Capítulo 10
No sólo encontraron un vado, sino dos; por suerte nadie los vigilaba. Las tropas francesas que, por la orilla norte, no les habían perdido de vista en ningún momento, aún no habían recorrido el enorme meandro que describía el río. Al llegar al borde del vasto marjal que se extendía hasta la ribera del Somme, los ingleses repararon en que, al otro lado, no había nadie.
Los primeros ojeadores que enviaron para explorar el río informaron de que, por culpa de la lluvia, bajaba caudaloso, aunque no tanto como para que los pasos estuviesen impracticables. Para llegar a ellos, el ejército tenía que salvar dos terraplenes de casi dos kilómetros de largo que atravesaban la ribera pantanosa, dos pontones terreros que, gracias a unos diques, se elevaban sobre el fango. Los franceses los habían demolido en parte, de forma que en el centro de ambas calzadas se observaban unos enormes boquetes que se abrían sobre un cenagal de terreno movedizo y traicionero. Los oteadores habían conseguido cruzar las franjas de cieno, pero los caballos se hundían hasta las rodillas y era impensable que las carretas pudieran pasar por allí.
—En ese caso, habrá que reconstruir los terraplenes —ordenó el rey.
Tarea a la que se dedicaron durante casi todo el día. Se organizó una numerosa partida con el encargo de echar abajo un poblado cercano, y utilizar vigas, cabrios y viguetas para asentar las obras. Para los nuevos terraplenes, amontonaron trozos de techumbre, haces de leña y tierra sobre los maderos, mientras la retaguardia formaba en orden de batalla con vistas a proteger las construcciones de cualquier ataque sorpresa que pudiese llegarles desde el sur. No hubo tal. Los pocos jinetes franceses que por allí merodeaban se limitaron a observarlos de lejos, sin que se produjera escaramuza alguna.
Hook no participaba en tales tareas. La cabecera del ejército tenía órdenes de cruzar el río antes de que comenzasen las obras. Dejaron los caballos, fueron a pie hasta los boquetes, se lanzaron al fango y, no sin esfuerzo, se encaramaron al otro tramo de los terraplenes, hasta alcanzar a la orilla opuesta. Con los arcos y las aljabas por encima de la cabeza, los arqueros vadearon el río Somme. A medida que se adentraba en el río, Hook comenzó a temblar. No sabía nadar, y sintió pánico al ver cómo el agua le llegaba a la cintura y le subía hasta el pecho, hasta que, en un momento dado, al dar un paso para sortear la floja corriente, notó que el lecho del río comenzaba a remontar de nuevo. El terreno era bastante firme; con todo, algunos resbalaron; a uno de los jinetes, lo arrastró la corriente. Poco duraron sus gritos: la cota de malla se lo llevó al fondo. De repente, Hook se vio caminando entre juncos y subiendo por un desnivel de lodo que le llevaba a la orilla norte. Los primeros hombres ya habían pasado al otro lado del Somme.
Sir John ordenó a los arqueros que se adentrasen unos quinientos metros en dirección norte y se llegasen hasta un cercado y una zanja que, de forma irregular, delimitaban las lindes de dos inmensos pastos.
—Si esos malditos franceses se dejan ver, liquidadlos —les dijo con frialdad.
—¿Contáis con que aparezca su ejército, sir John? —preguntó Thomas Evelgold.
—Si te refieres a las tropas que no nos perdían de vista cuando íbamos por la orilla del río, creo que esos cabrones no tardarán en aparecer. En cuanto al gran ejército, sólo Dios lo sabe. Confiemos en que crean que todavía seguimos por la ribera sur del río.
Aunque de aquellas tropas se tratase, Hook pensó que los pocos arqueros que iban en cabeza no serían capaces de frenarlas. Se sentó en una zanja inundada, al pie de un aliso seco, pensando en mil cosas a la vez, sin apartar los ojos del norte. Llegó a la conclusión de que había sido un mal hermano: nunca se había preocupado de Michael como Dios manda y, en un arranque de sinceridad, tuvo que reconocer que el carácter abierto de su hermano y su inagotable optimismo habían llegado a irritarlo en ocasiones. Cuando Thomas Scarlet, que había perdido a su hermano gemelo a manos de Lanferelle, se sentó a su lado, le hizo un gesto de saludo con la cabeza.
—Siento lo de Michael —acertó a decir, nervioso—. Era un buen chico.
—Lo era —contestó Hook.
—También Matt.
—Y tanto. Buen arquero, además.
—Lo era, sí, señor —dijo Scarlet.
En silencio, se quedaron mirando al norte. Sir John les había advertido que ojeadores a caballo serían el primer indicio de la proximidad de las tropas francesas. Pero no había ningún jinete a la vista.
—Michael siempre trataba de sujetar la cuerda más de la cuenta —comentó Hook—; traté de enseñarle, pero era superior a sus fuerzas. Siempre hacía lo mismo, y no daba en el blanco.
—Son cosas que pasan —convino Scarlet.
—Nunca aprendió, igual que nunca robó esa maldita caja —continuó Hook.
—Pinta de ladrón no tenía.
—¡Porque no lo era! Pero sé quién lo hizo, y le rajaré el cuello.
—No hagas nada de lo que puedas arrepentirte, Nick.
Hook hizo una mueca.
—Si caemos en manos de los franceses, qué mismo da que da lo mismo, me colgarán o me descuartizarán —exclamó, reviviendo estremecido, en aquel momento, la imagen de los arqueros torturados hasta la muerte en la plaza de la iglesia de Soissons.
—Pero hemos cruzado el río —afirmó Scarlet—, que no está nada mal. ¿Cuánto nos quedará por delante?
—Según el padre Christopher, cosa de una semana, un día o dos más, a lo sumo.
—Eso decían hace dos semanas —repuso Scarlet, cabizbajo—. Da igual; seguiremos pasando hambre durante una semana.
Apareció Geoffrey Horrocks, el más joven de los arqueros, con un casco repleto de avellanas.
—Las encontré junto al cercado. ¿Le apetece probarlas, mi sargento? —le preguntó.
—Compártelas con los demás, chaval, y diles que ahí tienen la cena.
—Y el desayuno de mañana —añadió Scarlet.
—Si tuviera una malla, podría cazar unos gorriones —dijo Hook.
—Empanada de gorrión, ¡quién la pillara! —contestó el otro, pensativo.
Se quedaron callados. Había dejado de llover, pero soplaba un viento frío que los dejaba ateridos. Como un nubarrón oscuro y deshilachado, una bandada de estorninos emprendió el vuelo: al cabo de un instante, se posaron dos campos más allá. Por el lado del río, a espaldas de Hook, los hombres seguían trabajando en los pontones.
—Por si no lo sabías, era todo un hombre hecho y derecho.
—¿Qué, qué me decías, Tom? —preguntó Hook, sobresaltado, medio adormilado.
—¿Yo? Nada. Me estaba quedando dormido, y me has despertado —repuso Scarlet.
—Era un buen hombre —insistió la voz, quedamente—, y ya está descansando en el cielo.
Hook se imaginó que sólo podía ser la voz de san Crispiniano; las lágrimas le nublaron la vista y todo le pareció borroso. Sintió deseos de gritar: menos mal que sigues a mi lado.
—En el cielo, no hay llanto —prosiguió el santo—, ni enfermedades. Tampoco señores ni muerte. No conocemos el hambre. Michael está en la gloria.
—Oye, Nick, ¿te encuentras bien? —le preguntó Tom Scarlet.
—Perfectamente —contestó Hook, pensando en que Crispiniano estaba al cabo de la calle en cuanto a hermanos se refería. Había padecido el martirio y muerto junto a su hermano, Crispín. Los dos estaban al lado de Michael en aquel momento, y se quedó más tranquilo.
Tras pasar la mayor parte del día reconstruyendo los dos terraplenes, el ejército comenzó a cruzar el río: dos largas columnas de caballos y carretas, arqueros, criados y mujeres. Vistiendo armadura y corona resplandecientes, el rey dejó atrás la zanja en la que se encontraba Hook, camino del norte. Le seguía una cohorte de nobles, refrenando a sus monturas. Habían dejado muy atrás a las tropas francesas que durante tanto tiempo les habían seguido desde la orilla opuesta y no había enemigos a la vista. Tras haber cruzado el río, los ingleses se adentraban en un territorio que, aun reclamado por el duque de Borgoña, seguía siendo Francia. A menos que apareciese el grueso del ejército francés, no eran tantos los obstáculos que se alzaban entre Inglaterra y los hombres de Enrique.
