Capítulo 9
No irían acompañados de pesados carromatos en aquella ocasión. Hombres, caballerías de carga y carretas bastarían para transportar los enseres necesarios.
—Tenemos que movernos deprisa —se justificó sir John.
—Arrogancia, pura soberbia —le comentó el padre Christopher a Hook al cabo de un rato.
—¿Soberbia?
—¡El rey no puede plantarse en Inglaterra exhibiendo la conquista de Harfleur como único trofeo a cambio de tanto despilfarro! No le basta con dar una patada al perro francés: necesita cortarle el rabo de paso.
El perro francés, sin embargo, parecía dormitar. Los ojeadores informaban que el ejército francés era cada vez más numeroso, pero todo indicaba que seguía concentrándose en Ruán. Eso fue lo que llevó al rey de Inglaterra a demostrar ante toda la Cristiandad que nada le impediría desplazar sus tropas desde Harfleur hasta Calais.
—Tampoco está tan lejos —les dijo sir John a los suyos—; una semana de marcha como mucho.
—¿Qué sacaremos en limpio de esos siete días de caminata por Francia? —le preguntó Hook al padre Christopher.
—Nada —repuso el cura, con toda franqueza.
—¿Qué sentido tiene, pues?
—Dar por sentado que podemos hacerlo, que tenemos a los franceses bajo nuestra férula.
—¿Por eso prescindimos de los carromatos?
—No vamos a permitir que esos pobres franceses nos la jueguen, ¿verdad? —contestó el cura, con una sonrisa—. ¡Eso sí que sería un desastre, joven Hook! Prescindamos, pues, de doscientos carromatos, a cual más pesado, que nos demorarían demasiado. Para eso están los caballos, las espuelas y que el diablo arree al que se quede rezagado.
—¡Lo que vengo a deciros es importante! —les había gritado sir John a los suyos, tras irrumpir en la taberna de Le Paon y dar un golpe con el pomo de la espada en uno de los toneles—. ¡Escuchadme con atención! ¿Me oís todos? Llevad comida para ocho días, y todas las flechas que podáis. ¡Armas, armaduras, flechas y comida! ¡Nada más! Si veo que alguno de vosotros carga con algo que no sean armas, armaduras, flechas y comida haré que se trague lo que sea y yo mismo se lo sacaré por su hediondo culo. ¡Tenemos que movernos deprisa!
—Igual que antaño —le dijo el padre Christopher a Hook, la mañana siguiente.
—¿Y eso?
—¿Acaso no conoces la historia de tu tierra, Hook?
—Sé que a mi abuelo lo mataron, igual que a mi padre.
—¡Es cierto que la familia es lo primero! —respondió el cura—. Pero remóntate a los tiempos de tu bisabuelo, cuando el rey se llamaba Eduardo, el tercero de ese nombre. También él andaba en correrías por Normandía cuando, de repente, tomó la decisión de efectuar una rápida incursión sobre Calais, pero se quedó a medio camino.
—¿Perdió la vida?
—No, gracias a Dios. Derrotó a los franceses. Algo te habrán contado de Crécy.
—Claro que sí —dijo Hook; todos los arqueros habían oído hablar de Crécy, la batalla en que los arqueros ingleses habían doblegado a la nobleza de Francia.
—De modo que estás al tanto de que fue una batalla memorable, en la que Dios se decantó por los ingleses. Pero también debes saber que los designios de Dios son inescrutables.
—¿Me está diciendo que Dios no está de nuestra parte?
—Lo que quiero decirte, Hook, es que Dios siempre está del lado de los vencedores.
El arquero se quedó pensativo un momento. Estaba afilando las puntas de las flechas, cabezas y barbas, contra una piedra de amolar. Recordó todas las anécdotas que había escuchado de niño, cuando los mayores hablaban de las nubes de flechas que se lanzaron sobre Crécy y Poitiers; le mostró la punta de una de ellas al padre Christopher.
—Si tenemos ocasión de enfrentarnos con los franceses, ganaremos —afirmó muy seguro—. Con esto atravesaremos sus armaduras, padre.
—Tengo la penosa sensación de que el rey piensa lo mismo que tú —dijo el cura, con cariño—. Piensa que Dios está de su parte, aunque su hermano no lo vea así.
—¿Cuál de los dos? —preguntó Hook; el duque de Clarence y el duque de Gloucester se habían unido a las tropas invasoras.
—Clarence —contestó el cura—. Regresa a Inglaterra.
Hook se enfurruñó al enterarse. No faltaba quien afirmaba que el duque era incluso mejor soldado que su hermano mayor. Hook se quedó mirando la punta de una flecha: gran parte de la larga y puntiaguda cabeza estaba herrumbrosa, pero la punta metálica, letalmente afilada, estaba reluciente. Se la pasó por la palma de la mano, se humedeció los dedos y los deslizó por la emplumadura.
—¿Por qué se va?
—Me imagino que no está conforme con la decisión que ha tomado su hermano —dijo el padre Christopher, con cautela—. Oficialmente, el duque se encuentra indispuesto, pero tenía un aspecto demasiado saludable para estar enfermo. Sin olvidar que, si Enrique muriese, no lo quiera Dios, Clarence se convertiría en el rey Tomás.
—Nuestro Enrique no morirá —masculló Hook, con vehemencia.
—Bien podría suceder, caso de caer en manos de los franceses —continuó el cura, impertérrito—; al menos se ha dejado guiar por la prudencia. En vez de avanzar hacia París, como él quería, le aconsejaron que sería mejor volver a Inglaterra; al final, se conformó con Calais. Y con la ayuda de Dios, Hook, llegaremos a esa plaza antes de que los franceses caigan sobre nosotros.
—Lo dice usted como si tuviéramos que echar a correr.
—No tanto, pero casi —repuso el cura—. Párate a pensar en tu preciosa Melisenda un momento.
—¿Qué pinta ella en todo esto? —preguntó Hook, tan hosco como aturullado.
—Imagínate que los franceses están apostados en su ombligo, Hook, y que nosotros nos encontramos a la altura de su pezón derecho; lo que pretendemos es llegar al otro pezón, al izquierdo, y encomendémonos a la misericordia divina para que los franceses no lleguen antes que nosotros a la hendidura del escote.
—¿Y si lo consiguen?
—En ese caso, la hendidura se convertirá en el tenebroso valle de la muerte —dijo el padre Christopher—, así que reza para que nos demos toda la prisa que podamos y que los franceses sigan dormitando.
—¡Nada de remilgos! —les había dicho sir John a sus arqueros en la taberna—. ¡No podemos llevar las flechas en toneles, por la sencilla razón de que no dispondremos de carromatos para llevarlos con nosotros! ¡Y nada de entredoses! Así que, ¡apiñadlas bien, y bien derechas!
