el río Aisne discurría a través de un anchuroso valle rodeado de suaves colinas boscosas. Era primavera, y un renovado verdor parecía inundarlo todo. Largos juncos se mecían a merced de los meandros que el río describía en torno a la ciudad de Soissons.
Era un enclave amurallado, con su catedral y su castillo, una fortaleza que, vigilante, se alzaba sobre la ruta que, desde el norte de París, llevaba a Flandes, y había caído en manos de los enemigos de Francia. La guarnición lucía la cruz dentada y roja de Borgoña; en el castillo ondeaba la vistosa banderola del ducado de ese nombre, un guión que cuartelaba las regias armas de Francia con bandas azules y amarillas, sobre las que se imponía un león rampante.
Por lo visto el león rampante estaba en guerra con las flores de lis de Francia, pero Nicholas Hook no entendía nada.
—Ni falta que hace que lo entiendas —le había dicho Henry de Calais, en Londres—, porque a ti ni te va ni te viene. Se trata de una puñetera pelea entre malditos franceses. Eso es todo lo que has de saber. Uno de los bandos en conflicto nos ofrece dinero, y mi único cometido consiste en contratar a arqueros mercenarios y enviarlos allí para que acaben con quienes les digan. ¿Sabes disparar flechas?
—Claro que sí.
—Habrá que verlo, ¿no te parece?
Por supuesto que Hook sabía cómo hacerlo. Por eso estaba en Soissons, defendiendo la bandera de las bandas, el león y las flores de lis. No tenía ni idea de hacia donde caía Borgoña. Sólo sabía que había un duque, a quien todos llamaban Juan Sin Miedo, primo carnal del rey de Francia.
—El rey francés está loco —le había dicho Henry de Calais a Hook en Londres—, más loco que una cabra vieja. Es un engreído bastardo que piensa que es tan quebradizo como el vidrio, y vive aterrado ante la posibilidad de que, si alguien le propina un golpecito bien calculado, no vaya a romperse en mil pedazos. Lo que le pasa es que, en vez de sesos, tiene la cabeza llena de aserrín, y está enfrentado con un duque que, no sólo está cuerdo, sino que tiene la cabeza muy bien amueblada.
—¿Por qué guerrean? —había preguntado Hook.
—¿Cómo demonios quieres que lo sepa? ¡Qué más dará! Lo único que cuenta, chaval, es que el dinero del duque sale de las arcas de los banqueros. Mira —concluyó, poniendo unas cuantas monedas de plata encima de la mesa de la taberna.
Antes, aquel mismo día, Hook se había acercado hasta los Spital Fields, más allá de la Puerta del Obispo, en Londres, y había disparado dieciséis flechas a un costal relleno de paja que colgaba de un árbol seco, a ciento cincuenta pasos de distancia. Las había lanzado tan deprisa que no daba tiempo de contar ni hasta cinco entre flecha y flecha; de las dieciséis saetas, doce habían dado en el saco de heno; las otras cuatro habían pasado rozando el blanco.
—De acuerdo —fue el único y desabrido comentario que hizo Henry de Calais, cuando le relataron la proeza.
Recibió la plata antes de partir de Londres. Hook nunca había estado tan solo ni tan lejos de su terruño, de modo que el dinero se le fue en cerveza, furcias tabernarias y un par de botas de caña alta que ya estaban hechas trizas mucho antes de que hubiese llegado a Soissons. Durante la travesía, había visto el mar por vez primera en su vida y se había quedado boquiabierto; todavía, en ocasiones, trataba de recordar cómo era. Se le antojaba como un lago sin confines, encrespado por las aguas más turbulentas que jamás hubiera imaginado. Hizo el viaje en compañía de otros doce arqueros. En Calais, los esperaba un puñado de jinetes armados, que llevaban la librea de Borgoña. En un primer momento, Hook pensó que eran ingleses, porque las amarillas flores de lis que salpicaban sus jubones eran como las que lucían los jinetes que acompañaban al rey en Londres. Pero aquellos guerreros hablaban una lengua extraña, que ni él ni sus compañeros entendían. Hicieron el camino a pie hasta Soissons, porque no había llegado el dinero para comprar los caballos que, en Inglaterra, su jefe les había prometido, seguidos por dos carretas tiradas por acémilas, cargadas de arcos y de enormes y estruendosos haces de flechas.
Formaban un curioso grupo. Algunos arqueros eran viejos; otros cojeaban por culpa de viejas heridas; la mayoría, bebedores empedernidos.
—Bien sabe Dios que, a lo largo de mi vida, he conocido a gente de la peor calaña, muchacho —le había dicho Henry de Calais a Hook, antes de que abandonase Inglaterra—, pero tú pareces un buen chico. ¿En qué se te fue la mano?
—¿Que si he hecho algo malo?
—Estás aquí, o sea, que algún desmán habrás cometido. ¿Eres un proscrito?
—Eso creo —afirmó Hook, con la cabeza.
—¿Cómo que eso crees? O lo eres, o no lo eres. ¿Qué fechoría cometiste?
—Pegué a un cura.
—¿En serio? —no pudo por menos de preguntar Henry, un hombre robusto, calvo y de rostro amargado y hermético que, tras aquella súbita muestra de interés, se limitó a encogerse de hombros—. Tú sabrás; en estos tiempos, hay que andarse con cuidado con la Iglesia, chaval. A esos cuervos de mal agüero les ha dado por quemar, y el rey, ese pequeño bastardo que es nuestro rey, está de su parte. ¿Has llegado a verle en persona?
—Una vez.
—¿Viste la cicatriz que tiene en la cara? Justo aquí, sobre el pómulo se le clavó la flecha, y salió con vida. Desde entonces, está convencido de que Dios está de su parte, y ahora se dedica a quemar a los enemigos de Dios. Creo que he hablado más de la cuenta. Mañana, ayudarás a transportar las flechas desde la Torre; a continuación, te embarcarás rumbo a Calais.
Y así fue cómo Nicholas Hook, proscrito y arquero, llegó a Soissons donde, luciendo la cruz roja y dentada de Borgoña, montaba guardia en las altas murallas de la ciudadela. Formaba parte de un contingente contratado por el duque de Borgoña, que estaba a las órdenes de un guerrero arrogante, llamado sir Roger Pallaire. Pocas fueron las ocasiones que Hook tuvo de ver a Pallaire: sus órdenes se las transmitía uno de sus lugartenientes, un tal Smithson, que se pasaba la mayor parte del tiempo en la taberna de La Oca.
—Aquí no nos pueden ni ver —tal fue el saludo que dirigió Smithson al contingente de refuerzo—; así que ni se os ocurra deambular a solas de noche por la ciudadela, a menos que pretendáis que os claven un puñal en la espalda.
La guarnición era borgoñona, pero los ciudadanos de Soissons eran leales al imbécil del rey Carlos VI de Francia. Al cabo de tres meses tras los muros de aquella fortaleza, Hook seguía sin entender la razón de la enemistad que enfrentaba a borgoñones y franceses que, a sus ojos, eran iguales. De entrada, hablaban la misma lengua. Pero también se enteró de que el duque de Borgoña no sólo era primo del rey loco, sino que, por si fuera poco, también era el suegro del delfín de Francia.
—Nada peor que una pelea de familia, chaval —le había dicho John Wilkinson.
Wilkinson era un hombre mayor, de no menos de cuarenta años, que preparaba los arcos y las flechas para los arqueros ingleses que se integraban en la guarnición. Vivía en una cuadra, al lado de La Oca; de la pared, en perfecto orden, colgaban limas, sierras, planas, escoplos y azuelas. Había pedido a Smithson un nuevo ayudante, y Hook, el más joven de los recién llegados, resultó ser el elegido.
—Por lo menos, sabes lo que te traes entre manos —a regañadientes, hubo de concederle a Hook—. Aquí sólo nos llega escoria, hombres y armas que no valen para nada. Dicen que son arqueros, pero la mayoría no son capaces de darle a un tonel ni a cincuenta pasos. Por no hablar de sir Roger —se desahogó el hombre—. Está aquí sólo por dinero. Sé de buena tinta que perdió cuanto tenía en nuestro país, ¡y que ha contraído deudas por más de quinientas libras! ¿Te haces idea de semejante cifra? —Wilkinson se hizo con una flecha, y meneó su cabeza canosa—. El caso es que tenemos que pelear del lado de sir Richard con esta basura.
