Capítulo 4
Nick Hook no se acababa de creer que fuera posible que en el mundo hubiera tantos barcos. Contempló la flota por vez primera cuando los hombres de sir John pasaron revista en Southampton Water para que los funcionarios del rey procediesen al recuento de efectivos. Sir John se había comprometido a contribuir con noventa arqueros y treinta jinetes; en contrapartida, el rey le entregaría la suma convenida cuando la mesnada hubiese embarcado. Antes, había que verificar, no obstante, cuántos soldados la formaban y que todos reunían las condiciones exigidas. De pie, formado junto a sus compañeros, Hook no podía ocultar su asombro ante semejante flota: había barcos anclados hasta donde le alcanzaba la vista, tantos que sus cascos llegaban a ocultar el agua. Peter Goddington, el centenar, les había dicho que eran mil quinientas las naves dispuestas para el traslado de las tropas. Hook no podía imaginarse siquiera que hubiera tantos barcos, pero el caso es que allí estaban, delante de sus ojos.
El funcionario designado por el rey, un monje de edad avanzada y de cara redonda, con las manos manchadas de tinta, pasó revista a los soldados en formación para asegurarse de que sir John no hubiera reclutado a lisiados, niños o viejos. Le acompañaba un caballero de rostro severo, con librea regia, encargado de comprobar que las armas estuviesen en condiciones. Aunque ya se imaginaba que sir John cumpliría la palabra dada, afirmó que, en su opinión, todo estaba en orden.
—Pero en el contrato de sir John se estipulan claramente noventa arqueros —se quejó el cura cuando hubo concluido su tarea.
—Y así es —replicó el padre Christopher de buen talante; sir John había ido a Londres a ver al rey, y el cura se hacía cargo de la intendencia de la compañía en su ausencia.
—Pues he contado noventa y dos arqueros —dijo el monje con sorna.
—Sir John arrojará por la borda a los dos que considere menos dotados —repuso el padre Christopher.
—¡Está bien! ¡Está bien! —dijo el monje, no sin antes echar un vistazo a su compañero, el de gesto adusto, quien dio su aprobación a lo que había visto—. Esta misma tarde os entregarán el dinero —le aseguró el monje—, y que Dios os bendiga, a usted y al resto de la mesnada —añadió al tiempo que se subía al caballo para dirigirse a inspeccionar otras compañías. Tras él, partieron los funcionarios que lo acompañaban, cargados con bolsas de tela repletas de pergaminos.
El barco de Hook, el Heron, era una nave mercante, panzuda, de casco redondeado, de proa eminente y popa cuadrada, dotada de un enorme mástil en el que ondeaba la banderola con el león de sir John Cornewaille. Muy cerca, en claro contraste con el Heron, permanecía fondeado el barco del rey, el Trinity Royal, de un tamaño no menor del de una abadía, que daba la impresión de ser aún más grande por los castillos de madera que se erguían por encima tanto de proa como de popa. Pintadas de rojo, azul y dorado, y engalanadas con guiones reales, aquellas plataformas producían la sensación de que la nave fuera tan pesada como una carreta campesina cargada de gavillas hasta los topes. De las amuras, pendían escudos blancos con cruces rojas; en la arboladura, ondeaban tres enormes enseñas. En la proa, en un palo corto que sobresalía del airoso bauprés, se erguía una banderola roja, adornada con cuatro círculos blancos unidos por unas líneas escritas en caracteres góticos.
—La bandera que ves en la proa, Hook —le explicó el padre Christopher, santiguándose—, es el estandarte de la Santísima Trinidad.
Hook la observó, y no dijo nada.
—Ya sé que pensarás que la Santísima Trinidad debería estar representada por tres banderas —continuó el padre Christopher, dándoselas de entendido en la materia—, pero la humildad impera en el reino de los cielos, y basta con una sola. ¿Sabes cuál es el significado de la bandera?
—No, padre.
—En ese caso, permíteme que te ilustre. Los círculos exteriores representan al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, y están unidos por unas leyendas en las que puede leerse non est. ¿Sabes qué significa non est, Hook?
—No es —repuso Melisenda al instante.
—¡Loado sea Dios! Tan despierta como hermosa —exclamó el padre Christopher con alborozo, dando un lento y preciso repaso de pies a cabeza de la joven, que llevaba una túnica de lino fino, en el que se distinguía el león rojo de sir John, aunque poco le importaba al cura la heráldica en aquellos instantes—. Así que —prosiguió el clérigo, contemplando de nuevo la figura de la muchacha—, el Padre no es el Hijo, quien, a su vez, no es el Espíritu Santo, quien tampoco es el Padre; de ahí que los tres círculos exteriores se unan con el que está en el centro, que es Dios. Por eso, en las leyendas que llevan al círculo de Dios aparece la palabra est. El Padre es Dios, el Hijo es Dios y el Espíritu Santo es Dios, pero sin confundirse. En realidad, es bastante sencillo.
—Pues a mí no me lo parece —comentó Hook, frunciendo el ceño.
El padre Christopher le dirigió una sonrisa.
—¡Claro que no! No creo que haya nadie que entienda el misterio de la Santísima Trinidad, excepto el papa quizá, pero ¿cuál de los dos? Porque ahora tenemos dos, cuando sólo tenía que haber uno. Gregorio non est Benedicto y Benedicto non est Gregorio. Confiemos en que Dios sabrá distinguir cual est cuál. Por Dios que eres preciosa, Melisenda. ¡Una pena que estés con este Hook que no sabe apreciarlo!
La joven le dedicó una mueca al cura, que se echó a reír, estampó un beso en la punta de los dedos y se lo envió con un soplo.
—Vela por ella, Hook —le dijo.
—Eso hago, padre.
El padre Christopher consiguió apartar los ojos de Melisenda y, mirando al mar, se paró a contemplar el Trinity Royal, rodeado de una docena de botes que se arrimaban al buque como lechones mamando de una cerda. Con ayuda de unas maromas, subían a bordo los enormes bultos que transportaban aquellas barcazas. En la popa de la nave, en lo alto de un pequeño mástil, ondeaba la bandera de Inglaterra, la cruz roja de san Jorge sobre campo blanco. Todos los soldados del ejército de Enrique habían recibido dos cruces de tela roja, representativas de la divisa de su señor, que habían de coser en la pechera y en la espalda de sus respectivos jubones. Sir John les había explicado que, en el curso de una batalla, aparte de los innumerables y variopintos animales, pájaros y colores que pululaban, eran muchas las libreas que se veían; por eso, si las tropas inglesas llevaban un único distintivo, la cruz de san Jorge, podrían distinguir a sus compatriotas en el caos de la refriega.
En el palo mayor del Trinity Royal ondeaba la bandera más grande, el estandarte real, la bandera cuartelada en la que hasta por dos veces estaban representados los leopardos dorados de Inglaterra y otras tantas las doradas flores de lis de Francia. Enrique aspiraba a ser rey de ambos territorios, por eso la bandera exhibía los emblemas de los dos reinos. Con ese propósito, había reunido tan increíble flota en Southampton Water, para trasladar un ejército que hiciera realidad las pretensiones afirmadas en la bandera. Porque era un verdadero ejército, tal y como se lo había explicado a sus hombres sir John Cornewaille la noche antes de que partiera para Londres, el más imponente que se había hecho a la mar desde las costas inglesas.
—¡Nuestro rey ha hecho bien las cosas! —había proclamado con orgullo—. ¡Somos superiores! —añadió, con astuta sonrisa—. ¡Nuestro rey se ha gastado una fortuna! ¡Ha empeñado las joyas de la corona! Ha movilizado el mejor ejército que este país haya reunido nunca, y nosotros formamos parte de él. No sólo eso, sino que ¡nosotros somos sus mejores hombres! ¡No defraudaremos a nuestro rey! Dios está de nuestra parte, ¿no es así, padre?
—Dios detesta a los franceses —dijo el padre Christopher, muy convencido, como si estuviera al tanto de los designios divinos.
—Porque Dios no es estúpido —continuó sir John—, y el Todopoderoso sabe que cometió un error al crear a los franceses. ¡Para eso nos envía a nosotros, para que lo enmendemos! Somos el ejército de Dios, y vamos a sacarles las tripas a esos cabrones, engendros del diablo.
Mil quinientas embarcaciones se disponían a cruzar el Canal con doce mil hombres a bordo y no menos del doble en lo que a caballerías se refería. Casi todos los soldados eran ingleses, aunque había algunos galeses y un pequeño contingente llegado de los territorios que Enrique poseía en Aquitania. Sólo con dificultad, Hook se imaginaba tamaña cifra: doce mil hombres. Apoyado en la amura del Heron, el padre Christopher insistió en la advertencia que había hecho a las puertas de la taberna, antes del enfrentamiento con sir Martin.
—Los franceses pueden reunir un ejército tan numeroso como tres veces el nuestro, o más —comentó, preocupado—. Si presentan batalla, Hook, vuestras flechas no pueden fallarnos.
