Capítulo 8

—No encontrarás aquí la muerte —le musitó san Crispiniano, aunque Hook movido por el miedo, o los nervios, no dejaba de lanzar gritos de guerra y sólo a duras penas podía escuchar la voz del santo.

Hook y sir John llegaron a lo alto de la fortificación, donde aún quedaban restos del matacán. La artillería inglesa había abierto numerosas brechas en el lienzo frontal de la barbacana por las que se habían desparramado la tierra y los cascotes que la rellenaban, de forma que lo que, en su día, había sido el coronamiento era poco más que un desigual montón de terrones. Mucho menos dañada, la muralla de la parte trasera, la que miraba a la puerta de Leure, impedía que los defensores de los muros de Harfleur se percatasen del estado en que se encontraba la destrozada y dañada cornisa, que ya no era sino un traicionero revoltijo de tierra, piedras y maderos ardiendo, atestado de ballesteros y soldados. Hook y sir John aparecieron por el extremo izquierdo y, como un ángel vengador, el gentilhombre se abalanzó sobre el enemigo.

Era muy rápido. De ahí el temor reverencial que, como contendiente, suscitaba en toda la Cristiandad: en el tiempo que un hombre tarda en propinar un golpe, sir John asestaba dos. Y Hook fue testigo de la proeza porque, una vez más, tuvo la sensación de que el tiempo transcurría con lentitud. Se encontraba a la derecha de sir John, cuando cayó en la cuenta de que san Crispiniano había roto su silencio, y se sintió más que aliviado al saber que el santo seguía siendo su protector. Hook arremetía con la maza de guerra; sir John descargaba certeras y feroces embestidas con su hacha de guerra de doble filo. De entrada, destrozó la rodillera de la armadura de un soldado; a continuación, con un rápido movimiento ascendente, destripó a un ballestero, y descargó un tercer hachazo sobre el soldado al que le había roto la rodilla. Otro de los soldados se volvió apuntando a sir John con la espada; Hook le estrelló el hachón contra un costado, perforándole la ensambladura del peto y lanzándolo contra los hombres que estaban a sus espaldas, y siguió descargando mazazos, obligando a retroceder al soldado hasta que chocó con sus compañeros, mientras sir John daba alaridos de auténtico placer. Aunque no era consciente de ello, Hook también gritaba, y echó mano de su increíble fortaleza como arquero para que el enemigo retrocediese, mientras sir John sacaba partido de aquel momento de confusión lanzando tajos, hiriendo, matando.

Hook trató de recuperar el hachón, pero la pica se había enredado en la armadura del hombre.

—¡Toma! —le dijo el caballero, tendiéndole el hacha a Hook.

Bastante más tarde, cuando la refriega ya había concluido, Hook no disimulaba su admiración ante la entereza de que daba muestras sir John en combate. Había visto a Hook en una situación difícil y, haciendo frente a sus propios atacantes, lo sacó del apuro: dejó el hacha en manos del arquero y, mientras éste la recogía, desenvainó la espada, su preferida, a la que había puesto el apelativo de Querida, de hoja mucho más pesada de lo normal, capaz de descerrajar las más contundentes embestidas contra una armadura. Con ella en la mano, mantuvo a raya a los enemigos, para que Hook se encargase de la carnicería. Descargó el primer hachazo sobre un yelmo y le desencajó la visera, que quedó colgando de lado.

—¡Acero de mala calidad! —le gritó sir John, moviendo la espada sin parar de un lado a otro y obligando a retroceder a los franceses; el siguiente hachazo lo asestó contra la pancera y, al instante, brotó un chorro de sangre—. ¡Mi estandarte! —vociferó el caballero—. ¡Que me traigan mi puñetero estandarte!

Con las piernas abiertas, Hook no dejaba de hostigar a aquellos hombres que sólo a duras penas se defendían. Se lo impedían los cadáveres que yacían por el suelo, y estaban acobardados ante la mortífera y feroz destreza de sir John. Un hombre de arrestos podría haber hecho frente al hacha de Hook y a la espada del noble; pero, en vez de eso, los soldados trataban de ponerse a salvo de los tajos, mientras los que estaban detrás les empujaban hacia delante.

¡Trois! —sir John llevaba la cuenta de los hombres que dejaba malheridos o mataba—. ¡Quatre! ¡Adelante, cabrones, estoy sediento de sangre!

Por su capacidad letal, el arma más peligrosa era el hacha que manejaba Hook: la hoja atravesaba las armaduras como si fueran de pergamino, penetrando en la carne como el cuchillo de un matarife. Hacha en mano, Hook no dejaba de hacer muecas. Sus adversarios pensaban que sonreía, y aquella sonrisa los dejaba más helados que el filo del arma. Entre tantos empujones, era imposible que los ballesteros de Harfleur apuntasen con tino: apostados como estaban en los baluartes de la puerta de Leure, la muralla posterior del fortín y la densa humareda que la envolvía les impedía ver lo que pasaba. Sir John soltaba alaridos; Hook emitía rugidos como un loco; las armas de los dos estaban cubiertas de sangre. El arquero no buscaba matar: sólo quería que sus adversarios retrocediesen y amontonar cuerpos en el suelo del coronamiento para levantar una barrera. Aun postrado, uno de los soldados heridos intentó un lance con la espada; Hook lo advirtió a tiempo, se echó a un lado y, con todas sus fuerzas, dejó caer el hacha sobre la visera del caído y escuchó el gorgoteo que producía la pesada hoja al traspasar la carne tras haber perforado el acero, retiró el hacha y abolló el peto de otro guerrero y, lanzando hachazos por delante, obligó a retroceder a un tercero.

—¡Mi estandarte! —vociferó otra vez sir John—. ¡Quiero que estos malnacidos sepan quién los está matando!

De repente, vieron al portaestandarte en la muralla posterior, seguido de más hombres que lucían la librea leonada de sir John.

—¡Acabad con esos hijos de puta! —les gritó el caballero.

Pero aquéllos a quienes se refería, ya habían soportado bastante: se escabullían a través de una brecha del lienzo posterior de la barbacana y bajaban por una escala que allí había, o se abalanzaban por un empinado montón de cascotes, antes de echar a correr, en medio de la humareda sobre la que ya lucía el sol naciente, hacia la puerta de la ciudad. Entre gritos, los ingleses liquidaban a los defensores que no habían tenido tiempo de llegar a la brecha. Uno de ellos enarboló el guantelete dando a entender que se rendía. Un arquero le propinó un golpe con un martillo de mango largo y otro le clavó la pica de la maza que blandía.

—¡Basta! ¡Alto! ¡Basta! —gritó una voz.

—¡Deteneos! ¡Deteneos, os digo! —ordenó sir John.

—¡Gracias a Dios! —exclamó el hombre que primero había gritado para que se pusiera fin a la carnicería; Hook advirtió que era el rey, quien, espada en mano, se arrodilló sobre los cascotes y se santiguó. De la sobrevesta del soberano, con los emblemas reales y la roja cruz de san Jorge, sólo quedaban jirones. Una saeta fue a clavarse en una de las vigas del muro que miraba a la ciudad, y el lienzo entero se estremeció—. ¡Apagad los incendios! —ordenó el rey, poniéndose en pie. Se quitó el yelmo y la caperuza de piel que le cubría la cabeza, dejando al aire pequeños, oscuros y sudorosos mechones de su espesa cabellera—. ¡Que alguien se compadezca de ese pobre hombre! —añadió, señalando al francés que había tratado de rendirse, y aún se retorcía, con la escarcela empapada en sangre y la pica de la maza todavía incrustada en su vientre. Uno de los soldados sacó un cuchillo, buscó el resquicio de la armadura que le permitía llegar a la garganta, le asestó una puñalada y le rebanó el gaznate. El hombre se agitó un instante, brotó más sangre por los orificios de la abollada visera, tuvo un postrer estremecimiento y ahí acabó todo—. ¡Demos gracias a Dios! —repitió el rey. De improviso, uno de los arqueros se puso de rodillas; Hook pensó que estaba rezando, pero no: estaba vomitando. Como mayales en una era, las saetas seguían estrellándose contra el muro posterior del fortín. En la cúspide de la barbacana ondeaba ya la bandera del rey: las saetas rasgaban y agujereaban el burdo tejido—. Sir John —dijo el monarca—, he de daros mi más rendidas gracias.