—¡Adelante! —ordenó el rey a sus comandantes.
Y echaron a andar hacia el norte, hacia el norte y hacia el oeste, en dirección a Calais, camino de Inglaterra y de un lugar seguro. Así echaron a andar.
Dejaron atrás el anchuroso río Somme. Al día siguiente, como las tropas estaban exhaustas, enfermas y hambrientas, el rey ordenó hacer un alto. Había dejado de llover y el sol se colaba entre jirones de nubes. Se encontraban en un terreno boscoso, y no tardaron en arder unas cuantas fogatas; en el lugar de acampada reinaba un ambiente festivo: los hombres ponían sus prendas a secar en improvisadas vallas. Dispusieron centinelas, aunque parecía que las tropas inglesas estaban solas en la inmensidad de Francia. De hecho, no vieron a ningún francés. Los soldados se adentraron en los bosques en busca de nueces, setas y bayas. Hook esperaba toparse con un ciervo o con un jabalí, pero las bestias, al igual que el enemigo, permanecían agazapadas.
—A lo mejor nos hemos librado de ésta —eso fue lo que, a modo de saludo, le dijo el padre Christopher, cuando el arquero regresó con las manos vacías.
—Eso debe de pensar el rey —respondió Hook.
—¿Por qué lo dices?
—De no ser así, ¿a qué viene un día de asueto?
—Nuestro buen rey está tan chiflado —contestó el cura— que, a lo peor, está deseando que caigamos en manos de los franceses.
—¿Chiflado? ¿Como el rey francés?
—El rey de Francia es un demente —dijo el padre Christopher—. El nuestro, sin embargo, está convencido de que Dios está de su parte.
—¿Y eso es una locura?
Al ver que Melisenda se acercaba, el cura calló la boca. La joven se acurrucó contra Hook sin decir nada. El arquero pensó que nunca la había visto tan delgada, pero todos estaban desmejorados, escuálidos, hambrientos y enfermos. Por alguna razón desconocida, Hook y su mujer no habían contraído aquella cagalera; muchos otros, sin embargo, la padecían, como bien podía colegirse por el pestilente hedor que reinaba en el campamento. Hook la rodeó con el brazo y la atrajo contra sí. De pronto, le dio por pensar que ella era lo mejor que tenía en el mundo.
—Espero que Dios nos haya librado de ésta —comentó Hook.
—Nuestro rey sólo a medias confía en eso, igual que sólo a medias está convencido de que tiene a Dios de su parte —dijo el padre Christopher.
—¿A eso se refiere con lo de la locura?
—No está del todo seguro. Mira, Hook, hombres hay en el ejército francés que están no menos persuadidos que Enrique de que Dios está de su lado: hombres de bien, que rezan, dan limosna, se arrepienten de sus pecados y hacen propósito de enmienda. Hombres buenos, de verdad. ¿Es posible que estén equivocados?
—Como no me lo aclare usted, padre… —dijo Hook.
El cura suspiró.
—Si comprendiera los designios de Dios, Hook, nada se me escaparía, porque Dios lo es todo: las estrellas y la arena, el viento y la encalmada, el gorrión y el gavilán. El todo lo sabe: tu destino y el mío. Si yo supiera todo eso, ¿qué sería entonces?
—Sería Dios —respondió Melisenda.
—Y eso no puede ser —añadió el padre Christopher—, porque no lo sé todo. Sólo Dios lo sabe. Por eso hay que ser precavidos con quien afirma conocer la voluntad de Dios, porque es como el caballo que piensa que lleva las riendas del jinete que lo monta.
—¿Eso es lo que piensa nuestro rey?
—Cree que tiene a Dios de su parte, y quizá no le falte razón —repuso el padre Christopher—. Rey es, al fin y al cabo, ungido y consagrado.
—Dios lo hizo rey —aseveró Melisenda.
—Ya puestos, la espada de su padre lo hizo rey —replicó el cura, con aspereza—, pero bien pudiera ser que Dios hubiese guiado esa espada —añadió, al tiempo que se santiguaba—. Porque tampoco hay que olvidar a quienes piensan que su padre no tenía derecho a usurpar el trono —continuó, en voz baja—, y que los pecados de los padres recaen sobre los hijos.
—Está diciendo que… —acertó a decir Hook, que se mordió la lengua al ver que la conversación tomaba un rumbo que bien podía ser considerado como alta traición.
—Lo único que digo es que no dejo de rezar para que regresemos a Inglaterra antes de que los franceses sepan dónde estamos —concluyó el padre Christopher, muy serio.
—No lo saben, padre —afirmó Hook, con la esperanza de estar en lo cierto.
El padre Christopher esbozó una sonrisa amable.
—Quizá no sepan dónde estamos, Hook, pero lo que es seguro es que saben a dónde nos dirigimos. Así que tampoco tienen que devanarse los sesos. Lo único que tienen que hacer es situarse delante de nosotros y que seamos nosotros quienes nos demos de bruces con ellos.
—Mientras tanto, aquí estamos, perdiendo el día —comentó Hook, enfurruñado.
—Pues, sí —dijo el cura—, así que recemos para que aún tengamos dos días de ventaja sobre nuestros enemigos.
Al día siguiente, reanudaron la marcha. Hook formaba parte de la avanzadilla de ojeadores que, al acecho del enemigo, se movía de un lado para otro a unos tres kilómetros de la cabecera del ejército inglés. Era una tarea que hacía con gusto. Podía dejar el palo afilado en una carreta y cabalgar a su aire por delante del ejército. Las nubes eran cada vez más compactas y soplaba un viento frío. Al despertar aquella mañana, descubrieron que había caído una fina helada que blanqueaba el terreno; no tardó en desaparecer. Las hojas de las hayas lucían un tono dorado tirando a rojo, el follaje de los robles se asemejaba más al color del bronce y algunos árboles ya se habían quedado desnudos. De resultas de las últimas lluvias, los pastos bajos aún estaban inundados, y los surcos de los campos, hondamente roturados por la reja del arado para dar cobijo al trigo de invierno, se habían convertido en largas acequias de agua reluciente. Los hombres de Hook siguieron una senda de pastores, pasando por aldeas desiertas. No había ganado ni grano. Se imaginó que alguien debía de estar al tanto de su presencia y habían arramplado con todo. Pero quien hubiera ordenado semejante expolio había desaparecido. No había ni rastro del enemigo.
A mediodía, comenzó a llover otra vez. Era sólo un sirimiri pero caló en la vestimenta de Hook. Raker, el caballo, marchaba a paso lento, igual que el resto del ejército, que era incapaz de avanzar más deprisa. Pasaron junto a una ciudad y Hook, embotado, apenas reparó en las coloridas y desafiantes banderolas que coronaban las murallas. Siguió adelante por el sendero, dejando atrás la ciudad almenada cuando, de repente, cayó en la cuenta de que no tenían escapatoria.
Acababan de subir un suave repecho y ante ellos se extendía un anchuroso y verde valle; en un extremo, recortadas contra el horizonte, se veían la torre de una iglesia y unas cuantas arboledas dispersas. Aunque no había ni rastro de ganado, el valle era un pastizal, y las huellas que observó en el terreno eran la prueba palpable del desastre que se avecinaba.
Sujetó a Raker y puso los cinco sentidos en lo que veía.
A sus pies, desde el este hacia el oeste, se extendía una franja de lodo, una vasta y ancha cicatriz de tierra removida donde no quedaba ni una brizna de hierba. El agua relucía en los miles de hondonadas que habían dejado los cascos de los caballos. El terreno era un cenagal de tierra removida y cubierta de rodadas, devastada y hollada: un ejército había pasado por aquel valle.
Hook enseguida se hizo cargo de que tenía que haber sido una imponente milicia. Aún se veían las pisadas recientes del paso de miles de caballos. Se acercó al borde del terreno, y contempló las huellas de los cascos, con tanta claridad que, en algunos sitios, podía distinguir hasta las marcas de los clavos de las herraduras. Volvió la vista hacia el oeste por donde se habían ido las huestes, pero no vio nada aparte del camino que habían seguido miles de hombres. En la otra punta, la franja de tierra estragada viraba hacia el norte.
—¡Santo Dios! —exclamó Tom Scarlet, aterrado—. Deben de ser miles.
—Vuelve grupas —le ordenó Hook a Peter Scoyle—, busca a sir John y cuéntale lo que hemos visto.
—¿Qué tengo que decirle? —le preguntó el arquero.
Hook recordó que Scoyle no había salido de Londres.
—¿Qué te parece que es esto? —le dijo, señalando a la tierra removida.
