Nota histórica

La batalla de Agincourt (o Azincourt, según la ortografía francesa, ahora como entonces) fue uno de los acontecimientos más sobresalientes de la Europa medieval, una batalla cuya notoriedad contribuyó no poco a exagerar la importancia de los hechos. En la larga serie de enfrentamientos entre Inglaterra y Francia que recoge la Historia, sólo los hechos de armas de Hastings, Waterloo, Trafalgar y Crécy han gozado de tanto predicamento como Azincourt. No faltará quien sostenga que mucho más trascendental, como contienda y como victoria, fue la batalla de Poitiers, o que no menos dignos de admiración fueron los laureles cosechados en Verneuil. Nadie pone en duda, por otra parte, que más decisivas para el devenir histórico fueron las batallas de Hastings, Blenheim, Victoria, Trafalgar y Waterloo. Pero Azincourt aún representa un hito en el imaginario popular inglés. Un acontecimiento realmente extraordinario se produjo el 25 de octubre de 1415 (la batalla de Azincourt se libró mucho antes de que la Cristiandad adoptase el nuevo calendario, aún vigente, según el cual, hay que retrasar el aniversario de aquellos hechos al cuatro de noviembre), un acontecimiento tan fuera de lo común que, casi setecientos años después, aún no se ha borrado de nuestra memoria.

La notoriedad de Azincourt podría ser un hecho fortuito sin más, un fleco histórico magnificado por el genio de Shakespeare. Pero los hechos sostienen que tuvo lugar una batalla que causó una verdadera conmoción en toda Europa. A partir de entonces y durante muchos años, los franceses se refirieron a la fecha del 25 de octubre de 1415 como la malheureuse journée (día del infortunio). Incluso tras la expulsión de los ingleses de Francia, recordaban la malheureuse journée con tristeza, como un auténtico desastre.

Igual que estuvo a punto de serlo para Enrique V y su reducido, pero bien pertrechado ejército, que había zarpado de Southampton Water con grandes expectativas; la más importante, el sometimiento de Harfleur, al que habría de seguir una incursión en el corazón de Francia, con la esperanza de que los franceses presentasen batalla. El hecho de alcanzar la victoria bastaría, según los devotos cálculos de Enrique, para dar por sentado que Dios respaldaba sus aspiraciones al trono de Francia y que incluso lo llevaría a ocuparlo. Con su ejército al completo, poco tenían de vanas tales ambiciones, pero el asedio de Harfleur les llevó más tiempo del previsto, y la disentería se encargó de diezmar las tropas.

El asedio de la ciudad se desarrolló según las circunstancias que aquí se relatan. He de reconocer, sin embargo, que me tomé la licencia de horadar una mina frente a la puerta de Leure, que nunca existió en realidad: las condiciones del terreno no eran las adecuadas. Las únicas galerías que discurrieron bajo tierra fueron las excavadas por las tropas que estaban a las órdenes del duque de Clarence, que cercaban la ciudad desde el este. Las contraminas de los franceses abortaron tales tentativas, pero mi intención era plasmar, de forma sólo aproximada claro está, los horrores que hubieron de soportar aquellos hombres durante las refriegas subterráneas. Gracias a Raoul de Gaucourt, uno de los comandantes de la guarnición de la ciudadela, la defensa de Harfleur fue impecable: su arrojo y, en consecuencia, la prolongación del asedio permitieron que los franceses reuniesen un ejército mucho más numeroso del que habrían congregado, si el asedio hubiese concluido a principios de septiembre, por poner una fecha.

Harfleur acabó por rendirse y, para sorpresa de todos, sin pillaje ni saqueos como los acontecidos en Soissons en 1414, si bien en aquella ocasión, lo que realmente estremeció a Europa fue el bárbaro comportamiento del ejército francés con sus conciudadanos. No se ha llegado a desmentir el rumor de que mercenarios ingleses recibieran dinero a cambio de entregar la ciudad de Soissons, lo que explica las intrigas de un personaje de ficción como sir Roger Pallaire. En las circunstancias en que se desarrolló la campaña que culminó en Azincourt, el protagonismo de Soissons recae sobre sus santos patronos, Crispín y Crispiniano, cuya festividad se celebraba el 25 de octubre. No fueron pocos los europeos que interpretaron los acontecimientos del día de san Crispín de 1415 como una celestial venganza por los horrores perpetrados durante el saqueo de Soissons un año antes.

