Capítulo 7
—¡Despierta, Nick! —gritó Thomas Evelgold, el centenar, dando tales golpes en la choza que ocupaba Hook que toda ella retembló, mientras caían unas cuantas hojas secas mezcladas con trozos de adobe sobre el arquero y Melisenda—. ¡Espabila de una vez, maldita sea! —volvió a gritar el oficial.
—¿Tom? —musitó Hook, abriendo los ojos en la oscuridad, pero Evelgold ya iba camino de despertar a otros arqueros.
Una segunda voz, enardecida, llamaba a los hombres para que formasen.
—¡Armaduras! ¡Armas! ¡Rápido, cabrones! ¡Ya teníais que estar listos!
—¿Qué pasa? —le preguntó Melisenda.
—No lo sé —contestó Hook, mientras buscaba a tientas la cota de malla. Al pasársela por la cabeza, percibió con disgusto el olor del revestimiento de cuero, pero se caló la incómoda prenda hasta cubrirse el pecho—. ¿Y el tahalí?
—Aquí lo tienes —dijo Melisenda, arrodillada en el suelo; habían avivado las fogatas del campamento y el rojo fulgor de las llamas se reflejaba en sus ojos: los tenía abiertos como platos.
Hook se puso la sobrevesta corta con la cruz de san Jorge, el distintivo que todos los hombres habían de llevar durante el asedio. Se calzó las botas, aquellas botas tan buenas que había comprado en Soissons, y que empezaban a romperse por las costuras. Se ajustó el cinturón, sacó el arco de la funda y se hizo con una aljaba. Como había añadido una correa de cuero al hachón, se lo echó al hombro, y se adentró en la noche.
—Hasta la vuelta —le dijo a voces a Melisenda.
—Casque —le gritó la muchacha—, ¡casque! —el joven volvió sobre sus pasos y recogió el casco que ella le tendía.
Le asaltó un repentino deseo de decirle que la quería, pero Melisenda ya se había retirado al interior de la choza y Hook guardó silencio. Le pareció que la noche tocaba a su fin: la palidez de las estrellas indicaba que poco tardaría el alba en colorear el cielo sobre la indómita ciudad. Observó la agitación que reinaba más adelante. En las zanjas, la altura de las llamas proyectaba grotescas sombras sobre la tierra acuchillada.
—¡Aquí, aquí! —vociferaba sir John, en pie junto a la mayor de las fogatas. Los arqueros acudieron raudos, pero los caballeros desmontados necesitaban más tiempo para vestirse la armadura y se retrasaron un poco. El gentilhombre había desechado su costosa armadura y, como los arqueros, llevaba sólo una cota de malla y un jubón—. ¡Evelgold! ¡Hook! ¡Magot! ¡Candeler! ¡Brutte! —gritó sir John; Walter Magot, Piers Candeler y Thomas Brutte eran los otros tres centenares.
—¡A vuestras órdenes, sir John! —respondió Evelgold.
—Esos cabrones han hecho una incursión —les explicó el noble, atropelladamente. Tal era la razón del griterío y del estruendo del entrechocar de aceros que les llegaba desde las zanjas más avanzadas: la guarnición de Harfleur había realizado una salida para cargar contra el testudo y los fosos de las piezas de artillería—. Adelante, hay que acabar con ellos —dijo sir John—. Les plantaremos cara junto al testudo. Pero no todos; tú, no, Hook. ¿Sabes dónde está esa máquina a la que hemos bautizado como Salvaje?
—Sí, sir John —contestó Hook, ajustándose la hebilla del tahalí. La Salvaje era una catapulta, una colosal bestia de madera que lanzaba pedruscos sobre Harfleur; de todos los ingenios que tomaban parte en el asedio era la que estaba más cerca del mar, a un extremo del flanco derecho de las líneas inglesas.
—Lleva allí a tus hombres —le ordenó sir John— y, desde allí, abríos camino hasta el testudo. ¿Entendido?
—A la orden, sir John —respondió Hook; encordó el arco, sujetando un extremo en el suelo y ajustando el lazo de la cuerda en el nudo superior.
—¿A qué esperáis? ¡Adelante! —bramó sir John—. ¡Acabad con esos hijos de puta! ¿Dónde está mi estandarte? ¡A ver, mi estandarte! ¡Que alguien me traiga mi maldito guión!
Hook estaba al mando de dieciséis hombres. Tenían que haber sido veintitrés, pero los siete que faltaban habían muerto o estaban enfermos. No dejaba de preguntarse cómo, a través de fosos y zanjas, diecisiete hombres podían plantar cara a un enemigo que había iniciado el ataque desde la puerta de Leure. No había duda de que los franceses se habían adueñado de importantes posiciones ocupadas hasta entonces por los sitiadores de la ciudad porque, en cuanto Hook se dirigió por el sendero que llevaba al sur con los suyos, observó que cada vez era mayor el número de fogatas que se veían en los fosos de las piezas de artillería y de sombras de soldados que huían de las llamas. Se cruzaron con algunos grupos de caballeros desmontados y arqueros que se dirigían a la zona de combate. Hook podía oír el entrechocar de espadas.
—¿Qué vamos a hacer, Nick? —le pregunto Will of the Dale.
—Ya oíste lo que dijo sir John: que fuéramos hasta la catapulta y que, desde allí, nos acercásemos al testudo —contestó Hook, asombrado del aplomo con que lo había expresado.
Las órdenes de sir John habían sido impartidas de forma confusa y atropellada. Hook se había limitado a cumplirlas, llevando a sus hombres hasta la Salvaje. Hasta ese instante, no se había parado a pensar qué se esperaba de ellos. Sir John había reunido a sus caballeros junto con la mayor parte de los arqueros, presumiblemente con la intención de lanzar un ataque contra el testudo, que parecía haber caído en manos de los franceses. Pero, ¿por qué separar al destacamento de Hook? Porque, pensó el muchacho, sir John necesitaba tener cubierto ese flanco. Sir John y sus hombres eran los ojeadores: llevarían la batida hasta el flanco cubierto por Hook y, una vez allí, él y sus hombres les cortarían el paso. Al descubrir lo sencillo que era el plan, se sintió ufano. Sir John podía habérselo encargado a Tom Evelgold, su centenar de arqueros, o a cualquiera de los otros ventenares, todos de más edad y más avezados, pero el gentilhombre le había designado a él.
Había unas cuantas fogatas cerca de la Salvaje, pero no se trataba de incendios provocados por los franceses. Eran hogueras de campamento de los hombres que custodiaban el foso donde estaba emplazada la catapulta. Sus resplandores alumbraban las sombrías y macilentas vigas del gigantesco armazón. Una docena de arqueros, los encargados de custodiar la máquina por la noche, los esperaban con los arcos encordados y, al ver que unos hombres bajaban por la pendiente, apuntaron a Hook.
—¡San Jorge! —dijo Hook, a voces—. ¡San Jorge!
Bajaron los arcos. Los centinelas estaban nerviosos.
—¿Qué está pasando? —le preguntó uno de ellos.
—Que los franceses han hecho una descubierta.
—Eso ya lo sé. Pero, ¿qué está pasando?
—¡No tengo ni idea! —contestó Hook, en mal tono, para darse media vuelta y ponerse a contar a los suyos. Lo hizo a la antigua usanza de los campesinos, como le había enseñado su padre, como el pastor que cuenta un rebaño. Yain, tain, eddero (uno, dos, tres) contó hasta llegar a humfit (quince) y, al buscar al hombre que faltaba, se encontró con que había dos. ¿Tain-o-bumfit (dos más quince)? Entonces, reparó en lo bajo y menudo que era el decimoséptimo de los suyos y que empuñaba una ballesta.
—¡Por el amor de Dios, mujer, regresa al campamento! —le gritó, y no pensó más en Melisenda. Tom Scarlet le llamaba a voces; se volvió de inmediato y vio una cuadrilla de soldados que, desde el foso más próximo, bajaba a todo correr por la amplia zanja zigzagueante que llevaba a la catapulta; algunos eran portadores de unas antorchas de las que salían chispas y cuyas vivas llamas se reflejaban en yelmos, escudos y hachas.
—¡Ninguno lleva la cruz! —les avisó Tom Scarlet, para advertirles de que ninguno de los hombres que se precipitaban por la zanja lucía la cruz de san Jorge.
Eran franceses. Al ver a un grupo de arqueros junto a las fogatas encendidas que rodeaban el foso de la Salvaje, comenzaron a lanzar su grito de guerra:
—¡San Dionisio! ¡Harfleur!
—¡Arcos! —gritó Hook; los hombres se desplegaron—. ¡Acabad con ellos!