—Un lodazal —respondió Scoyle.
—Dile a sir John que el enemigo pasó ayer por aquí.
—¿En serio?
—¡Date prisa! —exclamó Hook, impaciente, antes de volverse a contemplar las innumerables holladuras de cascos.
Tantas y tantas que podían contarse por millares las pisadas que habían hecho de aquel valle un tremedal. En Inglaterra, había tenido ocasión de contemplar los senderos por donde los boyeros llevaban el ganado a los mataderos de Londres, y recordó el desasosiego que, de niño, sentía al imaginar el número de cabezas de aquellos rebaños. Pero las huellas que ahora contemplaba superaban con creces a las que dejaban los animales camino del sacrificio. Echó cuentas y pensó que, un día antes y por aquel valle, habían debido de pasar no sólo todos los borgoñones, sino todos los hombres de Francia, y que tan tremenda hueste les estaba esperando en algún punto, entre el oeste y el norte, entre el lugar donde se encontraban y Calais.
—Tienen que estar observándonos —apuntó.
—¡Santo Dios! —dijo Scarlet de nuevo, santiguándose. Los dos se quedaron mirando a los bosques que se alzaban a lo lejos, pero no atisbaron ni un destello que anunciase la presencia de un hombre con armadura. Hook estaba convencido, sin embargo, de que tenía que haber exploradores enemigos que no perdían de vista a las exhaustas tropas inglesas.
Apareció sir John seguido de una docena de jinetes. Sin decir palabra, se quedó mirando las pisadas y, como Hook, dirigió la mirada hacia el oeste y hacia el norte.
—O sea, que ya están aquí —comentó, cabizbajo.
—No se trata del pequeño ejército que nos seguía a lo largo del río —dijo Hook.
—¡A la vista está que no se trata de esos cabrones! —replicó sir John, sin apartar los ojos de la tierra pisoteada—. Es sin duda el gran ejército francés, Hook —añadió, mordaz.
—Y deben de estar observándonos, sir John —dijo el arquero.
—A ver si te afeitas, Hook —comentó el gentilhombre, con aspereza—. Pareces un maldito vagabundo.
—Como ordenéis, sir John.
—Pues claro que esos apestosos de mierda nos están observando. ¡Desplegad las banderas! ¡Y que les den! ¡Maldita sea, maldita sea, maldita sea! —continuó, profiriendo exabruptos que habrían sonrojado al propio Lucifer—. ¡Que Dios los confunda, y adelante!
No tenían otra salida. Al día siguiente, aunque no habían visto al enemigo de cara, tuvieron ocasión de comprobar que los franceses de sobra sabían por dónde andaban: en mitad del camino, con magníficas libreas y las varas blancas que indicaban su cometido, tres emisarios los esperaban. Hook intercambió con ellos los saludos de rigor, ordenó que los condujesen hasta sir John, y el rico hombre los llevó a presencia del rey.
—¿Qué querían esos fantoches hijos de puta? —preguntó Will of the Dale.
—Invitarnos a desayunar —dijo Hook—. Ya sabes: tocino, pan, hígado de pato a la parrilla, puré de guisantes y buena cerveza.
—En estos momentos —comentó Will, con una sonrisa—, estrangularía a mi madre con mis propias manos por un plato de judías, de judías viudas.
—Eso es: judías, pan y tocino —convino Hook, siguiéndole la corriente.
—Y carne asada con mucha salsa —añadió Will.
—Con una hogaza, te darías por satisfecho —replicó Hook.
Sabía que los emisarios sacarían buena tajada de aquella visita. Todo el mundo daba por sentado que no eran sino meros observadores, mensajeros que estaban por encima de las partes enfrentadas, pero seguro que los tres referirían por lo menudo a los comandantes franceses cómo los soldados ingleses echaban a correr al borde del camino, se bajaban las calzas y vaciaban las tripas, el mal estado de las caballerías, o el aspecto mugriento y abatido de los soldados que, a paso lento, iban camino del noroeste.
—Nos han lanzado un desafío para que entablemos batalla —les contó el padre Christopher, una vez que los tres enviados hubieron partido; el cura, como es natural, estaba al tanto de lo ocurrido durante el encuentro de los emisarios con el rey—. Todo se desarrolló según los usos de la más exquisita cortesía —les dijo a Hook y a los otros arqueros—. Graciosas reverencias, floridos cumplidos, comentarios sobre el pésimo tiempo que padecemos, hasta el momento en que plantearon lo que venían a decir.
—¡Cuántos miramientos! —comentó Hook, con sarcasmo.
—Esos sutiles gestos tienen su importancia —le reprochó el cura—. En una reunión galante, nadie hace bailar a una mujer sin habérselo pedido antes. Así que, para que os hagáis una idea, es como si el condestable de Francia y los duques de Borbón y Orleans nos hubieran pedido que bailásemos con ellos.
—¿Quiénes son ésos? —preguntó Tom Scarlet.
—El condestable se llama Charles d'Albret, y más vale que reces para que no te saque a bailar con él, Tom. Los duques son grandes señores. Por cierto, el duque de Borbón es un viejo conocido tuyo, Hook.
—¿Amigo mío?
—Era quien estaba al frente del ejército que arrasó Soissons.
—¡Vaya por Dios! —exclamó el arquero, recordando una vez más a los arqueros cegados, desangrándose en los adoquines hasta morir.
—Es casi seguro que cada duque está al frente de una tropa mucho más numerosa que nuestro propio ejército —añadió el cura.
—¿Y el rey ha accedido a su petición? —preguntó Hook.
—Por supuesto que sí —repuso el padre Christopher—, y de buen grado. Ya sabéis cuánto le gusta bailar, aunque declinó la invitación de que fuera él quién eligiera la ocasión: a eso contestó que poco les costaría dar con nosotros.
Así las cosas y sabedor de que su ejército podía entrar en combate en cualquier momento, el rey ordenó que los soldados se pusieran en marcha con todos sus aderezos encima, es decir, armaduras y sobrevestas, si bien tanto las piezas metálicas como las prendas que llevaban estaban tan sucias, oxidadas y destrozadas que difícilmente llegarían a impresionar, que no intimidar, al adversario. Pero el enemigo seguía sin dar la cara.
No se toparon con ningún francés ni el día de santa Córdula, virgen británica martirizada por los paganos, ni al día siguiente, festividad de san Félix, decapitado por haberse negado a entregar las sagradas escrituras que guardaba. Es más, las tropas inglesas ya habían cumplido las dos semanas de noche la víspera de san Rafael, quien, según les explicó el padre Christopher, era uno de los siete arcángeles que se sentaban a los pies del trono de Dios.
—¿Sabes qué día de la semana es mañana? —le preguntó a Hook aquel mismo día.
El arquero se paró a pensarlo y, aun sin estar muy seguro, aventuró:
—Mañana es miércoles.
—No —le corrigió el cura, con una sonrisa—. Mañana es viernes.
—Si mañana es viernes —repuso Hook, despreocupado—, nos obligará a comer pescado. ¿Qué tal una hermosa trucha, o una anguila tal vez?
—Mañana —le dijo el cura, con dulzura— es la festividad de los santos Crispín y Crispiniano.
—¡Dios mío! —exclamó Hook, como si le hubieran tirado un jarro de agua fría, aunque no podría asegurar si por miedo o por la certeza de que aquel día revestiría un maravilloso y entrañable sentido.
—Un buen día para rezar —añadió el cura.
—Sin duda, padre —contestó Hook.
Y así lo hizo, de inmediato. «Permítenos que lleguemos a tu día sin cruzarnos con los franceses —le rezó a san Crispiniano—, y así sabré que saldremos con bien de ésta. Ayúdanos a salir de aquí, y condúcenos sanos y salvos a casa. Haz que los franceses ni siquiera adviertan nuestra presencia —le rogaba, rezando de paso a san Rafael, santo patrono de los ciegos—. Guíanos hasta Inglaterra —continuó, no sin prometerle al santo que, si tal hacía, iría en peregrinación a Soissons y depositaría una buena suma en el ánfora de la catedral, suficiente para costear un nuevo mantel para el altar mayor, como desagravio por aquél que, tiempo atrás, desgarrase John Wilkinson—. Llévanos a casa; devuélvenos sanos y salvos a casa.» Y aquel día, festividad de san Rafael, veinticuatro de octubre de 1415, miércoles, las plegarias de Hook fueron atendidas.