—No se atreverán —dijo uno de los caballeros de sir John, que había oído por casualidad el comentario del cura.
—Se mostrarán remisos a hacerlo —convino el padre Christopher, que llevaba una cota de malla corta, sin mangas, y una espada colgada a la cintura—. No es como en los buenos tiempos.
—¿Se refiere a Crécy y Poitiers? —preguntó con una sonrisa el joven jinete de cara redonda.
—¡Debió de ser un momento grandioso! —exclamó el padre Christopher—. ¿Os imagináis Poitiers? ¿El rey de Francia prisionero? No será así en esta ocasión.
—¿Usted cree, padre? —se interesó Hook.
—De sobra saben de las proezas de nuestros arqueros, muchacho, y ni se acercarán. Se encerrarán en sus ciudadelas y castillos, y allí se quedarán hasta que nos aburramos. Podemos patear Francia de arriba abajo cuantas veces queramos, que ellos no presentarán batalla. Y si no podemos tomar esos castillos, ¿qué sentido tiene dar vueltas y más vueltas por Francia una y otra vez?
—¿Por qué no disponen de arqueros? —preguntó Hook, cayendo en la cuenta de que él mismo era la respuesta a esa pregunta.
Diez años habían tenido que pasar para hacer de él un arquero. Comenzó a los siete años con un arco pequeño, con el que su padre le obligó a practicar a diario. Hasta que él murió, año tras año, el tamaño de los arcos y la tensión de sus cuerdas fueron aumentando. Así, el joven Hook aprendió a disparar el arco con todo su cuerpo, no sólo con sus brazos. «Hazte una sola cosa con el arco, cabroncete», no dejaba de insistirle su padre, golpeándole en la espalda con su enorme arco, hasta que Hook aprendió a identificarse con el arco; a partir de ese momento, sólo tuvo que ganar en fortaleza a la hora de disparar. Cuando murió su padre, se hizo con el arco grande de su progenitor, y comenzó a practicar, lanzando flechas y más flechas, contra la cerca del cementerio que rodeaba la iglesia. Los astiles iban a estrellarse contra uno de los pilares de la puerta de acceso al recinto, como bien lo atestiguaban los profundos agujeros que se observaban en las piedras. Lanzando flechas y más flechas, hasta que se hacía casi de noche, Nick Hook se liberó de la rabia que sentía dentro. «No trates de retener la cuerda», le decía Pearce, el herrero, a tiempo y a destiempo. Y así fue cómo Hook aprendió a soltar la cuerda en un suspiro, deslizándola entre los dedos, que no tardaron en criar callo. Y así, tensando y soltando, repitiendo mil veces el mismo ejercicio durante años, fortaleció los músculos de la espalda, del pecho y de los brazos. Contar con una buena musculatura para tensar el arco era necesario; pero aún le faltaba otro requisito más difícil de adquirir: olvidarse de dónde ponía el ojo.
De niño, cuando empezaba, Hook tensaba la cuerda hasta la altura de la mejilla y seguía el astil de la flecha para apuntar, pero ese gesto restaba fuerza al arco. Para atravesar una armadura metálica, necesitaba imprimir la máxima potencia a la madera de tejo, lo que exigía tensar la cuerda hasta la oreja y ver la flecha sesgada. Años tardó Hook en aprender cómo dirigir la flecha al objetivo con la cabeza. No sabía cómo lo hacía; tampoco los demás arqueros. Lo único que sabía era que, una vez identificado el blanco, cuando tensaba la cuerda, la flecha iba a parar allí porque así lo había querido, no porque se hubiera empleado a fondo en combinar vista, flecha y blanco. Por eso, aparte de unos pocos cazadores, los franceses no disponían de arqueros; entre sus filas no había hombres que hubieran pasado años aprendiendo a identificarse con una larga madera de tejo y una cuerda de cáñamo.
Al norte de donde se encontraba el Heron, en alguna parte de aquel marasmo de barcos amarrados, uno de los bajeles ardió, esparciendo un espeso penacho de humo por el cielo estival. No tardaron en circular rumores de que se había producido una rebelión contra el rey, y que los revoltosos habían tratado de quemar la flota. Tajante, el padre Christopher reconoció que había habido una rebelión, protagonizada por señores, pero que ya estaba sofocada.
—Decapitados —añadió; en su opinión lo del barco en llamas había sido un accidente—. Nadie va a prender fuego al Heron —tranquilizó a los arqueros, y así fue.
Al norte del Heron, permanecía amarrado el Lady of Falmouth, que cargaba los caballos que llegaban nadando hasta los costados del barco; una vez allí, los subían a bordo mediante unas enormes eslingas de cuero. Los caballos salían del agua chorreando, con las patas colgando y los ojos en blanco del miedo que tenían; lentamente, los bajaban a unos establos recubiertos de paja que llevaba en sus bodegas. Hook contempló cómo trasladaban de ese modo a su negro caballo castrado, Raker, y a Dell, la pequeña yegua pía de Melisenda. Junto a los caballos, nadaban unos hombres que les ceñían las eslingas con gran destreza. El enorme caballo de guerra de sir John, un garañón negro llamado Lucifer, miró a su alrededor con ferocidad cuando lo sacaron del agua.
Al día siguiente, junto con el rey, volvió sir John Cornewaille de Londres. Por lo visto, los franceses habían enviado una última embajada, pero sus condiciones habían sido rechazadas, y la flota se dispuso a zarpar. Sir John fue trasladado al Heron en un pequeño bote. Nada más llegar, comenzó a lanzar bramidos de saludo y a impartir órdenes. Al poco, oyeron las trompetas del Trinity Royal al tiempo que una gabarra, pintada de azul y dorado, dotada de remos blancos, trasladaba al rey hasta el costado de la nave capitana. Enrique vestía armadura, tan bruñida, pulida y reluciente, que reflejaba el sol con deslumbrantes destellos; trepó por la escala con la agilidad de un grumete, mientras en el castillo de popa, las trompetas se alzaban para dar otro toque de atención. A las aclamaciones que se escucharon en el Trinity Royal a su llegada, se unieron las de los barcos próximos, hasta que los mil quinientos bajeles de la flota vibraron en un único clamor.
Aquella tarde, cuando soplaba viento del oeste, una pareja de cisnes sobrevoló la flota, poniendo rumbo al sur, y su aleteo resonó por el aire cálido. Al verlos, sir John dio un manotazo en la amura y lanzó un grito de ánimo.
—El cisne —les aclaró el padre Christopher a los atónitos arqueros— es el guión de nuestro rey. ¡Los cisnes nos conducirán a la victoria!
El rey también debió de ver el presagio porque, en cuanto los cisnes dejaron atrás la nave capitana, el Trinity Royal izó unas velas pintadas en rojo, dorado y azul, con las enseñas regias. Desde el Heron oyeron el golpeteo del lienzo contra el aire. Las velas, henchidas por el viento, llegaron a la mitad de las largas vergas. Entonces, de repente, las dejaron caer de nuevo. Era la señal para zarpar. Uno por uno, los barcos levaron anclas y desplegaron el velamen. El viento los llevaba a Francia.
El mismo viento que llevaba a Inglaterra a la guerra.
Nadie sabía a ciencia cierta a qué parte de Francia iban a llevar la guerra. Unos decían que la flota pondría rumbo sur, a Aquitania; otros que se dirigían a Calais, pero lo cierto es que nadie sabía nada con certeza. Para algunos incluso eso era lo de menos porque, reclinados sobre la amurada, no paraban de vomitar.
Bajo un cielo salpicado de pequeñas nubes blancas, que discurrían hacia el este, y unas estrellas que relucían como gemas, la travesía duró dos días y dos noches. A bordo del Heron, el padre Christopher entretenía a los hombres contándoles historias; Hook se quedó boquiabierto con el relato de Jonás y la ballena. Entre los centelleos que el sol arrancaba del mar, trató de atisbar un monstruo similar, pero no hubo tal. Sólo vio una interminable sucesión de barcos que subían y bajaban al compás de las olas, como un rebaño que corretea libremente por los pastos.
Al alba del segundo día, estaba de pie contemplando el mar, tan cerca como se lo permitía la angosta proa de la nave, cuando sir John se acercó a él con sigilo. Hook alzó rápidamente la cabeza, y sir John le dedicó un cálido gesto de saludo. Entre un montón de toneles y tendida en cubierta, Melisenda dormía a buen cobijo, cubierta con el capote de Hook. Sir John la contempló y esbozó una sonrisa.
—Es una estupenda muchacha, Hook —afirmó.
—Claro que sí, sir John.
—Que sin duda persuadirá a muchas otras buenas chicas francesas para que se vengan con nosotros de vuelta a Inglaterra. Más futuras esposas. ¿Ves esa bruma? —le preguntó, sin apartar la vista de una capa de nubes bajas que se agolpaban en el horizonte—. Eso es Normandía, Hook.
