Capítulo 6
Cada vez que un bolaño se estrellaba contra la fachada inclinada, el testudo se estremecía de arriba abajo. A fuerza de recibir pedradas de las balistas, los troncos que lo formaban estaban machacados, hendidos y desconchados, pero los proyectiles de los sitiados no habían conseguido traspasar el resistente escudo, ni resquebrajarlo siquiera, de forma que, bajo la techumbre de tierra y madera, los mineros galeses comenzaron a hacer su trabajo.
En el este, donde se habían asentado las tropas del duque de Clarence, otra lluvia de proyectiles caía sobre Harfleur. Tanto al este como al oeste, se oía el estruendo de las bombardas y de los bolaños que derruían las murallas, mientras catapultas y trabucos arrojaban proyectiles sobre la ciudad, provocando nubes de humo y polvo que encapotaban las angostas callejas, y las minas avanzaban hacia sus muros. Los disparos efectuados desde el este iban dirigidos a los pies de las murallas, horadando enormes boquetes que, apuntalados en la roca mediante tablones, al prenderles fuego en un momento dado, se vendrían abajo, arrastrando el lienzo de muralla que soportaban. La mina que excavaban por el oeste, cuya entrada resguardaba el testudo que Hook había ayudado a construir, discurriría por debajo del imponente y castigado baluarte que defendía la puerta de Leure. Si echaban abajo el bastión, el ejército inglés podría atacar por la brecha más cercana a la puerta sin tener que preocuparse de los ataques que les lanzase la guarnición que protegía los torreones. En una palabra, los galeses seguían con su labor de zapa, los arqueros se ocupaban del testudo y la ciudad pasaba penalidades sin cuento.
Para levantar el baluarte, los ciudadanos de Harfleur habían recurrido a enormes troncos de roble, hundidos en la tierra y reforzados con aros de hierro. Gracias a los troncos, el fortín daba la impresión de dos torres robustas unidas por un corto lienzo de muralla, cuyo interior rebosaba de tierra y cascotes, todo protegido por un foso inundado que quedaba del lado de los asaltantes. Las bombardas de los ingleses habían echado abajo parte de los troncos que miraban a aquel lado y la tierra que contenían se había desparramado, formando una empinada e inestable pendiente que rellenaba parte del foso. Pero el baluarte resistía: ballesteros y soldados defendían aquellas ruinas, donde seguían ondeando, desafiantes, las banderas que aún se sostenían en lo que quedaba de las defensas de madera. Por la noche, cuando las bombardas de los ingleses dejaban de disparar, los defensores trataban de reparar los destrozos como podían, de forma que todas las mañanas, las tropas inglesas tenían que vérselas con una nueva empalizada de madera que les obligaba a que sus piezas de artillería hubiesen de comenzar de nuevo su lento trabajo de demolición. Mientras, otras lombardas disparaban contra la ciudad.
La primera vez que Hook vio Harfleur le pareció un lugar casi mágico: una ciudad de techumbres puntiagudas y campanarios, rodeada de una muralla blanca, tachonada de torreones, que refulgía bajo un sol agosteño. Le recordó la ciudad que aparecía pintada en el cuadro de los santos Crispín y Crispiniano, el mismo que tantas veces había contemplado mientras rezaba en la catedral de Soissons.
En aquel momento, sin embargo, la ciudad del cuadro era un amasijo de piedras, barro, humo y casas arrasadas. Largos lienzos de la muralla aún resistían, luciendo sus irrisorios estandartes, con las armas de los jefes de la guarnición, imágenes de santos e invocaciones a Dios, pero lo cierto era que ocho de los torreones se desparramaban en forma de cascotes por el foso y que una gran parte de la muralla, la más cercana a la puerta de Leure, había quedado reducida a escombros. Los enormes proyectiles que las catapultas lanzaban al interior de la ciudad demolían casas y provocaban incendios, que eran los causantes de la capa de humo que se cernía de continuo sobre la ciudad. Acompañada por la estruendosa algarabía de las campanas que albergaba, la torre de una iglesia se había desplomado. Pero los bolaños y los pedruscos no dejaban de caer sobre la maltratada ciudad.
Los defensores no se amilanaban, sin embargo. Cada mañana, Hook se ponía al frente de sus hombres y se dirigían a las zanjas para descubrir que la guarnición no había permanecido mano sobre mano durante la noche. Levantaban un nuevo muro tras la muralla resquebrajada y, con nuevos tablones, apuntalaban el fortín que se venía abajo. Mientras, los emisarios ingleses, vara blanca en mano y revestidos de coloristas sobrevestas, cabalgaban hasta los pies de las defensas para negociar los términos de la rendición de la plaza, que los comandantes de la ciudadela rechazaban de plano.
—Confían en que su rey reúna un ejército que acuda en su ayuda —le dijo el padre Christopher a Hook, una mañana, a primeros de septiembre.
—Pero, ¿no decían que el rey de los franceses estaba loco?
—¡Por supuesto! ¡Cree que está hecho de cristal! —repuso el cura, con sorna, que, todas las mañanas, se daba una vuelta por las zanjas impartiendo bendiciones y gastando bromas con los arqueros—. ¡Te aseguro que es cierto! Piensa que está hecho de cristal y que se resquebrajará en el momento en que caiga al suelo, igual que mordisquea las alfombras o le narra sus cuitas a la luna.
—O sea, que su ejército no aparecerá por aquí, ¿no es así, padre? —preguntó Hook, con una sonrisa.
—No hay que olvidar que ese rey loco tiene hijos, muchacho, unos miserables sedientos de sangre, a quienes les encantaría machacarnos los huesos hasta pulverizarlos.
—¿Cree que lo intentarán?
—Sólo Dios lo sabe, Hook, sólo Dios, aunque no me lo iba a decir a mí. Lo único que sé es que están reuniendo un ejército en Ruán.
—¿Queda eso muy lejos de aquí?
—¿Ves ese camino? —dijo el cura, señalando los dudosos contornos de un sendero que, en su día, salía de la puerta de Leure y que, en aquel momento, no era sino una larga cicatriz en un terreno embarrado y salpicado de impactos de proyectiles—. Si lo tomas, tuerces a la derecha al llegar a lo alto de la colina y sigues andando un buen trecho —le dijo el padre Christopher—, al cabo de ochenta kilómetros, verás un grandioso puente y una ciudad imponente: Ruán. ¡Sólo son ochenta kilómetros! Un ejército puede recorrer esa distancia en tres días.
—Así que se presentarán aquí, y acabaremos con ellos —dijo Hook.
—Más o menos, eso fue lo que dijo el rey Harold antes de la batalla de Hastings —comentó el padre Christopher con retintín.
—¿Contaba con arqueros en sus filas? —preguntó Hook.
—Mucho me temo que sólo disponía de caballeros.
—Ahí lo tiene —comentó el joven, con una sonrisa.
El padre Christopher alzó la cabeza y se quedó mirando a Harfleur.
—La ciudadela ya tenía que haber caído —reflexionó, en voz alta—. Nos está llevado demasiado tiempo —añadió, mientras se volvía para saludar calurosamente a un caballero que pasaba por allí, dedicando un amago de bendición al raudo jinete—. ¿Sabes quién era ese, Hook?
—No, padre, no tengo ni idea —repuso el arquero, mirando al caballero que, luciendo una sobrevesta roja y blanca, regresaba a toda prisa al campamento inglés.
—Es el hijo de Geoffrey Chaucer —le aclaró el cura, con orgullo no disimulado.
—¿De quién?
—¿Acaso no has oído hablar de Geoffrey Chaucer, el poeta? —le preguntó el padre Christopher, extrañado.
—Pensé que se refería a alguien que mereciese la pena —dijo Hook, al tiempo que le propinaba al cura una palmada tan fuerte en la espalda que le dejó doblado; un momento después, una ballesta fue a estrellarse en la linde trasera de la zanja donde el padre Christopher había estado de pie un momento antes—. Es Cara de Gato —le aclaró Hook—; es bueno.
—¿Cara de Gato?
