INTRODUCCIÓN

EL RELATO MÁS ANTIGUO DEL MUNDO

En Iraq, cuando el viento hace volar el polvo hasta conseguir que los hombres y los tanques se detengan, arrastra con él el recuerdo de un mundo muy antiguo, mucho más que el Islam o el Cristianismo. La civilización occidental surgió en aquel lugar entre el Tigris y el Éufrates, donde Hammurabi dictó su código legal y donde se escribió el Gilgamesh —el relato más antiguo del mundo, un milenio más antiguo que la Ilíada o la Biblia—. Su héroe fue un rey histórico que reinó en la ciudad mesopotámica de Uruk hacia el año 2750 a. C. En la epopeya, tiene un amigo íntimo, Enkidu[1], un hombre desnudo y salvaje que ha sido civilizado por medio de las artes eróticas de una sacerdotisa del templo. Junto a este, Gilgamesh combate a monstruos, y cuando Enkidu muere, se muestra inconsolable. Así, emprende un viaje desesperado para encontrar al único hombre que puede decirle cómo escapar de la muerte.

Parte de la fascinación de Gilgamesh radica en el hecho de que, como cualquier gran obra literaria, tiene mucho que decirnos sobre nosotros mismos. Al prestar su voz al dolor y al miedo a la muerte, quizá de una forma más potente que cualquier libro que se haya escrito desde entonces, al retratar al amor, la vulnerabilidad y la búsqueda de la sabiduría, se ha convertido en un testimonio personal para millones de lectores en docenas de idiomas. Pero también posee una relevancia especial en el mundo actual, con sus fundamentalismos polarizados, en donde cada bando cree fervientemente en su propia rectitud, sea cruzada o yihad, frente a lo que percibe como un malvado enemigo. El héroe de esta epopeya es un antihéroe, un supermán (una superpotencia, podríamos decir), que no conoce la diferencia entre fuerza y arrogancia. Al atacar por precaución a un monstruo, atrae sobre sí un desastre que sólo puede superar mediante un agónico viaje, una búsqueda que se transforma en sabiduría al demostrar su propia futilidad. La epopeya posee una extraordinaria y refinada inteligencia moral. Insistiendo en el equilibrio y rechazando ponerse de parte del héroe o del monstruo, nos lleva a preguntarnos acerca de nuestras peligrosas certidumbres sobre el bien y el mal.

Emprendí esta versión de Gilgamesh porque nunca me ha convencido el lenguaje de ninguna de las traducciones que he leído. Quería encontrar una voz genuina para el poema: palabras que fueran suficientemente ágiles y musculosas para transmitir la potencia de la historia. Si he tenido éxito, los lectores descubrirán que, más que contemplar una antigüedad dentro de una vitrina, se hallan frente a una obra maestra de la literatura que, de manera inesperada, está tan viva hoy en día como lo estaba hace tres milenios y medio.

ORÍGENES

Gilgamesh es una obra que, en la intensidad de la imaginación, se sitúa junto a los grandes poemas de Homero y la Biblia. Y sin embargo, durante dos mil años no tuvimos noticias de ella. Las tablillas de arcilla cocida sobre las que se inscribió en caracteres cuneiformes permanecieron enterradas entre los escombros de ciudades diseminadas a lo largo de todo el antiguo Oriente Próximo, aguardando a ser leídas por gentes de otro mundo. No fue sino hasta 1850 cuando se descubrieron los primeros fragmentos entre las ruinas de Nínive, y el texto no fue descifrado y traducido hasta varias décadas después. El gran poeta Rainer María Rilke pudo haber sido el primer lector que comprendió lo suficiente como para reconocer su auténtica talla literaria. «¡Gilgamesh es formidable!», escribió a finales de 1916[2]. «Considero… que se encuentra entre las mejores experiencias que le pueden suceder a una persona». «Me he sumergido en él, y en esos fragmentos verdaderamente gigantescos he experimentado medidas y formas que pertenecen a las obras supremas que jamás haya producido la mágica Palabra». En la conciencia de Rilke, Gilgamesh, al igual que un magnífico palacio de Aladino que se ha materializado surgiendo de la nada en un instante, hace su primera aparición como una obra maestra de la literatura mundial.

La historia de su descubrimiento y desciframiento es en sí misma tan fabulosa como un cuento de Las mil y una noches. Un joven viajero inglés llamado Austen Henry Layard[3], que estaba atravesando Oriente Medio de camino hacia Ceilán, oyó que en los montículos de lo que hoy en día es la ciudad de Mosul había antigüedades enterradas, interrumpió su viaje y comenzó a excavar en 1844. Aquellos montículos resultaron albergar las ruinas del palacio de Nínive, la antigua capital de Asiria, incluyendo lo que quedaba de la biblioteca del último gran rey asirio, Asurbanipal (668-627 a. C.). «Asombrados», Layard y su ayudante Hormuzd Rassam «hallaron una estancia tras otra revestidas con bajorrelieves en piedra de demonios y divinidades, escenas de batallas, cacerías reales y ceremonias; puertas flanqueadas por enormes toros alados y leones; y, dentro de algunas habitaciones, decenas de miles de tablillas de arcilla inscritas con la curiosa, y en aquel momento aún no descifrada, escritura cuneiforme (“con forma de cuña”)». Más de veinticinco mil de aquellas tablillas fueron enviadas al Museo Británico.

Cuando la escritura cuneiforme fue oficialmente descifrada en 1857, los estudiosos descubrieron que las tablillas estaban escritas en acadio[4], una antigua lengua semítica emparentada con el hebreo y el árabe. Pasaron cincuenta años antes de que alguien reparara en las tablillas en las que estaba escrito el Gilgamesh. Entonces, en 1872, un joven conservador del Museo Británico llamado George Smith se dio cuenta de que uno de los fragmentos contaba la historia de un Noé babilónico, que había sobrevivido a una gran inundación enviada por los dioses. «Al fijarme en la tercera columna»[5], escribía Smith, «mi vista descubrió la afirmación de que el barco se posó sobre las montañas de Nizir, seguida por el relato del envío de la paloma, que regresó al no hallar un lugar donde posarse. Supe inmediatamente que había descubierto al menos una porción del relato caldeo del Diluvio». Para un Victoriano, era un descubrimiento espectacular, porque parecía constituir una confirmación independiente de la historicidad del Diluvio bíblico (los victorianos creían que la historia del Génesis era mucho más antigua de lo que realmente es). Según un relato posterior[6], cuando Smith contempló aquellas líneas, dijo: «¡Soy el primer hombre que lee esto después de más de dos mil años de olvido! Tras colocar la tablilla sobre la mesa», continúa el relato, «comenzó a saltar y a correr de un lado a otro de la habitación en un estado de gran excitación y, para asombro de los presentes, empezó a quitarse la ropa». No se nos dice si se despojó únicamente de su chaqueta o fue más allá. Me gusta imaginármelo poseído por la euforia, moviéndose sin parar y corriendo en cueros, como Enkidu, ante los atónitos eruditos Victorianos vestidos de negro.

El anuncio de Smith, realizado el 3 de diciembre de 1872 ante la recientemente creada Society of Biblical Archaeology, de que había descubierto una narración del Diluvio en una de las tablillas asirias provocó una gran conmoción[7], y pronto se desenterraron más fragmentos del Gilgamesh en Nínive y en las ruinas de otras ciudades antiguas. Su traducción de los fragmentos que se habían descubierto hasta entonces se publicó en 1876. Aunque para un lector moderno parece pintoresca[8] y casi surrealista en sus muchas conjeturas equivocadas, y aunque a menudo es fragmentaria hasta el punto de resultar incoherente, fue un importante esfuerzo pionero.

Hoy en día, más de un siglo y cuarto después, han salido a la luz muchos más fragmentos, se comprende mucho mejor la lengua y los estudiosos pueden rastrear la historia del texto con cierto grado de confianza. En pocas palabras, lo que sigue es la opinión general[9].

Probablemente, las leyendas acerca de Gilgamesh comenzaron a surgir poco después del fallecimiento del monarca histórico. Los textos más antiguos que han sobrevivido, que proceden de aproximadamente el 2100 a. C., son cinco poemas en sumerio distintos e independientes[10] titulados «Gilgamesh y Aga», «Gilgamesh y Huwawa», «Gilgamesh y el Toro Celeste», «Gilgamesh y el Infierno» y «La muerte de Gilgamesh». (El sumerio es una lengua no semítica sin parentesco con ninguna lengua conocida hoy en día, y está tan alejado del acadio[11] como el chino lo está del inglés. Se convirtió en la lengua culta de la antigua Mesopotamia y formaba parte de los conocimientos necesarios de un escriba). Estos cinco poemas —escritos en un estilo pausado, repetitivo, hierático, mucho menos condensado y vívido que la epopeya acadia— habrían sido conocidos por posteriores poetas y redactores.