El arquero aguzó la vista. Aparte de los barcos más notables de la flota, no divisó nada entre las nubes.
—Sir John —empezó a decir dubitativo, hasta que percibió la mirada de aprobación del noble—, ¿qué sabéis sobre ese Seigneur d'Enfer? —preguntó, trastabillando con el francés.
—¿Lanferelle, el padre de Melisenda? —repuso éste.
—¿Os ha hablado de él? —añadió Hook, sorprendido.
—Pues, claro —contestó sir John, con una sonrisa—. ¿A qué viene tanto interés?
—Tengo curiosidad —respondió el muchacho.
—¿Te inquieta que sea hija de un caballero principal? —le preguntó sir John, socarrón.
—Sí —admitió el arquero.
Sir John sonrió, y apuntó con el brazo por encima de la proa del Heron.
—¿Ves aquellas pequeñas velas? —en la distancia, lejos de donde se encontraba la flota, había unos cuantos barcos, pocos y mucho más pequeños, un reducido grupo de desperdigadas y diminutas velas de color pardo—. Son pescadores franceses —prosiguió sir John con rabia—. Recemos para que esos cabrones no piensen que vamos a por ellos, porque entonces sí que podrían liquidarnos, en el momento del desembarco. Ya saben que hemos llegado. Sólo necesitan destacar doscientos jinetes a la playa, y nunca llegaremos a tierra.
Hook observó que las diminutas velas no parecían dirigirse mar adentro. Por el oeste, el cielo aún estaba oscuro; por el este, amanecía. Se preguntó cómo los pilotos de la flota inglesa sabían adonde se dirigían, y si san Crispiniano se pondría de nuevo en contacto con él.
—Mira —dijo en voz baja sir John, que parecía decidido a olvidar la pregunta que Hook le había hecho sobre el señor de Lanferelle, mientras señalaba a un punto distante por delante de ellos.
Y allí estaba. La costa de Normandía, poco más que una oscura mancha, una masa compacta y lóbrega, donde las nubes se confundían con el mar.
—Hablé con lord Slayton —le dijo sir John, mientras Hook guardaba silencio—. Lisiado como está, no puede acompañarnos, como es natural, pero se dejó caer por Londres para desearle al rey la mejor de las fortunas. Dice que, en caso de refriega, eres el hombre adecuado.
Hook calló la boca. Las únicas reyertas que podrían haber llegado a oídas de lord Slayton serían pendencias tabernarias que, si bien letales, nada tenían que ver con una batalla.
—Antes de sufrir esa herida en la espalda —continuó sir John—, lord Slayton era bueno a la hora del combate, aunque un poco lento a la hora de esquivar estocadas cuando practicábamos, si no recuerdo mal. Siempre es aventurado alzar la espada por encima del hombro, Hook.
—Lo tendré en cuenta, sir John —dijo Hook, con respeto.
—Él fue quien te declaró proscrito —prosiguió el noble—, pero eso es lo de menos en estos momentos. Vas a Francia, Hook, un país en donde no eres un proscrito. Sean cuales sean los delitos que hayas cometido en Inglaterra, poca importancia tienen en Francia, y menos aún si se tiene en cuenta que ahora eres uno de los míos.
—Lo que vos digáis, sir John —asintió Hook.
—Ahora, eres uno de mis hombres, y a lord Slayton le parece bien. Aún tienes un asunto pendiente, sin embargo. Ese cura te quiere muerto, y lord Slayton asegura que hay otros a quienes tampoco les importaría descuartizarte.
Hook pensó en los hermanos Perrill.
—Así es, señor —admitió.
—Lord Slayton me contó algunas cosas más sobre ti, como que eres un asesino, un ladrón y un mentiroso —concluyó el caballero.
Hook se sintió inflamado de una ira que se quedó en nada, como la espuma de las olas del mar.
—Lo fui —dijo, a la defensiva.
—Y que consigues lo que te propones —continuó sir John—, lo mismo que le Seigneur d'Enfer. Ghillebert, el Señor de Lanferelle, es un canalla, pero también sabe ser encantador, listo y taimado como el hambre. Y por si fuera poco, ¡habla inglés! —puntualizó, como si de un cumplido se tratase—. Fue hecho prisionero en Aquitania y estuvo encerrado en Suffolk durante tres años, hasta que se pagó su rescate. Hace diez que recuperó la libertad, y me atrevería a decir que, en Suffolk, crecen ahora mismo muchos niños que lucen su misma y alargada nariz. Es el único hombre a quien nunca he conseguido vencer en una lid.
—¡Me habían dicho que nunca habíais sido derrotado! —aseveró Hook, con vehemencia.
—Y así es —repuso sir John, con una sonrisa—. Peleamos hasta caer rendidos. Ya te dije que era bueno. Pero, al final, conseguí tumbarlo.
—¿De verdad? —preguntó Hook, sin acabar de entenderlo.
—Creo que resbaló. Retrocedí y le di la oportunidad de ponerse en pie.
—¿Por qué? —quiso saber Hook.
—Porque hay que ser caballerosos en las justas, Hook —replicó sir John, con una risotada—. Al revés que en el campo de batalla, en una lid, tan importante es la pelea como respetar las normas. Así que si se te cruzas con él en la refriega, déjamelo a mí.
—O a merced de una flecha —dijo Hook.
—Dispondrá de la mejor de las armaduras, Hook, y tu flecha de nada servirá contra ese metal fraguado en Milán. Te matará, no lo dudes, y ni siquiera se dará cuenta de que ha luchado contigo. Déjamelo a mí.
Hook percibió cierta admiración en el modo en que se expresaba sir John.
—¿Os cae bien?
—Pues, sí —admitió sir John—, lo que no impedirá que acabe con él. ¿Qué más da que sea el padre de Melisenda? Seguro que hay bastardos suyos por media Francia. Mis bastardos no son nobles, Hook; tampoco los suyos.
Hook asintió a regañadientes.
—En Soissons… —comenzó a decir, pero se contuvo.
—¡Adelante!
—Se limitó a contemplar cómo torturaban a los arqueros —añadió Hook, indignado.
Sir John se reclinó sobre la amurada.
—Acabo de hablarte del espíritu que inspira la caballería, Hook. Caballerosos, por encima de todo: saludamos a nuestros enemigos, aceptamos su rendición con gallardía, revestimos de seda y lino nuestras diferencias, en pocas palabras, nos comportamos como caballeros de la Cristiandad —dijo gesticulando, sin apartar sus extraordinarios ojos azules del arquero—. Pero en la guerra, Hook, lo único que cuenta es la sangre, la saña, la ferocidad, la matanza. En el campo de batalla, Dios parece mirar a otra parte.
—Pero eso ocurrió después de la refriega —afirmó Hook.
—El ensañamiento que nace del combate es como una borrachera: no se disipa así como así. El padre de tu compañera es un enemigo, un enemigo encantador, pero tan encarnizado como yo —añadió sir John, con una sonrisa, pasándole una mano por el hombro—. Déjamelo a mí, Hook, que yo acabaré con él, y colgaré su calavera en el salón de mi mansión.
El sol brilló en todo su esplendor, se disiparon las tinieblas y, ante sus ojos, apareció la costa de Normandía: una línea de blancos acantilados coronados de verdor. Durante todo el día, la flota se escoró hacia el sur por la fuerza de un viento que tornaba blanquecina la cresta de las olas y henchía las velas. Sir John estaba nervioso. Se pasó el día observando la costa a lo lejos y gritándole al timonel que se acercase.
—¡Arrecifes, mi señor! —gritaba el piloto, con parquedad.
—¡Ni arrecifes ni gaitas! ¡Acércate, más cerca! —mientras trataba de comprobar si el enemigo seguía el rumbo de la flota desde lo alto de los acantilados. Ningún jinete cabalgaba hacia el sur siguiendo el lento desplazamiento de las naves. Aún se veían unas cuantas barcas de pescadores más allá de los barcos ingleses que, de uno en uno, bordearon un promontorio de creta blanquecina para internarse en un abra donde, tras las correspondientes maniobras para vararse de cara al viento, echaron el ancla.
Era una anchurosa ensenada, no muy bien resguardada, hasta donde llegaban las grandes olas que, desde el oeste, chocaban contra el Heron y lo balanceaban de un lado al otro del ancla. La costa estaba mucho más cerca, a no más de dos tiros de arco. Aparte de una playa donde rompían las olas, unas extensas marismas y una escarpada colina boscosa tierra adentro, poco más se ofrecía a la vista. Alguien dijo que estaban en la desembocadura del Sena, un río que discurre por el centro de Francia, pero Hook no observó nada parecido a un río. Más lejos, hacia el sur, se veía otra ribera, demasiado distante para distinguirla con claridad. Las naves más rezagadas bordearon la enorme peña y, pronto, la cala se vio atestada de barcos anclados.
—Normandie—dijo Melisenda, mirando a tierra.
—Francia —afirmó Hook.