—Uno de esos cabrones que defienden la barbacana, padre. Tiene cara de turón. Desde aquí, veo cómo nos apunta con la ballesta.
—¿Y no puedes hacer nada con tu arco?
—Veinte pasos más, padre, bastarían —dijo Hook, atisbando entre dos banastos de mimbre, cargados con la tierra que había caído del parapeto; hizo un saludo con la mano y alguien, desde el baluarte, se lo devolvió con gesto similar—. Quiero que sepa que sigo vivo.
—¿Así que turón? —comentó el padre Christopher, pensativo—. ¿Sabes que Rob Pole está enfermo?
—Igual que Fletch y la mujer de Dick Godewyne.
—¿Alice también está enferma?
—Y bastante mal, por lo que tengo entendido.
—Rob Pole se pasa el día cagando, pero no echa más que sangre y un líquido repugnante —dijo el cura.
—Que Dios nos asista —contestó Hook—, porque a Fletch le pasa lo mismo.
—Más vale que me ponga a rezar —dijo el padre Christopher, muy serio— para que la enfermedad no diezme a los nuestros. ¿Te encuentras bien?
—Perfectamente.
—¡Alabado sea Dios! ¿Y la mano, cómo va esa mano?
—Siento pinchazos, padre —repuso Hook, alzando la mano derecha, todavía vendada; Melisenda se la había embadurnado con miel y se la había vendado.
—¡Buena señal —dijo el cura, inclinándose para oler el vendaje— y huele bien! Quiero decir, apesta a barro, sudor y mierda, igual que todos nosotros, pero no huele a podrido, y eso es importante. ¿Qué tal meas? ¿Turbio, de color oscuro, demasiado claro?
—Normal, padre.
—Estupendo, Hook. ¡No podemos prescindir de ti!
Qué cosa tan rara, pensó el arquero, aunque supuso que el cura tenía razón, porque desempeñaba bien su cargo de ventenar. Al principio, se había sentido cohibido a la hora de ejercer su minúscula parcela de responsabilidad y se había temido que algunos de los veteranos hicieran caso omiso de sus órdenes. Pero, si había malestar, se lo callaban, y obedecían sus órdenes al instante, lo que le hacía sentirse orgulloso de ostentar la cadena de plata.
El calor sofocante había vuelto, recociendo el barro y formando una costra que, al pisarla, se disolvía en polvo fino, igual que los muros de Harfleur. No por eso la guarnición de la ciudad dejaba de plantar cara a los sitiadores. Hasta cuatro o cinco veces al día, el rey se daba una vuelta por las zanjas donde trabajaban los arqueros y se quedaba mirando las murallas de la ciudad. Al comienzo del asedio, había conversado incluso con ellos pero, en aquellos momentos, con el rostro tenso y los labios apretados, los arqueros se limitaban a hacerles sitio a él y a su reducido séquito. Los hombres le observaban y adivinaban por el gesto de su cara estragada que no pensaba que pudieran llevar a cabo el asalto contra los muros recién edificados. Esa acción sólo serviría para que las tropas marchasen a trancas y barrancas entre los restos de las casas incendiadas, se ofreciesen como blancos para las saetas que lloverían desde la barbacana, cruzasen el foso y escalasen las ruinas de la muralla destrozada por su propia artillería mientras, por los flancos, sufrían el despiadado ataque de los ballesteros; incluso, tras superar los vestigios del muro, tendrían que vérselas con la nueva defensa interior, levantada con enormes serones de tierra, trozos de vigas de madera y cascotes procedentes de las casas que se habían venido abajo en el interior de la ciudad.
—Habrá que derribar otro lienzo de la muralla —acertó a escuchar Hook de boca del rey—, y atacar de inmediato por la nueva brecha.
—Imposible, majestad —dijo sir John Cornewaille, con gesto severo—. Sólo contamos con esta lengua de tierra firme para acercarnos a la ciudadela.
Aunque el nivel de la crecida había disminuido, gran parte de la ciudad aún seguía rodeada de agua, lo que limitaba las posibilidades de ataque de los ingleses a los dos enclaves por donde, subterráneas, discurrían las minas que apuntaban a la ciudad.
—En ese caso, derribad el fortín —insistió el rey—, y reducid a astillas la puerta que queda a sus espaldas —añadió, mientras aquel rostro ceñudo, de nariz alargada, no apartaba los ojos de la indómita barbacana; de repente, pareció reparar en la mirada preocupada de los arqueros y jinetes que lo rodeaban—. ¡Dios no nos ha traído hasta aquí para nada! —gritó para infundirles ánimo—. ¡La ciudad no tardará en caer en nuestras manos, muchachos! ¡Habrá cerveza y comida para todos! ¡Pronto nos apoderaremos de ella!
El día se les iba en sacar tierra y rocas de la mina que excavaban, y en llevar a su interior unos tablones del tamaño de un arco largo para apuntalar la galería. Por si fuera poco, las piezas de la artillería no daban un respiro, envolviendo en nubes de humo a los asaltantes, rompiéndoles los tímpanos y castigando sin parar las ya maltrechas defensas de la ciudad.
—¿Qué tal esos oídos? —le preguntó sir John a Hook, una mañana, a primeros de septiembre.
—¿Mis orejas, señor?
—Sí, esos espantosos apéndices que tienes a ambos lados de la cabeza.
—Estupendamente, sir John.
—En ese caso, acompáñame.
El ricohombre, con la preciosa armadura y la sobrevesta cubiertas de polvo, llevó a Hook por una zanja hasta la entrada de la mina, protegida bajo el testudo. Descendieron unos quince pasos por una empinada pendiente antes de pisar terreno llano: era una galería de dos pasos de ancho y una altura similar a la de un arco largo. Insertadas en unos pequeños aros clavados en las vigas de madera, ardían unas teas, cuyas minúsculas llamas, como Hook observó mientras seguía los pasos de sir John, se tornaban más débiles a medida que se adentraban en el pasadizo. Cada poco, el noble, lo mismo que el arquero, se veían obligados a hacer un alto y apretujarse contra una de las paredes del túnel para dejar paso a un minero cargado con las rocas que retiraban. En el aire, se mascaba el polvo; el suelo que pisaban era un escurridizo corredor de agua y lodo.
—¡Muy bien, muchachos! ¡Tomaos un descanso! —dijo sir John cuando llegaron al final de la galería—. ¡Ahora, calladitos, que no se mueva nadie!
El final del túnel estaba iluminado por unos faroles de cuerno que colgaban de la última viga que habían colocado. Los dos mineros que empuñaban el pico contra la pared de roca que tenían delante, soltaron con gusto las herramientas y se dejaron caer al suelo. Dafydd ap Traharn, el capataz que dirigía la obra, dedicó un gesto de saludo a Hook. Sir John se agazapó junto al galés de cabello cano y obligó a Hook a hacer lo mismo.
—Escucha —le susurró el caballero.
El arquero se dispuso a escuchar. Un minero tosió.
—¡Silencio! —ordenó sir John.
En ocasiones, en los extensos bosques que bajaban desde los pastizales de lord Slayton hasta el río, Hook se quedaba quieto y se limitaba a escuchar. Distinguía cada sonido entre los árboles, ya fueran las pezuñas de un ciervo, el resuello de un jabalí, el tableteo de un pito real, el chasquido de las garras de un cuervo limpiándose las plumas o el susurro del viento en el follaje; de entre todos esos sonidos, su oído capaz era de captar la nota discordante, el ruido que le advertía de la presencia de un furtivo que andaba por la maleza. Se dispuso, pues, a escuchar del mismo modo, olvidándose de la respiración entrecortada de los hombres, dejando la mente en blanco, permitiendo que el silencio se instalase en su cabeza y lo alertase de la más leve alteración. Y así se quedó un buen rato.
—Me zumban los oídos sin parar —musitó sir John—. Debe de ser que como he recibido tantos mandobles en el yelmo…
Hook alzó una mano exigiendo silencio, sin darse cuenta de que estaba diciéndole lo que tenía que hacer a un Caballero de la Orden de la Jarretera. Sir John se calló la boca; Hook escuchó algo, y volvió a oír el mismo ruido.