—Las flechas son del rey —dijo Hook, a la defensiva; él mismo había llevado los haces desde los sótanos de la Torre.
—Lo único que ha hecho el rey, que Dios guarde, es enviarnos unas cuantas flechas del difunto rey Eduardo. Yo hubiera hecho lo mismo —musitó para sus adentros—: estas flechas inservibles, ¡a Borgoña! —Wilkinson le acercó una—. ¡Mira cómo está!
La flecha, de madera de fresno, más larga que el brazo de Hook, estaba curvada.
—¡Combada! —dijo Hook.
—¡Más que un obispo! ¿Cómo vamos a lanzar una cosa así? ¿Para acertar en un blanco que esté a la vuelta de la esquina?
Hacía calor en el cuchitril de Wilkinson. El viejo mantenía el fuego prendido en un horno cerrado de ladrillos, sobre el que reposaba un barreño del que salía vapor. Le quitó a Hook la flecha combada de las manos y la introdujo, junto a unas cuantas más, por la embocadura de aquella especie de perol; luego, envolvió con cuidado los astiles de fresno en un trapo grueso y, con ayuda de una piedra, equilibró el centro del atadijo.
—Primero, las hiervo —le explicó Wilkinson—, las equilibro y, con un poco de suerte, conseguiré enderezarlas aunque, por culpa del vapor, se quedarán sin plumas. ¡Poco importa! La mitad ya están desplumadas…
En un brasero, calentaba otro caldero, más pequeño, que apestaba a cola de caballo, sustancia con la que Wilkinson pegaba las plumas que se habían desprendido de las flechas.
—Como no hay seda —se lamentaba—, tengo que recurrir a tendones para atar los cañamones de las plumas de ganso y reforzar el efecto de la emplumadura, pero los tendones no son una buena solución, se secan, encogen y se tornan quebradizos. Ya le he dicho a sir Roger que necesito hilo de seda, pero no se ha dado por enterado. Según él, una flecha es sólo una flecha. Pero es algo más.
Hizo un nudo en el tendón y observó cómo quedaba la empulgadura de la flecha, el punto de apoyo del proyectil en el momento de disparar el arco. La empulgadura estaba reforzada con una hendidura de cuerno, que impedía que la cuerda del arco partiera en dos el astil. El cuerno resistió todos los intentos que hizo Wilkinson por desplazarlo y, sin grandes alharacas, el operario emitió un gruñido de satisfacción, antes de hacerse con otra de las flechas que reposaba en una rodela de cuero. Había también un par de ruedas dentadas, capaces de albergar una docena de flechas cada una, manteniéndolas separadas entre sí, de forma que las frágiles plumas de ganso de la emplumadura no sufrieran desperfectos durante los traslados.
—Plumas y cuerno, fresno y seda, acero y barniz —susurraba Wilkinson, en voz baja—. Uno puede disponer del mejor arco del mundo y del arquero más diestro, pero si las flechas no llevan plumas, fresno, cuerno, seda, acero y barniz, es como si lanzase un escupitajo al enemigo. ¿Has matado alguna vez a un hombre, Hook?
—Sí.
Wilkinson reparó en el tono beligerante de la respuesta, y esbozó una sonrisa.
—¿Un asesinato? ¿Guerreando? ¿Has matado alguna vez a un hombre en combate?
—No —reconoció Hook.
—¿Has matado alguna vez a un hombre con tu propio arco?
—Una vez le di a un furtivo.
—¿Te había disparado él?
—No.
—En ese caso, no puede decirse que seas todo un arquero, ¿verdad? Cuando mates a un hombre en combate, Hook, sólo entonces podrás considerarte un arquero de los pies a la cabeza. ¿Cómo despachaste a tu última víctima?
—Lo ahorqué.
—¿Por qué lo hiciste?
—Porque era un hereje —le aclaró Hook.
Wilkinson se pasó una mano por sus ralos cabellos blancos. Era un hombre escuálido como una comadreja, de rostro adusto y ojos inteligentes que, furibundos en aquellos momentos, no apartaba de Hook.
—¿Así que ahorcaste a un hereje? —comentó—. ¿Tan escasos de leña andan en Inglaterra? ¿Y cuándo llevaste a cabo semejante proeza?
—El invierno pasado.
—Vaya, vaya, así que era un lolardo —continuó, con una sonrisa de circunstancias al comprobar que Hook asentía—. ¿De modo que colgaste a un hombre por no estar de acuerdo con la Iglesia en lo que a un trozo de pan se refiere? «Yo soy el pan de vida que os envía el cielo», dice el Señor; pero nada dijo acerca del pan de muerte servido en la patena de un cura, ¿verdad? Jamás habló de pan mohoso, ¿verdad? No, lo que dijo fue que Él era el pan de vida, muchacho; pero, claro, sabías lo que estabas haciendo y decidiste que estabas por encima de Él.
Hook se percató del tono desafiante con que le hablaba el viejo; incapaz de darle cumplida respuesta, optó por guardar silencio. Nunca se había ocupado en demasía de nada que tuviera que ver con Dios o la religión, al menos no hasta que escuchó aquella voz en su cabeza, aunque, de vez en cuando, seguía preguntándose si la habría oído en realidad. Recordó a la muchacha en la cuadra de la taberna de Londres, cómo le miraba con ojos implorantes y cómo le había fallado. Recordó el hedor de la carne chamuscada, el humo que, arrastrado por una leve brisa, se arremolinaba sobre las flores de lis y los leopardos de la enseña de Inglaterra. Recordó el rostro inflexible del joven rey, con aquella cicatriz.
—Ésta —continuó Wilkinson—, con ésta sí que vamos a conseguir un arma letal, capaz de enviar el alma de esa gentuza al infierno —colocó la flecha en una prensa de madera, eligió una plana y comprobó el filo con el pulgar; con ademán preciso cercenó unos quince centímetros de la parte superior de la flecha, y se la tendió a Hook—: Demuestra lo bueno que eres, chaval, y saca la punta.
La punta de la flecha era un fino trozo de acero, poco más largo que el dedo corazón de Hook. De forma triangular, terminaba en una afilada punta, carente de lengüetas. La punta de aquella flecha era más pesada de lo normal; había sido fabricada para traspasar armaduras y, a corta distancia, lanzada con uno de esos enormes arcos que sólo un hombre dotado del vigor de Hércules era capaz de tensar, podía atravesar el metal más resistente. Hook trasteó con la punta hasta que cedió la cola que la unía al astil y separó la cabeza.
—¿Sabes cómo se templan unas puntas tan fuertes? —le preguntó Wilkinson.
—No.
El viejo se inclinó sobre el extremo de la flecha, y con una sierra de calibre, de un filo no más largo que su dedo meñique, hizo una profunda muesca en forma de cuña en el extremo que acababa de cortar.
—Lo que hay que hacer —continuó, contemplando la labor realizada sin dejar de hablar— es echar huesos en el fuego de donde sacamos el hierro. Huesos, muchacho, huesos muertos y resecos. ¿Por qué, mezclados con brasas de carbón, esos restos óseos convierten el hierro en acero?
—No lo sé.
—Tampoco yo. Pero eso es lo que pasa. Huesos y carbón vegetal —dijo Wilkinson; alzó la flecha hendida, sopló el polvo que había producido la sierra y, satisfecho, expresó su aprobación—. En Kent, conocí a un hombre que utilizaba osamentas humanas. No se cansaba de decir a todo el mundo que nada como el cráneo de un niño para obtener el mejor de los aceros y, a lo peor, no le faltaba razón. El hijo de puta los desenterraba, los troceaba y los quemaba en el horno. ¡Calaveras de niños y carbón vegetal! Aquel mierda era un desalmado, pero sus flechas eran letales, y tanto que sí. ¡No sólo se clavaban en la armadura, sino que la traspasaban!