Cabalgaban por un paraje de pequeñas y escarpadas colinas, surcado por arroyos tumultuosos, guiados por un batanero del lugar que se conocía al dedillo la enrevesada maraña de senderos que discurrían por aquellos campos. Llevaba a Hook y a los otros ojeadores por un sinuoso camino de carros que serpenteaba bajo unos árboles. La ruta de Calais quedaba algo lejos, hacia el oeste, pero no la tomaron porque pasaba por Hesdin, una ciudadela asentada a orillas de un pequeño río, con un fortín que defendía su puente, de modo que el guía los llevó hasta otro vado.
—Seguid el curso del río hacia el norte —les explicó—, siempre en esa dirección y volveréis al camino. ¿Me has entendido? —los arqueros le daban miedo, pero más le aterraban los jinetes que, con librea regia, les seguían, que eran quienes tenían la última palabra sobre si fiarse o no de lo que les decía.
—Entendido —contestó Hook.
—Siempre hacia el norte —insistió el hombre, cuando el sendero desembocó en un valle donde se veía una aldea junto a la orilla sur de un río—. La Rivière Ternoise —les indicó el batanero, mientras señalaba a la orilla opuesta, donde emergían unas abruptas colinas—. Tenéis que ir hasta allí y buscar el camino que lleva a Saint-Omer.
—¿Saint-Omer?
—¡Oui! —respondió el guía; Hook recordó el viaje que había hecho con Melisenda, cuando habían tratado de llegar a Saint-Omer, localidad próxima a Calais. Y tanto que sí, pensó Hook. El inquieto batanero dijo algo más, que Hook sólo entendió a medias, y le pidió que lo repitiese—: La gente de por aquí se refiere al Ternoise como el Río de las Espadas.
—¿Por qué? —preguntó Hook, que sintió un escalofrío al oír semejante nombre.
—¡Están como cabras! —repuso el otro, encogiéndose de hombros—. No es más que un río.
A pesar de las últimas lluvias, no era un río profundo. El caballero que iba al frente de los jinetes le ordenó a Hook que él y sus arqueros lo vadeasen y subieran por la ladera.
—Cuando lleguéis arriba, esperad —les dijo; disciplinadamente, Hook espoleó a Raker hacia el Río de las Espadas.
Detrás marchaban los arqueros, chapoteando, a pesar de que el agua apenas llegaba a la panza de sus monturas. La cuesta que había al otro lado del río era empinada y, a lomos de sus agotados caballos, comenzaron la lenta ascensión. Había dejado de llover aunque, de vez en cuando, un cielo cada vez más oscuro, cubierto de nubes bajas, casi negras, les enviaba una llovizna racheada; a lo lejos, por el este, el horizonte parecía teñido de hollín.
—Van a caer chuzos de punta —le dijo Hook a Will of the Dale.
—Eso parece —contestó el otro, con resquemor. El aire era asfixiante, pesado, preñado de inquietantes barruntos.
Apenas habían llegado a mitad de la cuesta cuando, a sus espaldas, una partida de jinetes irrumpió en el río, picando espuelas colina arriba. Hook se volvió y vio cómo el grueso del ejército se acercaba velozmente a la orilla opuesta del Ternoise por alguna razón que no se le alcanzaba. Sir John, seguido del portaestandarte, pasó como una exhalación junto a Hook, camino de la cima que se recortaba contra aquel cielo de pizarra; al poco, el propio rey, a lomos de un corcel negro como la noche, seguía sus pasos.
—¿Qué diantre estará pasando? —se preguntó Tom Scarlet.
—Sabe Dios —respondió Hook.
Al llegar a lo alto de la colina, el rey, su séquito y el resto de los jinetes refrenaron a sus monturas. Todos miraban al norte. En ese momento, Hook llegó arriba y echó un vistazo.
A sus pies, la falda de la colina descendía hasta una aldea situada en un recogido y verde valle. Del villorrio salía un sendero que llevaba a una enorme extensión de terreno que, bajo aquel cielo encapotado, parecía una tierra de labranza, un altiplano roturado por surcos recientes, flanqueado por espesos bosques. Por encima de la arboleda situada al oeste, sobresalían las almenas de un pequeño castillo. Una bandera ondeaba en la torre, pero estaba demasiado lejos como para distinguir la divisa que lucía.
Algo le resultaba familiar en cuanto a la disposición del terreno; de repente, se acordó:
—Yo ya he estado aquí —dijo en voz alta—. Melisenda y yo pasamos por aquí.
—¿En serio? —le preguntó Tom Scarlet, sin prestarle demasiada atención.
—Nos topamos con un jinete —continuó el arquero, confuso, sin apartar los ojos del norte—. Nos dijo cómo se llamaba este sitio, pero no me acuerdo.
—Algún nombre tendrá, me imagino —dijo Scarlet, pensando en otra cosa.
Llegaron más ingleses a la cima; todos miraban al mismo lado. Casi ninguno abrió la boca; los más se santiguaron.
Porque ante sus ojos, tan numeroso como las arenas de la costa y las estrellas del firmamento, estaba el enemigo. Inmensos, los ejércitos de Francia y Borgoña se encontraban al otro extremo de la tierra de labranza. Incontables, las coloristas banderas proclamaban el imponente número de sus efectivos.
El gran ejército francés bloqueaba el camino que llevaba a Calais. Los ingleses estaban atrapados.
A la vista del enemigo, Enrique, conde de Chester, duque de Aquitania, señor de Irlanda y rey de Inglaterra, se dejó llevar por un incontenible arrebato y, sacando fuerzas de flaqueza, gritó:
—¡A formar, en orden de batalla! —cabalgando de un lado a otro de sus tropas—. ¡Seguid las indicaciones de vuestros superiores! Ellos saben lo que tienen que hacer. Seguid sus estandartes. ¡Con ayuda de Dios, vamos a presentar batalla! ¡Orden de batalla!
Mientras el ejército francés se agrupaba en torno a banderas que ondeaban en unos mástiles tan gruesos como el tronco de un árbol, el sol se ocultaba tras las nubes bajas.
—Si cada estandarte es la divisa de un señor, y cada caballero está al frente de diez hombres, ¿cuántos soldados habrá? —preguntó Thomas Evelgold.
—Unos cuantos miles —repuso Hook.
—Y eso tirando muy, pero que muy por lo bajo —prosiguió el centenar—. Lo más probable es que sean cien o doscientos los efectivos agrupados bajo cada bandera.
—¡Dios mío! —exclamó Hook, tratando de echar la cuenta; pronto renunció ante la multitud de estandartes; lo único que daba por sentado era la enorme superioridad del enemigo frente al mermado ejército inglés—. ¡Que Dios nos ayude! —se le escapó, recordando estremecido, una vez más, la carnicería y los gritos de Soissons.
—Más vale que alguien nos eche una mano —replicó Evelgold, con brusquedad, antes de volverse a los arqueros—: Nos han asignado el flanco derecho. ¡Pie a tierra! ¡Estacas y arcos! ¡Con brío! ¡Que unos pajes se hagan cargo de los caballos! ¡Aprisa, holgazanes! ¡Moved esos puñeteros esqueletos! ¡Hay que acabar con unos cuantos!
Dejaron los caballos en unos pastos cerca de la aldea, y subieron una suave pendiente que llevaba al altiplano. Desde el pequeño valle, no podían ver al enemigo pero, en cuanto Hook asomó la cabeza a la altura del secarral, vio a los franceses de nuevo y se sintió arredrado. Ante sus ojos, se desplegaba un ejército en condiciones; no una banda de fugitivos enfermos y desarrapados, sino un ejército poderoso y orgulloso, dispuesto a dar su merecido a los hombres que habían tenido la osadía de invadir Francia.
La vanguardia de las tropas inglesas avanzaba por el flanco derecho; los arqueros que marchaban en cabeza se situaron más a la diestra; allí se les unió la mitad de los arqueros que avanzaban por el centro. El resto se dirigió a la retaguardia, desplegada en el flanco izquierdo. Arqueros eran, pues, quienes ocupaban las dos alas, flanqueando a los caballeros que avanzaban en el centro de la formación.
—¡Dios mío! —dijo Tom Scarlet, señalando a los suyos con el dedo—. ¡Hasta en una feria de caballos habría más hombres!
Los soldados ingleses, menos de un millar, formaban una pequeña y patética línea en el centro de aquel despliegue. Mucho más numerosos eran los arqueros: más de dos mil cubrían cada flanco.
—¡Estacas! ¡Clavad las estacas, muchachos! —les gritó un jinete con sobrevesta verde, que pasó al galope por delante de ellos.
Sir John, que avanzaba por el centro con los demás soldados, se acercó a los arqueros cuando estaban plantando las estacas.