—Alguien está cavando —dijo el arquero.
—¡Qué cabrones! —musitó sir John, en voz baja—. ¿Estás seguro?
Ahora que lo había identificado, Hook se asombró de que nadie más pudiese oír el golpeteo acompasado de los picos contra el suelo de roca. Los defensores de la ciudad estaban excavando otro túnel con la esperanza de interceptar la galería de los invasores ingleses antes de que culminasen con éxito su cometido.
—Es posible que sean dos los túneles —dijo Hook, porque el sonido que percibía estaba levemente desacompasado, como si escuchase dos golpeteos que no seguían la misma pauta.
—Lo que yo decía —afirmó Dafydd ap Traharn—, sólo que no estaba seguro. Bajo tierra, a veces las orejas nos juegan malas pasadas.
—¡De modo que estos hijos de puta están haciendo de las suyas! —bramó sir John, enrabietado, para volverse al capataz y preguntarle—: ¿A qué distancia los tenemos?
—A unos veinte pasos, sir John, es decir, unos dos días, más otros dos para preparar la recámara y otro más para disponer el material incendiario.
—Largo me lo fiáis —dijo el noble—. ¿Cabe la posibilidad de que no den con esta galería?
—Estarán a la escucha también, sir John, y cuanto más nos acerquemos, con más claridad nos oirán.
—¡Malditos, miserables y podridos eunucos hijos de puta! —maldijo sir John, sin referirse a nadie en particular—. ¿Será posible que aún no los oiga?
—Están por ese lado —afirmó Hook, convencido.
En medio de una oscuridad que a duras penas lograban disipar los faroles que lanzaban sus destellos en aquel aire viciado, todos hablaban a media voz. Uno de los mineros dijo algo en galés. Dafydd ap Traharn le hizo callar con un gesto de advertencia.
—Está preocupado por lo que pueda pasar, caso de que el enemigo irrumpa en nuestro túnel, sir John.
—Vamos a preparar la recámara aquí —dijo el noble—, un habitáculo capaz de albergar a seis o siete hombres. Dispondremos un retén de arqueros y hombres armados para que monten guardia aquí mismo. Por ahora, mantened las armas a vuestro alcance y seguid cavando. Vamos a derribar ese maldito fortín.
La galería subterránea apuntaba a la torre norte del indómito baluarte, con la esperanza de echarlo abajo y que sus cascotes rellenasen el foso inundado. Tenían la intención de excavar una gruta bajo la misma torre y apuntalarla con vigas de madera a las que prenderían fuego, de forma que, cuando el techo se desplomase, también la torre se viniese abajo. Sir John felicitaba a los mineros, dándoles palmadas en la espalda.
—¡Muy bien, muchachos! ¡Dios está de vuestra parte! —hizo una seña a Hook; los dos regresaron por el mismo camino que los llevaba de vuelta al testudo—. ¡Confío en que Dios se ponga de nuestra parte! —rezongó sir John; hizo un alto, y se quedó muy serio contemplando la entrada del túnel—. Habrá que levantar un muro aquí mismo —dijo.
—¿Bajo el testudo?
—Si esos hijos de puta interceptan nuestra galería, Hook, saldrán de ese agujero como ratas atraídas por el queso. Levantaremos un muro aquí, defendido por arqueros.
—Eso retrasará los trabajos, sir John —comentó Hook, reparando en dos hombres cargados con maderas para apuntalar el subterráneo.
—¡Maldita sea, Hook, ya lo sé! —vociferó el gentilhombre, mirando la boca del túnel—. ¡Tenemos que poner fin a este asedio, que ya ha durado demasiado! Los hombres enferman. Tenemos que salir cuanto antes de este apestoso lugar.
—¿Qué tal unos cuantos toneles? —aventuró Hook.
—¿Toneles dices? —rezongó el noble de mal humor.
—Rellenamos tres o cuatro toneles de piedras y tierra —explicó Hook, pausadamente—; si aparecen los franceses, echamos a rodar los toneles hasta la entrada y los mantenemos a raya. Bastaría con media docena de arqueros para dar cuenta de cualquier cabrón que pretendiese llegar más lejos.
Sir John se quedó mirando a la entrada durante unos segundos, y asintió.
—Tu madre no perdió el tiempo al abrirse de piernas, chaval. Buen chico. Quiero que esos toneles estén listos al anochecer.
Los toneles quedaron dispuestos a la hora acordada. Esperando el relevo, Hook se fue andando hasta la zanja que discurría junto al testudo y contempló las murallas enrojecidas a la luz del sol que se ocultaba tras las colinas salpicadas de árboles. En el campamento inglés, a sus espaldas, un hombre tocaba una lastimera flauta, repitiendo una y otra vez la misma melodía, como si quisiera ejecutarla a la perfección. Hook se sentía cansado. Pensando sólo en comer algo y dormir, no se fijó en el caballero que se llegó a su lado junto al parapeto. El hombre llevaba un casco que casi le ocultaba el rostro, pero no vestía armadura, tan sólo un jubón de piel, aunque llenas de barro, las botas que calzaba eran buenas y la cadena de oro que llevaba al cuello indicaba su alto rango.
—¿Un perro muerto? —le preguntó, señalando a unos restos peludos que picoteaban tres cuervos, a medio camino entre la zanja de los ingleses y la barbacana francesa.
—Los franceses los dejan tiesos —dijo Hook—; los perros traspasan nuestras líneas, los ballesteros los asaetean y desaparecen en mitad de la noche.
—¿Los perros?
—Comida, amigo —se limitó a decir secamente—. Carne fresca.
—Claro, claro —dijo el hombre, mientras observaba los cuervos—. Nunca he comido carne de perro.
—Es parecida a la liebre, aunque un poco más fibrosa —repuso Hook que, tras quedarse mirando al hombre, reparó en la profunda cicatriz que tenía junto a la nariz alargada—. Majestad —acertó a decir, hincando una rodilla en el suelo.
—Levántate, en pie —dijo el rey, sin apartar los ojos de la barbacana que, en aquellos momentos, parecía poco más que un montón de tierra contenido por un muro de troncos acribillados que seguían la dirección de los cascotes en pendiente—. Hemos de tomar esa barbacana —balbució el rey, para sus adentros.
Hook tampoco perdía de vista el fortín, a la espera del destello que le indicase que un ballestero les estaba apuntando, pero pensó que el rey estaba a salvo: la actividad de los franceses cesaba al ponerse el sol por el oeste, y era un anochecer de tantos, en que bombardas y catapultas de ambos lados guardaban silencio.
—Recuerdo el día en que comenzamos el asedio —dijo el rey; parecía confundido—. Las campanas de las iglesias tocaban a rebato por toda la ciudad. En aquel momento, pensé que nos lanzaban un desafío; más tarde, caí en la cuenta de que estaban enterrando a sus muertos. Ahora ya ni repican siquiera.
—Demasiados muertos, majestad —se atrevió a decir Hook—, o, a lo peor, es que ya no les quedan campanas —la idea de hablar con un rey le llevaba a decir disparates sin pensar.
—Hay que acabar cuanto antes —manifestó el rey, con firmeza, apartándose del parapeto—. ¿Todavía habla contigo ese santo tuyo? —le preguntó; Hook se quedó tan asombrado de que el rey se acordase de él, que se apresuró a asentir con la cabeza—. Eso está bien —dijo Enrique—, porque si tenemos a Dios de nuestro lado, nada se interpondrá en nuestro camino. ¡Tenlo presente! —para añadir, con una especie de sonrisa y en voz baja, como si hablase consigo mismo—. Y lo conseguiremos —concluyó, echando a andar por la zanja que llevaba al testudo, donde le esperaba el grupo de hombres de su séquito.
Hook se fue a dormir.
A la mañana siguiente, la tierra tembló por el disparo de una bombarda.
Hook se encontraba en lo más hondo de la mina, donde le había llevado sir John para que pegase la oreja de nuevo; de repente, la tierra comenzó a temblar, las llamas de las teas vacilaron en la oscuridad.
