Capítulo 11

Un amanecer frío y gris. Caprichosas ráfagas de lluvia azotaban de vez en cuando el terreno. Hook tenía la sensación de que el aguacero de la noche había tocado a su fin. Junto a los surcos, como en los árboles cargados de humedad, aún quedaban retazos de niebla.

Por detrás de las filas que ocupaban el centro de las tropas inglesas, entre el redoble frenético de los tambores, se escuchaban los estruendosos clarinazos de las trompetas. Los músicos marchaban detrás del estandarte regio, el mayor de todos, secundado por la enseña con la cruz de san Jorge, el pendón de Eduardo el Confesor y la bandera de la Santísima Trinidad. Ondeando en lo alto de descomunales mástiles, las cuatro enseñas se alzaban en el centro de las tropas que, en formación, cubrían el espacio que quedaba entre los dos flancos, la vanguardia y la retaguardia del ejército inglés, agrupado en torno a los estandartes de los diferentes señores que, en número no inferior a cincuenta, se desplegaban sobre las cabezas de los hombres de armas de Enrique. Nada que ver con la multitud de enseñas de seda y lino desplegadas por los franceses.

—Contad las banderas —aconsejó Thomas Evelgold a los suyos para que, a ojo de buen cubero, hiciesen el recuento de las fuerzas con que iban a enfrentarse—; no olvidéis que bajo cada guión se agrupan no menos de veinte hombres armados al mando de un mismo señor.

Algunos habrían llevado menos vasallos, pero la mayoría dispondría de muchos más. Aunque ni siquiera Hook, con su vista de águila, fue capaz de contar las banderas, con todo, Tom Evelgold estaba seguro de que, gracias a su método de cálculo, se harían una idea cabal de los efectivos con que contaba el enemigo: demasiados como para dar una cifra aproximada.

—Se cuentan por millares —se lamentó Evelgold—, ¡y eso sin contar los malditos ballesteros! —situados en las alas del ejército francés, unos pasos por detrás de los caballeros que estaban al frente.

—¡Esperad! —les gritó a los arqueros ingleses un jinete de cierta edad y pelo cano, uno de los muchos que habían aparecido para dar consejos o impartir órdenes, cabalgando a lomos de un caballo castrado cubierto de barro—. ¡Esperad —repitió— hasta que lance el bastón al aire! —un corto y grueso rodillo de madera envuelto en tela verde, remachado en dorado en los extremos—. ¡Ése será el momento de comenzar a disparar! ¡Que nadie lo haga antes de tiempo, no mientras no veáis el bastón en lo alto!

—¿Quién es ése? —le preguntó Hook a Evelgold.

—Sir Thomas Erpingham.

—Ya; pero, ¿quién es?

—El hombre que lanzará el bastón al aire —repuso Evelgold.

—¡Lo tiraré bien alto, así! —vociferó sir Thomas, lanzando el bastón al aire cargado de humedad; tras describir unos cuantos círculos, trató de recuperar el rodillo antes de que cayera al suelo; no lo consiguió. Hook se preguntó si no sería un mal presagio.

—Deprisa, Horrocks, hazte con él —ordenó Evelgold; el chico apenas podía correr: surcos y caballones eran un lodazal en el que se hundía hasta los tobillos; recuperó, por fin, el bastón envuelto en tela verde y se lo entregó al jinete de cabellos canos; sir Thomas le dio las gracias, y siguió cabalgando por delante de la hilera de arqueros, gritando las mismas órdenes. Hook observó cómo se hundían las patas de la montura del gentilhombre en la tierra arada.

—Pues sí que han pasado la reja a fondo —comentó Evelgold.

—Natural; trigo de invierno —dijo Hook.

—¿Qué tiene que ver una cosa con la otra?

—Para esa clase de trigo, hay que roturar surcos más profundos —repuso Hook.

—Lo que tú digas; no he tocado un arado en mi vida —contestó Evelgold, que había sido curtidor antes de que sir John lo ascendiese a ventenar.

—En otoño, se pasa el arado a mayor profundidad; los surcos de primavera son más superficiales —continuó Hook.

—Así se evitan cavar nuestras fosas —añadió Evelgold, desabrido—: nos arrojan a esos enormes surcos y nos cubren de tierra con los pies.

—Parece que el tiempo está aclarando —dijo Hook; en efecto, al oeste, por encima de los muros de la minúscula fortaleza de Azincourt que sobresalían a lo lejos entre la espesura, el cielo parecía más luminoso.

—Por lo menos, las cuerdas no se habrán mojado —aventuró Evelgold—, y acabaremos con unos cuantos de esos cabrones antes de que nos hagan picadillo.

No sólo eran más numerosos los estandartes de los franceses: el enemigo también alardeaba de llevar más músicos. Las trompetas inglesas tocaban breves melodías de notas desafiantes, que callaban para dejar paso a los vigorosos e insistentes redobles de los tambores. Las trompetas del adversario restallaban sin cesar, destrozando los tímpanos de los ingleses con estridentes clarinazos que traía y llevaba el aire frío. Como los ingleses, la mayoría de los caballeros franceses iban a pie, aunque Hook reparó en los numerosos jinetes que, lanza en ristre, se agolpaban a ambos flancos. Los caballos, embardados hasta los cascos y engualdrapados con escudos de armas bordados, iban de un lado para otro para estar en condiciones.

—No tardarán mucho en atacar esos cabrones —dijo Tom Scarlet.

—Quién sabe —comentó Hook, que no sabía qué deseaba más, si que empezase el baile y acabar cuanto antes, o estar ya de vuelta y a buen seguro en Inglaterra.

—No tenséis hasta que avancen —les insistía Evelgold a los arqueros de sir John, repitiendo la misma advertencia que había formulado en no menos de seis ocasiones, sin que ninguno le hiciera caso. Estremecidos, todos tenían los ojos puestos en el enemigo.

—¡Mierda! —grito el ventenar.

—¿Qué pasa? —preguntó Hook, sobresaltado.

—Nada; que he pisado una bosta.

—Dicen que trae suerte —comentó el arquero.

—Si te parece, me pongo a bailar encima.

Rodeados por los arqueros, los curas decían misa. Uno por uno, todos los hombres se acercaron a tomar el pan de vida y a recibir la absolución. En primera línea, en el centro del ejército, con la cabeza descubierta y a la vista de todos, el rey permanecía postrado de rodillas ante uno de los capellanes. A lomos de su pequeño caballo blanco, había pasado revista a las tropas. Aquella lóbrega mañana, aún resplandecía más la corona dorada que lucía en el yelmo de combate. Había hecho advertencias a alguno de los hombres para que se mantuviesen en la formación y, sin bajarse de la caballería, había zarandeado la estaca de un arquero para comprobar que estaba bien plantada en la tierra.

—¡Dios está con nosotros, muchachos! —exhortó a los arqueros que, en señal de respeto, se ponían de rodillas mientras, con gestos, el rey les indicaba que siguiesen en pie—. ¡Dios está de nuestro lado! ¡Confiad en Él!

—¡Ojalá Dios hubiese querido que fuésemos más! —se alzó una voz entre los arqueros.

—¡Ni se te ocurra pensar eso! —repuso el rey, tratando de infundirles ánimo—. ¡Formamos parte de sus designios! ¡Somos suficientes para llevar a cabo su obra!

Hook confiaba en que Dios hiciese buenos los propósitos del rey, mientras caminaba hacia las filas de atrás, antes de arrodillarse ante el padre Christopher, quien, sobre la sotana negra, llevaba una casulla manchada de barro, bordada con palomas blancas, cruces verdes y los leones rojos de sir John.

—Confieso que he pecado, padre —dijo Hook, antes de revelar algo que sólo él sabía: que había matado a Robert Perrill, y que pensaba acabar con Thomas Perrill y con sir Martin. Le costó mucho reconocerlo, pero pensó que tenía que hacerlo ante la posibilidad, casi la certeza, de que aquél fuera su último día en este mundo.

—¿Por qué lo hiciste? —le preguntó el cura, sujetándole la cabeza con las manos.

—Porque los Perrill mataron a mi abuelo, a mi padre y a mi hermano —respondió Hook.

—Y por esa razón, tú quitaste de en medio a uno de ellos —dijo el cura, con acritud—. Nick, esto tiene que acabar.

—Los odio, padre.

—Hoy, nos disponemos a entrar en batalla —continuó el padre Christopher—, así que ve a ver a tus enemigos, pídeles perdón y haced las paces. —Hook no dijo nada; el cura hizo una pausa antes de añadir—: Otros ya lo están haciendo: han ido en busca de sus adversarios y han hecho las paces. Tienes que hacer lo mismo.

—Ya le prometí que no le mataría durante la batalla —dijo Hook.

—Con eso no basta, Nick. ¿Acaso aspiras a presentarte ante Dios con el corazón lleno de odio?

—No puedo hacer las paces con ellos —replicó Hook—, mucho menos después de haber sido los causantes de la muerte de Michael.

—Cristo perdonó a sus enemigos, Nick, y nosotros debemos seguir su ejemplo.

—Pero yo no soy Cristo, padre. Soy Nick Hook.