Parece de sentido común que, tras la rendición de Harfleur, Enrique tendría que haber interrumpido la campaña, dejar una guarnición en la ciudadela y regresar a Inglaterra. Tal decisión, sin embargo, hubiera supuesto el reconocimiento de que había fracasado en su intento. Dilapidar tanto dinero para hacerse con un puerto normando hubiera sido interpretado como una victoria pírrica y, aunque la pérdida de Harfleur redundase en perjuicio de los intereses franceses, el mero dominio del enclave fortificado dejaba un escaso margen de maniobra al rey Enrique. La ciudad había caído en manos de los ingleses (y plaza inglesa sería durante veinte años más), pero el asedio les había arrebatado un tiempo precioso, y la imperiosa necesidad de dejar una guarnición en la ciudad devastada obligó a Enrique a dejar allí a muchos de sus hombres, por lo que, para cuando los ingleses tomaron la decisión de adentrarse en Francia, sólo la mitad del ejército estaba en condiciones. Haciendo caso omiso de los sensatos consejos que le instaban a desentenderse de la campaña, el rey se empecinó en seguir adelante, e impuso a su menguado y renqueante ejército la ingrata tarea de marchar desde Harfleur hasta Calais.

A primera vista, no parecía una hazaña imposible. Poco más de doscientos kilómetros separan las dos ciudades, una distancia que los soldados ingleses, todos a caballo, bien podían recorrer en unos ocho días. No era una marcha para obtener un mayor botín. Enrique no disponía de medios ni de tiempo para asediar las ciudadelas o los castillos (en donde los franceses guardaban todos los enseres de valor, a medida que los ingleses avanzaban) que encontraba a su paso; tampoco se trataba de una chevauchée, una de esas devastadoras incursiones de las tropas inglesas, que se llevaban todo por delante para instar a los franceses a dar la cara. Dudo mucho que Enrique buscase provocar a los franceses porque, a pesar de su ferviente convicción de que Dios estaba de su parte, tenía que darse cuenta de las carencias de su ejército. De haber buscado el enfrentamiento directo, en lugar de bordear la costa, se habría adentrado en territorio francés. A mi entender, sólo pretendía marcarse un farol. Tras llevar a cabo un mal asedio, antes de sufrir la humillación de presentarse en Inglaterra con tan pobres resultados, prefirió agraviar al contrario, demostrando que podía ir y venir por Francia a su antojo.

Un gesto testimonial que le habría salido bien si los vados de Blanchetaque no hubieran estado guarnecidos. Para llegar a Calais en un plazo de ocho días, tenía que cruzar el río Somme cuanto antes; pero los franceses controlaron los vados, y Enrique no tuvo más remedio que adentrarse en territorio francés hasta encontrar otro paso. Así, lo que había de llevarles ocho jornadas les ocupó hasta dieciocho (o dieciséis, según los cronistas, que no se ponen de acuerdo en cuanto al día en que el ejército partió de Harfleur) y se quedaron sin comida. Al final los franceses consiguieron reagrupar a su ejército y atraparon a los desafortunados ingleses.

Así fue cómo, sin comerlo ni beberlo, el día de san Crispín de 1415, el pequeño y menguado ejército de Enrique se encontró cara a cara con el enemigo en la campa de Azincourt para adentrarse en la leyenda.

En 1976, cuando sir John Keegan publicó su espléndido trabajo The Face of Battle (El rostro de la batalla) escribía sobre este particular: «Para el estudioso de la historia militar, los hechos que culminaron en la batalla de Azincourt parecen meridianamente claros…, con todas las salvedades propias de estos casos, pocas dudas cabe albergar en cuanto al número de efectivos de ambos bandos».