Medio en tinieblas, permanecían agazapados y a la escucha. Uno de los soldados hizo esfuerzos por no toser. Hook aguardó a que se extinguiese el eco de aquel carraspeo, atento, a la escucha, acechando la llegada de la muerte.
Se oyó una segunda descarga; la tierra se estremeció; las diminutas llamas chisporrotearon de nuevo; cayó polvo del techo; unos terrones se precipitaron al suelo embarrado de la mina. Bien parecía que no fueran a acabar nunca los ecos de aquel estruendo; luego, escucharon un chirrido siniestro, un crujido, como si las vigas de roble fueran a ceder bajo el peso de la tierra que soportaban.
—Hook —le reclamó sir John.
Se oía un ruido como si alguien estuviera escarbando, tan tenue, sin embargo, que Hook dudó si no sería una jugarreta de su imaginación; luego, se escuchó un chasquido apagado, seguido de un silencio. Al cabo de un rato, le pareció que escarbaban de nuevo y, esta vez, Hook estuvo seguro de haberlo oído. Los hombres que estaban en la galería le observaban con recelo. Se acercó a la pared que tenían delante, y pegó la oreja contra la roca.
Alguien estaba escarbando. Hook se quedó mirando a Dafydd ap Traharn, y le preguntó:
—¿Cómo están excavando ahora?
—Pues como siempre —repuso el galés, que no entendía nada.
—¿Por qué no me hace una demostración?
El galés empuñó el pico y se acercó a la pared del final del túnel; en lugar de voltearlo por encima de su cabeza y descargar el golpe sobre la roca blanda, lo incrustó en una grieta de la peña; repitió la operación para agrandar la grieta, introdujo la pala encorvada en la hendidura, haciendo palanca para arrancar un buen trozo de roca; como el agujero no era lo bastante profundo, volvió a escarbar con la parte punzante en el mismo hueco. No daba golpes demasiado fuertes para no alertar a los franceses de que la galería ya estaba muy cerca de la castigada muralla. Hook comprendió que se trataba del mismo ruido que acababa de escuchar. De una y otra parte, los hombres que trabajaban en las minas procuraban hacer el menor ruido posible.
—Están muy cerca —dijo Hook.
—Cymorth ni, O Arglwydd —musitó uno de los mineros, santiguándose.
—¿Cómo de cerca? —quiso saber sir John, sin prestar atención a la súplica que imploraba la ayuda divina.
—No estoy seguro, sir John.
—¡Que Dios confunda a esos puñeteros cabrones! —maldijo el noble.
—Puede ser que los tengamos por arriba o por debajo de nosotros —apuntó Dafydd ap Traharn.
—Cuando estén cerca, os daréis cuenta —aclaró Hook—. Oiremos claramente cómo escarban.
—¿Escarban? —se sorprendió el galés.
—Es lo que me ha parecido oír.
—Están horadando los pocos metros que aún nos separan —dijo el capataz, muy serio—, y trabajan como demonios.
—También nosotros disponemos de nuestros propios demonios, que los estarán esperando —aseguró sir John—. ¡No vamos a renunciar a este túnel! ¡Es imprescindible! Les plantaremos cara bajo tierra, si es preciso.
De paso, nos ahorraremos la molestia de tener que enterrarlos.
Como los arcos de guerra eran demasiado largos para utilizarlos en el interior de la galería, a mediodía, sir John regresó a la mina, seguido por media docena de ballesteros.
—Si aparecen por ahí, éstos les darán la bienvenida; luego, echad mano de los hachones.
El ruido que les llegaba desde el otro lado era cada vez más fuerte, y Dafydd ap Traharn tomó la decisión de que no merecía la pena seguir trabajando con cautela. Los hombres comenzaron a voltear y descargar los picos, y el final del túnel se llenó de ruidos y de un fino polvo que dificultaba la respiración. De vez en cuando, uno de los picos daba de lleno en la piedra, arrancando violentas y relucientes chispas que, como estrellas fugaces, se esparcían por la lóbrega galería. Hook recordó que su abuela se santiguaba cada vez que veía uno de esos cuerpos luminosos, al tiempo que musitaba una plegaria: según ella, las súplicas que portaban aquellos luceros eran mejor escuchadas. Por eso, cada vez que salían chispas, cerraba los ojos y rezaba por Melisenda, por el padre Christopher y por su hermano Michael que, por suerte para él, se había quedado en Inglaterra, lejos de los hermanos Perrill y del cura demente que era su padre.
—Un día más de trabajo —dijo Dafydd ap Traharn, arrancando a Hook de las evocaciones del terruño—, y podemos empezar con la recámara. Entonces sí que echaremos abajo esa torre, ¡se desplomará como las murallas de Jericó!
Caballeros desmontados y arqueros estaban sentados en el suelo al final del túnel, con las piernas encogidas, para que los mineros pudieran llevar al exterior los cascotes de la excavación y volver con nuevas vigas para apuntalar la parte superior de la galería. Escuchaban el alboroto que armaban los mineros franceses, unos ruidos tremendos, ineludibles, cargantes, que les llegaban por el lado norte, donde debían de estar trabajando en la contramina que interceptase la galería de los ingleses; a la luz polvorienta que difundían las pequeñas teas, Hook no apartaba los ojos de la pared que tenía enfrente, a la espera de que, en cualquier momento, se abriese un enorme agujero que vomitaría una avalancha de armaduras enemigas. Vigilante y con la espada a punto, sir John pasó gran parte de la tarde en el interior del túnel.
—Habrá que obligarlos a retroceder hasta su agujero —comentó— y, luego, cegar lo que hayan excavado. ¡Por todos los demonios, aquí huele como si estuviésemos nadando en estiércol!
—Es que esto se ha convertido en un muladar —le aclaró Dafydd ap Traharn; algunos de los hombres estaban enfermos, y se iban por la pata abajo sin contención.
Sir John no se fue hasta muy tarde. Una hora después, envió el relevo de los hombres encargados de la custodia de la mina. Encorvados, los recién llegados se presentaron en el túnel, proyectando unas sombras grotescas en la penumbra.
—¡Por todos los santos —refunfuñó alguien—, aquí no se puede ni respirar!
—¿Traéis ballestas, no es así? —preguntó otro.
—Aquí están —dijo Hook—, preparadas.
—Pasádnoslas —contestó el hombre que, sólo entonces, se dignó echar una mirada a los arqueros a quienes iba a relevar—. ¡No es posible! ¡Pero si es el mismísimo Hook!
—¡Sir Edward! —exclamó Hook, dejando la ballesta en el suelo, poniéndose en pie al instante, con una sonrisa de oreja a oreja.
—¡Por fin te encuentro! —exclamó sir Edward Derwent, el hombre de lord Slayton que, en Londres, había librado al arquero de comparecer ante el tribunal del señorío y del castigo correspondiente, esbozando lo que parecía una sonrisa bajo aquella dudosa luz—. Me habían dicho que andabas por aquí. ¿Cómo te va?
—Sigo vivo, sir Edward —comentó Hook, satisfecho.
—Gracias a Dios, aunque sólo a Él se le alcance cómo es posible que sigamos con vida en este mundo —añadió sir Edward que, con la cara cosida a cicatrices y el rostro medio oculto bajo el yelmo, se paró a escuchar los atosigantes ruidos—. ¡Parece que los tenemos cerca!
—Eso mismo pensamos nosotros —dijo Hook.
—No se hagan ilusiones —intervino Dafydd ap Traharn—. Podrían estar aún a diez pasos, aunque no es fácil determinar de dónde proceden los sonidos que nos llegan de abajo.
—O sea, que podríamos estar a un paso —comentó sir Edward, de mal talante.
—¡Por supuesto! —remachó el galés, empecinado.
—¿Y el plan consiste en recibirlos a saetazo limpio y acabar con ellos? —preguntó el caballero, sin quitar los ojos de las ballestas ya preparadas.
—¡El plan consiste en que yo salga de ésta con vida —replicó el capataz—, y estáis taponando el túnel! ¡Sois demasiados, y nos queda mucho trabajo por delante!
