Capítulo 13

Al señor de Lanferelle se lo llevaban los demonios. A sus pies, gemía y resollaba un hombre con la visera destrozada y cubierta de sangre. Tenía la parte inferior de la pierna derecha cercenada, y su espesa sangre chorreaba lentamente, empapando el cadáver sobre el que yacía.

—Un cura, por el amor de Dios, un cura —suplicaba el hombre.

—No veo a ninguno por aquí —repuso Lanferelle, con aspereza. Tras deshacerse del mazo, había decidido empuñar el hachón, un arma mucho más letal, justo lo que necesitaba si todavía aspiraba a la victoria, a pesar del desastre que contemplaban sus ojos.

Lanferelle se daba perfecta cuenta de lo que había pasado. Agotados de caminar por el lodo, medio a ciegas con las viseras caladas, los franceses habían sido víctimas fáciles de los caballeros desmontados ingleses. Pero también sabía que los adversarios no podrían estirar las líneas y abarcar el espacio que se extendía entre los bosques que se alzaban a ambos lados. Sólo los arqueros defendían los flancos enemigos y, a su entender, carecían de flechas. Alzó la visera mellada con esfuerzo hasta encajar el abollado metal en el yelmo.

—Atacaremos por la izquierda —dijo.

Ninguno de los suyos abrió la boca. El primer regimiento francés se había retirado unos cuantos pasos, y los ingleses, como si se hubieran puesto de acuerdo con el enemigo, no habían ido en pos de ellos. El agotamiento cundía en ambos bandos. Tratando de recuperar el resuello, los hombres se apoyaban en las armas que portaban. Entre ambos ejércitos, se apilaba un alargado montón de cuerpos cubiertos de armadura, unos encima de otros; algunos estaban muertos; otros malheridos. Bruñidas hasta dejarlas relucientes la noche anterior, las armaduras esparcidas por el suelo, cubiertas de barro y bañadas en sangre, presentaban numerosos tajos. Entre las pérdidas sufridas, había que contar también los estandartes; unos cuantos ingleses los arrastraban por el lodo hasta la retaguardia, donde estaban reuniendo también a los prisioneros franceses. La oriflama, que, en el centro de las tropas francesas, proclamaba a los cuatro vientos que no habría piedad con el vencido, había desaparecido.

Los ingleses se pasaban odres de agua o de vino. Lanferelle se dio cuenta de que tenía la boca reseca.

—¿Dónde has puesto el vino? —le reclamó al escudero.

—No tengo, señor; no me dijisteis que lo trajera.

—¿Acaso te digo cuándo tienes que mear? Por Dios, hueles a mierda. ¿Te has cagado encima?

El escudero hizo un gesto mudo de asentimiento: no era el único al que se le habían vaciado las tripas de miedo, pero se achantó ante el desprecio con que lo obsequiaba Lanferelle.

—Atacaremos por la izquierda —repitió.

Había tratado de vérselas con sir John, sin éxito. No obstante, pensó que podía ponerse al frente de los suyos y atacar a los indefensos arqueros. Iban pertrechados de mazas de guerra y hachones, pero no eran tan temibles como cuando portaban arcos de tejo y flechas de fresno. Les bajaría los humos a aquellos cabrones, conduciría a sus hombres a través de las estacas y desbarataría una de las alas del ejército inglés.

—No todo está perdido —les arengó—; la batalla ni siquiera ha comenzado. ¡No tienen flechas! ¡Vamos a acabar con esos hijos de puta! ¿Me habéis oído? ¡Vamos a machacarlos!

Al norte de la campa, restallaron las trompetas. Con sus armaduras relucientes y sin asomo de flechas en sus estandartes, el segundo de los regimientos franceses iniciaba la marcha por el cenagal hollado por los corceles y los ocho mil caballeros que habían participado en el primer ataque. El segundo batallón ya había dejado atrás al reducido grupo de heraldos ingleses, franceses y borgoñones, que observaba el desarrollo de la batalla desde las lindes de los bosques de Tramecourt y, en cuestión de minutos, los ocho mil caballeros desmontados que lo componían llegarían al campo de batalla. Lanferelle, que no quería verse mezclado en las acciones que emprendieran los recién llegados, guió a los suyos hacia una de las alas de las tropas francesas. Con él iban once hombres, de sobra, según sus cálculos, para abrirse camino hasta los arqueros. Si lo conseguían, muchos más se les unirían.

—¡Esos jodidos arqueros no son hombres de armas! —les gritaba a los suyos—. ¡Son tratantes! ¡Sastres y banasteros! Con esos hachones, ¡no hacen sino amagar! No vayáis a por ellos. Que sean ellos quienes ataquen primero. Los esquiváis y los mandáis al otro barrio, ¿entendido?

Todos asintieron con la cabeza: claro que lo habían entendido, pero lo cierto es que el hedor de la sangre se extendía por la campa, que la oriflama había desaparecido y que no menos de una docena de grandes señores franceses habían muerto o desaparecido. Por eso Lanferelle sabía que sólo podrían alzarse con el triunfo, si sus hombres tenían fe en la victoria y eso era lo que trataba de transmitirles. Se adentraría a su modo en las líneas inglesas, y lograría que la victoria fuese a parar a Francia.

Ante la inminencia del segundo ataque, los ingleses cerraron filas y empuñaron y enarbolaron las armas. El segundo regimiento francés ya se situaba a la altura del primero, y los recién llegados gritaron:

¡Saint Denis! ¡Montjoie! ¡Montjoie!

—¡Por san Jorge! —respondieron los ingleses, y los gritos de caza comenzaron de nuevo, mofándose de sus presas, e invitándoles a aproximarse para dejar la vida.

El segundo batallón francés no era capaz de llegar hasta las líneas inglesas; los supervivientes del primer regimiento se interponían en su camino y lo único que podían hacer era empujarlos para que siguieran adelante. Y eso fue lo que hicieron, lanza en ristre y pateando por el barro, empujar a hombres agotados hacia los muertos que yacían apilados y arrojarlos a las espadas inglesas que se alzaban más allá. Otra vez empezó el griterío, el entrechocar de aceros, los gritos de los moribundos y los agónicos sones de las trompetas, cuando ocho mil nuevos caballeros desmontados se presentaron en el campo de batalla.

Mientras, Lanferelle iba en busca de los arqueros.

Mujeres y criados se alejaban a toda prisa de los carromatos ingleses y echaban a correr ladera arriba hacia la campa donde sus tropas libraban la batalla, mientras los siervos y campesinos se abalanzaban sobre sus pertenencias en busca de un cómodo botín.

Entretanto, Melisenda era arrastrada por el arroyo, que bajaba impetuoso, crecido, frío y turbio, como consecuencia de las lluvias torrenciales de los últimos días. Braceó y empujó ramas bajas hasta que vio la sobrevesta, enganchada en el tronco de un sauce. Tras hacerse con ella, se abrió paso a través de los escaramujos y las ortigas que crecían en la orilla. Se puso la capa: la tela estaba fría y mojada pero, al menos, cubría su desnudez, y agazapada, entre zarzales y matorrales, se dirigió hacia el norte. Hasta que vio a los jinetes.

Serían cincuenta o sesenta hombres a caballo que, situados al oeste de la aldea, contemplaban la impedimenta de los ingleses. No enarbolaban estandarte alguno; caso de seguir una bandera, Melisenda tampoco habría reconocido la divisa. Tan sólo estaba segura de una cosa: que el exiguo ejército inglés jamás habría destinado tantos jinetes para cubrir la retaguardia. Estaba claro que eran franceses y, aunque francesa de nacimiento, Melisenda reparó en ellos como enemigos y se agazapó entre los arbustos, ocultando su limpia capa tras un espino.

