Capítulo 12

La bombarda disparó, levantando una nube de humo por encima del ala izquierda del ejército francés.

Hook vio el bolaño y no supo lo que era; de primeras, se le antojó un objeto oscuro que volaba por los aires y que iba a caer en la campa, un renegrido meteoro que se le venía encima; luego, el fragor del disparo hendió los cielos, los pájaros graznaron al abandonar los árboles y el proyectil le dio en la cabeza a un arquero que se encontraba a escasos pasos de él.

En un instante, el cráneo del arquero se convirtió en un amasijo de sangre y huesos. La bola de piedra continuó su camino, dejando a su paso un desvaído reguero de sangre hasta detenerse en el barro doscientos pasos más allá de las líneas inglesas. Poco faltó para que no diera de lleno en los corceles de los caballeros que, ensillados, estaban al cuidado de unos pajes.

—¡Por todos los diablos! —vociferó Tom Scarlet, con gesto de asco, al ver los viscosos restos de sesos que se deslizaban por su arco.

—Seguid disparando —ordenó Hook.

—¡Mira! —añadió Scarlet, indignado.

Pero Hook sólo tenía ojos para caballos muertos o moribundos, jinetes muertos y, más allá, una multitud de caballeros desmontados que avanzaba hacia sus posiciones. Las saetas les pasaban cerca, pero eran escasos los ballesteros que tenían una visión nítida de las líneas inglesas. Los ballesteros franceses marchaban en la retaguardia, demasiado lejos de sus posibles objetivos; la mayoría ni siquiera llegaban a atisbar al enemigo. Cuando el primero de los batallones franceses avanzó hasta cubrir el terreno que se extendía entre los bosques de Tramecourt y Azincourt, los ballesteros perdieron de vista por completo a los ingleses y dejaron de disparar.

La unidad francesa adelantada se desplegó por el ancho campo arado que se abría entre los árboles pero, como las arboledas de ambos lados se estrechaban en forma de embudo, las líneas de caballeros armados tuvieron que cerrarse aún más. Cierto que se observaban los claros de las bajas provocadas por los caballos desbocados que habían arremetido contra ellos, pero, a medida que el terreno menguaba, trataban de abrirse hueco a codazos, mientras las flechas no dejaban de caer sobre ellos.

Hook no dejaba de disparar. Había gastado ya un haz entero de flechas y, a gritos, pedía más. Los pajes distribuían más y más flechas entre los arqueros, pero necesitaban cientos de miles. Los cinco mil arqueros bien podían lanzar unas sesenta mil flechas por minuto, si bien, durante la carga de la caballería, quizás hubieran disparado aún más. Algunos seguían tensando y disparando a toda velocidad, pero Hook aminoró el ritmo. Cuanto más cerca tuviesen al enemigo, más mortíferos resultarían los dardos; se limitó, pues, a disparar saetas de cabeza barbada contra el enemigo.

No era la clase de flechas más adecuada para perforar una armadura, pero su impacto bastaba para tumbar a un hombre de espaldas; con cada hombre que Hook derribaba, se originaba un pequeño alboroto que retrasaba al enemigo, que no sólo tenía que vérselas con el lodo sino también con aquella incesante lluvia de flechas. Escuchaba el estrépito de las flechas que se estrellaban contra el acero, un chasquido sobrecogedor que parecía no tener fin, mientras los caballeros armados franceses, a ciento cincuenta pasos de ellos, caminaban agachados como si soplase un vendaval que, por si fuera poco, iba acompañado de un pedrisco de acero.

Thomas Brutte soltó una maldición: se le había roto la cuerda del arco y la flecha había salido volando sin rumbo. Sacó una cuerda de repuesto del morral y encordó el arco de nuevo. Hook reparó en que había no menos de doce flechas clavadas en cada uno de los estandartes que portaba el enemigo. Apuntó a un guerrero con vistosa sobrevesta gualda y disparó; la flecha lo tiró de espaldas. Por delante de las tropas francesas, un caballo yacía en el suelo entre agónicos sufrimientos, sacudiendo la cabeza y coceando sin parar. Los franceses, al intentar evitar sus embestidas, rompieron aún más su desordenada línea de ataque. A su alrededor, Hook sólo oía el apagado y rápido siseo de los arcos. Las flechas oscurecían el cielo. La mayoría de los arqueros disparaba sus armas contra los caballeros desmontados que iban a por ellos. Tratando de evitar el chaparrón de flechas, los soldados franceses que ocupaban las primeras posiciones se apretujaron aún más, movimiento que se acentuó cuando los arqueros de la retaguardia, hartos de que sus compañeros de las primeras filas les impidiesen disparar como Dios manda, se dispersaron por los espesos zarzales de los bosques de Tramecourt y, apostados en los linderos de la arboleda, comenzaron a lanzar sus puntiagudas flechas contra el flanco izquierdo de los franceses.

Entre los franceses, los más arrojados ponían todo su ardor en llegar cuanto antes a las líneas inglesas; los más prudentes, sin embargo, se agazapaban detrás de los más valerosos en busca de la protección que les brindaban. Hook observó que los caballeros desmontados franceses que, hasta entonces, habían avanzado formando una larga columna, se agrupaban en tres vastos batallones en forma de cuña y se dirigían hacia las banderas que se alzaban en el centro de cada uno de los tres pelotones ingleses. Hook se imaginó que la lucha se desarrollaría cuerpo a cuerpo, que los franceses confiaban en abrir tres sangrientas grietas en las filas inglesas, y que, una vez quebrada la línea defensiva que formaban los novecientos guerreros ingleses, comenzaría el caos y la carnicería. Echó un vistazo al lado norte, preocupado por si el estrangulamiento de las fuerzas francesas permitiera que los ballesteros enemigos disparasen contra los flancos ingleses, pero observó que los arqueros franceses se habían retirado, como si la batalla no fuera con ellos.

Tomó una flecha de punta larga, y reparó otra vez en el hombre de la sobrevesta gualda. Tensó, disparó y ya se disponía a hacerse con otra flecha, cuando se percató de que el hombre de la sobrevesta amarilla caía de bruces. De modo que aquellos dardos podían traspasar una armadura; Hook lanzó una tras otra largas flechas puntiagudas contra la inmensa tropa que se desplazaba con lentitud. Apuntaba a los hombres que marchaban en primera fila y, si bien no todos los dardos perforaron las armaduras que iban buscando, algunos sí que alcanzaron su objetivo rasgando el acero. Los franceses caían; los que venían detrás tropezaban con ellos.

Con todo, la inmensa multitud de caballeros armados desmontados seguía adelante.

—¡Flechas! —gritó alguien.

—¡A ver esas jodidas flechas! —vociferaba otro.

Hook disponía todavía de una docena de proyectiles. El enemigo estaba cada vez más cerca, a menos de cien pasos de las líneas inglesas, pero el chaparrón de flechas remitía a medida que los arqueros se iban quedando sin munición. Hook tensó el arco cuanto pudo, eligió como blanco a un caballero de capa negra, soltó la cuerda y vio cómo la flecha se estrellaba contra uno de los lados del yelmo; tambaleándose, con la flecha clavada en la sesera, el hombre comenzó a dar vueltas sobre sí mismo, golpeó a un caballero que iba delante con la lanza que llevaba, cayó de rodillas y quedó tendido en el barro. La siguiente flecha que lanzó rebotó contra una coraza. Volvió a disparar de nuevo, lo bastante cerca como para distinguir la divisa de la librea de su víctima: un caballero con sobrevesta azul y verde, que parecía lucir una dorada corona nobiliaria en el yelmo. Disparó mascullando maldiciones, al reparar en la costosa armadura que llevaba y en la que, seguramente, rebotaría la flecha. Aun así, el hombre se tambaleó, y sólo gracias a la ayuda de su portaestandarte se mantuvo erguido. Hook tensó el arco de nuevo y lanzó un dardo de trayectoria baja que dio de lleno en el muslo de un francés. Sólo le quedaba una flecha; la colocó en el arco y echó un vistazo a su alrededor: a pesar de los millares de flechas que habían lanzado, tuvo la sensación de que no habían hecho gran mella en el enemigo. Cierto que muchos cuerpos yacían por el suelo, estorbando el paso de sus compañeros, pero la campa aún rebosaba de caballeros desmontados que con lanzas, espadas, mazas o hachas en mano, no cejaban en su avance hacia las líneas inglesas. Se movían con dificultad, haciendo verdaderos esfuerzos para dar un paso en aquel terreno pringoso. Hook eligió a un hombre que parecía más osado que los demás, y dirigió la flecha que le quedaba al pecho de aquel caballero alto. La alargada punta del dardo perforó la coraza de metal, le atravesó las costillas y se le clavó en el pulmón; vio cómo el yelmo del guerrero rebosaba de la sangre que perdía a chorros por la boca y se escapaba por los orificios de su visera.