—¿Por qué habríais de hacerlo, majestad, por cumplir con mi deber? —respondió el noble, doblando una rodilla en tierra—. Además, conté con la ayuda de este hombre —añadió, señalando a Hook, que también hincó la rodilla; el rey lo miró, pero pareció no reconocerlo.

—Gracias a todos —añadió el rey, secamente, antes de apartarse del lugar—. ¡Enviad emisarios para exigir la rendición de la ciudad! —ordenó a uno de los de su séquito—. ¡Traed agua para sofocar los incendios!

Arrojaron agua a las llamas, pero el fuego había prendido en lo más profundo del armazón de madera que sostenía el fortín y no consiguieron apagar los rescoldos, que arrojaban vaharadas de humo sofocante. Los arqueros montaron guardia en las ruinas del coronamiento y hasta allí subieron el Mensajero, una de las bombardas más pequeñas; bastó un solo disparo para que los maderos de la puerta de Leure saltasen por los aires.

Se trataba de la misma puerta hasta la que, tras la caída del fortín, se habían llegado los emisarios para advertir que las tropas inglesas se disponían a echar abajo la puerta y los baluartes, que nada podía evitar la caída de Harfleur y que lo más sensato y honroso que podía hacer la guarnición de la ciudadela era rendirse y evitar una carnicería mayor. Si no se avenían, les insistieron, la ley de Dios estipulaba que todos los hombres, mujeres y niños de Harfleur caerían en manos de los ingleses, que podrían hacer con ellos lo que les viniese en gana.

—Pensad en vuestras preciosas hijas —les dijo uno de los emisarios a los jefes de la guarnición— y, por su bien, ¡rendíos!

Pero los sitiados no se rindieron; los ingleses excavaron nuevos fosos, más cerca de la ciudad, donde emplazaron la artillería, echaron abajo la ya destrozada puerta de Leure, demolieron los baluartes y arrasaron el arco de piedra que los unía. Con todo, los franceses no depusieron las armas.

Y con el primer viento fresco que anunciaba que el verano tocaba a su fin llegaron las lluvias.

Y la enfermedad no remitía: las tropas de Enrique morían sangrando, vomitando, yéndose por la pata abajo.

Y Harfleur seguía siendo un reducto francés.

Y vuelta a empezar. Planear otro ataque, en esta ocasión desde las ruinas de la puerta de Leure. Para asegurarse de que los sitiados no iban a concentrar todas sus tropas en el extremo suroccidental de las murallas, las huestes del duque de Clarence dirigieron sus ataques contra la puerta de Montvilliers, en la otra punta de la ciudadela.

—Esta vez —dijo sir John, muy convencido—, entraremos en la ciudad. ¡Esos cabrones no van a rendirse, así que ya sabéis lo que tenéis que hacer! Si os topáis con alguien que tenga polla, lo matáis; que ha echado tetas, la violáis. Todo lo que hay tras esos muros os pertenece, ¡hasta el último céntimo, toda la cerveza y todas las mujeres que encontréis a vuestro paso! ¡Todo para vosotros! ¡Así que a por ellos!

Simultanearon los dos ataques, cruzando el foso a medio rellenar, mientras del cielo llovían flechas y las trompetas sonaban desafiantes bajo el sol impasible. Así dio comienzo una nueva carnicería, a las órdenes de sir John Holland una vez más, lo que significaba que, en cabeza, marchaban las huestes de sir John Cornewaille, que no tardaron en apoderarse de las ruinas de la puerta de Leure. Una vez allí, hubieron de refrenar sus ímpetus.

En su día, la puerta se abría sobre una calleja estrecha que discurría entre altas casas. La guarnición de la ciudadela había derribado los edificios para disponer de un espacio más amplio a la hora de repeler cualquier ataque. Como protección ante la artillería inglesa tras la explanada, habían levantado una nueva barricada con piedras de la antigua muralla y restos de la puerta. Desde el coronamiento del fortín, el Mensajero había lanzado unos cuantos bolaños contra el nuevo parapeto pero, como sólo podía disparar tres veces al día, los sitiados tenían tiempo de recomponerlo entre proyectil y proyectil. La nueva defensa estaba hecha de piedras sillares, vigas de madera y banastos repletos de cascotes. Apostados tras el muro, en cuanto los soldados ingleses se dejaron ver más allá de la puerta de Leure, los ballesteros comenzaron a disparar.

Los arqueros contraatacaban, pero los franceses habían obrado con astucia. El parapeto recién levantado disponía de grietas y agujeros desde donde los ballesteros podían disparar, pero eran tan pequeños que la mayoría de las flechas enemigas no podían alcanzarles. Agazapado sobre los restos de la antigua puerta, Hook se paró a pensar en que por cada ballestero, tenía que haber tres o cuatro hombres cargando dardos de repuesto. Los más avezados ballesteros eran capaces de disparar dos veces por minuto como mucho, pero lo cierto era que, aparte de los objetos que les arrojaban desde las ventanas más altas de los edificios medio en ruinas que se alzaban tras el parapeto, de aquellos orificios no dejaban de salir saetas. «Así tenía que haberse defendido Soissons», pensó Hook.

—Habrá que traer una bombarda —rezongó sir John, desde otro lugar de la maltrecha muralla, pero ordenó otra carga contra la barricada, animando a los arqueros a que no reparasen en cuanto a flechas.

Así lo hicieron, aunque las ballestas seguían cayéndoles encima y, si bien no eran capaces de traspasar una armadura, chocaban con tanta fuerza que podían tirar a un hombre de espaldas. Cuando, por fin, algunos consiguieron llegar al parapeto y trataron de echar abajo los maderos y las piedras que lo sustentaban, desde arriba les lanzaron una marmita de aceite de pescado hirviendo. A trompicones emprendieron la retirada, entre los alaridos de los que habían salido escaldados; mientras, el propio sir John, con lamparones de aceite en la armadura, regresaba con ellos hacia la destrozada puerta, dando rienda suelta a una retahíla de inútiles imprecaciones. Detrás de aquel exiguo parapeto, tras el que se alzaba una trémula columna de humo, señal de que cualquier nuevo ataque sería repelido de igual manera, los franceses lanzaban gritos de satisfacción y se mofaban de ellos agitando banderas. Con ayuda de las catapultas, los ingleses no dejaban de lanzar pedruscos contra la nueva muralla, pero la mayoría de las piedras pasaban sobre ella para ir a estrellarse contra las casas en ruinas.

El sol volvió a brillar. Habían vuelto los últimos calores del verano. Embutidos en sus armaduras, sitiadores y sitiados estaban recocidos. Los pajes les llevaban agua y cerveza. Cuando tenían un rato de respiro, al abrigo de las ruinas de la puerta de Leure, los caballeros se quitaban el yelmo: tenían el pelo pegado y el sudor les corría por la cara. Los arqueros se quedaban en cuclillas sobre las piedras; de vez en cuando, si atisbaban a un adversario, disparaban una flecha o un dardo, pero siempre esperaban a que el enemigo se dejase ver.

—¡Cabrones! —increpaba sir John a los franceses.

Hook vio cómo dos de los sitiados se partían el espinazo para retirar un banasto cargado de tierra del nuevo parapeto. Se incorporó a medias y disparó una flecha, al tiempo que un grupo de arqueros hacía lo propio. Alcanzados por los proyectiles, los dos cayeron de espaldas arrastrando el capazo con ellos. Hook atisbo la roma ánima de una bombarda en un foso y se acurrucó tras las ruinas de la puerta en el momento en que se produjo el disparo. Rasgó el aire una especie de silbido, como un aullido, y saltaron lascas de piedra envueltas en humo; uno de los soldados emitió un grito prolongado que acabó por convertirse en gemido, mientras la humareda ensombrecía el espacio que se extendía a los pies de la barricada.

—¡Dios mío! —exclamó Will of the Dale.

—¿Estás herido, Will?

—Quia; aburrido de estar mano sobre mano.

Los franceses habían cargado la bombarda con un montón de piedras pequeñas, que habían zaherido a los sitiadores. De resultas, uno de los soldados había muerto: mostraba un minúsculo orificio en el morrión. Tambaleándose, un arquero retrocedía hacia el fortín, llevándose la mano a la cuenca vacía y ensangrentada de un ojo.

—Van a matarnos a todos —dijo Will.