—Y Dios te ama como eres —suspiró el padre Christopher, haciendo la señal de la cruz sobre la cabeza de Nick—. No matarás a ninguno de los dos, Nick. Es Dios quien te lo ordena. ¿Me has entendido? Si quieres que Dios vele por ti, no entrarás en batalla con el corazón henchido de odio. Prométeme que no vas a pensar en matarlos, Nick.

Hubo un momento de vacilación. Hook guardó silencio durante un rato y acabó por asentir con la cabeza.

—No los mataré, padre —dijo, muy a su pesar.

—Ni hoy, ni mañana, ni nunca. ¿Lo juras?

Otro momento de silencio; Hook pensó en los largos años que había albergado aquel odio acendrado, en la inquina que sentía por sir Martin y Tom Perrill; luego, reflexionó en la que se le venía encima aquel día y comprendió que, si quería ir al cielo, tendría que pronunciar un solemne juramento ante el padre Christopher.

—Lo juro —acabó por decir, asintiendo con la cabeza.

El padre Christopher apretó las manos sobre los cabellos de Hook.

—Como penitencia, Nicholas Hook, te impongo que dispares como sólo tú sabes hacerlo durante la batalla, que dispares las flechas por Dios y por tu rey. Te absolvo. Tus pecados te son perdonados. Y ahora alza la cara.

Así lo hizo Hook. Había dejado de llover. Miró al padre Christopher a los ojos, mientras el cura, con un trozo de carbón vegetal, se esmeraba en escribir algo en la frente del arquero.

—Ya está —dijo, cuando hubo acabado.

—¿Qué ha escrito, padre?

—Te he escrito IHC Nazar —le dijo el cura, con una sonrisa—: hay quien piensa que llevar esa inscripción en la frente es un salvoconducto para no sufrir una muerte inesperada.

—¿Qué significa, padre?

—Es el nombre de Cristo, el Nazareno.

—Escríbalo también en la frente de Melisenda.

—Así lo haré, Hook, puedes estar seguro. Y ahora recógete para recibir el cuerpo de Cristo.

Hook recibió el sacramento y, al igual que otros soldados en ese momento, como antes había hecho el rey, tomó una pizca de tierra húmeda y la engulló al tiempo que la hostia, como signo de que estaba dispuesto a morir: con ese gesto proclamaba que estaba preparado para recibir sepultura y confiaba en que la tierra lo acogiese en su seno.

—Que Dios te bendiga, Nick —dijo el padre Christopher.

—Confío en que, cuando todo esto termine, volvamos a vernos, padre —respondió Hook, calándose el casco sobre el verdugo de cota de malla.

—Rezo para que así sea —contestó el cura.

—Creo que estos cabrones de mierda no tardarán en atacar —rezongaba Will of the Dale, cuando Hook regresó junto a sus hombres.

No parecía tal la intención de los franceses, sin embargo. Aguardaban, en filas apretadas que ocupaban la ancha explanada que se abría entre los bosques de ambos lados. Con libreas resplandecientes y portando largas varas blancas, los emisarios ingleses se acercaron a media distancia del enemigo, donde fueron saludados por sus homólogos franceses y borgoñones, cerca de la arboleda, junto a la techumbre cubierta de musgo de una cabaña en ruinas. Formaban un vistoso grupo de hombres a caballo; juntos, observarían el desarrollo de la batalla y, al final, proclamarían la victoria de uno de los dos bandos.

—No os lo penséis más, jodidos cabrones —refunfuñó un soldado inglés.

Los jodidos cabrones no se movían. Por más que aullaban las trompetas, no se observaba ningún movimiento en las largas hileras de armaduras. Se mantenían a la espera. Vistosos y enjaezados caballos se colocaron delante de los ballesteros para protegerlos. Un fugaz rayo de sol iluminó el centro de las líneas enemigas, y Hook contempló la oriflama, el rojo y bífido pendón guerrero que indicaba a las tropas francesas que no hicieran prisioneros, que acabasen con todos los ingleses.

—¡Evelgold, Hook, Magot, Candeler! —llamó a voces sir John Cornewaille cabalgando por delante de los arqueros—. ¡Los cuatro, aquí!

Hook se unió a los otros tres sargentos. Apenas podían caminar por tan hondos surcos: la tierra arcillosa se había convertido en un lodo viscoso y rojizo que se les pegaba a las botas. Más difícil lo tenía sir John que llevaba encima la armadura, treinta kilos de acero, y caminaba dando tumbos para liberar los escarpines de las garras del terreno enfangado. Llegó como pudo hasta detenerse a cuarenta o cincuenta pasos de sus arqueros, y aguardó a que llegasen.

—Siempre habéis dicho que os gustaría ver a vuestro propio ejército tal como lo contempla el enemigo. Ahora tenéis ocasión de hacerlo —les espetó a modo de saludo.

Al darse media vuelta, lo único que vio Hook fue una tropa harapienta, cubierta de barro y herrumbre: tal era su ejército. Tres unidades de lance, de unos trescientos hombres cada una, ocupaban el centro del campo de batalla: las huestes situadas en el medio estaban a las órdenes del rey; el mando del flanco derecho lo ostentaba lord Camoys; el duque de York dirigía el flanco izquierdo. Entre las tres unidades, dos pequeñas agrupaciones de arqueros, muy inferiores en número a los desplegados a ambos flancos que, con las estacas enhiestas, se abrían en diagonal desde el centro de la formación para disparar sus flechas desde ambos lados.

—¿Qué se disponen a hacer los franceses? —les preguntó sir John.

—Atacar —contestó Evelgold, cabizbajo.

—¿Cargar contra qué y por qué? —preguntó de nuevo el ricohombre, con impaciencia; ninguno osó responder: se limitaron a contemplar el pequeño ejército, al tiempo que se preguntaban qué respuesta esperaba el noble—. ¡Pensad! —aulló sir John, clavando sus increíbles ojos azules en cada uno de ellos—. ¡Imaginaos que sois franceses, que vivís rodeados de ratas que suben por las húmedas paredes de una mansión de mierda, mientras los ratones corretean por el techo! ¿Qué os movería a hacer algo así?

—El dinero —aventuró Hook.

—Bien. En ese caso, ¿dónde pondrías los ojos caso de atacar?

—En las banderas —repuso Evelgold.

—Por supuesto, porque bajo su sombra está el dinero —afirmó sir John, para añadir—: Esos cabrones han desplegado la oriflama. No quiere decir nada. Lo que buscan es hacer prisioneros, atrapar a señores acaudalados, el rey, el duque de York, el duque de Gloucester, yo mismo, qué carajo; lo que quieren es cobrar un rescate. Nada van a sacar matando arqueros, así que esos hijos de puta vendrán a por nosotros. Aunque alguno se despiste y cargue contra vosotros, irán a por las banderas. Así que disparad flechas sin cesar para llevarlos hacia el centro. ¡Eso es lo que tenéis que hacer! Dirigir sus alas hacia el centro, para que pueda liquidarlos a placer.

—No sé si dispondremos de tantas flechas —comentó Evelgold, pesaroso.

—¡No las derrochéis! —dijo sir John, sin pestañear siquiera—. Porque cuando os falten las flechas, tendréis que véroslas con ellos cuerpo a cuerpo, y ellos saben cómo hacerlo, pero vosotros, no.

—Vos nos enseñasteis, sir John —intervino Hook, recordando el invierno que habían pasado haciendo ejercicios con espadas y hachas.

—Vosotros habéis recibido cierta preparación, pero, ¿y los demás? —preguntó el noble con fingido interés.

Hook contempló a los hombres que estaban a sus espaldas, y comprendió que difícilmente podrían plantar cara a un guerrero francés. Aunque todos poseían las singulares destreza y habilidad de tensar la cuerda de un arco de tejo hasta la altura de la oreja y disparar una flecha de letal trayectoria, los arqueros eran sastres y zapateros, bataneros y carpinteros, molineros y carniceros, incluso comerciantes. Sabían cómo matar, pero no eran hombres duchos en el arte de la guerra, que hubieran participado en torneos o aprendido el manejo de la espada desde pequeños. Muchos de ellos no llevaban armadura, sino un jubón acolchado; algunos, ni eso siquiera.

—¡No permita Dios que los franceses tomen la decisión de ir a por ellos! —concluyó sir John.

Los sargentos se quedaron callados, pensando en qué ocurriría si a los soldados franceses, revestidos de acero, les daba por atacarlos. Hook sintió un escalofrío, que pronto olvidó, al ver cómo cinco jinetes que enarbolaban el guión regio galopaban hacia las filas enemigas.

—¿Cuál es su cometido, sir John? —preguntó Evelgold.

—El rey los envía como postrer llamamiento para un arreglo pacífico —contestó el gentilhombre—. Los emisarios exigirán que la corona de Francia pase a manos de Enrique; de lo contrario, los aniquilaremos.

Evelgold se quedó mirando a sir John, como si no diera crédito a lo que acababa de oír. Hook hizo esfuerzos por no echarse a reír; sir John se limitó a encogerse de hombros.

—Como no se avendrán a tales condiciones, está claro que habrá batalla —continuó el caballero—, pero eso no quiere decir que vayan a atacarnos.

—¿Ah, no? —comentó Magot.