—Normandie —insistió Melisenda, como si el matiz tuviera su importancia.
Hook contemplaba los árboles, preguntándose cuánto tardarían en aparecer las tropas francesas. Estaba claro que el ejército inglés se disponía a desembarcar en aquella ensenada, que no era sino un pedregal lamido por el mar. ¿Por qué los franceses no trataban de abortar la invasión en la misma playa? En la arboleda, ni rastro de hombres o caballos. Un halcón volaba en círculos frente a la colina; unas gaviotas revoloteaban por encima del rompiente de las olas. Hook vio cómo sir John, a bordo de una barca, se aproximaba al Trinity Royal, donde los marineros se afanaban en pertrechar las amuradas de escudos blancos con la cruz de san Jorge. Más botes se dirigían a la nave capitana: los caballeros principales iban a celebrar consejo de guerra.
—¿Qué será de nosotros? —le preguntó Melisenda.
—No lo sé —admitió Hook, aunque tampoco le inquietaba demasiado.
Se disponía a ir a la guerra en una compañía donde se sentía a gusto, y tenía a su querida Melisenda al lado, aunque no dejaba de preguntarse si, ahora que estaba de vuelta en su tierra natal, no acabaría por dejarle.
—Regresas a tu país —comentó, con la esperanza de que ella le dijera que no.
Permaneció callada durante un buen rato, mirando los árboles, la playa y las marismas.
—Maman era mi casa —dijo, por fin—. Ahora no sé dónde está mi hogar.
—A mi lado —repuso Hook, con cariño.
—El hogar es el sitio donde uno se siente a salvo —replicó Melisenda.
Tenía los ojos tan grises como la garza real que planeaba sobre los guijarros para detener el vuelo en las tierras bajas que se extendían más allá. En la cubierta del Heron, unos pajes, de rodillas, restregaban las armaduras de los caballeros. Limpiaban cada pieza con arena y vinagre para pulir el acero sin dejar una mota de herrumbre; después, las frotaban con lanolina. Peter Goddington ordenó que abriesen un tarro de cera de abeja, con la que los arqueros impregnaron unos trapos de lana para embadurnar la madera de los arcos.
—¿Te trataba mal tu madre? —le preguntó Hook, mientras enceraba el arco largo.
—¿Qué dices? —repuso, confundida—. ¿Por qué habría de hacerlo?
—Algunas son despiadadas —repuso Hook, pensando en su abuela.
—Era encantadora —contestó Melisenda.
—Mi padre era brutal —comentó el muchacho.
—Pues tú no has de serlo —continuó Melisenda, frunciendo el ceño, pensativa.
—¿Qué pasa?
—¿Sería cuando entré en el convento, o sería antes? —se preguntó, encogiéndose de hombros y dejándole en suspenso.
—Continúa —le rogó Hook.
—¿Que te hable de mi padre? Una vez me llamó a su lado; tendría yo unos trece o catorce años —para añadir bajando la voz—: Me pidió que me desnudase —sin dejar de mirar a Hook mientras hablaba—, y así me quedé delante de él, nue. Dio una vuelta a mi alrededor y dijo que ningún hombre me poseería —se detuvo un momento y añadió—: Pensé que iba a…
—Pero no pasó nada.
—No —dijo al instante—. Me tocó la épaule —dudó un momento antes de encontrar la palabra adecuada—, en el hombro. Fue una sensación, ¿cómo decís vosotros?, frissonnant —extendió las manos y comenzó a agitarlas.
—¿Estremecedor? —apuntó Hook.
La muchacha dijo que sí con la cabeza, sin dudarlo.
—Luego, me envió al convento. Le rogué que no lo hiciera. Le dije que no podía ni ver a las monjas. Pero me contestó que tenía que rezar por él, que ésa era mi obligación, matarme a trabajar y rezar por él.
—¿Lo hiciste?
—Todos los días —repuso la joven— rezaba para que me sacase de allí, pero jamás volvió.
Ya se ocultaba el sol, cuando sir John regresó al Heron. En la costa, las tropas francesas no daban señales de vida aunque, al abrigo de los árboles que se extendían más allá de la playa, bien podía acechar todo un ejército. De lo alto de la colina al este de la ensenada salía humo, indicio de que alguien andaba por aquellos parajes, si bien era imposible saber quién o cuántos eran. Sir John subió a bordo y comenzó a recorrer la cubierta; de vez en cuando, señalaba a un caballero o a un arquero con el dedo. También a Hook.
—Tú —le dijo, y siguió andando, para darse media vuelta y decir a voces—: ¡Todos los que he señalado, vendrán a tierra conmigo, esta noche, cuando oscurezca! El resto, estad preparados al amanecer. Si aún seguimos con vida, os uniréis a nosotros. Los que vengáis conmigo, ¡armadura y armas! ¡No vamos a echar un baile con esos cabrones! ¡Hay que acabar con ellos!
Una luna casi llena esparcía un plateado resplandor sobre el mar. Mientras Hook se aprestaba a pelear, sumida en tinieblas, la tierra firme se le antojó un lugar siniestro y hostil. Se había calzado las botas altas, vestía calzas y jubón de cuero, cota de malla y casco. Se ajustó el brazalete de cuerno que todos los arqueros llevaban en el antebrazo izquierdo, no tanto para protegerlo del trallazo de la cuerda, cometido de la cota de malla, sino para evitar que ésta se deshilachase al rozar con los eslabones de acero. Se ciñó a la cintura una espada corta, se echó una maza a la espalda y, del hombro derecho, se colgó una aljaba de tela de la que sobresalían las plumas de veinticuatro flechas. Cinco caballeros y doce arqueros se disponían a bajar a tierra junto a sir John. Saltaron a un bote, y los marineros comenzaron a remar hacia el rompiente. Botes de otras naves también se dirigían a la costa. Nadie hablaba aunque, de vez en cuando, desde alguno de los buques anclados, alguien les deseaba suerte en voz baja. Si los franceses estaban agazapados detrás de los árboles, pensó Hook, les verían llegar. Con suerte, a lo mejor todavía estaban poniendo a punto las espadas y ajustando las gruesas maromas de sus ballestas de acero.
Donde las olas restallaban con fuerza, ya cerca de la orilla, entre breves y pronunciados altibajos, el bote comenzó a virar. El estrépito del rompiente en el bajío se convirtió en amenazador estruendo. Los remeros hundían las palas en el agua, tratando de sortear las olas que rompían con furia: de repente el bote parecía encaramarse sobre el mar blanquecino, destructor y violento que se extendía a su alrededor, o hundirse como una piedra, mientras escuchaban el rasponazo de la quilla contra los guijarros. El bote comenzó a dar vueltas sobre sí mismo; el agua saltaba por encima de la embarcación antes de ser engullida de nuevo por el mar.
—¡A tierra, a tierra! —les ordenó entonces sir John entre dientes.
Otros botes también fueron a embarrancar en la costa. Saltaron sus ocupantes que, con esfuerzo, llegaron a la orilla pedregosa con las espadas empapadas. Se agruparon en una playa de enormes cantos rodados y perfiles oscuros donde la luz de la luna no iluminaba más allá de la ancha marca de hierbajos y madera de deriva que indicaba el límite de la pleamar. Hook se había imaginado que sir John estaría al mando del primer desembarco; en cambio, fue un hombre mucho más joven quien se mantuvo a la espera hasta que todos los ocupantes de las barcas pisaron tierra. Los remeros alejaron los botes de la playa, y aguardaron por detrás del rompiente por si había que recoger a los componentes de la avanzadilla, no fuera que, alertados, los franceses los estuvieran esperando. Hook, convencido de que la sangre correría sobre aquellos guijarros, dudaba que fueran muchos los que lograsen huir de allí.
—¡Agruparse! —ordenó el joven, en voz baja—. ¡Arqueros, a la derecha!
—¡Ya habéis oído a sir John! —susurró sir John Cornewaille; aquel joven no era otro que sir John Holland, sobrino del rey e hijastro del señor de Cornewaille—. ¡Goddington!
—¡Sir John!
—Sitúe a sus arqueros lo bastante lejos como para que cubran ese flanco.
Parecía que era el viejo sir John quien estaba al mando, permitiendo que, sólo en apariencia, fuese su hijastro quien impartiese las órdenes.
—¡En marcha! —gritó el joven sir John, y cuarenta caballeros desmontados en formación a su izquierda y otros tantos arqueros a su derecha echaron a andar por la playa.
Para darse de morros con unas fortificaciones de campaña.
En un primer momento, Hook pensó que, al final del pedregal, se alzaba un enorme montículo; pero, al acercarse más, comprobó que no era así; allí habían levantado un cercado, precedido de un foso; una loma que hacía las veces de muro defensivo, no sólo protegido por la zanja, sino también pertrechado de unos bastiones que se adentraban en el cascajo, desde donde los ballesteros podían disparar contra los flancos de cualquier tropa de ataque, que, desde la playa, avanzase hacia el interior. Las defensas, que no parecían demasiado afectadas por la acción del viento o la lluvia, cerraban el acceso al interior de la ensenada. Hook pensó en lo difícil que sería entablar combate con unos cuantos caballeros descargando mandobles desde allí arriba y, al tiempo, defenderse de las saetas que les disparasen por los flancos. Pero todo se quedó en vanas conjeturas porque, en lo alto de aquella muralla que tanto les habría costado levantar, no había nadie.