Otro era el asunto que la inquietaba en aquellos momentos. La sobrevesta cubría su desnudez, pero algo la reconcomía por dentro.

—Perdóname por habérmela puesto —le pidió a la Virgen—. Haz que Nick siga con vida.

No obtuvo respuesta: en su cabeza, sólo reinaba el silencio.

Convencida de que si lucía la divisa de su padre, Nick encontraría la muerte durante la batalla, había jurado que no se la pondría; el caso es que llevaba la enseña del sol y el halcón, y que la Virgen callaba, y supo que estaba quebrantando la promesa que había hecho al cielo. Fría y calada hasta los huesos, se estremeció y empezó a temblar.

Estaba segura de que Nick encontraría la muerte.

Y se desprendió de la capa para que Nick siguiera con vida.

Se engurruñó. Empapada como estaba, muerta de frío y asustada, se puso a rezar. Por el norte, más allá de los jinetes, de la aldea y del horizonte, el fragor de la batalla iba en aumento.

—¡Si antes pudimos con ellos —gritó Thomas Evelgold—, también ahora los liquidaremos! ¡A muerte, por Inglaterra!

—¡Por Gales! —vociferó otro.

—¡Por san Jorge! —dijo a voces otro hombre.

—¡Por san David! —proclamó el gales y, al oír aquel grito de guerra, los arqueros se lanzaron al ataque contra los nuevos enemigos. Tras haber hecho trizas al primer regimiento de franceses, algunos ya se habían hecho a la idea de que se harían ricos gracias a los prisioneros que habían capturado que, sin yelmos y maniatados con las cuerdas de cáñamo de los arcos, permanecían al fondo de las estacas, custodiados por un puñado de compañeros heridos. Se disponían, pues, a acabar con unos cuantos más y a hacer más prisioneros.

Se abalanzaron sobre ellos, y esta vez sabían cómo doblegar a los caballeros desmontados, incapaces de dar un paso a derechas en aquel lodazal. Cargaron contra una de las alas del ejército francés, repartiendo golpes entre sus adversarios, dispuestos a levantar un nuevo cerco de cadáveres, clavándoles el cuchillo en el ojo una vez que, aturdidos tras el testarazo, caían al suelo, en medio de un griterío que parecía no acabar nunca. Por la campa enlodada, no paraban de llegar hombres revestidos de acero y cubiertos de barro que caían sobre los arqueros, empujados por las filas prietas que marchaban detrás; con paso desmañado, tropezaban con los cadáveres tendidos en el suelo y recibían el golpe en el yelmo al que seguía la cuchillada que les segaba la vida. Los arqueros trataban de hacer prisioneros entre quienes lucían cadenas de oro o de plata al cuello, o entre aquéllos cuyas magnificentes armaduras evidenciaban sus riquezas o alta cuna. Tras acabar con los compañeros de esos hombres ricos, como sabuesos que acosan a un venado, cercaban y se mofaban de su presa, hasta que el caballero en cuestión les entregaba el guantelete.

—¡Atrévete, hijo de puta! —le gritaba Tom Scarlet a un hombre, que lucía un cisne rojo sobre la tela blanca de una capa—. ¡Atrévete!

Bajo la visera levantada, el francés no podía apartar de aquel hombre sus ojos azules. Con engastaduras de plata en el yelmo, y un tahalí de terciopelo rojo remachado con losanges de oro, el caballero, lanza en ristre, saltó por encima de los cadáveres, y arremetió contra el vientre de Scarlet que, de un hachazo, desarmó a su adversario. Otro francés, portador también de la divisa del cisne rojo, descargó un mandoble sobre el hachón, pero su acero chocó contra el mango recubierto de hierro. Hacha en mano, Scarlet se abalanzó contra él, clavando el punzón en la pancera del hombre del cisne rojo, que retrocedió. El espadachín atacó de nuevo. Con el asta del hacha, Scarlet esquivó el mandoble; para entonces, Will Sclate ya estaba a su lado; gruñó al tiempo que alzaba el mazo, antes de aplastar el yelmo del hombre que empuñaba la espada, y reventarlo, como si de un pergamino se tratase. Sangre y sesos se escurrieron por sus junturas cuando el grandullón y hosco Sclate retiró el mazo.

—¡A éste lo queremos vivo, Will! ¡Es rico! —le gritó Tom Scarlet, convencido de que el gentilhombre contra el que blandía el hachón era noble; el caballero trató de alancearlo, pero en ese momento Scarlet se hizo con la lanza y tiró con fuerza. El francés dio un traspié y se vino hacia delante. Scarlet lo atrapó por la parte baja del yelmo y lo retiró de primera línea. En compañía de un puñado de arqueros de sir John, Will Sclate seguía machacando enemigos, mientras Scarlet se llevaba a su presa. Se agachó y, con una sonrisa en los labios, le espetó—: ¿Sois rico, verdad que sí?

El hombre se le quedó mirando con odio. Scarlet desenfundó el cuchillo y, con la punta, le rozó el párpado del ojo izquierdo.

—Si sois rico, viviréis; si sois pobre, moriréis —le dijo.

Je suis le comte de Pavilly —gritó el caballero—. ¡Je me rends! ¡Je me rends!

—¿Significa eso que sois rico? —insistió Scarlet.

—¡A tu espalda, Tom! —le advirtió la voz de Hook.

Tom Scarlet se volvió, y vio cómo unos franceses se abalanzaban sobre él, descuido que aprovechó el conde de Pavilly para clavarle el cuchillo en la entrepierna. El arquero profirió un alarido; el conde se levantó del barro y le asestó otra cuchillada, que le rajó y le desgarró la barriga; Will Sclate, manejando el hachón como si estuviera segando heno, lo estrelló contra el rostro del noble, rompiéndole los dientes que aún le quedaban y clavándole los fragmentos en la nuca. La sangre del conde se confundió con la de Tom Scarlet. Juntos yacían los cadáveres de los dos, el rico y el pobre, mientras Sclate liberaba la hoja del sangriento amasijo de huesos y acero antes de hacer frente al inesperado ataque de los franceses.

También Hook retrocedía.

Un puñado de franceses se abalanzaba sobre los arqueros. Hasta entonces, los arqueros tenían las de ganar, porque llevaban la voz cantante a la hora de atacar y se movían con más soltura que sus adversarios. Pero los franceses habían encontrado la forma de sorprenderlos por la retaguardia. Formados en apretada fila, esquivaban las embestidas de los arqueros en lugar de arremeter contra ellos; pero si un arquero daba un resbalón o, llevado por su impulso, tardaba un poco en recuperar el equilibrio, la hoja de una espada brillaba fugazmente y un inglés se arrastraba por el lodo antes de recibir un mazazo.

—¡Acabad con ellos! —gritaba el señor de Lanferelle, que era quien estaba al frente de la partida—. ¡De uno en uno! ¡Gracias a Dios, tenemos tiempo suficiente para liquidarlos a todos! ¡Saint Denis! ¡Montjoie!

Experimentaba el goce de la victoria. Hasta ese instante, los franceses, muertos de miedo, se habían dejado arrastrar como ovejas al matadero, pero Lanferelle no tenía prisa, era letal y estaba seguro de lo que hacía. Cada vez eran más los franceses que se le unían, con la sensación de que, por fin alguien se hacía cargo de las riendas de su destino.

Hook se fijó en el halcón bajo el sol resplandeciente.