El antepasado directo de las once tablillas de arcilla desenterradas en Nínive[12] es conocido como la «Versión Paleobabilónica». Fue escrita en acadio (del que el babilonio es un dialecto) y procede aproximadamente del 1700 a. C.; se han conservado once fragmentos, incluidas tres tablillas que están casi completas. Esta versión, aunque parafrasea unos pocos episodios de los textos del Gilgamesh sumerio, es un poema original, la primera Epopeya de Gilgamesh[13]. En sus temas y su forma, es esencialmente el mismo poema que su descendiente ninivita: un relato sobre la amistad, la muerte del ser amado y la búsqueda de la inmortalidad.

Unos quinientos años después de que se escribiera la Versión Paleobabilónica, un sacerdote erudito llamado Sîn-lēqi-unninni la revisó y reelaboró. Su epopeya, que los expertos denominan «Versión Estándar», es la base de todas las traducciones modernas. A fecha de hoy, con setenta y tres fragmentos descubiertos contamos con un poco menos de dos mil líneas de las tres mil del texto original en una forma continua y legible; el resto está dañado o perdido, y hay numerosas lagunas en las secciones que se han conservado.

No sabemos exactamente cuál fue la contribución de Sîn-lēqi-unninni[14] a la Versión Estándar[15], pues han llegado hasta nosotros muy pocos fragmentos de la Versión Paleobabilónica para poder compararlos. Por lo que podemos observar, es a menudo un redactor conservador, que sigue la versión más antigua línea a línea, con pocos o ningún cambio en el vocabulario y orden de las palabras. A veces, sin embargo, amplía o reduce, suprime pasajes o los añade, y actúa no como redactor, sino como poeta original. Los dos pasajes más importantes que sabemos que añadió, el prólogo y el discurso de la sacerdotisa Shamhat en el que invita a Enkidu a Uruk[16], poseen la viveza y la densidad del arte con mayúsculas.

El Gilgamesh en el que el lector está a punto de entrar es a veces libre, a veces una adaptación cercana al verso inglés de la Versión Estándar de Sîn-lēqi-unninni[17]. Incluso los estudiosos que hacen traducciones literales no se limitan a traducir la Versión Estándar y completan algunas lagunas textuales con pasajes de otras versiones, sobre todo de la paleobabilónica. Yo he llevado esta práctica un poco más allá: en ocasiones, cuando la Versión Estándar resulta especialmente fragmentaria, la he completado con pasajes procedentes de los poemas de Gilgamesh sumerios. También he añadido líneas o breves pasajes para enlazar lagunas o para aclarar la historia. Mi intención ha sido, de principio a fin, recrear la antigua epopeya, como si fuese un poema contemporáneo, en el universo paralelo de la lengua inglesa.

LA CIVILIZACIÓN DEL HOMBRE SALVAJE

Gilgamesh es el relato del viaje de un héroe; podría decirse que es la madre de todos los viajes de héroes, con sus inmensas y desbordantes presencias míticas moviéndose por un paisaje de sueños. Es también la historia de cómo el hombre se civiliza, cómo aprende a gobernarse a sí mismo y, por lo tanto, a su pueblo, y a actuar con templanza, sabiduría y piedad. El poema comienza con la ciudad y termina con ella.

En las primeras líneas de su prólogo, Sîn-lēqi-unninni expone la amplitud y profundidad de lo que ha soportado su héroe: «Todo lo ha visto, ha experimentado todas las emociones». Las siete líneas siguientes nos cuentan los detalles esenciales, sin preocuparse siquiera de mencionar el nombre del héroe. Gilgamesh ha viajado hasta los confines del mundo y se le ha concedido el conocimiento de los primeros días de la humanidad; ha sobrevivido al viaje y ha regresado para restaurar el gran templo de Ishtar y la famosa muralla de Uruk, de más de 9,5 km de largo[18].

Y entonces, tras su resumen, sucede algo fascinante. Sîn-lēqi-unninni se dirige a sus lectores y los invita a contemplar la gran ciudad por sí mismos.

Mira cómo sus baluartes brillan como cobre al sol. Asciende por la escalera de piedra, más antigua de lo que la mente puede imaginar; llégate al templo del Eanna, consagrado a Ishtar, un templo cuyo tamaño y belleza no ha igualado ningún rey; camina sobre la muralla de Uruk, recorre su perímetro en torno a la ciudad, escruta sus soberbios cimientos, examina su labor de ladrillo, ¡cuán diestra es!; repara en las tierras que circunda[19]: en sus palmeras, sus jardines, sus huertos, sus espléndidos palacios y templos, sus talleres y mercados, sus casas, sus plazas.

Es un momento extraño y conmovedor. El poeta se dirige evidentemente a un público de la antigua Babilonia del año 1200 a. C., conminándolo a que admire una ciudad construida en tiempos inmemoriales. Pero resulta que ahora los lectores somos usted y yo. Nosotros somos los únicos que hemos sido invitados, más de tres mil años más tarde, a caminar por la muralla de Uruk y observar el esplendor y la bulliciosa vida de la gran ciudad. La invitación no resulta conmovedora porque la ciudad esté en ruinas y la civilización haya sido destruida —no se trata de un momento paradójico al estilo de «Ozymandias»[20]—, sino porque en nuestra imaginación podemos ascender por la antigua escalinata de piedra y observar los exuberantes jardines y huertos, los palacios y templos, las tiendas y mercados, las casas, las plazas públicas, y compartir el asombro del poeta y su orgullo por su ciudad.

En este momento, la invitación de Sîn-lēqi-unninni se vuelve más íntima. «Busca su piedra angular», nos dice:

y, debajo de ella, el cofre de cobre que indica su nombre[21]. Ábrelo. Levanta su tapa. Saca de él la tablilla de lapislázuli. Lee cómo Gilgamesh todo lo sufrió y todo lo superó.

No estoy seguro de que ni siquiera en 1200 a. C. este fragmento debiera tomarse al pie de la letra. Incluso para un antiguo lector babilónico, las líneas podrían ser suficientemente vivas para hacer innecesario el acto físico. Mientras leemos las instrucciones, podemos vernos a nosotros mismos encontrando la piedra angular, abriendo el cofre de cobre, levantando su tapa y extrayendo la preciada tablilla de lapislázuli, que resulta, al final, ser el poema que estamos a punto de leer. Estamos mirando bajo la superficie de las cosas, dentro de lugares escondidos, de las recámaras cerradas con llave de la experiencia humana. Las pruebas que se supone que el propio Gilgamesh ha puesto por escrito hace mucho tiempo se revelan ahora ante nosotros en palabras que, sean «grabadas en estelas de piedra» o impresas sobre papel, provocan su propio sentido de autenticidad. Brotan directamente de la fuente: si no del Gilgamesh histórico, sí de un poeta que ha imaginado la experiencia del héroe con una intensidad suficiente para que sea verdad.

El poema paleobabilónico que heredó Sîn-lēqi-unninni comienza con la frase «superior a todos los reyes», y describe a Gilgamesh como un joven gigantesco y frenético (su nombre podría significar «El viejo es un joven»), un guerrero, y, tras su regreso, como un buen rey y benefactor de su pueblo: una combinación de Goliat y David. Pero su comienzo es el de un tirano. Cuando nos sumergimos por primera vez en el poema, hay un desequilibrio esencial en la ciudad; algo ha ido realmente mal. El hombre de valor insuperable e inagotable energía se ha convertido en un monstruo egoísta; el pastor se ha transformado en lobo. Oprime a los jóvenes, quizás con trabajos forzados, y oprime a las muchachas, quizás con su voraz apetito sexual. Puesto que es un monarca absoluto (y para colmo es divino en sus dos terceras partes), nadie se atreve a criticarle. El pueblo clama al cielo, igual que los esclavos israelitas del Éxodo[22], y su llanto es atendido. Pero Anu, padre de los dioses, no interviene directamente. Envía su ayuda de una forma deliciosamente indirecta. Le pide a la gran diosa madre, Aruru, que vuelva a materializar su primer acto de creación de un ser humano:

Ahora ve y crea un par de Gilgamesh, su segundo ser, un hombre que iguale su fuerza y su valor, un hombre que iguale su tempestuoso corazón. Crea un nuevo héroe y que se contrarresten de forma perfecta, para que Uruk tenga paz.

Como Dios en el Génesis, Aruru crea un hombre a partir del polvo y se convierte en un ser vivo, en el hombre original: natural, inocente, solitario. Este segundo Adán hallará «una ayuda acorde a sus necesidades»[23] no en una mujer, sino en el hombre a causa del que fue creado. Así comienza —mil años antes que Aquiles y Patroclo, o David y Jonatán— la primera gran relación de amistad de la literatura.