Esta convención sobre las cifras, hoy en día, no se sostiene, aunque los hechos históricos prevalecen. En 2005, la profesora Arme Curry, reputada estudiosa de la Guerra de los Cien Años, sacó a la luz Agincourt, A New History (Azincourt, una nueva aproximación) donde, con sólidos argumentos, afirmaba que las diferencias numéricas entre los efectivos de ambos bandos eran mucho menores de las tradicional e históricamente aceptadas. Suele darse por bueno que fueron seis mil los ingleses que plantaron cara a treinta mil franceses. En opinión de la doctora Curry, sin embargo, sería más acertado pensar que fueron nueve mil los ingleses que hubieron de hacer frente a doce mil franceses. Si está en lo cierto, la batalla es pura fabulación, puesto que la aureola que la ha acompañado a lo largo de los siglos reside precisamente en la enorme diferencia que había entre ambos bandos, y dudosas serían las razones que impulsaron a Shakespeare a escribir aquello de «nuestro pequeño, nuestro feliz y pequeño ejército» (wefew, we happy few; Enrique V, acto IV, escena III), si realmente el ejército francés era de dimensiones casi iguales.

No andaba desacertado, con todo, sir John Keegan al recordar las «salvedades propias» que es preciso tener en mente al hablar del número de efectivos presentes en cualquier batalla medieval. Por suerte, han llegado hasta nosotros las crónicas de testigos oculares de la contienda, así como otros relatos escritos poco después de la refriega. Sus estimaciones arrojan diferencias abismales. Mientras los cronistas ingleses sostienen que el ejército francés lo componían entre 60.000 y 150.000 hombres, las fuentes francesas y borgoñonas afirman que su número oscilaba entre 8.000 y 50.000. Para mayor confusión y añadiendo más zozobra a las salvedades propias de estos casos que, habida cuenta de las estimaciones de la doctora Curry, rozarían casi la irracionalidad, los testigos oculares más fiables estiman que las tropas francesas ascendían a 30.000, 36.000 o 50.000. Ante tal baile de cifras, opté por dar por buenas las cifras que hasta ahora se han manejado, es decir, cerca de seis mil ingleses contra unos treinta mil franceses. He de hacer hincapié en que no me he apoyado en estudios documentados para adoptar tal decisión: me he dejado llevar por el olfato. Algo percibo en la reacción de los contemporáneos de los hechos que da le de que había tenido lugar un acontecimiento realmente extraordinario, aunque no menos asombrosa sea la disparidad de cifras que refieren las crónicas de Azincourt. Un capellán inglés, presente durante la contienda, calculaba que había treinta franceses por cada soldado inglés; es evidente que se trata de una exageración, pero también de un argumento sólido para quienes se apegan a una interpretación tradicional de los hechos, a saber, que fue la abultada desproporción numérica entre los efectivos de ambos bandos enfrentados lo que llevó a la gente a pensar que Azincourt había sido un hecho de armas fuera de lo común. Pero, insisto, no soy un erudito en la materia, y sería una temeridad, por mi parte, rechazar alegremente las conclusiones de la doctora Curry.

El mismo año en que la doctora Curry hizo públicas sus conclusiones, apareció Agincourt, de Juliet Barker, un gráfico, exhaustivo e interesante trabajo sobre la batalla y la campaña que la precedió. La autora reconoce estar al tanto de las estimaciones de la doctora Curry, de las que discrepa con elegancia y firmeza, tras husmear, por su lado, en archivos ingleses y franceses y, como es tan buena investigando como escribiendo, me alegré de haber seguido mi instinto. Quienquiera que desee saber más sobre los hechos aquí referidos leerá con provecho los tres libros que he apuntado: The Face of Battle, de John Keegan; Agincourt. A New History, de Anne Curry, y Agincourt, de Juliet Barker. He de reconocer, por otra parte, que, si bien he recurrido a muy diversas fuentes a la hora de escribir esta novela, el volumen que más veces he consultado, y siempre con grato placer, es Agincourt, de Juliet Barker.