—Vamos a ver si se deciden a atacarnos —les dijo—; si no fuera así, nosotros seremos quienes tomemos la iniciativa mañana por la mañana.
—¿Por qué no aprovechamos para salir por piernas ahora que es de noche? —preguntó alguien.
—¿Cómo? ¡No se oye nada! —gritó sir John, volviendo a la formación, no sin advertirles que estuviesen preparados ante un posible ataque por parte de los franceses.
Los arqueros no estaban tan apiñados como los soldados, que marchaban hombrera con hombrera, de cuatro en fondo. Necesitaban espacio para tensar sus enormes arcos y, atendiendo a las órdenes que iban recibiendo, se habían dispersado por delante de los caballeros desmontados. Al igual que el resto de los hombres de sir John, Hook se encontraba en primera línea. Según sus cálculos, serían unos doscientos los arqueros que se encontraban a su altura; a sus espaldas habría otras doce hileras que clavaban estacas en el suelo, apuntando a los franceses. Una vez colocadas en su sitio a martillazos, había que volver a afilarlas.
—¡Permaneced cada uno delante de la estaca que habéis plantado! —gritó el hombre de la sobrevesta verde—. ¡Procurad que no la vean!
—Estos hijos de puta no están ciegos —refunfuñó Will of the Dale—; como si no se hubieran dado cuenta de lo que estábamos haciendo.
A unos cientos de metros, los franceses observaban sus movimientos. Seguían llegando tropas sin parar: una colorida multitud a caballo marchaba tras relucientes estandartes, que se recortaban contra un cielo cada vez más anubarrado. La mayoría se afanaban a lo lejos, donde habían levantado el campamento; mientras cientos de ellos cabalgaban hacia el sur para ver de cerca al ejército inglés.
—Me imagino cómo se deben estar riendo a costa nuestra —comentó Tom Scarlet—, se estarán meando de la risa.
Los jinetes enemigos más cercanos estarían a unos trescientos metros. Quietos o al paso de sus monturas, iban y venían entre los surcos, observando el menguado ejército inglés que tenían enfrente. Bajo la tenue luz del ocaso, los bosques que se extendían a derecha e izquierda de la tierra de labranza parecían de color negro. Una vez plantadas las estacas, algunos arqueros se habían dirigido a aquellas arboledas para vaciar las tripas entre los matorrales de espino, acebo y avellanos. Empero, la mayoría no perdía de vista al enemigo, y Hook pensó que Tom Scarlet tenía toda la razón del mundo: los franceses debían de estar muertos de risa. Serían ya unos tres o cuatro por cada inglés, y aún seguían llegando tropas por el extremo norte de la campa. Hook hincó una rodilla en el suelo anegado, se santiguó y rezó a san Crispiniano. No era el único: docenas de arqueros y caballeros también se habían puesto de rodillas. Los curas iban de un lado para otro impartiendo bendiciones a aquellos hombres abatidos, mientras los franceses cabalgaban al paso por el labrantío. Hook abrió los ojos y se imaginó lo bien que se lo estarían pasando a cuenta de fuerza tan patética que, tras haberles plantado cara, tratando de escapar, había acabado por caer en sus garras.
—¡Haz que salgamos con bien! —le rezaba a san Crispiniano, pero el santo guardaba silencio. Hook pensó que su plegaria se habría perdido en el inmenso y oscuro vacío que se extendía más allá de las nubes que se cernían sobre sus cabezas.
Comenzó a llover con ganas, una lluvia fría, intensa, que, a medida que amainaba el viento, caía en forma de pesarosas gotas. Al punto, los arqueros desencordaron los arcos y guardaron las cuerdas enrolladas bajo sus gorros o cascos para evitar que se mojasen. Desde la formación, unos emisarios ingleses se habían acercado hasta las filas del ejército enemigo. Los franceses salieron a su encuentro; Hook observó las reverencias que intercambiaban sin descabalgar. Al cabo de un rato, regresaron a lomos de sus grises caballos, cubiertos de barro desde los cascos hasta la panza.
—No habrá batalla esta noche, muchachos —se apresuró sir John a avisar a los arqueros—. ¡Quedaos donde estáis, nada de fogatas y calladitos! El enemigo nos concede el honor de pelear mañana, ¡así que procurad descabezar un sueñecito! ¡No habrá batalla esta noche! —continuó gritando a lo largo de la hilera que formaban los arqueros, mientras el repiqueteo de la lluvia ahogaba sus palabras.
—Así que voy a pelear en tu día —le dijo al santo, rodilla en tierra—, en el día de tu festividad. Vela por nosotros. Que no le pase nada a Melisenda. Haz que salgamos con bien de ésta, te lo suplico. En el nombre del Padre, te lo pido: haz que regresemos sanos y salvos a casa.
No hubo respuesta. Sólo el intenso siseo de la lluvia y el bramido de un trueno a lo lejos.
—¿De rodillas, Hook? —le espetó con sorna Tom Perrill.
El arquero se puso en pie y miró de frente a su enemigo. De inmediato, Tom Evelgold se interpuso entre los dos.
—¿Tienes algo que decirle a Hook? —le preguntó el centenar, en tono desafiante.
—Espero que sigas con vida después de mañana, Hook —dijo Perrill, como si Evelgold no estuviera presente.
—Confío en que todos sigamos con vida después de mañana —repuso Hook; odiaba a Perrill con toda su alma, pero no se sentía con fuerzas para pelear en aquel húmedo anochecer.
—Tenemos asuntos pendientes —insistió Perrill.
—Por supuesto —convino Hook.
—Asesinaste a mi hermano —continuó el otro, mirando a Hook a la cara—. Aseguras que no, pero fuiste tú, y la muerte de tu hermano no arregla las cosas. Le prometí algo a mi madre, y de sobra sabes a qué me refiero —añadió, mientras la lluvia le caía por el borde del casco.
—Tendríais que llegar a un arreglo —dijo Evelgold—. Si mañana vamos a entrar en combate, deberíamos llevarnos bien. Bastantes enemigos tenemos ya.
—Tengo una promesa que cumplir —insistió Perrill, sin dar su brazo a torcer.
—¿Con tu madre? ¿De cuándo acá hay que cumplir las promesas que se hacen a una puta? —preguntó Hook, incapaz de contenerse.
Perrill torció el gesto, pero mantuvo la compostura.
—Odia a los tuyos y os quiere ver muertos. Eres el único que queda.
—Los franceses estarían encantados de cumplir con la promesa que hiciste a tu madre —apuntó Evelgold.
—Alguien lo hará, o ellos o yo —contestó Perrill, haciendo un gesto con la cabeza al ejército enemigo, sin apartar los ojos de Hook—. He venido a decirte que no te mataré durante el combate. Bastante asustado estás ya —se mofó—, como para cuidarte de tu espalda.
—Ya se lo has dicho. Ahora, vete —dijo Evelgold.
—Sí; haya tregua hasta que esto termine —le ofreció Perrill, sin hacer caso del centenar.
—No te mataré hasta que esto haya acabado —convino Hook.
—No esta noche —exigió Perrill.
—No será esta noche —repuso Hook.
—Que duermas bien, Hook. Quizá sea tu última noche en este mundo —dijo Perrill, al tiempo que se alejaba.
—¿Por qué tanto odio? —le preguntó Evelgold.
—Es un asunto que se remonta a los tiempos de mi abuelo. Nos odiamos, y ya está. Los Hook y los Perrill no pueden ni verse.
—Quién sabe, pero a lo peor mañana, a estas horas, estáis muertos los dos, igual que todos los demás —dijo Evelgold, apesadumbrado—. Confiésate y oye misa antes de la batalla. Tus hombres están de guardia esta noche. Los de Walter se encargan de la primera ronda; vosotros os encargaréis de relevarlos. Deberéis llegaros hasta la mitad del campo —añadió, señalando al labrantío—, sin hacer ningún ruido, en completo silencio. Así que nada de gritar ni cantar ni silbar.
—¿Por qué?
—¿Cómo demonios quieres que lo sepa? Si un jinete hace ruido, el rey se quedará con su montura y los arreos. Si es un arquero el que chilla, le cortarán las orejas. Ordenes del rey. Así que procura estar alerta y, si aparecen los franceses, que Dios te proteja.
—Pero eso no va a pasar, no a lo largo de esta noche.
—Eso dice sir John, pero prefiere que haya gente de guardia —añadió Evelgold, encogiéndose de hombros, dando a entender que no valía de nada; dicho lo cual, se marchó.