Enkidu es, efectivamente, un doble de Gilgamesh, tan grande y poderoso que cuando la gente lo contempla es presa de un temor reverencial. Pero también es lo contrario y la imagen especular de Gilgamesh: dos tercios de animal frente a los dos tercios de divinidad de Gilgamesh. Estas cualidades animales son en realidad mucho más atractivas que las divinas. Mientras que Gilgamesh es arrogante, Enkidu es infantil; si Gilgamesh es violento, Enkidu es pacífico, un herbívoro desnudo que se mezcla con los rebaños. Vive y se traslada con ellos de pasto en pasto y (como nos enteramos más tarde en el poema) ahuyenta a los depredadores que merodean[24] cerca de ellos, asumiendo así tanto el papel de oveja como el de pastor. Con su altruismo natural es asimismo el primer activista animal, liberando a sus amigos de los fosos y trampas de los hombres.

Cuando el trampero descubre a Enkidu bebiendo con los animales en una charca, queda aterrorizado, como si hubiese visto a «Big Foot» o al Abominable Hombre de las Nieves. Lo que hace palidecer su rostro y temblar sus piernas no es el temor a ser herido por un salvaje fornido (al fin y al cabo, no tiene por qué acercarse): es el temor a estar cara a cara con la humanidad primordial. El trampero acude a su padre en busca de consejo, y el padre le envía a Gilgamesh, quien «sabrá lo que hay que hacer».

Gilgamesh puede ser un tirano, pero es perspicaz. Sabe qué hacer respecto al salvaje y se lo transmite al trampero sin dudar un instante. «Ve al templo de Ishtar», le dice:

pregunta allí por una mujer llamada Shamhat, una de las sacerdotisas que entregan sus cuerpos a cualquier hombre en honor de la diosa. Llévala al monte. Cuando los animales estén bebiendo en la charca, dile que se quite la túnica y se tumbe allí desnuda, dispuesta, abiertas las piernas. El hombre salvaje acudirá. Que ella emplee sus artes amatorias. La naturaleza obrará su curso y después los animales que en el monte eran sus compañeros se asustarán, y lo abandonarán para siempre[25].

Es una recomendación sorprendente, sobre todo porque procede de un hombre cuyo modus operandi es la fuerza. Podríamos haber esperado que enviase un batallón para buscar y capturar a Enkidu. En lugar de eso, envía a una sola mujer. De alguna manera, sabe que Enkidu necesita ser domado, no capturado, y que la única forma de civilizarlo es mediante el poder de Eros. Sin embargo, no parece sospechar que el salvaje ha sido enviado por los dioses para civilizarlo a él.

El poema no dice nada acerca de la relación de Gilgamesh con Shamhat. ¿Sabe lo diestra que es porque ha hecho el amor con ella en el templo? ¿Es un cliente habitual? ¿O sólo ha oído hablar de su habilidad? Todo lo que se nos dice es que es la mujer adecuada para ese trabajo.

Shamhat es uno de los personajes más fascinantes del Gilgamesh. Si queremos apreciar su papel como prostituta de un antiguo culto babilónico, nuestra imaginación debe evitar cualquier filtro de amor romántico, moral judeocristiana, lascivia masculina o indignación femenina. En realidad, no poseemos una palabra en nuestro idioma para describir lo que es Shamhat. Sin duda, las palabras acadias ḫarīmtu y šamhātu no significan «prostituta» en nuestro sentido del término, una mujer que se vende a cambio de un beneficio personal. Shamhat es una sacerdotisa de Ishtar, la diosa del amor, y, como una especie de monja a la inversa, ha dedicado su vida a lo que los babilonios consideraban el misterio sagrado de la unión sexual. Al ofrecerse al hombre anónimo[26] que se presenta ante ella en el templo, sea joven o viejo, agraciado o feo, se está ofreciendo a Todo hombre, es decir, a Dios. Se ha convertido en una encarnación de la diosa, y a través de su propio cuerpo vuelve a representar el matrimonio cósmico. Como pura sirviente de Eros, es el recipiente para la fuerza que mueve las estrellas, la fuerza que, a través de la mecha verde, guía la flor.

En un pasaje acerca de las atracciones de Uruk que fue añadido en la Versión Estándar, Sîn-lēqi-unninni menciona a las sacerdotisas de Ishtar con enorme orgullo:

Ven —dijo Shamhat—, vayamos a Uruk, te conduciré hasta Gilgamesh, rey poderoso. Verás la gran ciudad y su imponente muralla, verás a los jóvenes vestidos con esplendor, con el mejor lino y bordada lana, con vistosos colores, con pañuelos con borlas y anchos fajines. Todos los días son fiesta en Uruk, la gente canta y baila en sus calles, los músicos tocan sus liras y tambores, delante del templo de Ishtar charlan y ríen sus bellas sacerdotisas, animadas por el goce del sexo, prestas a servir para el placer de los hombres en honor de la diosa[27], de modo que incluso los ancianos se levantan de sus lechos.

¡Cuánto ama el poeta a su ciudad! La gran muralla, los colores, las galas, la música y el baile, todo ello forma la textura de la celebración continua de la vida que hace tan vívido este pasaje. Parte del disfrute que transmite está en que en Uruk el deseo sexual masculino reciba una gratificación tan abundante. Pero son las amorosas y alegres sacerdotisas, gratificadas también ellas en el acto de gratificación, quienes iluminan este retrato de la ciudad. Su risa y su dicha sexual son para el poeta una de las principales glorias de la civilización.

El trampero encuentra a Shamhat y le transmite las órdenes del rey. Shamhat ha sido entrenada en el arte de la sumisión, y puedo imaginármela dando su total consentimiento a la misión, pese a lo peligrosa que puede resultar. La criatura a la que se va a ofrecer es, al fin y al cabo, un desconocido. Puede ser feroz, puede ser más animal que hombre, puede incluso hacerla pedazos, por lo que sabe (y probablemente sabe que su simple contemplación ha llenado de terror al trampero). Pero accede a ir —tranquila, me la imagino, confiada en sus artes y en el poder de Eros—.

La charca está a tres días de camino monte a través y el poeta podría haber insertado aquí fácilmente diálogos entre la joven sacerdotisa de Ishtar y el trampero. ¿Qué sentía ella durante el largo y, quizás, duro camino? ¿Tenía miedo? ¿Qué le preguntó al trampero sobre su vida? ¿Y sobre Enkidu? ¿Se sintió él deslumbrado por su presencia sexual? ¿Hicieron el amor o estaba prohibido? ¿Qué le preguntó a Shamhat, y qué respondió ella, sobre la vida en la ciudad, sobre sus experiencias en el templo, sobre el rey Gilgamesh? El poeta comprime todas las posibilidades dramáticas de estos tres días en dos líneas:

Tres días caminaron. Al tercero llegaron a la charca. Allí aguardaron.

La economía de su arte es exquisita.

Shamhat y el trampero esperan otros dos días en la charca. Cuando aparece Enkidu, Shamhat sigue las instrucciones (aunque una experimentada sacerdotisa de Ishtar no necesitaría instrucciones) y los acontecimientos se desarrollan exactamente como Gilgamesh había predicho. Es un episodio profundamente conmovedor, sobre todo si recordamos el mito de la pérdida de la inocencia humana del Génesis. Aquí Shamhat representa el papel de Eva, pero es una seductora benigna, que no lleva a Enkidu al conocimiento de un bien y un mal polarizados, sino al conocimiento del esplendor de la sexualidad, de la comprensión íntima de lo que es una mujer y de la conciencia de sí del ser humano. En este jardín no hay serpiente ni una divinidad angustiada que anuncia prohibiciones y castigos. Una vez más, la economía del poeta es soberbia. Los siete días de relaciones sexuales se describen en los términos más sencillos; comprimidos en siete líneas constituyen una epopeya de iniciación sexual. Enkidu, en su inocencia y confianza, sigue los mandatos de su pene y descubre en sí mismo una potencia elemental, un estado de erección perpetua. Por lo que respecta a Shamhat, por atemorizada que pueda sentirse a medida que se le acerca aquella enorme criatura peluda, la acoge amorosamente y la mantiene junto a sí durante siete días —proeza que es cuando menos igual que cualquier otra de las ostentosas hazañas masculinas que aparecen posteriormente en el poema—.

Empleó sus artes amatorias, se apoderó de su aliento con sus besos, no se reprimió en absoluto y le enseñó lo que es una mujer. Durante siete días permaneció erecto y yació con ella[28].

No hay rastro de conciencia puritana en la cultura de este poema: el sexo se considera un acto civilizador más que como algo peligroso para el orden social. Nos gustaría saber con exactitud en qué consistían las artes amatorias de una sacerdotisa babilonia, pero eso es algo que el poeta también deja a la imaginación. Cualesquiera que sean los detalles gráficos, es obvio que Shamhat desempeña bien su trabajo. Experta y enormemente generosa, Shamhat justifica plenamente la confianza que Gilgamesh deposita en ella.