—¡Pues sí que se han esforzado estos mierdas! —gritó con sorna sir John Cornewaille, sin dejar de dar patadas en lo alto del terraplén—. ¿De qué vale erigir tantas defensas, si no hay nadie que las guarde?
—A lo mejor pensaron que éste sería un buen sitio para el desembarco —apuntó tímidamente sir John Holland.
—¿Y qué hacen que no salen a recibirnos? —se preguntó sir John—. ¡A lo mejor han levantado defensas como éstas en todas las playas de Normandía! Lo que pasa es que están cagados, y no se les ha ocurrido nada mejor que hacer. ¡Arqueros! Sabéis silbar, ¿verdad?
Tan sorprendidos se quedaron ante semejante pregunta que los hombres no dijeron nada, ni esta boca es mía.
—¿Verdad que sí? —insistió sir John—. ¡Estupendo! ¿Sabéis la tonadilla del Lamento de Robin Hood?
Todos los arqueros la conocían, como no podía ser de otra manera: Robin Hood era su héroe, el arquero que se había rebelado contra los señores, príncipes y alguaciles de Inglaterra.
—¡Muy bien! —determinó sir John—. ¡Vamos a subir a lo alto de la colina! ¡Los jinetes, por el sendero; los arqueros por la espesura! ¡No dejéis un rincón sin escudriñar hasta llegar arriba! Si oís o veis algo, venid corriendo a avisarme, pero silbad el Lamento de Robin Hood para que sepa que es inglés quien se acerca y no un soplagaitas francés. ¡En marcha!
Antes de ir colina arriba, tenían que atravesar un desolado sendero pantanoso esmaltado por la luz de la luna, que arrancaba más allá de la ancha franja de arenilla y piedras donde terminaba la playa; era un camino tortuoso e intrincado que discurría entre las marismas. Sir John Cornewaille se empeñó en que los arqueros se desplegasen, para que, en caso de que les tendiesen una celada, pudiesen disparar las flechas desde ambos lados. Embarrado en aquel cenagal, Peter Goddington no dejaba de maldecir su suerte.
—¡No vamos a quedar ni uno! —refunfuñaba mientras, sobresaltadas, las aves despertaban a su paso y remontaban el vuelo desde la marisma, batiendo las alas con fuerza en mitad de la noche, mientras las olas rompían arrastrando los guijarros de la playa.
La zona pantanosa no era mucho mayor que la distancia que suele alcanzar una flecha, poco más de doscientos pasos. Naturalmente, Hook era capaz de disparar más lejos, lo mismo que los ballesteros franceses. De ahí que, mientras chapoteaba hacia el oscuro bosque que se alzaba casi en las mismas lindes de la marisma, mirase a todos lados, temeroso de escuchar el repentino chasquido que anunciase la aparición de una saeta. Los franceses ya estaban al tanto de la llegada de los ingleses. Dispondrían de información de sus espías, que habrían hecho un cálculo de los barcos reunidos en Southampton Water, y los pescadores les habrían advertido de la presencia de tan increíble flota. Los franceses se habían tomado incluso la molestia de proteger aquella pequeña ensenada con alambicados terraplenes. ¿Por qué no los defendían? Porque, según lo veía Hook, los estaban esperando en el bosque para liquidar a los hombres de la descubierta en cuanto se dispusiesen a cruzar el pantano.
—¡Hook! ¡Tom y Matt! ¡Dale! ¡A la derecha! —les indicó Goddington por señas, para que los cuatro se dirigieran a la ribera oriental de la marisma—. ¡Luego, colina arriba!
Seguido por los gemelos y por William of the Dale, Hook chapoteó a su derecha. Tras ellos, por el sendero, el grupo de caballeros desmontados. Todos, señores y arqueros, lucían la cruz de san Jorge en la sobrevesta. La luz blanca y brillante de la luna se reflejaba en las piernas de los guerreros, embutidas en la armadura; sus espadas pulidas refulgían como rayos de plata fina. Ni una ballesta partió de la espesura. Si los franceses los esperaban, debían de estar en lo alto de la ladera.
Hook se encaramó a un montón de tierra que había en el extremo oriental del pantano. Se volvió, y contempló la flota que se mecía en el mar resplandeciente bajo la luz de la luna: unos cuantos faroles de luz rojiza y macilenta, un bosque de mástiles. En lo alto, rielaban las estrellas. Regresó al borde de la espesura, tan negra como la boca del lobo.
—De poco valen los arcos en un bosque —les comentó a sus compañeros. Descordó el suyo y lo guardó en la funda de piel de caballo, que llevaba doblada y entremetida en el cinturón, para evitar que la cuerda tensada durante mucho tiempo curvase más la duela y perdiese potencia a la hora del disparo. Era preferible resguardar el arco en la funda de piel, y eso hizo; se lo echó al hombro y empuñó la espada corta. Sus tres compañeros hicieron lo propio y, juntos, se internaron en el bosque tras los pasos de Hook.
Tampoco allí atisbaron franceses. No se encontró con ninguna estocada a modo de recibimiento, ninguna saeta surcó la oscuridad: sólo el bramido del mar, la negrura del follaje y los habituales ruidos nocturnos del bosque.
Incluso en tierra extraña, entre árboles, Hook se sentía como en casa. Thomas y Matthew Scarlet eran hijos de un batanero, criados junto a un batán donde unos enormes mazos de madera movidos por agua golpeaban los paños con arcilla para desengrasar la lana. William of the Dale era carpintero. Pero Hook era guardabosques y cazador y, con toda naturalidad, se puso al frente. Oyó un murmullo de hombres a su izquierda y, como no quería que lo confundiesen con un francés, se apartó más a la derecha. Olió la presencia de un jabalí, y recordó un amanecer de un día de invierno en que había clavado cinco mortíferos dardos en un macho de colmillos enormes que, incluso con las flechas clavadas en el costado, se había revuelto contra él, mirándole con ojillos feroces, y del que sólo pudo escapar trepando a un roble, donde se quedó hasta que el jabalí murió, hozando con las pezuñas en el verdín mientras la vida se le escapaba a chorros.
—¿Adónde vamos? —preguntó Thomas Scarlet.
—A lo alto de la colina —contestó Hook, con voz de pocos amigos.
—¿Qué vamos a hacer allí arriba?
—Esperar —dijo Hook. No tenía otra respuesta. Olía a leña quemada, un olor acre que indicaba que por allí había gente. Se preguntó si serían unos carboneros de aquellos bosques, lo que explicaría el tufo a humo, o si se trataría de una fogata, prendida por unos ballesteros, a la espera de que sus blancos llegasen a lo alto de la colina.
—Vamos a matar a esos cabrones comemierdas —dijo William of the Dale, haciendo una extraordinaria imitación de sir John. Matt Scarlet se moría de la risa.
—¡Calladitos y ligeros! —les instó Hook.
Si de ballesteros se trataba, más valía moverse a toda prisa y no ofrecerles un blanco fácil, pero algo le decía que no había enemigos agazapados en la espesura. En el bosque no había nadie. Cuando iba a la caza de furtivos en las tierras de lord Slayton siempre había advertido la presencia de extraños: era una sensación, un instinto más aguzado que la vista, el olfato o el oído. Hook estimó que allí no había nadie, pero no podía negar la evidencia del olor a humo; su intuición también podía fallarle.
La pendiente se suavizó; ya no había tantos árboles. Preocupado por ponerse a salvo de cualquiera de los inquietos arqueros ingleses, Hook seguía llevando a sus compañeros hacia el este. De pronto, se dio cuenta de que ya estaba en la cima; la ausencia de árboles le permitió atisbar un camino que llevaba al pie de la loma.
—¡Arcos! —les ordenó a sus compañeros, sin desenfundar el suyo.
Algo había oído a su izquierda, un ruido que no podía atribuirse a ninguno de los hombres de sir John: el golpeteo de unos cascos. Los cuatro arqueros se agazaparon tras los árboles que bordeaban el camino. A juzgar por el sonido, se trataba de un solo caballo, pensó Hook; de repente, cabalgadura y jinete se hicieron visibles: se dirigían al este. Como un capote, la oscuridad embozaba al caballero. Hook no observó que portase armas.
—No disparéis —les dijo a los suyos—, dejádmelo a mí.