Corta era la distancia que los separaba de ellos, no más de cincuenta pasos. Encajonados entre las paredes de la zanja, los atacantes ofrecían un blanco fácil. Cayeron las primeras flechas y, al alcanzar su objetivo, el tableteo seco de las puntas bastó para acallar el griterío del enemigo. Los arcos producían un silbido penetrante: a la vibración de la cuerda seguía el fugacísimo siseo de las plumas que rasgaban el aire. En medio de la oscuridad, las emplumaduras eran rápidos y blancos parpadeos que cesaban de forma abrupta cuando las flechas alcanzaban su meta. Hook tuvo la sensación de que el tiempo transcurría con lentitud: sacaba una flecha de la aljaba, la colocaba en la albura, alzaba el arco, tensaba la cuerda y la soltaba sin sentir nada, ni emoción, ni miedo, ni satisfacción. Incluso antes de sacarlas, sabía dónde iría a parar cada una de las flechas que lanzaba. Apuntaba a las barrigas de los hombres que se acercaban y, a la luz de las antorchas, veía cómo se doblaban sobre sí mismos al recibir el impacto.
Como si se hubieran dado de bruces contra un muro de piedra: así cesó el ataque del enemigo. La zanja era lo bastante ancha como para albergar a seis hombres de frente. Acribillados, yacían en el suelo los franceses que marchaban en cabeza; los que venían detrás tropezaban con sus compañeros caídos y soportaban otra andanada de flechas. Algunas rebotaban en las armaduras, pero otras traspasaban el metal; aunque una flecha no llegase a atravesar una armadura, caía con tanta fuerza que podía tumbar a un hombre de espaldas.
De haber podido dispersarse, es posible que el enemigo hubiese llegado a la Salvaje. En cambio, atrapados entre las paredes de la zanja y los dardos alados que les caían encima, los integrantes de la cuadrilla se dieron media vuelta y echaron a correr, dejando a sus espaldas una oscura caterva no del todo inmóvil.
—¡Dentón, Furnays, Cobbold! —gritó Hook—. ¡Dad su merecido a esos hijos de puta! ¡Los demás, seguidme!
Espada en mano, los tres arqueros saltaron a la zanja y se aproximaron a los heridos, mientras Hook avanzaba por el reborde superior con una flecha preparada. Vio hombres que peleaban alrededor del lejano testudo y cerca del enorme foso que albergaba la mayor de las piezas de artillería de los ingleses, la colosal bombarda conocida como la Hija del Rey. Había grandes llamaradas, pero nada de eso iba con él: la tarea que Hook tenía encomendada era la de proteger el flanco de sir John.
El terreno era irregular, cubierto de tierra removida durante la apertura de las zanjas o desplazada por los proyectiles lanzados por los franceses. El camino estaba sembrado de pedruscos arrojados por las grandes catapultas de Harfleur y de cascotes de las casas que habían quemado al principio del asedio. Pero el alba irradiaba ya una luz pálida por el este, suficiente para distinguir los obstáculos de las sombras. Una saeta pasó silbando cerca de su cabeza; Hook pensó que había partido del foso más cercano, donde estaba emplazada la bombarda bautizada como el Redentor.
—¡Will, ve y carga contra esos cabrones!
—¿A quiénes te refieres?
—Los que se han apoderado del Redentor —dijo Hook, tirando del brazo a Will of the Dale para que mirase hacia el foso, una oscura mancha a veinte pasos de la zanja en donde se encontraban. Aun en mitad de la noche podía distinguirse una de esas ingeniosas pantallas de madera que la resguardaban de los trabucos y bombardas de Harfleur, pero ni siquiera su inclinación había disuadido al enemigo, que se había apoderado del artilugio—. Disparad cuantas flechas podáis sobre ellos, pero dejad de hacerlo cuando lleguemos al foso —le advirtió, ordenando a seis de sus hombres que fuesen tras los pasos de Will—. Obedecedle —les dijo—, y cuida de Melisenda —le encareció a Will, porque la muchacha no se había ido de su lado—. Los demás, conmigo.
Otra ballesta les pasó rozando, pero los hombres de Hook se movían con rapidez. Will of the Dale y los otros seis se dirigían hacia el este para lanzar sus flechas desde la parte trasera del foso, mientras Hook y los suyos encaminaban sus pasos hacia uno de los flancos de El Redentor. Saltó al interior de la enorme zanja, y aguardó a que los otros estuviesen a su lado.
—Nada de arcos, a partir de este momento —les dijo.
—¿Cómo que nada de arcos? ¡Somos arqueros! —refunfuñó Will Sclate, que siempre estaba rezongando. No era un hombre apreciado. Grande y fornido, era demasiado retraído como compañero; poco hablador no participaba en las continuas chirigotas que mantenían sus iguales. Hijo de un campesino, ya se había hecho a la idea de pasar el resto de su vida trabajando la tierra; se había criado en una de las haciendas de sir John, quien, al ver lo fuerte que era el chico, insistió en que aprendiera a manejar el arco. Ahora que era arquero ganaba mucho más que cualquier peón de labranza, pero seguía siendo tan terco y tozudo como los campos de tierra arcillosa en que se había deslomado con la azada y el pisón.
—Eres un soldado —le espetó Hook—, y utilizarás tus otras armas.
—¿Qué vamos a hacer? —le preguntó Geoffrey Horrocks, el más joven de los arqueros de sir John; acababa de cumplir los diecisiete, y era hijo de un cetrero.
—Vamos a liquidar a unos cuantos de esos hijos de puta —le aclaró Hook, pasándose el arco por la cabeza y enarbolando el hachón—, ¡y rápidamente, ahora mismo, seguidme!
Treparon por la pared de la zanja y sortearon los restos esparcidos por el suelo de los banastos de mimbre que habían hecho las veces de parapeto. Vio resplandor de llamas en el foso del Redentor, y escuchó el leve sonido cortante de las cuerdas de los arcos a su izquierda: los hombres de Will of the Dale se habían apostado junto a los restos de piedra de una chimenea que se había venido abajo. Del foso les llegó un grito; luego, otro, seguido de una voz, cuando una flecha pasó rozando al lado de la bombarda. Eran siete los arqueros que disparaban contra el foso; en un minuto, eran capaces de lanzar sesenta o setenta flechas, que parecían titilar mientras despuntaban las primeras luces, llenando el foso con su mortífero susurro y obligando a los franceses a ponerse en cuclillas para defenderse.
En ese instante, aparecieron Hook y los suyos por uno de los lados. Como no dejaba de oírse el siseo de las flechas que les caían por todas partes, los franceses no les vieron llegar, ocupados como andaban en ponerse a salvo, a pesar de las escasas posibilidades de protección que les brindaba el foso. El macizo entramado de madera ofrecía una espléndida defensa por el lado que miraba a Harfleur, pero el foso no estaba pensado para proteger a sus ocupantes si los atacaban desde atrás como en aquellos momentos, en que las flechas de los hombres de Will caían como rayos sobre la trinchera y el anchuroso foso. Hook se encaramó al parapeto que se alzaba por aquel lado de la zanja y rezó para que dejasen de caer flechas.
Y eso fue lo que debió de pasar, porque ninguno de sus hombres resultó alcanzado por las flechas. Tras los pasos de Hook, sorteando los serones de mimbre, los arqueros lanzaron gritos desafiantes, y no dejaron de hacerlo ni aun cuando comenzó la carnicería. En el momento de lanzarse al interior del foso, Hook enarbolaba la maza y aplastó su cabeza reforzada de plomo contra el casco de un francés que estaba agazapado, y sintió más que vio cómo, a consecuencia del golpe, el metal cedía y se hundía en confuso amasijo con el cráneo y el cerebro. Por su derecha, un hombre se abalanzó contra él por la espalda, pero Sclate lo obligó a retroceder con pasmosa facilidad, mientras Hook se escabullía hacia el extremo más alejado de la bombarda. De un salto, sorteó el ánima en forma de tinaja del Redentor.