Al cabo de los siete días, cuando ya ha tenido suficiente sexo ininterrumpido, Enkidu intenta reunirse de nuevo con los animales, pero estos huyen a toda prisa, como el cervato que encuentra Alicia[29] en el bosque donde las cosas carecen de nombre. Enkidu ya no posee la mente inconsciente de un animal ni la fuerza vital que tenía como hijo de la naturaleza. Ha perdido algo, pero no el paraíso. De hecho, Enkidu está a punto de entrar en otra clase de paraíso: la civilización, la ciudad donde cada día es una fiesta. De vuelta con Shamhat, se da cuenta de que, aunque ya no puede correr como un animal, ha adquirido algo que compensa sobradamente sus poderes perdidos. Al conocer sexualmente a Shamhat, su mente se ha ampliado, ha comenzado a conocerse a sí mismo. Se sienta a los pies de Shamhat y, mientras escucha, descubre que puede comprender el lenguaje humano. También descubre por sí mismo lo que Dios reflexiona acerca de Adán en el Génesis, que «no es bueno que el hombre esté solo»[30]. En este anhelo de un verdadero amigo, Enkidu intuye la razón por la que fue creado.

Shamhat no sólo inicia a Enkidu en la conciencia de sí entre sus muslos civilizadores; le invita a Uruk, le proporciona vestiduras y le enseña a comer alimentos humanos en la cabaña de unos pastores que viven cerca de allí. Shamhat actúa como una madre paciente y amorosa que lo guía a través de este rito de paso. La escena en la mesa de los pastores es hilarante y conmovedora al mismo tiempo, con su conciencia libre de vergüenza de que la iniciación a la humanidad significa saber en qué consiste ser sexual, estar ebrio y sentirse limpio.

Lo llevaron hasta su mesa y pusieron frente a él pan y cerveza. Enkidu se sentó y se quedó mirando. Nunca había visto la comida de los hombres, no sabía qué hacer. Dijo entonces Shamhat: «Adelante, Enkidu. Esto es comida, es lo que nosotros, los humanos, comemos y bebemos». Probó el pan con cautela. Comió luego un pedazo, comió toda una rebanada, luego otra, comió hasta saciarse, bebió siete jarras de cerveza, su corazón se aligeró, su rostro se encendió y cantó con alegría. Se cortó el pelo, se lavó, se ungió la piel con delicado aceite, y se volvió completamente humano.

Tenemos otros tres fugaces destellos de Shamhat: cuando ella y Enkidu hacen de nuevo el amor, cuando satisface humildemente la petición que este le hace y, finalmente, cuando le acompaña a Uruk. Entonces, tras haber completado su misión, desaparece[31].

EL DESAFÍO

Uruk, la ciudad de las grandes murallas, de los jardines, los templos y las plazas públicas, es el paraíso de la descripción de Shamhat, pero también es un lugar de sufrimiento, donde el pueblo llora angustiado a causa de la tiranía de Gilgamesh. Ambas realidades coexisten, y aparecen de acuerdo con la percepción de cada uno, igual que la luz es tanto una partícula como una onda: todo depende de cómo nos aproximemos a la ciudad. Cuando Shamhat invita a Enkidu a Uruk, le sugiere que se aproxime con ojos de aprecio, que se presente ante Gilgamesh y «contemple admirado» su magnificencia. Pero Enkidu no está preparado para esto. Necesita acercarse a él viéndole como un tirano y un adversario.

De hecho, Shamhat presenta a Gilgamesh como un tirano la primera vez que lo menciona, sin el menor indicio del panegírico que vendrá a continuación:

Déjame llevarte a la bien murada Uruk, al templo de Ishtar, al palacio del poderoso rey Gilgamesh, quien en su arrogancia oprime al pueblo, atropellándolo como un toro salvaje.

La respuesta de Enkidu es sorprendente. No se le ponen los pelos de punta ni se le muda el color de la cara de ira, como le pasa posteriormente cuando escucha el presunto derecho de Gilgamesh de dormir con cualquier virgen a punto de casarse. Enkidu intuye algo en Gilgamesh más allá de su fuerza bruta y de su crueldad. Su anhelo es un reconocimiento que sale a la superficie de su conciencia, un reconocimiento, antes de los hechos, de que por muy injusto que pueda ser Gilgamesh, ambos se dan sentido mutuamente.

En el fondo de su corazón sintió conmoverse algo, un anhelo no conocido hasta entonces, el anhelo de un verdadero amigo[32].

Pero pasa inmediatamente de este silencio conmovedor, introspectivo, a una actitud agresiva que iguala a Gilgamesh en arrogancia. «Lo desafiaré», dice Enkidu.

«Le gritaré en el rostro: “¡Yo soy el más poderoso! ¡Yo soy quien puede hacer temblar el mundo! ¡Yo soy supremo!”».

Si un gorila joven y fuerte tuviera la capacidad de hablar, eso es lo que gritaría al macho alfa con su harén de esposas. El desafío es conmovedor por su primitivismo. No aparecen aquí la sutileza y la elocuencia homéricas, tan sólo testosterona verbalizada. ¿Otro héroe? ¡Lucharé con él! Enkidu necesita ponerse a prueba, entrar en la civilización con una susceptibilidad del tamaño de un cedro. Shamhat, hablándole como su maestra, sugiere que se acerque a Gilgamesh desde una perspectiva diferente.

Te mostraré a Gilgamesh, rey poderoso, el héroe destinado a la alegría y al dolor. Te pondrás delante de él y lo contemplarás admirado, verás cuán bello, cuán viril es, cómo su cuerpo rebosa potencia sexual. Él es incluso más alto y fuerte que tú, tan lleno de vida que no necesita dormir. Olvida tu arrebato, Enkidu.

Pero Enkidu no atiende a razones. Nada puede apartarle de su estilo de desafío masculino.

El impulso concreto que motiva el viaje a Uruk procede de la boca de un joven que pasa por delante de Enkidu y Shamhat mientras están haciendo de nuevo el amor. El joven va de camino a Uruk para una boda en la que va a servir el banquete. La curiosidad de Enkidu se despierta más rápidamente que su pasión; interrumpe el coito y envía a Shamhat a que haga averiguaciones. El joven describe lo que ocurrirá al final de la ceremonia:

El sacerdote bendecirá a la joven pareja, los invitados se regocijarán, el novio se retirará y la virgen aguardará en el lecho nupcial a Gilgamesh, rey de la bien murada Uruk[33]. Pues él es quien yace primero con la esposa[34]. Una vez él lo ha hecho, lo puede hacer el novio. Este es el orden que los dioses han decretado. Desde el momento en que cortaron el cordón umbilical del rey, el himen de todas las jóvenes le ha pertenecido.

«Al oír estas palabras», leemos, «el rostro de Enkidu empalideció de cólera», pero no se nos dice por qué se enfada. ¿Se trata de la furia indiscriminada de un joven desafiante? ¿De una escandalización moral ante el ius primae noctis de Gilgamesh? Si es así, ¿acaso no ha entendido que es un acto ritual autorizado por los dioses? ¿Está autorizado por los dioses, como dice el joven, o es una afirmación propagandística inventada por un tirano depredador sexual? (Sabemos que los dioses han enviado a Enkidu para equilibrar la opresión de Gilgamesh, pero desconocemos la naturaleza precisa de esa opresión. Es muy posible que Gilgamesh, como encarnación de un principio masculino divino, tenga derecho a yacer con cualquier novia en su noche de bodas, pero que se esté apropiando también de otras jóvenes. También es posible, como piensan algunos estudiosos[35], que la opresión no tenga nada que ver con el sexo, y que Gilgamesh, un superdeportista, haya estado agotando a los hombres en certámenes atléticos y que las mujeres estén agotadas de cuidarlos). Finalmente, si la información del joven es exacta y si Enkidu lo ha comprendido correctamente, ¿se está rebelando contra el orden divino? ¿O bien acepta el orden divino y sencillamente quiere sustituir a Gilgamesh como el semental que planta su semilla en las vírgenes de Uruk? Simplemente, no lo sabemos.

Esta ignorancia es interesante para nuestra posición como lectores. (Será todavía más interesante en el episodio de la matanza del monstruo en los Libros III a V). Una de sus consecuencias es que no tomamos partido. Sí, Gilgamesh es un tirano, pero también es magnífico. Sí, se une con una mujer casada, pero esta aparente predación sexual podría ser parte del orden divino de las cosas, y oponerse a ello no es necesariamente virtuoso. Cada razón negativa se contrarresta con otra positiva. Por supuesto, desde otra perspectiva, está claro que todo el mundo de Uruk está desequilibrado debido a los maniacos excesos de Gilgamesh y que Enkidu ha sido creado para restaurar ese equilibrio. Está igualmente claro que la confrontación entre los dos héroes no va a ser una lucha entre el bien y el mal. Aquí hay demasiadas ambigüedades para que la mente pueda situarse en una posición de certeza moral. Lo que nos deja con la emoción en bruto de la ira de Enkidu, que, inexplicada y carente de interpretación, sirve para llevarlo desde las cabañas de los pastores hasta la gran ciudad. Cuando Enkidu entra en Uruk, es acosado como una celebridad. Podía ser gigantesco, podía haber sido un salvaje en otro tiempo, pero ahora es plenamente humano, y, al reconocer su inocencia, la gente no teme acercarse a él, al revés de lo que le había ocurrido al trampero. La muchedumbre lo trata con una mezcla de temor reverencial y ternura, admirando su enorme cuerpo y besando sus enormes pies como si fuesen madres chochas que besaran las regordetas carnes de un bebé. Enkidu se abre camino hasta la casa nupcial y se planta, inamovible, delante de la puerta.