En esa posición, las emplumaduras quedaban apretujadas; las plumas aplastadas restaban precisión a las flechas, pero no había más remedio que estrujarlas en fundas rígidas para atarlas a los borrenes de las sillas de las monturas, o cargarlas a lomos de acémilas. Dos días tardaron en tener listos los haces; el rey había ordenado que llevasen todas las que estuvieran en condiciones, y eso significaba transportar cientos de miles de flechas. Amontonaron cuantas pudieron en las carretas de labranza que se unirían al ejército; como no disponían de tantos carros, hasta los jinetes recibieron órdenes de portar tantos haces como les fuera posible en los cuartos traseros de sus cabalgaduras. Hacia Calais se disponían a partir cinco mil arqueros, capaces de disparar entre sesenta y setenta mil flechas por minuto, aunque nunca se ganó una batalla en un minuto.
—Ni aun llevando todas las flechas que tenemos, tendríamos suficientes —rezongaba Thomas Evelgold—. Cuando se nos acaben, nos dedicaremos a tirarles piedras a esos cabrones.
Dejaron una guarnición de retén en Harfleur. Un contingente considerable de más de trescientos caballeros y casi un millar de arqueros, aunque con un escaso número de caballos, porque el rey se había quedado con todas las caballerías, a excepción de los corceles de guerra de los caballeros: los necesitaban para llevar flechas. Incluso las tropas defensoras del fuerte se quedaron sin proyectiles, a la espera de recibir, en cualquier momento, un nuevo cargamento procedente de Inglaterra, donde los guardabosques se afanaban en cortar ramas de fresno, los herreros forjaban puntas y barbas de cabezas de flecha y los artesanos encolaban las plumas.
—¡Nos moveremos con la mayor presteza! —gritaba un cura, con voz estentórea, por todas las calles de Harfleur el día antes de la partida, leyendo un pergamino en el que, por escrito, se recogían las órdenes del rey; en eso consistía su tarea, en que todos los hombres escuchasen el mandado regio—. ¡Que nadie se haga el remolón y, no lo olvidéis, los bienes de la iglesia son sagrados! ¡Cualquiera que saquee una propiedad eclesiástica será reo de horca! ¡Dios está de nuestro lado y, si iniciamos esta empresa, es para demostrar que, gracias a su misericordia, somos los legítimos dueños de esta tierra!
—¡Ya le habéis oído! —vociferó sir John, cuando el cura siguió adelante—. ¡Apartad vuestras sucias manos de los bienes de la iglesia! ¡No violéis a ninguna monja! ¡No es agradable a Dios, ni tampoco a mis ojos!
Aquella misma noche, en la iglesia de Saint-Martin, el padre Christopher unió en matrimonio a Hook y a Melisenda. La joven lloraba; el muchacho, de rodillas, observaba la cera que se deslizaba por las velas del altar y suspiraba por que san Crispiniano le dijese algo, pero el santo guardaba silencio. Pensaba en cuánto le habría gustado que su hermano estuviese presente en la ceremonia, pero no había tenido oportunidad de decírselo. El padre Christopher le había insistido en que había llegado el momento de que Hook convirtiese a Melisenda en su esposa y, sin más dilación, los había llevado a la iglesia desmochada.
—Id con Dios —dijo el cura al finalizar la ceremonia.
—Gracias a Él estamos aquí —dijo Melisenda.
—En ese caso, rezad para que no se aparte de vosotros porque, en estos momentos, más que nunca estamos necesitados de su ayuda —contestó el cura, dándose media vuelta e inclinándose ante el altar—. Y tanto que sí —añadió, en tono lúgubre—: los borgoñones se han puesto en marcha.
—¿Para unirse a nosotros? —preguntó Hook, a quien se le antojaba que mucho había llovido desde que él mismo vistiese la cruz roja y dentada de Borgoña y fuese testigo de cómo los franceses pasaban a cuchillo una población entera.
—No —repuso el padre Christopher—, para ponerse de parte de Francia.
—Pero… —acertó a decir tan sólo.
—Han dejado aparte las querellas de familia, y ahora son enemigos nuestros.
—Aun así, ¿vamos a emprender la marcha?
—Tales son las órdenes del rey —dijo el cura, con frialdad—. Somos un ejército pequeño en los confines de un enorme país —añadió—, pero al menos vosotros dos seguiréis unidos para siempre, incluso después de la muerte.
—Demos gracias a Dios —exclamó Melisenda, santiguándose.
Al día siguiente, martes, ocho de octubre, festividad de santa Benedicta, bajo un cielo despejado, las tropas iniciaron su andadura.
Se dirigieron hacia el norte, bordeando la costa. Hook notó cómo remontaba la moral de la tropa, a medida que se alejaban del agujero de heces y muerte que era Harfleur: los hombres sonreían sin motivo, los amigos retomaban las bromas con gusto, y había quienes espoleaban a las caballerías para darse una galopada por el mero placer de sentirse otra vez al aire libre.
Sir John Cornewaille cabalgaba al frente de la vanguardia del ejército; sus hombres marchaban en primerísimo lugar, a la cabeza de la columna. Entre la cruz de san Jorge y la bandera de la Santísima Trinidad, ondeaba el estandarte de sir John, enseñas que escoltaban caballeros de las huestes de sir John, seguidos por cuatro tambores a caballo que no dejaban de aporrear sus instrumentos. Por delante de todos, escudriñando la ruta, cabalgaban los arqueros, al acecho ante cualquier posible emboscada, pero no hubo tal. Los franceses aguardaron a que pasase la atenta y bien pertrechada vanguardia para salir de Montvilliers, una ciudad al pie del camino que seguían. Desde los bosques, los ballesteros les dispararon y un grupo de jinetes cargó contra el cuerpo de ejército. Hubo un amago de refriega, antes de que los atacantes, menos de cincuenta, viéndose en inferioridad de condiciones, se retirasen, no sin llevarse media docena de prisioneros y acabar con dos ingleses.
La escaramuza tuvo lugar el primer día de marcha. A continuación, los franceses parecieron dormitar de nuevo, de modo que los jinetes cabalgaban sin armadura, dejando que las acémilas cargasen con cotas de malla y piezas de metal. Con las alegres banderolas ondeando a la cabeza de cada contingente, los vivos y diferentes colores que lucían los jinetes daban al cortejo una apariencia festiva. Mujeres, pajes y criados cabalgaban detrás de los caballeros, guiando a las bestias de carga que transportaban armaduras, comida y enormes haces de flechas. La compañía de sir John disponía de dos carretas: una, cargada con la comida y las armaduras; la otra, repleta de flechas. Cada vez que Hook volvía la vista atrás, contemplaba una fina capa de polvo que se cernía sobre las suaves colinas y las frondosas arboledas: era el rastro que, a su paso, dejaba el ejército inglés en su serpenteo por pequeños valles que lo acercaban al río Somme. Al arquero le parecía un ejército imponente, pero lo cierto es que era poco más que una arrogante partida de menos de diez mil hombres que, sólo gracias a los más de veinte mil caballos que llevaban con ellos, resultaba más aparatosa.