—¡A tu espalda, Tom! —le había gritado a Scarlet, antes de ver cómo se incorporaba el hombre de la capa roja y blanca. No tuvo tiempo de ver nada más. Frente a él, estaba Lanferelle, y Hook se vio obligado a dar un paso atrás para esquivar el envite del francés. No había tratado de asestarle un golpe mortal: sólo había tratado de que Hook perdiera el equilibrio; el arquero retrocedió otro paso para evitar la pica y, de no haber sido porque, de espaldas, tropezó contra una de las estacas inclinadas, habría acabado entre los surcos. Blandió su propia arma contra la de Lanferelle, pero el francés esquivó el golpe con facilidad y embistió de nuevo; Hook acechaba alrededor de la estaca, pero con la punta de la pica de su adversario enganchada en el verdugo, carecía de libertad de movimientos. El pánico se apoderó de él.

—¡Acércate! —le urgió san Crispín. Peleándose con el barro hasta encontrar un terreno firme en donde asentar los pies, blandió el hachón con todas sus fuerzas. Tan sorprendido se quedó Lanferelle ante el inesperado ataque que se lo pensó dos veces antes de lanzar la siguiente embestida. La hoja del arma de Hook rebotó contra la armadura del caballero; gracias a aquel golpe, el verdugo se desprendió de la pica, y Hook dio un paso atrás en el mismo instante en que uno de los hombres del francés se disponía a destrozarle la mano con que empuñaba el hacha de un mazazo.

—Sabía que volveríamos a vernos —dijo Lanferelle.

—¿Acaso vais en busca de la muerte? —se mofó Hook. Aún dominado por el pánico, tras esquivar por los pelos dos espadas que iban en busca de sus desnudas piernas, respiró hondo al comprobar que seguía con vida. Tom Evelgold y Will of the Dale acudieron a su lado.

—Tom ha muerto —dijo Will, al tiempo que, empuñando su enorme hacha, se liberaba de una lanza que lo amenazaba.

—¿Qué tal sigue Melisenda? —quiso saber Lanferelle.

—Bien estaba, cuando la dejé —respondió Hook, arremetiendo de nuevo y desviando el hachazo, aunque con menos ímpetu, lo que le permitió empuñar la maza con rapidez y descargarla, si bien no con la saña que hubiera deseado, sobre el brazo del francés que apenas si acusó el golpe.

—Ella sigue con vida, y tú te dispones a morir —dijo Lanferelle, sonriente. Comenzó a lanzar rápidas estocadas cortas, muy certeras, bajas unas veces, por lo alto otras. Incapaz de pararlas y sin tiempo para contraatacar, Hook no tuvo más remedio que retroceder. El francés tenía sangre seca en un ojo, pero su rostro conservaba la calma: tanta serenidad aterraba al arquero, que no dejaba de mirarle a los ojos; Hook sabía que, a menos que dejara atrás aquella resplandeciente hoja, no saldría de allí con bien. Tom Evelgold pensó lo mismo, y se las arregló para desviar una lanzada hacia un lado y, sorteando la espada, se colocó a la derecha de Lanferelle. Empuñando el hachón con ambas manos y manteniéndolo en horizontal como si fuera una lanza, el centenar soltó una maldición y dirigió la pica contra las escarcelas del francés. El punzón perforaría las tiras de metal, la cota de malla y el cuero que la revestía, propinando un buen tajo a Lanferelle en el bajo vientre, pero, en el último momento, éste alzó el extremo de su arma y desvió la embestida, dirigiendo el brutal golpe contra su coraza. El acero milanés aguantó la arremetida, que quedó en nada; el francés adelantó la cabeza y estrelló la visera levantada contra el rostro de Tom Evelgold, mientras otro de los suyos le clavaba una espada en el muslo y la retorcía. El inglés se tambaleó, sangrando a chorros por la pierna y la nariz aplastada; cegado por el testarazo que había recibido, no se dio cuenta siquiera de la pica que se abatía sobre su rostro. Profirió un penetrante alarido mientras caía; recibió otro hachazo en la barriga que le traspasó el verdugón y la cota de malla, sacándole las tripas. Con paso seguro y firme, los franceses lo dejaron a sus espaldas, y siguieron adentrándose entre las estacas, cada vez más cerca de las últimas posiciones inglesas.

—¡Acércate! —insistió san Crispín.

—No puedo —contestó Hook.

Tom Evelgold se retorcía. Un francés le clavó una espada en la garganta, brotó un espeso chorro de sangre y el centenar dejó de moverse. Cada vez eran más los franceses que seguían a Lanferelle y se unían a la partida. Aunque los arqueros les plantaban cara, el enemigo proseguía su avance, sirviéndose de las estacas como punto de apoyo seguro en el traicionero terreno, poniendo a los arqueros fuera de combate. Hook trató de reagruparlos pero, al ver que no disponían de la protección adecuada frente a los caballeros desmontados franceses, optaron por la retirada. Aún no estaban derrotados, no del todo todavía, pero seguían retrocediendo.

Hook trató de hacerles frente. Intercambió unas cuantas estocadas con Lanferelle, pero se dio cuenta de que no podría acabar con el francés. Si bien no tan fuerte como Hook, era rápido, mucho más rápido en el manejo de las armas.

—Lo siento por Melisenda, que lamentará tu pérdida —dijo Lanferelle.

—¡Hijo de puta! —le espetó Hook, cargando con el hachón en un envite que el otro esquivó; tiró del arma para recuperarla pero, en esta ocasión, la cabeza de su hacha se había trabado con la del hacha de Lanferelle; jaló con fuerza de nuevo y, por primera vez, atisbo un gesto de sorpresa en el rostro del francés, que se limitó a dejar que el asta se le escurriese entre las manos. Poco faltó para que Hook no cayese de espaldas.

—En cuanto encuentran otro hombre, las mujeres no tardan en olvidar las penas —continuó Lanferelle; se agachó y recogió un hachón del suelo, con tanta celeridad que Hook no tuvo ni la posibilidad de atacarlo mientras estaba inclinado; cuando se incorporó de nuevo, el arquero comprendió que había perdido una oportunidad—. A lo mejor la interno otra vez en un convento, a ver si hago de ella una buena esposa de Cristo —añadió el francés sonriente, al tiempo que proseguía su incansable acoso con el arma que había recogido del suelo.

—¡Aléjate de él! —le espetó san Crispín.

—¡Pienso seguir luchando! —repuso Hook a voces; cegado por un odio repentino, quería acabar con el francés—. ¡Voy a matarlo! —gritó, lanzando una estocada que, al punto, Lanferelle desvió con un quiebro.

—¡Aléjate de ese cabrón! —bramó alguien que, desde luego, no era san Crispín; sin miramientos, Hook se vio apartado a un lado por sir John Cornewaille, que había llegado en compañía de unos cuantos caballeros desmontados que alanceaban a los franceses, hundiendo punzones de acero en armaduras del mismo metal. Dando tumbos, Hook se arrimó a Will Sclate, que se empleaba a fondo con los hombres de Lanferelle. El francés lanzó un grito desafiante y cargó contra sir John; por el terreno enlodado, otros franceses se acercaron al lugar en que se encontraban los dos arqueros. Hook recibió un hachazo en el casco y, aturdido, cayó al suelo. Aunque no le había dado de lleno, la cabeza le daba vueltas; el hachón rebotó contra el casco, resbaló por el verdugo y poco faltó para que le rasgase la cota de malla con que se protegía el hombro. Vio que el francés enarbolaba el arma de nuevo, dispuesto a clavarle la pica en la barriga o en el pecho, y, a la desesperada, lanzó una cuchillada, un rabioso tajo que desvió la cabeza del hacha a la entrepierna de su adversario. Al igual que el testarazo que había abatido al arquero, no fue un golpe demasiado severo, pero sí lo suficiente para que el francés se doblase en dos de dolor; mientras, Will of the Dale ayudaba a Hook a incorporarse. Una vez en pie, profirió un alarido, embistió con la pica, y dirigió el punzón contra la coraza de su adversario; le perforó el verdugo y el arma pasó rozándole el gorjal. No cejó y blandiendo el hacha de un lado a otro, le clavó la hoja en las costillas y observó cómo el borde inferior del yelmo de su enemigo se cubría de la sangre que perdía por la visera. Recibió una estocada por la derecha, que la cota de malla se encargó de mitigar; con el arma en las manos, se volvió de aquel lado, arrastrando al caballero ensartado; el espadachín se tambaleó, y Hook atacó.