—Nosotros sólo queremos llegar a Calais; lo que pasa es que, a lo peor, tenemos que abrirnos paso a través de sus filas.

—¡Dios mío! —musitó Evelgold.

—¿No pretenderán que iniciemos nosotros el ataque, verdad, sir John? —preguntó Magot de nuevo.

—Si yo estuviera en su situación, eso es lo que haría —repuso el caballero—. Tienen menos ganas que nosotros de adentrarse en este cenagal, y no tienen por qué hacerlo. Pero nosotros no tenemos otra salida: o llegamos a Calais o nos morimos de hambre. De modo que si no se deciden a atacarnos, tendremos que tomar la iniciativa.

—¡Dios mío! —volvió a decir Evelgold.

Hook trataba de hacerse una idea del esfuerzo que tendrían que realizar para atravesar aquellos quinientos metros enfangados, cubiertos de un lodo pegajoso, inestable y resbaladizo. Más vale que sean ellos quienes inicien el ataque, estaba pensando, cuando, de repente sintió un violento escalofrío: estaba helado, muerto de hambre y de cansancio. Notaba cómo el miedo se adueñaba de él, licuándole el contenido de las tripas.

No era el único; montones de hombres corrían a los bosques cercanos para vaciar el vientre.

—Necesito ir al bosque —dijo.

—Si tienes ganas de cagar, hazlo aquí mismo —repuso sir John, furioso, al tiempo que gritaba a los demás arqueros—: ¡Que nadie se mueva de su sitio para ir al bosque! Si tenéis ganas de cagar, hacedlo donde estáis —añadió, temeroso de que los hombres, acobardados, buscasen refugio entre los árboles.

—Cagar y morir —dijo Tom Evelgold.

—¿A quién ha de importarle que llegues al infierno con las calzas cagadas? —se mofó el noble; miró a los cuatro sargentos, y les dijo con tranquila vehemencia—: La batalla no está perdida. No olvidéis que nosotros tenemos arqueros; ellos, no.

—No tenemos flechas suficientes —insistió Evelgold.

—Que cada hombre las cuente y diga de cuántas dispone —repuso sir John, molesto por el pesimismo de que daba muestras el centenar, al tiempo que, enojado, le gritaba a Hook—: Pero, hombre de Dios, ¿no puedes hacerlo de forma que el aire no me traiga esa peste?

—Lo lamento, sir John.

El caballero le sonrió con ferocidad.

—Por lo menos, puedes cagar. Trata de hacerlo con la armadura puesta. Os aseguro que hoy, al concluir la jornada, no oleremos a rosas precisamente —dijo, sin apartar los ojos relucientes de la oriflama, al tiempo que añadía con arrojo—: Una última advertencia. Que nadie haga prisioneros mientras no reciba la orden de que es más seguro capturarlos que matarlos.

—¿Pensáis que vamos a hacer prisioneros? —preguntó Evelgold, que no salía de su asombro.

—Si los nuestros toman rehenes antes de tiempo, descuidarán la formación —repuso sir John, dándose por no enterado de la pregunta que el centenar le había formulado—. Tenéis que pelear y matar hasta que esos cabrones no puedan más; sólo entonces habrá llegado el momento de pensar en rescates —al tiempo que daba una palmada en la cota de malla que cubría el hombro de Evelgold—. Decidles a los muchachos que esta noche, una vez los hayamos derrotado, lo celebraremos a base de bien con las provisiones que encontremos.

O eso, pensó Hook, o esperar a ver qué daban de comer en el infierno. A trancas y barrancas, volvió junto a sus hombres que no se habían movido de las estacas que cada uno había plantado. En el flanco derecho del ejército inglés se alzaban más de dos mil estacas, un tupido bosque de palos enhiestos y afilados. Los soldados de a pie se moverían con cierta facilidad en aquella espesura, no así los corceles de guerra, que no podrían dar un paso en semejante empalizada.

—¿Qué se le ofrecía a sir John? —le preguntó Will of the Dale.

—Que os dijéramos que esta noche nos daríamos un festín con los víveres de los franceses.

—¿Acaso piensa que nos van a hacer prisioneros? —preguntó el otro, haciendo gala de escepticismo.

—Quia; piensa que vamos a ganar —lo que provocó no pocas y amargas carcajadas.

Hook no hizo caso, y se dedicó a observar al enemigo. Contra el horizonte, destacaba la primera línea de sus hombres de armas desmontados, pertrechados de una cortina de lanzas cortas y puntiagudas. Los franceses seguían sin dar un paso; los ingleses permanecían a la espera. Los jinetes franceses obligaban a sus monturas de guerra a cabalgar. Al ver lo a disgusto que se movían los animales en los profundos surcos, muchos caballeros se dirigieron a los pastos que se extendían más allá de los bosques. El sol se alzaba por detrás de unas vaporosas nubes. Tras haber celebrado un encuentro con un grupo de caballeros franceses, los emisarios del rey y portadores de su propuesta de paz regresaron cruzando el labrantío; al poco, corrió el rumor, rápidamente desmentido, de que los franceses accedían a franquearles el paso.

—Si no quieren pelear —dijo Tom Scarlet—, ¡a lo mejor no se mueven de ahí en todo el día!

—Tenemos que pasar por donde están ellos, Tom.

—¿Y si nos escabullimos esta misma noche? Podemos regresar a Harfleur.

—El rey no accederá.

—¿Por qué no, si puede saberse? ¿Acaso desea morir?

—¡Porque cree que tiene a Dios de su lado! —repuso Hook.

—Pues ya podría habernos enviado un buen desayuno —rezongó Tom.

Las mujeres les llevaron la poca comida que habían encontrado aquel día. Melisenda le llevó una torta de avena a Hook.

—La tomaremos entre los dos —dijo el arquero.

—La he traído para ti —insistió la joven. La avena estaba mohosa. Hook tomó la mitad de la torta y dejó a Melisenda la otra mitad. Como no tenían cerveza, bebieron agua de un arroyo, que Melisenda había llevado en una vieja bota de vino que sabía a rayos. A su lado, la joven se quedó mirando a los franceses—. ¡Qué horror, qué barbaridad! —susurró.

—Y no hacen nada —dijo Hook.

—¿Qué va a pasar?

—Tendremos que iniciar el ataque nosotros.

—¿Crees que mi padre estará con ellos? —le preguntó, asustada.

—Seguro que sí.

Melisenda calló la boca. Esperaron y esperaron. Aún se oían trompetas y tambores, pero los músicos debían de estar acusando el cansancio, porque la música ya no sonaba tan briosa como antes. Hook escuchaba el caprichoso canto de los petirrojos en los árboles. Algunos ya habían perdido las hojas, y sus lúgubres ramas, contra el cielo gris, semejaban horcas. Por encima de la tierra arada, húmeda y reluciente, que se interponía entre los dos ejércitos, revoloteaban zorzales y tordos al acecho de gusanos entre los surcos. Hook pensó en el terruño, en que estarían ordeñando las vacas, en la brama de los ciervos en celo en el bosque, en los atardeceres cada vez más cortos, en la lumbre prendida en las cabañas.

Se produjo un cierto revuelo. Hook volvió a poner los pies en la tierra y vio cómo el rey, a lomos de su pequeño corcel blanco y acompañado por el portaestandarte, había abandonado su posición en primera línea del ejército y cabalgaba en dirección a los arqueros, situados en el flanco derecho. Con paso inseguro, el animal marchaba alzando mucho los cascos. Despojado del yelmo con la corona, una suave brisa agitaba los cortos cabellos castaños del rey, haciéndole parecer más joven de los veintiocho años que en realidad tenía.

A unos pasos de las puntiagudas estacas, refrenó al caballo, mientras los centenares ordenaban a sus hombres que se quitasen los cascos y se arrodillasen. En esta ocasión, el rey aceptó el gesto de sumisión, y aguardó a que los dos mil quinientos arqueros estuvieran de rodillas.

—¡Arqueros de Inglaterra! —gritó el rey, para guardar silencio mientras los hombres postrados se acercaban para escuchar lo que iba a decirles.

A la espalda llevaban los arcos enfundados y las mazas de guerra. Algunos portaban hachas de guardabosques o pesados mazos. La mayoría iban armados con espadas, aunque algunos sólo disponían del arco y un cuchillo. Los que llevaban la cabeza cubierta se habían quitado las bacías; los demás se habían despojado de los verdugos de cota de malla con que se protegían para contemplar a su rey, que se dirigía a ellos con la cabeza descubierta.