Los caballeros desmontados de sir John ya se habían ido. Hook ordenó a los suyos que hiciesen lo mismo. Él se quedó un poco más hasta que, por fin, le dijo a sir Edward:
—Os deseo una noche tranquila.
—Eso mismo le pido yo a Dios —respondió el caballero, con una sonrisa—. Un placer volver a verte, Hook.
—Lo mismo digo, señor —aseguró Hook—, y gracias.
—Anda, vete a descansar, muchacho —dijo sir Edward.
Hook le hizo caso al instante. Recogió la maza y, tras dirigir un gesto de despedida a Dafydd ap Traharn, se dispuso a dejar atrás a los hombres de sir Edward. Uno de ellos intentó echarle la zancadilla; en la penumbra, Hook reparó en una mandíbula angulosa y unos ojos hundidos y, por un momento, pensó que se trataba de sir Martin, pero no tardó en darse cuenta de que era Tom Perrill, el hijo mayor del cura. Allí estaban, agazapados, los dos hermanos. Pero el arquero, a sabiendas de que no intentarían nada en presencia de sir Edward, optó por no darse por enterado.
Dirigió sus pasos hacia la boca de la mina, al encuentro de la desmayada luz de una jornada que tocaba a su fin. Iba pensando en Melisenda, en el estofado que le habría preparado y en que, cuando el mundo saltase por los aires, él estaría cantando junto a una fogata.
Un estruendo retumbó en sus oídos. Comenzó como un bramido atronador que crecía a sus espaldas, al que siguió un enorme estruendo, como si la tierra se resquebrajase. Se volvió, y vio cómo el polvo se le venía encima, una lóbrega nube de polvo que surgía de la oscuridad del pasadizo, y unos hombres que, aturdidos, gesticulaban en la negrura. Oyó gritos, el choque del acero contra armaduras, y un alarido, el primero de todos.
Los franceses habían irrumpido en la mina.
Sin pensárselo dos veces, Hook se volvió por donde había venido para enfrentarse a ellos. Se acordó entonces de los toneles, y se preguntó si debería cegar la entrada de la mina. No supo qué hacer. Como un animal mal capado, un hombre gritaba en la oscuridad lanzando espantosos alaridos. Otro estruendo, y Hook vio más hombres que se descolgaban desde la parte superior de la mina; otra nube de polvo le dio en la cara, impidiéndole distinguir con claridad quién era aquel soldado que, con paso inseguro, se le acercaba. Era un caballero, espada en mano. Con la visera calada, blandiendo el espadón con ambas manos, entre el polvo y la penumbra, se le antojó un coloso, salido de la peor de las pesadillas. Petrificado ante aquella aparición espectral, Hook no podía apartar los ojos de su armadura, recubierta de piedras y tierra; el hombre profirió un grito, y el alarido bastó para que Hook volviese a la realidad, en el preciso instante en que el caballero arremetía contra su barriga. El arquero se echó a un lado y descargó la maza de guerra sobre la cabeza revestida de acero. La pica resbaló por la parte sobresaliente de la visera, pero el otro extremo de la maza le acertó en pleno yelmo y abolló el metal. Hook había descargado toda su fuerza de arquero en aquel golpe y, tambaleándose, el coloso retrocedió: le salía sangre por la rejilla de la visera. Hook recordó todas las lecciones que había aprendido durante sus ejercicios prácticos con sir John, y se acercó como una exhalación al contrario, irrumpiendo en el campo de acción de la espada de forma que el otro no pudiera lanzarle una estocada y, utilizándolo a modo de bastón, descargó el hachón, tirando al hombre al suelo. Hook tampoco tenía sitio para manejar la maza, pero clavó con todas sus fuerzas el filo del hacha contra el brazo que sostenía la espada, se lo rompió y deslizó la punta de la espada entre la babera y la coraza del hombre tendido. El francés llevaba un verdugo, una capucha de cota de malla que protegía aquel resquicio, pero la punta del acero desgarró con facilidad los eslabones y se hundió en la garganta del caballero. Hook vio que unos cuantos hombres más se acercaban al lugar en que yacía el coloso, que encogido parecía tener un tamaño normal, y se retorcía en el suelo de la mina, mientras su sanqre corría por el suelo, tiñendo de oscuro el lecho de roca blanquinosa.
Los hombres que se abalanzaban por la galería peleaban entre sí. Hook sacó la hoja del cuerpo del coloso moribundo y, espada en mano, embistió contra un hombre que lucía una sobrevesta desconocida. La hoja rebotó en la armadura y sólo le desgarró el manto; oculto tras una visera que representaba la cabeza de un animal, el hombre se volvió para contemplar a su atacante y enarboló la espada, pero tropezó con una de las vigas que apuntalaban la mina, momento en que Hook arremetió con la maza, enganchándole un tobillo con la pica; dio un tirón y el francés perdió el equilibrio. Con una raja en la barriga y las tripas al aire, uno de los mineros galeses se acercó hasta Hook a trompicones. El arquero lo sostuvo como pudo, mientras, a través del desgarrón que le había hecho en la sobrevesta, insertaba la punta de la espada bajo la coraza del hombre que estaba en el suelo. Arremetió contra él y giró el largo espadón, tratando de llegar al estómago y al pecho del hombre con la hoja, pero algo se lo impedía. En ese instante, otros hombres a la desbandada le obligaron a retroceder. Eran los hombres de lord Slayton que, entremezclados con el enemigo, retrocedían ante el empuje de los franceses. Peleaban en la oscuridad, pisando a muertos y moribundos, resbalando en aquel muladar. Dos de los soldados acorralaron a Hook contra una de las paredes del túnel; utilizó de nuevo la maza como bastón, a dos manos, pero otra oleada de hombres se los llevó por delante. Eran los arqueros y los mineros que huían buscando el abrigo del testudo.
—¡Que no escapen! —se oyó la voz de sir Edward, desde las profundidades de la mina.
Los toneles. Viéndose libre de sus enemigos, Hook se dio media vuelta y echó a correr hacia la entrada de la mina. Llegó hasta la suave pendiente que llevaba a la superficie, pero alguien le puso la zancadilla y cayó de bruces contra las rocas. Se giró con rapidez y trató de ponerse en pie, pero alguien más le dio una patada en el vientre. Hook se volvió de nuevo y vio a Tom y Robert Perrill, de pie, a su lado.
—Rápido —le gritó Tom Perrill a su hermano.
Robert alzó la espada con la punta hacia abajo, buscando la garganta del arquero.
—Tu mujer será mía —dijo Tom Perrill aunque, aparte de los gritos y alaridos procedentes del túnel, poco podía oír Hook. Otras voces llegaban desde el testudo, donde los atacantes mantenían una encarnizada lucha con los sorprendidos defensores. Robert Perrill hundió la espada, pero Hook se abalanzó sobre los pies de sus adversarios y cargó contra Robert Perrill, lanzándolo a la pared más alejada. Aún tenía la maza en las manos cuando se puso en pie y se encaró con Thomas Perrill, que echó a correr.
—¡Cobarde! —gritó Hook, y miró a Robert que, en el suelo, tiraba mandobles sin ton ni son, y gritaba, gritaba sin parar; de repente, el arquero entendió la razón de tales voces: la tierra se estremecía; cuando otro grito, tan afilado como una navaja, resonó en sus oídos.
—¡Al suelo! —dijo san Crispiniano.
La tierra tembló y el sutil grito quedó engullido en un trueno, que no procedía del cielo sino de la propia tierra. Hook hizo lo que le había ordenado el santo, se tumbó junto a Robert Perrill y el techo de la mina no tardó en desplomarse.
Parecía que aquello no iba a acabar nunca. Las vigas crujían, el ruido era un bramido que retumbaba por todas partes, no paraba de caer tierra.