—¡Flechas! —reclamó Hook, pero sólo quedaban las que aún conservaban los arqueros más retrasados, que las guardaban como oro en paño.

De pie, entre las estacas, a pocos metros de los pelotones franceses, que sólo unos pasos separaban de la primera línea inglesa, los arqueros se habían convertido en comparsas. Habían cumplido con su cometido. Había llegado la hora de que los caballeros ingleses hicieran lo propio, mientras los franceses, viéndose libres de las flechas, con ronco griterío, arremetían contra ellos.

Aun revestido de la armadura de acero, el señor de Lanferelle era capaz de montar a caballo sin ayuda y hasta de bailar ataviado de tal guisa, no porque a las mujeres les encantase la imagen de un guerrero armado hasta los dientes, sino para demostrar que era más galante y caballeroso con armadura que muchos hombres sin ella. En aquellos momentos, sin embargo, le costaba moverse: en aquel suelo movedizo, cada paso suponía un esfuerzo inaudito. Había sitios en donde se hundía hasta la mitad de la pantorrilla y no veía la forma de liberar la pierna del lodo; paso a paso, no obstante, apoyándose a veces en un compañero, lograba sacar el pie recubierto de acero de aquel cenagal. Trató de avanzar por los surcos anegados, donde el terreno parecía más sólido, pero sólo a duras penas veía dónde estaba a través de las estrechas rendijas de la visera. No se atrevía a levantarla porque, a su alrededor, no había sino flechas que caían, se les venían encima y se abalanzaban sobre ellos. Una de esas flechas de punta larga le acertó en la frente, le echó la cabeza para atrás y, de no ser porque uno de sus hombres lo había enderezado, lo habría tumbado de espaldas. Otra flecha se estrelló contra su peto, haciéndole un buen siete en la sobrevesta, arañando el acero con gran estrépito. Su armadura resistió ambos envites; otros no tuvieron tanta suerte. A cada instante, bajo aquel metálico aguacero de flechas, algún hombre gritaba, chillaba o, entre alaridos, pedía ayuda. Aunque los escuchaba, Lanferelle no podía ver cómo caían. No obstante reconocía que el ataque francés había perdido consistencia; los hombres se apiñaban en el flanco izquierdo, el más castigado por las flechas, y estrechaban la formación. Armadura contra armadura: el propio Lanferelle estaba tan arrimado al hombre que marchaba a su derecha que apenas podía mover el brazo con el que empuñaba la lanza. Gritando como un energúmeno, hizo un enorme esfuerzo y dio un paso por delante. Giró la cabeza a uno y otro lado para hacerse una idea cabal de la gris confusión que se cernía sobre sus ojos. Reparó en que los ingleses no llevaban las viseras abatidas: como las flechas no iban contra ellos, podían permitirse el lujo de enfrentarse con ellos a cara descubierta; pero Lanferelle no se atrevió a alzar la suya porque, entre las unidades inglesas, distinguió a unos cuantos arqueros que, sin duda, habrían dado gracias al cielo por tener la oportunidad de contar con el rostro desprotegido de un francés.

Le costaba respirar bajo el yelmo. Jadeante mientras caminaba por el pegajoso terreno, se recordó a sí mismo que era un hombre fuerte. El sudor le corría por la cara. Un resbalón del pie izquierdo en el espeso fango, y hundió la pierna derecha hasta la rodilla; tambaleándose, se las compuso para seguir adelante. Tropezó con algo y se vino al suelo. Era el cadáver de un caballero desmontado. Dos de sus hombres lo ayudaron a ponerse en pie. Estaba cubierto de barro de los pies a la cabeza. Algunos de los orificios de su visera también; trató de limpiarlos con la mano izquierda, pero el guantelete se lo impidió. Sólo un poco más, pensó para sus adentros, un poco más y daría comienzo la carnicería, tarea que Lanferelle desempeñaba a la perfección. Quizá fuera un hombre que no sabía moverse con soltura por el barro, pero era un hombre entrenado para matar. Hizo otro esfuerzo sobrehumano para escapar a la presión de sus propias filas y empuñar a su aire las armas que portaba. Al volver la cabeza, a través de los orificios que el barro no había cegado, vio ante sí un enorme estandarte con las regias armas de Inglaterra, entre las que, para mayor escarnio, figuraban las flores de lis de Francia. Tres barras blancas, con tres círculos encarnados, cruzaban la regia divisa del estandarte. Lanferelle reconoció al punto el emblema de Eduardo, duque de York. Una magnífica presa, razonó el francés. El rescate que podía exigirse por un duque inglés de sangre real bastaría para hacer de él un hombre rico. Sólo de pensarlo, movió las cansadas piernas con más energía. Sin darse cuenta siquiera, comenzó a maldecir. Estaba a un paso de los ingleses.

—¿Estás ahí, Jean? —gritó; el escudero respondió que sí. Lanferelle pretendía atacar a los ingleses lanza en ristre para, cuando el enemigo retrocediese, deshacerse de tan enojosa arma y recurrir al mazo que llevaba al hombro; si se le rompía, podía hacerse con cualquiera de las otras armas que llevaba su escudero. Lanferelle se sentía exultante. Había dejado atrás lo peor, había sobrevivido a las flechas que caían como chuzos y, empuñando la lanza, ya se disponía a embestir contra el enemigo cuando, desde un costado, le acertó una flecha de punta alargada, que fue a chocar contra uno de los agujeros de la visera: una luz intensa inundó sus ojos a medida que el proyectil perforaba el acero, asestándole un profundo tajo en el caballete de la nariz. Por un pelo la flecha no le había acertado en la pupila del ojo derecho, pero le obligó a volver la cabeza violentamente a un lado y, tras hacerle un corte en el pómulo derecho, se quedó alojada en el yelmo.

Se la arrancó con la mano izquierda y, de repente, se dio cuenta de que podía ver a través del orificio irregular que había abierto el dardo. No gran cosa, desde luego. Oyó un estrépito a su izquierda; se volvió y contempló cómo un hombre de buena estatura caía de bruces: a borbotones, la sangre se le escapaba por los orificios de la visera. Lanferelle volvió a mirar adelante y comprobó que sólo unos pocos pasos lo separaban del duque de York. Dejó caer la mano izquierda empuñando la lanza, respiró hondo, profirió su grito de guerra, y no dejó de soltar alaridos mientras cargaba o, más bien, sorteaba como podía los últimos metros del cenagal. Eran aullidos de cólera y júbilo entremezclados; de cólera contra el enemigo insolente, de júbilo por haber sobrevivido a los arqueros.

Había llegado al lugar donde tendría lugar la carnicería.

También sir John Cornewaille estaba encolerizado.

Desde el día en que habían pisado tierra francesa, había sido uno de los hombres que iban al frente de la vanguardia de las tropas inglesas. Había encabezado la marcha hasta Harfleur, había peleado en primera línea durante el asedio de la indómita ciudad, y se había puesto al frente del ejército durante la marcha que, desde el Sena, los había llevado hasta aquella campa enlodada en Picardía. Empero, en aquel instante, al frente estaba un pariente del rey, el duque de York, noble y devoto por demás, pero hombre de armas poco avezado.

El duque, pues, ostentaba el mando, y a sir John no le quedaba otra que acatar la decisión regia; desde la posición que ocupaba, a la diestra del duque, nada le impedía dar las instrucciones precisas a los hombres del pelotón de la derecha acerca de lo que tenían que hacer cuando llegasen los franceses. Observaba cómo, en permanente lucha con el lodo, se acercaban los caballeros desmontados enemigos, y no ocultó su sorpresa al ver las pocas flechas que, destinadas a hender, herir o matar, les llovían desde ambos flancos. Los franceses llevaban las viseras caladas, lo que significaba que, aparte de las vacilaciones para sortear el barro, andaban medio a ciegas bajo el yelmo. Pertrechado de lanza, maza de guerra y espada, sir John los esperaba.