Fue a caer con fuerza al otro lado del foso, perdió el equilibrio y cayó de bruces. Un escalofrío de pavor le corrió por las venas. Lo que más miedo le daba era que, caído en el suelo como estaba, se sentía vulnerable. Otro que no hubiera sido él podría haber echado a perder el arco que llevaba colgado a la espalda pero, al revivir los detalles del enfrentamiento, se sintió satisfecho. En su fuero interno, sólo recordaba una imagen difusa de hombres que daban gritos, relucientes dagas y el entrechocar del metal. A pesar de aquella confusa mezcla de vivencias, sabía muy bien lo que tenía que hacer. Nick se puso en pie y vio a un caballero en la parte delantera del foso. Revestido de armadura, sólo a medias cubierta por una sobrevesta adornada con un corazón atravesado por una lanza inflamada, el hombre empuñaba una espada. Llevaba alzada la visera y en sus pupilas se reflejaban las mortecinas llamas de las antorchas abandonadas. Hook también observó el miedo en aquellos ojos, pero no se compadeció. Matar o morir, les repetía sir John una y otra vez. Blandiendo el hachón, sujetando el mango con ambas manos, Hook se abalanzó sobre el hombre, esquivó los torpes lances defensivos del francés con la espada y le clavó la afilada pica en la boca del estómago. El metal perforó el extremo inferior de la coraza y chocó contra las escarcelas, unas tiras metálicas que llevaba sobre un faldón de cuero para frenar cualquier estocada que buscase el bajo vientre. Pero no había escarcela que resistiese la arremetida de una pica, y Hook vio que el hombre abría como platos unos ojos aterrorizados y cómo su boca se convertía en un inmenso agujero a medida que el arma rasgaba el acero, el cuero, la cota de malla que llevaba debajo de la camisola, la piel, los músculos y las tripas hasta llegar al espinazo. El hombre emitió una especie de maullido, mientras Hook lanzaba un alarido al ver cómo su contrincante caía de espaldas contra la pared del foso. Tiró de la maza y, con ella, arrastró al hombre: la carne se había adherido a la pica. Hook plantó la bota en aquel revoltijo de sangre y metal, apretó la pierna y tiró con todas sus fuerzas hasta que liberó el hachón. Se dispuso a arremeter de nuevo contra él, pero detuvo el golpe al ver que el hombre caía de rodillas. Con todo, se mantuvo al acecho, presto a defenderse, mas la pelea había concluido. Al final, resultó que sólo había ocho hombres en el foso. Debían de haberse quedado allí como retén, mientras el grueso de la cuadrilla francesa proseguía su avance hacia la Salvaje. Obligados a retroceder bajo la lluvia de flechas, se habían olvidado de aquellos ocho hombres. Habían recibido órdenes de inutilizar la bombarda, y lo habían intentado al parecer, como indicaba la presencia de una enorme hacha abandonada junto al torno que desplazaba la robusta pantalla de protección sobre su eje. Habían conseguido destrozar el mecanismo, reduciéndolo a astillas, y en aquellos momentos, todos menos uno habían muerto.
—¿A quién se le ocurre inutilizar una bombarda con un hacha? —comentó Tom Scarlet, con desdén, mientras escuchaban los gemidos del único francés que seguía con vida.
—¿Os encontráis todos bien? —preguntó Hook.
—Me he torcido el tobillo —dijo Horrocks, jadeante y con los ojos muy abiertos, si bien no estaba claro si de asombro o de pánico.
—Te pondrás bien —contestó Hook, sin hacerle demasiado caso—. ¿Estamos todos?
No faltaba ninguno de los suyos. Will of the Dale venía por la zanja con Melisenda y los seis arqueros que habían ido con él. El francés herido no dejaba de gimotear al tiempo que levantaba las piernas al aire. No era de los que llevaban armadura: sólo una cota de malla corta forrada. Will Sclate le había clavado el hacha en el pecho, dejando a la vista el forro ensangrentado. Hook se quedó mirando el amasijo de pulmones y costillas rotas, mientras el hombre echaba bocanadas de sangre a cada gemido.
—¡Poned fin a sus padecimientos! —ordenó Hook, pero ninguno de los arqueros dio un paso—. ¡Por todos los santos! —gritó; saltó por encima de un cadáver, colocó la pica de la maza en el gaznate del moribundo y le asestó un golpe, concluyendo la faena con sus propias manos.
Will of the Dale se quedó absorto ante tamaña carnicería.
—¡Que sea la última vez que estos cabrones hacen una cosa así! —dijo, tratando de imitar el tono desenfadado de sir John, pero su voz sonó como un graznido: en sus ojos se advertía el terror que sentía.
Melisenda estaba cerca de Will, a sus espaldas. Con la mirada perdida, observó los cadáveres de los franceses; luego, la espesa sangre que goteaba de la maza de Hook; alzó la vista, por fin, y le traspasó con la mirada.
—No deberías estar aquí —le reprochó el arquero.
—No puedo quedarme en el campamento, no sea que se presente el cura —contestó la joven.
—Velaremos por ella, Nick —añadió Will of the Dale, con voz todavía forzada. Aunque desde oriente ya llegaba bastante luz como para no recurrir al fuego, dio un paso adelante y se hizo con una de las antorchas que estaban en el suelo—. Mira lo que han hecho.
Con ayuda de un hacha colosal, los franceses habían tratado de destrozar las duelas de hierro forjado que ensamblaban la caña del Redentor. Hook ya se había dado cuenta del desaguisado, pero reparó en que dos de los aros de metal estaban limpiamente seccionados, lo que significaba que la bombarda había quedado inutilizada: si alguien pretendiera efectuar un disparo, el ánima reventaría, saltaría por los aires y acabaría con la vida de los hombres que se encontrasen en el foso. Pero tampoco aquello era de su incumbencia.
—¡Vamos a por esos cabrones! —les ordenó. Los tres arqueros ya habían expoliado los cadáveres de los primeros franceses que habían abatido: encontraron cadenas de plata, monedas, broches y una daga con empuñadura de pedrería. Los depositaron en la aljaba donde guardaban otros hallazgos valiosos—. Ya nos las repartiremos más tarde —les apremió Hook—. ¡Salgamos de aquí! ¡Arcos!
A pesar de la caída, su arco estaba en perfectas condiciones. Lo empuñó con la mano izquierda, se echó la maza de guerra al hombro y colocó una flecha en la cuerda. Trepó por una de las paredes del foso y contempló un gris amanecer salpicado de franjas de humo oscuro.
Con sus propios ojos, contempló la encarnizada batalla que se libraba en las proximidades del testudo y del foso en que se asentaba la Hija del Rey. Los franceses se habían apoderado de ambos enclaves, pero los ingleses habían salido en tromba y superaban en número a los asaltantes, obligándolos a replegarse. Sonaron unas trompetas, señal para que los franceses abandonasen la refriega y se retirasen tras los muros de Harfleur. Al igual que la protección movible que defendía la bombarda, la robusta estructura que aguantaba el testudo era también pasto de las llamas. Enzarzados unos contra otros, entre molinetes y estocadas, las espadas de los caballeros de ambos bandos lanzaban destellos. Hook buscó con los ojos la librea del león rampante de sir John y la vio a su izquierda. Vio también la pelea que mantenían los hombres de su señor en la zanja principal, obligando a retroceder a una numerosa partida de franceses que formaba parte del ala izquierda de los asaltantes.
—¡Arcos! —gritó.
Tensó la cuerda a la altura de la oreja derecha. Aunque ya habían dado la señal de retirada, los franceses no se atrevían a darse media vuelta y echar a correr porque los ingleses les pisaban los talones, y se enfrentaban a ellos con coraje, intentando que los hombres de sir John retrocediesen hasta la zanja.
—¡Apuntad bien! —instó Hook a los suyos, tratando de evitar que alguna de las flechas fuese a caer sobre un inglés. Soltó la cuerda; sacó otra flecha y todavía la tenía a medio preparar, cuando observó que la primera hacía blanco en la espalda de uno de los atacantes. Tensó el arco del todo, vio a un francés que se volvió ante aquella amenaza inesperada, soltó la cuerda y la flecha le dio de lleno en la cara. Atemorizados ante el inopinado ataque que sufrían por aquel flanco, los enemigos pusieron pies en polvorosa.
Una saeta refulgió ante sus ojos; se trataba de un saetón, en realidad, que removió un montón de tierra. Desde las murallas de Harfleur, abrieron fuego con una bombarda. El bolaño fue a parar al suelo, por detrás de los arqueros mientras, en medio de la humareda, seguían lloviendo saetas. Los dardos producían un ruido entrecortado, y Hook pensó que las tiras de cuero no debían de estar bien rígidas, consecuencia quizá de un incorrecto almacenamiento. Aunque no certeras, las saetas seguían cayéndoles muy cerca. Hook se detuvo a contemplar la barbacana y se fijó en los ballesteros que apuntaban desde arriba. Se volvió, disparó una flecha contra ellos y gritó a los suyos:
—¡Alto! ¡A la zanja!