El domingo siguiente dejaron atrás las pequeñas y apretadas colinas y llegaron a una extensa llanura. Sir John les había dicho que ese día arribarían al río Somme, el principal escollo que habrían de salvar durante la expedición. Cruzado el río, sólo tardarían tres días en llegar a Calais.
—¿Así que no habrá batalla? —le preguntó Michael Hook a su hermano. Aunque los hombres de lord Slayton también marchaban en vanguardia, sir Martin y Thomas Perrill se mantenían alejados de sir John y los suyos.
—Eso dicen —contestó Hook—, pero vaya usted a saber.
—O sea, que los franceses no van a intentar nada contra nosotros.
—Desde luego no ponen mucho empeño, ¿verdad? —repuso, señalando la llanura desierta que se extendía ante ellos. Tanto él como el resto de los arqueros de sir John marchaban medio kilómetro por delante del grueso del ejército, marcando el camino a seguir para llegar al río—. A lo mejor, disfrutan viendo cómo avanzamos —añadió—, y nos dejan a nuestro aire.
—Claro que tú ya conoces Calais —continuó Michael, sin ocultar su admiración por los remotos lugares en que había estado su hermano mayor y la de cosas que había visto desde que se separaran.
—Es una sorprendente y pequeña ciudad —contestó Hook—, rodeada de una enorme muralla, con una imponente fortaleza y un montón de casas apiñadas. Una vez allí, Michael, vuelta a casa, regresamos a Inglaterra.
—Pero si acabo de llegar —replicó el más joven, enfurruñado.
—Quizá volvamos el año que viene para concluir la tarea —aventuró su hermano—. ¡Mira! —indicándole un punto a lo lejos donde, entre el follaje marrón, dorado y amarillo, se apreciaba el fulgor de una luz resplandeciente—. Debe de ser el río.
—O un lago —apuntó el más pequeño.
—Nos dirigimos a un lugar llamado Blanchetaque —le aclaró Hook.
—Mira que tienen nombres raros —comentó Michael, con una sonrisa.
—En ese sitio, hay un vado. Lo cruzaremos, y será casi como estar en casa.
Oyó el estruendo de unos cascos a sus espaldas, se volvió y contempló a sir John que, seguido por media docena de jinetes, se dirigía a todo galope a su encuentro. Sin yelmo y con cota de malla, el gentilhombre refrenó a Lucifer, sin apartar los ojos del lado izquierdo donde, tras unos montículos, se veía el mar.
—¿Ves eso, Hook? —le preguntó, de buen talante.
—¿Qué, sir John?
El noble señaló un pequeño montículo blanco que destacaba contra el mar.
—¡Gris-Nez! La Nariz Gris, Hook.
—¿Qué lugar es ése, sir John?
—Un promontorio, Hook, que queda a media jornada de Calais. ¿Te das cuenta de lo cerca que estamos?
—¿A unos tres días de camino? —aventuró Hook.
—A dos, a lomos de un caballo como Lucifer —repuso el gentilhombre, acariciando las crines de su montura. Se volvió y contempló la campiña—. ¿El río?
—Creo que sí, sir John.
—¡En ese caso el vado de Blanchetaque no debe de quedar lejos! El mismo vado que Eduardo III cruzó camino de Crécy. A lo mejor, tu bisabuelo tomó parte en aquella expedición.
—Era pastor, sir John. No empuñó un arco en su vida.
—Le bastaba con una honda —intervino Michael, titubeante porque estaba hablando con sir John.
—Como en la historia de David y Goliat, ¿eh? —replicó el caballero, sin apartar los ojos del lejano promontorio—. Me han comentado que te has casado como mandan los cánones, Hook.
—Así es, sir John.
—¡A las mujeres les encantan esas cosas —comentó el ricohombre con un toque de melancolía— y a nosotros nos encantan las mujeres, qué diablos! —continuó, de buen humor—. Es una buena muchacha, Hook. Ni un maldito francés a la vista —añadió, contemplando la llanura que se extendía ante ellos.
—Creo que hay un jinete por allí —apuntó Michael, tímidamente.
—¿Un qué, dónde? —preguntó sir John, con fastidio.
—Por ese lado, señor; me parece que es un hombre a caballo —repuso el muchacho, apuntando a una arboleda que se alzaba a algo más de un kilómetro.
Por más que aguzó la vista, el caballero no vio nada. Empero, bajo la sombra del espeso follaje de la arboleda, Hook vio a un hombre a caballo; no se movía de donde estaba.
—Por allí, sir John —afirmó el arquero.
—Ese hijo de puta nos está observando. ¿Crees que podrás atraparlo, Hook? A lo mejor sabe si esos cabrones franceses defienden el vado. Que no escape; quiero que lo traigas aquí.
Hook echó un vistazo a su derecha, buscando el lugar propicio para acercarse al caballero dando un rodeo sin que el jinete se percatase.
—Creo que sí, señor —respondió.
—En ese caso, adelante.
Hook se llevó a su hermano, a Scoyle el Londinense y a Tom Scarlet. Retrocedió en dirección al grueso del ejército para esconderse del caballero, medio agazapado, y siguió por una suave ladera que lo ocultaba a sus ojos. Giró al este del camino, espoleó a Raker y corrió al galope por una franja de hierba. Entre sotos y matorrales, un camuflaje perfecto de cara a su presa, siguieron adelante por campos sin cercados, surcados por acequias que los caballos salvaban con facilidad. El terreno era casi llano, discurría entre suaves promontorios y vaguadas que impedían la visión de los cuatro arqueros, cuando Hook aprovechó para dirigirse al norte de nuevo. A su derecha, un hombre araba la tierra: una esforzada pareja de bueyes tiraba del enorme arado que roturaba hondo porque el trigo de invierno siempre se siembra a mayor profundidad.
—¡No le vendría mal un poco de lluvia! —gritó Michael.
—Desde luego —contestó Hook.
Los caballos coronaron una pendiente casi imperceptible, y Hook volvió a ver el paisaje que no se le iba de la cabeza. No torció hacia la arboleda donde se ocultaba el jinete, sino que siguió hacia el norte para que no pudiera llegar al río Somme. A lo mejor ya se había ido. Probablemente, no era más que un caballero de alguna localidad cercana atisbando el paso del ejército enemigo, pero los pequeños nobles estaban más al tanto que los campesinos de lo que acontecía en los parajes vecinos. De ahí el interés de sir John en hablar con él.
Raker era un caballo nervioso, inquieto, impetuoso. Hook lo refrenó.
—¡Arcos! —ordenó, sacando el suyo de la funda; lo encordó apoyando el extremo inferior en el hondón del estribo.