—¡Escuchadme bien! —gritó; estaba claro que se dirigía a los hombres a sus órdenes aunque, a la hora de pelear, sólo un insensato no haría caso de lo que tuviera a bien decir sir John Cornewaille—. ¡Oídme bien! —vociferó, con la visera alzada—. Cuando los tengamos muy cerca, recorrerán los últimos pasos que nos separan a la carrera y se abalanzarán sobre nosotros, con la pretensión de eliminarnos de un plumazo. Cuando yo os avise, retrocederéis tres pasos. ¿Me habéis oído? ¡Tres pasos atrás!

Sabía que sólo le harían caso sus hombres, que él mismo había entrenado para realizar aquella breve maniobra, y los caballeros de sir William Porten. El enemigo se abalanzaría sobre ellos y, blandiendo lanzas cortas, arremeterían contra las entrepiernas y los rostros descubiertos de los ingleses. Pero si, inopinadamente, los ingleses retrocedían unos pasos, el primer arrebato quedaría en agua de borrajas. Una vez sembrado el desconcierto entre el enemigo, ése sería el momento en que sus hombres iniciarían el contraataque.

—¡Esperad a que yo os dé la orden! —dijo a voces, con el corazón momentáneamente encogido: en un terreno tan traicionero como aquél, retroceder podía ser una locura, pero pensó que había muchas más probabilidades de que fueran los atacantes quienes resbalasen y cayesen al suelo, que no sus hombres, agrupados en tres toscas hileras, que llegaban a seis, en el caso de los caballeros que estaban a las órdenes del duque de York.

El noble, con gesto grave como bien podía apreciarse bajo la visera levantada, ni se volvió a mirar a sir John, que seguía dando voces. Mantuvo la mirada fija al frente, mientras la punta de su espada, del mejor acero bordelés, reposaba entre los surcos.

—Cuando se decidan a atacar —continuó el caballero, pendiente de cualquier ademán del duque—, retrocederemos y desbarataremos sus planes. Cuando no sepan a qué atenerse, atacaremos.

Sin perder de vista a las huestes francesas, que avanzaban de forma desordenada, el duque no prestó atención a tal recomendación. Huyendo de las flechas, las alas de las tropas enemigas se replegaban hacia el centro; los caballeros que estaban al mando se las arreglaban como podían para aproximarse a las posiciones inglesas cuyos estandartes revelaban la presencia de nobles de alto rango por quienes podrían reclamar sustanciosos rescates. Aunque desorganizado, el primero de los batallones franceses era una horda. Superaban a los ingleses en proporción de ocho a uno: una hueste compacta de armaduras, erizada de lanzas y espadas, una amenazante ola de acero en la que las flechas, como las picaduras de un enjambre de tábanos contra un toro, no hacían mella. Algunos franceses caían, sin embargo; cuando una flecha de punta alargada derribaba a uno de ellos, quienes venían detrás tropezaban con él; sir John contemplaba el revuelo que se armaba, entre codazos, empellones y empujones. Unos cuantos se esforzaban por situarse en primera línea para labrarse un nombre; otros parecían más remisos a ser los primeros en entrar en combate; pero todos, en opinión de sir John, soñaban con rescates, riquezas y celebraciones.

—¡Que Dios te ayude, John! —dijo sir William, inquieto, tras colocarse al lado de su amigo.

—Creo que Dios nos dará la victoria —contestó sir John, en voz alta.

—Ojalá nos hubiera enviado de paso mil caballeros más —replicó sir William.

—Ya oíste lo que dijo el rey —le respondió el otro a gritos—: ni se te ocurra pensar una cosa así. ¿Por qué habríamos de compartir con otros los laureles de la victoria? ¡Somos ingleses! Aunque fuéramos la mitad, ¡ya nos las arreglaríamos para acabar con esos cabrones y rancios comemierdas, hijos de puta!

—Que Dios nos asista —dijo sir William, en voz baja.

—Sigue mi consejo, William —repuso sir John, tranquilamente—. Deja que se acerquen, retrocede y, entonces, contraataca. Una vez que hayas derribado al primero, el siguiente no podrá moverse con libertad. ¿Me has entendido?

Sir William asintió con la cabeza. Los dos bandos se encontraban ya lo bastante cerca como para reconocer las divisas del contrario, pero el barro y las flechas que colgaban de sus pliegues dificultaban la identificación de las sobrevestas francesas.

—En ese momento, lo dejas seco —continuaba sir John—. Procura no utilizar la espada. No es el arma más apropiada en estos casos. Lo mejor es que descargues la maza sobre esos bastardos: déjalos atontados, párteles las piernas, ábreles la cabeza. Una vez que hayas acabado con el segundo, William, el tercero no podrá hacerte nada, a no ser que salte sobre los dos cadáveres precedentes.

—Creo que recurriré a la lanza —dijo, tímidamente, sir William.

—En ese caso, apunta a la visera —le encareció sir John—, el punto más vulnerable de la armadura; clávasela bien dentro, William, que esos cabrones sepan lo que es pasarlas putas.

Los franceses se encontraban a menos de cincuenta pasos. La lluvia de flechas había amainado aunque todavía, de vez en cuando y desde los flancos, algunos dardos de punta alargada acosaban al enemigo, que proseguía su avance inexorable. Los arqueros que ocupaban las posiciones intermedias entre los pelotones ingleses se retiraban tras los caballeros desmontados para que éstos formasen una línea compacta de armaduras. Aún disponían de unas cuantas flechas, de las que se deshicieron con rapidez antes de recibir la orden de pasar a la retaguardia. Cayeron más franceses. Con una flecha profundamente clavada en el vientre, uno de ellos cayó de rodillas; se alzó la visera y vomitó una mezcla de bilis y sangre, antes de que quienes venían por detrás lo pisotearan dejándolo tendido entre los surcos.

—Los nuestros están formados en tres hileras —dijo sir John—; ellos deben de contar con más de veinte. Los hombres de las filas más retrasadas empujarán a quienes van por delante y los arrojarán sobre nuestras espadas —añadió con inesperada sonrisa—. Y no olvides, William, que nosotros, como no tenemos vino, estamos sobrios y, serenamente, pelearemos. Pero me apuesto lo que quieras a que la mitad de esos hombres están beodos. Dios está de nuestra parte, William.

—¿Tú crees?

—¿Que si lo creo? —contestó sir John, con una carcajada—. ¡Estoy seguro! ¡Venga un abrazo!

El estruendo iba en aumento; el enemigo lanzaba gritos de guerra. A su izquierda, sir John vio que una multitud de soldados franceses se dirigía hacia el estandarte que indicaba la presencia del rey; por encima ondeaba la maldita y roja oriflama, pero se olvidó de la infame banderola en aras del supremo esfuerzo que le exigía el enemigo que tenía delante. Sin parar de gritar, trataban incluso de correr: estaban allí para saborear la victoria.

Con las lanzas en ristre, no dejaban de gritar ¡Saint Denis! ¡Montjoie! ¡Montjoie!, mientras los ingleses aullaban como monteros tratando de cercar a su presa.

—¡Ahora —ordenó sir John—, ahora!

Propinándole un rápido y violento manotazo entre los pechos, sir Martin obligó a retroceder a Melisenda; la joven cayó de espaldas entre los árboles que crecían a la orilla del arroyo.

—Eso es —le dijo—; quédate como estás y pórtate bien. ¡Ni se te ocurra! —añadió, alzando la mano, al ver que se disponía a escabullirse; la mano levantada representaba una terrible amenaza; Melisenda calló la boca y el cura sonrió de nuevo, mostrando unos raigones amarillentos en lugar de dientes—. Estoy seguro de que llevo un cuchillo encima —le dijo, mientras rebuscaba en una bolsa que llevaba atada al cinturón—, un buen cuchillo. ¡Ya lo tengo! —exclamó, con una sonrisa, mientras le enseñaba una navaja—. «Hombre libidinoso, más te valdría clavarte un cuchillo en la garganta», nos dice la sagrada escritura, y yo lo soy, claro que sí, pero no quiero rajarte tu precioso cuello, muchacha. Las cosas no serían lo mismo viendo cómo tratas de huir, cubierta de sangre. Así que pórtate bien y túmbate ahí como una niña buena; sólo será cosa de un momento —añadió, con una risotada, antes de ponerse a horcajadas sobre ella, sujetando su vientre entre las rodillas—. Me gustaría que te desnudases. La desnudez es una bendición, muchacha; en la desnudez, reside la verdad, como dijo nuestro Señor y Salvador.