—¡Arqueros de Inglaterra! —gritó de nuevo Enrique, emocionado, antes de hacer una pausa; el aire agitaba las crines de su montura—. Hoy vamos a pelear en defensa de mis pretensiones —gritó el rey, con voz clara y segura—. Nuestros enemigos no se avienen a poner en mis manos una corona que, por derecho divino, me corresponde. Piensan que podrán con nosotros, que me exhibirán encadenado por las calles de París —calló un momento, mientras cientos de voces de protesta se alzaban desde las filas de los arqueros—. Nuestros enemigos nos han amenazado con cortarle los dedos a todo inglés que maneje un arco —los gritos de indignación y repulsa fueron en aumento, y Hook recordó que así había comenzado el horror en la explanada de Soissons—. Lo mismo que a todo galés que empuñe un arco —añadió, entre las voces airadas de los arqueros—. Me da igual lo que piensen —continuó el rey—. No han tenido en cuenta los designios divinos. No hacen caso de san Jorge ni de san Eduardo, que velan por nosotros, ni de otros santos que también nos protegen. Porque hoy es la festividad de los santos Crispín y Crispiniano, y esos santos claman venganza por las iniquidades que, contra los suyos, se cometieron en Soissons —calló de nuevo, pero no hubo protestas: para la mayoría de los arqueros, aquel nombre, Soissons, no significaba nada; con todo, pusieron toda su atención en lo que les decía—. En nosotros ha recaído la responsabilidad de llevar a cabo tal reparación. Al igual que yo, también vosotros os dais cuenta de que hoy somos instrumentos de la voluntad divina. Dios mora en vuestros arcos, en vuestras flechas, en vuestras armas, en vuestros corazones y en vuestras almas. El mismo Dios que mirará por nosotros y nos permitirá acabar con nuestros enemigos —se detuvo un momento, mientras un leve murmullo se alzaba entre los arqueros—. ¡Con vuestra ayuda, gracias a vuestra fuerza —gritó el rey, enardecido—, ganaremos esta batalla!

Se produjo un momento de silencio, antes de que los arqueros, enfervorizados, comenzasen a lanzar gritos; el rey esperó a que los ánimos se calmasen.

—He ofrecido la paz a nuestros adversarios. Dadme lo que me corresponde, les he dicho, y habrá paz, pero sus corazones nada saben de paz, ni sus almas conocen la clemencia. Por eso, nos encontramos hoy en el campo de batalla —por vez primera, el rey apartó la vista de las huestes de arqueros postrados y contempló los surcos de terreno arcilloso que separaban a los dos ejércitos, antes de volver a mirar a los suyos—. Os he traído hasta aquí —dijo, bajando la voz, no por eso menos emocionada—, hasta esta campa de Francia, ¡pero no os dejaré aquí a vuestra suerte! Soy vuestro rey, por la gracia de Dios —alzó la voz—. Pero hoy no soy ni más ni menos que cualquiera de vosotros. Hoy, pelearé por vosotros hasta el último aliento —ante las aclamaciones de los hombres, hubo de callar de nuevo; alzó la mano cubierta con un guantelete y aguardó a que se hiciera el silencio—. Si dejáis la vida aquí, también yo moriré. ¡No consentiré en ser su prisionero! —de nuevo los arqueros prorrumpieron en gritos; otra vez el rey alzó la mano y esperó a que callasen, para añadir, con una sonrisa de complicidad—: Pero no creo que me hagan prisionero ni que acaben con mi vida, porque lo único que os pido es que luchéis por mí como yo lo haré por vosotros —dijo, señalándolos con la mano derecha, extendiendo los dedos como si quisiera abarcarlos a todos; el caballo dio un resbalón en el barro; el rey lo tranquilizó con destreza—. Hoy lucharé por vuestros hogares, por vuestras esposas, por vuestras novias, por vuestras madres, por vuestros padres, por vuestros hijos, por vuestras vidas, por vuestra Inglaterra —el delirio con que fueron acogidas sus palabras tuvieron que oírlo al otro extremo de la campa donde, bajo sus resplandecientes enseñas, los franceses seguían sin moverse—. Hayamos nacido en Inglaterra o en Gales, ¡hoy todos somos hermanos! Juro por la lanza de san Jorge y por la paloma de san David que os conduciré de vuelta a Inglaterra y a Gales, portadores de un nuevo timbre de gloria para nuestra nación. ¡Sólo os pido que peléis como ingleses! ¡Os prometo que lucharé a vuestro lado y por vosotros! Soy vuestro rey, pero hoy soy también vuestro hermano, ¡y juro por mi alma inmortal que no renegaré de mis hermanos! ¡Que Dios os proteja, hermanos míos! —y con estas palabras, el rey espoleó a su caballo y se acercó a los caballeros armados para decirles lo mismo, entre los vítores de los arqueros que cubrían el flanco derecho.

—¡Dios mío —dijo Will of the Dale—, está seguro de que vamos a ganar!

Al otro extremo del campo de batalla, una racha de viento alzó la roja tela de seda de la oriflama, que ondeó por encima de las puntas de las lanzas del enemigo. No harían prisioneros.

Los franceses seguían sin moverse de donde estaban. A pesar de lo húmedo que estaba el terreno, los arqueros se sentaron en el suelo. Algunos incluso dieron una cabezada, roncando sobre el lodo. Los curas seguían repartiendo absoluciones. Con el trozo de carbón vegetal en la mano, el padre Christopher escribía el taumatúrgico nombre de Jesús en la frente de Melisenda.

—Te quedarás junto a las carretas —le dijo el cura.

—Ése es mi lugar, padre.

—Pero deja el caballo ensillado —le aconsejó.

—¿Por si tengo que salir huyendo? —le preguntó la muchacha.

—Eso es —convino el cura.

—Y ponte la sobrevesta de tu padre —añadió Hook.

—Lo haré —prometió la joven; la guardaba en un costal en el que llevaba todas sus pertenencias terrenales; sacó la primorosa prenda y la desdobló—. Déjame el cuchillo, Nick.

Le entregó la daga de arquero que llevaba. Ella cortó un trozo del dobladillo de la sobrevesta y lo puso en sus manos.

—Toma —le dijo.

—¿Debo ponérmelo? —preguntó el muchacho.

—Por supuesto —replicó el padre Christopher—. La obligación de un soldado es lucir los colores de su dama —añadió, al tiempo que le hacía ver que casi todos los caballeros ingleses allí congregados llevaban un pañuelo de seda o una prenda anudados al cuello. Hook hizo lo propio y se fundió en un abrazo con la joven.

—Ya oíste las palabras del rey —le dijo el arquero—. Dios está de nuestra parte.

—Confío en que el propio Dios esté al corriente —le confió Melisenda.

—Eso mismo espero yo —añadió el padre Christopher.

De repente, se produjo un alboroto, no por parte de los franceses, que seguían sin dar muestras de atacar, sino de un grupo de señores ingleses que, a caballo, iban de un lado para otro dando órdenes a quienes estaban en primera línea.

—¡Preparados para avanzar! —gritó el hombre que se acercó al flanco derecho—. ¡Recoged las estacas y disponeos a avanzar!

—¡Compatriotas! —era el propio rey quien había dejado atrás la primera línea para, alzado sobre los estribos, agitar los brazos animando a los soldados—. ¡Adelante, compañeros!

—¡Dios mío, Dios mío! —gimió Melisenda.

—Vuelve junto a los carruajes —le dijo Hook, tratando de sacar la gruesa estaca del pringoso terreno en que estaba clavada—. Ve, amor mío. Todo irá bien. Todavía no ha nacido el francés que haya de acabar conmigo —añadió con una sonrisa tranquilizadora, sin creerse del todo lo que estaba diciendo. Notó que se le revolvía el estómago. Tenía escalofríos de miedo. Se sintió frágil, endeble y tembloroso; con todo, consiguió liberar la estaca y se la echó al hombro.

No volvió la vista atrás para ver a Melisenda. Al igual que el resto de los ingleses que se encontraban a su altura, echó a andar penosamente por el espeso lodazal. Caminaban tan despacio que daba pena verlos, haciendo esfuerzos sin cuento para sacar los pies de aquel cenagal húmedo y pegajoso, acercándose con paso inseguro a las filas francesas.

Los franceses se limitaban a observar sus movimientos. Nada más.

—Si esos cabrones tuvieran dos dedos de frente, atacarían ahora —dijo Evelgold.

—A lo mejor es lo que tienen pensado hacer —dijo Hook.

Algunos jinetes que se habían alejado para que sus corceles diesen una galopada regresaban a los flancos, pero no demostraban tener prisa. Las trompetas tocaban el mismo son. Los franceses parecían divertirse observando cómo los ingleses trataban de cruzar el lodazal. A Hook la cabeza le daba vueltas, como las aspas de un molino. ¿Habría sido en verdad el mismo rey quien se había acercado a hablar con los arqueros durante la noche? Se había olvidado de hacer un nudo en una de las cuerdas de repuesto que llevaba para sujetarla al extremo del arco. ¿Sería cierto que el rey iba a rezar por Michael? ¿Cuánto tarda en llegar la muerte? Piers Candeler soltó una sarta de juramentos, se deshizo de las botas y, con los pies descalzos, se dispuso a atravesar la campa. Se le vino a la memoria el arquero que había colgado en Londres, y se preguntó si aquel hombre habría sentido tanto miedo al ver cómo, en orden de batalla, avanzaba el ejército escocés hacia la verde colina de Homildon, y pensó en todos los ingleses que habían empuñado un arco por su rey. Se habían enfrentado con escoceses y galeses, incluso entre ellos mismos, pero siempre, desde siempre contra los franceses; esos que seguían sin moverse. Tanta tranquilidad le asustaba. Daban la sensación de estar encantados, como si esperasen que el reducido ejército inglés se abalanzase sobre sus espadas.