—No —repuso Hook, con acritud, aunque no acabara de creerse lo que decía. Poco a poco, se fue aclarando la humareda, y Hook observó cómo el banasto cegaba de nuevo aquella suerte de tronera.

—¡Cabrones! —les increpó sir John, una vez más.

—¡No nos vamos a dar por vencidos! —gritaba el rey, que trataba de reunir a un grupo de caballeros para cargar contra la barricada: los caballeros transmitieron las órdenes regias a los hombres dispersos por los restos de lo que había sido muralla.

—¡Arqueros, a los flancos —gritó un hombre—, por los flancos!

Se escuchó el breve y preciso toque de una trompeta francesa: sólo tres notas, ascendentes y descendentes, una musiquilla que sonaba a rechifla.

—¡Liquidad a ese hijo de puta! —bramó sir John, pero aquel cabrón se encontraba bien a cubierto tras el parapeto.

—¡Adelante! —gritó el rey.

Hook tomó aire y se encaramó por el lado derecho. No llovieron las consabidas saetas. Pensó que la guarnición se mantenía a la espera, o que quizás anduviesen escasos de munición y la reservasen para repeler el siguiente asalto. Corrió a esconderse tras un jalón de la derruida muralla, en el preciso momento en que el trompeta francés se encaramaba a la barricada y se llevaba el instrumento a los labios. Lo mismo hizo Hook: tensó la cuerda hasta la oreja derecha y la soltó; vibrante, el cáñamo golpeó contra el brazalete que llevaba y la emplumadura de ganso guió la punta del dardo que le acertó en la garganta, le atravesó el gaznate y le salió por la nuca. El estruendoso trompeta soltó un grito espantoso, que cesó en el preciso instante en que caía de espaldas. Más flechas inglesas le pasaron aún por encima, mientras desaparecía tras el parapeto dejando un deslavado rastro de sangre. Aún resonaba el eco desmayado del toque de trompeta abortado.

—¡Así me gusta, arquero! —gritó sir John.

Hook se quedó donde estaba. Bajo aquel sol, inmenso horno en mitad de un cielo cuyas únicas nubes eran los jirones de humo que subían de la ciudad sitiada, el día se tornó cada vez más sofocante. Los franceses habían dejado de disparar, y Hook dedujo que, efectivamente, se reservaban los dardos que les quedaban para el ataque que, sin duda, habría de producirse. Los curas iban y venían entre las ruinas de la antigua muralla dando la absolución a los muertos y escuchando las confesiones de los heridos mientras, a espaldas del otrora lienzo, en la explanada que se abría entre la derribada puerta de Leure y los restos del fortín, los caballeros se agrupaban bajo los emblemas de sus respectivos señores. Aunque los sitiados bien podían ver la concentración de tropas, no menos de cuatrocientos hombres, no dispararon ni una sola ballesta.

Uno de los pajes de sir John, un chaval de diez u once años, de greñas rubias y ojos azules, acercó dos odres de agua a los arqueros.

—Andamos mal de flechas, muchacho —le dijo Hook.

—Ahora traigo más —respondió el chico.

—¿A qué estarán esperando los nuestros? —se preguntó Hook en voz alta, mientras se llevaba el odre a la boca. Una inquietante calma se había apoderado de los sitiadores, a pesar de que el rey había reunido a sus fuerzas de asalto y los arqueros seguían en sus puestos.

—Ha llegado un emisario —le aclaró el paje, inquieto. Era un chaval de alta cuna; había entrado a formar parte del séquito de sir John para que éste le iniciase en las artes de la guerra y, andando el tiempo, llegaría a ser un gran señor revestido de resplandeciente armadura que cabalgaría a lomos de un caballo embardado. En aquel momento, sin embargo, no era sino un muchacho con cara de susto que observaba los rostros sombríos de los arqueros que, algún día, estarían bajo sus órdenes.

—¿Un emisario?

—Del duque de Clarence —le explicó el paje, al tiempo que recogía el odre.

Acampadas al otro extremo de Harfleur, las tropas del duque también atacaban la ciudad, aunque ningún ruido les llegaba de los combates que se libraban por aquel lado.

—¿Qué ha dicho el emisario? —le preguntó Hook.

—Que el ataque fue un fracaso —dijo el chico.

—¡Qué desastre! —contestó Hook, torciendo el gesto. En ese momento, le dio por pensar que el rey aguardaba a que su hermano iniciase otro asalto, momento en el que las tropas inglesas llevarían a cabo un postrer esfuerzo simultáneo, por el este y el oeste, para ver de doblegar la altiva ciudad. De modo que Hook y sus arqueros se mantuvieron a la espera. Si el rey había transmitido nuevas órdenes a su hermano, éstas no le llegarían hasta dos horas más tarde, habida cuenta de que el emisario había de rodear la ciudad hasta el norte y cruzar en barca el río desbordado.

—¿Qué pasa ahora? —le preguntó Sclate, el campesino de pocas luces, pero dotado de la fuerza de un coloso.

—No lo sé —confesó Hook. Le escocían los ojos; el sudor le corría por la cara. En el aire flotaba un polvo que le secaba la garganta; tenía sed. Le cegaba la luz que se reflejaba en las piedras de la muralla derruida. Se sentía cansado. Descordó el arco para no tensar demasiado la madera.

—¿Vamos a atacar de nuevo? —insistió Sclate.

—Me imagino que sí, en cuanto el duque esté en condiciones de hacerlo desde el otro lado —repuso Hook—. Calculo que será cosa de un par de horas.

—Tiempo de sobra para que se recuperen —replicó el otro, con desánimo.

El tiempo corría a favor de los sitiados, que estarían esperando a las huestes que lucían la cruz roja de san Jorge con bombardas y ballestas, saetones y aceite hirviendo. A la espera de recibir la orden de entrar en combate, los caballeros se habían sentado por el suelo. En sus mástiles, nacidas pendían las banderolas; al acecho, a la espera, un extraño silencio se cernía sobre Harfleur.

—Cuando ataquemos —rompió sir John el silencio, dando grandes zancadas por delante de las posiciones que ocupaban los arqueros, sin preocuparse de si ofrecía un blanco perfecto al enemigo, aunque los ballesteros franceses, que debían de haber recibido orden de no derrochar proyectiles, ni se inmutaron—, cuando ataquemos —repitió—, ¡avanzad y no dejéis de lanzar flechas! ¡Siempre adelante! ¡Quiero ver arqueros a mi lado cuando salvemos la barricada, porque habrá que dar caza a esos cabrones en sus propias y malditas calles! ¡Os quiero ver a todos allí, haciendo una buena carnicería! ¡Ha llegado la hora de acabar con los enemigos de nuestro rey! ¡Que no quede ni uno con vida!

«Y una vez concluida la matanza, ¿cuántos ingleses quedarán para contarlo?», pensó Hook. El ejército que se había hecho a la mar en Southampton no era muy numeroso y calculó que, además, quedaría reducido a la mitad después del ataque. Había muchos hombres enfermos y estaban atorados en las ruinas de Harfleur, mientras los franceses se movilizaban para el combate. Corrían rumores de que los franceses disponían de un ejército considerable, hordas de hombres dispuestos a liquidar a los insolentes invasores ingleses, aunque Dios ya estaba ayudándoles con la peste.

—¡Acabemos con ellos de una vez! —refunfuñó Will of the Dale.

—O que se queden con su maldita ciudad, con ese montón de mierda —apuntó Tom Scarlet.

¿Y si el ataque no salía bien?, se preguntaba Hook. ¿Qué pasaría si Harfleur no caía en sus manos? En ese caso, los supervivientes del derrotado ejército de Enrique cruzarían el mar de vuelta a Inglaterra. Con lo bien que habían empezado la incursión, pletóricos, con los variopintos gallardetes ondeando al viento; ahora todo era sangre, excrementos y desánimo.

En la ciudad empezó a sonar otra trompeta que tocaba la misma y burlona musiquilla. Muy erguido ante sus arqueros, sir John se volvió para increpar a los sitiados.

—¡Quiero muerto a ese mamonazo, acabad con ese cabrón! ¡Lo quiero muerto! —gritó, mirando a la barricada para que los franceses lo oyesen con claridad.

De improviso, un hombre se encaramó a lo alto del parapeto. No era el trompeta, desde luego, que seguía tocando en alguna otra parte tras el parapeto. El hombre que había aparecido allí arriba no portaba armas; puesto en pie, agitó ambas manos para reclamar la atención de los ingleses.