Se había inventado el texto; pero, en su mente enfermiza, aquellas palabras tenían el mismo valor que la verdad revelada. Le plantó la mano izquierda entre los pechos, y la chica gimoteó. El cura no dejaba de sonreír; Melisenda observó destellos de locura en aquellos ojos hundidos. Sin moverse apenas, sin atreverse a hacer un movimiento siquiera ante la hoja de metal que le apuntaba a la garganta, buscó a tientas la embocadura de su morral y lo arrastró hacia sí.

—Dime, ¿acaso hay algo que pueda apartarnos del amor de Cristo? —le preguntó el cura, con voz ronca, sin dejar de sonreír, tratando de apoderarse del escote de su vestido con la mano izquierda—. Porque no otra es la cuestión que nos plantean las Sagradas Escrituras: ¿acaso hay algo que pueda apartarnos del amor de Cristo? ¿Qué puede alzarse entre tú y yo, pues? Ni la tribulación, ni el peligro, ni la persecución, ni el hambre; eso dice el Señor. ¿Me estás escuchando?

Melisenda asintió con la cabeza, mientras acercaba el morral muy despacio, en busca de la abertura.

—Son palabras de Dios, muchacha —continuó sir Martin, recitando en esta ocasión auténticos versículos de la escritura—, transmitidas por el bendito san Pablo para nuestro consuelo. No habrá amenaza ni espada alguna que pueda apartarnos del amor de Cristo; tampoco la desnudez, añade el apóstol —dijo, al tiempo que le rasgaba el vestido con la navaja y, con nerviosa sonrisa, lo desgarraba hasta dejarle los senos al aire—. ¡Dios mío, Dios mío! —exclamó sir Martin, conmovido—. La desnudez no te alejará del amor de Cristo, querida niña. Eso dice la escritura. Deberías estar encantada de que me una a ti, deberías regocijarte —añadió, apartándose de ella y arrodillándose a su lado, mientras le desgarraba el vestido hasta el dobladillo, contemplando extasiado su pálido cuerpo; Melisenda seguía tumbada; sin moverse, había introducido la mano derecha en el morral—. Antes de que la mujer introdujese el pecado en el mundo, andábamos desnudos, muchacha —continuó—, y parece justo y equitativo que la mujer reciba el castigo que se merece por aquel pecado original, ¿no crees?

Desde lo alto del terraplén, una ráfaga de viento llevó hasta ellos el griterío que allí se estaba produciendo; por un momento, el cura apartó sus ojos de ella y volvió la vista hacia lo alto. Melisenda había introducido una mano en el zurrón, en busca de una de las cortas flechas para ballesta, acabadas en tiras de cuero.

—Se lo están pasando en grande allí arriba —prosiguió el cura—. Les encanta guerrear, ¡pero los francesitos se alzarán con la victoria en esta ocasión! ¡Son miles y miles, esos cabrones! Tu Nick caerá, muchacha, perecerá bajo la espada de uno de esos francesitos. Porque tú también eres francesita, ¿no es así? Una monada de putita francesa. Siento que Nick nunca llegue a enterarse de que te he dado tu merecido por tus pecados. Me encantaría que, antes de morir, tu Nick se enterase del castigo que voy a imponerte, pero no será posible; así son las cosas, y nada podemos hacer: estamos en manos de Dios. Es muy probable que mi Thomas también muera; una pena, porque me cae bien. Pero tengo otros hijos. A lo mejor te apetece tener un hijo conmigo —comentó sonriente ante tal idea, mientras le manoseaba el vestido, tratando de quitárselo de un tirón—. Yo no correré esa suerte. Los francesitos no matarán a un cura, porque no quieren acabar en el infierno. Si te portas bien, pequeña, tú tampoco morirás. Vivirás y tendrás un hijo mío. ¿Qué te parece si le llamamos Thomas? ¡Me parece lo más acertado! ¡Ábrete de piernas!

Melisenda no se movió. El cura le dio una patada para que separase las rodillas, le propinó un puntapié más fuerte y le introdujo el pie entre los muslos.

—Nuestro Enrique ha conducido a su ejército a este albañal del diablo, donde todos perecerán. Sólo quedaremos tú y yo, chiquilla, sólo tú y yo, así que tienes que ser amable conmigo —le dijo, con una sonrisa, arremangándose la sotana por encima de la cintura—. No está mal, ¿verdad? A ver cómo le das la bienvenida —añadió, colocándose de rodillas entre las piernas de la joven—. No te imaginas cuánto tiempo he soñado con esto —continuó, de rodillas y sobre ella; dio un respingo y se inclinó hacia delante, apoyándose en la mano izquierda mientras, con la derecha mantenía el cuchillo contra su garganta; al cuello llevaba una bolsa, además de un crucifijo de madera atado con una tira de cuero; ambos se balanceaban en el aire, molestando al cura—. ¿Verdad que esto no nos hace falta para nada? Son sólo un incordio —comentó; con la misma mano que sujetaba el arma, se quitó el crucifijo y la bolsa que llevaba al cuello; cuando la dejó caer en la orilla del arroyo sonó algo que había dentro de la bolsa, un tintineo que le hizo sonreír—. Dinero de los francesitos, muchacha, un poco de oro que encontré en Harfleur; si te portas conmigo en condiciones, te daré una o dos de esas monedas. Porque vas a portarte bien, ¿verdad que sí? Calladita y cariñosa, como una buena chica.

Melisenda introdujo la mano hasta el fondo del morral y encontró lo que andaba buscando.

—Lo seré —dijo, con voz asustada.

—Ya me lo imagino —repuso sir Martin, con voz ronca, colocándole de nuevo el cuchillo en la garganta—; no me cabe la menor duda.

Sir John retrocedió. Dos pasos le bastaron. De primeras, pensó que había dado la orden demasiado pronto; luego, al ver que tenía los pies atascados en el barro, se temió que había dado el aviso a los suyos demasiado tarde; consiguió liberarse del lodo, y retrocedió dos pasos. Los franceses comenzaron a dar gritos, pensando que los ingleses se disponían a huir por piernas y, lanza en mano, embistieron en el vacío; el impulso de las arremetidas les llevó a perder el equilibrio y, en ese instante, sir John se revolvió.

—¡Ahora! —vociferó—. ¡A por ellos! —y atacó lanza en ristre, clavando la punta de hierro en la entrepierna del enemigo que tenía más cerca. Las lanzas de los ingleses, al igual que las francesas, estaban recortadas, pero los franceses habían acortado más las astas y no podían llegar tan lejos como los ingleses. Con todas sus fuerzas, sir John dirigió la lanza contra una armadura y vio cómo su adversario se doblaba al otro extremo; la retiró, mientras el hombre caía al suelo, y arremetió de nuevo.

Tras comprobar que de nada habían valido sus embestidas, los franceses comenzaron a tropezar; estaban cansados, les costaba separar los pies de los surcos enlodados, y caían bajo la furia de las lanzadas inglesas. A izquierda y derecha de sir John, yacían unos cuantos guerreros abatidos; clavó con fuerza la lanza en el rostro cubierto de acero de un caballero de la segunda fila y lo tiró de espaldas al suelo. Se deshizo entonces del arma y, tendiendo la mano derecha hacia atrás, exigió:

—¡Hachón!

Su escudero le tendió el arma, y dio comienzo la carnicería.

Una lanza fue a estrellarse contra la cabeza del ricohombre. Como no llevaba la visera calada, su adversario había tratado de acertarle entre los ojos, pero el arma rebotó contra el yelmo del inglés. Sir John dio un paso adelante blandiendo la maza con rapidez, y descargó un golpe que aplastó el yelmo del francés. Otro guerrero se sumaba a los caídos en el barro. Una fila entera de hombres había trastabillado y, con vistas a impedir que se incorporasen, sir John fue descargando el mazo sobre los yelmos de todos y cada uno de ellos. El primero de todos, el que lo había alanceado, trataba de ponerse en pie de nuevo; sir John empuñó el arma y le hendió el hacha en el espaldar, al tiempo que llamaba a voces a su escudero para que completase la faena.

—¡Álzale la visera y acaba con él! —le ordenó a voces, mientras que, sin moverse de donde estaba, se deshacía de sus enemigos.