Mientras hablaba, Wilkinson había elegido una vara de roble de unos quince centímetros, uno de cuyos extremos ya había modelado para acoplarlo a la muesca que había practicado en la flecha cortada.
—Mira —le dijo, orgulloso, enseñándole la ensambladura francesa—: ajustan a la perfección. ¡Llevo tanto tiempo en este oficio! —al tiempo que tendía la mano para que le diese la punta, que insertó sin dificultad en el extremo de la vara de roble—. La encolaré y, con ella, podrás acabar con quien quieras.
Extasiado, contempló la flecha. El roble hacía la punta aún más pesada, de forma que bastaba la reciedumbre del acero y la madera para traspasar limpiamente una armadura.
—No te quepa duda, muchacho —le dijo el viejo, con gesto adusto—: no habrá de pasar mucho tiempo antes de que no te quede otra alternativa que acabar con tus adversarios.
—¿De verdad?
Wilkinson esbozó una escueta y afectada sonrisa.
—Es posible que el rey de Francia no esté en sus cabales, pero no permitirá que el duque de Borgoña siga pavoneándose en Soissons. ¡Estamos a un paso de París! Las tropas del rey no tardarán en presentarse aquí; si entran en la ciudadela, procura refugiarte en la fortaleza y, si también irrumpen en su interior, más te valdrá quitarte la vida. Los franceses no sienten ningún aprecio por los ingleses, y no pueden ni ver a los arqueros ingleses. Si caes en sus garras, morirás lamentándolo —continuó, sin apartar los ojos de su ayudante—. Hazme caso, joven Hook, es mejor quitarse la vida que caer en manos de los franceses.
—Si nos atacan, acabaremos con ellos.
—¿Eso crees? ¿Estás seguro? —preguntó Wilkinson, con una sonrisa siniestra—. Reza para que lleguen antes las tropas del duque, joven Hook, porque si aparecen los franceses, Soissons será una ratonera.
Por esa razón todas las mañanas, Hook montaba guardia a las puertas de la ciudad y, con los cinco sentidos, escudriñaba el camino que, siguiendo el curso del río Aisne, llevaba hasta Compiégne. Mucho más tiempo, sin embargo, se pasaba observando las idas y venidas por el patio de una de las muchas casas que, en el exterior de la ciudadela, se alzaban al pie de la muralla. Allí, junto al foso, vivía un tintorero con su familia y, todos los días, una muchacha pelirroja ponía a secar en una larga cuerda las telas recién teñidas; en ocasiones, alzaba los ojos y saludaba a Hook o a los otros arqueros que, entre silbidos admirativos, le devolvían el cumplido. Un día, una mujer mayor observó los gestos de la chica y le propinó un buen bofetón por mantener tales familiaridades con los odiados soldados extranjeros. Al día siguiente, no obstante, allí estaba de nuevo la pelirroja, meneando las caderas para embeleso de los espectadores. Cuando no estaba la chica, Hook atisbaba el camino en busca de un destello de sol en una armadura, la aparición de banderas al viento que anunciasen la llegada de las tropas del duque o, en el peor de los casos, del ejército enemigo. Pero los únicos soldados que llegó a ver eran borgoñones de la guarnición de la ciudad, que traían comida. En ocasiones, los arqueros ingleses participaban en tales correrías, pero nunca se toparon con otros enemigos que no fueran los campesinos a quienes robaban el trigo y el ganado. Cuando los borgoñones hacían acto de presencia, los labriegos se escondían en los bosques, pero nada podían hacer los habitantes de Soissons, cuando los soldados registraban sus viviendas para requisar alimentos que hubieran acaparado. El jefe de los borgoñones, el señor Enguerrand de Bournonville, pensaba que los franceses se presentarían al despuntar la primavera. Convencido de que largo sería el asedio que habrían de soportar, amontonaba trigo y carne salada en la catedral para garantizar el sustento de la guarnición y de los habitantes de la ciudadela.
Nick Hook colaboró en aquellas tareas y pronto la catedral entera olía a trigo; bajo aquel delicioso aroma, sin embargo, persistía el hedor de las pieles curtidas. Soissons era famosa por sus zapateros, talabarteros y curtidores. Los depósitos de los curtidores estaban situados al sur de la ciudad y, cuando soplaba el viento de aquel lado, el olor picante de la orina en que bañaban las pieles hacía que el aire se tornase irrespirable. Muchas veces, Hook solía pasear por la catedral, contemplando los frescos o los ricos altares adornados con plata, oro y esmaltes, y revestidos de preciosos lienzos y sedas bordados. Nunca antes había estado en el interior de una catedral, y sus dimensiones, las sombras que danzaban en lo alto y el silencio de las piedras, todo le llevaba a la desagradable conclusión de que la vida era algo más que un arco, una flecha y la fuerza necesaria para dispararlos. No sabía a ciencia cierta de qué se trataba, pero algo había intuido en Londres, cuando un anciano, un arquero como él, le habló, o cuando creyó escuchar aquella voz en su cabeza. Un día, intranquilo, se arrodilló ante una estatua de la virgen María y le suplicó que le perdonase por lo que no había hecho entonces. Alzó la cara hacia el rostro dulce y entristecido, y pensó que la estatua no apartaba de él unos ojos pintados de azul y blanco, que lo miraban con reproche. Dime algo, suplicaba, pero no escuchó voz alguna en su cabeza. Jamás se me perdonará la muerte de Sarah, pensó. No había estado a la altura de las exigencias de Dios, y estaba maldito.
—¿Acaso piensas que te va a echar una mano? —dijo una voz quebrada, que le hizo perder el hilo de sus plegarias; Hook se volvió, y vio a John Wilkinson.
—Si ella no puede, ¿quién podría hacerlo? —preguntó el arquero.
—¿Qué me dices de su hijo? —insinuó el otro, mordaz. El viejo echó un furtivo vistazo a su alrededor. Media docena de curas decían misa en los altares laterales; aparte de ellos, en la catedral sólo se veía a unas cuantas monjas que, guiadas y custodiadas por sacerdotes, cruzaban a toda prisa por la amplia nave—. Pobres chicas —dijo Wilkinson.
—¿Pobres, dice?
—No pensarás que quieren ser monjas. Sus padres las han traído para evitarles malos tragos. Son las hijas bastardas de los ricachones, chaval; las encierran aquí para que no engendren otros bastardos a su vez. Acompáñame; quiero mostrarte algo —añadió sin esperar a que el joven le respondiera, dirigiéndose a toda prisa hacia el altar mayor de la catedral, en el que, bajo unos impresionantes arcos que, pilastra a pilastra, convergían hacia oriente en un semicírculo que albergaba el ábside del templo, se alzaba un retablo dorado. Wilkinson se arrodilló cerca del altar y, como un devoto más, inclinó la cabeza—. Echa un vistazo a esas urnas, chaval —le ordenó.
Hook se acercó al altar, donde se apilaban unas cajas plateadas y doradas a ambos lados de un crucifijo de oro. Los laterales de casi todas las urnas eran de cristal y, a través de aquellos vidrios que distorsionaban la visión, contempló unos trozos de cuero.
—¿Qué es eso? —preguntó.
—Zapatos, muchacho —repuso Wilkinson en un susurro, sin alzar la cabeza.
—¿Zapatos?
—Calzado, como el que tú llevas joven Hook, para protegerte los pies y no andar descalzo por el barro.
La piel parecía vieja, oscura, apergaminada. En uno de aquellos relicarios, contempló un zapato tan pequeño que no le cupo la menor duda de que debía de haber pertenecido a un niño.
—¿Por qué zapatos? —preguntó.
—¿Has oído hablar de los santos Crispín y Crispiniano?
—No.
—Son los santos patronos de los zapateros y curtidores. Ellos hicieron esos zapatos o, al menos, es lo que cuentan. Vivieron aquí y es probable que aquí encontrasen la muerte. Fueron martirizados, hijo mío, igual que el viejo que quemaste en Londres…
—Pero aquél era…
—Un hereje; ya lo sé. Eso dijiste. Pero ten en cuenta que todos los mártires murieron porque alguien más poderoso que ellos estaba en desacuerdo con sus creencias. Cristo en la cruz, hijo mío, ¡el propio Jesús fue crucificado por hereje! ¿Por qué crees, si no, que lo clavaron a una cruz? ¿Mataste a mujeres también?