Al comprobar que el pie izquierdo se le quedaba trabado en el terreno pegajoso, hizo lo mismo que los demás arqueros: renunció a la bota, se quitó también la otra y echó a andar descalzo. Así resultaba más fácil avanzar.

—Si observáis cualquier movimiento —les advirtió Evelgold—, quedaos donde estáis, tensad los arcos y clavad las estacas.

Pero los franceses no se movieron de donde estaban. Hook reparó en que, por el este, llegaban aún más tropas de refuerzo. Desde ambos flancos, con sus largas lanzas de puntas de acero y astas de fresno enhiestas y luciendo sus gallardetes, los jinetes enemigos observaban a los ingleses, sin espolear sus enormes corceles de guerra, cubiertos con testeras, petrales y bardas de acero. Llevaban las viseras alzadas, de modo que Hook contempló sus rostros con claridad bajo los yelmos. Tenía frío, pero estaba sudando. Sobre la cota de malla forrada de cuero, llevaba un verdugo acolchado, suficiente protección contra un mandoble, pero fácilmente traspasable por una lanza. Trató de imaginarse cómo esquivar una estocada en aquel barrizal: se le antojó imposible.

—Más despacio —les ordenó una voz.

Los arqueros se habían alejado considerablemente de los hombres de armas que, con la armadura a cuestas, se las veían y se las deseaban para dar un paso en aquella tierra anegada. Poco a poco, siguieron avanzando, hasta que estuvieron más cerca de los bosques que se extendían a ambos lados, de forma que las tropas inglesas parecían ocupar el espacio que quedaba entre los árboles. El vistoso grupo de emisarios, franceses, ingleses y borgoñones, con sus caballos, se aproximó a las líneas francesas, hasta colocarse en medio de los dos ejércitos.

—Por los jodidos clavos de Cristo —refunfuñó Evelgold—, ¿cuánto más quiere que nos acerquemos?

En ese preciso instante, recibieron la orden de volver a plantar las estacas. El enemigo estaba mucho más cerca, lo tenían a poco más de doscientos pasos, no mucho más alejado que las dianas más distantes en los concursos de arco. Hook pensó en aquellos veranos de malabaristas, osos bailarines y cerveza gratis, mientras la multitud admiraba a los arqueros que tensaban la cuerda y disparaban.

—¡Estacas! —gritó un hombre—. ¡Clavadlas bien!

La estaca de Hook penetró con facilidad en la tierra maleable. Dirigió la mirada hacia el enemigo, y comprobó que seguían en el mismo sitio, de modo que se hizo con el hachón y descargó tres fuertes mandobles para afilar la madera que, de paso, sirvieron para fijar mejor la estaca en el suelo. Con ayuda del cuchillo, retiró las astillas y afiló aún más el palo ya asentado; después, sacó el arco de la funda de cuero de caballo que lo protegía. Los arqueros que estaban a su lado andaban ocupados clavando las estacas o encordando los arcos. Hook apoyó el suyo justo al lado de la estaca clavada en el suelo y curvó la madera de tejo para pasar el nudo corredizo por el extremo superior del arco. Se liberó del peso de las dos aljabas que llevaba, sacó las flechas y las clavó en el suelo, las de puntas más afiladas a la izquierda, las de cabeza barbada a la derecha, y estampó un beso en el centro del tronco, donde albura y duramen se confundían. Rezó unas palabras a Dios y luego a san Crispiniano. El corazón le brincaba en el pecho como un caballo desbocado, tenía la boca seca y notaba unos temblores en la pierna derecha. Los franceses no se habían movido; tampoco san Crispiniano había respondido a sus plegarias.

Los arqueros se habían desplegado. Las estacas dispersas no presentaban una defensa continua contra los franceses, pero cubrían una superficie tan amplia y espaciosa como la plaza del mercado donde Enrique había ahorcado y quemado a los lolardos. Entre estaca y estaca, habría no menos de dos pasos, sitio suficiente para un hombre, pero escaso en demasía para que un caballo evolucionase a su antojo. Las desiguales filas de arqueros se prolongaban hasta el fondo, de forma que los hombres que ocupaban las filas delanteras impedían que sus compañeros, más retrasados, llegasen a ver al enemigo. Poco les importaba, en realidad, porque, a doscientos pasos de distancia, no tenían más remedio que disparar tan alto como pudieran, si querían que las flechas cayesen sobre los franceses. Situado en primera línea, al volverse, Hook vio a Thomas Perrill a su derecha, que clavaba su estaca a escasos pasos por detrás de él. Al no ver a sir Martin por allí, el arquero se preguntó si el cura se habría vuelto al campamento. Pensó en Melisenda, y el corazón le dio un vuelco; no tuvo tiempo de preocuparse siquiera porque, en aquel momento, Tom Evelgold les ordenó que se preparasen.

Hook creyó que el enemigo se había decidido a atacar por fin, pero observó que los franceses seguían sin moverse. El centro de las líneas enemigas era una larga y apretada fila de caballeros desmontados, con vistosas sobrevestas y repulidas armaduras; los flancos los cubrían multitudes de jinetes pertrechados con lanzas. Las banderas que portaban resplandecían contra el cielo gris y, en el centro de sus fuerzas, en un mar de estandartes, sobresalían los rojos pliegues de la oriflama, que advertía a los ingleses de que el enemigo no tendría compasión.

Con los ojos, buscó al señor de Lanferelle entre las filas enemigas, pero no dio con él. Eso sí, contempló todo un arsenal: espadas, lanzas, mazas de guerra, picas, mazos, hachas de guerra y garrotes, algunos con púas. Colocó la cabeza barbada de una flecha en la parte más gruesa del tronco del arco y, de repente, sintió la necesidad de vaciar las tripas de nuevo. Cerró los ojos durante un instante, y dirigió una fervorosa plegaria a san Crispiniano. Asentó los pies en el légamo, y se colocó en posición.

—¡Cristo, ayúdame! —dijo Thomas Scarlet.

—¡Dios mío, Dios mío! —musitó Will of the Dale.

Cabellos canos y cabeza descubierta, sir Thomas Erpingham, a lomos de su pequeño caballo, se colocó a unos pocos pasos por delante de las líneas inglesas. El animal, intranquilo en aquel terreno pringoso, alzaba las patas cuanto podía. A sus espaldas, los caballeros ingleses aguardaban: novecientos guerreros, formados de cuatro en fondo, rodeaban al rey que, esplendoroso con su reluciente armadura y la corona de oro engastada en el yelmo, ocupaba el centro de la fila. Con una sobrevesta verde, blasonada con la cruz roja de san Jorge, sir Thomas volvió grupas, dando la espalda a los franceses, y se quedó inmóvil durante unos segundos.

—¡Ayúdame! —imploró en voz alta Hook a san Crispiniano; le habría encantado que le dijese algo, pero el santo seguía encerrado en su mutismo.

—¡Tensad! —les ordenó Thomas Evelgold, en voz baja.

Hook alzó el arco. Tensó la cuerda de cáñamo hasta la oreja y sintió la indómita tensión de la madera al curvarse. A sabiendas de que sólo con mucha suerte la flecha se clavaría en el blanco elegido, apuntó a uno de los caballos que tenía enfrente. Si cincuenta pasos menos lo separasen de los franceses, habría elegido sus objetivos con la seguridad de que acertaría en todos los casos, pero tratándose de un lanzamiento tan forzado, sólo con mucha suerte la flecha iría a parar a uno o dos metros del blanco. Aun temblándole el brazo, se las compuso para mantener la cuerda tensa.

Cinco mil arqueros habían tensado sus arcos. Desde otras tantas cuerdas, cinco mil flechas apuntaban al enemigo.

De repente, una ruidosa banda de estorninos levantó el vuelo más allá de los bosques de Tramecourt. Como una voluta de humo negro, se alzó por encima de los árboles para desaparecer tan rápido como había surgido. Los enemigos bajaron las viseras: un acero carente de rostro veló las caras que poco antes había contemplado.

—¡Que Dios nos ayude! —musitó un arquero cuando sir Thomas se encaramó en su silla.

El noble lanzó el bastón verde a lo alto, que dio unas cuantas vueltas en el aire cargado de humedad. Se hizo el silencio en la campa de Azincourt, un silencio que nada perturbó mientras el bastón verde, con sus extremos dorados y resplandecientes, volaba por los aires bajo aquel cielo plomizo.

—¡Disparad! —gritó sir Thomas.

El bastón cayó al suelo.

Hook soltó la cuerda.

Las flechas volaron por los aires.

El primer sonido que se oyó fue el de las cuerdas de los arcos, el tremendo latigazo de cinco mil cuerdas de cáñamo contra la curvada madera de tejo, un sonido que nada tenía que envidiar al de las cuerdas del arpa del diablo, cuando era éste quien la tañía. Se escuchó luego el ruido de las flechas, el suspiro del aire surcado por miles de emplumaduras, un bramido como el de un vendaval que perdía fuerza a medida que dos nubes de flechas, como dos bandadas de estorninos, ascendían en el cielo gris. Mientras buscaba otra flecha de cabeza barbada, Hook se quedó boquiabierto al contemplar las dos cortinas de cinco mil flechas que oscurecían el cielo. En el apogeo de su trayectoria, ambos nubarrones parecieron detenerse un instante antes de que los proyectiles iniciasen la caída.