Los franceses se retiraban a toda prisa, pero habían culminado el propósito que les había guiado para realizar aquella descubierta: causar el mayor daño posible en la maquinaria de asedio. Tres de las bombardas, entre las que había que contar la Hija del Rey, habían quedado inservibles para siempre y, aparte de unos cuantos muertos, habían desmantelado las defensas a lo largo de las zanjas. Desde las maltrechas murallas, los defensores comenzaron a burlarse de los ingleses, mientras los hombres de la partida asaltante cruzaban el hondo foso que defendía la parte delantera del fortín. Las flechas no dejaron de perseguir a los franceses, hiriendo a algunos de ellos que fueron a dar con sus huesos en el fondo del foso, pero la incursión había sido un éxito. Las máquinas de guerra inglesas estaban ardiendo; también escocían los insultos que les lanzaban los hombres de la guarnición.
—¡Hijos de puta! —rezongaba sir John, una y otra vez—. ¡Qué cabrones, nos han pillado dormidos!
—La Salvaje está intacta —le informó Hook, impasible—, pero han destrozado el Redentor.
—¡Nosotros sí que les vamos a partir la crisma a esos hijos de puta! —replicó el noble.
—Ningún herido —añadió el arquero.
—¡Por todos los diablos, no les vamos a dejar ni un hueso sano! —afirmó encolerizado sir John, con toda solemnidad.
Aparte del cerco, que bastante cuesta arriba se les antojaba ya, el enemigo había asestado un duro golpe a los propósitos de los ingleses. Sir John se estremeció al ver que, por la trinchera, traían a uno de los jinetes franceses cautivo. Por un momento, todos pensaron que el gentilhombre descargaría toda su ira sobre el pobre desgraciado; en vez de eso, se quedó mirando a Melisenda, y fue a ella a quien convirtió en blanco de la frustración que sentía.
—¿Se puede saber qué está haciendo ésta aquí, en nombre de Cristo? —le espetó a Hook—. ¿Acaso tienes la cabeza llena de mierda? ¿No puedes estar sin tu mujer ni un jodido minuto?
—¡No fue cosa de Nick! —repuso la joven, altanera y ballesta en mano, aunque no había llegado a utilizarla—. ¡No fue cosa de Nick! —repitió—. Es más, me ordenó que me volviera al campamento.
La delicadeza de sir John para con las damas era más fuerte que su ira, y masculló algo que sonaba a palabras de disculpa. Melisenda comenzó a hablar atropelladamente con el caballero en francés, sin dejar de señalar al campamento y, a medida que la muchacha hablaba y hablaba, el rostro de sir John indicaba que estaba cada vez más irritado, hasta que acabó por volverse a Hook:
—¿Por qué no me habías dicho nada?
—¿Deciros qué, sir John?
—¡Que un hijo de puta de cura la había amenazado!
—De librar mis pendencias me encargo yo —dijo Hook, sin ocuparse de guardar las formas.
—¡No! —respondió sir John dejando caer la mano embutida en el guantelete sobre el hombro de Hook—. Estás aquí para librar las mías, Hook —añadió machacándole el hombro de nuevo—; para eso te pago. Y si estás de mi lado, también yo me pondré del tuyo, ¿entendido? ¡Todos a una! —gritó con tanta fuerza que incluso los hombres que se encontraban a cinco metros de distancia en la zanja se volvieron—. ¡Todos a una! ¡Que a nadie se le ocurra amenazar a uno de nosotros, porque todos estaremos dispuestos a plantarle cara! Tu chica bien podría pasearse desnuda entre las tropas, ¡que ninguno de nosotros le tocaría un pelo porque también ella es cosa nuestra! ¡Ella es de los nuestros! ¡Por Cristo bendito, que mataré a ese cabrón consagrado! ¡Le sacaré el espinazo por su jodida garganta y tiraré su arrugada polla a los perros! ¡Que nadie se atreva a amenazarnos, nadie!
Una vez que sus verdaderos enemigos habían conseguido ponerse a salvo tras las murallas ennegrecidas por los incendios, sir John sólo buscaba a alguien con quien seguir peleando, y Hook le había ofrecido un pretexto en bandeja.
Hook observaba cómo Melisenda le daba al padre Christopher cucharadas de miel a la boca. El cura estaba sentado, recostado contra un tonel de arenques ahumados que habían traído desde Inglaterra. Estaba esquelético, pálido y agotado como un pajarito, pero seguía con vida.
—Cobbett ha muerto —le dijo Hook—, y también Robert Fletcher.
—Pobre Robert —musitó el cura—. ¿Y su hermano?
—Vive todavía, pero está enfermo —le informó el arquero.
—¿Y los demás?
—Pearson, Hull, Borrow y John Taylor también han muerto.
—¡Que Dios se apiade de sus almas! —exclamó el cura, impartiendo una bendición al aire—. ¿Y en cuanto a los caballeros?
—John Gaffney, Peter Dance y sir Thomas Peters han muerto —le explicó Hook.
—¡Dios ha apartado su rostro de nosotros! —dijo el padre Christopher, con desánimo—. ¿Sigues en comunicación con tu santo?
—Ahora mismo, no —admitió el muchacho.
El padre Christopher lanzó un suspiro y cerró los ojos un momento para, con rostro grave, añadir:
—Hemos pecado.
—Todo el mundo decía que Dios estaba de nuestra parte —insistió, tozudo, Hook.
—Eso pensábamos, sin duda —repuso el cura—, y vinimos hasta aquí, alentados por esa certeza. Pero seguro que los franceses piensan lo mismo sobre el particular. Y ahora Dios nos muestra su verdadero rostro. No tendríamos que habernos embarcado en esta aventura.
—¡Eso está claro! —dijo Melisenda, muy convencida.
—Pero Harfleur caerá en nuestras manos —insistió Hook.
—Es probable que así sea —admitió el padre Christopher, guardando silencio mientras Melisenda le limpiaba un chorreón de miel que se le deslizaba por la barbilla—, si antes los franceses no se deciden a liberarla. Terminará por caer, pero, ¿cómo estaremos entonces? ¿Qué habrá quedado en pie de nuestro ejército?
—Tropas suficientes —replicó Hook.
El padre Christopher esbozó una agotada sonrisa.
—¿Suficientes para qué? ¿Para marchar sobre Ruán e iniciar otro asedio? ¿Para marchar sobre París? Si los franceses se presentasen en estos momentos, a duras penas seríamos capaces de defendernos. ¿Qué haremos, pues? Tomaremos Harfleur, reconstruiremos sus murallas y nos volveremos a casa. Esto ha sido un fracaso, Hook, un fracaso en toda regla.
El arquero se quedó sentado en silencio. Se oía el retumbar desmayado, que parecía dilatarse en aquella calurosa jornada, del disparo de una de las bombardas que aún les quedaban en condiciones. En alguna parte del campamento, un hombre cantaba.
—No podemos irnos así —dijo, al cabo de un rato.
—Claro que sí —respondió el padre Christopher— y eso será lo que acabemos haciendo, con toda seguridad. ¡Tanto dinero dilapidado para nada! En el mejor de los casos, para quedarnos con Harfleur. ¿Cuánto costará reconstruir esas murallas? —añadió, encogiéndose de hombros.
—¿Y si nos olvidásemos del asedio? —preguntó Hook, cabizbajo.
El cura dijo que no con la cabeza.
—Enrique nunca haría una cosa así. ¡Tiene que ganar! Sólo así puede demostrar que tiene a Dios de su parte; por otro lado, marcharnos ahora sería un signo inequívoco de debilidad —calló un momento, y añadió, muy serio—: Su padre se apoderó del trono por la fuerza, y Enrique teme que, si da muestras de debilidad, otros puedan hacer lo mismo con su corona.
—Coma y calle —le interrumpió Melisenda, con remango.
—Ya he tomado bastante, querida —dijo el padre Christopher.
—Tiene que comer más.
—Te haré caso, pero déjalo para la noche. Mera.
—Dios le mantiene con vida, padre —afirmó Hook.
—A lo mejor es que no quiere verme por el cielo, o me está ofreciendo la oportunidad de ser mejor cura —repuso el padre Christopher, con una sonrisa cargada de desánimo.
—Es usted un buen cura —le dijo Hook, con afecto.
—Que no se me olvide comentárselo a san Pedro cuando me pregunte si he hecho algo para ganarme el cielo. Preguntadle a Nick Hook, le diré. Y san Pedro me preguntará: ¿quién es ese tal Nick Hook? Y tendré que decirle: pues un ladrón, un canalla y, probablemente, también un asesino, pero eso pregúnteselo a él.
—Lo digo con toda sinceridad, padre —comentó Hook, sonriendo abiertamente.
—No estás demasiado lejos de alcanzar el reino de los cielos, joven Hook, y quiera Dios que sean aún muchos los días que hayan de pasar antes de que nos encontremos allí. Al menos, no tendremos que codearnos con sir Martin.