Hostigaba a los franceses, utilizando al moribundo como ariete. Sclate y Will of the Dale se le unieron al grito de:

—¡Por san Jorge!

—¡Por san Crispín! —vociferó Hook, mientras lanzaba al moribundo contra las filas francesas, apuntando con su cuerpo a sus propios compañeros. El herido echaba sangre por la boca, mientras Hook trataba de deshacerse de él. Otro hombre lo amenazó con una pica, pero Geoffrey Horrocks, que había seguido los pasos de su compañero, le golpeó con el mazo en el yelmo, se escuchó el ruido sordo del hierro al chocar contra el acero y el francés echó la cabeza hacia atrás, antes de caer en el barro. Consiguió, por fin, que el herido se desprendiese del hachón y, liberada el arma, Hook comenzó a lanzar salvajes alaridos y a blandirla de un lado a otro contra los franceses.

—¡Matad a esos cabrones, acabad con todos! —gritaba, y los arqueros hacían lo que les decía; el alivio que había supuesto la aparición de sir John se había tornado en cólera.

Sir John se enfrentaba con Lanferelle. Los dos eran tan rápidos con las armas que no era fácil distinguir quién atacaba, respondía o esquivaba. Mientras, el resto de los caballeros ingleses desmontados tanto porfiaba en hostigar por todos lados a los secuaces de Lanferelle que éstos retrocedieron de forma instintiva, tratando de defenderse de los recién llegados. En ésas estaban, cuando comenzaron a tropezar con los cadáveres de aquéllos de los suyos que yacían a sus espaldas. Una vez en el suelo, se les acercaban los ingleses, hundiendo picas, destrozando armaduras a hachazos, con la cara desfigurada por el empeño que ponían en acabar con ellos. A la vista de semejante carnicería, los franceses se acordaron de lo que acababan de pasar y, huyendo a la desbandada, se encontraron con los arqueros que los hostigaban desde ambos flancos. A grandes voces, comenzaron a decir que se rendían, quitándose los guanteletes y gritando, aterrorizados, a los cuatro vientos que se entregaban.

—Demasiado tarde —le espetó Will of the Dale a uno de ellos, descargando un hachazo que le destrozó el espaldar, hundiéndole la hoja en las hombreras hasta el costillar. Otro francés, con la capa hecha jirones, se dejó caer a cuatro patas, echando sangre por la boca y lágrimas por unos ojos ya vaciados, hasta que uno de los arqueros le dio una patada y, como quien no quiere la cosa, lo remató con un cuchillo que llevaba entre los dientes. El joven Horrocks aporreaba a un conde a muerte, descargando una y otra vez el hachón contra el espaldar del hombre tendido en el suelo, insultándole a voz en cuello mientras la hoja atravesaba el acero y el espinazo del postrado.

Lanferelle y sir John seguían empeñados en singular combate. En virtud de un acuerdo tácito, el resto de los caballeros ingleses se abstuvieron de intervenir. Ninguno de los dos contendientes abría la boca. Con los pies hundidos en el barro, lanzaban estocadas, envites, esbozaban fintas; ambos eran hombres de armas tan duchos y veloces que nadie habría sabido decir cuál de los dos llevaba ventaja. No en vano, el francés y el inglés, eran los campeones indiscutidos de la Cristiandad; si bien más acostumbrados a lisonjeras justas, a mujeres que caían rendidas en sus brazos, a estandartes impolutos y a las reglas de la caballería, allí estaban, en mitad de una campa anegada de sangre y mierda, rodeados de cadáveres, peleando entre los quejidos y lamentos de hombres agonizantes.

La casualidad puso fin a tal enfrentamiento. Con un quiebro, Lanferelle ensayó una estocada fallida contra el costado izquierdo de sir John; se recuperó del malogrado golpe con insólita rapidez y lanzó un tajo, obligando al caballero inglés a desplazarse a su derecha, con tan mala suerte que su pie tropezó con el casco de un corcel de guerra muerto, la herradura se desplazó bajo su peso, sir John resbaló y cayó sobre una rodilla; rápido como una serpiente, Lanferelle volteó la maza de guerra y la descargó con todas sus fuerzas sobre el yelmo de sir John, que fue a caer cuan largo era sobre el vientre ensangrentado del caballo; forcejeó, tratando de recuperar el equilibrio y ponerse en pie en el momento en que Lanferelle se disponía a descerrajar el golpe mortal.

Entonces, blandió el arma.

El segundo regimiento francés había empujado a los supervivientes del primero hasta colocarlos en primera línea donde, tras un muro de franceses muertos y moribundos, los esperaban los ingleses. Eran muchos los nobles franceses de muy alta cuna que habían perdido la vida o que, con los huesos rotos, las tripas fuera, los sesos desparramados bajo los yelmos abollados, los ojos vaciados o los vientres rajados, sangraban sin parar. Hombres sollozantes que imploraban a Dios, o llamaban a gritos a sus esposas, a sus madres; pero ni Dios ni mujer alguna acudieron a consolarlos.

El rey de Inglaterra se había puesto en marcha. Había retirado un cadáver, amontonado sobre otros dos, y se abría paso a través de los montones de muertos, empuñando la espada contra un enemigo que había tenido la insolencia de oponerse a los designios divinos sobre el trono francés. Los caballeros desmontados avanzaban a su lado, lanzando tajos con los hachones, enarbolando las mazas o descargando los martillos de guerra sobre unos adversarios desmoralizados y cubiertos de barro. Juntaron nuevos montones de muertos, de cuerpos sanguinolentos, de hombres lisiados a cuyos gritos de socorro nadie respondía. A pesar de las recomendaciones que, a voces, le daban los suyos para que fuese con cuidado, Enrique siguió al frente, con el yelmo mellado y estragado, al que ya le faltaba un florón de la corona de oro; al ver que sus enemigos eran objeto de la ira de la Divina Providencia, el rey de Inglaterra cargaba rebosante de una sagrada y justa satisfacción. A sus pies, surcos y caballones no eran sino un cenagal bermellón. Los hombres marchaban por una tierra cubierta de barro, sangre y mierda, donde luchaban y morían, mientras el espíritu de Enrique vagaba por sidéreas alturas. Dios estaba de su lado y, con esa convicción, sacó fuerzas de flaqueza y se dispuso a continuar la carnicería.

Con saña, con todas sus fuerzas, ya se disponía Lanferelle a asestar el mortal golpe, cuando la hoja de un hachón se estrelló contra su hombrera izquierda, apartándolo del lugar con fuerza y celeridad. Poco faltó para que no alcanzase de lleno a sir John; milagrosamente en pie, el francés se revolvió contra aquel nuevo adversario y se quedó parado.

Al apartarlo de sir John, el hachón le había impedido acabar con el caballero inglés. Pero, al volverse, se encontró con una pica en la cara, apuntándole a la boca, rozándole los dientes, y con una mirada de sobra conocida.

—En distintas circunstancias, cuando os enfrentabais, él aguardaba a que os pusieseis en pie —dijo Hook—. ¿Acaso no pensabais concederle idénticos privilegios?

—Entonces se trataba de torneos; esto es una batalla —repuso Lanferelle, con la voz cambiada por la presión de la pica.

Sir John se puso en pie, pero no intervino. Se limitó a observar.

—Melisenda nunca se apiadaría —dijo el francés; al ver el gesto de duda que esbozaba Hook, se dispuso a empuñar el hachón, pero el punzón de acero de la pica se clavó más hondo en su boca, rasgándole las encías superiores.