Siguieron llegando franceses que querían ver de cerca al enemigo antes de que cayese la noche y la oscuridad los ocultase. La lluvia barría la tierra sembrada y el ruido que hacía al caer sofocaba las carcajadas del adversario. El día siguiente se celebraba la festividad de los santos Crispín y Crispiniano, y a Hook no se le iba de la cabeza que bien podía ser el último de su vida.
Durante toda la noche, cayó con fuerza una lluvia heladora. Bajo el aguacero, sir John Cornewaille corrió hasta el caserío de Maisoncelles, donde el rey había establecido el cuartel general. En una pequeña estancia llena de humo, se encontró con Humphrey, hermano pequeño del rey y duque de Gloucester, y con Thomas, duque de York; ninguno de los dos tenía idea del paradero del rey.
—Estará rezando, sir John —le dijo el duque de York.
—Esta noche, a Dios deben de zumbarle los oídos, mi señor —repuso el gentilhombre, muy serio.
—No dudéis en unir vuestra voz a esa algarabía —replicó el duque, nieto de Eduardo III y primo del difunto Ricardo II, cuyo trono había usurpado el padre de Enrique; empero, había dado fehacientes pruebas de lealtad al hijo y, como era tan piadoso como el rey, gozaba de la entera confianza del monarca—. Creo que su majestad está tanteando la moral de las tropas —concluyó el duque.
—Los hombres darán la talla —repuso sir John; se sentía incómodo en presencia del duque, tan devoto y erudito, que lo miraba por encima del hombro—. Tienen frío, están de mal humor, muertos de hambre, calados hasta los huesos y enfermos, pero mañana pelearán como perros de presa. No me gustaría tener que vérmelas con ellos.
—¿No seréis acaso de ésos…? —empezó a decir, no sin titubeo, Humphrey, duque de Gloucester, antes de callarse la boca. Sir John supo de inmediato por dónde iban los tiros. ¿Era partidario de que el rey escapase de allí aprovechando la oscuridad? Por supuesto que no, pero se lo guardó para sí. El rey no podía escabullirse, y menos en aquellos momentos. El monarca estaba convencido de que Dios estaba de su lado y, a la mañana siguiente, le exigiría que realizase el milagro que lo confirmase.
—Dejo a vuestras señorías para ir a vestirme la armadura —se limitó a decir el gentilhombre.
—¿Hay algo que deba saber su majestad? —le preguntó el duque de York.
—Sólo que Dios derrame sobre él sus bendiciones —contestó sir John.
Aunque no dudaba de la determinación que guiaba a Enrique, lo cierto era que había ido a ver cómo estaba el rey. Se despidió, pues, de los duques, y volvió al establo en el que había establecido su cuartel general. Era un cuchitril maloliente, pero sabía la suerte que tenía de contar con un sitio así aquella noche, en que la mayoría de los soldados permanecerían a la intemperie, soportando rayos y truenos, bajo el aguacero y un aire helador.
La lluvia no dejaba de golpear contra la frágil techumbre, se colaba dentro y formaba un pequeño charco en el suelo junto a una tímida fogata que ahumaba más que alumbraba. Allí le esperaba su armero, Richard Cartwright, de gesto grave y severo, aspecto más remilgado que el de un cura, y ademanes tan pintorescos como fuera de lugar.
—¿Procedemos, sir John? —le preguntó.
—Procedamos —respondió el noble, arrojando el capote húmedo junto a la hoguera.
Se había despojado de la armadura, que había llevado todo el día; Cartwright la había puesto a secar, la había restregado para evitar la herrumbre y le había sacado brillo. Recurrió a unos trapos secos que guardaba en una alforja para repasar las calzas y el jubón de cuero que sir John llevaba puestos, aderezos de suave gamuza, cosidos por un sastre de Londres, que le quedaban como un guante. El armero guardó silencio mientras embadurnaba las prendas con lanolina.
Sir John estaba absorto en sus cosas, dispuesto a soportar una vez más el ritual: de pie y con las manos extendidas, mientras Cartwright hacía lo necesario para que, aun revestido de armadura, pudiera mover las piernas y los brazos con facilidad. Procuró pensar en torneos y en batallas, en el estado de exaltación guerrera que lo animaba en tales circunstancias. Aquella noche, sin embargo, se sentía alicaído. La lluvia caía con fuerza; el viento hacía que el agua se colase por la puerta del establo, y a sir John le dio por imaginarse a los millares de armeros franceses que estarían preparando a sus señores para la batalla. Muchos, pensó, demasiados.
—¿Decíais, sir John? —preguntó Cartwright.
—¿Quién, yo?
—Habrán sido imaginaciones mías, sir John. Alzad los brazos, os lo ruego —añadió el fámulo, mientras le pasaba por la cabeza un verdugo de cota de malla, muy tupida, sin mangas que le cubría hasta la entrepierna, con amplias aberturas a la altura de las axilas para que sir John pudiera mover los brazos a su antojo—. Con vuestra indulgencia, sir John —musitó Cartwright igual que cada vez que, de rodillas a los pies de su señor, se agachaba para atar los extremos inferiores de la cota de malla entre las piernas de su señor, quien, como siempre, no dijo nada.
Nada dijo tampoco el armero mientras ajustaba los quijotes a los muslos del caballero. Como la protección delantera se superponía ligeramente a la parte trasera, sir John flexionó las piernas para comprobar que las piezas de acero se deslizaban a su gusto. Dada la precisión con que trabajaba Cartwright, el caballero se dio por satisfecho. Vinieron a continuación las grebas, para proteger las piernas; las rodilleras, para las rodillas, y los escarpines herrados, sujetos a las grebas.
Cartwright se puso en pie y le colocó la escarcela de cuero, revestida de cota de malla y reforzada con unas tiras de acero que protegían la entrepierna del noble. No podía apartar de su cabeza la imagen de los arqueros, tratando de echar una cabezada bajo aquella lluvia torrencial. Seguro que, por la mañana, estarían agotados, empapados y muertos de frío, pero dispuestos para el combate. Oyó el chirrido de puntas de metal contra las piedras de amolar, señal de que flechas, espadas y hachas estarían en condiciones.
Llegó el momento de fijar el peto y la espaldera, las piezas más pesadas, de acero de Burdeos ambas, como el resto de la armadura. Con mano diestra, Cartwright ajustó los herrajes y ató ambas piezas a los guardabrazos, que protegían los brazos del caballero; los brazales, para los antebrazos; los codales, para los codos, y no sin antes hacer una reverencia, le presentó a sir John los guanteletes, revestidos de acero, despojados de todo, incluso de cuero en la palma de la mano para que sir John pudiese manejar las empuñaduras de las armas con las manos desnudas. Sobre las hombreras, que cubrían el hueco vulnerable que quedaba entre el peto y la espaldera, Cartwright sujetó las charnelas de la gorguera alrededor del cuello del gentilhombre. Algunos caballeros llevaban un verdugo de cota de malla que les cubría desde el yelmo hasta el peto, pero un gorjal de buen acero era mejor que cualquier cota de malla, aunque sir John se sentía molesto cada vez que tenía que volver el cuello.
—¿Queréis que afloje los herrajes, sir John?
—No; están bien —repuso el noble.
—Alzad los brazos, señor —le rogó cortésmente Cartwright, antes de pasarle la sobrevesta por la cabeza y los brazos por las anchas mangas, ahuecando la tela con el león y la corona bordados y la cruz de san Jorge sobrecosida. Le ajustó el tahalí a la cintura y colgó de los tachones la espada preferida de sir John, la enorme Darling—. ¿Me confiaréis la vaina antes de entrar en combate mañana por la mañana, sir John?
—Como de costumbre.
Antes de una batalla, sir John siempre se desembarazaba de la vaina para que no se le enredase entre las piernas. Finalizada la refriega, la espada volvía a la vaina de cuero, con la hoja al aire.
Finalmente, Cartwright le colocó una caperuza de cuero en la cabeza para amortiguar el roce del yelmo, que sir John tomó de manos del armero.
—Retira la visera —le ordenó.
—Pero…
—Haz lo que te he dicho.
En cierta ocasión, durante un torneo en Lyons, gracias a eso, sir John se las había compuesto para asestarle un buen mandoble a uno de sus contrincantes dejándolo medio ciego, y lo había derrotado con facilidad. Mañana, pensaba, los ingleses habremos de agarrarnos a cualquier ventaja por pequeña que sea.
—Tengo entendido que los enemigos disponen de ballestas —alegó Cartwright, con cautela.
—Haz lo que te he dicho.
La retiró y, con una leve reverencia, puso el yelmo de nuevo en manos de sir John. Más tarde tendría ocasión de ponérselo en la cabeza, ajustándolo a las hombreras; por el momento sir John estaba servido.