De lo que no cabe duda es de la disparidad existente en el seno del ejército inglés, que pasó de ser una tropa en que los arqueros triplicaban en número a los caballeros desmontados, en el momento de zarpar de Inglaterra, a otra, la que libró la batalla del día de san Crispín, en la que eran seis los arqueros por cada guerrero. Y una vez más hemos de enfrentarnos con interminables disquisiciones escolásticas acerca de si estaban desplegados en los flancos del ejército inglés, situados en medio de sus filas o marchaban por delante de los caballeros desmontados. El sentido común me lleva a imaginar que no irían en vanguardia, no fuera más que por la dificultad que representaría cruzar sus líneas antes de afrontar el cuerpo a cuerpo. Más me inclino a creer que se desplegarían a izquierda y derecha del grueso del ejército. Quien esté interesado en el papel que desempeñaban los arqueros en este tipo de contiendas hará bien en consultar el magnífico estudio de Robert Hardy, Longbow, a Social and Military History (El arco largo. Un ensayo social y militar).

En la medida de lo posible, he tratado de relatar los acontecimientos que tuvieron lugar en Francia durante aquel húmedo día de san Crispín. Resumiendo: parece seguro que los ingleses avanzaron en primer lugar (y que Enrique realmente dijo aquello de «¡adelante, compañeros!»), que fijaron su posición allí donde no llegaban las ballestas francesas, y que, cegados por la soberbia, los franceses no se movieron de su sitio. Luego, bastó una andanada de flechas para que los arqueros desencadenasen el primer ataque por parte francesa, protagonizado por caballeros montados, que supuestamente obligarían a huir y derrotarían a los denostados arqueros. Pero las sucesivas incursiones acabaron en desastre, en parte porque los caballos, incluso embardados, eran vulnerables a las flechas, sin olvidar que las estacas constituían un obstáculo formidable para continuar a paso de carga. Por lo visto, algunos de los corceles franceses, enloquecidos por las flechas, arremetieron contra el primer regimiento francés, que ya avanzaba, sembrando el caos en sus prietas filas.

Este primer regimiento, formado por unos ocho mil caballeros desmontados, se encontró con enormes dificultades. La campa de Azincourt estaba recién arada para acoger el trigo de invierno, y es cierto, como dice Hook, que la reja del arado se hunde más en la tierra para la siembra de invierno que en primavera. Igual que es cierto que había llovido a mares la noche anterior y que los franceses tenían que hacer increíbles esfuerzos para caminar por aquel cenagal. Debió de ser como una pesadilla: nadie podía echar a correr, no dejaban de caerles flechas encima y, cuanto más se aproximaban a las líneas inglesas, más mortíferas resultaban. No menos prolijas son las disquisiciones acerca del efecto de las flechas; no falta quien sostiene que ni la más pesada de las flechas de punta alargada, aun lanzada con el mejor de los arcos de madera de tejo, podría traspasar una armadura. Si tal fuera el caso, ¿para qué habría llevado Enrique tantos arqueros? Por supuesto que las flechas podían traspasar el metal, siempre y cuando cayeran en vertical, y que cuanto mejor el acero, y el milanés lo era, más resistente. Incluso dejando tales cuestiones de lado, el hecho es que las andanadas de flechas obligaron a los franceses a marchar con las viseras caladas, lo que les limitaba, y mucho, el campo de visión.

Un buen arquero podía disparar con precisión quince flechas por minuto (he presenciado cómo podía hacerse con un arco de unos cincuenta kilos de peso neto, es decir, un arma de un peso inferior en doce o quince kilos a las que empuñaban los arqueros de Azincourt, aunque mucho más pesada que cualquiera de los arcos de competición que conocemos). Imaginemos por un momento que el promedio de los arqueros presentes en la batalla era de doce flechas por minuto y que fueran cinco mil los arqueros presentes en la campa, o dicho de otra forma: los franceses hubieron de soportar una avalancha de sesenta mil flechas por minuto, mil flechas por segundo. En consecuencia, en cosa de diez minutos, los arqueros dispararon unas 600.000 flechas. Conclusión: poco tardaron en quedarse sin proyectiles. Tal andanada de flechas obligó a las alas del ejército francés, que avanzaban de forma desordenada, a replegarse hacia el centro, donde se encontraban los caballeros desmontados ingleses. El repliegue debió de dejar a las alas del ejército inglés, los arqueros, sin protección frente a los ballesteros franceses; aunque en ninguna parte consta que los franceses aprovechasen la oportunidad que se les brindó. Aparte de unas cuantas andanadas en los prolegómenos de la batalla, todo apunta a que los arqueros franceses no participaron en la contienda, un error de fatales consecuencias, atribuible sin duda a las profundas divergencias existentes entre sus mandos militares.