—Adelante —le retó el arquero—. Intentadlo.

Sir John no perdía ripio.

—Vamos, adelante —le rogó Hook, sin apartar la vista de Lanferelle—. ¿Deseáis hacerlo vos, sir John?

—Es cosa tuya, Hook.

—Ea, mío sois, pues —le dijo a Lanferelle.

Je me rends —exclamó Lanferelle, soltando el mango del hachón, que cayó al suelo.

—Despojaos del yelmo —le increpó Hook, enarbolando su arma ensangrentada.

Lanferelle así lo hizo: se quitó el yelmo, el verdugo, la caperuza de cuero y dejó al aire su largo pelo negro. Entregó a Hook el guantelete con que se cubría la mano derecha, y el arquero, exultante, llevó al prisionero junto a los otros cautivos franceses, que permanecían custodiados. De repente, el cansancio se adueñó del señor de Lanferelle, que parecía no sólo agotado sino abatido.

—No me maniates —suplicó.

—¿Por qué no habría de hacerlo?

—Porque soy un hombre de honor, Nicholas Hook. Me he rendido, y tienes mi palabra de que no empuñaré las armas de nuevo ni trataré de escapar.

—En ese caso, esperad aquí —dijo Hook.

—No me moveré —prometió Lanferelle.

Hook llamó a voces a un paje para que le diera un poco de agua al prisionero, y volvió al combate, aunque la batalla se acercaba a su final. El segundo batallón francés no había tenido más éxito que el primero de los regimientos: sólo había valido para amontonar más muertos. Quienes seguían con vida, a duras penas se retiraban arrastrando los pies por el barro; detrás, sólo quedaban cadáveres, heridos y cautivos, cientos de prisioneros. Duques, condes, grandes señores y caballeros desmontados, con jirones de tela cubiertos de barro y de sangre en lugar de sobrevestas, permanecían tras las líneas inglesas y, con ojos incrédulos, observaban la retirada de lo que quedaba de los dos batallones franceses.

Pero aún quedaba un tercero. Banderas al viento y en formación, los jinetes se encaramaban a las sillas de sus corceles llamando a sus escuderos para que les llevasen las lanzas largas.

—Flechas —le susurró san Crispiniano a Hook—, necesitáis flechas.

La jornada aún no había concluido.

Melisenda todo lo observaba.

Habían dejado la impedimenta inglesa en la aldea de Maisoncelles y en los pastos anegados de los alrededores; pero allá en lo alto, en mitad de la ladera, había unos cuantos carromatos. Pajes y criados pretendían poner los caballos de carga al cuidado del ejército inglés, si es que aún quedaba alguien con vida. La joven nada sabía del curso de la batalla. Había visto a unos cuantos hombres que, desde lo alto del terraplén, se dispersaban por el valle donde se alzaba Maisoncelles; eran muy pocos y, por la forma en que se movían, pensó que se trataba de soldados heridos; al cabo de un rato, aparecieron más hombres; marchaban al paso de sus monturas, no huían de nadie; la joven no entendía que trasladasen a los prisioneros a la aldea. Tanta tranquilidad le llevó a pensar que, en lo alto, las líneas inglesas aún resistían, al tiempo que se esperaba y se temía que, en cualquier momento, los suyos se precipitaran ladera abajo, perseguidos por franceses sedientos de venganza.

Sin embargo, los que venían por el oeste resultaron ser jinetes franceses. Se adentraron en la aldea, redujeron a los pajes y, echando pie a tierra, comenzaron a saquear los carromatos ingleses. Melisenda no les quitaba ojo de encima.

La irrupción de los caballeros ahuyentó a los campesinos que habían llegado antes. La treintena de renqueantes caballeros desmontados ingleses y arqueros heridos encargados de custodiar el campamento ya habían disparado las flechas que les quedaban contra los aldeanos, y huyeron ladera arriba. Las mujeres de los soldados los siguieron, en cuanto los jinetes llegaron al cuartel general del rey de Inglaterra. Junto a los regios tesoros, sólo se quedaron un cura y dos pajes; los tres fueron degollados, y comenzó el pillaje.

Melisenda, atenta, vio a un hombre ataviado con ropa de gala, una túnica roja ribeteada en piel y una corona en la cabeza, cuyas gracias reían sus acompañantes. La joven no entendía qué estaba pasando, y no se le ocurrió otra cosa que rezar para que Nick siguiera con vida. Cerró los ojos, se acurrucó y oró.

Hook seguía con vida.

Pateando como buenamente podían por aquel cenagal, los dos primeros regimientos franceses se batían en retirada, dejando sembrado de cadáveres revestidos de armaduras cubiertas de barro el terreno que se extendía a los pies del cuerpo central del ejército inglés. Los hombres que componían el tercero de los batallones franceses ya estaban preparados. Aunque era el menos numeroso, sus efectivos excedían con mucho a los menguados soldados ingleses. Los jinetes iban pertrechados de lanzas, algunas con gallardetes, que mantenían enhiestas. Sonaron las trompetas, pero el tercer regimiento no pudo avanzar para no llevarse por delante a los numerosos franceses desmontados que se aproximaban. Obligaron a sus monturas a dar unos pasos adelante, pero no tardaron en detenerse de nuevo.

—¡Flechas! —gritó Hook a los suyos.

—¡No tenemos ni una! —contestó Will of the Dale a voz en cuello.

—Claro que tenemos —repuso Hook. Recogió el arco, se lo echó a la espalda y condujo a sus hombres hasta la campa donde yacían los cadáveres de los franceses: por todas partes se veían flechas que no habían alcanzado su objetivo. Con las alargadas puntas combadas o desmochadas, como las que se habían estrellado contra armaduras de buen acero, algunas no valían para nada. Pero muchas otras estaban en perfectas condiciones. Hook encontró unas cuantas que, a pesar de tener los astiles astillados, estaban en buen estado; retiró los punzones de los astiles en malas condiciones y los calzó en otros que no habían sufrido desperfectos. También se dedicó al pillaje entre los cadáveres. Uno de ellos llevaba una cadena de plata alrededor del cuello; de un tirón, se la arrancó y la guardó en la aljaba. Los caballeros desmontados también rebuscaban entre las innumerables bajas que habían sufrido los franceses, separando a los muertos de los que aún seguían con vida, dando la puntilla a los que estaban muy malheridos o a quienes les parecían demasiado pobres como para reclamar un rescate por ellos, y dejando a salvo a los más ricos. Hook estaba ocupado en retirar una flecha de emplumadura gris de la sobrevesta de un caballero tendido de espaldas en el suelo cuando, de repente, el hombre se movió. Había pensado que estaba muerto, pero el hombre emitió un quejido y volvió el rostro, cubierto por la visera, hacia el arquero. Hook le alzó la visera y contempló unos ojos que lo miraban con espanto.

Aidez-moi —suplicó el hombre, casi sin resuello.

Hook no observó ninguna herida ni orificio alguno en la armadura pero, cuando trató de ponerlo en pie, el hombre profirió un alarido. Era tanto el dolor que el francés se desmayó, y Hook lo depositó de nuevo en el suelo. Se hizo con la flecha, y se alejó. Encaramado sobre un cadáver con la sobrevesta cubierta de sangre, un perro le ladró. Sin hacerle caso, se limitó a dar un rodeo, reuniendo una docena de flechas más que colocó en la aljaba.