Lo mismo hicieron los arqueros, echando mano de sus armas.

—¡No, no, no, no! —vociferó sir John—. ¡Bajad los arcos, bajad los arcos, deponedlos!

Se oyó una última nota de la trompeta, que resonó por el aire hasta que cesó por completo.

El hombre que estaba en lo alto de la barricada mantenía las manos vacías sobre la cabeza.

Milagrosa, sorprendente y asombrosamente, todo había concluido.

Los soldados de la guarnición no querían rendirse, pero los ciudadanos de Harfleur no podían más. Muertos de hambre, los ingleses habían derribado y quemado sus casas, el número de enfermos iba a más y, por si fuera poco, estaban convencidos de que la derrota era inevitable, seguros de que, en su sed de venganza, las tropas enemigas deshonrarían a sus hijas. El concejo insistió en la imperiosa necesidad de que la ciudad se rindiese y, sin el respaldo de los ciudadanos de Harfleur, que también lanzaban ballestas desde la barricada, sin la comida que preparaban las mujeres, la guarnición no tenía otra salida.

El señor de Gaucourt, al frente de las tropas, solicitó una tregua de tres días para enviar un emisario al rey de Francia y saber si acudiría o no un ejército que librase la ciudad de aquella situación. De no ser así, estaba decidido a rendirse, con la condición de que las tropas inglesas no saqueasen ni expoliasen la ciudad. Rodeado de curas y nobles caballeros, junto a las ruinas de la puerta de Leure, Enrique dio su aquiescencia a los señores principales que habían traspasado los muros la ciudad, y todos juraron solemnemente que respetarían los términos de la tregua. A continuación, y una vez que Enrique tomó algunos rehenes para estar seguro de que la guarnición mantendría la palabra dada, un emisario circunvaló la ciudad para poner al tanto a sus habitantes, testigos de la ceremonia, del acuerdo alcanzado.

—¡Nada habéis de temer! ¡El rey de Inglaterra no ha venido a acabar con vosotros! ¡Los ingleses somos buenos cristianos! ¡Podéis estar seguros de que aquí no pasará lo mismo que en Soissons! ¡Nada temáis!

En el perezoso cielo de aquel verano tardío se apelotonaba el humo que salía de la ciudad. Se hacía extraño no oír el estruendo de las bombardas ni el retroceso de los trabuquetes al lanzar sus pedruscos. La lucha había concluido, al menos por el momento; no así la muerte. Los ingleses seguían arrojando los cadáveres de los suyos a las marismas para alimento de las gaviotas; nada parecía frenar el mal que les había infectado.

Nada se supo tampoco de las fuerzas francesas que habrían de acudir en auxilio de la ciudad.

El ejército francés se concentraba hacia el este, pero el mensaje que recibieron los ciudadanos fue que no harían nada para aliviar la situación en que se encontraba Harfleur. El domingo siguiente, festividad de san Vicente, la ciudad se rindió.

Erigieron una tarima en la ladera que se alzaba a espaldas del campamento inglés y, bajo un dosel de tela dorada, colocaron un trono. Escoltados por la alta nobleza, ataviada con sus mejores galas, a ambos lados ondeaban los pabellones ingleses. Un hombre sostenía en alto el yelmo de gala del rey, rodeado de una corona de oro, mientras los arqueros formaban un largo pasillo que discurría entre las zanjas del asedio y los restos de aquella puerta que tantos envites había resistido. Tras los arqueros, el resto de las tropas de Enrique, que no querían perderse nada de aquel día histórico.

Sentado en el trono, el rey de Inglaterra, ataviado con una sencilla diadema de oro y luciendo una sobrevesta con los emblemas de la realeza francesa, guardaba silencio. Atento a todo, se limitaba a esperar: quizás estuviera rumiando ya el siguiente paso que habría de dar. Estaba en Normandía y había ganado aquella batalla, pero semejante empresa se había cobrado la mitad de sus efectivos.

Hook se encontraba en la puerta de Leure, a las órdenes de sir John, que estaba al frente de una tropa formada por diez jinetes y cuarenta arqueros. Lucía una resplandeciente armadura, a lomos de su enorme semental, Lucifer, embardado en una vistosa gualdrapa en la que destacaban las armas del noble, y el mismo león que, en madera pintada, adornaba con fiereza la cimera de su yelmo. Los caballeros también llevaban armadura; los arqueros, jubones de cuero y unas sucias calzas, aparte de unas sogas de esparto, similares a los ronzales que utilizan los ganaderos para llevar las reses al mercado.

—Tratadlos con cortesía —les advirtió sir John—. ¡Han combatido bien, y son hombres como nosotros!

—Y yo que pensaba que eran todos unos lameculos comemierda —comentó Will of the Dale en voz baja, aunque no lo suficiente.

Sir John obligó a Lucifer a volver grupas.

—¡Pues claro que lo son, pero han luchado como si fueran ingleses! ¡Tratadlos, pues, como tales!

Nada más concluir el gentilhombre, unos cuarenta hombres salieron por la brecha que habían abierto tras echar abajo una parte de la barricada. Se les había advertido que sólo descalzos y vestidos con camisolas y calzas podrían acercarse al rey de Inglaterra. Intranquilos y nerviosos, echaron a andar lenta y cautelosamente hacia los arqueros que se mantenían a la espera.

—¡Lazos! —ordenó sir John.

Hook y el resto de los arqueros hicieron unos nudos en las sogas. El noble hizo señas a un escudero, dejó las riendas en sus manos y descabalgó de su montura. Prodigó una caricia a Lucifer en el hocico, y echó a andar al encuentro con los franceses.

Sin dudarlo, se dirigió a un hombre de nariz ganchuda y negra barba recortada. Era tan pálido que Hook pensó que estaba enfermo, pero lo cierto es que hacía cuanto estaba en su mano para que los franceses abandonasen la ciudad manteniendo a duras penas su dignidad. El hombre barbado dio una voz a los suyos y, solo, salió al encuentro de sir John. Ambos se detuvieron aun paso de distancia; el inglés, con armadura, en toda su gloria y esplendor, con la vaina de la espada reluciente sobre el resplandeciente metal; el francés, en cambio, como un pordiosero, con las raídas ropas que el rey Enrique les había impuesto como condición para acceder a su presencia. Con la visera alzada, sir John le dijo algo al otro que Hook no llegó a escuchar; a continuación, los dos se fundieron en un abrazo.

Sir John pasó el brazo derecho por los hombros del francés y lo condujo a través de los arqueros.

—¡Ante vosotros tenéis al señor de Gaucourt —les anunció—, el hombre que, durante cinco semanas, ha estado al frente de nuestros adversarios y que con tanta bravura ha combatido! Se merece algo mejor, pero son órdenes del rey y a nosotros sólo nos queda acatarlas. ¡Hook, el lazo!

El arquero le tendió la soga. El francés le dirigió una mirada de agradecimiento, y Hook inclinó la cabeza en señal de respetuoso reconocimiento.

—Siento tener que hacerlo —dijo sir John, en francés.

—Así son las cosas —repuso Raoul de Gaucourt, con gallardía.

—¿De verdad lo creéis? —insistió el inglés.

—Hemos de sufrir esta humillación para que los franceses sepan el destino que les aguarda si se oponen a los designios de vuestro rey —replicó con sonrisa desmayada, mientras escrutaba con atención las tropas inglesas que aguardaban para contemplar el humillante trayecto que había de recorrer hasta el trono del rey—. Permitidme que os haga partícipe de mis dudas acerca de que vuestro rey tenga la oportunidad de sorprender de nuevo a los franceses —añadió—. ¿Consideráis esto como una victoria, sir John? —preguntó, señalando a las maltrechas murallas que con tanto valor había defendido; el inglés no respondió; se limitó a colocar el lazo sobre la cabeza de Gaucourt, pero el francés se lo arrebató de las manos—: Con vuestro permiso —le dijo, colocándose la soga alrededor del cuello.

Cuando los otros franceses fueron atados de la misma manera, sir John, satisfecho, se subió de nuevo a lomos de Lucifer. Hizo un gesto a Gaucourt, y comenzó a cabalgar por la senda custodiada por soldados ingleses.