Hook cerró los ojos. El sutil grito había retornado, pero sólo dentro de su cabeza. Era el miedo, su propio grito ante el terror de la muerte. Tragó polvo. Sabía que, al final de los tiempos, los muertos se levantarían de la tierra donde yacieran, saldrían de sus tumbas y la tierra se abriría para que huesos y carne volvieran a su ser; que mirarían atónitos hacia el este, contemplando la resplandeciente ciudad santa de Jerusalén, porque, por oriente, el cielo brillaría más que el sol, y que un sobrecogedor pavor se adueñaría de los recién resucitados, en pie y todavía envueltos en sus sudarios. Y habría llanto y crujir de dientes; un gentío atemorizado ante el súbito resplandor de aquella nueva luz; todos los curas de las parroquias, enterrados de cara al oeste, se alzarían de sus tumbas y mirarían de frente a sus horrorizados feligreses, dirigiéndoles palabras de consuelo. Por alguna razón, mientras la tierra le caía encima, levantando su propio túmulo, Hook pensó en sir Martin y se preguntó si sería aquel retorcido, amargado y alargado rostro lo primero que vería al final de los tiempos, cuando en los cielos sólo se escuchase el resonar de las trompetas y Dios se presentase en toda su gloria para llevarse a los suyos.
Una de las vigas se vino abajo con estrépito, cayó más tierra. Hook seguía engurruñado; todo retumbaba a su alrededor y el grito que oía en su cabeza se extinguió en un sollozo.
Luego, se hizo el silencio.
Un silencio total, repentino y lóbrego.
Hook respiró.
—¡Dios mío! —gimió Robert Perrill.
Hook notaba que algo le oprimía en la espalda: era pesado y parecía inamovible, pero sin que llegase a clavársele. La oscuridad era absoluta.
—¡Ten piedad, Dios mío! —dijo Perrill.
La tierra se estremeció de nuevo; se oyó el sonido apagado de una detonación. Una bombarda, pensó Hook. Aunque muy lejanas, también escuchaba voces. Tenía la boca llena de arenisca, y escupió.
Aún sujetaba la maza con la mano derecha, pero no podía moverla: el arma se había quedado atorada. La soltó y, dándose cuenta de lo angosto y reducido que era el espacio en que se encontraba, trató de hacerse una idea de lo que había a su alrededor. A tientas, tocó la cabeza de Perrill.
—Ayúdame —le dijo el otro.
Hook calló la boca.
Trató de imaginar lo que había a sus espaldas y reparó en que una de las vigas del techo sólo estaba medio caída, dejando libre el estrecho espacio donde, aovillado, aún podía respirar. La madera estaba combada: lo que le presionaba el espinazo era un trozo de duro roble.
—¿Qué hacer? —se preguntó, en voz alta.
—No estás lejos de la superficie —le advirtió san Crispiniano.
—Tienes que ayudarme —dijo Perrill.
«Si hago un solo movimiento, de aquí no salgo con vida», pensó Hook.
—¡Nick, ayúdame, te lo ruego! —insistía Perrill.
—Empuja hacia arriba —dijo san Crispiniano.
—Échale valor —dijo san Crispín, en su tono habitual, más áspero.
—¡Por el amor de Dios, ayúdame! —gemía Perrill.
—¡Échate a la derecha —le aconsejó san Crispiniano—, y no tengas miedo!
Así lo hizo Hook, despacio, y cayó más tierra.
—Ahora trata de salir de ahí —siguió san Crispiniano—, como si fueras un topo.
—Pero a los topos se los mata —dijo Hook, tratando de explicarle cómo los atrapaban, cegando las toperas y obligando a salir a los espantados animales; el santo hizo oídos sordos.
—No vas a morir —insistió, impacientado—; no, si cavas.
Hook se puso boca arriba y empujó con las dos manos: la boca se le llenó de tierra, quiso gritar, pero no pudo; estiró las piernas con todas sus fuerzas, y le cayó más tierra encima. Ya estaba convencido de que ése sería su final cuando, de repente, de forma inesperada, notó que respiraba aire puro. La capa de lo que se había imaginado que iba a ser su tumba era muy superficial, poco más que una mortaja de tierra removida; cuando quiso darse cuenta, tenía medio cuerpo fuera al aire libre y, no sin asombro, comprobó que aún no se había hecho de noche del todo. Parecía que estaba lloviendo, pero el cielo estaba despejado, hasta que reparó en que eran las saetas que los franceses disparaban desde la barbacana y desde la muralla a medias derruida. No apuntaban a donde él estaba, sino a los hombres que acechaban desde las zanjas de las líneas inglesas y a los bordes del testudo.
Hook estaba cubierto de tierra hasta la cintura. Rebuscó por debajo de su pierna derecha y asió el jubón de cuero de Robert Perrill. Dio un tirón; la tierra estaba lo bastante suelta como para permitirle sacar al asfixiado arquero a la última luz del día. Una saeta se clavó en el suelo a escasa distancia de Hook, que procedió con cautela.
Se encontraba en medio de lo que parecía una tosca zanja, cuyas paredes le protegían en cierto modo de los dardos franceses. Los defensores de la ciudad gritaban de júbilo. Habían visto cómo se venía abajo la mina y seguido los esfuerzos de los ingleses por rescatar a los supervivientes de la catástrofe, mientras oscurecían el cielo crepuscular con sus saetas, obligando a retroceder a quienes se disponían a prestar ayuda.
—¡Dios mío! —suspiró Robert Perrill.
—Estás vivo —dijo Hook.
—¿Eres tú, Nick?
—Tenemos que esperar —repuso Hook.
Robert Perrill se atragantó y escupió tierra.
—¿Esperar, dices?
—No podemos movernos de aquí hasta que se haga de noche —le explicó Hook—. Nos están disparando.
—¿Y mi hermano?
—Salió a todo correr —le aclaró Hook, pensando en qué habría sido de sir Edward. ¿Se habría hundido también el fondo de la mina? ¿Habrían liquidado los franceses a todos los que estaban en el interior de la galería? Habían excavado su propia mina sobre la obra de los ingleses, y habían irrumpido en el túnel desde el lecho. Hook se imaginaba el inesperado enfrentamiento, la muerte en la oscuridad y la tristeza de morir en una losa ya abierta—. Tú te disponías a matarme —le dijo a Robert Perrill.
Perrill calló la boca. Aunque medio tumbado en el suelo de la zanja, aún tenía las piernas enterradas. Había perdido la espada.
—Ibas a matarme —repitió Hook.
—Yo, no; mi hermano.
—Pero tú enarbolabas la espada —dijo Hook.
—Te pido disculpas, Nick —dijo Perrill, quitándose la porquería que tenía en la cara.
Hook soltó un bufido, pero no dijo nada.
—Sir Martin dijo que nos recompensaría —confesó el otro.
—¿Tu padre? —se mofó Hook.
Perrill dudó un instante y acabó por admitir:
—Sí.
—¿Por qué me odia?
—Porque tu madre le rechazó —dijo Perrill.
—Y entonces se tiró a tu madre —dijo Hook, riéndose de mala gana.
—Le dijo que iría al cielo —le confesó Perrill—, que cualquier mujer que lo hiciera con un cura iría al cielo. Eso fue lo que le dijo.
—Está loco; es un lunático, un demente —comentó Hook, con desdén.
Sin hacer caso del comentario, Perrill continuó:
—Le dio dinero, y aún lo sigue haciendo; también a nosotros nos prometió que nos daría algo a cambio.
—¿Por matarme? —le preguntó Hook, aunque los franceses parecían poner todo de su parte para librar a sir Martin de tal engorro. Se oía el silbido de las ballestas, que les llovían por todos lados; una detrás de otra, algunas caían en la tosca zanja que se había formado tras el hundimiento de la mina.
—Desea poseer a tu mujer —dijo Robert Perrill.
—¿Cuánto iba a pagaros?
—Un marco a cada uno —contestó Perrill, deseoso de quedar bien con Hook.
Un marco: es decir, ciento sesenta peniques, o trescientos veinte, si hubiese pensado en pagar a los dos hermanos. Su propia vida y los padecimientos de Melisenda valían tanto como la soldada de cincuenta y tres días de un arquero.
—O sea, ¿que tenéis que matarme a mí y raptar a mi mujer? —le preguntó Hook.