—Tenía entendido que no pretendíamos liquidarlo —comentó Tom Scarlet.
—Si ese hijo de puta es un caballero —como suponía Hook, porque iba a lomos de una cabalgadura—, seguramente sabrá manejar la espada. Si empuñamos los cuchillos cuando lleguemos hasta él, no dudará en segarnos la cabeza, pero la posibilidad de que le claven un dardo no le hará ninguna gracia —añadió, mientras con el dedo pulgar izquierdo colocaba una flecha en la albura.
Acarició el cuello del caballo y lo espoleó para que siguiera adelante. Se acercaban a la arboleda desde el extremo más alejado del camino, para que el hombre no se moviera de donde estaba. Vio que sir John seguía en el altozano, pero el francés solitario debió de olerse algo o, simplemente, había aguardado a que los ingleses estuvieran más cerca; el caso es que salió del bosquecillo como una exhalación, aguijoneando su montura hacia el norte, en dirección al río.
—¡Maldita sea! —se lamentó Hook.
Sir John, que había visto cómo el hombre se les iba de las manos, se puso en marcha y dio orden a los suyos de seguirle pero, al contrario que el corcel del francés, las caballerías inglesas estaban fatigadas.
—No lo atraparán —aseveró Scoyle.
Hook no se dio por vencido; volvió grupas con Raker y salió de estampida. El francés se alejaba por una curva que el camino dibujaba a la derecha, pero el arquero atajó por el medio. Se dio cuenta de que no podría alcanzarlo, que no tenía posibilidad de atraparlo, pero confiaba en acercarse lo suficiente como para recurrir al arco. El jinete se volvió, vio a Hook y a los suyos, y espoleó a su montura, lo mismo que el arquero. Un estruendo de cascos que se estrellaban contra el duro terreno; Hook comprendió que el fugitivo se perdería tras los árboles en un instante, tiró de las riendas de su caballo, sacó los pies del estribo y se deslizó silla abajo: tropezó y cayó al suelo sobre una rodilla; aún sostenía el arco con la mano izquierda, se hizo con la cuerda, colocó la flecha y la tensó.
—Está demasiado lejos —gritó Scoyle, refrenando a su caballo—; no derroches una buena flecha.
—Tiene razón —remachó Michael.
Era un arco imponente, pero Hook no estaba pensando en dar en el blanco: observó la distancia que lo separaba del jinete, se hizo una idea de a dónde quería enviar la flecha, alzó el arco, disparó, la cuerda vibró, chocó contra su muñeca desnuda y la flecha pareció vacilar un segundo antes de que la emplumadura tomara impulso y la flecha iniciase su andadura.
—Dos peniques a que cae a veinte pasos —apostó Tom Scarlet.
La flecha dibujó una parábola en el cielo: sus plumas blancas se confundían con la luz de aquel día de otoño. A lo lejos, el jinete seguía galopando, ajeno por completo a la flecha que volaba por los aires antes de iniciar su letal descenso. Cayó rápidamente, en picado, como si ya no le quedaran fuerzas; el jinete se volvió de nuevo para fijarse en sus perseguidores y, en ese momento, la punta barbada de la flecha acertó de lleno en la panza de su montura, reventándola. Tan agudo debió de ser el dolor que el animal se retorció con violencia. Hook vio como el jinete perdía el equilibrio y caía al suelo.
—¡Dios mío! —exclamó Michael, alborozado.
—¡Tira! —grito Hook, mientras se hacía de nuevo con las riendas de Raker, se subió a lomos del caballo y lo espoleó, antes incluso de haber puesto los pies en los estribos. Por un momento, pensó que también él acabaría dando con sus huesos en el suelo, pero se las compuso para acomodar la bota derecha en el hondón y ver cómo el francés se encaramaba a lomos del corcel herido, que no muerto. El animal sangraba a mares; las flechas estaban hechas para desgarrar y lacerar la carne: cuanto más deprisa cabalgase el francés, más sangre perdería el caballo.
Espoleando a su caballería herida, el francés desapareció en una arboleda. Al poco, Hook, por la misma senda, llegaba al lugar. Vio al francés a cien pasos por delante de él y a su caballo, sin resuello, que dejaba un reguero de sangre. Al advertir la presencia de sus perseguidores, el hombre desmontó del caballo, que ya no se tenía en pie. Echó a correr hacia el bosque, y Hook gritó:
—¡Non!
Retuvo a Raker hasta obligarlo a detenerse. Llevaba el arco tensado y otra flecha ya dispuesta en la cuerda, con la que apuntaba al jinete que, cabizbajo, se dio por vencido. Llevaba espada, pero no armadura. De cerca, Hook observó que llevaba un atuendo distinguido: paño fino, camisola de lino y buenas botas. Era un hombre de aspecto agradable, unos treinta años, de cara angulosa, barba arreglada y unos ojos de color verde pálido que no apartaba de la punta de la flecha.
—¡Quedaos donde estáis! —dijo Hook.
No sabía si el hombre hablaba inglés, pero sin duda entendió el mensaje del arco tensado y la flecha que lo apuntaba, porque obedeció, aunque sin dejar de acariciar el hocico del caballo moribundo. Con patético relincho, el caballo dobló las manos y se dejó caer en el sendero. El hombre se agachó junto a él, mientras le pasaba la mano por encima, diciéndole cosas en voz baja.
—¡Casi se te escapa, Hook! —bramó sir John, nada más llegar.
—Casi, sir John.
—Vamos a ver qué sabe este cabrón —dijo el gentilhombre, desmontando—. ¡Que alguien acabe con este pobre animal para que no sufra! —reclamó.
Bastó con un buen mazazo en la frente. A continuación, sir John entabló conversación con el prisionero. Lo trataba con exquisita cortesía y el francés le correspondía con locuacidad, pero estaba claro que, fuera lo que fuera lo que le estuviera diciendo, sir John parecía cada vez más preocupado.
—¡Un caballo para sir Jules! —exigió a los arqueros—. Tiene que ir a ver al rey.
El francés fue conducido a presencia del rey, y el ejército hizo un alto en el camino.
Las tropas que encabezaban la expedición se encontraban a unos diez kilómetros del vado de Blanchetaque, y Calais, a sólo tres jornadas más desde aquel punto. Es decir, que en tres días, ocho después de haber partido de Harfleur, el ejército tenía que haber traspasado las puertas de Calais, para que Enrique estuviera en condiciones de proclamar, si no una rotunda victoria, sí que había humillado a los franceses. Todo dependía de que cruzasen el ancho y turbulento vado de Blanchetaque.
Pero los franceses ya estaban allí. Charles d'Albret, condestable de Francia, había sentado sus reales en la ribera norte del río Somme. El prisionero, que formaba parte de sus tropas, les relató que el vado estaba sembrado de estacas puntiagudas, y que seis mil hombres aguardaban en la orilla opuesta para frenar cualquier intento de cruzarlo por parte de los ingleses.