Los franceses recorrieron el camino en silencio. Algunos de ellos, como los comerciantes, eran personas mayores; los otros, soldados en su mayoría, jóvenes y vigorosos. Entre los hombres que habían osado plantar cara al rey de Inglaterra había caballeros y burgueses, pero las sogas que llevaban al cuello proclamaban a los cuatro vientos que sus vidas estaban a merced de Enrique. Subieron por la ladera de la colina y se postraron ante el trono que se alzaba bajo el dorado dosel. El viento agitaba los estandartes de seda y llevaba el humo que aún se escapaba de la ciudad en ruinas. Expectantes, los nobles ingleses allí reunidos esperaban que el rey pronunciase la sentencia de muerte para aquellos hombres postrados de rodillas.

—Soy el legítimo rey de este territorio —afirmó Enrique—, y considero delito de traición la resistencia que nos habéis mostrado.

El rostro de Raoul de Gaucourt esbozó un leve gesto de contrariedad pero, pasando por alto la acusación de traición, enarboló un pesado manojo de llaves.

—Aquí tenéis las llaves de la ciudad, majestad. Vuestra es —dijo; el rey no las aceptó.

—Vuestra obstinación es prueba fehaciente de que habéis conculcado las leyes de Dios y de los hombres —continuó el rey, con severidad; los más viejos de entre los comerciantes temblaban de miedo; uno de ellos lloraba a lágrima viva—. Pero Dios es misericordioso —prosiguió Enrique, altanero, mientras tomaba las llaves—, y nosotros también lo seremos: vuestras vidas están a salvo.

Cuando el estandarte de san Jorge ondeó en lo alto de la ciudad, las tropas inglesas prorrumpieron en gritos de júbilo. Al día siguiente, Enrique de Inglaterra, descalzo, recorrió el trayecto hasta la iglesia de Saint-Martin para dar gracias a Dios por la victoria. Muchos de quienes fueron testigos de semejante gesto de humildad pensaron para sus adentros que tal triunfo no era sino una derrota enmascarada. Había perdido demasiado tiempo ante los muros de Harfleur, la enfermedad había diezmado sus tropas y la estación de guerrear tocaba a su fin.

Tras quemar el campamento que habían levantado, el ejército inglés cruzó el umbral de lo que quedaba de la puerta y, con catapultas y bombardas, se trasladó al interior de la ciudad. Los hombres de sir John encontraron acomodo en una hilera de casas, tabernas y almacenes que se alzaban junto al puerto amurallado. Hook se aposentó en la parte alta de una taberna, Le Paon (El Pavo Real).

Le paon es un ave, ¡con una cola así de grande! —le había explicado Melisenda, estirando los brazos.

—¡Ningún pájaro tiene una cola de ese tamaño! —replicó el muchacho.

Le paon, sí —insistió la joven.

—En ese caso, será un ave de por aquí, que no conocemos en Inglaterra —repuso Hook.

Harfleur era ya un enclave inglés. La cruz de san Jorge ondeaba sobre las ruinas de lo que otrora fuese la torre de Saint-Martin. Pero aún no habían concluido las fatigas de los habitantes de la ciudad, que por tantas penalidades habían pasado.

Los expulsaron de la ciudadela. El rey había decidido que, al igual que Calais, sus pobladores habían de ser ingleses. Los ciudadanos, unos dos mil, entre hombres, mujeres y niños, fueron, pues, desalojados de Harfleur para ceder su sitio a los ingleses. Llevaban a los enfermos en carretas; los demás iban a pie; para proteger a los desterrados de sus propios compatriotas que, de no ser así, los habrían expoliado y deshonrado, doscientos jinetes ingleses custodiaban el avance de la pesarosa columna por la orilla norte del Sena. Los soldados abrían la marcha; los arqueros cubrían los flancos.

Hook estaba entre ellos. Había recuperado su negro caballo castrado, Raker, tan nervioso que tenía que refrenarlo a cada instante. Llevaba una sobrevesta limpia, aunque la roja cruz de san Jorge, desgastada, parecía de color rosa. Bajo la capa, se cubría el cuerpo con una excelente cota de malla que había hurtado a un francés muerto y un verdugo que le había regalado sir John, coronado por una bacía que había encontrado junto a otro cadáver, un casco de ancho borde para desviar los tajos, al que Hook, como el resto de los arqueros, había recortado el lado derecho del reborde para tensar al máximo la cuerda del arco. Llevaba la espada a un costado; el arco enfundado sobre los hombros y la aljaba colgando del borrén de la silla de su montura. A su derecha, más allá de los deportados, rutilante y encrespado, el río se estrechaba; a su izquierda, el ganado inglés pastaba en los prados y, más allá, las suaves colinas arboladas aún conservaban el espléndido follaje del verano. Melisenda se había quedado en Harfleur, pero el padre Christopher había insistido en que quería acompañar a los desterrados. Cabalgaba a lomos del imponente semental de sir John, Lucifer. El noble quería que el animal corretease un rato y, encantado, el cura se había ofrecido para montarlo.

—No debería estar aquí, padre —dijo Hook.

—¡A ver si va a resultar que ahora también eres médico!

—Debería guardar reposo, padre.

—Ya tendré ocasión de descansar en el cielo hasta hartarme —repuso el padre Christopher, con desparpajo. Aunque pálido, había vuelto a comer. Llevaba puesta la sotana, vestimenta a la que recurría cada vez con más frecuencia tras su recuperación—. He aprendido algunas cosas durante el tiempo que he estado enfermo —añadió, con afectada gravedad.

—¡No me diga! ¡Cuénteme!

—Que en el cielo no habrá necesidad de cagar, Hook.

—Pero, ¿habrá mujeres, padre? —preguntó el joven, muerto de risa.

—En abundancia, joven Hook, aunque todas serán virtuosas.

—¿O sea, que todas las malas mujeres estarán en el antro del demonio?

—Es un inconveniente —contestó el padre Christopher, con una sonrisa—, pero seguro que a Dios ya se le habrá ocurrido algo.

Feliz de sentirse vivo y cabalgando junto a las tupidas zarzamoras, volvió a sonreír bajo aquel sol septembrino. Desde las colinas, les llegó el graznido estridente de una polla de agua. Nada más amanecer cuando, entre las protestas de los deportados, habían salido de Harfleur por el camino de Ruán, Hook había atisbado un majestuoso ciervo, ufano de lucir su nueva cornamenta, y se le antojó que era un buen presagio, pero el padre Christopher, tras observar las oscuras ramas de un olmo seco, hizo un vaticinio más lúgubre:

—Pronto se arrejuntan las golondrinas —dijo.

—Mal invierno nos espera —contestó Hook.

—El verano ya toca a su fin, muchacho, igual que nuestros anhelos. Nos iremos de aquí, como esos pájaros.

—¿De vuelta a Inglaterra?

—Sin haber conseguido nuestro propósito —comentó el cura, con tristeza—. El rey ha contraído deudas y no tiene modo de saldarlas. Claro que poco importaría, si regresase con una victoria en las manos.

—Pero ganamos, padre. Harfleur ha caído —insistió Hook.

—Soltamos una jauría de perros feroces para cazar una pobre liebre —respondió el cura, al tiempo que apuntaba al este con la cabeza—. Por aquel lado, sin embargo, están reuniendo unas traíllas más numerosas.

A mediodía, se toparon con una muestra palpable de lo que había dicho el cura. Los hombres que marchaban al frente de la columna de desterrados se vieron obligados a hacer un alto en unos prados que se extendían junto al río; no tardaron en unírseles quienes venían detrás. El motivo de tan repentina parada no era otro que la presencia de un grupo de jinetes franceses que bloqueaba el camino que llevaba hasta la puerta de una ciudad fortificada, cuyos pobladores contemplaban la escena desde las murallas. Portaban un solo estandarte, una enorme bandera blanca con un águila explayada pintada en rojo. Los franceses iban vestidos para el combate, con relucientes armaduras bajo sobrevestas de color vivo; pocos se habían calado el yelmo, y quienes lo habían hecho llevaban la visera levantada, indicio claro de que no buscaban pendencia. Hook calculó que serían unos cien y pensó que les habían salido al paso para hacerse cargo de los desterrados que, según los términos establecidos en la tregua, serían trasladados a Ruán en unas gabarras que permanecían amarradas en la orilla norte.

—¡Dios mío! —exclamó el padre Christopher, sin quitar los ojos del estandarte del águila, que subía y bajaba a merced del mismo viento que encrespaba el río—. ¡El mariscal! —añadió el cura, santiguándose.

—¿El mariscal?