Cuando llega Gilgamesh, los dos héroes se agarran, entrechocan sus cabezas como toros salvajes y se zarandean por las calles, golpeándose contra los muros y haciendo que las casas tiemblen. La confrontación no podría ser más primaria, reducida al elemento del orgullo masculino. La ira de Enkidu no viene al caso. No hay principios que defender, no hay justificaciones ni contrajustificaciones. La batalla es tan tonta como una pelea de colegiales, y sin embargo hay en ella algo bello por su energía. También hay un elemento profundamente erótico. No se trata de una lucha a muerte, como en la Ilíada o en Beowulf. Es una lucha al final de la cual los dos hombres podrán decir a su oponente «Ahora te conozco», o incluso (como dijo Jacob al ángel[36]), «no te dejaré ir a menos que me bendigas». Es una entrada en la intimidad, y está tan cerca de la relación sexual como de la violencia.

El poema está cerca de afirmar que la relación entre Gilgamesh y Enkidu es homosexual (en la Tablilla XII, un poema independiente añadido a la epopeya, la sexualidad genital es explícita[37]). Pero está claro que el elemento homoerótico de su unión es muy fuerte. Incluso antes de conocer a Enkidu durante el combate, Gilgamesh sueña con él en una imagen de gran ternura física. Un bloque de piedra que representa a Enkidu[38] cae del cielo; al principio es demasiado pesado para moverlo, luego se convierte en el amado en sus brazos, una piedra convirtiéndose en carne caliente a través del poder de la metáfora. Al interpretar el sueño, la madre de Gilgamesh dice que así es como ocurrirá, que el bloque de piedra

representa a un amigo amado, un poderoso héroe. Lo tomarás en tus brazos, lo abrazarás y lo acariciarás como un hombre acaricia a su esposa.

Ambos hombres van a percibir su amistad como una especie de matrimonio, de manera que podrían decir, igual que David a Jonatán: «Tu amor por mí es maravilloso, superior al amor de las mujeres»[39].

Tras el combate, Enkidu no se escabulle ni ofrece su cuello como un animal derrotado por el macho alfa; en un discurso de la más hermosa y digna humildad, reconoce a Gilgamesh como el combatiente superior, el ser humano superior. De hecho, lo ve con los ojos de aprecio, contemplándolo admirado, tal como le había aconsejado Shamhat.

Gilgamesh, eres único entre los hombres. Tu madre, la diosa Ninsun, te hizo más fuerte y valiente que cualquier mortal, y con justicia te otorgó Enlil[40] la realeza, pues es tu destino gobernar sobre los hombres.

Gilgamesh, como vencedor, no siente la necesidad de mostrar ningún aprecio recíproco hacia Enkidu, pero sabe que lo que soñó al final del libro primero se ha hecho realidad. Ha aparecido el amigo querido y héroe poderoso, el tanto tiempo esperado compañero de su corazón, el hombre que permanecerá a su lado frente a los mayores peligros. La lucha ha terminado y no queda ni rastro de furia, resentimiento o competitividad. Como David y Jonatán, cada uno ama al otro como a su propia alma[41].

UN MONSTRUO EN CASA

Así pues, entre Gilgamesh y Enkidu nace una verdadera amistad. Ahora, puesto que los dos héroes «se equilibran perfectamente el uno al otro», Uruk puede disfrutar de paz. Ahora el hijo puede volver a su padre, la hija a su madre y la vida de la gran ciudad puede continuar con toda su vitalidad, sin asomo de opresión que haga gemir al pueblo. Las dos realidades pueden fundirse en la entusiasta visión de Shamhat de una sociedad verdaderamente civilizada y festiva, con colores brillantes, galas, música, sonrientes sacerdotisas-cortesanas y deseo satisfecho. Los dioses están en su cielo y, por un momento, todo está en orden en el mundo.

La transición al siguiente episodio —el viaje al Bosque de los Cedros y la muerte del monstruo Humbaba— es fragmentaria y oscura. No se nos informa sobre cuánto tiempo permanecieron Gilgamesh y Enkidu en Uruk profundizando en su amistad; no sabemos qué hicieron durante esas semanas o meses. ¿Cómo pasan el tiempo libre los gigantes jóvenes y fuertes? No es ese un tema que interese en el poema, pero resulta fácil imaginar una interminable parranda de comilonas y cerveza, lucha, natación, polo, quizás enfrentamientos contra toros; a Gilgamesh enseñando amablemente a su amigo todos los nuevos bailes y canciones, excursiones diarias al templo del Eanna para hacer el amor con las más bellas de las jóvenes sacerdotisas (Shamhat incluida) y —puesto que los reyes de la antigua Babilonia se jactaban[42] de ser cultos además de guerreros y atletas— visitas diarias a la biblioteca real, donde Enkidu puede recibir clases elementales de cuneiforme.

Sin embargo, de forma inesperada Gilgamesh anuncia que es tiempo de partir de Uruk y comenzar la fatal aventura que proporciona el marco del resto de la epopeya: un ascenso a una dudosa victoria, seguido por una zambullida en la muerte, en un dolor inconsolable, y la vana búsqueda de la inmortalidad. «Ahora hemos de emprender viaje hacia el Bosque de los Cedros», dice Gilgamesh,

«donde vive el feroz monstruo Humbaba. Debemos matarlo y extirpar el mal del mundo»[43].

Desde nuestro año 2004, no podemos dejar de escuchar esta afirmación de un antiguo rey de Mesopotamia como un sobrecogedor contrapunto de la reciente invasión americana de Iraq. Desde esta perspectiva, la acción de Gilgamesh es el ataque preventivo original. Los lectores antiguos, al igual que muchos americanos de hoy en día, la hubiesen considerado incuestionablemente heroica. Pero el poema es más sabio que la cultura de la que surgió. Complica maravillosamente las ostensibles certezas morales y, una vez más, cuando miramos más de cerca, la mente no halla terreno firme sobre el que asentarse.

¿Qué empuja a Gilgamesh a marchar a esta aventura? ¿Por qué debía matar al monstruo? En un primer momento, todo lo que escuchamos es el repentino anuncio. Como auditorio de una gran historia, no necesitamos más motivación. Al fin y al cabo, eso es lo que hacen los héroes, matar monstruos. En este sentido, la motivación es más literaria que psicológica. El relato, no el personaje, es el destino.

Pero un poco más adelante el poeta nos ofrece una motivación[44] para la decisión de marchar al Bosque de los Cedros. Lo que Gilgamesh quiere es fama, como explica a Enkidu en un apasionado discurso:

Nosotros no somos dioses, no podemos ascender al cielo. No, somos hombres mortales. Sólo los dioses viven por siempre. Nuestros días son pocos en número, y cualquier cosa que hagamos es un soplo de viento. ¿Por qué temer, pues, si más tarde o más temprano la muerte ha de llegar? […] cortaré ese árbol, mataré a Humbaba, haré perdurable mi nombre, para siempre grabaré mi fama en la memoria de los hombres.

Es obvio que Gilgamesh se considera completamente humano y que, para él, «dos tercios divino» no es más que un cumplido o una floritura retórica. Puede que su madre fuese una diosa, pero él es tan mortal como cualquier otro humano. Y cree que la única forma que tiene de trascender la muerte es hacer que su nombre sea eterno.

El deseo de fama se encuentra en el corazón de las tradiciones heroicas antiguas babilónica, griega y germánica. Se trata de una de las ilusiones más nobles y puede dar lugar a grandes manifestaciones artísticas[45] —además, como sabemos, de causar grandes estragos—. Hay algo muy humano, incluso muy atractivo, en toda esta actitud; la naturaleza humana no ha cambiado gran cosa desde Gilgamesh —o Enkidu, con su «¡soy el más poderoso!»— hasta Cassius Clay. Pero ¿heroico? Resulta difícil tomarse en serio las fanfarronadas y las hazañas en comparación con las acciones de lo que todos consideraríamos auténticos héroes: aquellos que se enfrentan al dolor o la muerte por el bien de otros. El heroísmo diario anónimo de bomberos y policías hace que el deseo de «un nombre imperecedero» nos parezca bastante menos admirable de lo que lo parece haber sido en otras culturas. En cualquier caso, el poeta deja claro desde el principio que, por más que Gilgamesh crea que está actuando correctamente desde un punto de vista moral, él no quiere matar a Humbaba «y erradicar el mal del mundo» por el bien del pueblo, ni para aliviar el sufrimiento ni para ayudar a nadie, salvo a sí mismo.