—No, no lo hice —replicó Hook, desazonado.
—Pero, ¿había alguna mujer? —insistió Wilkinson, sin apartar la mirada del arquero; adivinó la respuesta en el rostro descompuesto de Hook, y no pudo evitar una mueca de disgusto—. ¡Seguro que a Dios le complació en extremo lo que hicisteis aquel día!
Con gesto de lástima, el viejo meneó la cabeza, antes de echar mano de una bolsa que llevaba colgada a la cintura. Sacó un puñado de algo que Hook tomó por monedas, y las dejó caer en una enorme vasija de cobre colocada al pie del altar para que los peregrinos depositasen sus óbolos. El cura que, inquieto, no había perdido de vista a los dos arqueros ingleses, se quedó mucho más tranquilo en cuanto oyó el tintineo del metal en el interior del enorme recipiente.
—Puntas de flecha —le aclaró Wilkinson, con una sonrisa—, viejas y oxidadas puntas de flecha, que no valen para nada. ¿Por qué no te pones de rodillas y les rezas una oración a los santos Crispín y Crispiniano?
Hook se quedó sin saber qué hacer. Estaba convencido de que Dios había visto cómo Wilkinson, en vez de monedas, arrojaba puntas de flecha inservibles en la vasija, y el fuego del infierno se le antojó más amenazante aún si cabe. Sin dudarlo, sacó una moneda de su propia faltriquera y la echó en el ánfora.
—¡Buen chico! —comentó Wilkinson—. El obispo estará encantado. Ya le has pagado un trago de cerveza.
—¿Por qué he de rezar a los santos Crispín y Crispiniano? —preguntó Hook.
—Porque son los santos patronos de la localidad, muchacho, y no tienen nada mejor que hacer que escuchar las plegarias que les llegan desde Soissons. En este sitio, son los santos más indicados a los que se puede rezar.
Hook se puso de rodillas, pues, y elevó sus oraciones a los santos Crispín y Crispiniano, pidiéndoles que le perdonasen la falta que había cometido en Londres, rogándoles que le evitasen el martirio en aquella su ciudad y lo devolvieran sano y salvo a su terruño en Inglaterra. No fue una plegaria tan fervorosa como la que había dirigido a la madre de Cristo, pero pensó que no estaría de más rezar a los dos santos, ya que estaba en la ciudad de la que eran patronos y, con toda seguridad, habían de proteger muy especialmente a quienes implorasen su ayuda en Soissons.
—Ya lo tengo, chaval —le interrumpió Wilkinson de improviso, guardándose algo en el bolsillo; cuando Hook se dirigió al lateral del altar, observó que la parte inferior del mantel, que colgaba hasta el suelo, tenía un siete deshilachado: alguien había cortado sin miramientos un buen trozo; el viejo sonreía—. Seda, chico, seda; necesito hilo de seda para las flechas; así que lo he robado.
—¿A Dios?
—Si Dios no puede permitirse que le levanten unas cuantas hebras de seda, es que se encuentra en serios apuros. Deberías alegrarte. ¿No quieres matar franceses, joven Hook? Pues reza para que tenga suficiente hilo de seda con el que atar tus flechas.
Pocas posibilidades tuvo de hacerlo porque, al día siguiente, al alba, aparecieron los franceses.
La guarnición había sido alertada de su presencia. Hasta Soissons habían llegado noticias de que Compiégne, otra ciudad que estaba en manos de los borgoñones, había caído. La de Soissons era, pues, la única fortaleza que frenaba el avance de las tropas francesas hacia Flandes, donde se concentraba el grueso del ejército borgoñón. Por lo visto, los franceses se acercaban por la orilla este del Aisne.
De repente, una hermosa mañana de verano, se dejaron ver.
Hook los vio llegar desde las murallas que miraban al oeste. La caballería marchaba delante. Los jinetes lucían armaduras y vistosas sobrevestas. Algunos galoparon a los pies de la ciudadela, como incitando a los arqueros a que les lanzasen sus flechas desde lo alto de la muralla. Algunos ballesteros dispararon unas cuantas saetas, pero no acertaron ni a jinetes ni a monturas.
—No malgastéis vuestras flechas —ordenó a los arqueros Smithson, mientras, con la cabeza en otra parte, pasaba un dedo por la cuerda del arco de Hook—. No lo hagas, chaval; no malgastes ni una flecha.
El centenar, recién llegado de la taberna La Oca, contemplaba desconcertado las cabriolas de los jinetes al pie de las murallas, que no dejaban de lanzar gritos incomprensibles a quienes estaban allí arriba, donde unos hombres izaban la bandera borgoñona y el guión del comandante de la guarnición, el señor de Bournonville. También algunos de los habitantes de la ciudadela se habían encaramado a lo alto de las fortificaciones, desde donde observaban a los recién llegados.
—No perdáis de vista a esos cabrones —rezongó Smithson, señalando a aquellas gentes—. Estarían encantados de jugárnosla. Tendríamos que haberlos liquidado todos, haberlos degollado y matado —dijo, lanzando un escupitajo—. Se acabó el circo por hoy. Así que vamos a tomar una cerveza ahora que todavía podemos —y salió de estampida, dejando a Hook y a media docena de arqueros en lo alto de las murallas.
Durante todo el día, siguieron llegando franceses, tropas de infantería en su mayoría, que se dedicaron a talar árboles en las redondeadas colinas que miraban al sur. Erigieron tiendas en el terreno que habían despejado, y no tardaron en ondear los relucientes estandartes de la nobleza francesa, un sarpullido de banderolas rojas, azules, doradas y plateadas. Impulsadas por enormes remos, llegaron por el río unas cuantas gabarras, cargadas con cuatro catapultas, enormes máquinas de guerra para lanzar piedras contra ciudades fortificadas. Aquel día, sólo llevaron a tierra uno de aquellos increíbles ingenios, y a Enguerrand de Bournonville no se le ocurrió nada mejor que hundirla en el río. Se puso, pues, al frente de una expedición de doscientos jinetes que, desde la puerta de occidente, trataba de llevar a cabo una escaramuza, pero los franceses ya habían previsto la estratagema y enviaron el doble de caballeros para hacer frente a los borgoñones. Lanzas en alto, ambos bandos se detuvieron; al cabo de un rato, los borgoñones dieron media vuelta con el rabo entre las piernas, para mayor rechifla de los franceses. Aquella tarde comenzaron a notar un humo cada vez más espeso, a medida que los asaltantes franceses prendían fuego a las casas arrimadas a la cara externa de las murallas de Soissons. Hook vio a la chica pelirroja que, cargada con un bulto, se dirigía al campamento francés. Ninguno de los fugitivos buscaba asilo en la ciudad: no dudaban en buscar refugio en las líneas enemigas. A pesar de que el humo iba a más, la muchacha regresó para despedirse de los arqueros. En medio de la humareda, atisbaron a los primeros ballesteros enemigos. Marchaban protegidos tras unos enormes paveses, grandes escudos tras los que se escondían mientras se afanaban en aprestar la ballesta, tras haber efectuado un disparo. Las pesadas flechas se estrellaban contra las fortificaciones, o pasaban silbando por encima de sus cabezas para ir a caer en el interior de la ciudadela.
Cuando el sol comenzó a ocultarse por detrás de la inmensa catapulta que habían asentado en la orilla del río, por tres veces se oyó un toque de trompeta, unas notas que resonaron con claridad y precisión en medio de aquel aire enrarecido. Tras el último toque, los ballesteros dejaron de disparar. Entre una nube de chispas, se hundió la techumbre de paja de una de las casas que estaba en llamas y, aunque el humo se tornó más espeso por el lado del camino de Compiégne, Hook acertó a ver a dos jinetes que se acercaban.