—Jean de Maingre, señor de Boucicault y mariscal de Francia —el cura desgranó el nombre y los títulos ceremoniosamente; por cómo se expresaba, pocas dudas cabían sobre la admiración que sentía por el hombre que había elegido el águila explayada como divisa.

—Es la primera vez que oigo ese nombre, padre —contestó Hook, sin arredrarse.

—Aunque los duques de la corona son jóvenes y cuerdos, Francia está gobernada por un demente —le explicó el cura—. Pero nuestros enemigos tienen al mariscal de su parte, y el mariscal es un hombre que inspira temor.

Al frente del contingente inglés iba el hermano de armas de sir John Cornewaille, sir William Porter, quien, con la cabeza descubierta, se adelantó para presentar sus respetos al mariscal que, a su vez, espoleó su montura para acercarse a sir William. El francés, hombre de notable estatura y a lomos de un caballo de buena alzada, se inclinó hacia el inglés mientras duró el parlamento; desde lejos, a Hook le dio la impresión de que los dos reían. Aceptando la invitación de un cortés ademán que le dirigió sir William, el mariscal de Francia espoleó su corcel y se acercó a las tropas inglesas. Sin prestar atención a sus compatriotas civiles, a paso lento, observó con atención la columna de andrajosos jinetes y arqueros ingleses.

El mariscal llevaba la cabeza descubierta. Sus cabellos castaños y oscuros, muy cortos y agrisados en las sienes, componían un rostro de tal fiereza que Hook se sintió desconcertado: una cara angulosa, de duro perfil, estragada y destrozada, testigo tanto de la vida como de las batallas que, invicto, había librado. Un rostro duro, masculino, la faz de un guerrero, de ojos oscuros y penetrantes que indagaban en hombres y monturas tratando de descubrir el estado real en que se encontraban. Al ver al padre Christopher, su boca sellada hasta entonces con gesto duro, esbozó una sonrisa, en la que Hook captó un gesto capaz de arrastrar a muchos hombres a la lealtad hasta la victoria.

—¡Un cura a lomos de un caballo de guerra! —comentó, divertido, el mariscal—. ¡Nosotros sólo dejamos que monten yeguas de matarife, no caballos de batalla!

—Tenemos tantos, señor —respondió el padre Christopher—, que podemos permitirnos el lujo de que hasta los religiosos los monten.

—Magnífico caballo —dijo, dirigiendo una mirada de entendido a Lucifer—. ¿De quién es?

—De sir John Cornewaille —repuso el cura.

—¡Vaya! —el mariscal parecía encantado—. ¡Transmítale mis mejores saludos al bueno de sir John! Dígale que estoy encantado de que se haya decidido a darse una vuelta por Francia, y que confío en que se llevará a Inglaterra un recuerdo imborrable de su estancia en este país. Cosa que no tardará en hacer, por otra parte —añadió el mariscal, dedicando una ancha sonrisa al padre Christopher; luego, se quedó mirando a Hook con renovado interés, observando con atención la vestimenta y las armas del arquero, antes de tenderle una mano envuelta en un guantelete—: ¿Me haría el honor de cederme su arco un momento?

Aunque Hook le había entendido, no respondió porque no estaba seguro de qué había de hacer. Con todo, el padre Christopher le tradujo la petición del mariscal.

—Déjale el arco, Hook, pero antes encuérdalo —le aconsejó el cura.

Hook desenfundó el largo armatoste, clavó en el suelo un extremo con el estribo izquierdo y pasó el lazo por el nudo superior de la madera. Sintió la tensión que el cáñamo ejercía sobre la albura curvada: en ocasiones, tenía la sensación de que la madera cobraba vida en el momento que encordaba el arco, como si la vibración le avisase de que ya estaba dispuesto. El mariscal seguía con la mano tendida; Hook le acercó el arma.

—¡Un arco imponente! —dijo Boucicault, en perfecto inglés.

—Uno de los mayores que he visto —corroboró el padre Christopher—; quien lo maneja es un arquero de fortaleza inigualable.

Unos pasos más atrás, un grupo de jinetes franceses había seguido al mariscal durante su recorrido, observando cómo recogía el arco con la mano izquierda y trataba de tensarlo con la derecha. Sorprendido por el esfuerzo que tuvo que hacer, alzó las cejas y dirigió a Hook una mirada de admiración. Como si no las tuviese todas consigo, volvió a contemplar el arco, lo alzó como si hubiera una flecha imaginaria en la cuerda, tomó aire y la soltó.

Con disimuladas sonrisas, los arqueros ingleses, sabedores de que sólo un arquero de los pies a la cabeza podría tensar al máximo semejante arco, no perdían de vista al mariscal. Tensó la cuerda hasta la mitad y se detuvo; alzó de nuevo el arco, tensó aún más la cuerda, hasta la altura de la boca, y Hook fue testigo de cómo el cáñamo le azotaba en plena cara. Pero Boucicault no se dio por vencido: el francés hizo un leve mohín, tensó de nuevo y llevó la cuerda hasta su oreja derecha, manteniéndola en esa posición mientras, alzando una ceja, miraba a Hook.

Sin querer, Hook rompió a reír de buena gana; de forma inesperada, los arqueros ingleses vitorearon al mariscal francés que, sensible al halago, poco a poco, destensaba el arco antes de devolvérselo al muchacho. Todavía sonriente y sin desmontar, Hook lo recogió y esbozó un ademán de pleitesía.

—¡Inglés, acércate! —le espetó Boucicault para lanzarle una moneda; luego, sonriente y satisfecho, cabalgó entre las filas de los arqueros, que aún aplaudían.

—Ya te lo advertí —le dijo el padre Christopher, con una sonrisa—: un hombre de los pies a la cabeza.

—Y muy generoso —comentó Hook, sin apartar los ojos de la moneda, una pieza de oro, del tamaño de un chelín y equivalente, según sus cálculos, a un año de trabajo. Se la guardó en el zurrón, donde llevaba unas cuantas puntas de flecha y tres cuerdas más.

—Un hombre cabal y generoso —convino el padre Christopher—, que más vale no tener como enemigo.

—Como tampoco a mí —se oyó otra voz. Sin moverse de la silla, Hook se volvió y comprobó que uno de los jinetes del séquito del mariscal no era otro que el señor de Lanferelle, quien, apoyado en el pomo de su aparejo, no apartaba la vista de Hook. Reparó también en el dedo que le faltaba, mientras en su rostro se adivinaba la traza de una sonrisa—. ¿Ya te has convertido en mi legítimo yerno?

—No, señor —respondió Hook, antes de hacer las presentaciones entre el padre Christopher y el señor de Lanferelle.

Pensativo, el francés se quedó mirando al cura.

—Observo que ha estado enfermo, padre.

—Así es —afirmó el cura.

—¿Se tratará acaso de una ordalía? ¿No será que Dios, en su misericordia, os envió el castigo por las iniquidades de vuestro rey?

—¿Iniquidades, decís? —preguntó el padre Christopher, armándose de paciencia.

—Como invadir Francia —repuso Lanferelle, antes de erguirse de nuevo en su silla. Negro como el ala de un cuervo y recogido con una cinta plateada, llevaba el cabello aceitado que le caía liso y brillante hasta la cintura. Su rostro, increíblemente apuesto, parecía aún más atezado tras haber pasado todo el verano al sol, transmitiendo a sus pupilas un insólito fulgor—. Espero que se quede en Francia una temporada, padre.

—¿Debo considerarlo como una invitación?

—¡Por supuesto! —replicó Lanferelle, con una sonrisa, dejando al descubierto unos dientes blanquísimos—. ¿De cuántos hombres disponéis en estos momentos?

—De tantos como granos de arena hay en la playa —contestó el cura, con desparpajo—, tantos como estrellas hay en el firmamento, tantos como pulgas esconden los muslos de las putas francesas.

—Y casi igual de peligrosos —respondió Lanferelle, sin darse por enterado del tono desafiante que había empleado el cura—. En serio, ¿cuántos? ¿Menos de diez mil? Corren rumores de que vuestro rey envía de vuelta a casa a los enfermos.

—Puede permitírselo —volvió a afirmar el padre Christopher—. Dispone de los suficientes para culminar la tarea que nos ha traído aquí.