—No lo conseguiremos —comentó de mal talante sir John, aquella tarde—. Esos cabrones han llegado antes que nosotros.
Los antedichos cabrones impedían cualquier acercamiento al río y, a medida que caía la noche, en las nubes se reflejaba el resplandor de las fogatas de las tropas francesas que guardaban el vado de Blanchetaque.
—Sólo es posible cruzarlo durante la marea baja —añadió sir John—, y aun entonces sólo de veinte en fondo. Está claro que veinte hombres no pueden hacer frente a seis mil.
Todo el mundo se quedó callado, hasta que el padre Christopher hizo la pregunta que todos tenían en la punta de la lengua, horrorizados ante la respuesta que pudieran recibir.
—¿Qué vamos a hacer, sir John?
—Pues habrá que encontrar otro vado.
—¿Dónde, si puede saberse?
—Tierra adentro —repuso sir John, enfurruñado.
—O sea que vamos hacia el ombligo —comentó el cura.
—¿Cómo dice? —se sobresaltó el noble, temiendo que el clérigo se hubiera vuelto loco.
—¡Nada, sir John! Cosas mías —repuso el padre Christopher.
De modo que el ejército inglés, que sólo tenía comida para tres días, tenía que adentrarse en Francia para cruzar el río. Si no lo cruzaban, morirían sin remedio. Si pasaban a la otra orilla, tampoco se podía descartar esa posibilidad: internarse en territorio francés les llevaría tiempo, un tiempo precioso para que el ejército francés se despabilase y se pusiese en marcha. El paseo hasta llegar a la costa había culminado en fracaso, y a Enrique y su reducido ejército no les quedaba otra que adentrarse en Francia.
A la mañana siguiente, bajo un cielo gris plomizo, enfilaron hacia el este.
Poco a poco, la incertidumbre minaba la esperanza que había mantenido en pie al ejército inglés. Los hombres descabalgaban con frecuencia, corrían a un lado del camino, se bajaban las calzas y se desahogaban; quienes marchaban en posiciones más retrasadas avanzaban rodeados de un persistente olor a mierda. Alicaídos, los hombres guardaban silencio. Desde el océano, llegaron lluvias que descargaron tierra adentro y los calaron hasta los huesos.
Todos los vados del río Somme estaban defendidos y erizados de estacas; también habían destruido los puentes. El ejército francés seguía de cerca los movimientos de los ingleses. No se trataba del grueso del ejército enemigo, no era la imponente concentración de caballeros y ballesteros que había acudido a Ruán como punto de encuentro, sino una fuerza más reducida, más ágil, dispuesta a impedir cualquier tentativa de cruzar un vado protegido. Allí estaban, día tras día, jinetes y ballesteros, todos a caballo, por la orilla norte del río, al paso de los ingleses por la ribera opuesta. Más de una vez, sir John envió jinetes y arqueros por delante por ver si encontraban un paso antes de que llegasen los franceses, pero siempre los estaban esperando: no había forma de librarse de ellos.
A pesar de que pequeñas aldeas indefensas, a regañadientes y con tal de que no las arrasasen, les entregaban banastos de pan, queso y pescado ahumado, comenzaron a escasear los alimentos. A medida que los ingleses se internaban en territorio enemigo, el hambre iba en aumento.
—¿Qué tal si regresásemos a Harfleur? —rezongó Thomas Evelgold.
—Pues que sería como darnos por vencidos —comentó Hook.
—Mejor que la muerte, en cualquier caso —concluyó el centenar.
También había franceses por el lado del río en el que se movían los ingleses, jinetes enemigos que, desde los oteros que daban al sur, observaban las evoluciones del ejército inglés. Eran partidas poco numerosas, de no más de seis o siete hombres: en cuanto reparaban en una cuadrilla de ingleses que les salía al encuentro, volvían grupas aunque, de vez en cuando, uno de ellos alzaba una lanza, señal de que estaba dispuesto a entablar un combate singular. Sólo entonces ocurría que, en ocasiones, uno de los ingleses aceptara el reto, en cuyo caso, ambos caballeros se alejaban a una distancia prudencial, se oía el entrechocar de una lanza contra una armadura y uno de los dos se venía al suelo. Una vez, los dos adversarios acertaron al contrario y ambos perdieron la vida, ensartados en la lanza del contrincante. Otras veces, se juntaban varias partidas de franceses, cuarenta o cincuenta caballeros que atacaban en alguno de los puntos más desprotegidos de la columna del ejército inglés, mataban a unos cuantos soldados y desaparecían como habían llegado.
Una parte del ejército enemigo se afanaba en ir por delante de las tropas inglesas que marchaban en cabeza, llevándose las cosechas para que los invasores se encontrasen con las manos vacías. Todo el grano que encontraban en trojes y graneros lo llevaban a Amiens, ciudad que avistaron los invasores el día que tenían pensado llegar a Calais. Los costales de comida estaban vacíos. Cabalgando bajo una fina llovizna, Hook avistó a lo lejos las piedras blancas de la catedral que dominaba la localidad; había soñado con la comida que guardarían aquellas murallas. Estaba hambriento; todos estaban muertos de hambre.
Al día siguiente, acamparon cerca de un castillo que se alzaba en la cúspide de una peña blanquinosa. Los hombres de sir John habían capturado a un par de caballeros enemigos que se habían acercado demasiado a quienes marchaban en cabeza. Los prisioneros se jactaban de lo poco que les costaría a los suyos desbaratar el minúsculo ejército de Enrique, incluso repelieron sus bravatas en presencia del rey. Plantado entre las fogatas, sir John transmitió a sus arqueros las órdenes que había recibido del monarca.
—Mañana por la mañana, cada uno de vosotros cortaréis una estaca tan larga como un arco, o más, del grosor de un brazo y afilaréis ambos extremos.
La hoguera resollaba por culpa de la lluvia. Los hombres de Hook habían comido las escasas tajadas de una liebre que Tom Scarlet había cazado. Melisenda se había encargado de asarla en la lumbre y, en las piedras lisas que rodeaban el fuego, había preparado unas tortas de avena y bellotas. Tomaron también unas cuantas nueces y unas manzanas verdes. Como no había cerveza ni vino, se conformaron con beber agua de un manantial. Rodeada por la enorme cota de malla del arquero, Melisenda se acurrucaba contra Hook.
—¿Estacas? —aventuró Thomas Evelgold, con cautela.
—Esos franceses, que Dios los confunda, están seguros de que pueden acabar con vosotros, con los arqueros ingleses, nada menos —dijo sir John, acercándose a la mayor de las fogatas—. ¡Os tienen miedo! ¿Me estáis escuchando?