La batalla duró entre tres y cuatro horas, aunque probablemente se resolvió en los primeros minutos, en cuanto el primer regimiento francés alcanzó su objetivo. Cansados de andar por el barro, los caballeros desmontados franceses avanzaban en desorden, medio a ciegas. Todo parece indicar que quienes marchaban en cabeza fueron abatidos con rapidez, estableciendo una barrera para los hombres que les seguían que, a su vez, eran empujados contra ese muro por los soldados que ocupaban posiciones más retrasadas, de forma que los franceses se precipitaban sobre las armas que blandían los ingleses, y éstos (además de unos cuantos galeses y algunos gascones) disponían de libertad de movimientos para pelear y acabar con ellos. De aquel primer regimiento formaban parte nobles franceses del más rancio abolengo. Grandes señores cayeron en aquella carnicería, como el duque de Alencon, el duque de Bar, el duque de Brabante, el arzobispo de Sens, el condestable de Francia y otros ocho condes cuando menos. Otros, como el duque de Orleans, el duque de Borbón y el mariscal de Francia fueron hechos prisioneros. Tampoco los ingleses salieron indemnes: durante el enfrentamiento perecieron el duque de York y el conde de Suffolk (su padre había muerto de disentería en Harfleur), pero, en comparación, las bajas inglesas fueron escasas. Enrique combatió en primera línea, con los suyos; en contrapartida, murieron los dieciocho franceses que se habían juramentado para acabar con su vida. El hermano de Enrique, Humphrey, duque de Gloucester, resultó malherido durante la refriega; las crónicas nos relatan cómo Enrique lo protegió, defendiéndolo de los franceses que trataban de llevarse al infortunado duque.

El segundo regimiento francés acudió en ayuda del primero pero, para entonces, los franceses no sólo tenían que vérselas con los muertos y moribundos apilados, sino que habían de hacer frente también a los arqueros ingleses que, tras dejar los arcos de lado, blandían hachones, espadas y mazos. La ventaja de los arqueros radicaba en su capacidad de movimiento: sin tener que cargar con treinta kilos de armadura cubierta de barro, sus arremetidas debieron de ser letales. No estoy en condiciones de afirmar que el gesto que, con dos dedos, representa una señal de victoria entre los ingleses tenga su origen en los arqueros que participaron en la batalla de Azincourt, que los mostraban para escarnio de los franceses derrotados, a fin de que comprobasen que, a pesar de las amenazas de que les serían cercenados, aún conservaban los dedos con que sujetaban la cuerda. Es probable que no sea más que pura invención.