Hook no dejaba de preguntarse cómo era posible que Lanferelle estuviera al tanto de eso pero supuso que, desde las colinas que rodeaban Harfleur, los espías franceses habían observado como las parihuelas subían a bordo de los barcos ingleses, que, por fin, podían atracar en el puerto amurallado de la ciudadela.

—Por si fuera poco, vuestro rey está trayendo tropas de refuerzo —añadió Lanferelle—, pero, ¿cuántos hombres tendrá que dejar en Harfleur si quiere proteger sus maltrechas murallas? ¿Un millar? —preguntó, sonriente—. No es un ejército muy numeroso, padre.

—Pero sí capaz de plantar batalla —dijo el cura—, mientras vuestras tropas dormitan en Ruán.

—Con la diferencia de que nuestro ejército —replicó Lanferelle, con ferocidad— sí que es tan numeroso como las pulgas que pueblan el coño de una puta parisina —para añadir, sujetando las riendas—: Espero que se quede por aquí, padre, donde las pulgas se alimentan de sangre inglesa —tras hacer una leve inclinación de cabeza a Hook, le encomendó—: Llévale saludos a Melisenda de mi parte, y algo más también —se volvió y gritó—: ¡Jean! ¡Venez!

El mismo y lelo escudero que, embobado, se había quedado contemplando a Melisenda en los bosques de Harfleur acudió presto al lado de su señor y, siguiendo sus órdenes, se despojó del jubón que llevaba puesto. El señor de Lanferelle se hizo con la vistosa prenda adornada con el sol reluciente y el altivo halcón, la dobló en cuatro y se la arrojó a Hook.

—Si entramos en combate, dile a Melisenda que se la ponga. Así no correrá peligro. Lamentaría que no saliera viva de ésta. Os deseo a los dos una feliz jornada —tras lo cual, guió su montura por la senda que seguía el mariscal.

Al día siguiente, por el mar aparecieron unas nubes que fueron amontonándose hasta encapotar por completo el cielo de Harfleur. Los arqueros se aplicaban en reforzar las destrozadas murallas, levantando empalizadas defensivas de madera para salir del paso hasta que llegasen los canteros ingleses encargados de reconstruirlas. Los hombres seguían enfermando; las arrasadas calles hedían a las aguas sucias que iban a parar al río Lézarde que, de nuevo, discurría con normalidad por una conducción de piedra que atravesaba el centro de la ciudad hasta desembocar en el puerto fortificado, que olía como un pozo negro.

El rey retó al delfín, ofreciéndole la posibilidad de un enfrentamiento cara a cara: el ganador se alzaría con la corona de Francia, que ostentaba Carlos, el rey demente.

—No lo aceptará —aseveró sir John, mientras se daba una vuelta para ver cómo los arqueros llevaban a cabo su tarea, clavando en el suelo las estacas que habían de sustentar la nueva empalizada—. El delfín es un cabronazo, fofo y perezoso. Nuestro Enrique es un batallador. Sería un combate tan desigual como el que pudieran librar un lobo y un lechón.

—¿Y qué pasará si el delfín dice que no, sir John? —preguntó Thomas Evelgold.

—Pues que regresaremos a Inglaterra —repuso el caballero, con tristeza.

Tal era la opinión más extendida en las filas inglesas. Los días se acortaban y eran más fríos, las lluvias del otoño no tardarían en llegar: ya estaba próximo el final de la estación propicia para guerrear. Aunque Enrique hubiera deseado seguir adelante, su ejército era más bien escaso comparado con las ingentes tropas francesas; los hombres más sensatos y experimentados aseguraban que sólo un loco se atrevería a plantar cara a un enemigo tan superior en medios.

—Si dispusiéramos de seis o siete mil hombres más —peroraba sir John—, me atrevería a decir que seríamos capaces de partirles la jodida cara; pero, en estas condiciones, nada. Dejaremos aquí una guarnición al cuidado de este sitio de mierda, y vuelta a casa.

Siguieron llegando refuerzos, pero no los suficientes, ni siquiera para cubrir las bajas de hombres muertos o enfermos; al desembarcar en el pestilente puerto, los recién llegados contemplaban con ojos de pasmo las techumbres hundidas, las iglesias destrozadas, y cascotes por todas partes.

—La mayoría de nosotros regresará pronto —les aclaró sir John, con un deje de amargura—; a éstos será a quienes les caiga la bicoca de defender Harfleur.

La conquista de la ciudadela no era acción que justificase la pérdida que, tanto en caudales como en vidas humanas, había supuesto. Como el rey, al decir de las hablillas, sir John era de los que querían seguir adelante, pero los otros señores, los duques reales, los condes, los obispos y los capitanes, todos se mostraban partidarios de regresar a Inglaterra.

—No nos queda otra salida —le comentó Thomas Evelgold a Hook un día al ponerse el sol, un precioso atardecer que sumía el puerto en alargadas sombras. Mientras los grandes señores, reunidos en consejo de guerra, trataban de refrenar los ambiciosos planes del rey, las tropas se mantenían a la espera. Sentados a una mesa dispuesta en el exterior de la taberna Pavo Real, Hook y Evelgold tomaban cerveza inglesa; de las destilerías de Harfleur no quedaba piedra sobre piedra—. Tenemos que regresar a casa —concluyó Evelgold, pensando sin duda en la acalorada discusión que estarían manteniendo en el edificio del concejo, junto a la iglesia de Saint-Martin.

—A lo mejor nos quedamos como parte de la guarnición —aventuró Hook.

—¡No digas eso, por Dios! —replicó Evelgold, con aspereza, al tiempo que se santiguaba—. ¿Y tener que vérnoslas con el imponente ejército francés? ¡Poco tardarían en recuperar la ciudad, no lo dudes! En tres días echarían abajo las empalizadas y, a continuación, acabarían con todos nosotros.

Hook calló la boca; no apartaba los ojos de la angosta bocana del puerto que, con el viento encalmado, enfilaba una nave a golpe de remo. Las gaviotas se arremolinaban sobre el único mástil y los enhiestos castillos, ricamente dorados, de la embarcación.

—El Holy Ghost —comentó Evelgold, señalando al barco.

Era una nave de reciente factura, costeada con dinero del rey como contribución a la invasión, si bien, en aquellos momentos, se limitaba a trasladar soldados enfermos a Inglaterra. Lentamente, se aproximó al muelle. Hook reparó en los hombres de cubierta, no tan numerosos como los que el barco había traído en su anterior travesía, y le dio por pensar que quizá no llegasen más refuerzos.

—Vinimos aquí a bordo de mil quinientas naves; no creo que necesitemos tanto aparejo para el viaje de vuelta —comentó Evelgold, con una risotada preñada de amargura—. ¡Qué pena haber desperdiciado así un verano! —añadió, mientras el sol arrancaba dorados reflejos de los castillos del Holy Ghost; los hombres que iban a bordo contemplaban la costa—. ¡Bienvenidos a Normandía! —les gritó el centenar—. ¿Y tu mujer? ¿Regresará contigo a Inglaterra?

—Pues, sí.

—Había oído que teníais pensado casaros.

—Ya lo estamos.

—Cásate en Inglaterra, Hook.

—¿Por qué?

—Porque es un país que no está dejado de la mano de Dios, como esta maldita tierra.

Centenares y caballeros acudieron al desembarcadero para saber si, entre los recién llegados, había hombres de sus respectivas compañías. Uno de ellos era el centenar de lord Slayton, William Snoball, quien saludó a Hook con cortesía.

—Me extraña verlo por aquí, maese Snoball —dijo el arquero.

—¿Por qué?

—¿Quién le sustituye en sus funciones mientras anda por estos parajes?

—John Willetts. Lo hará muy bien. Además, su señoría me pidió que viniese.

—Porque es usted un hombre avezado —comentó Evelgold.

—Pues, sí —convino Snoball—; por otra parte, su señoría quería que vigilase de cerca —pareció dudar— a quien tú sabes.

—¿A sir Martin? —preguntó Hook—. ¿Cómo demonios se le ocurrió enviarlo aquí?

—¿Y a ti qué te parece? —replicó Snoball, con aspereza.

Hook simuló que alguien le rebanaba el gaznate.

—¿Acaso confía en que ocurra algo así?

—Le basta con saber que sir Martin velará por nuestras almas —replicó Snoball, con altivez, antes de alejarse a grandes zancadas por el muelle, como si hubiese hablado más de la cuenta.

Hook se quedó contemplando la maniobra de amarre del Holy Ghost.