Aguardó a que el jinete pasase casi a sus pies, dio un salto desde el altozano y se hizo con la brida. El caballo se encabritó y reculó. Hook estiró el brazo que tenía libre, asió la capa del caballero y tiró con fuerza hacia el suelo. El caballo relinchó, pero acabó por ceder, entre los jadeos del caballero que fue a dar con sus huesos en el sendero. El hombre trató de escabullirse, pero Hook le propinó una buena patada en la barriga; para entonces Thomas, Matthew y William estaban a su lado, obligando al prisionero a ponerse de rodillas.
—¡Un fraile! —dijo William of the Dale.
—Iba en busca de ayuda —aseveró Hook; era una simple conjetura, pero parecía bastante creíble.
El monje empezó a protestar. Hablaba muy deprisa, y Hook apenas podía entender palabra. Así que optó por alzar él también la voz.
—¡Cierra el pico! —le gritó, y el religioso, desafiante, elevó el tono de sus quejas. Hook le dio un buen puñetazo en la cara, el monje se tambaleó sangrando por la nariz y se calló al instante. Era un hombre joven; parecía muy asustado—. ¡Te dije que cerrases el pico! —dijo Hook—. ¡Vosotros tres, silbad la tonadilla! ¡Con fuerza!
William, Matthew y Thomas silbaron el Lamento de Robin Hood, mientras Hook se llevaba prisionero y montura de vuelta por el sendero que discurría entre dos taludes de arboleda. Tras una revuelta a la izquierda, contempló un imponente edificio de piedra con una torre, parecido a una iglesia.
—¿Une église? —le preguntó al fraile.
—Un monastére —contestó el otro, de mal talante.
—No paréis de silbar —dijo Hook.
—¿Qué te ha dicho? —preguntó Tom Scarlet.
—Que es un monasterio. ¡Así que silbad!
Salía humo por una de las chimeneas del cenobio, lo que explicaba el olor que había puesto sobre aviso a Hook cuando se dirigían colina arriba. Del resto de la avanzadilla, ni rastro. Cuando Hook y sus tres compañeros se acercaron al edificio, se abrió una de las puertas del monasterio y, al resplandor de un farol, vieron a un grupo de monjes que, de pie, les aguardaba a la entrada.
—¡Flechas a punto, y no dejéis de silbar, por lo que más queráis! —ordenó Hook.
Un hombre alto, delgado y de cabellos grises, con un hábito negro, se adelantó por el sendero y se presentó.
—Je, suis le prieur.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Tom Scarlet.
—Que es el prior —contestó Hook—; no dejéis de silbar.
El monje adelantó los brazos para hacerse cargo del religioso ensangrentado, pero Hook le plantó cara y el otro retrocedió de inmediato. Los otros frailes comenzaron a protestar pero, en ese momento, salieron del bosque más arqueros; también sir John Holland y su padrastro, seguidos de los caballeros desmontados, se dejaron ver en las inmediaciones del monasterio.
—¡Muy bien, Hook! —gritó sir John Cornewaille—. ¡Ya tienes caballo!
—Y un monje, sir John —dijo Hook—. Iba en busca de ayuda, o eso me pareció a mí.
A grandes zancadas, sir John se acercó a donde estaba Hook. El prior bendijo a los jinetes que se agolpaban en el camino que conducía al monasterio, para situarse delante de sir John y quejarse con vehemencia, al tiempo que señalaba, en repetidas ocasiones, a Hook y al monje ensangrentado. Sir John obligó al hombre herido a levantar la cabeza y examinó la nariz rota a la luz de la luna.
—Ayer debieron de avisar de nuestra llegada —comentó—, y no hay duda que este hombre era un emisario que traía el anuncio de que se había producido un desembarco. ¿Le sacudiste, Hook?
—¿Que si le pegué? —preguntó Hook, sin darse por aludido, mientras buscaba la respuesta que más le convendría.
—El prior asegura que le pegaste —dijo sir John, en tono conminatorio.
De natural, Hook habría mentido como siempre lo había hecho cuando formulaban tales acusaciones contra él, pero no quiso que una falsedad empañase su relación con sir John y asintió con la cabeza.
—Es cierto, señor.
Sir John torció el gesto en una media sonrisa.
—Una pena, Hook. Nuestro rey ha ordenado ahorcar a todo aquél que pegue a un cura, a una monja o a un fraile. Todos sabemos que nuestro Enrique es un hombre piadoso. Así que te ruego encarecidamente que medites bien tu respuesta. ¿Le pegaste, Hook?
—¡Por supuesto que no, señor! —replicó el arquero—. ¡Jamás se me ocurriría hacer algo así!
—Ya me lo imaginaba yo —repuso sir John—. De modo que resbaló de la silla, ¿no es así?, con tan mala fortuna que cayó de bruces —para, con sus mejores modales, ofrecer la pertinente explicación al prior, al tiempo que empujaba al hombre que sangraba por la nariz para que fuera a reunirse con sus hermanos de religión—. Arqueros —dijo, a continuación, volviéndose a sus hombres y apuntando al este—, quiero veros allí arriba y que vigiléis el camino. Me quedo con el caballo, Hook.
Los arqueros esperaban en el sendero que quedaba justo a sus pies antes de convertirse en una pendiente que llevaba a otra cima cubierta de árboles. A medida que el alba se adueñaba del este, las estrellas se apagaban. Peter Goddington accedió a que algunos de los hombres diesen una cabezada, y Hook se tumbó en un terreno cubierto de musgo; durmió durante una hora más o menos, antes de que lo despertase el estruendo de una galopada. Era de día, y el sol se colaba entre el follaje. Vio a un grupo de caballeros por el camino, entre los que iba sir John Cornewaille. Las caballerías parecían temblorosas y asustadas. Hook se imaginó que las habían obligado a meterse en el agua y aún no se sentían seguras en tierra firme.
—¡Al siguiente altozano! —gritó sir John a los arqueros.
Hook recogió a toda prisa la aljaba y el arco enfundado, y siguió a los arqueros hacia el este; detrás, iban los jinetes, que parecían tomárselo con más calma.
Desde lo alto, la vista era impresionante. A la derecha de Hook, el mar se estrechaba hasta formar la desembocadura del Sena. En la ribera sur del río, sólo se veían colinas boscosas. Al norte, más y más lomas; pero a los pies de Hook, reluciente bajo la luz del sol, el sendero descendía entre bosques y campos hasta una ciudad portuaria. Era un puerto pequeño, atestado de barcos, protegido por prolongaciones de las murallas de la ciudad: sólo disponía de una angosta bocana que, a lo largo de tortuosos meandros, conducía a un estrecho canal que lo unía al mar. Más allá del puerto, comenzaba la ciudad propiamente dicha, techumbres e iglesias rodeadas por un enorme muro de piedra, salpicado por doquier de casas que se recostaban en el lienzo exterior de la muralla. Las casas, que se extendían a lo largo y ancho de la ciudad, no bastaban para ocultar los imponentes torreones que jalonaban la muralla. Hook los contó: veinticuatro en total, engalanados con estandartes colgantes, al igual que los lienzos de muralla que los separaban. Los arqueros estaban demasiado lejos y no podían ver las banderas, pero era clara la advertencia que lanzaban aquellos pendones: los habitantes de la ciudad sabían del desembarco de los ingleses y estaban dispuestos a plantarles cara.
—Eso es Harfleur —les informó sir John Cornewaille a los arqueros—. ¡Una guarida de malditos piratas! ¡Sus pobladores son escoria, muchachos! De ahí parten los ataques contra nuestros barcos y nuestras costas. ¡Vamos a dejar esa ciudad tan limpia de ratas como un granero!
Desde donde estaba, Hook tenía un mejor campo de visión, y pudo observar los meandros de un río que, a través de los campos, se internaba en Harfleur por el norte. Estaba claro que el río recorría la ciudad de punta a punta: entraba por un enorme arco, discurría por la ciudad y desembocaba en el puerto amurallado. Pero, advertidos desde el día anterior de la llegada de los ingleses, los ciudadanos de Harfleur habían cegado el arco, y el río se había embalsado formando un enorme lago que se extendía al norte y al oeste de la ciudad. A la luz del sol de la mañana, Harfleur parecía una isla fortificada.
El bodoque de una ballesta pasó silbándoles por encima. Hook se fijó en su trayectoria, baja y a su izquierda; lo que significaba que el tirador lo había lanzado desde los bosques que había en el lado norte del camino. La bola aterrizó en algún sitio entre los árboles que quedaban a sus espaldas.
—Por lo visto, hay alguien a quien le incomoda nuestra presencia —dijo, en tono jocoso, uno de los jinetes.
—¿Alguien ha visto de dónde procedía? —preguntó otro de los caballeros, de malas pulgas.
Al instante, Hook y un grupo reducido de arqueros apuntaron a una zona de espesa arboleda y matorral. Delante de ellos, el sendero descendía de golpe; luego, discurría sobre llano a lo largo de unos cien pasos hasta el borde de un terraplén y, de nuevo, se convertía en bajada hasta la ciudad rodeada de agua. El ballestero tenía que andar por aquel repecho, en la espesura.