Enemigos que se habían quedado atascados. Casi todos los franceses que marchaban en cabeza yacían por el suelo formando un amasijo de cuerpos sangrantes y lanzas carentes de dueño. Cuando trataban de sortearlos, los que venían detrás se encontraban con hachas, mazas y lanzas. Nada de particular, si hubieran tenido ocasión de evitarlo a tiempo; pero, empujados por los hombres que ocupaban posiciones más retrasadas, los pobres desgraciados acababan traspasados por las armas de los ingleses.

—¡Matadlos a todos! ¡Acabad con ellos! ¡Que no salga ni uno vivo! —gritaba sir John. En tales momentos, sentía la euforia de la batalla, el puro disfrute del señor de la guerra que era, armado y revestido de armadura, amenazante, invencible. Hachón en mano, repartía mandobles a diestra y siniestra, tumbando a sus adversarios, sin que le hiciera falta perforar la armadura. Pocas armas podían ofrecerle tal ventaja; un solo golpe bastaba para aturdir a un hombre y, normalmente, un buen mazazo era suficiente para derribar a un adversario o dejarlo para el arrastre.

A gusto de sir John, que se empleaba con vertiginosa rapidez, los franceses se movían con penosa lentitud. Sonriente, se fijaba en tres o cuatro adversarios a un tiempo; en el momento en que se enfrentaba con el primero, ya sabía el final que les tenía reservado al segundo y al tercero. Cuando se le acercaban, podía oler el miedo que sentían. Los hombres de las filas francesas más retrasadas empuñaban armas cortas, mazos, espadas o hachas; empujados por los que venían detrás hacia los cuerpos abatidos de quienes los habían precedido, no tenían ocasión de utilizarlas. Venían a caer bajo los mandobles de sir John y los suyos; acabaron con tantos que hasta el propio caballero inglés se vio obligado a sortear cadáveres. Las tornas habían cambiado: los ingleses eran quienes atacaban a los franceses. Novecientos hombres plantaban cara a ocho mil. Novecientos hombres que bien podían fijarse en dónde ponían los pies, sin miedo de que nadie los empujase desde más atrás.

Con una armadura que seguramente habría sido restregada hasta dejarla tan reluciente como si fuera de plata, pero cubierta de barro por completo para entonces, un francés lanzó una estocada contra sir John: la espada perdió la fuerza que llevaba contra el quijote que le protegía el muslo izquierdo. El guerrero que estaba a la izquierda del caballero inglés le estampó un mazazo en el bruñido yelmo, y el francés se vino abajo como un buey acogotado, mientras sir John clavaba la pica de su maza en la cara de un hombre que lucía unas gavillas de trigo como librea: la pica le destrozó visera, dentadura y paladar; a pesar de tener el cuerpo en tensión, la cabeza se le fue hacia atrás. Sir John consintió que el caballero que estaba a su lado descerrajase un martillazo sobre el yelmo del hombre caído, mientras él descargaba la maza sobre un yelmo alto con un penacho de plumas como remate.

—¡Adelante, hijos de puta! ¡Venid aquí! —vociferaba sir John, entre risotadas. Ni se le había pasado por la cabeza que a más de uno de sus enemigos le habría gustado que lo recordasen por haber sido el hombre que matase o capturase a sir John Cornewaille. Víctimas del terreno anegado y de los obstáculos que sus viseras caladas les impedían advertir, tal como llegaban, caían ante los certeros y temibles mandobles de aquella maza, que incrementaba sin cesar el número de obstáculos que les salían al paso—. ¡Adelante! ¡No paréis! —vociferaba sir John, asegurándose de que contaba con aquel hombre a su izquierda y que sir William se mantenía a su derecha.

Pelear hombro con hombro, para que el enemigo no traspase las propias líneas. Eso era lo que sir John había enseñado a los suyos. Tras dejar atrás a los primeros franceses que habían caído, la segunda línea de caballeros desmontados ingleses se dedicaba a levantarles las viseras y a clavarles los cuchillos en los ojos o en la boca para que no pudiesen levantarse. Al ver las hojas de los machetes, los franceses gritaban y se retorcían por el barro tratando de escapar de los rápidos tajos, para acabar muriendo entre convulsiones. Seguían llegando más y más, que sufrirían la misma suerte: un mazazo, una pica, un mandoble. Tras haber salido indemnes de las flechas, algunos se habían alzado las viseras. A ésos, sir John les clavaba la pica de la maza en la cara y se la retorcía en la cuenca del ojo para retirarla cubierta de una sustancia gelatinosa y sanguinolenta, contemplando cómo el sujeto en cuestión, entre espantosos dolores de muerte, pataleaba e impedía el paso a otros franceses. Sir William Porter alanceaba al enemigo en el rostro: normalmente, bastaba con una embestida para que un contrincante quedase fuera de combate, tarea que completaba con un mazazo el hombre que peleaba a su lado. Sir William, un hombre pausado y estudioso, alanceaba a sus adversarios entre alaridos y gruñidos.

—¡Por la sangre de Cristo, William! —gritó sir John—. ¿No es una maravilla?

Parecía que el estruendo no habría de acabar nunca: acero contra acero, alaridos, gritos de guerra. Eran muchos los franceses que habían caído tratando de frenar tan impetuosa carga; los hombres que los seguían no podían arriesgarse a pasar por encima de los cadáveres amontonados de sus compañeros de armas sin caer en manos de los ingleses. Sin darse cuenta siquiera, pensando sólo en que había apoyado el pie derecho en terreno firme, sir John se encaramó al yelmo de uno de los franceses heridos; con su peso, le hundió la visera en el barro que, penetrando por los minúsculos orificios, acabó por dejar al caballero sin aire para respirar: boqueando, murió ahogado en el lodo, mientras sir John se mofaba de los franceses, animándoles a que fuesen a por él, antes de volver a la carga de nuevo, aún sediento de sangre.

—¡Matadlos! ¡Acabad con ellos! —gritaba.

Notó que había recuperado el resuello y, acuchillando y repartiendo mandobles con la temida celeridad del más laureado luchador de la Cristiandad, cargó contra las líneas francesas, abriendo una brecha, por la que pudieran seguirle sus hombres. Dirigiendo la pica contra las escarcelas que les protegían las entrepiernas, los mutilaba y cuando, encogidos, gritaban de dolor, descargaba la maza o el hacha sobre sus yelmos, dejándolos en manos de quienes venían detrás para que rematasen la tarea. La armadura de sir John soportaba golpes sin parar; no fueron de gravedad hasta que un francés le asestó un tremendo mandoble con una maza. Aun así, salió indemne porque el arma de su adversario se partió en dos; rabioso, se revolvió y dirigió el hacha contra las piernas de su adversario, destrozándole la rodillera y llevándose la rodilla por delante de paso. El hombre se vino al suelo, pero seguía hostigándolo con el asta de su arma; fue tal el mazazo que le propinó sir John en el yelmo que partió el acero y, de la visera, brotó un reguero de sangre. Matando sin parar, sir John y los suyos estaban abriendo una profunda brecha en las apretadas filas francesas, dejando nuevos cadáveres que estorbasen al enemigo en su avance.

A su izquierda, sin que sir John llegara a enterarse siquiera, moría el duque de York.

Desde el principio, el ataque francés iba dirigido contra la vanguardia de las tropas inglesas. Presididos por la oriflama, un centenar de hombres habían perdido la vida en aquel enfrentamiento contra los hombres de Enrique. En primera línea, entre los más destacados, Ghillebert, señor de Lanferelle, persuadido de que los ingleses que se encontraban a su izquierda habían retrocedido ante el ataque. El duque de York y sus hombres, por el contrario, los estaban esperando, lanza en ristre. Lanferelle hizo un quiebro para evitar la lanza que le apuntaba a uno de los costados de su coraza y, dirigiendo el arma contra un rostro descubierto, gritó:

—¡Lanferelle! ¡Lanferelle! —deseoso de que los ingleses supieran con quién tenían que vérselas.

Desvió una lanza desprendiéndose de la suya, se hizo con el mazo y comenzó a repartir mandobles. No era ocasión para andarse con las sutilezas propias de una justa, ni tampoco de hacer alarde de las habilidades de cada cual. Era el momento de machacar y matar, de repartir tajos y herir, de infundir miedo al enemigo. Lanferelle alzó el mazo contra un hombre que llevaba la librea del duque y, tras partirle el yelmo y el cráneo en dos, lo arrancó con las púas ensangrentadas, y lo blandió contra otro, tirándolo de espaldas. Pudo ver claramente al duque a su derecha pero, antes, tenía que acabar con el hombre que se encontraba a su izquierda, lo que hizo descargando un poderoso mazazo.