Poco después de que comenzase el ataque del segundo batallón francés, una reducida partida de jinetes, a las órdenes del señor de Azincourt, emprendió un ataque contra la impedimenta inglesa. Dicho suceso y la posibilidad de un nuevo ataque por parte de los franceses que aún no habían intervenido llevaron a Enrique a ordenar que diesen muerte a los prisioneros; orden que, si bien hoy nos deja atónitos, no censura ninguno de los cronistas de la época. En ese instante, unos dos mil prisioneros franceses permanecían tras las líneas inglesas, que esperaban que, en cualquier momento, se produjese un nuevo ataque por parte de ocho mil franceses de refresco. Si los cautivos arremetían contra la retaguardia de las tropas inglesas, otro podría haber sido el desenlace de la batalla, de ahí la orden regia, que los caballeros ingleses acataron con evidente disgusto (significaba la renuncia a cuantiosos rescates) . Para evitar problemas, Enrique ordenó a un escudero y a doscientos arqueros que llevasen a cabo la matanza, que no debió de durar mucho en cualquier caso, tras verificar que el pillaje no presagiaba un ataque desde la retaguardia y observar que la tercera ofensiva francesa se quedaba en agua de borrajas. Los franceses estimaron que ya habían tenido bastante, los supervivientes comenzaron a retirarse del campo de batalla y Enrique se alzó con la victoria en la campa de Azincourt. Si bien han de tenerse en cuenta también las salvedades en lo que al recuento de bajas se refiere, es evidente que los franceses sufrieron terribles pérdidas. Un testigo ocular del bando inglés, un cura, reseñaba las bajas de noventa y ocho nobles franceses, unos mil quinientos caballeros y no menos de cuatro o cinco mil caballeros desmontados también muertos. Entre los franceses, las bajas se contaban por millares, quizá cinco mil, mientras que, con toda probabilidad, los ingleses que perdieron la vida no fueran más allá de doscientos (incluyendo un arquero, Roger Hunt, muerto por el disparo de una bombarda). A pesar de la violencia de la época, tal carnicería, como el saqueo de Soissons, causó conmoción en la Cristiandad. Claro que Enrique ahorcó y quemó a lolardos en Londres, y que colgó a un arquero por haber robado una píxide sobredorada camino de Azincourt, pero eran acciones propias de aquellos tiempos. No así, sin embargo, Azincourt ni Soissons, sucesos que, misteriosamente relacionados con los santos Crispín y Crispiniano, se consideraron como fuera de lo común.

Salvo en el caso de Thomas Perrill, los nombres de todos los arqueros presentes en Azincourt figuran en las listas de los hombres que formaron parte del ejército de Enrique, que aún se conservan en los Archivos Nacionales (los lectores que prefieran recurrir a fuentes más accesibles encontrarán tales nombres en los apéndices del texto de Anne Curry, antes mencionado). Por supuesto, que un tal Nicholas Hook estuvo presente en Azincourt, aunque no formaba parte de la mesnada de sir John Cornewaille, campeón en todas las justas de Europa, desde luego. No sin cierto reparo, porque no nos une ningún parentesco, he de señalar que, en no pocas ocasiones, su nombre aparece escrito como «Cornwell».

Aunque parezca mentira, la campa de Azincourt no ha experimentado grandes cambios, si bien los bosques que se extienden a ambos lados no son los de antaño y hace mucho que ha desaparecido el pequeño castillo que prestó su nombre a la batalla. Hay un pequeño y magnífico museo en el pueblo, así como un monumento y una inscripción gráfica de la batalla en las proximidades de Maisoncelles, la aldea donde tuvo lugar el pillaje del equipaje regio (tesoro que, en gran parte, se recuperaría más tarde). En el campo de batalla, se alza un calvario, erigido sobre una de las fosas en que, supuestamente, los franceses enterraron a sus muertos. Aunque aún quedan trazas de la ciudad medieval, Harfleur ha desaparecido, engullida por la expansión urbana de El Havre. En la actualidad, una empresa petroquímica lleva a cabo prospecciones en el lugar elegido por los ingleses para el desembarco.

Sin el arrojo de Enrique V, no se hubiera producido tan azarosa victoria. Continuó luchando contra Francia hasta conseguir que los franceses se aviniesen a sus demandas: se acordó que sería coronado como rey de Francia tras el fallecimiento del demente Carlos. La muerte le sobrevino antes. Empero, su hijo fue coronado rey de Francia, aunque los franceses se resarcieron y expulsaron a los ingleses de su territorio. El mariscal Boucicault, gran soldado, murió en Inglaterra durante su cautiverio. Carlos, el duque de Orleans, permaneció prisionero durante veinticinco años, hasta que fue puesto en libertad en 1440. Durante los años en que estuvo preso, se dedicó a la poesía. En el volumen mencionado, Agincourt, Juliet Barker traduce unos versos que escribió durante el tiempo que permaneció en Inglaterra, unas rimas que bien pueden servir como colofón para este relato sobre una batalla librada hace tanto tiempo.

La paz, un tesoro que nunca me cansaré de ensalzar.

Odio la guerra: nada puedo detestar más, ya que

tanto tiempo me ha privado, para bien o para mal,

de la Francia bienamada, que nunca dejo de añorar.