—Es un cobarde. ¡Un poltrón! —dijo Melisenda, con desprecio.
—Pocos hay que no se echen para atrás, cuando tienen que vérselas con sir John —aseguró, en tono afable, el padre Christopher.
—¡Él no pinta nada en esto! —afirmó la joven.
Sir John se había acercado hasta el campamento que habían levantado los hombres de lord Slayton, llevándose a Melisenda y a Hook con él. Una vez allí, hizo saber que quienquiera que desease acabar con Hook podía hacerlo allí mismo, en aquel preciso instante.
—A ver: ¿quién de vosotros desea a esta mujer? Que venga y que se la lleve —les había gritado.
Arqueros, caballeros desmontados y el resto de las huestes de lord Slayton se dedicaban en ese momento a limpiar las armaduras, a preparar algo de comer o a tomarse un respiro. En silencio, todos se volvieron para ver en qué acababa aquello.
—¡Que venga y que se la lleve! —vociferó sir John—. ¡Toda vuestra! Podéis hacerlo por turnos, como los perros cuando montan a una perra. ¡Adelante! ¿No veis que es una preciosidad? ¿Os apetece tirárosla? ¡Ahí la tenéis! —guardó silencio; ninguno de los hombres de lord Slayton se atrevió a dar un paso; a continuación, señaló a Hook—: Podéis gozarla todos; pero, antes, habréis de liquidar a mi ventenar.
Ninguno de los presentes se movió, ni siquiera se atrevían a mirar a sir John a la cara.
—Indícame quién es el hombre al que habrían pagado por matarte —le ordenó sir John.
—Aquél —contestó el arquero, señalando a Tom Perrill.
—En ese caso, acércate —le indicó el gentilhombre a Perrill—. Adelante, mátalo. Tuya será esta mujer si lo consigues —Perrill no se movió; permaneció medio escondido tras William Snoball quien, como administrador que era de lord Slayton, gozaba de cierta autoridad, pero Snoball no tuvo arrestos para plantarle cara a sir John Cornewaille—. Sólo pongo una condición —añadió el noble—: tendréis que matarnos a Hook y a mí antes de que esta mujer sea vuestra. Así que adelante. A ver, ¿quién quiere vérselas conmigo? —concluyó, blandiendo la espada y a la espera.
Nadie se movió; nadie dijo una palabra. Oculto tras unos jinetes, sir Martin contemplaba la escena.
—¿Es ése el cura? —le preguntó sir John a Hook.
—Sí, ése es.
—Me llamo John Cornewaille —había gritado entonces sir John—, y algunos de vosotros habréis oído hablar de mí. ¡Hook es uno de los míos! ¡Está bajo mi protección, al igual que la muchacha! —añadió pasando el brazo que le quedaba libre por los hombros de Melisenda, y dirigiendo la hoja de su espada hacia sir Martin—. Tú, cura, ven aquí.
El clérigo no se movió de donde estaba.
—Puedes venir aquí —dijo sir John—, o puedo ir yo y sacarte de ahí.
Con su rostro alargado convertido en una pura mueca, sir Martin se apartó cautelosamente de los caballeros tras los que había buscado refugio. Echó un vistazo alrededor, como si quisiera asegurarse una vía de escape. Sir John le soltó un bufido, le ordenó que se acercase y el cura obedeció.
—Estamos en presencia de un cura —les advirtió a todos—, así que él dará fe del juramento que voy a pronunciar. Juro por esta espada y por los huesos de san Credan que si alguien se atreve a tocarle un pelo a Hook, si alguien arremete contra él, si resulta herido o muerto, le buscaré a usted por todas partes, hasta debajo de las piedras, y yo mismo lo mataré.
Sir Martin no había perdido de vista al noble ni un instante, como si observase un bicho raro, una vaca con cinco patas o una mujer barbuda en una feria. Aún perplejo, como bien podía leerse en su rostro, el cura alzó las manos al cielo:
—¡Perdónale, Señor, perdónale! —exclamó.
—Cura —le advirtió sir John.
—¡Caballero! —replicó el clérigo, enardecido—. El diablo monta un caballo, y Cristo, otro. ¿Sabéis lo que eso significa?
—Por supuesto que sí —repuso el ricohombre, mientras apuntaba con su espada al gaznate del cura—. Significa que si cualquiera de vosotros, sacos de mierda maloliente, fornicadores de ratas, toca a Hook o a su mujer tendrá que vérselas conmigo. Yo mismo le sacaré sus hediondas tripas por su asqueroso culo y morirá profiriendo alaridos. Yo mismo lo mataré y enviaré su ponzoñosa alma al infierno.
Silencio. Sir John envainó la espada; se oyó el golpe seco del pomo al chocar contra la garganta de la vaina. Clavó los ojos en sir Martin, incitándole a que lo desafiara, pero el cura ya se había sumido en una de sus ensoñaciones.
—Vamos —les dijo sir John para, una vez que se hubieron alejado lo bastante de las chozas como para que pudieran oírle, echarse a reír—: Supongo que estamos en paz.
—Gracias —musitó Melisenda, reconfortada.
—¿Gracias? Me lo he pasado en grande, mocita.
—Y seguro que fue así —comentó el padre Christopher, cuando le hubieron contado la peripecia—, pero habría disfrutado mucho más si uno de ellos le hubiese retado. Le encanta pelear.
—¿Quién es ese san Credan? —le preguntó Hook.
—Un sajón —repuso el padre Christopher—. Cuando nos invadieron, los normandos estimaron que de ningún modo podía considerárselo santo, porque era un labriego sajón como tú, Hook. Y quemaron sus huesos, pero su esqueleto se convirtió en oro. Es un santo que goza de las simpatías de sir John, no sé por qué —añadió muy serio—. El no es tan incauto como quiere aparentar.
—Es un buen hombre —dijo Hook.
—Probablemente —convino el padre Christopher—, pero que no te oiga decir eso.
—Y usted está mucho mejor, padre.
—En efecto, Hook; gracias a Dios y a tu compañera —subrayó el cura, alargando el brazo y tomando la mano de Melisenda—. Ya es hora de que hagas de ella una mujer respetable, Hook.
—Lo soy —afirmó la muchacha.
—En ese caso, ya es hora de que amanses a maese Hook —repuso el padre Christopher; impasible, Melisenda miró al arquero y acabó por asentir con la cabeza—. Tal vez sea ésta la razón de que Dios me haya mantenido con vida —añadió el cura—, para hacer las cosas como Dios manda. Y eso será lo que hagamos, joven Hook, antes de que abandonemos Francia.
Todo parecía indicar que no tardarían en hacerlo: Harfleur no había sido tomada, la peste diezmaba las tropas inglesas y el tiempo pasaba inexorablemente. Ya estaban en septiembre. Cuestión de semanas y llegarían las lluvias del otoño y los primeros fríos, las cosechas estarían a buen recaudo tras los muros de las fortalezas y la estación propicia para guerrear tocaría a su fin. El tiempo corría en su contra.
Inglaterra había iniciado la guerra, y la estaba perdiendo.
A última hora de aquella tarde, Thomas Evelgold lanzó a Hook un enorme costal. El arquero se apartó, pensando que sería muy pesado, pero resultó ser tan increíblemente ligero que, tras chocar con su hombro, fue a parar al suelo.
—Estopa —fue la única explicación que le dio Evelgold.
—¿Cómo?
—Estopa —repitió el centenar—, para hacer flechas incendiarias, un haz para cada arquero. Sir John me ha ordenado que las tengáis listas esta noche y que nos reunamos en la zanja antes del amanecer. Belly ya está calentando la brea —Belly era Andrew Belcher, mayordomo de sir John y encargado de los pinches de cocina y de las bestias de carga—. ¿Has preparado alguna vez una flecha incendiaria? —le preguntó Evelgold.
—Nunca —admitió Hook.
—Utiliza sólo las de punta ancha y barbada, ata un buen puñado de estopa alrededor, sumérgelas en la brea y mantenlas en alto. Necesitamos un par de docenas de flechas por arquero.
Evelgold se dedicó a distribuir el resto de los sacos entre los otros arqueros, mientras Hook sacaba del costal montones de estopa grasienta, trozos de lana sin lavar, arrancados a manotadas del lomo de una oveja. Una pulga saltó de la lana y corrió a esconderse bajo su manga.
Distribuyó la estopa en diecisiete partes iguales, y cada arquero dividió la suya en veinticuatro porciones, una para cada flecha. Hook troceó unas cuerdas de arco que tenía de repuesto, y sus hombres las utilizaron para sujetar los pingajos de lana sanguinolenta a las puntas de las flechas; a continuación, aguardaron en fila para introducirlas en la marmita de brea hirviendo que vigilaba Belly. Apoyadas contra tocones o toneles, las pusieron a secar.