—¡Guardaos! —le gritó al duque, que se había calado la visera, al tiempo que blandía la espada, que restalló contra la armadura del francés; Lanferelle descargó el hachón sobre el hombro del duque y tiró de él, arrastrándolo hacia delante; el duque, hombre de buena estatura, trastabilló, perdió el equilibrio y cayó al suelo cuan largo era—. ¡Mío! ¡Ya me encargo yo de este hijo de puta! —vociferó Lanferelle, disfrutando de la euforia del combate, exultante como todo guerrero que se siente superior a sus enemigos.

Se quedó a su lado, aplastándole el espinazo con un pie y acabando con todos los que acudían en su ayuda. Rodeado de cuatro de sus caballeros, pertrechados de mazas, insultaban a los ingleses antes de deshacerse de ellos.

—¡Quiero ese estandarte! —vociferó Lanferelle, pensando en lo bien que quedaría en el salón de su mansión la enorme bandera colgada de las vigas renegridas por el humo que sustentaban la galería de los músicos, e imaginándose al duque confinado, teniendo que verlo durante los días que se prolongase su cautiverio—. ¡Ven y disponte a morir! —le gritaba al portaestandarte, pero los caballeros ingleses le obligaron a apartarse del inminente peligro y fueron a por Lanferelle, que esquivó sus envites, arremetiendo contra ellos con todas sus fuerzas, descargando su pesado mazo hasta hacerles perder el equilibrio, sin dejar de pedir a voces a aquellos de los suyos que venían detrás que le cubrieran las espaldas, que contuviesen a los que se abalanzaban sobre él; no les quedó otra que mostrarse amenazantes con sus compatriotas para que Lanferelle pudiera manejar el hachón a su antojo contra cualquiera que osara plantarle cara. Con sus mazas de guerra, los cuatro hombres que iban con él machacaban las líneas inglesas, tan poco compactas que Lanferelle pensó que podía cruzarlas y situar un pelotón de franceses en la retaguardia del escuadrón inglés desplegado en el centro. ¿Por qué no capturar al rey, además del duque?

—¡Adelante, adelante! —instó a los suyos; pero cuando trató de dar un paso, tropezó con los cadáveres tendidos junto a las piernas del duque de York. A patada limpia, Lanferelle trató de librarse de los muertos que le estorbaban, pero se encontró con la lanza de un inglés que fue a estrellarse contra su coraza, obligándolo a retroceder—. ¡Hijo de puta! —gritó el francés, enarbolando las ensangrentadas púas de su mazo contra aquel hombre de rostro adusto; de repente, escuchó una advertencia, volvió la vista a la izquierda y observó que los ingleses se habían adentrado en las líneas francesas e intentaban una maniobra envolvente para atacarles por la espalda. Pensó que aún tenía tiempo de cruzar las líneas enemigas, intentó ponerse en marcha y, una vez más, los cadáveres diseminados por el suelo se lo impidieron; le salió al paso un inesperado ataque por parte de un puñado de ingleses que, con lanzas, mazas de guerra y mazos, arremetían contra su armadura, y no le quedó más remedio que retroceder. De momento, al menos, su tentativa de romper las líneas inglesas había concluido en fracaso.

Se replegó, pues, dejando al duque de York tumbado en el barro, boca abajo. Aturdido y pisoteado, el duque se había ahogado en un charco de sangre. Los ingleses dejaron atrás el cadáver del duque y fueron en pos de Lanferelle y de su estandarte del sol y el halcón; con rápidos y certeros golpes, sin embargo, el francés los mantuvo a raya. No sabía que el duque había muerto, y lamentó tener que dejarlo escapar, en ese momento. Entonces, a su izquierda, observó otro estandarte con un león rampante blasonado con una corona, que se había internado en las líneas francesas, y pensó que el rescate que podría obtener por sir John Cornewaille bastaría para hacer de él un hombre rico.

—¡Seguidme! —gritó, antes de cargar y abrirse paso a empellones y mandobles, para salir al encuentro de sir John.

Lejos, a su derecha, se libraba una encarnizada batalla en torno a los cuatro estandartes regios. Eran muchos los franceses que se disputaban el honor de capturar al rey inglés, enfrentándose a la misma y pavorosa perspectiva que el resto de los atacantes. Agotados de caminar por el barro y heridos de flecha, los hombres que marchaban en primera línea no tardaron en sucumbir a los hachazos, mazazos y otras perrerías que les infligieron los integrantes de la guardia del rey. Después de tropezar con los cadáveres de sus compañeros, les llovían hachazos de todas partes; empero, seguían adelante. Una lanza francesa se clavó en la escarcela de Humphrey, duque de Gloucester y hermano pequeño del rey, que fue a caer entre los surcos tras la punzada recibida en la entrepierna. Unos cuantos franceses trataron de tomar como prisionero al herido, pero Enrique no se apartó del lado de su hermano, descargando mandobles a diestro y siniestro para disuadir al enemigo. Sin inquietarse por tener que pelear en situación de desventaja frente a adversarios que enarbolaban mazas de guerra y hachas, Enrique blandía la espada, arma que consideraba más propia de un rey, convencido de que tenía a Dios de su lado. Sentía la presencia de Dios en su interior, Él era quien le insuflaba fuerzas. Su yelmo coronado encajó un terrible e inesperado hachazo, pero Dios lo protegía: el golpe le arrancó de cuajo uno de los florones dorados de la corona y le abolló la cimera, pero el acero resistió y la caperuza de cuero amortiguó el impacto. Sano y salvo, Enrique hundió la espada en la axila del agresor, al tiempo que profería su grito de guerra:

—¡Por san Jorge!

Un seráfico júbilo, regalo de Dios, sin duda, animaba a Enrique de Inglaterra. Jamás en su vida se había sentido tan cerca de Dios: casi le daba pena matar a quienes se le acercaban porque se aprestaban a morir en nombre de Dios. Los hombres de su guardia lo rodeaban y, uno por uno, fueron segando la vida de dieciocho franceses que la noche anterior, solemnemente, se habían juramentado para matar o hacer preso al rey de Inglaterra. Unidos por tan grave promesa, juntos habían atacado y, juntos también, habían perecido. Ante sí yacía el sanguinolento amasijo que formaban sus cuerpos, clara advertencia para quienes soñaban con capturar al rey. Un francés gritó palabras altisonantes y se abalanzó sobre el rey con un mazo de púas. El rey empuñó la espada con firmeza y se la clavó en la hendidura de la visera; el mazo fue a parar sobre uno de los soldados que estaban junto al rey; otro de los caballeros le clavó una pica en la garganta y su sangre corrió a raudales por el mango de hierro del arma. El francés cayó de rodillas, momento que el rey aprovechó para hundir su espada en la visera del caballero, rebanándole los labios y la lengua: comenzó a salir sangre por la ranura, mientras un hacha se abatía sobre el yelmo del adversario, partiéndole en dos la cabeza, salpicando de sangre al rey que, una vez liberada la espada, esquivó a tiempo una lanzada.

—¡Por san Jorge! —gritó, convencido de que una fuerza divina fluía por su venas. El de la lanza llevaba la visera alzada, y Enrique reparó en el terror que revelaba su mirada, al que siguió una muda petición de clemencia en cuanto se vio privado del arma. Pero Dios no estaba dispuesto a mostrarse misericordioso con los enemigos de Enrique y, de un solo tajo en la cara, el rey le arrancó los ojos. Uno de los guardias del rey descargó un mazazo sobre el yelmo del hombre ciego, y otro cuerpo vino a sumarse al montón de cadáveres franceses que defendían las líneas inglesas.

Las líneas inglesas resistieron. En algunos sitios, retrocedieron ante el ímpetu de los atacantes, pero las hileras se mantenían incólumes, protegidas además por muros de franceses muertos o heridos. En otros, sin embargo, los ingleses se habían lanzado al contraataque y avanzaban. Los franceses, incapaces de seguir adelante, comenzaron a dispersarse por los flancos.

Pero los arqueros se habían quedado sin flechas.

—Tú decides: morir o pelear —propuso una voz jovial y lejana, como si a su dueño poco le importase la suerte que habría de correr Nicholas Hook.

