LIBRO IX

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Lloraba Gilgamesh por su amigo Enkidu, con amargura lloraba mientras vagaba por el monte. «¿También yo he de morir? ¿He de estar tan carente de vida como Enkidu? ¿Cómo puedo soportar esta angustia que anida en mi vientre, este temor a la muerte que me empuja sin cesar? Si al menos pudiera hallar al único hombre al que los dioses hicieron inmortal, le preguntaría cómo vencer a la muerte[270]».

Así vagaba Gilgamesh, con el corazón lleno de angustia, caminando, siempre hacia oriente, en busca de Utnapishtim, a quien los dioses concedieron la inmortalidad[271].

Por fin llegó allí donde se alzan los dos altos picos llamados Montes Gemelos. Sus cumbres acarician la bóveda celeste y sus pies llegan hasta el inframundo, vigilan la salida del sol y su regreso. A su entrada se encontraban apostados dos hombres-escorpión que guardaban el túnel en el que el sol se sume al anochecer para atravesar la tierra y del que emerge por el horizonte al amanecer. La visión de aquellos dos seres le infundió tal terror que hubiera sido bastante para dar muerte a un hombre corriente. Sus auras brillaban por encima de las montañas. Cuando Gilgamesh los vio, se sintió traspasado de temor, pero se mostró firme y se encaminó hacia ellos.

Dijo el hombre escorpión a su esposa: «Pues este se acerca, debe ser un dios».

Le respondió la mujer escorpión: «Es dos tercios divino y un tercio humano».

Dijo el hombre escorpión: «¿Cuál es tu nombre? ¿Cómo has osado venir aquí? ¿Por qué has viajado hasta tan lejos, atravesando mares y montañas infranqueables, cruzando desiertos y yermos en los que ningún mortal se había adentrado? Dime la razón de tu viaje. Quiero saber».

«Gilgamesh es mi nombre», respondió, «soy el rey de la bien murada Uruk y he venido hasta aquí para encontrar a mi antepasado Utnapishtim, que se unió a la asamblea de los dioses y a quien se concedió vida eterna. Él es mí última esperanza. Quiero preguntarle cómo logró vencer a la muerte»[272].

Dijo el hombre escorpión: «Nadie puede atravesar los Montes Gemelos, ni nadie ha penetrado jamás en el túnel en el que el sol se sume al anochecer para atravesar la tierra. En su interior es total la oscuridad, es profunda la oscuridad, sin una sola luz».

Dijo la mujer escorpión: «El cuerpo de este hombre valeroso[273] al que empuja la desesperación está congelado, exhausto y quemado por el sol del desierto. Muéstrale el camino para llegar hasta Utnapishtim».

Dijo el hombre escorpión: «El túnel se adentra sin cesar hasta lo más oscuro de la tierra. Todo será negro como la brea delante y detrás de ti, todo negro como la brea a tus costados. Deberás correr por el túnel más rápido que el viento. Dispones sólo de doce horas. Si no sales del túnel antes de que se ponga el sol y penetre en él, no hallarás refugio donde protegerte de su mortífero fuego. Penetra en las profundidades de las montañas, que los Montes Gemelos te conduzcan sano y salvo hasta tu destino, que te lleven sano y salvo hasta el confín del mundo. La entrada del túnel se encuentra frente a ti. Ahora, ve en paz y regresa en paz»[274].

En cuanto el sol salió, entró Gilgamesh en el túnel. Comenzó a correr. Corrió durante una hora, profunda era la oscuridad, sin luz alguna ni delante ni detrás de él, ni tampoco a sus costados[275]. Corrió durante una segunda y una tercera horas, sin luz alguna ni delante ni detrás de él, ni tampoco a sus costados. Corrió durante una cuarta y una quinta horas, profunda era la oscuridad, sin luz alguna ni delante ni detrás de él, ni tampoco a sus costados. Corrió durante una sexta y una séptima horas, profunda era la oscuridad, sin luz alguna ni delante ni detrás de él, ni tampoco a sus costados. En la hora octava, Gilgamesh aulló de terror, profunda era la oscuridad, sin luz alguna ni delante ni detrás de él, ni tampoco a sus costados. En la hora novena, sintió una brisa en su rostro, profunda era la oscuridad, sin luz alguna ni delante ni detrás de él, ni tampoco a sus costados. Corrió durante una décima y una undécima horas, profunda era la oscuridad, sin luz alguna ni delante ni detrás de él, ni tampoco a sus costados. En la duodécima hora salió del túnel a la luz. El sol se estaba precipitando hacia la entrada. Había escapado por poco.

Ante él apareció el jardín de los dioses, con deslumbrantes árboles cuajados de gemas de todos los colores. Había árboles en los que crecían rubíes, árboles con flores de lapislázuli, árboles de los que pendían como dátiles gigantescos racimos de coral. Por doquier, brillando en las ramas, había joyas enormes: esmeraldas, zafiros, hematites, diamantes, cornalinas, perlas. Alzó la vista Gilgamesh y quedó maravillado.