—¡Nick! —le advirtió Will of the Dale. Hook alzó la vista y distinguió a un jinete francés que, en solitario, conducía su montura entre los hombres de los dos primeros regimientos que se retiraban. Menudo, de corta estatura, sólo llevaba una espada envainada. Revestido de armadura, no montaba un corcel de guerra embardado, sino una pequeña yegua pía. Dos hachas rojas conformaban la divisa de la capa blanca que lucía, sujeta por una brillante cadena de oro macizo que llevaba colgada al cuello. Con la visera alzada, parecía buscar a alguien entre los cadáveres; al darse cuenta de que los arqueros no le perdían de vista, detuvo la montura.

—Ese cabrón anda buscando pelea —dijo Will.

—No; sólo nos está mirando; además, parece muy joven. Déjale tranquilo —contestó Hook, mientras recogía una punta de flecha barbada y otra alargada; echó otro vistazo al jinete, y vio que, con la espada desenvainada, se dirigía hacia donde ellos estaban—. A lo mejor sí que quiere pelea —comentó, sacándose el arco por la cabeza, apoyándolo en la coraza de un muerto y enganchando la cuerda en el extremo superior.

El jinete se detuvo de nuevo y observó con atención un amasijo de armaduras y cadáveres. Unos encima de otros, los muertos yacían amontonados; el hombre parecía absorto ante el espectáculo que contemplaban sus ojos. Se quedó mirando durante un buen rato, a no más de veinte pasos de los arqueros cuando, de repente, lanzó un agudo grito de guerra y espoleó el caballo pío hacia donde estaba Hook. La yegua dio un brinco y, hundiendo las pezuñas en el barro, se puso al galope levantando enormes terrones.

—¡Ese hijo de puta está loco! —comentó Hook, enfurecido. Al igual que un buen puñado de arqueros, colocó una flecha de punta alargada en la cuerda y tensó el arco, pensando que el jinete no seguiría adelante. Pero, al contrario de lo que imaginaba, bajó la espada dirigiéndola contra él; sin pensarlo siquiera, por puro instinto, tensó la cuerda hasta la altura de su oreja derecha. La cuerda cedió, mientras observaba el traqueteo del jinete, visera alzada y ojos relucientes, a lomos de la yegua pía. Disparó.

La flecha fue a clavarse en el ojo derecho del caballero, con tanta fuerza que le obligó a echar la cabeza hacia atrás. Soltó la espada, la yegua atemperó el paso y, sin saber qué hacer, se detuvo ante Hook a menos de una lanza corta de distancia. Ningún otro arquero había disparado.

Un grito de júbilo acompañó el lento desplome del jinete desde la silla hasta el suelo. Tardó mucho en caer, reclinándose suavemente hacia un lado hasta venirse abajo con gran estrépito.

—¡Ve a por el caballo! —le ordenó a Horrocks.

Hook se acercó al cadáver. Le arrancó la flecha clavada en el ojo y ya se disponía a sacarle por la cabeza la maciza cadena de oro que llevaba cuando se detuvo al ver un colgante que pendía del collar: un pesado medallón, tallado en marfil blanco, con un antílope de azabache engastado en la montura de plata.

—¡Pequeño y estúpido cabrón! —dijo Hook, despojándolo del yelmo, que le venía grande, antes de contemplar el rostro estragado del caballero Philippe de Rouelles.

—¡Si no es más que un niño! —exclamó Horrocks, sorprendido.

—Un pequeño y estúpido cabrón, eso es lo que es —aseveró Hook.

—¿Qué andaría buscando?

—Nada; sólo quería demostrar que era muy valiente, el puñetero —repuso Hook. Se apoderó de la cadena de oro macizo, y se alejó unos cuantos pasos hasta el montón de cadáveres que el chaval se había parado a mirar; allí, sobre los cuerpos de dos hombres, yacía el cadáver de un hombre envuelto en una sobrevesta tan llena de sangre que, en un primer momento, Hook no acertó a distinguir la divisa; al cabo de un rato, adivinó el perfil de dos hachas rojas en la tela ensangrentada. El muerto tenía el yelmo destrozado y una raja desde la garganta hasta la nuca—. Había venido en busca de su padre —le explicó a Horrocks.

—¿Cómo lo has sabido?

—Lo sé, y basta; este pequeño y estúpido cabrón venía en busca de su padre —se guardó el medallón en la aljaba, recogió otra flecha de punta alargada y regresó a las filas inglesas.

Allí, el rey, con el yelmo abollado y la sobrevesta hecha trizas de las estocadas recibidas, montaba a lomos de su pequeño caballo blanco para observar mejor los movimientos del enemigo. Vio cómo emprendían la marcha hacia el norte los hombres que habían sobrevivido a la carnicería; más allá, se encontraba el tercer batallón, con las lanzas enhiestas. Sabía que sus arqueros disponían de pocas flechas, por no decir ninguna.

De repente, se presentó un mensajero para informarle de que los franceses estaban saqueando los carromatos. Sin moverse de la silla, el rey se volvió y pudo comprobar que cientos de los suyos custodiaban a los franceses que habían caído prisioneros. Sólo Dios sabría cuántos eran pero, desde luego, superaban con creces a los caballeros que engrosaban sus filas. Miró a uno y otro lado. Había comenzado con novecientos caballeros; en aquel momento, sin embargo, contaba con un número muy inferior de hombres: eran muchos los que habían hecho prisioneros y los vigilaban de cerca. Los arqueros hacían lo mismo: sólo unos pocos andaban por la campa recogiendo flechas; el rey les dedicó una mirada de agradecimiento, aunque bien sabía que nunca recuperarían las suficientes como para acabar con los caballos del tercer regimiento. Vio cómo un atolondrado francés cargaba contra los arqueros, y esbozó una mueca cuando escuchó cómo coreaban la muerte del insensato. Y volvió a contemplar sus tropas.

Estaban en desorden. Enrique sabía que habrían de recomponer la formación para hacer frente a la carga del último batallón francés, y que a sus espaldas había cientos de prisioneros que, aun cautivos, estaban en condiciones de pelear. No tenían yelmos y carecían de armas; con todo, eran suficientes para desbaratar la retaguardia de sus tropas. Los más estaban maniatados, pero no todos: podrían liberar a sus compañeros y, desde atrás, abalanzarse sobre las endebles líneas inglesas. Por otra parte y aunque no era asunto perentorio, tampoco había que olvidar el pillaje de la impedimenta. Lo fundamental, en aquellos momentos, era resistir el tercer envite de los franceses y, para ello, tenía que contar con su menguado ejército al completo. Cientos de cadáveres supondrían otros tantos obstáculos para los caballos que se disponían a avanzar al galope aunque, a fin de cuentas, acabarían saltando sobre ellos, y las lanzas largas arremeterían contra sus líneas. Necesitaba a todos sus hombres.

Éstos observaban atentamente a su rey. Vieron que cerraba los ojos y supieron que estaba implorando la ayuda de su severo Dios, el mismo que había velado por su ejército hasta ese día; mientras movía los labios, en actitud orante, Enrique suplicaba que la misericordia divina no se apartase de su lado. Y obtuvo respuesta. Tan asombrosa que se quedó paralizado; pero, convencido de que Dios le había hablado, abrió los párpados.

—Matad a los prisioneros —ordenó.

Uno de los caballeros de su guardia se lo quedó mirando, como si no estuviese seguro de haberle oído bien.

—¿Qué habéis dicho, majestad?

—¡Matad a los prisioneros!

Era la única manera de que los prisioneros no se volvieran contra ellos y de que los hombres que los custodiaban se reagrupasen en formación de combate.

—¡Matadlos a todos! —gritó Enrique, señalándolos con la mano cubierta por el guantelete. Uno de sus caballeros había echado la cuenta por encima, y calculaba que habría más de dos mil franceses, pero el gesto de Enrique no excluyó a nadie—. ¡Matadlos! —ordenó el rey.

Los franceses habían desplegado la oriflama, proclamando que no habría piedad, y ésa era la suerte que ahora les aguardaba.