A medida que el relato avanza, tenemos noticia de otra posible motivación: que Shamash, el dios sol, dios de justicia y protector especial de Gilgamesh, ha introducido esta decisión en su cabeza. Al menos, esta es la teoría de la madre de Gilgamesh, la diosa Ninsun (ni Gilgamesh ni Shamash la reconocen jamás). Según ella, toda la aventura es idea de Shamash y Gilgamesh sólo es un instrumento en sus manos, un guerrero en el combate de dios contra el mal. «Señor del cielo», dice Ninsun en su plegaria al dios sol,

«tú has concedido a mi hijo belleza, fuerza y valor. ¿Por qué lo has cargado con un corazón incapaz de descanso? Ahora lo incitas a atacar al monstruo Humbaba, a realizar un largo viaje del que podría no regresar. Ya que ha resuelto marchar, protégelo hasta que llegue al Bosque de los Cedros, hasta que mate al monstruo Humbaba y extirpe del mundo el mal que tú detestas».

Aquí Ninsun, «la sabia, la omnisapiente», aparece retratada como una figura enteramente humana, ni más ni menos sabia que cualquier otra angustiada madre de carne y hueso. Conoce bien a su hijo, y cuando menciona su «corazón incapaz de descanso», está refiriéndose a lo que guía a Gilgamesh a lo largo de toda la epopeya, tanto antes como después de la muerte de Enkidu. Sea cual sea el papel de Shamash en este proceso, podemos entender cómo el corazón incapaz de descanso de Gilgamesh le empuja de una forma tan poderosa como su ansia de fama. Psicológicamente, esta incapacidad de descanso no puede estar inspirada por el dios de la justicia; es lo contrario de la inspiración; en último término es desesperación. Se podría decir incluso que el ataque a Humbaba surge de lo que Pascal proclamó la causa de toda la infelicidad humana[46]: la incapacidad de estar tranquilamente sentado a solas en una habitación.

¿Tiene razón Ninsun en su teoría de que se trata de un combate del bien contra el mal? Todo en el poema habla en contra de ello. En realidad, el único mal del que se nos informa es del que Gilgamesh ha infligido a su propio pueblo; el único monstruo es el propio Gilgamesh[47]. Si tiene un enemigo real, es el egoísmo que surge de su propio corazón incapaz de descanso. Quizás Uruk esté ahora en paz, pero Gilgamesh no lo está. El desequilibrio moral sigue ahí; hasta donde sabemos, él sigue siendo incapaz de reconocer lo que ha hecho, incapaz de disculparse o de compensar a los jóvenes y muchachas a quienes ha aterrorizado.

Independientemente de lo que diga la madre de Gilgamesh, el poeta hace imposible que veamos a Humbaba como una amenaza para la seguridad de Uruk o como parte de un «eje del mal». A diferencia del Grendel de Beowulf, no se le considera enemigo de Dios; no hay en la cosmología del poeta un demonio o una fuerza metafísica negativa que sirva como instrumento de aquel. Que sepamos, no ha hecho daño a un solo ser vivo[48]. En último extremo, nuestras simpatías estarían de su lado. Puede que sea feo y terrorífico, con su aliento que vomita fuego, su atronadora voz y sus terribles fauces, pero ser terrorífico es su trabajo. Se limita a quedarse en su lugar, ocupándose de sus asuntos y cumpliendo con su obligación, que es cuidar del Bosque de los Cedros y mantener alejados a los humanos. «Si algún mortal conoce las normas de mi bosque»[49], le dice más tarde a Enkidu,

«eres tú. Sabes que este es mi lugar y que yo soy el guardián del bosque. Enlil me puso aquí para inspirar terror a los hombres, y protejo el bosque tal como ordena Enlil».

Igual que el precivilizado Enkidu, Humbaba es una figura de equilibrio y un defensor del ecosistema. (No estaría mal tener uno o dos monstruos que protegiesen nuestros parques nacionales de las empresas y otros depredadores).

Me encanta la forma en que el poeta ha situado moralmente su poema de manera que, tan pronto como nos sentimos tentados de adoptar una postura en relación con el bien y el mal, nos damos cuenta de que hay una posición contraria igualmente válida. Este mundo, igual que el nuestro, no es blanco y negro; al final no hay ningún sitio donde estar, ningún bando que tomar ni podemos aislarnos de la verdad. Sí, Humbaba es un monstruo; quizás es malvado, como dice Ninsun; incluso es posible que represente una amenaza para la ciudad, aunque en ningún momento se nos dice cómo. Pero en la misma medida, al menos, Humbaba tiene asignado su propio lugar en el orden divino de las cosas. Uno de los grandes dioses le ha ordenado específicamente ser monstruoso, porque se supone que los humanos no deben penetrar en el Bosque de los Cedros y talar sus árboles.

Parafraseando a Wallace Stevens[50], si ha de haber un monstruo en casa dejemos que sea uno que haga su trabajo sin mala intención. El problema de creer en monstruos malignos y en un dios (o Dios) que odia el mal es que divide el universo en dos, nos separa de al menos la mitad de la creación y acaba conduciendo al mundo claustrofóbico y obsesionado con un destino funesto de las sagas heroicas germánicas, por idealistas que puedan ser. «La lucha entre el bien y el mal / es la principal enfermedad de la mente», escribió el maestro zen del siglo VI Seng-ts’an[51], que sabía de qué hablaba. Es demasiado sencillo vernos luchando en el bando de Dios, identificar nuestra ideología con lo que es lo mejor para el mundo y utilizarla para justificar cruzadas, pogromos o ataques preventivos. Proyectar el mal hacia el mundo hace que yo esté en posesión de la razón irrefutable, una posición tan peligrosa en la política como en el matrimonio.

Gran parte del Libro III presenta la forma de un debate: entre Gilgamesh y Enkidu, más tarde entre Gilgamesh y los ancianos de Uruk. Es un debate entre la valentía (o la temeridad) y la prudencia. La posición de Gilgamesh es que debe emprender ese viaje para alcanzar la fama imperecedera. Enkidu señala primero que el Bosque de los Cedros está prohibido a los humanos y que Humbaba ha sido colocado allí por el propio Enlil para inspirar terror en los hombres. Después, empleando las mismas palabras que proferirán luego los ancianos, dice que, en cualquier caso, el viaje es demasiado peligroso y Humbaba demasiado poderoso. Los argumentos no son sutiles y no varían. Gilgamesh zanja el debate marchándose. Al fin y al cabo, es el rey y puede hacer lo que le plazca; y lo que le place ahora es encargar nuevas armas a la fragua. Al final del episodio, Enkidu y toda la ciudad lo apoyan. Los ancianos ofrecen su geriátrico y prudente consejo. Los jóvenes vitorean. Los héroes parten.

Caminan hacia el este, en marchas de tres días, a razón de más de unos cuatrocientos ochenta kilómetros al día (lo que no representa un gran esfuerzo para alguien como Gilgamesh, cuyas piernas, según un pasaje fragmentario[52], medían casi tres metros). Cada marcha se describe exactamente de la misma manera; la repetición crea una sensación de tiempo ampliado, un cambio desde el tiempo ordinario de la ciudad al tiempo mitológico. Cada marcha culmina en el ritual del sueño, que se describe con las mismas y concisas líneas visualizadas. Los sueños de Gilgamesh varían en sus detalles, pero son básicamente el mismo sueño ominoso o casi ominoso. Enkidu, mediante el método conocido como «de inversión de valores»[53], los interpreta como presagios que auguran la victoria. Y aunque su interpretación es correcta para la batalla próxima contra Humbaba, hay otro sentido en el que los sueños deben ser tomados en su verdadero aspecto, sin inversión, como ocurre con los otros sueños de la epopeya. Un desastre se cierne, en efecto, aunque aplazado en el tiempo. Paradójicamente, implica la muerte del intérprete del sueño, una muerte que es una consecuencia directa, por orden divina, de la muerte de Humbaba. Un intérprete más literal podría aconsejar a Gilgamesh que regresara, por más agresivo que se muestre Shamash al instarle a atacar.

Dentro del Bosque de los Cedros, Gilgamesh y Enkidu son cada uno a su vez presa del terror y reciben ánimos del otro. A diferencia de los imperturbables valientes[54] de las leyendas germánicas, como Beowulf y Sigfrido, para un héroe babilonio no era una deshonra sentir miedo. Gilgamesh no sólo puede tener miedo ante la visión del monstruo, sino que también puede expresarlo. No echa a correr como el gran Héctor cuando huye aterrorizado de Aquiles al pie de las murallas de Troya, pero se queda paralizado. Enkidu, que anteriormente se había mostrado remiso a avanzar, insta ahora a Gilgamesh a no retroceder y se encaminan a la guarida del monstruo.

El combate dura poco. Humbaba está a punto de vencer a los dos héroes cuando Shamash envía unos poderosos vientos que lo sujetan y lo paralizan. Esta intervención divina podría parecernos bastante alejada del juego limpio, pero un mundo en el que los dioses toman partido no es una meritocracia.