Los arqueros lo observaban en silencio. El noble llevaba una caperuza de cuero y una tupida capa de piel. Empapado, el agua le caía por los bordes del capirote y la orla del capote. Empuñaba una lanza corta, arma que utilizaban los caballeros cuando peleaban a pie.
—Por supuesto, sir John —rezongó Evelgold.
—Han recibido órdenes de Ruán —continuó el caballero—. El mariscal de Francia tiene un plan, que consiste en liquidaros a vosotros, los arqueros, en primer lugar, y luego, a todos los demás.
—¡Preservando la vida de los nobles, claro está! —comentó Evelgold, en voz baja, para que sir John no lo oyese.
—Están reuniendo un contingente de jinetes, todos a lomos de caballerías bien embardadas y pertrechados con las mejores armaduras del mundo. ¡Acero milanés, así que ya podéis haceros una idea! —añadió sir John.
Hook sabía que las armaduras que se hacían en Milán, dondequiera que estuviese ese sitio, tenían fama de ser las mejores de la Cristiandad. Se decía que el acero milanés protegía incluso de las flechas más letales. Por fortuna, eran tan caras que no había muchas. Había oído que una armadura milanesa completa costaba casi cien libras, más de diez años de la soldada de un arquero y un desembolso nada desdeñable para la mayoría de los caballeros, que afirmaban nadar en la abundancia si ganaban cuarenta al año.
—De modo que caballos embardados, armaduras milanesas, ¡y van a por vosotros, arqueros! Pretenden introducirse en vuestras filas, blandiendo sus espadas y mazas de guerra —prosiguió sir John; los arqueros no perdían ni ripio, y ya se imaginaban unos descomunales corceles, con el rostro cubierto de acero y los flancos engualdrapados, cargando y volviendo grupas entre sus propias y amedrentadas filas—. Si envían una fuerza de mil jinetes, con suerte acabaréis con un centenar. Los restantes os harán trizas, si no hay nada que lo impida. ¡Y para eso están las estacas! —añadió, blandiendo la lanza corta y colocándola en la posición adecuada: clavó el extremo posterior en el verdín e inclinó el astil, de forma que la punta de hierro le llegaba casi al pecho—. Así es cómo habéis de emplazar las estacas, de forma que si un caballo se dirige contra vosotros, el animal quedara empalado. ¡Es la única forma de frenar en seco a un jinete con armadura milanesa! Mañana por la mañana, pues, todos cortaréis un buen palo, una estaca por cada arquero, y afilaréis los dos extremos.
—¿Tiene que ser mañana, sir John? —preguntó Evelgold, con cierto escepticismo—. ¿Tan cerca están de nosotros?
—Pueden atacar en cualquier instante —repuso sir John—. Así que, desde mañana al amanecer, cabalgaréis con cota de malla y cuero, llevaréis casco, mantendréis las cuerdas secas y a punto, y portaréis una tranca de ésas cada uno.
A la mañana siguiente, Hook cortó una rama de roble y afiló la madera, aún verde, con la hoja de su hachón.
—Cuando partimos de Inglaterra —comentó entristecido Will of the Dale—, ¡todo el mundo decía que era el mejor ejército de todos los tiempos! Y ahora, mira cómo estamos: cuerdas mojadas, tortas de bellotas y estacas. ¡Maldita sea!
No era fácil llevar un palo de roble tan largo a lomos de un caballo. Los animales estaban cansados, empapados y muertos de hambre; llovía de nuevo con ganas; las fuertes rachas que soplaban a sus espaldas provocaban innumerables remolinos en la superficie del agua. Los franceses seguían en la orilla opuesta, siempre los veían en el mismo sitio.
Recibieron nuevas órdenes del rey. La cabecera del ejército se alejó del río y ascendió por una larga y húmeda pendiente hasta llegar a una altiplanicie llana, también húmeda y monótona.
—¿A dónde nos dirigimos? —preguntó Hook, cuando perdieron de vista el río.
—Sabe Dios —contestó el padre Christopher.
—¿No le cuenta nada de sus designios, padre?
—Y a ti, ¿te dice algo a ti tu santo?
—Ni esta boca es mía.
—Sólo Dios, pues, sabe dónde estaremos, sólo Él —replicó el cura.
Bajo aquella incesante lluvia, la meseta de suelo arcilloso no tardó en convertirse en un lodazal. El tiempo se estaba poniendo frío y casi no había árboles; pocas eran las posibilidades que tenían de hacer fogatas. Para calentarse durante la noche, algunos arqueros de otra compañía hicieron lumbre con las estacas afiladas que llevaban. El ejército hizo un alto para contemplar cómo, una vez que su ventenar les hubo cortado las orejas, recibían los latigazos de rigor.
Cabalgando hacia el sur, sin perder de vista a los ingleses, los jinetes franceses observaban el desánimo que cundía entre las tropas de Enrique. Los caballeros ingleses, sin embargo, estaban tan cansados y sus corceles tan famélicos que ni siquiera tomaban en consideración los retos de las lanzas enhiestas, mientras los franceses, cada vez más osados, les rondaban de cerca.
—¡No derrochéis flechas! —advirtió sir John a los arqueros.
—Por cada una, un francés menos que matar durante la batalla —comentó Hook.
Sir John esbozó una sonrisa de cansancio.
—Se trata de una cuestión de honor, Hook —dijo, señalando a un francés que cabalgaba a menos de quinientos metros de ellos; el jinete iba solo, con la lanza levantada, desafiante, a la espera de que algún inglés aceptase el reto—. No olvides que ha jurado realizar alguna hazaña que demuestre su valor —le explicó sir John—, como matarme a mí o a cualquier otro caballero. Le guía un noble propósito.
—¿Y eso basta para ponerlo a salvo de las flechas? —insistió el arquero.
—Así es, Hook. Déjale que siga con vida. Es un valiente.
Otros no menos audaces les acecharon aquella misma tarde, pero los ingleses no respondieron. Envalentonados, los franceses cabalgaban ya lo bastante cerca como para reconocer a los hombres de armas con quienes se habían enfrentado en diferentes torneos en otros lugares de Europa, y conversaban con ellos. En una ocasión en que llegaron a ver hasta una docena de caballeros franceses, uno de ellos, a lomos de un alto y reluciente corcel negro que pateaba con fuerza el suelo rocoso, picó espuelas y se dirigió hacia quienes marchaban en cabeza.
—¡Sir John! —gritó el jinete. No era otro que el señor de Lanferelle, con sus largos y lacios cabellos empapados.
—¡Lanferelle!
—Si os diera avena para el caballo, ¿os avendríais a pelear conmigo?
—Si eso hicierais —repuso sir John—, mis arqueros tendrían algo que llevarse a la boca.
El francés soltó una risotada. Sir John se apartó del camino y cabalgó al lado del francés. Los dos departían despreocupadamente.