Los prisioneros habrían de morir.

Tras las líneas inglesas, el señor de Lanferelle, solo, iba de un lado para otro. Vio al rey de Inglaterra, con el yelmo estragado, a lomos de un caballo; se quedó sorprendido al ver que también el duque de Orleans, el sobrino del rey francés, se contaba entre los cautivos. Era un hombre joven, encantador y chispeante; con la sobrevesta salpicada de sangre y el brazo sujeto por un arquero que ostentaba la divisa regia, parecía confuso, afligido, apesadumbrado.

—¡Mi señor! —dijo Lanferelle, hincando una rodilla en tierra.

—¿Qué nos ha pasado? —preguntó el de Orleans.

—El barro —repuso Lanferelle, poniéndose en pie.

—¡Dios mío! —suspiró el duque, lamentándose no de dolor, pues apenas tenía heridas, sino por el agravio sufrido—. Alencon ha muerto, al igual que Bar y Brabante. También Sens —añadió.

—¿El arzobispo? —preguntó Lanferelle, más sorprendido por la muerte de un príncipe de la iglesia que por la desaparición de tres de los más nobles duques de Francia.

—Lo destriparon, Lanferelle —dijo el duque—, le rajaron la barriga. También d'Albret ha muerto.

—¿El condestable?

—Así es; y Borbón está preso como nosotros —continuó el duque de Orleans.

—¡Dios mío! —exclamó Lanferelle, no porque hubiera muerto el condestable de Francia, ni porque estuviera cautivo el duque de Borbón, el vencedor de Soissons, sino al ver que conducían al mariscal Boucicault, el hombre más fuerte de Francia, junto al duque de Orleans.

El mariscal se quedó mirando a Lanferelle, para dirigir después la mirada al duque real, meneando la canosa cabeza.

—Al parecer, estamos condenados a disfrutar de la hospitalidad inglesa —rezongó.

—Cuando me hicieron prisionero, me trataron bastante bien —afirmó Lanferelle.

—¡Por todos los santos! ¡No me digáis que habréis de reunir un rescate por segunda vez! —comentó Boucicault. La sobrevesta en la que lucía su divisa, un águila roja bicéfala, estaba hecha jirones y manchada de sangre; su armadura, restregada a fondo la noche anterior hasta dejarla resplandeciente, estaba abollada y cubierta de barro. Dirigió una mirada cargada de amargura al resto de los prisioneros, y preguntó—: ¿Cómo van las cosas por ahí?

—Vino francés avinagrado y buena cerveza inglesa —repuso Lanferelle—, aparte de la lluvia, claro.

—La lluvia fue nuestra perdición —repuso Boucicault, con pesadumbre—, la lluvia y el barro.

Temeroso de la capacidad de los arqueros ingleses, había desaconsejado el enfrentamiento con las tropas de Enrique, lloviese o no. En su opinión, hubiera sido preferible que hubieran proseguido su descorazonadora marcha hasta Calais y reunir a todas las fuerzas francesas para recobrar Harfleur, pero los insensatos duques reales, como el joven duque de Orleans, habían insistido en presentar batalla. Boucicault notó cómo se le revolvía la bilis y tuvo que morderse la lengua para no acusar al duque del desastre.

—Inglaterra es un país húmedo —le comentó a Lanferelle—; decidme que sus mujeres también lo son.

—Por supuesto —le aseguró Lanferelle.

—Porque necesitaremos mujeres —continuó el mariscal de Francia, alzando los ojos al cielo gris—. Dudo que Francia llegue a reunir los rescates que reclamen por nosotros, de modo que es muy probable que muramos en Inglaterra, y habrá que encontrar una forma de pasar el tiempo.

Lanferelle no dejaba de preguntarse qué suerte le habría deparado el destino a Melisenda. Sintió un repentino deseo de verla, de hablar con ella; pero las únicas mujeres que andaban por allí llevaban agua a los heridos. Unos cuantos curas administraban los últimos sacramentos, mientras los cirujanos permanecían agachados junto a aquéllos que habían salido peor parados, cortando herrajes de armaduras, arrancando trozos de acero de la carne lacerada, sujetando a los hombres durante los espasmos de la agonía. Lanferelle vio a uno de los suyos y, tras dejar al duque de Orleans y al mariscal con sus guardianes, acudió al lado de aquel hombre y se asustó al ver el informe muñón en que se había convertido su pierna izquierda, medio cercenada a hachazos. Alguien le había hecho un torniquete atándole una cuerda de arco alrededor del muslo, pero seguía perdiendo sangre a borbotones por aquel tajo.

—Créeme que lo siento, Jules —dijo Lanferelle.

Jules no podía hablar y se limitó a sacudir la cabeza a uno y otro lado. Se había mordido el labio inferior con tanta desesperación que la sangre le corría por la barbilla.

—Ya verás cómo sales con bien de ésta, Jules —añadió, dudando de sus propias palabras; se volvió al oír un estallido de cólera.

No podía creer lo que estaba viendo: arqueros ingleses matando a los prisioneros. Por un momento, Lanferelle pensó que los arqueros se habían vuelto locos, pero luego reparó en el caballero de armas que, con librea regia, estaba al mando. Los franceses presos y maniatados trataban de echar a correr, pero los arqueros los capturaban, los obligaban a darse media vuelta y, con largos cuchillos, les rebanaban el cuello. Los arqueros, sonrientes, estaban empapados en la sangre que brotaba de los tajos que propinaban, mientras más arqueros, espada en mano, se acercaban apresuradamente para tomar parte en la carnicería. Algunos caballeros desmontados ingleses se llevaban a rastras a sus prisioneros, tratando de que nadie les arrebatase el rescate que esperaban obtener. Los nobles de más alto rango, los más valiosos, por tanto, permanecían custodiados ajenos a la matanza, pero los demás caían sin miramientos. En ese instante, Lanferelle comprendió qué estaba pasando. El rey de Inglaterra tenía miedo de que los prisioneros atacasen por la retaguardia cuando el último de los regimientos franceses iniciase la ofensiva y, para conjurar el peligro, había ordenado que les dieran muerte; aunque no le pareció una idea descabellada, no por eso dejó de asombrarse ante la medida. Vio a unos arqueros que se acercaban a donde él estaba, y le dio una palmadita a Jules.

—Hazte el muerto —le aconsejó; puesto que carecía de armas para defenderlo, no se le ocurrió nada mejor para salvarle la vida.

Echó a correr en busca de sir John. Estaba seguro de que el gentilhombre lo protegería. Caso de no dar con el noble, trataría de llegar a los bosques de Tramecourt y esconderse entre los matorrales de escaramujo.

Algunos de los prisioneros trataron de revolverse pero, desarmados como estaban, los arqueros los abatían a mazazos: se movían con increíble agilidad por el barro, y mataban con espantosa eficiencia. Los corceles de guerra ingleses, casi un millar de caballos ensillados, permanecían agrupados en el extremo sur de la campa; un puñado de prisioneros trató de acercarse a los animales, pero algunos de los pajes que los custodiaban, los montaron al punto y obligaron a regresar a los fugitivos al lugar donde los arqueros continuaban su sangriento cometido. Todo era espanto, sangre y alaridos de los que morían y de los que se veían conducidos al matadero. Más arqueros se unieron a la carnicería, mientras los prisioneros pateaban el cieno tratando de escapar a tan ineludible destino. Lo mismo que Lanferelle. Se llegó hasta el flanco derecho de las líneas inglesas donde, en el lindero de bosque, se divisaba la cabaña de un guardabosques: la choza estaba en llamas y, entre el fuego y el espeso humo, escuchó los gritos de los ajusticiados. Los arqueros que habían prendido fuego al chamizo advirtieron la presencia de Lanferelle y se fueron a por él. Echó a correr hacia el norte, pero se encontró con más arqueros que lo separaban de las tropas inglesas entre las que ondeaba el estandarte de sir John. No sin cierto alivio, reconoció la elevada estatura y la tez oscura de Nicholas Hook.