—¡Me cago en Dios, Nick! ¡Vienen a por nosotros! —dijo Tom Scarlet, muy alterado. Los arqueros se habían resguardado tras la primera línea de estacas, desde donde observaban el ataque de los caballeros desmontados franceses contra las líneas inglesas. Al comprobar que las endebles líneas de los suyos plantaban cara al enemigo, habían prorrumpido en animoso griterío. Luego, vieron cómo los atacantes se desplegaban hacia las estacas.

—Podemos pelear o morir —contestó Hook, desprendiéndose de su arco, que de nada valía sin flechas, y flechas era de lo que, precisamente, carecían.

—A pelear, pues —dijo la voz de nuevo; Hook se dio cuenta de que era san Crispín, el santo más severo, quien le hablaba.

—Por fin te oigo —exclamó en voz alta, tan sereno como asombrado.

—Como que estoy aquí, Nick —repuso Scarlet—; ya me gustaría estar en otra parte, pero aquí me tienes.

—¡Pues claro que estamos aquí! —continuó san Crispín, con aspereza—. ¡Estamos aquí para resarcirnos! ¡Así que a pelear, pedazo de cabrón! ¿A qué estás esperando?

Hook se paró un momento a observar a los franceses, y tuvo la impresión de que no trataban de dar el esquinazo a los caballeros armados ingleses, sino más bien de escapar de la espantosa matanza que tenía lugar a su izquierda. Al cabo de un instante, consideró también la posibilidad de que unos cuantos franceses se decidiesen a atacar a los arqueros, menos protegidos, y tratar de llegar a las líneas del rey desde la retaguardia.

—¿A qué estás esperando? —le insistió el santo, irritado—. ¡En el nombre de Cristo, haz tuyos los divinos designios y acaba con esos jodidos cabrones!

Hook sintió un escalofrío de miedo. Dando tumbos, un francés se aproximaba a las estacas: con el espaldar partido y ensangrentado, llevaba el brazo izquierdo colgando del hombro.

—¿Qué hacemos, Nick? —le preguntó Scarlet.

—¡Acabar con ellos —rugió, al tiempo que se hacía con el hachón que llevaba a la espalda—, acabar con esos jodidos cabrones! ¡Por san Crispín, a por ellos!

Aquel grito bastó para enardecer a los arqueros que, sin pensárselo dos veces, se apartaron de las estacas y aullaron desafiantes, dispuestos a cargar contra el flanco enemigo. Los arqueros portaban hachones, espadas y mazos. La mayoría iban descalzos, ninguno llevaba protección en las piernas; sólo unos pocos lucían coraza; en contrapartida, en medio de aquel lodazal, eran mucho más rápidos que los franceses.

—¡Acabad con ellos! —gritó Evelgold, y fueron más los arqueros que respondieron a su llamada. Bajo el cielo plomizo, germinó la fiereza, un repentino e incontrolado deseo de acabar con aquéllos que habían prometido cortarles los dedos. Y así fue cómo ingleses y galeses, dotados de robustos brazos tras tantos años de empuñar el arco, se pusieron en marcha para acabar con la flor y nata de la caballería francesa.

Sin hacer caso del hombre herido, Hook se enfrentó con un gigantón de sobrevesta roja y reluciente. A lo loco, lanzó la primera estocada, que bien se hubiera merecido el desdén de sir John, caso de haber estado presente el caballero; el francés retrocedió para esquivar el envite y le apuntó con una lanza corta; era tal el impulso que llevaba Hook que dejó al francés a sus espaldas y, cuando el gigantón se volvió en su busca, Will of the Dale le asestó un mazazo en la cubrenuca y el francés rodó por el barro. Geoffrey Horrocks se acuclilló a su lado, le alzó la visera y le clavó la fina y larga hoja de un cuchillo en el ojo. Hook blandió el hacha contra un hombre que lucía una capa rayada blanquinegra, arreándole con tanta fuerza en el peto que el caballero cayó de espaldas; arremetió después contra el brazo de un guerrero que enarbolaba una espada, mientras otro arquero descargaba el mazo sobre el yelmo que le cubría la cabeza. Con los pies atrapados en el lodo, el francés no podía hacer nada para evitar los golpes que recibía y, cercado por los ágiles arqueros, sus envites y arremetidas quedaron en agua de borrajas. Como ya no caían flechas, el enemigo peleaba con las viseras alzadas. Hook no tardó en descubrir lo fácil que era clavarles la pica del hachón entre los ojos, obligándoles a retorcerse de dolor, mientras otro de sus compañeros le asestaba un mazazo. Hachones, mazos y mazas eran los instrumentos de semejante carnicería, armas pesadas que, empuñadas por brazos de arqueros, aplastaban yelmos y quebrantaban osamentas a pesar de la armadura. Los que no las llevaban, se apoderaban de las que abandonaba el enemigo y buen uso que les daban, mientras más y más arqueros dejaban atrás las estacas y se sumaban a la refriega.

Porque de eso se trataba, de una refriega, una trifulca tabernaria, como el juego de la pelota en Navidad, cuando los mozos de dos aldeas se enfrentaban a puñetazos, zancadillas y patadas, con la única diferencia de que plomo, hierro y acero se incluían en el juego de aquella jornada. Dos o tres arqueros iban a por un hombre y, entre zancadillas y mazazos, lo abatían; luego, uno de los suyos se agachaba junto al caído y le clavaba un machete en la cara. La forma más rápida de deshacerse de ellos era clavándoles el cuchillo en el ojo mientras, al ver la hoja de cerca, los franceses a voces pedían misericordia; bastaba con una leve y certera presión para que la punta de la daga atravesase la pupila, y los alaridos cesaban a medida que la hoja se adentraba en la sesera. No perdían mucha sangre. A las trompetas inglesas que seguían atronando el aire y al entrechocar de armaduras de los caballeros desmontados que peleaban en el centro de la campa, se unieron los gritos de los arqueros que llevaban a cabo su particular matanza en las alas francesas.

Había llegado la hora del desquite. Mientras luchaba, a Hook no se le iba de la cabeza lo que había pasado en Soissons. Sabía que era el día en que se conmemoraba la festividad de los dos santos que estaban de su parte, que los dos bienaventurados se resarcirían contra Francia por las atrocidades que los franceses habían perpetrado en la ciudad de la que eran patrones. Hook clavaba la pica del hachón en los rostros de sus enemigos y, cuando éstos se retorcían tratando de zafarse, los enganchaba con la hoja por el hombro y tiraba de ellos hasta que, con los pies atrapados en el fango, tropezaban, momento en el que descargaba el mazo sobre el yelmo y un enemigo más caía.

Eran tantos los franceses muertos y heridos que Hook tenía que saltar por encima de sus cuerpos para enfrentarse con el enemigo. Con él iban Tom Scarlet, el grandullón de Will Sclate y Will of the Dale, gritando como demonios, al igual que otros muchos arqueros. Hook recibió una estocada, pero el verdugo y la cota de malla pararon el golpe, momento que aprovechó el enorme y ceñudo Sclate para descargar el hacha sobre el atacante. Otro francés cayó al suelo tras recibir una cuchillada de Hook; Will of the Dale le asestó en el muslo un hachazo que le atravesó el quijote, y del tosco tajo, brotó un espeso chorro de sangre. Un arquero repartía testarazos a diestro y siniestro con un mazo, destrozando acero y cráneos y segando vidas con cada golpe. Un francés, con la pierna rota de un martillazo, de rodillas suplicaba y proclamaba a gritos que se rendía, que pagaría el rescate que le exigiesen; nadie le hizo caso, y dijo adiós a la vida en cuanto uno de los arqueros le clavó el machete en la cuenca del ojo. Sin darse cuenta de lo que hacía, Hook no dejaba de lanzar alaridos mientras repartía estopa a mansalva. Cubiertos de barro, salpicados de sangre y con las piernas desnudas, los arqueros aullaban y mataban: tanto frenesí era una forma de conjurar el miedo que sentían.

Un gallardo caballero francés, revestido de una sobrevesta dorada, logró esquivar una estocada de Tom Scarlet, y alzó el mazo dispuesto a hundirle el cráneo al insolente arquero, pero Hook le clavó la pica del hachón en la parte posterior del cuello, atravesándole la cubrenuca de acero; el hombre se vino al suelo en cuanto Hook extrajo el arma, antes de hundir la pica en la cintura de otro adversario. Sclate, el hombretón de campo, descargó el mazo en la entrepierna del herido, que profirió un alarido que pudo escucharse a lo largo y ancho de la ensangrentada campa de Azincourt.