Ninguno de los dos llevaba armadura, sólo llamativas sobrevestas, y unas finas varas blancas como únicas armas; cabalgaban al paso por aquel terreno desigual. El señor de Bournonville debía de estar al tanto de su presencia, porque se franquearon las puertas occidentales de la ciudadela, y el comandante de la plaza, acompañado de un oficial, salió al encuentro de los dos jinetes.
—Emisarios —dijo Jack Dancy, oriundo de Herefordshire y algunos años mayor que Hook; le habían sorprendido robando, y se había enrolado en los mercenarios que luchaban bajo la enseña borgoñona. «Me daba igual la horca allí que morir aquí», le había contado una noche—. Vienen a exigir nuestra rendición, y más vale que consigan su propósito.
—¿Y caer en manos de los franceses? —se inquietó Hook.
—No, no. No es un mal hombre —repuso Dancy, señalando a De Bournonville—. Ya se encargará de ponernos a salvo. Si nos rendimos, nos dejarán marchar.
—¿A dónde?
—Adonde tengan a bien enviarnos —replicó Dancy, sin más aclaraciones.
Los emisarios, seguidos a cierta distancia por dos portaestandartes y un trompeta, se unieron a Bournonville no lejos de la puerta. Hook los observó mientras intercambiaban reverencias a lomos de sus monturas. Era la primera vez que veía emisarios en su vida; aun así comprendió de inmediato que nunca se les atacaba. Un emisario era un observador, un hombre que se fijaba en todo para relatarle a su señor lo que había visto; había que tratar siempre con respeto al embajador del enemigo. Los enviados también hablaban en nombre de su señor. Aquellos hombres debían de ser portavoces del rey de Francia, porque uno de los estandartes era el guión real de Francia, un enorme trozo cuadrado de seda azul, blasonado con tres flores de lis de color dorado. La otra bandera era de color púrpura, con una cruz blanca. Dancy le explicó que era el pendón de san Dionisio, santo patrono de Francia. Hook se preguntó si el tal Dionisio gozaría de más predicamento en el cielo que los santos Crispín y Crispiniano y si dirimirían sus diferencias en presencia de Dios como dos querellantes ante el tribunal de un señorío. Acarició la cruz de madera que llevaba colgada al cuello.
Los cuatro hombres conversaron un momento, y con renovados gestos de saludo y nuevas reverencias los dos emisarios regios volvieron las grupas y regresaron al campamento. El señor de Bournonville se quedó mirándolos un momento y no tardó en hacer lo propio. Regresó a la ciudadela al galope, refrenando el paso al pasar junto a la casa en llamas del tintorero, desde donde empezó a dar voces a los de la muralla. Se expresaba en francés, lengua que Hook casi no entendía, pero también dijo algunas palabras en inglés:
—¡Pelearemos! ¡No entregaremos la ciudadela a Francia! ¡Lucharemos y los venceremos!
Tan rimbombante anuncio fue recibido en silencio, como quien oye llover, los soldados ingleses y borgoñones escucharon aquellas palabras que se llevaba el viento. Dancy se quedó mirando, pero no abrió la boca; entonces, se oyó el silbido de una ballesta que les pasó por encima, antes de estrellarse en una calle cercana. De Bournonville se aprestó a oír el griterío de los hombres que estaban allí arriba. Al ver que permanecían callados, cruzó el portón al galope. Hook escuchó el chirrido de los enormes goznes, el estruendo de las hojas al cerrarse y el pesado golpe en los quicios de la tranca que, al caer, aseguraba el portalón.
Al disiparse el humo, pudieron ver un sol resplandeciente, encarnado y brillante, y abajo, un grupo de jinetes enemigos, que cabalgaba a los pies de las murallas. Llevaban armadura y yelmo. A lomos de un enorme caballo negro, uno de ellos portaba un extraño estandarte que ondeaba a sus espaldas. No se trataba de una divisa, tan sólo era un pendón de un rojo vivísimo, una flameante cinta de seda roja como la sangre, que parecía casi traslúcida bajo los reflejos del sol que se ponía entre brumas. Aquella visión llevó a santiguarse a los hombres que defendían la muralla.
—La oriflama —dijo Dancy, en voz baja.
—¿La oriflama?
—El pendón guerrero de los franceses —repuso Dancy, que se llevó el dedo corazón a la boca y se persignó de nuevo—. Significa que no piensan hacer prisioneros —añadió con frialdad—, que pretenden matarnos a todos —dijo, antes de caer de espaldas.
Durante un segundo, Hook no se dio cuenta de lo que había pasado. Pensó que Dancy había resbalado y, de forma instintiva, le tendió una mano para ayudarle a levantarse. Fue entonces cuando reparó en la emplumadura de cuero de la ballesta que su compañero tenía clavada en la frente. Casi no había sangre; tan sólo algunas gotas salpicaban el rostro de Dancy, que parecía dormido. Rodilla en tierra, Hook se quedó mirando el grueso astil de la saeta, que sobresalía menos de un palmo; el resto se había alojado en el cerebro del hombre de Herefordshire que, aparte del chasquido de la punta del proyectil al atravesar la carne en busca de su blanco, había muerto en silencio.
—¡Jack! —le llamó Hook.
—No obtendrás respuesta, Nick —comentó otro arquero—. A estas horas ya debe de estar departiendo con el diablo.
Hook se puso en pie y se dio media vuelta. No se daba mucha cuenta de lo que había pasado, ni de cómo había sucedido. No es que fuera amigo íntimo de Jack Dancy porque, a excepción de John Wilkinson, Hook no conocía a mucha gente de confianza en Soissons. La cólera se adueñó de él. Dancy era un inglés y, en la ciudadela francesa, los ingleses se sentían tan unidos entre sí como cuando plantaban cara al enemigo. Dancy yacía muerto a sus pies. Hook sacó una flecha reluciente de la aljaba de lona blanca que llevaba colgada del hombro derecho.
Se volvió, bajó y adelantó el arco en posición horizontal, colocó la flecha sobre la madera combada y sujetó el astil con el pulgar izquierdo mientras tensaba la cuerda. Elevó el alargado arco hacia el cielo y, con la mano derecha, acomodó la empulgadura plumada de la flecha en la cuerda tensada.
—Tenemos órdenes de no disparar —dijo uno de los arqueros.
—¡No desperdicies una flecha! —le conminó otro.
La cuerda ya estaba a la altura de la oreja derecha de Hook. Paseó la mirada por el terreno envuelto en humo que se extendía a los pies de la fortaleza, y distinguió a un ballestero que avanzaba al resguardo de un enorme pavés pintado con dos hachas cruzadas.
—Están muy lejos; nunca llegarás a alcanzarlos —le advirtió el primero de los arqueros.
Pero Hook había manejado el arco desde pequeño. Se había ejercitado hasta tensar las cuerdas de los enormes arcos de guerra, y había aprendido que un hombre no apunta a la pieza elegida con los ojos, sino con el corazón. Vio el blanco, preparó el arco, de forma instintiva movió las manos para hacer puntería y, apenas el ballestero había alzado de nuevo su pesada arma, dos saetas rasgaron el aire del atardecer pasando muy cerca de la cabeza del inglés.
No se percató siquiera: era un instante como otros que había vivido en los bosques, cuando percibía fugazmente un ciervo entre el follaje y la flecha salía disparada sin que el arquero se diese cuenta de que hubiera soltado la cuerda.
—La habilidad reside entre las orejas, chaval —le había dicho un aldeano años atrás—, en tu sesera. No eres tú quien manda sobre el arco. Basta con que pienses dónde quieres dirigir la flecha, que allá irá.
Y Hook disparó.
—¡Maldito estúpido! —dijo otro arquero, mientras Hook contemplaba cómo las blancas plumas de ganso vibraban en la densa humareda y la flecha volaba más rápida que un halcón: punta de acero, ensamblada con hilo de seda y astil de fresno, la muerte dotada de plumas surcaba las brumas del anochecer.
—¡Santo Dios! —exclamó el primer arquero que había hablado.