—¡Hook! —gritó, pero el arquero no le oyó—. ¡Melisenda! —vociferó el nombre de su hija, con la esperanza de que lo escuchase en medio de tanto alboroto; pero ya las trompetas tocaban de nuevo, reclamando la presencia de los soldados ingleses bajo sus banderas—. ¡Hook! —chilló, desesperado.

—¿Qué quieres de Hook? —le preguntó alguien a sus espaldas; se volvió y se encontró con cuatro arqueros de frente. El hombre que le había hecho la pregunta era alto, de rostro enjuto y gesto taciturno; llevaba un hachón ensangrentado—. ¿Acaso conoces a Hook? —le espetó.

Lanferelle retrocedió unos pasos.

—Te he hecho una pregunta —dijo el hombre, sin apartarse del francés, sin dejar de sonreír, como si disfrutase con el gesto de horror que contemplaban sus ojos—. ¿Eres rico? Si lo eres, podemos perdonarte la vida; pero has de ser muy, muy rico —añadió, al tiempo que blandía el hachón contra las piernas de Lanferelle, tratando de asestarle un tajo en una rodilla y tirarlo al suelo; el noble se las compuso para dar un salto atrás sin resbalar, y evitó el golpe, tambaleándose en el barro para mantener el equilibrio.

—Soy rico —dijo, a la desesperada—, muy rico.

—Habla inglés —les comentó el arquero a sus compañeros—. Es rico y habla inglés —al tiempo que le embestía con el arma: la pica se estrelló contra el quijote izquierdo del francés; pero la armadura resistió el envite y el punzón resbaló por el muslo de Lanferelle—. ¿Por qué estabas llamando a Hook? —le preguntó el otro, volteando el hachón para asestarle otro golpe.

—Porque soy su prisionero —repuso Lanferelle, alzando las manos con gesto conciliador.

El hombre alto se echó a reír.

—¿Nuestro Nick? ¿Que ha hecho prisionero a un hombre rico? Imposible —dijo mientras dirigía la pica contra el peto de Lanferelle, que retrocedió con paso vacilante, pero sin resbalar. Nervioso, miró al suelo por si veía algún arma tirada; entretanto, el arquero no dejaba de sonreír al ver el espanto pintado en el rostro ensangrentado del francés. Por encima de la cota de malla, el arquero llevaba un verdugo; de tantos tajos como tenía, del jubón acolchado colgaban andrajosos y sanguinolentos pingajos de la lana del relleno. La lluvia había despintado la cruz roja de san Jorge, de forma que la capa corta que lo cubría, con el emblema de la luna y las estrellas, parecía encarnada—. No podemos consentir que Nick Hook se haga rico —dijo el hombre, alzando el arma, dispuesto a descargarla sobre la cabeza descubierta de Lanferelle.

En ese momento, el francés vio la espada, un arma corta y herrumbrosa, de escasa calidad, que le llegaba volando por los aires; al principio, pensó que iba dirigida contra él, pero no tardó en darse cuenta de que alguien se la había lanzado. La espada describió un círculo, sobrevoló el hombro del arquero alto, Lanferelle la asió y, sin saber cómo, se vio con el pomo entre las manos. Sin embargo, manejada con la increíble fuerza de un arquero, el hacha ya se le venía encima y no tenía tiempo de esquivarla, sólo de dar unos pasos por delante de donde caería el hachazo, y descargó todo su peso más el de la armadura contra el pecho del arquero, que cayó de espaldas. Acusó el golpe del mango del arma en el brazo izquierdo y empuñó la espada que, casi sin fuerzas, descargó contra la aljaba del arquero. Otro de los arqueros blandió un hachón pero, para entonces, Lanferelle, ya se había recuperado y arremetió con una estocada que, con su extraordinaria velocidad como espadachín, le bastó para cruzarle la cara de un tajo. Mientras el segundo arquero se tambaleaba, sangrando a chorros por la nariz destrozada y la mejilla rajada, Lanferelle dio un paso atrás y apuntó con la espada al hombre alto.

Tenía que plantar cara a tres arqueros; como dos no se encontraban con ánimos para seguir peleando, el más alto se quedó solo. Echó un vistazo a su alrededor y vio a Hook, que se acercaba al lugar.

—¡Eres un hijo de puta! —le espetó el arquero tendido—. ¡Le has proporcionado una espada!

—Porque es mi prisionero —contestó Hook.

—Pero las órdenes del rey son que matemos a todos los prisioneros.

—En ese caso, mátalo, Tom. ¡Acaba con él! —repuso Hook, con una sonrisa.

Tom Perrill se volvió a mirar al francés, reparó en la fiereza de los ojos de Lanferelle, recordó la rapidez con que se había movido y los había esquivado, y depuso el hachón.

—Mátalo tú, Hook —rezongó, con desprecio.

—Mi señor —le dijo Hook a Lanferelle—, este hombre aceptó dinero como recompensa si violaba a vuestra hija. No consiguió su propósito pero, mientras siga con vida, Melisenda estará en peligro.

—En ese caso, acaba con él —repuso Lanferelle.

—Ante Dios prometí que no lo haría.

—Yo no estoy atado a esa clase de promesas —continuó Lanferelle, pasando la espada de baja calidad con rapidez por delante de la cara de Tom Perrill. El arquero se echó para atrás. Incapaz de disimular su miedo y su sorpresa, observó a Hook con los ojos muy abiertos, y volvió a mirar a Lanferelle, que no dejaba de sonreír. El arma que empuñaba era canija y de las peores, muy inferior al hachón que blandía el arquero; pletórico, el francés dio un paso adelante.

—¡Matadlo! —les gritó Perrill a sus compañeros, que no movieron un dedo; a la desesperada, Perrill dirigió el hacha contra el estómago del francés que, con gesto despectivo, desvió el hacha, alzó la espada y le propinó una estocada.

La hoja le rebanó el cuello; brotó un chorro de sangre. El arquero se quedó mirando a su verdugo, con la lengua levemente fuera de la boca, por donde, espesa y silenciosa, se deslizaba la sangre que corría por la espada hasta empapar la mano descubierta de Lanferelle. Durante un instante, ninguno de los dos se movió de su sitio; luego, Perrill se desplomó, el francés retiró la hoja y le arrojó la espada a Hook.

—¡Basta, basta! —gritaba a los arqueros un hombre, con librea regia, que cabalgaba por detrás de las líneas inglesas—. ¡Basta! ¡No más carnicería! ¡Deteneos! ¡Ya está bien!

Entonces, Hook regresó al escenario de la batalla.

Contempló las nubes grises que se cernían sobre la campa de Azincourt.

Y vio el campo sembrado de cadáveres y moribundos que se extendía a los pies de las tropas inglesas. «Hay más muertos —pensó Hook— que hombres trajo el rey a este húmedo matadero.» Un sanguinolento revoltijo de innumerables muertos, cadáveres despanzurrados, acribillados y destrozados, revestidos de armaduras manchadas de sangre, cubría la era. Hombres y caballos. Armas abandonadas, banderas holladas, esperanzas fenecidas. De sangre había sido la cosecha recogida en aquella tierra que había acogido el trigo de invierno.

Al otro extremo del campo, más allá de los muertos y de los gemidos de los agonizantes, el tercer regimiento francés les volvía la espalda.

El gran ejército francés se retiraba, camino del norte, dejando atrás Azincourt. A lomos de sus corceles, huía del minúsculo ejército que había llevado el espanto a su tierra.

La jornada había concluido.