Otro francés que portaba una elegante capa salpicada de barro, una cinta de seda azul atada al cuello y un león de plata en la cimera del yelmo dobló una rodilla en tierra, se sacó el guantelete de la mano derecha y se lo tendió a Hook que, a cuatro o cinco pasos de él, rumiaba cómo descargar el hachón sobre aquel reluciente león, cuando, de repente, se dio cuenta de lo que trataba de decirle.

—¡Nos rendimos! ¡Nos rendimos! —gritaba el francés.

—Despojaos del yelmo —le increpó, al tiempo que se hacía con el guantelete. Aún no habían recibido la orden de hacer prisioneros y, antes de la batalla, sir John les había insistido en que ni hablar de prisioneros hasta que el rey no proclamase que suya era la victoria. Hook no hizo caso de tal recomendación: los franceses se estaban rindiendo.

Cada vez era mayor el número de franceses que se desprendían de los guanteletes y depositaban los yelmos en el lodo, mientras sus captores les instigaban a que siguieran peleando.

—¿Qué vamos a hacer con estos cabrones? —le preguntó Will of the Dale.

—Atarles las manos —repuso Hook—, ¡con cuerdas de arco!

El primer regimiento francés se batía en retirada. Demasiadas bajas, tantas que los que seguían con vida no se encontraban con ánimos para proseguir un combate que había dejado los surcos anegados en sangre.

Apoyado en el hachón, Hook contempló cómo un arquero, con una capa azul empapada en sangre, parloteaba entre los heridos. Había caído en sus manos un martillo de guerra, un arma contundente, mitad martillo, mitad garfio, y los remataba traspasándoles los yelmos con el peto que, encajado en larga asta y un punzón afilado como remate, bastaba para perforar el acero y destrozar los cráneos que protegía.

—¡Es como cascar huevos! —gritaba, como loco, mientras partía en dos otra cabeza—. ¡Hijos de puta, cabrones! —bramaba, sin dejar de asestar golpes mortales. Los heridos suplicaban misericordia, pero daba igual: el punzón se abatía sobre ellos. Hook no se sintió con fuerzas para decirle que parase. Había perdido la cabeza: lo único que parecía recordar era que tenía que matar. Clavaba una y otra vez el peto, aunque el hombre ya hubiera muerto. Un mastín, que no se separaba del malherido cuerpo de su amo, no dejaba de ladrar al inglés que, primero, acabó con el perro y, luego, se deshizo de su amo—. Así que ibas a cortarme los dedos —rugió, sin soltar el peto con que tironeaba del destrozado yelmo del cadáver—. ¡Yo sí que te voy a cortar tu jodida polla! —de repente alzó los dos dedos que utilizaba para disparar el arco y, estirándolos y encogiéndolos, se los mostró a los cadáveres que había sembrado a su alrededor—. ¿Por qué no me los cortáis ahora, hijos de puta?

—¡Bendito sea Dios! —suspiró Tom Scarlet, con el rostro empapado de sangre francesa, bermellón el verdugo de cota de malla y las piernas, desnudas por debajo del calzón, cubiertas de barro—. ¡Bendito sea Dios! —repitió.

Una larga hilera de cadáveres indicaba hasta dónde habían llegado los franceses. A la vista de tanto horror, el primer regimiento se batía en retirada. Los ingleses no fueron en pos de ellos: tras la matanza, estaban agotados, exhaustos. Condujeron a los prisioneros detrás de sus líneas, mientras ingleses y galeses se miraban unos a otros, asombrados de seguir con vida.

Sonaron de nuevo las trompetas. Hook volvió la vista al norte y contempló cómo el segundo regimiento francés, tan numeroso como el primero, se ponía en marcha.

Se reanudaba, pues, la batalla.

—¡No va a quedar ni uno allí arriba! —dijo sir Martin—. ¡Todos perderán la vida en los puestos que les hayan asignado! ¡A lo mejor ya eres viuda! —continuó con una sonrisa, que dejó sus amarillentos dientes al descubierto—. Porque me enteré de que te habías casado. ¿Cómo se te ocurrió hacer una cosa así, hija mía? El matrimonio es una institución para gente respetable, no para quienes son carne de cañón, como Hook. Poco importa. A estas alturas, seguro que ya eres viuda, pero, ¡por Dios, una viuda de muy buen ver! ¡Y ahora, calladita, muchacha, quédate como estás! El hombre prevalecerá sobre la mujer, dice la sagrada escritura, bendita palabra inspirada por Dios. ¡Así que has de obedecerme! —para añadir con gesto grave—: ¿Qué es esa asquerosa mancha que observo en tu frente?

—Una plegaria —contestó Melisenda que, tras haber encontrado un dardo, a tientas buscaba la forma de encajarlo en la acanaladura de la ballesta pero, oculta como estaba el arma en el morral, no acertaba con el mecanismo, ni siquiera estaba segura de haber colocado bien la saeta. Acuclillado entre las piernas de la chica y apoyándose en su mano izquierda, se inclinaba sobre ella, mientras con la derecha trasteaba entre los muslos de la joven; de sus labios pendía un hilillo de saliva.

—¡No me gusta! —dijo sir Martin, quien, para borrar las negras letras, tuvo que sacar la mano derecha de la entrepierna femenina—. ¡Tienes que lucir preciosa para mí! ¡Estáte quieta, chiquilla! ¿No querrás que te dé un sopapo?

—Si no me muevo —protestó Melisenda, aunque lo cierto es que se estiraba cuanto podía, esforzándose por quitarse de encima el espantoso peso que la oprimía. Tras renunciar a limpiarle la frente, sir Martin volvió a hundir la mano entre sus piernas. Al sentir cómo la tocaba, Melisenda gritó; el cura esbozó una sonrisa.

—La mujer se hizo para disfrute del hombre, palabra de Dios Todopoderoso. Así que vamos a engendrar un hijo, ¿te parece bien?

Aunque no estaba segura y tampoco tenía tiempo de comprobarlo, pensó que había encajado la saeta y tiró de la ballesta, llevándose el costal de paso, en el instante en que sir Martin se erguía sobre ella dispuesto a poseerla.

Ave María, ave María —exclamó, en el momento en que Melisenda colocaba el zurrón entre su vientre y el del cura; tiró de la llave.

No pasó nada.

No había vuelto a tocar el arma y, tensada en el morral, quizá la llave se hubiera aherrumbrado. Dio un grito. A sir Martin se le cayó la babilla de los labios y le propinó una bofetada; movió el dedo de nuevo y, esta vez, saltó el resorte que liberaba la cuerda, la acerada verga emitió un desagradable chirrido, y la corta y gruesa ballesta de hierro rasgó el costal.

Al punto, sir Martin pareció retirarse de ella; se la quedó mirando con unos ojos como platos, mientras torcía la boca con gesto de horror.

Gritó como un verraco cuando lo castran. De la entrepierna le brotó un chorro de sangre tibia que se deslizó sobre los muslos de Melisenda. De la vejiga, le sobresalían las tiras de cuero de la ballesta; entre las piernas, le asomaba la herrumbrosa punta de hierro del virote; a gatas y retorciéndose a la desesperada, Melisenda se escabulló, mientras sir Martin clavaba las uñas en la túnica desgarrada, sin soltarla. Era él quien gritaba en aquel momento, arrebujando la tela como si fuera su tabla de salvación; dejando la túnica entre sus manos, Melisenda se apartó, mientras él se revolcaba por el suelo húmedo, lloriqueando y gimiendo, llevándose la tela a la entrepierna malherida.

—Morirá —dijo Melisenda—. Se desangrará hasta morir —continuó, agachándose a su lado, mientras el cura no apartaba de ella sus ojos inyectados en sangre—, y me quedaré aquí riéndome hasta que muera —concluyó.

De repente, se oyó otro alarido, procedente de la aldea. Melisenda vio que unos desconocidos merodeaban entre las carretas, gente que echaba a correr hacia los carromatos, y otros que se apresuraban por la orilla del arroyo. Eran lugareños, con azadas, hachas y machetes, campesinos que reclamaban su parte del botín. Uno de los hombres reparó en ella, y se le acercó con la misma expresión lujuriosa que había observado en el rostro de sir Martin.

Melisenda estaba desnuda.

En aquel momento, se acordó de la sobrevesta.

Echó una última ojeada a sir Martin, que agonizaba, se hizo con el morral y la bolsa de cuero con las monedas, y se arrojó al arroyo.