—Parecen amigos —dijo Melisenda.
—Quizá lo sean —admitió Hook.
—Y capaces de matarse en el fragor de la batalla.
—¡Inglés! —le llamó a voces Lanferelle, que guiaba su montura hasta donde estaban los arqueros—. Sir John asegura que te has casado con mi hija.
—Así es, señor —dijo Hook.
—Sin mi bendición —añadió el francés, divertido, para fijarse luego en Melisenda—. ¿Llevas el jubón que te envié?
—Oui —repuso la muchacha.
—Si se produce una refriega, póntelo, no lo olvides —le advirtió su padre con aspereza.
—¿Para qué? ¿Para que no me pase nada? —replicó la joven, indignada—. De poco me valió el hábito de novicia que llevaba en Soissons.
—¡Al diablo con eso, hija! Lo que allí ocurrió es lo que les va a pasar a estos hombres. ¡Están condenados! —dijo Lanferelle, haciendo un ademán con el brazo hacia la lenta y embarrada columna del ejército inglés—. ¡Están perdidos, lo llevan escrito en la frente! Me complaceré en ponerte a salvo.
—¿Para qué?
—Hasta que decida qué hacer contigo —repuso Lanferelle—. Has probado la libertad, ¡y mira dónde has acabado! —añadió con una sonrisa que dejó al descubierto sus blanquísimos dientes—. Si lo deseas, puedes venir conmigo ahora mismo. Te sacaré de aquí antes de que dé comienzo la carnicería.
—Me quedo al lado de Nicholas —replicó la muchacha.
—¡Está bien, quédate con esos apestados! —respondió Lanferelle, con desdén—. Cuando tu Nicholas haya muerto, te sacaré de aquí.
Volvió grupas y, tras intercambiar algunas frases con sir John, se dirigió hacia el sur.
—¿Apestados? —comento Hook.
—Así es cómo nos llaman los franceses —contestó la muchacha para, mirando a sir John, preguntarle—: ¿De verdad estamos perdidos?
Sir John sonrió con tristeza.
—Depende de que su ejército nos atrape y de que, cuando nos tengan rodeados, sean capaces de derrotarnos. ¡Aún seguimos con vida!
—¿Caeremos en sus manos? —insistió Melisenda.
—Por ahí, por la ribera norte, había un pequeño ejército que no nos perdía de vista, para que no pudiéramos cruzar el río, empujándonos al encuentro con el grueso de sus tropas —dijo sir John, apuntando a la otra orilla—. Pero da la casualidad, querida mía, de que en este punto el río forma un gran meandro en dirección norte. Nosotros sorteamos el obstáculo desplazándonos campo a través, pero a ellos no les queda otra que seguir el curso del río, lo que los mantendrá ocupados durante tres o cuatro días. Eso quiere decir que, mañana, cuando nosotros lleguemos al río, ese pequeño ejército aún no habrá alcanzado a la orilla opuesta. Si encontramos un vado o, con la ayuda de Dios, un puente, cruzaremos el Somme y pondremos tierra de por medio, camino de las tabernas de Calais; vamos, que ya habremos puesto un pie en casa.
Las etapas eran más cortas cada día. No había pastos ni tampoco avena para alimentar a los caballos, y eran muchos los soldados que descargaban de su peso a las debilitadas y exhaustas cabalgaduras para seguir a pie tirando de ellas. Durante la primera semana de marzo, los pueblos por los que pasaban les habían proporcionado comida, pero las pequeñas ciudades amuralladas que les salían al paso les cerraban las puertas y se negaban a prestarles ayuda. De sobra sabían que, por decrépitos que estuviesen sus muros, los ingleses no podían perder el tiempo en asedios, así que observaban el paso del atribulado ejército y rezaban con todas sus fuerzas para que Dios aniquilase a tan mermados invasores.
Nada más lejos, pues, del ánimo de Enrique que indisponerse con Dios, cuando hete aquí que el último día de marcha por el altiplano, antes de iniciar el descenso hacia el valle del Somme, salió un cura de aldea diciendo que le habían robado la píxide. El rey ordenó que el ejército se detuviese. Poco valor tenía la píxide sustraída, una caja de cobre sobredorado para guardar formas consagradas a fin de cuentas, pero el rey puso todo su empeño en que tenía que aparecer.
—La habrá robado algún pobre desgraciado para comerse las hostias —aventuró Tom Scarlet— y, después del atracón, la habrá tirado en cualquier parte.
—¿Alguna novedad, Hook? —preguntó sir John.
—Ninguno de nosotros la tiene, señor.
—Todo por una maldita y raquítica caja de mierda, padre —rezongó el hidalgo.
—Como tengáis a bien, sir John —repuso el padre Christopher.
—¡Mira que darles una oportunidad a los franceses por culpa de una puñetera cajita!
—Si la descubrimos, Dios nos premiará —aseveró el cura—. Por de pronto ha parado de llover.
Así era. Desde que habían comenzado a buscar la dichosa píxide, había dejado de llover y un tímido sol se esforzaba por asomar entre las nubes y alumbrar la tierra anegada.
Hasta que la cajita en cuestión apareció.
La habían ocultado en una manga del jubón de repuesto de un arquero, que lo llevaba recogido y atado al pomo de su montura, quien, como es natural, ni había pensado en el corpiño, cuánto menos en que allí estuviera la píxide.
—Siempre proclaman que son inocentes —apuntó un capellán regio—. Ordenad que lo ahorquen, majestad.
—Eso haremos —repuso el rey, con firmeza—, y en presencia de todos. Que todo el mundo sepa cuál es el destino reservado a quienes pecan contra Dios. ¡Ahorcadlo!
—¡No! —se revolvió Hook.
El hombre que llevaban a rastras hasta el árbol donde se habían acomodado el rey y su séquito no era otro que su hermano Michael.
La soga estaba dispuesta.
Los guardias del rey arrastraron a Michael hasta el olmo bajo el que aguardaban, a caballo, el rey y su séquito, además del cura que había denunciado el robo. Tras recibir la orden de detenerse, las tropas habían formado un vasto círculo, si bien, aparte de los situados en las primeras filas, pocos tendrían ocasión de contemplar el espectáculo. Dos soldados con cotas de malla y sobrevestas con la librea regia habían maniatado a Michael Hook y, entre tirones y empujones, lo conducían ante el rey. No tuvieron que emplearse a fondo, porque Michael, aturdido, se dejaba arrastrar.
—¡No! —gritó Hook.
—¡Cierra el pico! —rezongó Thomas Evelgold.
El rey no dio muestras de haber oído las imprecaciones de Hook. No se le alteró ni uno solo de los músculos de su cara angulosa, afilada, implacable.
—Él no… —empezó a decir Hook, seguro de que su hermano no podía haber robado la dichosa píxide ni había tenido intención de hacerlo, cuando Evelgold se volvió y le propinó un buen puñetazo en el estómago, que lo dejó sin respiración.