El ballestero no murió tan limpiamente como Dancy. La flecha de Hook le alcanzó en la garganta, el hombre se retorció y la ballesta se le disparó, de forma que la saeta vagó sin rumbo por el aire, mientras el hombre caía de espaldas y gesticulaba, arrastrándose por el suelo, llevándose las manos al cuello, que lo abrasaba como si lo hubiesen obligado a beber hierro fundido. En lo alto, el cielo se le antojó rojo, un cielo cubierto por el humo rojo sangre de los incendios, coronado por el resplandor carmesí del sol que se ocultaba como cada día.
En ese momento, Hook reparó en la espléndida factura de la flecha, de astil recto, y plumas de ganso, todas de la misma ala del animal. Había seguido la trayectoria que él había fijado y había matado a un hombre en combate. Ya podía decir que era todo un arquero.
Al anochecer del segundo día de asedio, Hook pensó que el mundo había tocado a su fin.
La luz del ocaso era cálida y límpida; el aire, cristalino, y el río fluía pausadamente entre los sauces y alisos de las dos riberas, tachonadas de flores. Los pendones franceses permanecían en reposo junto a las tiendas del campamento enemigo. De vez en cuando, de las casas quemadas salía una nube de humo que, lentamente, ascendía por el aire vespertino hasta perderse en las alturas del cielo despejado. Con movimientos rápidos y precisos, aviones y golondrinas revoloteaban junto a la muralla en busca de alimento.
Nicholas Hook se recostó en las almenas. Con el arco descordado a su lado, dejó volar sus pensamientos hasta Inglaterra, hasta el señorío y los campos que se extendían más allá del alargado granero, donde el heno ya debía de estar listo para la siega. Seguro que había liebres agazapadas entre las altas hierbas, truchas en el arroyo y alondras planeando al atardecer. Pensó en el establo para el ganado que, medio derruido, se alzaba en aquella tierra que todos llamaban Shortmead, una cuadra con la techumbre podrida, oculta por matas de madreselva, en donde Nell, la joven esposa de William Snoball, yacería junto a su marido en desesperado y silente abrazo. Se preguntó quién se habría hecho cargo del soto del bosque de Three Button y, por enésima vez, le dio por pensar en la ocurrencia de haberle puesto tal nombre. La taberna de la aldea también se llamaba Tres Botones, aunque nadie sabía la razón, ni siquiera lord Slayton que, arrastrando sus muletas, a veces, cruzaba el dintel y arrojaba unas cuantas monedas de plata en el mostrador para invitar a cerveza a todos los parroquianos. Luego, Hook pensó en los inicuos Perrill; no se le iban de la cabeza. Ni entonces ni nunca podría regresar a su tierra; era un proscrito. Bien podrían los Perrill matarlo, que no sería asesinato, ni siquiera homicidio, porque los proscritos estaban fuera de la ley. Recordó el hastial de la cuadra de Londres, y supo que Dios le había pedido que se llevase a la muchacha lolarda por aquella ventana, pero no lo había hecho y pensó que estaba excluido para siempre de la luz celestial que brillaba más allá de aquel tragaluz. Sarah. Muchas veces musitaba su nombre en voz alta, como si, a fuerza de repetirlo, hubiese de obtener el perdón.
La tranquilidad del atardecer se convirtió de pronto en estruendo.
Lo primero que vio fue un resplandor, un lóbrego fulgor, recordaría Hook más tarde, un relámpago de luz opaca, una llamarada roja y siniestra que, como la lengua de una serpiente infernal, había surgido de una zanja excavada por los franceses junto a una de las siniestras catapultas. Aquella lengua de espantoso fuego sólo fue visible un instante, antes de transformarse en una nube de denso humo negro, que se esfumó de inmediato, para dar paso al estruendo, un estrépito capaz de reventar los tímpanos y desquiciar el firmamento, seguido por otro fragor no menos intenso en el momento en que algo fue a estrellarse contra los muros que defendían la ciudadela.
La muralla se estremeció. El arco de Hook rodó por el suelo y rebotó contra las piedras. Los pájaros graznaban, huyendo del fuego, del humo y del ruido, que no cesaban. Oculto tras aquella nube negra, el sol había desaparecido por completo. Hook contemplaba el espectáculo y, en un primer momento, pensó que la tierra se había resquebrajado y las llamas del infierno afloraban a la superficie.
—¡Por la sangre de Cristo! —exclamó, estremecido, uno de los arqueros.
—Me maliciaba que no tardaríamos en verlo —añadió otro de los arqueros, encolerizado—. Una bombarda —le explicó a su compañero—. ¿Nunca habías visto un arma de ésas?
—Nunca.
—Pues ahora vas a tener la oportunidad —repuso el otro, con gesto hosco.
Hook tampoco había visto nada semejante en su vida y, espantado, dio un paso atrás cuando disparó un segundo ingenio, cubriendo el cielo estival de aquel humo inmundo. Al día siguiente, otras cuatro bombardas se sumaron al ataque y las seis piezas de artillería causaron más destrozos que las cuatro gigantescas máquinas de madera. Las catapultas eran menos precisas. Los pedruscos que lanzaban muchas veces dejaban atrás las murallas para ir a caer en el interior de la ciudadela, arrasando casas que, al desplomarse sobre la lumbre prendida en los hogares, no tardaban en arder. Pero los bolaños que lanzaban aquellos artilugios daban de lleno en los muros, ya dañados, de la ciudadela. Tan sólo dos días tardaron en echar abajo el lienzo exterior de la muralla, que saltó por los aires y se desmoronó sobre el anchuroso y fétido foso. No por eso los artilleros dejaron de agrandar la brecha, mientras los borgoñones trataban de repeler el ataque erigiendo una barricada semicircular por detrás de la defensa que se había desplomado.
Con la misma regularidad que las campanas de un monasterio cuando llaman a la oración, aquellas piezas disparaban tres veces al día. Los borgoñones también disponían de una bombarda que, persuadidos de que el ataque de las tropas francesas se produciría por el lado de la ruta que llevaba a París, habían emplazado en lo alto del torreón que miraba al sur. Dos días les llevó transportarla hasta las murallas del flanco occidental y subirla a lo alto del torreón que dominaba la puerta oeste de la ciudadela. Hook estaba impresionado con la longitud del ánima, un tubo cilíndrico como una tinaja de cerveza, dos veces más largo que su arco. Asentados en una sólida cureña de madera, tanto el ánima como los anclajes eran de hierro colado, de oscuro color. Los artilleros que la manejaban eran holandeses y, después de estudiar durante un buen rato el emplazamiento de las bocas de fuego enemigas, apuntaron a una de las piezas y acometieron la enojosa tarea de cargar el arma. Con un cazo dotado de un largo brazo, introdujeron la pólvora por la boca de la caña, y la apretaron con un pisón envuelto en trapos; echaron, a continuación, marga blanda, que antes habían humedecido en un barreño de madera, y la prensaron sobre la pólvora. Mientras se secaba, los artilleros se sentaron en corrillo y jugaron a los dados. El bolaño, un pedrusco toscamente desbastado en forma de bola, reposaba junto a la boca de fuego, hasta que el jefe de los artilleros, un hombre corpulento de barba partida en dos, dio por sentado que la mezcla ya estaba seca, momento en que introdujeron el proyectil hasta el fondo del largo tubo; colocaron a continuación una cuña de madera que, a fuerza de martillazos, mantenía la piedra en su sitio, junto a la mezcla de marga y pólvora. Un cura aspergió agua bendita y recitó una oración, mientras los holandeses, con ayuda de unos largos tacos, procedían a un pequeño ajuste final para calibrar la trayectoria del proyectil.
—Atrás, muchacho —le ordenó a Hook el sargento Smithson, que se había dignado abandonar la taberna La Oca para contemplar cómo los holandeses disparaban el artilugio.
Otros hombres acudieron en tropel, incluso el señor de Bournonville, quien dirigió unas palabras de ánimo a los artilleros. Todos se mantenían a una prudente distancia del cañón, sin apartar los ojos recelosos de aquel tubo negro, como quien se enfrenta a una fiera salvaje.
—Bienvenido, sir Roger —dijo Smithson, inclinando la cabeza hacia un hombre alto, escuálido como una flecha.