Seguía lloviendo. Fuera, en la oscuridad, bajo el fragor de los truenos, un caballo relinchaba. Sir John recogió una cinta de seda roja y blanca, la preferida de su esposa, y la besó antes de arrebujarla entre la gorguera y el peto. Algunos caballeros llevaban las prendas de sus damas anudadas al cuello y, aunque sir John no entendía muy bien la razón, la única vez que lo había llevado de ese modo había derribado a su adversario y acabado con él. Si, al día siguiente, un enemigo le buscaba las cosquillas por ese lado, estaba seguro de que se desembarazaría de él con facilidad. El gentilhombre dobló los brazos, vio que todo estaba bien y, con gesto grave, dijo:
—Gracias, Cartwright.
El armero hizo una leve inclinación de cabeza, y respondió de la misma manera en que lo había hecho desde la primera vez que había vestido a su señor:
—Sir John, estáis en condiciones de entrar en combate.
Igual que otros treinta mil franceses.
—Lo que tienes que hacer —le decía Hook a Melisenda— es marcharte de aquí. Escápate aprovechando que es de noche. Llévate el dinero que tenemos, coge nuestras pertenencias y aléjate.
—¿A dónde voy a ir? —le preguntó la joven.
—En busca de tu padre —contestó Hook.
Mantenían esta conversación en el campamento inglés, situado al sur de la campa roturada. Los señores habían ocupado los caseríos de la aldea. Hook escuchaba los martillazos de los armeros en el acero mientras retocaban las costosas armaduras. Habían dejado las carretas al este del villorrio; las escasas fogatas que aún ardían a pesar del aguacero iluminaban los radios de las ruedas de los carromatos. Desde allí, era imposible ver al ejército francés, pero adivinaron su presencia por el apagado resplandor de las hogueras que se reflejaba en las oscuras nubes, súbitamente iluminadas por el resplandor de un rayo que se dibujó sobre los bosques del este, seguido por el retumbar de un trueno que resonó por el firmamento como el estallido de una colosal bombarda.
—Prefiero quedarme contigo —insistió Melisenda, con obstinada firmeza.
—Vamos a morir —le dijo Hook.
—No —repuso la muchacha, no del todo convencida.
—Ya oíste lo que dijo el padre Christopher —repuso, sin miramientos—, quien, a su vez, oyó el mensaje que traían los emisarios. Según sus cálculos, hay treinta mil franceses; nosotros no somos más de seis mil.
Melisenda se acurrucó más contra Hook, tratando de embozarse en el capote con el que ambos se cubrían. Estaban sentados en el suelo, apoyados contra un roble que a duras penas les protegía de la lluvia.
—Melisenda se casó con un rey de Jerusalén —dijo la muchacha; Hook guardó silencio para que dijese todo lo que llevaba dentro—. El rey murió —continuó la joven—, y todos aconsejaban a la viuda que se retirase a un convento a rezar. Pero no lo hizo. Se autoproclamó reina, ¡y fue una gran reina!
—Ya eres mi reina —le aseguró Hook, pero Melisenda no se dio por enterada del cumplido.
—Cuando estaba en el convento, tenía una amiga, la hermana Beatrice; era mayor, mucho mayor que yo. Me aconsejaba que huyese de aquel lugar. Me decía que tenía que abrirme camino en la vida, pero no sabía cómo, hasta que apareciste tú. Sé que he de obrar como Melisenda, y seguir mi propia senda —para añadir, estremecida—: Pienso quedarme a tu lado.
—Pero si sólo soy un arquero, nada más —repuso el joven, con frialdad.
—No; eres un ventenar y, ¿quién sabe?, a lo mejor mañana te nombran centenar. Y llegará el día en que seas dueño de una tierra, un terreno para los dos.
—Mañana es la festividad de san Crispiniano —dijo Hook para salir del paso, incapaz de pensar en que podría llegar a ser dueño de una tierra.
—Que no se ha olvidado de ti. ¡Mañana lo tendrás a tu lado! —repuso Melisenda.
En eso confiaba Hook; con todo, le dijo:
—Hazme un favor: mañana, ponte la sobrevesta de tu padre.
Tras pensarlo un momento, acabó por asentir.
—Lo haré —le prometió.
—¡Hook! —ladró la voz de Evelgold en la oscuridad—. ¡Ya es hora de despabilar a tus muchachos! —a lo que siguió un silencio que requería una respuesta.
Melisenda se apretó contra Hook.
—¡Hook! —gritó una vez más Evelgold.
—¡Ya voy!
—Volveremos a vernos antes de… —empezó a decir Melisenda, con una voz que se iba apagando.
—Me verás de nuevo —dijo Hook, besándola apasionadamente, antes de dejarle el capote para ella sola—. ¡Ya voy! —gritó otra vez a Tom Evelgold.
Ninguno de los arqueros había pegado ojo: imposible dormir bajo aquel aguacero y el retumbar de los truenos. Refunfuñando, seguían los pasos de Hook por la suave pendiente que les llevaba a la ancha franja de tierra labrada. Anduvieron de acá para allá un buen rato antes de dar con el pelotón al que habían de relevar. Por fin, Hook encontró a Walter Magot y los suyos a unos cien pasos de donde habían plantado las estacas.
—Dime que voy a encontrarme con una buena fogata y un buen tazón de caldo caliente —le dijo Magot, a modo de saludo.
—Sustancioso: de cebada, carne, chirivías y unos nabos.
—Ya los oyes —dijo Magot—: sacan los caballos a pasear. Si ves que se acercan demasiado, da una voz: se retiran al instante.
Hook volvió los ojos hacia el norte. A pesar de la lluvia, las hogueras del campamento francés brillaban a lo lejos: las llamas arrancaban destellos del agua que empapaba los surcos, el mismo resplandor de fondo contra el que se recortaba la silueta de los jinetes que cabalgaban por el labrantío.
—Están calentando los caballos para mañana —comentó Hook.
—Esos cabrones pretenden aplastarnos, ¿verdad? Todos esos hombretones con sus malditas y descomunales caballerías…
—Más vale que reces para que deje de llover.
—Dios quiera que así sea —repuso el otro sin dudar; con aquella lluvia, las cuerdas de los arcos, empapadas, se destensaban y restaban fuerza a la hora de disparar—. No pases frío, Nick —le aconsejó antes de encaminarse con los suyos en busca del dudoso cobijo del campamento inglés.
Hook se defendió como pudo de las ráfagas de viento y lluvia. Entre fogonazos, bajo el resplandor de los relámpagos que surcaban el cielo para ir a caer en el valle que se extendía más allá de las filas francesas, veía las innumerables tiendas y los incontables estandartes del enemigo con el que habría de medirse en el campo de batalla. Se oyó el relincho de un caballo. Cientos de ellos rondaban el terreno; cuando se aproximaban, Hook oía chapoteo de sus cascos en la tierra empapada. Un par de hombres se acercaron más de la cuenta, Hook les dio una voz y ambos se apartaron de inmediato. De vez en cuando, aflojaba la lluvia; al disminuir el ruido, Hook escuchaba con toda claridad las risotadas y los gritos de júbilo que le llegaban del campamento enemigo. En el bando inglés, todo era silencio. Hook pensó que pocos serían los hombres de ambos lados que conciliasen el sueño aquella noche, y no por culpa del mal tiempo, sino porque sabían que, a la mañana siguiente, entrarían en batalla. Los armeros estarían poniendo las armas a punto, y sintió un estremecimiento sólo de pensar en lo que les aguardaba en cuanto amaneciese.
—No nos dejes de tu mano —le rezaba a san Crispiniano, aunque no tardó en recordar el consejo que le había dado el cura de la catedral de Soissons: que en el cielo se escuchaban con más agrado las plegarias por nuestros semejantes, de modo que rezó por Melisenda y por el padre Christopher, para que los dos saliesen con bien del cataclismo que se avecinaba al día siguiente.
Un violento y fulgurante rayo iluminó las nubes, seguido de un trueno que retumbó sobre sus cabezas; comenzaron a caer chuzos de punta; llovía tanto que hasta se apagaron las hogueras del campamento francés.
—¿Quién va? —gritó de repente Tom Scarlet.
—Gente amiga —repuso un hombre.
Al resplandor de otro rayo, observaron a un caballero que venía del campamento inglés. Llevaba cota de malla y polainas de acero; el resplandor del relámpago duró lo suficiente para que Hook se percatase de que no llevaba sobrevesta y, en vez de yelmo, sólo una caperuza de cuero de anchos bordes.