—La próxima vez, te parto la cara —añadió el centenar.
—Es mi hermano —acertó a decir Hook jadeante, tratando de recuperar el resuello.
—¡Silencio! —exigió sir John, que se encontraba al frente de su mesnada.
—¡Has ofendido a Dios y has puesto en peligro la expedición! —le dijo el rey en tono inapelable—. ¿Cómo se va a poner de nuestro lado, si nosotros mismos lo ofendemos? ¡Has puesto en peligro a Inglaterra!
—¡Yo no la robé! —aseguró Michael.
—¿A qué compañía pertenece? —preguntó el rey.
—Es uno de los arqueros de lord Slayton, majestad —dijo sir Edward Derwent, dando un paso adelante e inclinando su encanecida cabeza—, y no creo que sea un ladrón.
—¿Tenía la píxide en su poder?
—La encontramos entre sus enseres, majestad —contestó sir Edward, con cautela.
—¡Ese jubón no es mío, señor! —gritó Michael.
—¿Estáis seguro de que la píxide estaba entre sus pertenencias? —preguntó el rey a sir Edward, sin prestar atención al joven y rubio arquero postrado de rodillas.
—Así es, majestad. Lo que no sabría deciros es cómo llegó allí.
—¿Quién la descubrió?
—Yo, majestad, yo —gritó sir Martin, con la sotana embarrada, apartándose de los demás—. Yo la encontré, majestad —añadió, doblando una rodilla en tierra—. Es un buen muchacho, majestad, un buen cristiano.
Bien podría haberse pasado sir Edward un día entero proclamando la inocencia de Michael, que el rey ni siquiera se habría planteado la duda, pero la palabra de un cura era un argumento de mayor peso. Enrique sujetó las riendas de su montura y se inclinó sobre la silla.
—¿Dice usted que este chico no robó la píxide?
—Él no… —volvió Hook a las andadas, pero Evelgold le atizó tan fuerte que lo dejó doblado.
—Encontramos la píxide entre sus pertenencias, majestad —dijo sir Martin.
—En ese caso… —empezó a decir el rey, antes de callar la boca. Estaba perplejo. Acababa de oír cómo el cura había defendido la inocencia de Michael y, ahora, le decía lo contrario.
—Es innegable, majestad, que la píxide se hallaba entre sus enseres —dijo sir Martin, en tono pesaroso—, lo que me entristece y me revuelve las entrañas.
—¡Igual que me ofende a mí y ofende a Dios! —gritó el rey—. ¡Podemos convertirnos en destinatarios de su ira por una caja de cobre! ¡Que lo cuelguen!
—¡Majestad! —gimió Michael.
Pero no hubo misericordia ni esperanza, de nada valieron las súplicas. La soga colgaba de una rama, pasaron el nudo por la cabeza del muchacho, dos hombres tiraron del otro extremo y Michael se balanceó en el aire.
El hermano de Hook emitió un grito ahogado, debatiéndose desesperadamente, estirando y agitando las piernas; poco a poco, muy lentamente, los esfuerzos se convirtieron en espasmos, en estremecimientos, y el grito sofocado devino en estertor al que siguió el silencio. Veinte minutos tardó en morir. El rey observó todas y cada una de las sacudidas del ahorcado; sólo cuando se convenció de que había muerto, apartó los ojos del cadáver. Desmontó del caballo y, en presencia de todo el ejército, hincó una rodilla en tierra ante el cura de aldea, que se quedó pasmado.
—Solicitamos vuestra absolución —proclamó en inglés, lengua que el clérigo no hablaba— y el perdón de Dios todopoderoso.
Le tendió la píxide que sostenía en las manos. El cura, espantado por el espectáculo que acababa de contemplar, la tomó con gesto azorado y, para su sorpresa, comprobó que la cajita que le ofrecía pesaba mucho más que antes. El rey la había colmado de monedas.
—¡No le deis sepultura! —ordenó Enrique, poniéndose en pie—. ¡Adelante, sigamos adelante! —sujetó las riendas de su montura, puso un pie en el estribo y, sin ayuda de nadie, se subió a la silla con agilidad. Se puso en marcha de nuevo, seguido por su séquito. Hook hizo ademán de acercarse al árbol del que pendía el cadáver de su hermano.
—¿A dónde demonios crees que vas? —le preguntó sir John, con fiereza.
—Lo enterraré —contestó Hook.
—Eres un idiota redomado, Hook —aseveró sir John, antes de soltarle un sopapo con la mano envuelta en el guantelete—. ¿Qué te he dicho que eres, Hook?
—Él no lo hizo —se revolvió el arquero.
Sir John lo abofeteó de nuevo, con más fuerza, hasta hacerle sangre en la mejilla.
—Si lo hizo o no, eso es lo de menos —vociferó el gentilhombre—. Dios reclamaba un sacrificio, y ya lo ha tenido. Quizá gracias a la muerte de tu hermano, tengamos alguna posibilidad de salir de ésta con vida.
—El no la robó, nunca robó nada, era un muchacho honrado —dijo Hook.
La mano enguantada cayó sobre la otra mejilla del arquero.
—Ni se te ocurra volver a poner en tela de juicio las decisiones del rey —añadió sir John—, y ni se te ocurra enterrarlo, porque el rey ha ordenado que no reciba sepultura. Y tienes suerte, Hook, de que no te cuelgue al lado de tu hermano para ver cómo te meabas encima. A caballo y en marcha.
—¡El cura mintió!
—Eso es asunto tuyo —repuso sir John—, y si nada tiene que ver conmigo, mucho menos con el rey. Monta a caballo, o daré orden de que te corten las orejas.
Y eso fue lo que hizo. Los otros arqueros lo evitaron: no les daba buen fario. Sólo Melisenda se quedó a su lado.
Los hombres de sir John fueron los primeros en llegar al camino. Amargado y apesadumbrado, Hook ni siquiera se dio cuenta de que dejaban atrás a las huestes de lord Slayton hasta que Melisenda le susurró algo. Sólo entonces se fijó en aquellos arqueros que, antaño, habían sido compañeros suyos. Thomas Perrill sonreía visiblemente satisfecho, llevándose un dedo a la altura del ojo, a modo de advertencia de que no olvidaba que Hook era el responsable de la muerte de su hermano; sir Martin se quedó mirando a Melisenda y no pudo evitar una sonrisa al ver cómo lloraba el arquero.
—Ya tendrás ocasión de matarlos —vaticinó la joven.
Si los franceses no se tomaban antes la molestia, reflexionó Hook. Cabalgaron, pues, ladera abajo, hacia el río Somme. La única esperanza del ejército inglés era dar con un vado practicable y no custodiado, o encontrar un puente.
Comenzó a llover de nuevo.