—Eso pretende.
—¡Es un loco y maldito hijo de puta! —espetó Hook.
—Puede mostrarse generoso también —aseguró Perrill, poniéndose melodramático—. ¿Te acuerdas de la hija de John Luttock?
—Por supuesto que me acuerdo de ella.
—La poseyó; pero, al final, acabó pagando a John: le entregó la dote de su hija.
—¿Ciento sesenta peniques por violarla?
—¡No! —exclamó Perrill, aturdido ante semejante pregunta—. Creo que fueron dos libras; más quizá. John estaba encantado.
Oscurecía deprisa. A la espera de que la contramina interceptase el túnel de los ingleses, los franceses se habían reservado la artillería y, en aquellos momentos, no dejaban de disparar desde las murallas de Harfleur. Como una nube cargada de tormenta, el humo lo envolvía todo, ensombreciendo aún más el ya oscuro cielo, mientras los bolaños rebotaban y caían a ambos lados del resistente testudo.
—¡Robert! —gritó alguien desde la defensa.
—¡Es Tom! —dijo Robert Perrill, tras reconocer la voz de su hermano. Tomó aire para llamarlo, pero Hook le tapó la boca con la mano.
—¡Calladito! —le advirtió Hook. Una saeta cayó en la zanja, estrellándose contra la cota de malla de Hook. Había perdido fuerza y rebotó; otra, sin embargo, arrancó chispas de un trozo de piedra que había cerca—. ¿Se puede saber qué te pasa? —le preguntó, quitándole la mano de la boca.
—¿A qué te refieres?
—Te salvo la vida, y tú vas y tratas de matarme de nuevo.
—¡No! —gritó Perrill—. Ayúdame a salir de aquí, Nick. ¡No puedo moverme!
—¿Se puede saber qué te pasa? —repitió Hook, mientras las saetas se estrellaban contra el testudo, tan de seguido que parecía que estuviera cayendo una granizada.
—No pensaba en matarte —dijo Perrill.
—¿Qué debo hacer? —preguntó Hook.
—Sacarme de aquí, Nick; te lo ruego —respondió Perrill.
—No hablaba contigo. ¿Qué debo hacer?
—¿Qué te parece? —repuso con voz burlona san Crispín, el más desabrido de los santos hermanos.
—Sería un asesinato —reflexionó Hook.
—¡Que ni se me había pasado por la cabeza lo de matarte! —insistía Perrill.
—¿Acaso piensas que salvamos a la chica del fuego para que la violasen? —inquirió san Crispiniano.
—¡Por favor, sácame de este estercolero! —gritaba Perrill.
En vez de eso, Hook rebuscó hasta dar con una de las ballestas perdidas, tan larga como su antebrazo, de dos pulgares de grosor, que todavía conservaba las rígidas tiras de cuero en la parte posterior. Aunque herrumbrosa, la punta aún tenía buen filo.
No le costó nada acabar con Perrill. Le propinó un fuerte golpe en la cabeza y, mientras el arquero trataba de adivinar qué le había pasado, le clavó la ballesta en un ojo. Fue cosa de coser y cantar: se la clavó en la cuenca del ojo, y apretó el grueso astil hasta atravesarle el cerebro, de lo que se percató cuando notó que la punta oxidada de la saeta rascaba la nuca de Perrill. El arquero se retorció y se agitó, se ahogó y se estremeció, pero murió de forma bastante rápida.
—¡Robert! —gritó Tom Perrill de nuevo, al abrigo del testudo.
Otra saeta fue a estrellarse contra la bocana de piedra de una chimenea que aún quedaba en pie entre los restos chamuscados de una casa quemada. En la creciente oscuridad, la ballesta dio vueltas y más vueltas por encima de la zanja inglesa y fue a caer lejos de allí. Hook se limpió la mano derecha, que aún llevaba vendada, con la camisola de Robert Perrill, quitándose los restos que le habían saltado del ojo del hombre que había matado y, no sin esfuerzo, se levantó del suelo. Ya era casi de noche, y el humo de la artillería velaba la poca luz que quedaba. Pasó por encima de Perrill y dirigió sus titubeantes pasos hacia el testudo; poco a poco, notó que las piernas le respondían. No dejaban de caer saetas a su paso pero, guiado por un instinto animal, Hook llegó al testudo sano y salvo. Caminó lo más pegado que pudo al borde de la defensa, hasta que se dejó caer en su seguro regazo. Unos hombres se le quedaron mirando, mientras unos faroles le daban de lleno en la cara cubierta de porquería.
—¿Cuántos más han sobrevivido? —le preguntó un jinete.
—No sé —dijo Hook.
—Dejadme paso —un cura le llevó una jarra y Hook bebió. No se había dado cuenta de la sed que tenía hasta que hubo probado la cerveza.
—¿Y mi hermano? —Thomas Perrill estaba entre los hombres que no apartaban los ojos de Hook.
—Una saeta acabó con su vida —dijo Hook sin pesar, sin apartar los ojos del rostro alargado de Perrill—. Le acertó en pleno ojo —añadió, con ferocidad; Perrill se le quedó mirando pero, en ese instante, sir John Cornewaille se abría paso entre la pequeña multitud congregada bajo el testudo.
—¡Pero si es Hook!
—Aquí me tenéis, vivito y coleando, sir John.
—Cualquiera lo diría. Anda, ven conmigo —dijo sir John, tomando a Hook por el brazo y llevándoselo al campamento—. ¿Qué ha pasado?
—Nos cayeron encima —le explicó Hook—. Estaba a punto de salir de la mina, cuando el techo se desplomó.
—¿Y se te vino encima?
—Así es, sir John.
—Eso es que alguien te quiere mucho, Hook.
—Sí, san Crispiniano —repuso el arquero; pero, entonces, al resplandor de la fogata, vio a Melisenda y corrió a estrecharla entre sus brazos.
Por la noche, tendido en la oscuridad, tuvo pesadillas.
Las bajas entre los hombres de sir John comenzaron a la mañana siguiente: un caballero y dos arqueros, los tres afectados de aquel mal que convertía las tripas en albañales de aguas fecales. También murió Alice Godewyne; no menos de doce caballeros desmontados y un número similar de arqueros estaban aquejados de lo mismo. Una epidemia que diezmaba las tropas, mientras un intenso olor a mierda se cernía sobre el campamento. Noche tras noche, los franceses levantaban más los muros defensivos y, al amanecer, los soldados ingleses se las veían y deseaban para llegar a las zanjas y a las fosas de las piezas de artillería, donde vomitaban y vaciaban los intestinos.
El padre Christopher también cayó enfermo. Melisenda se lo encontró en su tienda, con la cara pálida, revolcándose en su propia mierda, incapaz de dar un solo paso.
—Comí unas nueces —le dijo.
—¿Nueces?
—Les noix —le aclaró, con una voz que más parecía un gemido carente de resuello—. No lo sabía.
—¿Qué no sabía?
—Los médicos me han dicho que no debemos comer nueces ni verdura, no cuando nos ronda este mal, y yo comí nueces.
Melisenda le aseó.
—Haces que me sienta peor de lo que estoy —se lamentó, pero se encontraba demasiado débil para evitar que lo limpiase.
Le cubrió con una manta, que el cura arrojaba al suelo cuando el calor del día se hacía insoportable. Gran parte del terreno que se extendía alrededor de Harfleur seguía inundado, y el calor parecía rielar sobre el agua estancada viciando el aire con sus vapores. La artillería seguía atacando, pero con menor frecuencia: la peste también había hecho estragos entre los artilleros holandeses. Nadie estaba a salvo. Los hombres de la casa del rey enfermaban; fulminados caían también los grandes señores. Las negras alas de los ángeles de la muerte se cernían sobre el campamento de los ingleses.
Melisenda recogió unas moras y pidió un poco de cebada a los cocineros de sir John. Hirvió las moras y la cebada, dejó que se redujese el líquido de la cocción; lo endulzó con miel y puso una cucharada de aquel brebaje en la boca del padre Christopher.