Sir Roger Pallaire, comandante del contingente inglés, no respondió al saludo. De nariz corva, rostro anguloso y cabellos oscuros, en opinión de sus arqueros, siempre mostraba un gesto parecido al de un hombre obligado a soportar el hedor de una letrina.
El forzudo holandés aguardó a que el cura concluyese la plegaria, introdujo el cañón estriado de una pluma en un pequeño orificio practicado en la recámara postiza del arma y, con ayuda de un embudo de cobre, rellenó el oído de pólvora; echó un último vistazo al alargado cañón de la bombarda, y alzó una mano para que le tendiesen una mecha encendida. El cura, el único hombre que, aparte de los artilleros, se encontraba cerca del ingenio, trazó la señal de la cruz en el aire y musitó una rápida bendición. El jefe de los artilleros acercó la yesca a la cazoleta cargada de pólvora.
Y la bombarda saltó por los aires.
En lugar de lanzar la imponente bola de piedra contra los asediantes franceses, el armatoste estalló en un confuso torbellino de humo, trozos de metal y jirones de carne. Los cinco artilleros y el cura murieron al instante, convertidos en una mezcolanza de restos humanos ensangrentados. Uno de los caballeros presentes empezó a dar gritos y a retorcerse de dolor: un trozo de metal al rojo vivo le había alcanzado de lleno en el vientre. Sir Roger, que no se encontraba muy lejos del hombre que lanzaba alaridos, se apartó con desagrado, observando con estupor la sangre que había salpicado las armas que lucía en su sobrevesta, tres halcones en un campo de verdor.
—Smithson, quiero verle a usted y a sus hombres esta noche, en cuanto se ponga el sol, en la iglesia de Saint-Antoine-le-Petit —apuntó sir Roger, en medio del hedor de humo y sangre que les llegaba desde lo alto del torreón.
—A sus órdenes, señor. Allí estaremos, sir Roger —contestó Smithson, a punto de desmayarse.
El sargento no podía apartar los ojos de los restos del cañón. Destripados, desgarrados, yacían los tres metros de la parte delantera de la pieza; de la recámara sólo quedaban desiguales fragmentos de metal humeante. A los pies de Hook, trozos de duela y la mano de un hombre; de los artilleros, que tan buenos cuartos les habían costado, sólo quedaban los cadáveres despanzurrados. Con el jubón salpicado de sangre y moteado de restos humanos, el señor de Bournonville se santiguó, mientras escuchaba los gritos de rechifla que les lanzaban desde las líneas francesas.
—Hemos de prepararnos para el ataque —añadió sir Roger, procurando no prestar atención al viscoso horror que se extendía a pocos pasos de donde se encontraba.
—A sus órdenes, señor —repuso Smithson, al tiempo que se sacudía un pegote gelatinoso del cinturón—. Los puñeteros sesos de un holandés… —comentó con asco, escupiendo en la dirección por la que, tras darse media vuelta y a grandes zancadas, se alejaba sir Roger.
Nada más ponerse el sol, acompañado por tres caballeros que también lucían la divisa de los tres halcones, sir Roger se reunió en la iglesia de Saint-Antoine-le-Petit con los arqueros ingleses y escoceses de la guarnición de Soissons. Aunque ya se habían encargado de limpiar la sobrevesta del caballero, todavía se adivinaban rastros de manchas de sangre en el verde tejido. Con la actitud distante de quien se siente asqueado de encontrarse en semejante compañía, allí estaba, de pie, delante del altar, a la luz tenue de unos velones cubiertos de cera derretida que ardían en los hachones dispuestos a tal fin en los pilares de la iglesia.
—Vuestra tarea —les expuso sin rodeos, una vez que los ochenta y nueve arqueros se hubieron sentado en el suelo de la nave— no es otra que defender la brecha. No sé cuándo se producirá el ataque de nuestros enemigos, pero puedo aseguraros que será pronto. Confío en que seáis capaces de repelerlo.
—¡Claro que sí, sir Roger! ¡No os quepa duda! —repuso Smithson, tratando de infundir ánimos.
Aquel comentario bastó para que sir Roger contrajese su alargado rostro con gesto de fastidio. Entre los ingleses, circulaba el rumor de que, con la esperanza de recibir en herencia las propiedades de un tío suyo, se había endeudado hasta las cejas con unos banqueros italianos. Pero las tierras habían ido a parar a manos de uno de sus primos, y sir Roger debía una fortuna a los inflexibles prestamistas lombardos. La única esperanza que le quedaba de saldar tan abultada deuda pasaba por la captura y posterior rescate de algún rico caballero francés, razón por la que había entrado al servicio del duque de Borgoña.
—Caso de que no seáis capaces de contener el empuje enemigo, esta iglesia será vuestro punto de encuentro —añadió, comentario que suscitó un alboroto, mientras los hombres, con gesto ceñudo, intercambiaban miradas. Si no eran capaces de aguantar en la brecha y habían incluso de abandonar a su suerte las nuevas defensas que habían erigido, confiaban en encontrar refugio en la fortaleza.
—Sir Roger… —se atrevió a decir Smithson.
—No ha lugar a preguntas —repuso sir Roger.
—Por Dios, sir Roger —insistió el centenar, con la cabeza gacha—, ¿no sería más seguro que nos refugiásemos en la fortaleza?
—¡Os encontraréis aquí, en esta iglesia! —replicó sin titubeos.
—¿Por qué no en la fortaleza? —preguntó enojado un arquero, que estaba cerca de Hook.
Sir Roger guardó silencio, mientras recorría con los ojos la nave medio en penumbra para identificar a quien así había hablado. Aunque no llegó a descubrirlo, se avino a dar una respuesta.
—Los habitantes de la ciudad no nos pueden ni ver —les aclaró—. Si intentáis llegar a la fortaleza, os atacarán por la calle. Esta iglesia queda mucho más cerca de la brecha, así que venid aquí —añadió, para continuar tras una nueva pausa—. Haré cuanto esté en mi mano para que recibáis un trato aceptable.
Siguió un silencio tenso. Las razones esgrimidas por sir Roger no eran descabelladas. De sobra sabían los arqueros que la mayoría de los habitantes de Soissons los odiaban. Eran franceses y, en consecuencia, estaban de parte de su rey y detestaban a los borgoñones, pero mucho más a los ingleses, de modo que era más que probable que atacasen a los arqueros en cuanto emprendiesen la retirada hasta la fortaleza.
—Un trato aceptable… —dijo Smithson, que no las tenía todas consigo.
—Los franceses están en guerra con la casa de Borgoña, no con nosotros —replicó sir Roger.
—¿Acudiréis vos aquí también, sir Roger? —preguntó otro arquero.
—Por supuesto que sí —repuso; calló de nuevo, pero nadie más abrió la boca—. ¡Pelead con denuedo —les arengó, distante—, y recordad que sois ingleses!
—¡Y escoceses! —añadió otro de los presentes.
Visiblemente achantado, sir Roger no dijo nada más y abandonó la iglesia en compañía de los tres caballeros que lo acompañaban. Una vez se hubieron ido, se alzó un coro de protestas. De piedra, la iglesia Saint-Antoine-le-Petit no era un mal sitio para refugiarse, pero no era un lugar tan seguro como la fortaleza, aunque lo cierto es que ésta se alzaba al otro extremo de la ciudad, y Hook se percataba de la dificultad de llegar hasta allí en busca de cobijo, si los habitantes de la ciudad obstruían las calles y la caballería francesa empujaba a través de la brecha abierta en la muralla. Contempló los muros pintados, donde se veía a hombres, mujeres y niños que se despeñaban hacia el averno; no faltaban curas, ni tampoco obispos, en aquella estremecedora cascada que arrastraba las almas de los condenados hasta una laguna de fuego donde los esperaban unos diablos negros que enarbolaban tridentes con gestos soeces.
—Si caéis en manos de los franceses, añoraréis no haber ido a parar al infierno —dijo Smithson, tras reparar en las escenas que Hook contemplaba—. Si esos franceses hijos de puta os capturan, hasta los tormentos del infierno os parecerán placenteros. Así que no lo olvidéis: vamos a partirnos el alma en la barricada y, si todo se va a la mierda, nos encontraremos aquí.