Festividad de san Crispín en Picardía.

Por un momento, reinó el silencio.

Hasta que las flechas empezaron a caer.

Y llegó el estruendo del acero al chocar contra el acero, un martilleo similar al de una granizada enviada por Satán.

Y comenzó el lamento de la calamidad aquel día, con el relincho de un caballo que reculaba con una flecha clavada en la grupa. El animal dio un brinco adelante, sacudiendo al jinete envuelto en acero y encaramado en su alta silla. La reacción del caballo herido marcó el inicio de la pauta que siguieron muchos de sus congéneres. Los jinetes los espolearon; de las líneas francesas se alzó un griterío sobrecogedor y la caballería cargó.

¡Saint Denis! ¡Montjoie!

—¡Por san Jorge! —gritó alguien desde las filas inglesas, consigna que repitió el pequeño ejército—: ¡Por san Jorge!

Los caballeros ingleses hostigaban a los franceses con gritos de caza, y el estruendo se convirtió en clamor, mientras las trompetas atronaban el cielo.

En ese instante, la segunda flecha de Hook ya surcaba el aire en busca de su objetivo.

En primera línea del ejército francés se encontraba Ghillebert, señor de Lanferelle. Era uno de los más de ocho mil caballeros desmontados que formaban parte del primero de los tres cuerpos de ejército que presentaban los franceses. Aunque las piezas con que se protegía las piernas ya estaban cubiertas de barro, bajo la sobrevesta del sol y el halcón, su armadura relucía. Al costado, una larga espada de batalla; al hombro, una pesada maza recubierta de púas; en las manos, una lanza recortada de astil de fresno, de unos dos metros, rematada en punta de acero. Se cubría la cabeza con una caperuza de cuero atada por debajo de la barbilla, que recogía sus largos cabellos; por encima del gorro, un verdugo de cota de malla le cubría cabeza y hombros; como remate, un yelmo de batalla de acero italiano para proteger el cráneo. Con la visera levantada, podía ver a los ingleses y comprobar las irrisorias dimensiones de sus tropas.

Los franceses estaban exultantes. Con su patético ejército, Enrique de Inglaterra había tenido la osadía de avanzar desde Normandía hasta Picardía, pensando que iba a poner en ridículo a sus enemigos exhibiendo sus desafiantes banderas por tierras francesas, y había caído en la trampa. Desde el amanecer, Lanferelle no había quitado ojo a los ingleses. En un primer momento, calculó que en sus líneas no habría más de mil caballeros; la cifra se le antojó tan exigua que comprobó y repasó sus cuentas una y otra vez, dividiendo el cuerpo de ejército del contrario entre cuatro, contando el número de hombres que formaban cada pelotón, multiplicándolo por cuatro, pero siempre llegaba al mismo resultado: mil hombres de armas dispuestos a enfrentarse con tres batallones consecutivos de no menos de ocho mil caballeros franceses armados. Pero no había que olvidar los flancos ingleses.

Arqueros.

Miles de arqueros, demasiados como para contarlos; las estimaciones de sus espías arrojaban cifras dispares: entre cuatro mil y ocho mil. Lanferelle sabía que aquellos hombres eran portadores de arcos largos, de haces de flechas con puntas de acero que, a corta distancia, capaces eran de perforar las mejores armaduras de la Cristiandad. De ahí los perfiles y alabeos de su armadura, a propósito para desviar las flechas, aunque el destino siempre podía jugarle una mala pasada. De ahí que Ghillebert, Señor del Infierno, señor de Lanferelle, no participase de la euforia de los suyos. No le cabía la menor duda de que los caballeros franceses harían una carnicería de aquella esmirriada tropa inglesa; empero, para llegar al cuerpo a cuerpo, había que sortear las flechas.

Durante la noche, mientras los demás bebían, el señor de Lanferelle había acudido a la consulta de un astrólogo, un parisino del que se decía que era capaz de adivinar el futuro, y se había sumado a la larga cola que aguardaba para escuchar lo que tenía que decir el vidente. El hombre, barbudo, taciturno y arrebujado en un capote ribeteado de piel, aceptó el oro de Lanferelle y, tras muchos y entrecortados suspiros, le dijo que el futuro le reservaba la gloria.

—A diestra y a siniestra, acabaréis con vuestros enemigos, mi señor —le había dicho—, alcanzaréis la gloria y os enriqueceréis.

Al abandonar la tienda del astrólogo, bajo la lluvia que no paraba de caer, Lanferelle había sentido un gran vacío.

Claro que acabaría con todos, no le cabía duda, pero su ambición no se limitaba a matar ingleses, sino a hacer prisioneros: en el centro de sus líneas, tras las banderas más altas, allí estaba el rey de Inglaterra. Si capturaban a Enrique, los ingleses tardarían años en reunir el rescate que exigirían. Sólo de pensarlo, los franceses se relamían de gusto. Sin olvidar a los duques, de linaje real, y a los grandes señores, todos y cada uno de ellos bastarían para colmar las fantasías de riqueza de cualquiera.

Entre aquel sueño y la realidad, no obstante, se alzaban los arqueros.

Y Ghillebert, señor de Lanferelle, sabía de lo que eran capaces los arcos de tejo.

Tal era la razón de que, cuando los ingleses habían iniciado su larga y fatigosa marcha por la campa anegada que separaba Tramecourt de Azincourt, Lanferelle le hubiera dicho al condestable que había llegado la hora de atacar. Avanzando como podían, los ingleses habían dejado de lado la formación: en vez de formar en orden de batalla, eran una chusma enlodada que, a duras penas, despegaba los pies de los surcos encenagados. Tras observar el desorden que reinaba entre los arqueros, Lanferelle se había dirigido al mariscal Boucicault y al condestable d'Albret para pedirles que dieran la orden de ataque a la caballería.

Los jinetes, hombretones a lomos de gigantescos caballos, corceles revestidos de testeras y petrales, eran los encargados de cubrir los flancos del ejército francés. Su misión consistía en cargar contra los arqueros y matarlos a discreción, pero la mayoría de ellos se había alejado del campo de batalla, dejando que sus monturas de guerra galopasen por los verdes pastos que se extendían más allá de los bosques para ponerlas a punto. Los demás se limitaban a observar a los ingleses.

—Lanzad la caballería.

—No me corresponde a mí tomar esa decisión —repuso el mariscal a Lanferelle.

—¿A quién, entonces?

—A mí, no, desde luego —repuso, tajante y ceñudo, Boucicault; de lo que Lanferelle dedujo que el mariscal albergaba idénticos recelos en cuanto al peligro que representaban los arqueros.

—¡Por el amor de Dios! —clamó Lanferelle, al ver que nadie daba la orden de que los jinetes atacasen, en lugar de permanecer erguidos sobre sus enormes corceles de guerra, contemplando cómo los ingleses se acercaban cada vez más—. ¿Quién está al mando? Os lo ruego, ¡decidme quién está al frente! —insistió, a voces. Nadie les había dedicado unas palabras de aliento antes de la batalla; él sí se había percatado de que el rey inglés se había dirigido a sus tropas y les había hablado, imaginándose que Enrique trataba de infundir ánimos a los suyos ante la carnicería que se avecinaba.

¿Quién hablaba en nombre de Francia? Ni el condestable ni el mariscal estaban al mando de aquel vasto ejército, honor que parecía recaer en el duque de Brabante o, quizás, en el joven duque de Orleans, que acababa de presentarse en el campo de batalla y observaba el avance de las tropas inglesas, calculando, sin duda, a cuánto ascenderían los rescates que pensaban reclamar. El duque parecía regodearse en los sufrimientos que padecía el enemigo camino de su inmolación; los jinetes de ambos flancos no recibieron la orden de atacar.

Incapaz de dar crédito a sus ojos, Lanferelle observaba cómo los ingleses se acercaban hasta tenerlos a tiro de arco. Los franceses tenían sus ballesteros, incluso algunos hombres capaces de manejar el arco largo, hasta disponían de pequeñas bombardas cargadas y listas para disparar, pero los jinetes refrenados impedían cualquier acción por parte de artilleros o arqueros. Las ballestas tenían un mayor alcance que los arcos largos pero, como los ballesteros franceses no podían disparar, nadie impidió que los arqueros ingleses clavasen sus estacas. «Dios mío, qué locura», pensó Lanferelle. A esas alturas, los arqueros ya tenían que estar dispersados o liquidados. Sin embargo, se les había permitido avanzar hasta tenerlos a tiro de arco y plantar en la tierra cenagosa las estacas que disuadirían a los jinetes franceses de cualquier ataque. Observó cómo, a tiro de arco, encordaban sus armas tranquilamente.

—¡Dios mío! —exclamó, diciendo en voz alta lo que pensaba—. Viene a nosotros, se despoja de la ropa, se echa en la cama, se abre de piernas y nos quedamos como si nada.

—¿Cómo decís, mi señor? —le preguntó su escudero.

Lanferelle prefirió no darse por aludido.

—¡Viseras caladas! —les gritó a los suyos; estaba al frente de dieciséis caballeros armados; se volvió para comprobar si habían cumplido la orden que les había dado y, con un sordo ruido metálico, se caló la suya.