—Me estoy muriendo —le dijo, en un susurro.
—Pues claro que no —repuso la joven, con entereza.
El propio médico del rey, maese Colnet, acudió a la tienda del padre Christopher. Era un hombre joven, de gesto grave, tez pálida y nariz pequeña, que olió a fondo las heces del cura. Nada dijo de la conclusión a que había llegado tras el olfateo y, sin pensárselo dos veces, le abrió una de las venas del brazo y lo sangró generosamente.
—Las pócimas de esta muchacha no le harán daño —le comentó.
—Que Dios la bendiga —repuso el padre Christopher, exhausto.
—El rey le ha enviado vino —dijo maese Colnet.
—Transmítale mis más rendidas gracias a su majestad.
—Es un vino excelente —añadió Colnet, practicándole con pericia un torniquete en el brazo—, aunque de poco le valió al obispo.
—¿Ha muerto Bangor?
—No, Bangor, no. Norwich. Falleció ayer.
—¡Dios mío! —acertó a decir el padre Christopher.
—También a él lo sangré —añadió maese Colnet—, y pensé que seguiría con vida, pero Dios había decidido otra cosa. Mañana, me pasaré de nuevo.
Descuartizaron el cadáver del obispo de Norwich y lo pusieron a hervir en una gigantesca marmita para separar la carne de los huesos. Arrojaron las repugnantes sobras de la cocción, envolvieron los huesos en fino lino, los metieron en un ataúd que clavetearon y llevaron hasta la costa para que los restos del obispo fuesen devueltos a su patria y enterrados en la diócesis que tanto empeño había puesto en no pisar en vida. Arrojaban la mayoría de los cadáveres en fosas que excavaban donde encontraban un trozo de tierra firme, con tal de que fuese lo bastante alto para que las aguas no inundasen la tumba. Pero cuando murieron muchos más hombres, dejaron de abrir fosas y arrojaban los cadáveres en caletas poco profundas, dejándolos a merced de la marea donde, de cara a la eternidad, pasaban a ser pasto de los perros asilvestrados y las gaviotas. El hedor de los muertos, la peste de la mierda y el humo de los rescoldos de las fogatas se habían adueñado del campamento.
Dos mañanas después de que Hook hubiera salido con bien de la mina que se había venido abajo, escucharon numerosos disparos desde las murallas de Harfleur. La guarnición había puesto a punto todas las piezas de artillería y las dispararon todas a la vez y, una vez más, el humo cubrió la maltratada ciudad. Desde las murallas, los defensores lanzaban gritos de alegría, mientras se mofaban y agitaban banderas.
—Ha llegado un barco —le aclaró sir John.
—¿Cómo que un barco? —preguntó Hook.
—¡Por todos los santos, de sobra sabes lo que es un barco!
—Pero, ¿cómo es posible?
—¡Porque nuestras tripulaciones estaban durmiendo, por eso! Y ahora esos cabrones tienen comida. ¡Malditos hijos de puta!
Todo llevaba a pensar que Dios había cambiado de bando. Aun destrozadas y agujereadas como estaban, los defensores reforzaban y reconstruían las murallas de Harfleur. Nuevos muros se levantaban a espaldas de las defensas en ruinas y, por las noches, la guarnición ahondaba el foso defensivo y colocaba nuevos obstáculos en las brechas abiertas. No disminuía tampoco el número de saetas que los sitiados lanzaban contra el invasor, prueba evidente de que la ciudad estaba bien abastecida, o de que la embarcación que había sorteado el bloqueo por mar les había llevado nuevas municiones. En cambio, la enfermedad hacía estragos entre los ingleses. Sir John se dejó caer por la tienda del padre Christopher y le observó con atención.
—¿Cómo está? —le preguntó a Melisenda.
La muchacha se limitó a encogerse de hombros. En opinión de Hook, el cura estaba en las últimas, porque siempre estaba tumbado boca arriba, con la boca entreabierta y mostraba un desvaído color grisáceo.
—¿Respira? —preguntó sir John.
Melisenda dijo que sí con la cabeza.
—Que Dios nos ayude —suspiró el caballero, en el momento de abandonar la tienda—. Que Dios se apiade de nosotros —insistió, mirando a la ciudad.
Dos semanas hacía ya que tenía que haber caído, pero allí seguía, en pie y desafiante: las ruinas de lo que habían sido sus torreones y murallas ahora defendían las barricadas que habían levantado detrás.
Pero no todas las noticias eran malas. Sir Edward Derwent y Dafydd ap Traharn estaban presos en la ciudad. Tras otro vano intento de instar la rendición de la guarnición, los emisarios refirieron que, al verse atrapados en lo más profundo de la mina, los dos se habían entregado. Aunque habían desechado el túnel que se había venido abajo, al este de Harfleur, donde el asedio estaba en manos del hermano del rey, seguían excavando otras galerías que llegasen a los pies de las murallas.
Pero la mejor noticia de todas era que los franceses no hacían nada por acudir en ayuda de la ciudad. Las partidas de ingleses que se internaban en los campos para hacer acopio de grano no habían observado el menor indicio de que el ejército enemigo se aprestase a atacar a las tropas inglesas, diezmadas por la peste. Era como si hubieran abandonado Harfleur a su suerte, aunque todo parecía indicar que los sitiadores sucumbirían antes.
—Tanto dinero y tanto esfuerzo —bramaba sir John, malhumorado— para recorrer unos pocos kilómetros y acabar convertidos en amos y señores de tumbas y pozos negros.
—¿Por qué no lo dejamos y nos volvemos? —preguntó Hook.
—¡No digas disparates! —se revolvió sir John—. ¡Mañana mismo podría caer la plaza! Toda la Cristiandad está pendiente de nosotros. Si abandonamos el asedio, pensarán que no valemos para nada. Por otro lado, aunque nos adentremos en Francia, no hay perspectivas claras de que vayamos a vérnoslas con los franceses. Han aprendido a tener miedo a los ejércitos ingleses, y saben que la mejor forma de que les dejemos tranquilos consiste en encerrarse en sus fortalezas. O sea que levantaríamos el asedio, y vuelta a lo mismo en otro lugar. No, hay que tomar esa jodida ciudad.
—En ese caso, ¿por qué no atacamos de una vez? —insistió Hook.
—Porque sufriríamos demasiadas bajas —le explicó el caballero—. Párate a pensarlo, Hook: proyectiles de ballestas, trabucos y bombardas cayendo sobre nosotros mientras avanzamos, diezmándonos mientras cegamos el foso; dejaríamos atrás las ruinas de la barbacana, y nos encontraríamos con un nuevo foso, una nueva muralla y más ballestas, bombardas y catapultas. No podemos arrastrar a un centenar de hombres a la muerte y cargar con otros cuatrocientos mutilados. Hemos venido hasta aquí para conquistar Francia, no para morir en este apestoso agujero de mierda —dio una patada en el suelo, y se quedó mirando al mar, donde seis barcos ingleses permanecían fondeados en la bocana del puerto—. Si yo estuviera al frente de la guarnición de Harfleur —añadió, con tristeza—, tendría muy claro lo que habría que hacer.
—¿Qué haríais?
—Atacar —contestó sir John—, darnos un puntapié ahora que estamos medio lisiados. Hablamos de caballería, Hook, y nos atenemos a sus principios. ¡Somos tan corteses a la hora de pelear! ¿Y sabes cómo se ganan las batallas?
—Peleando sucio, sir John.
—Luchando de forma indecente, como demonios, Hook, que de eso saben mucho, y que las virtudes de la caballería se vayan al infierno. Sabe lo que se hace.
—¿Quién, el diablo?
Sir John negó con la cabeza.
—No, Raoul de Gaucourt, el comandante de la guarnición —dijo el gentilhombre, haciendo un gesto en dirección a Harfleur—. Es un caballero, Hook, pero también un guerrero, y sabe lo que se hace. Y si yo fuera Raoul de Gaucourt, acabaría con toda esta mierda ahora mismo.
Y eso fue lo que hizo Raoul de Gaucourt al día siguiente.