Con Gilgamesh encima de él, y con un puñal contra su garganta, Humbaba pide clemencia a los dos héroes. Estos pasajes resultan cómicos y conmovedores a la vez: cómicos en la desproporción entre las anteriores amenazas del monstruo y su presente estado de abatimiento, y conmovedores por lo humilde y razonable de su petición. Es un momento extraordinario (pensemos cuán imposible resultaría en Beowulf que un monstruo hiciese alusión al concepto de piedad o incluso que un héroe lo tuviera en consideración). No podemos evitar sentir un impulso de simpatía por el derrotado Humbaba.

Gilgamesh duda. No se nos dice por qué, pero es probable que, igual que le ocurre a su predecesor en el poema sumerio «Gilgamesh y Huwawa»[55], «el noble corazón de Gilgamesh se apiadara» del monstruo. Enkidu, por el contrario, no tiene dudas. Por tres veces diferentes anima a su amigo a acabar con la vida del guardián del Bosque de los Cedros, a pesar de que es consciente de que matarlo[56] no sólo enojará a Enlil, sino también a su propio protector, Shamash. (Así pues, parece que Ninsun, «la sabia, la omnipresente», estaba en lo falso cuando opinaba que Humbaba era un ser malvado al que Shamash deseaba ver destruido. Derrotado, sí; destruido, no).

«Amigo querido, rápido, antes de que transcurra más tiempo, mata a Humbaba, no escuches sus palabras, no dudes, sacrifícalo, córtale la garganta antes de que el gran dios Enlil pueda detenernos, antes de que los grandes dioses puedan enojarse, Enlil en Nippur, Shamash en Larsa. Gana tu fama de manera que por siempre los hombres hablen del valeroso Gilgamesh que dio muerte a Humbaba en el Bosque de los Cedros».

Al parecer, Enkidu ha sido completamente poseído por el ethos guerrero de Gilgamesh, en el que el deseo de fama prevalece sobre cualquier otra consideración. Cierto, quiere forjar la fama de su amigo, no la suya. Pero, por muy generoso que sea, este amor sigue siendo un égoïsme à deux; sencillamente, ha sustituido ¡soy el más poderoso!, por ¡eres el más poderoso! Y en su indiferencia ante la piedad, la prudencia y la jerarquía cósmica, provoca el desastre.

No debemos esperar que Gilgamesh y Enkidu conozcan el principio de que toda acción tiene un efecto (como héroes, tienen que ser fuertes y valientes, no perspicaces). Pero el poeta, como veremos, sí es consciente de ello; es demasiado inteligente para ignorar que las expediciones para matar monstruos, incluso las mejor intencionadas, tienen consecuencias imprevistas y potencialmente desastrosas. Enkidu es moralmente responsable por convencer a su amigo de que no respete la vida del monstruo; por tanto, su propia vida se convierte en moneda de cambio. Cuando Gilgamesh mata a Humbaba, cuenta el poeta, una suave lluvia cae sobre las montañas, como si los cielos estuvieran llorando las consecuencias de aquel acto.

LA HUMILLACIÓN DE LA DIOSA

Casi todos los personajes femeninos del Gilgamesh —Shamhat, Ninsun, Shiduri y la esposa de Utnapishtim— aparecen retratados como seres admirables: inteligentes, generosos, compasivos. La única excepción es Ishtar, diosa del amor y divinidad tutelar de Uruk. En el realmente peculiar y estimulante Libro VI, es rechazada, insultada, amenazada y humillada tanto por Gilgamesh como por Enkidu. Esto es sorprendente en un poema que menciona su templo con reverencia y en el que una de sus sacerdotisas es un personaje central en el drama inicial. Resulta todavía más sorprendente a la vista de la milenaria presencia de la diosa en la cultura mesopotámica: los sumerios la conocían como Inanna, la Reina del Cielo, y «en los mitos, epopeyas e himnos representaba un papel mayor[57] que el de cualquier otra divinidad, masculina o femenina». Cualquiera que haya leído primero el hermoso, tierno y maravillosamente erótico ciclo de canciones[58] denominado «El cortejo de Inanna y Dumuzi», probablemente se sentirá atónito ante el vil trato que Ishtar recibe por parte del poeta del Gilgamesh.

Pero la amada diosa que llevó la cultura y la fertilidad a su pueblo de Sumer tiene otra cara. Es también la diosa de la guerra, y puede ser egoísta, arbitraria y brutal. En el poema sumerio «El descenso de Inanna», «ata el ojo de la muerte» a su marido, Dumuzi (Tammuz), y ordena que dos tenaces demonios lo arrastren al infierno. En un poema menos conocido llamado «Inanna y Ebih», que comienza con una invocación a la «diosa de los terribles poderes, vestida de terror, empapada de sangre»[59], destruye toda una cadena montañosa porque no le muestra suficiente respeto. La literatura sumeria proporciona otros ejemplos de su crueldad.

Es un misterio por qué el poeta del Gilgamesh escogió concentrarse exclusivamente en la cara oscura de Ishtar en el Libro VI y retratar a sus héroes en una actitud tan despreciativa. Ningún erudito ha ofrecido una explicación adecuada sobre cualesquiera que fuesen las fuerzas culturales que operaran detrás de este episodio. ¿Es sintomático de un movimiento religioso, primero entre los sumerios[60] y posteriormente entre los babilonios, para sustituirla por una divinidad masculina? Pero, en ese caso, ¿por qué se trata a sus sacerdotes con tanto respeto? ¿Y cómo podemos explicar la irreverencia del poeta hacia los dioses en general, a los que más tarde compara con perros y moscas[61]? Simplemente no lo sabemos. Lo único que podemos hacer es disfrutar del episodio y ver cómo encaja dentro del poema como un todo.

Las cosas comienzan de una forma bastante tranquila. Gilgamesh, tras regresar del Bosque de los Cedros, se lava y se viste con sus magníficos ropajes regios. Su aspecto es impresionante. Ishtar lo ve y se enamora o se encapricha de él. En un discurso que parece atrevido o sincero, dependiendo del sesgo cultural de cada uno, le hace proposiciones deshonestas, ofreciéndole una serie de regalos fabulosos a cambio tan sólo de que acceda a ser su amante.

En un primer momento, el rechazo de Gilgamesh es educado, incluso diplomático. Pero pronto se transforma en una serie de insultos metafóricos, todos ellos orientados a acusar a Ishtar de dañar precisamente a aquella persona de la que debería cuidar. A continuación, menciona seis famosas relaciones amorosas de Ishtar —con Tammuz, luego con la Carraca de brillantes colores, con el León, con el Semental, con el Pastor y con el Jardinero Ishullanu (su gusto por los amantes trasciende las especies, es omnisexual)—, todos ellos affaires de viuda negra en los que se volvió contra su amante y lo hirió. Gilgamesh concluye diciendo que suponiendo que aceptara su proposición, lo trataría de forma tan cruel como había tratado a los demás.

Es un discurso especialmente vivo, el más extenso del poema a excepción del relato que Utnapishtim hace sobre el Diluvio. Al leerlo, quedamos atrapados en la pura energía de los insultos. Es como una danza tribal en la que las filas de los jóvenes y de las doncellas avanzan por turno y se lanzan pullas rituales unos a otros. El clímax del discurso, el catálogo de amantes, son unas Metamorfosis en miniatura en las que Ishtar anticipa a Circe y que van de desastre en desastre, no sólo con la satisfacción propia del abogado que ofrece pruebas de su argumento, sino también con el deleite de un cuentista. Aparte de su relación con Tammuz, desconocemos los mitos a los que se refiere el poeta (no se han conservado ni en la literatura sumeria ni en la acadia); para los lectores modernos, esta circunstancia confiere al pasaje una cierta gracia, como si estuviéramos escuchando por casualidad historias íntimas de gente que no conocemos.

¿Es inadecuada la respuesta de Gilgamesh? ¿Es la reacción de un macho asustado ante una mujer que toma la iniciativa sexual? Es posible, aunque resultaría extraño en un poema que celebra a un personaje como Shamhat. Pero por «El descenso de Inanna» mencionado antes, podemos estar seguros de que, al menos en uno de los seis ejemplos, Gilgamesh nos está ofreciendo una información precisa. Acostarse con Ishtar puede resultar peligroso para la salud. Y cuando presenciamos su violenta respuesta ante el rechazo, tendemos a pensar que Gilgamesh ha sido muy juicioso al negarse.

La siguiente escena es un retrato de Ishtar como una niña mimada asesina. Rompe a llorar de rabia y frustración, acude a Anu, padre de los dioses, y tiene una rabieta hasta que este le presta el Toro Celeste para que mate a Gilgamesh y destruya su palacio. Como mujer despechada, Ishtar no sólo se muestra irritable y vengativa; es un auténtico monstruo, deseosa de sacrificar a cientos de personas a costa de su venganza.