—No creo que llegue muy lejos —aseveró sir John Cornewaille, sin alzar la voz.
—A lo peor, hay más de uno —apuntó alguien.
—Creo que es uno sólo —dijo sir John—. Hook, ¿te importaría atrapar a ese desdichado?
Hook echó a correr a su izquierda, se internó en la arboleda y rodeó el escaso desnivel. Llegó al amplio repecho y, una vez allí, se desplazó lentamente, con cuidado de no hacer ningún ruido. Llevaba el arco preparado. De sobra sabía que el arco era un arma de dudosa utilidad en una arboleda tan tupida, pero prefería no encontrarse cara a cara con un ballestero sin llevar una flecha a punto.
Era un bosque de robles y fresnos, con algunos arces también. El monte bajo, espinar y acebal. En lo alto de los robles, crecía el muérdago. Hook reparó en ese detalle porque rara vez había visto muérdago en los robles de Inglaterra. Su abuela ensalzaba las virtudes del muérdago de roble, al que recurría para preparar un montón de pócimas para la gente de la aldea, incluso para lord Slayton cuando sufría accesos de fiebre. Sobre todo lo utilizaba como tratamiento para las mujeres estériles, machacando las pequeñas bayas con raíces de mangle y remojando el polvo con orina de una mujer que ya hubiera sido madre. En la aldea, había una mujer, Mary Carter, que había parido quince hijos y todos gozaban de buena salud. Cuántas veces no habría ido Hook a su casa con un tarro para recogerle la orina; incluso su abuela le sacudió de lo lindo, en una ocasión en que había vuelto con el frasco vacío, porque no le creyó cuando le dijo que Mary Carter no estaba en casa. Otra vez que se encontró en la misma situación, Hook meó en el tarro y su abuela nunca se dio cuenta del trueque.
Iba pensando en estas naderías y preguntándose si Melisenda se quedaría preñada, cuando escuchó el vibrante y rápido chasquido de una ballesta. No andaba lejos. Se agazapó y fue gateando hasta que, de repente, vio al tirador. Era sólo un chaval, de no más de doce o trece años, que maldecía en voz baja, mientras daba vueltas a la gafa para tensar el arma. La parte delantera de la ballesta tenía un estribo que el muchacho sujetaba con el pie; en una cavidad del mocho trasero había encajado las dos manivelas que volteaba para tensar la cuerda. No era tarea fácil: el joven gesticulaba por el esfuerzo que le exigía encajar el grueso cordaje en la verga del arma. Estaba tan inmerso en esa ocupación que no advirtió siquiera la presencia de Hook a su lado hasta que el arquero le echó mano al cuello de la sobrevesta que llevaba. El chico se revolvió contra Hook, para gañir con lastimero gemido tras recibir un buen manotazo en la cabeza.
—Eres rico, ¿verdad? —apuntó Hook.
El cuello de la sobrevesta del joven, que Hook tenía entre las manos, era de lana soberbiamente tejida. Las calzas y los zapatos también eran costosos; y la ballesta, que el arquero le quitó con la mano derecha, parecía hecha especialmente para su estatura, porque era mucho más reducida que un arco normal. El carril acanalado era de nogal, con ricas incrustaciones de plata y marfil que representaban la caza del ciervo en un bosque.
—Lo más seguro es que te ahorquen, chaval —comentó Hook, animoso, echando a andar hacia el sendero, con el muchacho sujeto bajo el brazo izquierdo y cargando con el arco y la espléndida ballesta en la mano derecha; volvió a subir la colina, en cuya cima se veía una hilera de arqueros sonrientes, en tanto que los caballeros cerraban el paso por el camino—. Aquí está vuestro atacante, sir John —gritó con satisfacción, al tiempo que lo dejaba caer al suelo junto a la montura del ricohombre.
—Un adversario valiente —dijo uno de los jinetes, con admiración sincera; Hook alzó la vista y se encontró con el rey. Enrique vestía armadura y una sobrevesta con las insignias reales; también un yelmo, con una cruz dorada como remate en la cimera, aunque llevaba la visera levantada, que dejaba al descubierto su nariz alargada y la marca profunda y oscura de la cicatriz. Hook se postró de rodillas y obligó al muchacho a hacer lo mismo.
—¿Votre nom? —le preguntó el rey; el muchacho se limitó a mirar a Enrique sin responder; Hook le propinó otra manotada en la cabeza.
—Philippe —contestó el joven, de mala gana.
—¿Philippe? ¿Nada más? —insistió Enrique.
—Philippe de Rouelles —replicó el muchacho en tono desafiante.
—Por lo visto, maese Philippe es el único francés que se atreve a plantarnos cara —dijo el rey, alzando la voz, para que le oyesen todos los que estaban en lo alto de la colina—. ¡Nos ha disparado dos ballestas! Podías haber matado a tu propio rey, muchacho —continuó Enrique, en francés—, porque soy el rey de este territorio: rey de Normandía, Aquitania, Picardía y Francia —añadió, pasando una pierna por encima de la silla y echando pie a tierra; un escudero se apresuró a tomar las riendas del caballo regio, mientras Enrique, de dos zancadas, se situaba delante del chico—. Has tratado de matar a tu rey —comenzó a decir, empuñando la espada, cuya hoja siseó al deslizarse por la garganta de la vaina—. ¿Qué suerte le espera a quien ha tratado de matar a un rey? —preguntó Enrique, en voz alta.
—La muerte, majestad —rezongó uno de los jinetes.
El rey alzó la espada. Philippe se echó a temblar; los ojos se le llenaron de lágrimas, pero mantenía el mismo gesto desafiante, aunque se encogió al ver que la hoja se le venía encima.
La espada se detuvo a un dedo de su hombro. Enrique sonreía. Le tocó con la hoja en el hombro una vez, y otra vez en el otro hombro.
—Eres un súbdito valiente —dijo, de buen talante—. Erguid el busto, sir Philippe —los caballeros reían, mientras Hook obligaba a ponerse de rodillas al asustado muchacho.
Enrique llevaba una cadena de oro alrededor del cuello, de la que colgaba un enorme medallón de marfil adornado con la figura de un antílope de azabache. El antílope era otra de sus insignias personales, aunque Hook, cuando lo vio, no sabía ni qué animal era, ni mucho menos que fuera el emblema privado del rey. Enrique se quitó la cadena y se la pasó por la cabeza a Philippe.
—Un recordatorio del día en que podíais haber muerto, muchacho —le dijo el rey; sin palabras, Philippe sólo tenía ojos para el precioso regalo y para el hombre que se lo había entregado—. ¿Vuestro padre es el señor de Rouelles? —le preguntó Enrique.
—Sí, mi señor —respondió el chico, con una voz que era poco más que un susurro.
—En ese caso, decidle a vuestro padre que el legítimo rey ha llegado y que es un rey clemente. Podéis partir, sir Philippe —añadió, mientras enfundaba la espada en la vaina negra; el joven se quedó mirando la ballesta que seguía en manos de Hook—. No, no —añadió—; nos quedaremos con ella. Será vuestro padre quien os imponga el correctivo que estime conveniente por haberla perdido. Déjale marchar —le ordenó a Hook, sin que nada en su semblante delatase que reconocía al arquero con quien había hablado en la Torre.
Enrique observó cómo el muchacho echaba a correr colina abajo, y montó de nuevo en su cabalgadura.
—Los franceses envían muchachos para que les saquen las castañas del fuego —comentó, entristecido.
—Y cuando haya crecido, majestad —añadió sir John, con idéntica tristeza—, tendremos que matarlo.
—Es un súbdito nuestro —aseveró el rey, en voz alta—, igual que nuestra es esta tierra. Sus pobladores son nuestros feudatarios.
Durante largo rato, se quedó contemplando la ciudad de Harfleur, un enclave que quizá le perteneciera por derecho, si bien sus habitantes no parecían pensar lo mismo. Las puertas permanecían cerradas, de sus muros colgaban emblemas desafiantes, el valle que la rodeaba estaba inundado. Harfleur parecía dispuesta para el combate.
—Que desembarque el ejército —ordenó Enrique.
Había comenzado la conquista de Francia.
El desembarco comenzó el 15 agosto, jueves, festividad de san Alipio, y se prolongó hasta el sábado siguiente, día de la fiesta de san Agapito, fecha en que hasta el último de los hombres, caballos, piezas artilleras y bultos entró en contacto con los guijarros de la playa. Al pisar tierra firme, los caballos marchaban inseguros: entre cabriolas, relinchaban con los ojos desorbitados hasta que los tranquilizaban los mozos. Los arqueros despejaron el camino que conducía desde la playa hasta el monasterio, donde el rey había establecido su cuartel general. Enrique pasó mucho tiempo en la playa, dando ánimos y echando una mano. También solía subir a caballo hasta lo alto de la loma desde donde Philippe de Rouelles había intentado matarlo y, mirando hacia el este, contemplaba la ciudad de Harfleur. Los hombres de sir John Cornewaille vigilaban los riscos, pero ni rastro de tropas francesas que hostigasen a los ingleses para obligarlos a embarcar de nuevo. De vez en cuando, algunos jinetes se aventuraban más allá de los muros, pero permanecían fuera del alcance de los arcos, limitándose a observar de lejos al enemigo.