—¿Qué vamos a hacer al alba? —le preguntó Hook a Evelgold.
—Los franceses nos dieron por el culo hoy por la mañana —respondió el centenar, muy serio—, y nosotros vamos a joderles bien a ellos mañana por la mañana —añadió, encogiéndose de hombros, como si no estuviese muy convencido de lo que decía—. ¿Has tenido alguna baja más hoy?
—Cobbett y Fletch; Matson tampoco durará mucho.
—Buenos hombres —dijo Evelgold, echando pestes—. ¿Qué sentido tiene que hayan muerto? —se preguntó mientras escupía a una fogata—. Cuando la brea esté seca —añadió—, sacudid un poco las flechas para que ardan mejor.
Aquella noche, nadie pegó ojo en el campamento inglés. Los hombres se dedicaron a llevar haces de leña a la zanja que más cerca estaba del fortín enemigo. No eran sino enormes montones de leña atados con un cordel y bastaba con verlos para hacerse una idea de en qué consistiría la intentona del día siguiente: antes de que los soldados lo cruzasen para iniciar el asalto contra la maltrecha fortaleza, había que rellenar el foso de agua que defendía el baluarte.
Todos los caballeros de sir John recibieron la orden de ponerse la armadura. De los treinta que habían zarpado de Southampton Water el día en que los cisnes volaron por encima de la flota, presagio de que coronarían su empresa con éxito, sólo quedaban diecinueve en condiciones de pelear. Seis habían muerto; los otros cinco no dejaban de temblar, vomitando y yéndose por la pata abajo. Los caballeros que aún quedaban en pie contaban con escuderos y pajes, que les ayudaban a colocar las piezas de acero sobre unos jubones forrados de cuero y embadurnados de grasa para facilitar el desplazamiento del revestimiento metálico. Por encima de las camisolas, llevaban ceñidos los tahalíes de los que pendían las espadas, aunque la mayoría de los jinetes prefería blandir mazas o lanzas cortas. Un cura del séquito de sir William Porter los escuchó en confesión y les impartió la bendición. Sir William no sólo era el mejor amigo de sir John, sino también su hermano de armas, es decir, que habían peleado codo con codo y habían jurado que velarían el uno por el otro, que reunirían el rescate exigido por cualquiera de ellos si, por desgracia, uno de los dos caía prisionero, y que cuidarían de la viuda del superviviente, caso de que uno de los dos faltase. De rostro enjuto, ojos pálidos y pelo ralo, al menos antes de que se cubriera la cabeza con un yelmo provisto de visera puntiaguda, sir William tenía el aspecto de un hombre de letras que, aun revestido de armadura, parecía fuera de lugar, como si más cuadrase una biblioteca o la sala de algún tribunal con su entorno natural. Pero era el compañero de fatigas que sir John había elegido, lo que decía mucho acerca de su valor. Antes de dirigir un nervioso saludo a los arqueros del gentilhombre, se caló el yelmo y alzó la visera.
Los arqueros también iban protegidos con una especie de armadura, y portaban otras armas. Como Hook, casi todos vestían un jubón forrado, reforzado con placas metálicas sobre una cota de malla; también llevaban cascos, y algunos hasta verdugos, una caperuza de malla de hierro que les cubría desde la cabeza hasta los hombros. Los brazos con que manejaban el arco los protegían con brazaletes, llevaban espadas y tres aljabas cada uno, dos de ellas reservadas para las flechas incendiarias embadurnadas de pez. Además del arco, algunos también llevaban hachas, pero la mayoría, como Hook, se inclinaba por hachones. Todos, señores principales, caballeros, caballeros desmontados y arqueros lucían la cruz de san Jorge cosida en los jubones.
—¡Que Dios os guarde! —saludó sir William a los arqueros que, de forma disciplinada, musitaron palabras de asentimiento.
—¡Y que el diablo se lleve a los franceses! —gritó sir John, abandonando su tienda a grandes zancadas. Mostraba un magnífico humor; los ojos le hacían chiribitas ante la perspectiva de entrar en batalla—. Lo que tenemos que hacer esta mañana es muy sencillo —dijo al desgaire—. ¡Vamos a privar a esos malparidos de la dichosa barbacana! ¡Y vamos a hacerlo antes de desayunar!
Melisenda le había preparado a Hook una loncha de tocino y un trozo de pan, que el muchacho se comió cuando las tropas de sir John enfilaron el camino colina abajo hacia el lugar del cerco. Todavía no había amanecido. Soplaba un viento frío y cortante del este impregnado del salitre de las marismas que se llevaba el pegajoso olor de los cadáveres. Se oía el traqueteo de las flechas en las aljabas, a medida que los arqueros avanzaban por el tortuoso sendero. En las líneas de asedio, al igual que en lo alto de las defensas de Harfleur, se veían fogatas encendidas. Hook supuso que la guarnición estaría recomponiendo los destrozos del día anterior.
—¡Que Dios os bendiga, os acompañe y os proteja! —gritó un cura al paso de los arqueros.
Los franceses debieron de sospechar que algo andaban tramando los sitiadores, porque, desde las murallas, dos de sus catapultas lanzaron un par de carcasas, enormes bolas de trapos y yesca, empapadas de brea y azufre que, como una enorme gota de fuego, iban dando vueltas y soltando chispas durante su recorrido por el cielo nocturno hasta caer al suelo, donde se deshacían produciendo un vivísimo resplandor que, al reflejarse en los yelmos de los soldados ingleses, indicaban dónde habían de apuntar los ballesteros apostados en lo alto de las defensas. Las ballestas les pasaban por encima o se estrellaban contra los parapetos. Desde arriba, les llegaban insultos, pero eran gritos desmayados, como si la guarnición estuviera cansada y nerviosa.
Las zanjas del asedio estaban atestadas. Se dio la orden de que los arqueros que llevasen flechas incendiarias se pusieran en primera línea; tras ellos, otros arqueros esperaban junto a unos haces de leña. Al frente del ataque estaba sir John Holland, sobrino del rey, vigilado de cerca por su padrastro, sir John Cornewaille, como durante el primer desembarco que marcó el inicio la invasión.
—Cuando yo dé la orden —dijo el joven sir John—, los arqueros lanzarán las flechas incendiarias contra el fortín. ¡Vamos a prenderle fuego!
Cada pocos metros, a lo largo de la zanja, habían dispuesto unos braseros de hierro, en los que ardía carbón de hulla que esparcía un tufo penetrante.
—¡Disparad esas flechas y ahumadlos como a ratas! —les ordenó sir John a los arqueros—. Cuando el humo les impida ver, cegaremos el foso y asaltaremos la barbacana —dicho así, no parecía difícil.
Habían cargado con bolaños envueltos en pez las bombardas que aún estaban en condiciones. Con los tacos prendidos, los artilleros holandeses se mantenían a la espera. Parecía que no fuera a amanecer nunca. Los defensores del fortín se hartaron de lanzarles ballestas y sus insultos, al igual que los dardos, fueron remitiendo. Ambos bandos permanecían al acecho. Un gallo cantó en el campamento. No tardó en responderle una bandada de pájaros con sus graznidos. Pajes con haces de flechas aguardaban en los repechos que se alzaban tras la zanja, donde unos cuantos curas decían misa y escuchaban confesiones. Los hombres se arrodillaban por turnos y recibían la comunión y la bendición de Dios.
—Tus pecados te han sido perdonados —le musitó a Hook uno de los curas, y el joven confió en que así fuera. No había confesado el asesinato de Robert Perrill y, al recibir la hostia, no dejaba de preguntarse si aquella omisión no le costaría la condenación eterna. Había estado a punto de confesar su crimen, pero al ver que el cura ya hacía señas al que venía detrás, Hook se puso en pie y se apartó. Con la oblea pegada al paladar, el arquero rezó en silencio una plegaria a san Crispiniano. ¿Habría también un santo patrono de Harfleur, se preguntaba, que estuviera implorando a Dios que acabase con los ingleses?
Se produjo un alboroto en la zanja, Hook se volvió y vio al rey que se abría paso entre los soldados. Llevaba armadura completa, aunque aún no se había calado el yelmo. Tanto el peto como el espaldar los llevaba cubiertos por una sobrevesta en la que destacaban las armas regias, con la encarnada cruz de san Jorge superpuesta. Portaba un hacha de guerra de hoja ancha y la espada envainada. Como el resto de los caballeros y soldados, no llevaba escudo: la armadura de acero ofrecía suficiente protección; los escudos rematados de hierro eran ya reliquias del pasado. El rey dirigió un gesto afectuoso a los arqueros.