—¿Por qué en este sitio? —preguntó uno de los hombres.
—Porque sir Roger sabe lo que se hace —repuso un Smithson nada convincente—. Y si os habéis echado alguna amiguita —continuó, con una sonrisa maliciosa—, más vale que os la traigáis aquí con vosotros —añadió mientras balanceaba adelante y atrás sus rollizas caderas—. No vamos a dejar en la calle a esas adorables criaturas para que se las trajine la mitad del ejército francés, ¿verdad que no?
Al día siguiente, como todas las mañanas, Hook volvió la mirada hacia el norte, más allá del Aisne, hasta las suaves colinas boscosas, el lugar por el que la guarnición sitiada imaginaba que aparecerían las tropas borgoñonas de refuerzo. Del otro lado de los rescoldos de las casas que habían ardido, se oía el crujido de los bolaños, carcomiendo la maltrecha muralla, que se desmoronaba a trozos entre nubes de polvo que, como pálidas y grises manchas, se posaban en el agua que el río arrastraba hasta el mar. Hook se levantaba muy temprano cada mañana, antes del amanecer, y acudía a la catedral donde, de rodillas, rezaba. Le habían advertido que no deambulase solo por las calles pero, quizá por su altura y envergadura, o porque sabían que era el único arquero que no descuidaba sus oraciones, el caso es que las gentes de Soissons lo aceptaban y jamás se metían con él. Ya no dirigía sus plegarias a los santos Crispín y Crispiniano porque pensaba que bastante tenían con ocuparse de los lugareños que, al fin y al cabo, eran de los suyos. Rezaba, sin embargo, a la madre de Cristo, porque su madre también había llevado el nombre de María y porque esperaba que la Santa Virgen le perdonase por la muerte de aquella chica en Londres. Una de esas mañanas, un cura se arrodilló a su lado. Hook hizo como que no lo había visto.
—Usted es el inglés que viene a rezar —dijo el cura en inglés, con el acento de quien no habla su propia lengua—, y no dejan de preguntarse la razón —añadió el clérigo, señalando con un gesto a un grupo de mujeres que estaban arrodilladas ante las estatuas de otros altares.
La primera reacción de Hook fue no hacerle caso, pero el cura tenía una cara simpática y una voz agradable.
—Sólo rezo —contestó, en tono desabrido.
—¿Reza por su alma?
—Así es —replicó Hook. Rezaba para que Dios le perdonase y le librase de la maldición que pesaba sobre él.
—En ese caso, pida por otras personas —comentó el cura, con delicadeza—. Creo que Dios escucha esas oraciones con más benevolencia y, si reza por sus semejantes, le concederá lo que desea —esbozó una sonrisa, se puso en pie y posó levemente la mano en el hombro de Hook—. No olvide rezar a los nuestros, a los santos Crispín y Crispiniano. Seguro que están menos atareados que la bendita virgen. Que Dios le bendiga, inglés.
El religioso se apartó de su lado. Hook decidió seguir su consejo y elevar otra vez sus plegarias a los santos patronos de la localidad. Se acercó a un altar presidido por una pintura de los dos mártires, y rezó por el alma de Sarah, cuya vida no había sido capaz de salvar en Londres. Ambos santos estaban representados sobre un fondo verde, tachonado de doradas estrellas, en una alta colina, que se alzaba muy por encima de la ciudadela. Ambos vestían túnicas blancas: Crispín sostenía un cayado de pastor; Crispiniano portaba un serón de mimbre cargado de manzanas y peras. Los nombres de los dos santos figuraban a sus pies y, aunque no sabía leer, Hook fue capaz de identificarlos porque uno de los nombres era más largo que el otro. De cara redonda, ojos azules y una dulce sonrisa apenas esbozada, Crispiniano se le antojó mucho más simpático. San Crispín parecía mucho más severo, medio vuelto de espaldas, como si no pudiera perder el tiempo con un devoto: tenía prisa por abandonar aquella colina y entrar en la ciudadela. Así fue cómo Hook se acostumbró a rezar a san Crispiniano todas las mañanas, aunque no por eso dejaba de lado a san Crispín. Cada vez que acudía al templo, depositaba dos peniques en la tinaja de las ofrendas.
—Cualquiera que te vea… —le comentó John Wilkinson una noche—. Nunca hubiera imaginado que fueras un hombre religioso.
—Y no lo era, hasta ahora —contestó Hook.
—¿Estás asustado por la suerte que pueda correr tu alma? —le preguntó el anciano arquero.
Hook vaciló un instante antes de responder. Estaba atando la emplumadura de una flecha con la seda robada del altar mayor de la catedral.
—Escuché una voz —afirmó inesperadamente.
—¿Una voz? —quiso saber Wilkinson; Hook no dijo nada—. ¿La voz de Dios? —insistió el anciano.
—Fue en Londres —repuso Hook.
Al instante, se arrepintió de lo que había dicho. Pero Wilkinson se lo tomó en serio. Se le quedó mirando durante un buen rato y, de repente, exclamó:
—Eres un hombre afortunado, Nicholas Hook.
—¿Eso cree?
—Si oíste la voz de Dios, es que algo te tiene reservado, lo que significa que saldrás con vida del asedio.
—¿Fue Dios quien me habló? —preguntó Hook, aturdido.
—¿Por qué no? Dado que la Iglesia no le escucha, tiene que hablar con la gente directamente.
—¿Que no le escucha?
Wilkinson lanzó un escupitajo.
—A la iglesia sólo le interesa el dinero, chaval, nada más. Se supone que los curas han de ser nuestros pastores, pero ¿lo son de verdad? Su obligación es atender con solicitud el rebaño que se les ha confiado, pero siempre están en los salones de las casas solariegas atiborrándose de dulces, y las ovejas tienen que velar por sí mismas —para añadir, mientras le apuntaba con una flecha—: Si los franceses entran en la ciudadela, no acudas a la iglesia de Saint-Antoine-le Petit. Dirígete a la fortaleza.
—Pero sir Roger… —balbució Hook.
—¡Ése desea vernos muertos! —replicó Wilkinson, encolerizado.
—¿Por qué habría de querer semejante cosa?
—Porque no tiene dinero y ha contraído muy cuantiosas deudas, chaval. De modo que está en venta al mejor postor. Y porque no es un inglés de pura cepa. Su familia se estableció en Inglaterra de la mano de los normandos, y nos odia, a ti y a mí, que somos sajones. Está imbuido de toda esa mierda normanda. ¡Vete a la fortaleza, muchacho! ¡Hazme caso!
Las noches siguientes fueron oscuras. La luna menguante era poco más que el reflejo de una daga. Temeroso de un ataque nocturno, el señor de Bournonville ordenó que amarrasen unos cuantos perros en el terreno desolado donde antes se alzaban las casas quemadas. Si los perros ladraban, tales fueron sus órdenes, había que tocar a rebato la campana de la puerta oeste. Los perros ladraron, la campana repicó, pero no atisbaron a ningún francés en la brecha. Al amanecer del día siguiente, cuando la bruma aún rielaba sobre el río, los asaltantes catapultaron los cadáveres de los perros al interior de la ciudadela. Los animales estaban castrados y les habían rajado el cuello, a modo de advertencia de la suerte que habría de correr la levantisca guarnición.
Pasó la festividad de san Abdón, y no llegaron los refuerzos esperados. Atrás quedó también la de san Posidio. Al día siguiente, festividad de las Siete Vírgenes, Hook dirigió sus plegarias a cada una de ellas. Al otro, elevó sus oraciones a san Dunstan, santo inglés, en su día, y al otro, a san Etelberto, que había sido rey de Inglaterra. Pero ni un solo día dejó de rezar a los santos Crispín y Crispiniano, solicitando su protección. Al día siguiente, festividad de san Hospicio, recibió respuesta a sus peticiones.
Fue la fecha en que los franceses, tras invocar el auxilio de san Dionisio, se decidieron a atacar la ciudadela de Soissons.