Las aguas del río rodeaban Harfleur. Algunas de las casas construidas en la parte exterior del lienzo de la muralla estaban anegadas y sólo sobresalían las techumbres, pero se veían dos amplias lenguas de tierra seca en el fondo de la vaguada donde se asentaba la ciudad. La más próxima a los ingleses llevaba a una de las tres puertas de la ciudadela y, desde lo alto de aquel nido de águilas que era la cima de la colina, Hook observaba cómo el enemigo procedía a reforzar el imponente baluarte que la defendía. El fortín en cuestión era como un castillo de proporciones reducidas que se alzaba en mitad del camino, de forma que cualquier ataque dirigido contra la puerta tendría que salvar antes el fortificado torreón de nueva construcción.
El viernes por la tarde, festividad de san Jacinto, enviaron una partida, de la que Hook formaba parte, para ir en busca de los últimos caballos de sir John, que acababan de pisar tierra firme tras ser desembarcados del Lady of Falmouth. Como los caballos resbalaban en los guijarros, los arqueros les pasaron una maroma por las bridas para mantenerlos juntos. Melisenda, que había ido con Hook, acarició el hocico de Dell, la pequeña yegua pía que le había regalado la esposa de sir John, musitándole palabras tranquilizadoras.
—¡Que el caballo no entiende el francés, Melisenda! —le dijo Matthew Scarlet—. ¡Es una yegua inglesa!
—Lo está aprendiendo —repuso la joven.
—La lengua del demonio —intervino William of the Dale, imitando a sir John, mientras sus compañeros se partían de la risa.
Matthew Scarlet, uno de los gemelos, llevaba a Lucifer, el corcel de batalla de sir John que, en ausencia de su amo, arremetía contra todo lo que se le ponía por delante. Uno de los mozos del gentilhombre acudió al instante. Hook, mientras, sujetaba ocho caballerías a un tiempo, llevándolas hasta donde estaba Melisenda, con la intención de incorporar a Dell a aquella cordada. La llamó por su nombre, pero Melisenda, con gesto de preocupación, no apartaba los ojos de la playa, y Hook acudió a su lado para ver qué reclamaba tanto su atención.
Un grupo de caballeros permanecía de rodillas sobre los guijarros, mientras un cura recitaba una oración. Por un momento, pensó que era aquella escena la que le había dejado embelesada. No tardó, sin embargo, en ver a un segundo clérigo, más allá de una enorme peña. Era sir Martin; le acompañaban los hermanos Perrill; los tres no perdían de vista a Melisenda; a Hook le pareció que hacían gestos obscenos a la muchacha.
—Melisenda —llamó, y la joven se volvió al oírle.
Sir Martin sonreía. Sin perder de vista a Hook, alzó lentamente la mano derecha y dobló los dedos, de modo que sólo sobresaliese el dedo corazón; luego, pausadamente, deslizó el puño cerrado de la mano izquierda sobre el dedo enhiesto y, tras juntar las manos, impartió una bendición sobre Hook y Melisenda.
—¡Hijo de puta! —dijo el arquero, en voz baja.
—¿Quiénes son? —le pregunto Melisenda.
—Mala gente —contestó Hook, mientras los hermanos Perrill se reían descaradamente.
Tom y Matthew Scarlet se acercaron a donde estaba Hook.
—¿Les conoces? —le preguntó Tom Scarlet.
—Sí.
Sir Martin les impartió de nuevo la bendición antes de darse media vuelta para acudir a una llamada.
—¿Es cura? —le preguntó Tom Scarlet, con desconfianza.
—Cura, violador y de alta cuna —repuso Hook—. El perro del demonio le asestó una dentellada, y se ha vuelto peligroso.
—¿Y dices que le conoces?
—Claro que sí —contestó Hook para, a continuación, encararse con los gemelos—: más os vale que veléis por Melisenda —les dijo, en tono amenazante.
—Sabes que lo haremos —respondió Matthew Scarlet.
—¿Qué querían? —les interrumpió Melisenda.
—A ti —dijo el joven; aquella noche le entregó la pequeña ballesta y una aljaba de dardos—. Para que practiques —le aconsejó.
Al día siguiente, festividad de san Agapito, arrastraron por la playa las ocho grandes bombardas que llevaban. Necesitaron dos carretas para transportar una de aquellas piezas, la bautizada como Hija del Rey, cuya caña reforzada con aros de hierro forjado era más larga que tres alburas, y cuya boca era tan enorme que podía encajar un tonel de cerveza. Las otras eran más pequeñas pero, en todos los casos, hubo que echar mano de tiros de más de veinte caballerías para llevarlas a lo alto de la colina.
Unas cuantas partidas fueron de descubierta por el norte, de donde regresaron con víveres y carretas para llevar las provisiones, además de tiendas, flechas y robles recién talados que, una vez troceados, alimentarían las catapultas que se sumarían a los bolaños que otras carretas se encargaban de llevar colina arriba. Cuando bajo el sol abrasador de una tarde, por fin, todos, soldados, caballos y pertrechos hubieron desembarcado, los pesados carretones se pusieron en fila en el sendero que conducía al monasterio y, banderas al viento, el ejército inglés se congregó de nuevo. En total, nueve mil arqueros y tres mil jinetes, con sus correspondientes monturas, sin contar pajes, escuderos, mujeres, criados, curas y más caballerías. Las banderas ondeaban agitadas por el viento que soplaba del sur, mientras el rey, a lomos de un caballo castrado tan blanco como la nieve, pasaba revista a su ejército, que lucía el distintivo de la cruz roja de san Jorge. Al sol, la corona que ceñía su yelmo lanzaba destellos. Llegó a la cresta desde donde se dominaba la ciudadela, se paró a mirarla un momento y, al cabo, hizo un gesto de asentimiento a sir John Holland, quien tenía el honor de marchar al frente de aquel ejército.
—¡Con la ayuda de Dios, sir John, vamos a tomar Harfleur! —le gritó.
Tronaron las trompetas, redoblaron los tambores y los jinetes de Inglaterra se lanzaron al galope ladera abajo. Todos lucían la cruz de san Jorge y, sobre sus cabezas cubiertas con yelmos, se agitaban las divisas de sus señores respectivos, doradas, rojas, azules, amarillas o verdes. Quienquiera que contemplase la carga desde las murallas de Harfleur bien podría haber imaginado que las colinas vomitaban una masa ingente de armaduras dispuestas a tomar la ciudadela.
—¿Cuánta gente vive ahí? —le preguntó Melisenda, que cabalgaba al lado de Hook, llevando en la silla de su montura la ballesta con incrustaciones de marfil y plata que el arquero le había regalado.
—Sir John calcula que no habrá más de un centenar de soldados —respondió Hook.
—¿Nada más?
—Pero no podemos olvidar a los dos mil o tres mil habitantes que cobija —añadió el joven.
—¡Qué va a ser de ellos! —gimió Melisenda, revolviéndose en la silla, mientras contemplaba las interminables hileras de jinetes que cabalgaban a ambos lados del camino.
Con gran estruendo, los tamborileros marchaban a caballo, sin dar respiro a sus instrumentos para advertir a los ciudadanos de Harfleur de que llegaba su legítimo rey, dispuesto a tomarse el desquite.
Pero Enrique de Inglaterra no era el único que trataba de llegar a la ciudadela. Mientras los ingleses se abalanzaban ladera abajo hacia la lengua de tierra seca que se extendía al oeste de Harfleur, por el este se advertía la presencia de otro cortejo. Aunque aún estaba lejos, era perfectamente visible: una columna de caballeros y carretas, una larga hilera de refuerzos que se dirigía al interior de las murallas.
—¡Vaya por Dios! —exclamó sir John Cornewaille, sin perder de vista a aquellos hombres aún lejanos.
—Traen piezas de artillería —observó Peter Goddington.
—Lo que me figuraba. ¡Vaya por Dios! —comentó sir John, con inusual recato.
Espoleó a Lucifer, dispuesto a ponerse en cabeza y, al verlo, otros señores que también querían ser los primeros en llegar a la ciudad desafiante, se lanzaron al galope tras él. Hook no perdía de vista a los jinetes que corrían colina abajo hasta llegar a terreno llano, cuando vio la gran nube de humo negro que crecía en la muralla de Harfleur. En cuestión de segundos, el estruendo de una bombarda retumbó en el aire estival, un estallido apagado que parecía no dejar de resonar en la vaguada donde se alzaba el puerto. La bala de piedra cayó sobre los prados por donde galopaban los jinetes ingleses, rebotó y, entre una nube de hierbas, fue a parar a una arboleda más alejada sin causar víctimas.
Había comenzado el asedio de Harfleur.