—¿Quién sois? —preguntó Hook.
—Soy Swan, John Swan —contestó el otro—. ¿A qué pelotón pertenecéis?
—Somos hombres de sir John Cornewaille —repuso Hook.
—Si todos fueran como sir John —comentó el otro, casi a gritos, tal era el estruendo de la lluvia—, ¡bien harían los franceses en retirarse! ¿Lleváis los arcos encordados? —les preguntó.
—¿Con la que está cayendo? ¡Por supuesto que no! —replicó Hook.
—¿Qué pasará si mañana sigue lloviendo como ahora?
Hook se encogió de hombros.
—Pues que acortaremos las cuerdas, mi señor, y lanzaremos flechas igualmente, aunque las cuerdas se hayan hinchado.
—Hasta que se nos rompan —añadió Will of the Dale.
—Porque se deshilachan —añadió Tom Scarlet, a modo de explicación.
—Por eso os pregunto: ¿qué va a pasar mañana? —insistió Swan, engurruñado junto a los arqueros, visiblemente incómodos ante la presencia de un extraño.
—Seguiremos las órdenes que recibamos, señor.
—Me gustaría saber cuál es vuestra opinión —insistió el otro con firmeza, pregunta a la que siguió un penoso silencio: ninguno de los arqueros se atrevía a expresar en voz alta sus temores; desde el campamento francés, les llegaron risotadas y voces estentóreas—. Mañana, muchos estarán borrachos —comentó Swan—; nosotros estaremos despejados.
—Pues, claro; pero porque no tenemos cerveza —dijo Tom Scarlet.
—En vuestra opinión, ¿qué pensáis que va a pasar? —insistió Swan.
Se produjo otro silencio.
—Que esos cabrones beodos atacarán —dijo Hook.
—¿Y qué pasará?
—Pues que acabaremos con esos hijos de puta que ahora están tan alegres —comentó Tom Scarlet.
—¿Y nos alzaremos con la victoria? —preguntó Swan.
Todos callaron la boca una vez más. Hook se preguntaba qué motivos tendría Swan para haber ido a verlos y mantener aquella conversación tan fuera de lugar. Al ver que ninguno de los hombres abría la boca, Hook acertó a decir:
—Eso queda en manos de Dios, mi señor.
—Dios está de nuestra parte —contestó Swan, muy convencido.
—En eso confiamos, señor —añadió Tom Scarlet, no tan seguro.
—Amén —concluyó Will of the Dale.
—Dios está de nuestro lado —continuó Swan, con mayor convencimiento si cabe—, porque nuestro rey defiende una causa justa. Aunque mañana al amanecer se abriesen las puertas del infierno y nos viésemos atacados por las legiones de Satán, aun así, nos alzaríamos con la victoria, porque Dios está con nosotros.
En aquel instante, Hook se acordó de aquel día soleado y lejano en Southampton Water, cuando dos cisnes pasaron volando sobre la flota amarrada, y recordó que el cisne era una de las divisas de Enrique, rey de Inglaterra.
—¿Creéis que es justa la causa que anima a nuestro rey? —les preguntó Swan.
Ninguno de los arqueros dijo nada, pero Hook reconoció la voz en aquel momento.
—No sé si es justa la causa que persigue —repuso con aspereza.
Afirmación a la que siguió un breve silencio, durante el que Hook notó cómo la indignación del caballero crecía por momentos.
—¿Por qué no habría de serlo? —insistió Swan, con sobrecogedora frialdad.
—Porque el día antes de cruzar el río Somme, el rey mandó ahorcar a un hombre acusado de robar —contestó Hook.
—Había robado algo que pertenecía a la Iglesia, un delito que se paga con la muerte, como sabes —replicó el otro, dando el asunto por zanjado.
—No fue él quien robó la píxide —dijo Hook.
—Claro que no —añadió Tom Scarlet.
—No la robó, pero el rey ordenó que lo ahorcasen —continuó Hook, exasperado—. Colgar a un inocente es pecado. ¿Por qué habría de ponerse Dios del lado de un pecador, mi señor? Explicadme por qué Dios habría de acudir en ayuda de un rey que es responsable de la muerte de un hombre inocente.
Se produjo otro silencio. Había amainado la lluvia, y Hook escuchó música y una risotada que le llegaron del campamento enemigo: por el resplandor dorado de las lonas, se advertía que los franceses disponían de faroles en el interior de las tiendas. Un leve crujido de las polainas de acero delató que el hombre que decía llamarse Swan se revolvía incómodo.
—Si ese hombre era inocente, el rey obró mal —dijo Swan, en voz baja.
—Me jugaría la vida con tal de demostrar su inocencia —insistió Hook, empecinado; calló un instante, considerando si ir más allá, y añadió—: Por todos los diablos, señor, ¡hasta la vida del rey me jugaría por limpiar su nombre!
El hombre que decía llamarse Swan soltó un bufido y respiró hondo, pero no dijo nada.
—Era un buen chico —afirmó Will of the Dale.
—¡Ni siquiera hubo juicio! —añadió, indignado, Tom Scarlet—. En nuestro país, señor, en los tribunales de los señoríos, podemos alegar algo antes de que nos cuelguen.
—¡Sí, porque somos ingleses y sabemos cuáles son nuestros derechos! —aseveró Will of the Dale.
—¿Sabéis cómo se llamaba ese muchacho? —preguntó Swan, al cabo de un rato.
—Michael Hook —dijo su hermano.
—Si de verdad era inocente —continuó el caballero pausadamente, como si meditase cada una de las palabras que iba a decir—, el rey encargará misas cantadas por su alma, erigirá una capilla en su memoria y todos los días de su vida rezará por el alma de Michael Hook.
Otro relámpago fulgurante se abatió sobre la tierra y, a su luz, Hook contempló la oscura cicatriz que había dejado una flecha a la altura de la regia nariz durante la batalla de Shrewsbury.
—Era inocente, mi señor —dijo Hook—; por rencillas entre dos familias, mintió el cura que afirmó lo contrario.
—En ese caso, habrá misas cantadas, tendrá una capilla y Michael Hook subirá al cielo junto con las oraciones del rey —prometió Enrique—, y mañana, con la ayuda de Dios, presentaremos batalla a los franceses y les demostraremos que nadie se mofa impunemente de Dios ni de los ingleses. Nos alzaremos con la victoria —añadió, entregándole un objeto a Hook, que resultó ser una bota de vino—. Para que entréis en calor a lo largo de la noche —dijo antes de separarse de ellos, chapoteando por el barro con los escarpines.
—¡Vaya tío más raro! —comentó Geoffrey Horrocks, cuando el hombre que decía llamarse Swan ya no podía oírles.
—Espero que no se equivoque —añadió Tom Scarlet.
—¡Maldita lluvia! —rezongó Will of the Dale—. ¡Cuánto odio esta puta lluvia!
—¿Qué vamos a hacer si queremos ganar mañana? —pregunto Scarlet.
—Dispara lo mejor que sepas, Tom, y confía en que Dios vela por ti —repuso Hook, deseando que san Crispiniano rompiese su silencio; pero el santo guardaba silencio.
—Si esos cabrones nos toman la delantera mañana… —comenzó a decir Tom Scarlet, antes de quedarse callado.
—¿Qué ibas a decir, Tom? —le preguntó Hook.
—Nada.
—¡Dilo!
—Iba a decirte que tú me matases a mí y yo a ti, antes de que nos torturen, pero mucho me temo que es una tontería, porque tendrías que estar muerto y, una vez liquidado, no te iba a ser fácil acabar conmigo —contestó Scarlet, muy serio, antes de que le diera la risa; todos se echaron a reír sin saber por qué. Muertos, pero muertos de risa, que no de pena, pensó Hook.
Tomaron el vino, que no les ayudó a entrar en calor, hasta que, poco a poco, tan grisáceo como una cota de malla, el alba se hizo con las tinieblas. Hook se acercó al bosque que quedaba a su derecha para aligerar las tripas y, más allá de los árboles, vio la aldea en la que habían sentado sus reales los caballeros franceses, que ya montaban a caballo y galopaban hacia el campamento. Al otro extremo de la campa, vio cómo las huestes enemigas se agrupaban en torno a estandartes empapados.
Los ingleses hacían lo propio. Al amanecer, novecientos jinetes y cinco mil arqueros formaron en el campo de Azincourt; al otro lado, más allá de los surcos profundos roturados para acoger el trigo del invierno, treinta mil franceses aguardaban.
La batalla tendría lugar el día de san Crispín.