—¿Esperamos refuerzos? —preguntó.

—No, que yo sepa. Sir John no me ha dicho nada.

—No parece muy contento —dijo Hook.

—Porque está loco; es un lunático, tan chiflado como una cabra —repuso Thomas Evelgold, que se quedó pensativo un momento—. ¡Pretende que nos adentremos en Francia! ¡Qué chaladura! ¡No quiere que ninguno salgamos vivo de aquí! Claro, como a él le da lo mismo.

—¿Cómo que le da igual?

—¡Pues que su vida no corre peligro! ¿Qué pasará si nos adentramos en Francia y presentamos batalla? Pues que a los nobles no los matan, Hook: los hacen prisioneros. Nadie pagaría un rescate por ti o por mí. Ambos perderíamos la vida, mientras sus señorías, por el contrario, se quedarían cómodamente instaladas en un castillo, donde les darían bien de comer y ni putas les faltarían. A sir John, todo esto le importa un pito. Lo único que quiere es guerrear. Aunque supiera que también él podría perder la vida, debería pensar un poco en nosotros —aseveró Evelgold, trasegando la cerveza que le quedaba—. Pero eso no va a pasar. Para san Martín, ya estaremos en casa.

—El rey quiere seguir adelante —dijo Hook.

—El rey sabe contar tan bien como tú y como yo —comentó el otro, con desdén—, y te aseguro que no lo hará.

Desde el Holy Ghost, lanzaron maromas que recogieron unos hombres en el muelle; lenta y trabajosamente, el enorme barco quedó acostado contra el desembarcadero. Bajaron los portalones y empujaron a tierra a los recién llegados, tan pulcros ellos. Había unos sesenta arqueros, con sus arcos enfundados, aljabas y haces de flechas. Las cruces rojas de san Jorge que lucían en las sobrevestas estaban resplandecientes. Por el portalón más cercano a ellos salió un cura, que se puso de rodillas en el suelo y se santiguó. Tras él, cuatro arqueros con la librea de la luna y las estrellas del señorío de Slayton; uno de ellos era un muchacho de rebeldes cabellos rubios que le asomaban por debajo del borde del casco. Hook se quedó en suspenso. No se acababa de creer lo que estaba viendo, hasta que se puso en pie y gritó:

—¡Michael! ¡Michael! —era su hermano pequeño que, al verlo, sonrió—. Es mi hermano —le explicó a Evelgold, antes de echar a correr a su encuentro y fundirse con él en un abrazo—. ¡Dios mío, qué sorpresa!

William Snoball llamó a voces a Michael. Hook se volvió y le dijo al administrador:

—Dentro de un momento se unirá a los suyos, maese Snoball. ¿Dónde están acuartelados?

El centenar se lo dijo a regañadientes, y Hook prometió que llevaría allí a su hermano. A continuación, se acercó con él a la mesa y le sirvió un cuenco de cerveza. Thomas Evelgold les dejó solos.

—¿Se puede saber cómo demonios has venido a parar aquí? —le preguntó el mayor.

—Lord Slayton tomó la decisión de enviar a los últimos arqueros que le quedaban —repuso Michael, con una sonrisa—. Debió de imaginarse que necesitabais ayuda. ¡Ni siquiera sabía que anduvieras por aquí!

Luego, los dos hermanos se pusieron al día de las últimas novedades. Hook le contó que Robert Perrill había muerto durante el asedio, aunque no le dijo cómo.

Michael, por su parte, le comentó que la abuela había fallecido, un suceso que, desde luego, no le impresionó en modo alguno.

—Era una vieja zorra amargada —comentó.

—Se ocupó de nosotros —le dijo Michael.

—Cuidó de ti, que no de mí.

Al cabo de un rato, Melisenda salió de la taberna. Al presentársela a su hermano pequeño, sintió cómo le invadía una insospechada, repentina y honda felicidad: las dos personas que más quería en el mundo estaban a su lado, tenía dinero y se sentía reconciliado con la vida. La campaña en Francia podía estar tocando a su fin, y nadie podía decir que hubieran conseguido una sonada victoria, pero se sentía feliz.

—Le preguntaré a sir John si puedes unirte a nosotros —le dijo a Michael.

—No creo que lord Slayton dé su consentimiento —repuso su hermano.

—Por preguntar que no quede.

—¿Qué se supone que vamos a hacer aquí? —le preguntó Michael.

—Me imagino que algunos pobres cabrones tendrán que quedarse para defender la ciudadela —contestó Hook—. Los demás regresaremos a Inglaterra.

—¿Así, por las buenas? —se extrañó Michael—. Pero si acabamos de llegar.

—Eso es lo que se comenta por aquí. Los señores principales están reunidos en este momento para tomar una decisión; el tiempo se nos ha echado encima para seguir adelante con la invasión y, por si fuera poco, los franceses cuentan con un ejército formidable. Así que volveremos al terruño.

—Espero que no —comentó Michael, con una sonrisa—. No he llegado tan lejos para volverme ahora. Tengo ganas de pelea.

—Ni lo pienses —saltó Hook, sin acabar de creerse lo que acababa de decir. Sorprendida, también Melisenda se le quedó mirando con curiosidad.

—¿Cómo que no?

—Hay sangre por todas partes —le explicó Hook—, hombres que llaman a gritos a sus madres, alaridos sin fin, sufrimientos y unos hijos de puta con armadura que intentan matarte por todos los medios.

—Nos dijeron que sólo tendríamos que dispararles flechas —acertó a decir su hermano, desconcertado.

—Y así es, hermano; pero, a la postre, hay que pelear cara a cara, tan cerca que no te queda otra que mirarles a los ojos, tan cerca como para matarlos.

—Algo que a Nicholas se le da muy bien —añadió Melisenda, como quien no quiere la cosa.

—No todo el mundo es capaz —agregó Hook, receloso de que Michael, de natural generoso y confiado, no se comportase con la ferocidad que la lucha cuerpo a cuerpo exige para acabar matando.

—Aunque sólo sea una escaramuza, nada de una batalla importante —concluyó Michael, con un deje de melancolía.

Al anochecer, Hook acompañó a Michael por las calles de la ciudadela. Las huestes de lord Slayton habían elegido como alojamiento unas casas al lado de la puerta de Montivilliers. Hasta allí se fue con su hermano. Entraron en el patio de la vivienda de un comerciante, donde estaban acuartelados los demás arqueros. Al ver a los dos hermanos, sus antiguos compañeros guardaron silencio. Ni rastro de sir Martin; Tom Perrill, sin embargo, taciturno y cabizbajo, sentado en el suelo y apoyado contra la pared dirigió una mirada inexpresiva a los hermanos Hook. William Snoball se percató de la tensión que se había creado y se puso en pie.

—Michael se unirá a vosotros —dijo Hook, en voz alta—, y sir John Cornewaille me ha pedido que no olvidéis que está bajo su protección.

Por supuesto que sir John no había dicho tal cosa, pero los hombres de lord Slayton jamás tendrían ocasión de averiguarlo. Tom Perrill soltó una risotada impertinente, pero no dijo nada. William Snoball le dijo a Hook, mirándole a la cara:

—No habrá ningún problema.

—¡Pues claro que no! —se escuchó la voz de otro hombre; Hook se volvió y se encontró con sir Edward Derwent, el capitán de lord Slayton, en el umbral de la puerta. Había caído prisionero en la mina, pero fue liberado tras la rendición de la ciudad. Ataviado como iba con sus mejores galas, Hook pensó que debía de haber participado en el consejo de guerra. Sir Edward se llegó al centro del patio, y repitió—: ¡Pues claro que no! ¡No habéis venido aquí a pelearos entre vosotros, sino para luchar contra los franceses!

—Tenía entendido que regresábamos a Inglaterra —acertó a decir Snoball, confuso.

—Pues no es así —replicó sir Edward—. El rey quiere más, y los deseos del rey son órdenes.

—¿Vamos a quedarnos aquí, en Harfleur? —preguntó Hook; tal posibilidad no le entraba en la cabeza.

—No, Hook; seguiremos adelante —repuso sir Edward, en un tono que parecía indicar que no estaba de acuerdo con semejante decisión. Pero Enrique era el rey y, como bien acababa de decirles el caballero, los deseos del rey eran órdenes.

Y los deseos de Enrique pasaban por continuar la guerra.

Y el ejército inglés se dispuso a adentrarse en Francia.