—Tomad el fortín, y la ciudad caerá. ¡Que Dios guíe vuestros pasos! —les decía mientras caminaba por la zanja, repitiendo lo mismo una y otra vez, escoltado por un escudero y dos jinetes—. Me tendréis a vuestro lado —aseguró, cuando ya estaba cerca de Hook—. Si es designio de Dios que yo gobierne Francia, Él nos protegerá. ¡Que Dios nos ayude! ¡Cuento con vuestra ayuda, compañeros, para recuperar lo que es nuestro de pleno derecho!
—¡Encordad los arcos —gritó sir John, una vez que el rey se hubo alejado—, no tardaremos en iniciar el asalto!
Hook apretó con el pie derecho el extremo inferior de su enorme arco y lo curvó para fijar la cuerda en el extremo superior.
—¡Apuntad bien alto con las flechas incendiarias! —rezongó Thomas Evelgold—. ¡A menos que queráis abrasaros, procurad no tensar los arcos del todo! Así que arriba, a lo alto, y cercioraos de que la brea esté bien prendida antes de soltar la cuerda.
El gris amanecer dejó paso a la luz. Atisbando entre dos gaviones del maltrecho parapeto, Hook observó que el fortín era una pura ruina. Los enormes maderos con remaches de hierro que antes habían soportado una formidable muralla se desmoronaban machacados por las descargas de la artillería. Los sitiados habían tratado de tapar las brechas con más vigas de madera, de modo que, visto desde fuera, el fortín se asemejaba a una singular colina apuntalada. Aunque los doce metros de altura que otrora alcanzase habían quedado reducidos a la mitad, aún representaba un obstáculo formidable. El lienzo exterior era tan empinado como profundo el foso y, en lo alto, habría sitio como para cuarenta o cincuenta hombres, entre ballesteros y soldados. Banderolas pintadas con imágenes de santos y divisas de armas aún pendían de las ruinas. De vez en cuando, una cabeza cubierta con un yelmo echaba una ojeada al resguardo de un madero, mientras los hombres encaramados en los maltrechos muros no les quitaban el ojo de encima a la espera de que se produjese el ataque.
—¡Ya sabéis, empezad a lanzar flechas en cuanto oigáis el disparo de las bombardas! —les recordó sir John Cornewaille a los suyos—. Ésa será la señal, y no paréis. Si veis que alguno trata de sofocar los incendios, ¡matadlo!
Los carbones ardientes del brasero más próximo se desplomaron, produciendo un vivo resplandor acompañado de una constelación de chispas. Un paje se acuclilló junto al cestón de hierro con un haz de leña menuda para, llegado el momento, colocarlo sobre los carbones encendidos y encender las flechas impregnadas en brea. En bandadas, las gaviotas revoloteaban y se posaban en las mismas marismas saladas donde arrojaban los cadáveres a merced de la marea. Las bajas de los ingleses servían de engorde a las gaviotas normandas. Con la boca reseca, Hook aún no había podido tragar la hostia.
—En cualquier momento —les advirtió sir William Porter, como si pretendiese apaciguar los ánimos de los hombres que se mantenían a la espera.
Se oyó un chirrido. Hook miró a su izquierda, y vio cómo unos hombres ponían en marcha el torno que alzaba el parapeto inclinado que protegía la pieza de artillería que tenía más cerca. Los franceses también lo advirtieron y un saetón, lanzado desde las murallas, se estrelló contra la defensa que estaban retirando. Uno de los artilleros procedió a retirar el gavión que resguardaba la negra boca de fuego de la bombarda.
Sonó un disparo.
La brea que recubría el bolaño se había prendido con la explosión de la pólvora, y la piedra, como una blanquecina bola de fuego, rasgó el humo, voló sobre la tierra agrietada y se estrelló contra el fortín.
—¡Ahora! —ordenó sir John Holland; un paje amontonó leña sobre los carbones al rojo del brasero y, al instante, salieron llamas.
—¡Ojo, que las flechas prendidas no entren en contacto con las otras! —les advirtió Evelgold, cuando los arqueros ya arrimaban los primeros proyectiles al fuego recién avivado.
Se oyeron más disparos. Uno de los maderos de la barbacana saltó por los aires y un montón de tierra se derramó sobre la pared delantera. Hook aguardó a que la brea ardiese en condiciones antes de colocar la flecha en la cuerda. Temeroso de que el astil de fresno también empezase a arder, tensó con rapidez el arco hasta que notó que el fuego le quemaba los dedos de la mano izquierda, apuntó a lo alto y soltó la cuerda al instante. Con trayectoria lenta y desmañada, otras flechas incendiarias también partieron en busca del fortín. Liberada de la cuerda, la flecha que había lanzado Hook dejó una estela de chispas por el camino, y se quedó corta. Otras flechas sí acertaron en las astilladas vigas de la barbacana. Como una mampara, el humo de la artillería se interponía entre los arqueros y su objetivo.
—¡Seguid lanzando flechas! —ordenó sir John Holland.
Hook sacó del zurrón que llevaba el trapo que utilizaba para encerar el arco y se vendó la mano izquierda para protegerse de las llamas. El segundo de sus lanzamientos dio en el blanco: fue a clavarse en una de las maltrechas vigas de madera. Con las primeras luces, los proyectiles ardientes seguían su trayectoria curva y el fortín se vio salpicado de pequeñas fogatas a medida que caían más y más flechas. Hook observó la agitación de los franceses en la muralla, sólo a medias recompuesta, y se imaginó que estarían arrojando agua o tierra por el lienzo exterior; se hizo con una flecha de punta alargada, la disparó y dio en el blanco buscado. Lanzó la última flecha incendiaria que le quedaba, y observó cómo el fuego iba a más y las desiguales columnas de humo salían de un centenar de sitios de la barbacana en ruinas. Con inesperado y vivo resplandor, ardió una de las banderolas. Disparó otros tres dardos contra la muralla, oyó un toque de trompeta a pocos metros de donde se encontraba, y se apartó para dejar paso a los hombres que llevaban los haces de leña, quienes, tras sortear el parapeto, echaron a correr hacia el fortín.
—¡Seguidlos! —gritó sir John Holland—. ¡Flechas!
Arqueros y soldados abandonaron la zanja. Hook podía disparar sus flechas por encima de las cabezas de los hombres que corrían delante, apuntando a los ballesteros que no tardaron en agruparse en lo alto de la muralla envuelta en humo.
—¡Flechas! —pidió a voces, y un paje le acercó una aljaba repleta.
Hook disparaba dejándose guiar por su instinto, enviando dardo tras dardo contra los defensores del enclave, sombras espectrales en medio de la humareda, cada vez más densa. Escucharon unos gritos por el lado del foso: estaban sufriendo bajas, pero los haces de leña no dejaban de caer en la profunda brecha.
—¡Por Enrique y por san Jorge! —gritó sir John Cornewaille—. ¡Portaestandarte!
—¡A vuestras órdenes! —respondió el escudero encargado de llevar el guión del gentilhombre.
—¡Adelante!
Los caballeros desmontados se pusieron en marcha junto a sir John, dando voces mientras avanzaban sobre aquel terreno abrupto, devastado, abrasado. Detrás iban los arqueros. Sonó de nuevo la trompeta. Más hombres echaron a correr por los flancos. Los arqueros que habían cegado el foso se habían desplazado a ambos lados del fortín y lanzaban sus flechas contra la parte alta de la muralla, desde donde les llovían las saetas. De repente, uno de los hombres de sir John abrió la boca, se llevó la mano a la barriga y, sin decir palabra, se dobló sobre sí mismo y cayó al suelo. Otro de los caballeros, hijo de un conde, con una saeta clavada en la visera abierta, echaba sangre por el yelmo; dio unos pasos renqueantes y se dejó caer de rodillas. Estrechó la mano que Hook le tendió para ayudarlo y, con la saeta aún clavada en su rostro estragado, logró ponerse en pie y echó a correr de nuevo.
—¡Gritad más fuerte, cabrones, mas fuerte! —vociferó sir John; entre aullidos, los atacantes se encomendaron a san Jorge.
Una humareda pestilente salió de una de las bombardas apostadas en la muralla del fortín, y el bolaño que disparó discurrió en diagonal por el accidentado terreno por el que avanzaban los ingleses. Alcanzó de lleno en un muslo a uno de los caballeros, que hizo una voltereta en el aire mientras su sangre le salpicaba el jubón; la piedra siguió su camino, destripó a un paje y, lanzando gotas de sangre al aire, siguió rodando hasta desaparecer más allá de las marismas. Al tensarlo al máximo, un arco se partió en dos y su dueño empezó a blasfemar.