De pronto, quedó sumido en la oscuridad. Hasta ese momento, había visto al enemigo con toda claridad, se había fijado incluso en el resplandor del oro que circundaba el yelmo de Enrique de Inglaterra. Ahora, una placa de acero, perforada por veinte minúsculos orificios, tan pequeños que ni la estrecha punta de una flecha cabría por ellos, le impedía mirar; si quería ver algo, tenía que mover la cabeza a ambos lados para, con todo, hacerse sólo una idea aproximada de lo que pasaba a su alrededor.

Aun así, pudo ver cómo un solitario jinete se apartaba del centro de la primera línea del ejército inglés.

Vio el bastón, que daba vueltas por los aires.

Y escuchó la orden:

—¡Disparad!

Agachó la cabeza, como si tuviera que vérselas con un vendaval. Escuchó el rasgueo de las flechas que surcaban el aire y, apretando los dientes, retrocedió acobardado, en el momento en que empezaban a caerles los proyectiles encima.

Cuando miles de flechas aceradas comenzaron a caer sobre las armaduras se produjo un terrible estruendo. Un hombre lanzó un aullido de dolor. Lanferelle sintió un fuerte golpe en el hombro derecho: aunque la flecha se desvió, era tal el impulso que llevaba que le hizo tambalearse. Si bien no llegó a verla, una segunda flecha se estrelló contra su lanza. Más atrás, un insensato, que no se había calado la visera, lanzaba alaridos entrecortados porque una flecha, llovida del cielo, le había entrado por la boca y le había atravesado el gaznate. El hombre cayó lentamente de rodillas: con cada estertor, arrojaba una bocanada de sangre espesa. Otras flechas fueron a parar al suelo o rebotaron contra las armaduras. A la izquierda de Lanferelle, un caballo reculó entre relinchos.

¡Saint Denis! ¡Montjoie! —gritaron los franceses. Lanferelle movió la cabeza a uno y otro lado para hacerse una idea general de lo que podía parcialmente ver a través de los pequeños agujeros de la visera.

Comprendió que sus compatriotas se habían decidido a atacar. En el centro de las líneas francesas, donde ondeaba la oriflama, se oyó la orden de iniciar el ataque y el primer batallón del ejército avanzó hacia el enemigo.

¡Montjoie! —gritaron todos, con tanta fuerza que los oídos les zumbaron bajo los yelmos. Con los pies clavados en el lodo, Lanferelle apenas podía dar un paso, hasta que sacó del cieno la pierna derecha y echó a andar. Hombres de barro y acero, ningún miembro a la vista, que, dando tumbos, avanzaban hacia los ingleses que los esperaban entre aullidos de caza, como rabiosos demonios lanzados a la persecución de cristianas almas.

Y cayó la segunda andanada de flechas.

Y arreció la diabólica granizada, mientras más hombres daban alaridos.

Los franceses, por fin, atacaban.

Los caballeros fueron los primeros en cargar. Hook vio cómo reculaba un caballo, mientras el jinete caía de espaldas y el gallardete de su lanza describía un círculo en el aire, y cómo la propia embestida de los suyos se llevó por delante al animal. Los jinetes picaban espuelas y, lanzas en ristre, proferían gritos de guerra. Hook vio los enormes terrones que a su paso levantaban tan monstruosos cascos. Intranquilos en aquel terreno desigual, espoleados, los corceles se sacudían las piezas metálicas que les cubrían la cabeza. La carga tomaba cuerpo a medida que los caballos ganaban velocidad.

Seguían esa táctica en que todos los jinetes juntos y al paso avanzaban en cerrada formación, de forma que la prieta fila de caballos embardados cayese sobre el enemigo como una tromba. Sólo en el último instante, algún que otro caballero azuzó a su caballo de guerra y lo puso al galope, pero el terreno era tan blando y la lluvia de flechas tan intensa que los jinetes espoleaban a sus monturas para que siguieran adelante y, así, verse libres de ambas amenazas. Nadie había dado la orden de cargar. La primera andanada de flechas que se les vino encima fue el acicate, con el resultado de que, desde ambos flancos, los jinetes cargaron tan rápido como les permitían sus veloces y enormes corceles. Trescientos caballeros se abalanzaron contra el ala derecha de las fuerzas inglesas; algunos menos la emprendieron con el ala izquierda. Todo el mundo parecía estar de acuerdo en que se contaban por millares los jinetes franceses que conformaban cada flanco, pero muchos no participaron en la carga, seguían poniendo a punto a sus caballos de guerra.

Mientras, los arqueros tensaban y disparaban.

Hook recurrió a flechas de cabeza barbada. Sabía que de nada servían contra las armaduras, pero sí bastaban para perforar las gualdrapas almohadilladas que protegían los pechos de los corceles. A medida que las distancias se acortaban, las flechas seguían una trayectoria cada vez más baja. Ningún arquero desperdiciaba una saeta disparando a lo alto: apuntaban directamente a los animales que se les venían encima. En un primer momento, Hook pensó que las flechas no servían de nada, hasta que, de pronto, un caballo trastabilló y se vino al suelo en confuso revoltijo de lodo, jinete, lanza y arreos. El caballo relinchó y el jinete, atrapado bajo el cuerpo del animal, gritó también; el corcel que venía detrás chocó contra el animal que rodaba por el suelo, y Hook vio cómo el segundo jinete salía despedido por encima de las orejas de su montura. Tensó de nuevo, apuntó a una enorme caballería de pobladas cernejas y le acertó en el costado, justo por delante de la cincha; el animal viró con brusquedad y chocó con otro; la siguiente flecha que lanzó Hook se clavó hasta la emplumadura en un pecho embardado; en derredor, sólo escuchaba un retumbar de cascos, gritos y el trallazo seco de las cuerdas de cáñamo; no menos de doce caballerías se retorcían por el suelo; algunas trataban de ponerse en pie; otras, entre frenéticas coces, lanzaban barro por doquier, mientras la vida se les escapaba por las arterias seccionadas. Con una flecha de punta larga, Will of the Dale le acertó a uno de los jinetes en la garganta; al sentir el impacto, el hombre cayó de espaldas, rebotó en el alto borrén y la punta de su lanza fue a clavarse en un surco, arrancando al jinete de la silla, quien, con los ojos en blanco como podía apreciarse a través de los orificios de la visera, se vio arrastrado por las evoluciones de su montura que, al galope y hostigada por una flecha que le había dado en un ojo, dio un violento viraje llevándose a otros dos caballos por delante.

Los arqueros disparaban con rapidez. Los jinetes no tenían espacio para alcanzar la velocidad precisa, el terreno les obligaba a galopar más despacio y, en el rato que tardaban en recorrer los trescientos pasos que los separaban de los arqueros ingleses del flanco derecho, presentaban un blanco perfecto para más de cuatro mil flechas. Sólo los arqueros de las dos primeras líneas apuntaban con la vista puesta en los caballos; el resto, como no sabía qué estaba pasando en las posiciones más adelantadas, seguían disparando a lo alto flechas que caían sin parar sobre los caballeros desmontados.

Con la panza rajada, un caballo desbocado y sangrando a chorros dio media vuelta y embistió contra los caballeros franceses que ocupaban la posición central. Otros animales fueron tras él. Para evitar los cadáveres y los corceles moribundos que les salían al paso, algunos jinetes trataron de detenerse, convirtiéndose en fáciles objetivos para las flechas que no dejaban de caer sobre ellos y zaherían a las caballerías como hachas de carnicero; mientras los hombres trataban de contenerlas, las cabalgaduras lanzaban lastimeros relinchos.

Con todo, algunos caballos llegaron a las líneas inglesas.

—¡Atrás, atrás! —gritaron los centenares.

Los arqueros que ocupaban las primeras posiciones se retiraron, dejando las estacas que apuntaban al enemigo. Seguían disparando, sin embargo. Hook se hizo con un haz de flechas de punta larga, lanzó una a menos de veinte pasos y vio cómo el pesado proyectil de astil de roble rebotaba contra la armadura de uno de los jinetes. Tensó de nuevo, y acertó de lleno en el pecho del caballo.

La carga de la caballería se abatió sobre ellos.

Con las viseras caladas, a través de aquellos orificios o hendiduras, los guerreros apenas veían nada, mientras que sus monturas, con las testeras de acero, parecían tan desconcertadas como los caballeros que las montaban.

La carga de la caballería se abatió sobre ellos o, más bien, sobre los palos puntiagudos. Con una estaca clavada hasta el fondo en mitad del pecho y echando espumarajos de sangre por la boca, un caballo relinchaba quejumbroso. Lanza en ristre, el jinete embistió en el aire, mientras no dejaban de lloverle flechas encima, hasta que caballero y montura acabaron retorciéndose de dolor y profiriendo alaridos. Otro corcel de guerra sorteó la primera hilera de estacas, advirtió a tiempo la segunda y, tratando de evitarla, resbaló en el espeso lodo.

—¡Mío! —grito Thomas Evelgold, que se adelantó con la maza de guerra entre las manos. La blandió sólo una vez, dejando caer la pesada cabeza del arma sobre el yelmo del caballero; se puso de rodillas, alzó la visera del hombre aturdido y le asestó una cuchillada en un ojo. El jinete se estremeció y dejó de gritar. El caballo trató de ponerse en pie, pero Evelgold lo golpeó con la maza y, descargándola por la parte del hacha, le atravesó la testera y le abrió la cabeza—. ¡Hasta nunca!

La carga había concluido ante las estacas. Mal les había ido a los franceses en su primer ataque, convencidos de que la presencia de la caballería provocaría la desbandada de los arqueros. Por el contrario, gracias a la maléfica ayuda de las flechas y de las estacas, los caballeros que aún estaban en condiciones ni se habían acercado a los ingleses. Azuzados por las flechas, unos cuantos jinetes volvían grupas, mientras corceles sin caballistas y enloquecidos de dolor, embestían contra sus propias líneas. Con arrojo temerario, un hombre se había deshecho de la lanza y, espada en mano, trataba de guiar a su corcel a través de las estacas. Pero comenzaron a lloverles flechas, el caballo dobló las patas y un dardo de larga punta, lanzado a menos de diez pasos, se clavó en la coraza del caballero, dejándolo muerto en el sitio. El cadáver quedó con la cabeza reclinada sobre el corcel moribundo, mientras los arqueros ingleses se mofaban de él.

Hook se extrañó: ya no sentía miedo. Al contrario, la sangre parecía arderle en las venas, mientras percibía un suave y estridente pitido que no se le iba de la cabeza. Regresó junto a su estaca, y se hizo con una flecha de punta alargada. Derrotados por las flechas, los jinetes se habían replegado, pero el ataque de los franceses no había concluido. Bajo esplendorosos estandartes, avanzaba el centro de la formación; los caballeros desmontados eran menos vulnerables a las flechas que los corceles; pero las antes apretadas filas avanzaban en desorden, tras haber sufrido el envite de los caballos que, sin jinete y malheridos, huían presas del pánico. Muchos eran los hombres que caían bajo sus pesados cascos; los demás trataban de cerrar filas, dando traspiés en los hondos surcos, avanzando al encuentro del rey inglés y sus caballeros. Hook eligió sus blancos. Tensó la cuerda con engañosa facilidad, y disparó flecha tras flecha. Muchos otros arqueros se le unieron, todos guiados por la misma intención: lanzar sus dardos sobre los franceses.

Estos continuaban avanzando, a pesar de las filas desarboladas por los caballos fugitivos y de los hombres que caían a medida que las flechas alcanzaban sus objetivos. Seguían adelante. Bajo las banderas desplegadas, avanzaba la flor y nata de la altiva nobleza francesa: ocho mil caballeros desmontados dispuestos a enfrentarse con novecientos soldados ingleses.

Entonces, una bombarda francesa abrió fuego.

Melisenda estaba rezando, aunque, en realidad, no era una plegaria lo que salía de sus labios sino una silente, desesperada e interminable petición de socorro dirigida a un cielo plomizo, que no la reconfortaba.

Las carretas debían de haber acompañado al ejército hasta el altiplano. Sin embargo, casi todas se habían quedado en las proximidades de la aldea de Maisoncelles, donde el rey había pasado la mayor parte de la noche. Los carromatos que habían transportado la impedimenta regia estaban al cuidado de diez caballeros y veinte arqueros, demasiado enfermos o lisiados para luchar en primera línea. El padre Christopher había acompañado a Melisenda hasta el lugar, asegurándole que allí estaría a mejor recaudo que junto a los caballos de carga que habían llevado hasta la elevada campa donde habían de encontrarse ambos ejércitos. El cura había escrito en la frente de la muchacha las misteriosas letras: IHC Nazar.

—Te protegerán de todo mal —le había prometido.

—Pues haga usted lo mismo, padre —repuso la joven.

—Dios me tiene en palmitas, amiga mía —le dijo el cura, con una sonrisa, antes de bendecirla—, y los mismos desvelos mostrará contigo. Pero es mejor que te quedes aquí. Estarás más segura.

La llevó junto a las mujeres de los otros arqueros, entre dos de las carretas que habían cargado con los haces de flechas hasta Azincourt, se aseguró de que tuviera su montura cerca y de que la yegua estuviera ensillada, montó en uno de los caballos de sir John y cabalgó ladera arriba, donde ambos ejércitos aguardaban el inicio de la batalla. Melisenda observó cómo se alejaba hasta que desapareció en lo alto del terraplén; en ese momento, comenzó a rezar, igual que el resto de las mujeres de los arqueros de sir John.

Poco a poco, la plegaria de Melisenda fue tomando forma. Lo que había comenzado como una desquiciada petición de ayuda se tornó en una súplica más fervorosa en cuanto comenzó a rezar a la Virgen: «Por colérico y despiadado que pueda parecer, Nick es un hombre bueno y fuerte. Ayúdalo para que no se venga abajo y siga con vida. Haz que viva», rezaba a la madre de Cristo para que su marido siguiera con vida.

—¿Qué haremos si aparecen los franceses? —preguntó Matilda Cobbold.

—Echar a correr —respondió otra de las mujeres, en el preciso instante en que escucharon el estruendo que les llegaba desde el elevado terraplén que se ocultaba más allá del horizonte. Aunque estaban muy lejos para distinguir el nombre del santo, habían oído el grito de guerra de san Jorge, un aullido belicoso que les anunciaba que algo estaba pasando más allá de donde alcanzaban sus ojos.

—Que Dios nos ayude —dijo Matilda.

Buscando la sobrevesta que le había mandado su padre, Melisenda abrió el costal en que guardaba sus pertenencias. Encontró la ballesta con incrustaciones de marfil que Nick le había entregado tres meses antes, y se hizo con ella.

—¿Piensas enfrentarte a ellos? —le preguntó Matilda.

Sin ánimos para decir nada, Melisenda esbozó una sonrisa. Estaba asustada, hecha un manojo de nervios. Sabía que su destino no estaba en sus manos: dependía de lo que ocurriese allí arriba, así que no le quedaba otra que rezar.

—Date una vuelta por allí, pequeña —le dijo Nell Candeler—, y dispara contra esos hijos de puta.

—Todavía sigue amartillada —comentó Melisenda, sin salir de su asombro.

—¿Cómo dices? —preguntó Matilda, de nuevo.

—Me refiero a la ballesta —repuso la joven—. No la he disparado nunca.

Sin apartar los ojos del arma, recordó el día en que Matt Scarlet había muerto, el mismo día en que había alzado la ballesta contra su propio padre. Aunque no se hubiera dado cuenta hasta ese momento, seguro que estaba amartillada desde entonces, con el arco de acero sometido a la presión de la gruesa maroma. A punto estuvo de activar el mecanismo, pero volvió a dejarla en el zurrón; desdobló la sobrevesta que guardaba. Se quedó mirando la esplendorosa tela, sintió la tentación de pasársela por la cabeza pero, de pronto, cayó en la cuenta de que no podía lucir una enseña enemiga mientras Nick estuviera peleando allí arriba, y tuvo la certeza de que, si cedía a la tentación de ponerse la sobrevesta de su padre, no volvería a verlo. Tenía que deshacerse de aquella prenda.

—Voy al río un momento —dijo.

—Puedes mear aquí —comentó Nell Candeler.

—Prefiero estirar las piernas —repuso Melisenda, echándose a la espalda el pesado morral y dirigiendo sus pasos hacia el sur, lejos de la batalla que enfrentaba a los dos ejércitos, lejos también de los carromatos ingleses. Caminó hundiendo los pies en la tierra anegada, pasando entre las mulas de carga del ejército inglés que pacían en los pastos otoñales. En un primer momento, había pensado en arrojar la sobrevesta al Ternoise y quedarse a ver cómo la arrastraba la corriente, pero estaba lejos del Río de las Espadas; tomó la decisión de deshacerse de ella en un torrente que bajaba impetuoso por las lluvias de la noche anterior. La torrentera discurría por una maraña de pequeños campos y bosques que se alzaba al sur de la aldea; se acuclilló en una orilla cubierta de hojas amarillas y doradas de alisos y sauces, dejó el zurrón en el suelo, cerró los ojos y sostuvo la sobrevesta en las manos, como si de una ofrenda se tratase.

—Vela por Nick; que salga con bien de ésta —rogó, al tiempo que arrojaba la capa al torrente y observaba cómo la arrastraba la corriente. Cuanto más lejos llegase, más seguro estaría Nick, pensó.

En ese momento, se escuchó el disparo de la bombarda francesa, un estruendo tal que retumbó por el valle que se extendía a los pies del campo de batalla. El fragor hizo que Melisenda volviese la vista al norte.

Entonces vio a sir Martin, sonriente y larguirucho, con sus canos cabellos repeinados sobre su cráneo enjuto.

—Hola, jovencita —dijo, con voz rijosa.

No había nadie a quien Melisenda pudiera recurrir en busca de ayuda.

Estaba sola.

Una nube de humo se alzó sobre el horizonte, en el lugar lejano donde la pieza artillera había abierto fuego.

—No hay nadie por aquí —comentó sir Martin—; estamos solos, tú y yo.

Emitió un rugido gutural, que bien podría haber sonado a risotada, se arremangó la sotana y se lanzó a por ella.