—¡No les deis respiro! ¡Acabad con ellos! —vociferó sir John en el momento en que se disponía a saltar sobre los haces de leña que cegaban el foso.
En cuanto los primeros atacantes comenzaron a dejarse caer sobre los inestables haces de leña que no cubrían el hoyo por completo, las voces se convirtieron en incesante griterío. Los sitiados no sólo les lanzaban saetas, también arrojaban piedras y trozos de madera desde lo alto de la muralla. En los muros de la ciudadela, dos regüeldos de humo anunciaron los disparos de otras tantas piezas de artillería, pero los proyectiles fueron a caer por detrás de los atacantes, sin causar daño alguno. Sonaron trompetas en Harfleur, y comenzaron a lanzarles ballestas desde las murallas. Mientras los atacantes se mantuvieran en las proximidades del fortín, estaban a salvo de los dardos que les llegaban desde la ciudad, pero algunos de los hombres se dispusieron a trepar por los destrozados flancos del bastión, ofreciendo un blanco perfecto para los defensores de la ciudad.
Hook gastó todas las flechas que llevaba contra los hombres que estaban en lo alto de la barbacana; echó un vistazo en busca de algún paje que le llevase más dardos, pero no vio a ninguno cerca.
—¡Horrocks —le gritó al más joven de sus arqueros—, vete a por más flechas!
Reparó en un arquero herido sentado en el suelo a unos pocos pasos de donde él estaba, se hizo con un puñado de flechas de la aljaba que llevaba el otro y sujetó una entre el pulgar y la albura. Los pendones ingleses ondeaban ya a los pies del fortín; muchos soldados comenzaban a trepar por las estribaciones de los muros, tratando de sortear las imponentes llamas que provocaban una humareda tal que dificultaban la visión de los sitiados. Era como tratar de subir por la ladera de un risco que se desmorona, un peñasco además envuelto en llamas y humo. Los franceses no dejaban de increparlos. En aquel momento, su mejor arma eran las piedras que arrojaban desde lo alto. Hook vio cómo un soldado se venía al suelo, con el yelmo medio hundido por culpa de uno de aquellos pedruscos. El rey no debía de andar lejos de allí porque, a pesar del humo, acertó a ver el guión regio, y se preguntó qué ocurriría si el rey hubiera sido el hombre que se había desplomado con el yelmo abollado. ¿Y si el rey muriera? Por fin, acertó a verlo en el fragor de la refriega, y Hook se sintió orgulloso de que Inglaterra tuviese por rey a un guerrero en vez de un monarca medio loco que se vendaba todo el cuerpo porque pensaba que era de cristal.
En el flanco derecho, junto a la bandera de las tres campanas, la divisa de sir William Porter, ondeaba el estandarte de sir John. Hook les dio una voz a sus hombres para que lo siguiesen y echó a correr hacia el borde del foso. Saltó al hoyo, y fue a caer sobre el cadáver de un hombre con armadura: una saeta le había atravesado la cota de malla del verdugo que llevaba y no paraba de perder sangre por la herida de la garganta. Alguien, sin embargo, ya le había aligerado de espada y yelmo. Sorteó como pudo los inestables haces de leña del fondo del foso y subió por el lado de la muralla, donde el humo era más denso. Disparó tres flechas y colocó en el arco la última que le quedaba. A medida que prendían en las destrozadas vigas del fortín, las llamas ganaban en altura, y los incendios con los que se pretendía dificultar la visibilidad de los sitiados se habían convertido en un obstáculo que frenaba a los atacantes. Por encima de su cabeza, seguían silbando flechas, señal de que los pajes habían ido a por más y se las habían llevado a los arqueros, pero Hook estaba demasiado inmerso en la contienda como para volver sobre sus pasos y ocuparse de rellenar su aljaba. Echó a correr a la derecha, saltando sobre cadáveres, sin prestar atención a las saetas que caían a su alrededor. Vio a sir John encaramado a unas vigas reforzadas con hierro, desde donde observaba a los hombres que hostigaban a los sitiadores. Atisbó durante un segundo a uno de los defensores, con un pedrusco alzado por encima de la cabeza, dispuesto a lanzarlo sobre sir John; Hook se detuvo, tensó el arco, soltó la cuerda y la flecha fue a clavarse en la axila del soldado, que giró sobre sí mismo con lentitud y desapareció.
Sopló una ráfaga de viento del este que arrastró el humo que ocultaba el flanco derecho del fortín, y Hook vio la entrada de una gruta a los pies del baluarte medio derruido en la cara que daba al mar. Se pasó el arco por la cabeza y empuñó el hachón que llevaba a la espalda. Echó a correr dando gritos sin sentido, dio un salto hasta el lienzo de la barbacana y trastabilló buscando una base firme en el empinado montón de cascotes. Se encontraba en el extremo derecho del fortín en ruinas; desde allí podía ver la cara sur de Harfleur, la que daba al puerto. Los defensores de las murallas de la ciudadela también advirtieron su presencia y empezaron a caer saetas por aquel lado de la barbacana, pero Hook se había resguardado en aquella especie de gruta, poco más que un reborde de cascotes protegido por unas vigas que se habían venido abajo, un escondrijo, no mucho mayor que la madriguera de un perro asilvestrado, en donde apenas podía moverse. ¿Y ahora qué?, se preguntó. Las saetas no dejaban de silbar sobre el precario refugio. También podía oír los gritos de los contendientes; le pareció que los franceses berreaban con más fuerza, señal de que pensaban que llevaban las de ganar. Asomó la cabeza con precaución para atisbar a sir John, pero un remolino de viento arrastró una nube de humo que hurtó toda visibilidad desde el nido de águila en que estaba engurruñado.
De cara al fortín, a su derecha, reparó en unos aros metálicos que entrelazaban tres grandes troncos, y se le ocurrió que podía ser una especie de escalera que llevase a la parte alta; aprovechó que el humo le ocultaba en aquel instante, y dio un salto, apoyándose en las vigas con la mano izquierda, mientras con las botas tanteaba hasta apoyarse en cada uno de los aros. Llegó al tercero con la maza en las manos, y a ella recurrió para encaramarse hasta la última arandela, estirándose cuanto pudo para alcanzarla. Casi había llegado arriba del todo sin que los franceses se dieran cuenta, en parte gracias al humo y, en parte, porque bastante tenían con no apartar los ojos de las vociferantes huestes inglesas que trataban de trepar por el centro de la barbacana, allí donde el desnivel era menos pronunciado. Sin parar, les arrojaban saetas, piedras y trozos de madera; las flechas de los ingleses, en respuesta, rasgaban el humo de continuo.
—¡Hook! —rugió alguien desde más abajo—. ¡Ven acá, cabrón, y échame una mano!
Era sir John Cornewaille. Hook le tendió la maza por la parte plana, el caballero se aferró a ella y Hook le subió entre los maderos.
—Nunca te me adelantes, Hook —refunfuñó sir John—. ¿Se puede saber qué demonios estás haciendo aquí? Tenías que estar disparando flechas ahí abajo.
—Quería ver lo que había al otro lado de estas ruinas —acertó a decir el arquero, mientras las llamas lamían los maderos, no lejos de los pies de sir John.
—Así que querías ver… —comenzó a despotricar sir John, en el preciso instante en que soltó una risotada que más sonó como un ladrido—. Me estoy quemando vivo. Llévame más arriba. —Hook recurrió de nuevo a la maza para tirar de sir John hasta la parte superior del armazón; allá en lo alto, justo en la base del rudimentario parapeto, parecían un par de moscas encaramadas a una columna en llamas que se podía venir abajo en cualquier momento; los defensores del fortín ni se habían percatado de su presencia—. ¡En el nombre de Jesucristo y de toda su cohorte de mojigatos santos, éste es un sitio tan perfecto para morir como cualquier otro! —exclamó sir John, empuñando el hacha de guerra que llevaba colgada a la espalda—. ¿Qué, dispuesto a morir conmigo, Hook?
—Tiene toda la pinta, sir John.
—Así se habla. Primero, sácame de aquí y, luego, únete a mí. Que los dos tengamos buena muerte, Hook, la mejor de las muertes.
Hook sujetó a sir John por la parte de atrás del cinturón de la espada y, a una señal suya, tiró con todas sus fuerzas para alzarlo. Sir John desapareció en las alturas, cayó en la parte más alta de la muralla y lanzó su grito de guerra:
—¡Por Enrique y por san Jorge!
—¡Por Enrique, por san Jorge y por san Crispiniano! —, tras él fue Hook, lanzando alaridos.