Pero Enkidu y Gilgamesh en seguida dan buena cuenta del gigantesco toro. No tienen miedo; no hay rastro de la angustia y vacilación del episodio de Humbaba. Ni siquiera hay sensación de peligro, a pesar de los dos primeros bramidos que resultan demoledores para los guerreros. La acción es rápida, el humor tosco, y la muerte del toro no parece tanto un combate como un deporte. En la gracia de sus movimientos, es como el más o menos contemporáneo fresco del salto del toro[62] del palacio de Cnossos en Creta, en el que un atleta ha saltado por encima de los cuernos de un toro y, asiendo sus lomos con los brazos y las piernas colgando por encima de la cabeza, está a punto de dar un salto mortal aterrizando de pie detrás del animal.

Ishtar llora de impotencia por su fracaso. De pie en lo alto de la muralla de la ciudad, grita:

«Gilgamesh no sólo me calumnió; bestia de él, ha dado muerte a su propio castigo, el Toro Celeste».

Es divertido, pero se trata de ese incómodo humor que descansa sobre la humillación de un villano. (¿Cuántos de nosotros hoy en día disfrutamos con el ridículo y angustiado llanto de Shylock: «¡Mi hija! ¡Oh, mis ducados! ¡Oh, mi hija!»?). Aun cuando la mala acabe de matar a trescientas personas, no apetece disfrutar con su dolor.

Sin embargo, Enkidu no es tan delicado:

Cuando Enkidu escuchó estas palabras, rompió a reír, se agachó, arrancó uno de los muslos del Toro y lo arrojó al rostro de Ishtar. «¡Si te agarrara, haría lo mismo contigo, te haría trizas y colgaría de tus brazos las tripas del Toro!».

Una vez más, igual que en la muerte de Humbaba, Enkidu se muestra aquí como el más radical de los dos amigos. Por lo que respecta a la ética del héroe, se ha subido al carro de Gilgamesh hasta tal punto que éste casi parece moderado en comparación. La catarata final de insultos, tan enérgica como sorprendente por su orgullo desmesurado y su carácter absolutamente ofensivo, resulta claramente peligrosa, especialmente si tu rival es una diosa. Lo que la hace extrañamente divertida es su combinación de inocencia y crueldad, en la que hay algo más que un parecido superficial entre Ishtar y los dos héroes.

Ese mismo día, más tarde, después del paseo triunfal, cuando Gilgamesh presume y se jacta de su victoria, nos recuerda a un atleta que no sólo gana y machaca a su oponente, sino que lo humilla:

Decidme: ¿Quién es el más hermoso de los hombres? Decidme: ¿Quién es el más valiente de los héroes? Gilgamesh: él es el más hermoso de los hombres; Enkidu: él es el más valiente de los héroes. Somos nosotros quienes, encolerizados, arrojamos el muslo del Toro al rostro de Ishtar, y ahora, en las calles, no tiene quien la vengue.

Hay formas más inteligentes de volver a casa después de una muerte que sabes que ha encolerizado a los grandes dioses.

Si la tarea psicológica del héroe consiste en lograr el dominio de los monstruos internos matando a los externos, Gilgamesh ha fracasado radicalmente. Matar a Humbaba y al Toro Celeste no le ha proporcionado un control mayor sobre sí mismo y su arrogancia. Es posible que la llegada de Enkidu haya significado para él cierto equilibrio; al menos ha dejado de oprimir a los ciudadanos de Uruk. Pero si los dioses esperaban que Enkidu trajese paz al rey y a la ciudad, estaban en un lamentable error. Gilgamesh tendrá que aprender cuáles son sus límites de otra manera.

Es obvio que el Libro VI es un episodio separado que podría omitirse sin que se interrumpiese la continuidad del hilo narrativo. Los héroes matan a Humbaba en el Libro V y sufren las consecuencias de este acto con la muerte de Enkidu al final del Libro VII. Pero la progresión hacia la tragedia parecería demasiado abrupta sin el episodio de Ishtar. El Libro VI es un interludio cómico, como las obras satíricas que se representaban después de las tragedias griegas: obscenas, vulgares, animadas, irreverentes y bulliciosas, liberadoras de todas las energías que muy pronto se volverán reconcentradas y sombrías.

MUERTE Y PARTIDA

De repente, Enkidu tiene dos sueños acerca de la muerte. El segundo nos ofrece una imagen maravillosamente gráfica de cómo los antiguos mesopotámicos imaginaban a los muertos, sentados en la negra oscuridad, vestidos «con ropajes con plumas como los pájaros». Nadie puede burlarse de los grandes dioses, y el asesinato de Humbaba tendrá funestas consecuencias[63]. Gilgamesh, derramando lágrimas, considera absurdo el primer sueño y lleva a cabo un débil intento por interpretar el segundo como un presagio favorable. Pero los dos amigos saben que Enkidu está condenado. Y efectivamente, tal como anunciaban sus sueños, cae mortalmente enfermo.

A la mañana siguiente, Enkidu maldice al trampero, y después a Shamhat, por haberle sacado del bosque. (Nunca se le pasa por la cabeza maldecir también a su amado Gilgamesh, a pesar de que fue idea suya). El discurso refleja la impotencia de Enkidu ante la conciencia de la muerte y parte de su poder reside en derribar todos los diques del ego vengativo y culpabilizador. «Que los perros salvajes se instalen en tu dormitorio», dice Enkidu,

«que las lechuzas aniden en tu sobrado, que los borrachos te vomiten encima, que la pared de una taberna sea tu lugar de trabajo, que vayas vestida con andrajos y ropa interior mugrienta, que las esposas indignadas te demanden, que las espinas y las zarzas derramen la sangre de tus pies, que los jóvenes se burlen de ti y la muchedumbre te escarnezca cuando pases por las calles».

El discurso no es sólo una diatriba; es también enormemente ilustrativo si lo pasamos del subjuntivo al indicativo: el retrato de la vida de una prostituta entrada en años, con su pobreza, su debilidad y sus humillaciones.

Shamash proporciona a Enkidu una visión más equilibrada que calma su «airado corazón». La civilización, señala el dios, ha sido para Enkidu algo tan paradisíaco como lo fue la vida salvaje. ¿Y no fue Shamhat quien dio a Enkidu su mayor alegría, su amistad con Gilgamesh? Enkidu lo reconoce y convierte su maldición contra Shamhat en bendición. «Que seas adorada por nobles y príncipes», dice; «que Ishtar te dé amantes generosos cuyos cofres rebosan de joyas y oro». En el intervalo entre la maldición y la bendición, Shamhat ha ascendido desde la más barata de las rameras hasta la más cara y estimada de las cortesanas, una especie de Ninon de Lenclos babilonia. Curiosamente, tanto la maldición como la bendición imaginan a Shamhat como una prostituta (pobre o rica), más que como una sacerdotisa; parece que Enkidu no aprecie la diferencia. Es posible, por supuesto, que muchas sacerdotisas de Ishtar hubiesen preferido ser cortesanas adineradas. Pero para la verdadera devota el cambio difícilmente habría sido una bendición. La devoción por la diosa se encontraba en el centro de su vida y, en comparación, incluso el tipo de riqueza y halagos que obtiene una estrella de Hollywood hubiera carecido de sentido.

Tras doce días de agonía, Enkidu muere y deja a Gilgamesh solo con su dolor. Es un momento trágico en la epopeya, aunque las epopeyas no son necesariamente trágicas. Los poemas homéricos contienen tanto la tragedia de Aquiles como el romance de Ulises, con su final feliz (para él, no para los pretendientes ni para las jóvenes doncellas que son ahorcadas). Enkidu podría verse como un héroe trágico, expulsado del Edén al corrupto mundo de los humanos para sufrir una arbitraria sentencia de muerte por parte de los dioses. Por resignado que parezca a esta suerte, queda no obstante respecto a ella un regusto amargo. Podríamos achacar su causa a la caza del monstruo que emprende Gilgamesh, al igual que podríamos achacar a la tiranía de este la de su nacimiento. Pero lo más cierto es que Enkidu provocó su propia muerte al insistir a Gilgamesh para que diera muerte a Humbaba; si hubiera dejado vivir al monstruo, todo habría salido bien. El hecho de que ni Enkidu ni Gilgamesh en ningún momento se den cuenta de esto forma parte del patetismo de la situación.

El lamento de Gilgamesh al comienzo del Libro VIII constituye una de las más hermosas elegías de la literatura. En él, Gilgamesh pide tanto al mundo de la naturaleza como al de la ciudad que se unan a él en su llanto por su amigo. Las frases sencillas, repetidas de su lamento son exquisitas en su aflicción.

«Mi amigo amado está muerto, está muerto, mi hermano amado está muerto, lo lloraré mientras respire, sollozaré por él como una mujer que ha perdido a su único hijo»[64].

El dolor de Gilgamesh es demasiado intenso para penetrar en su comprensión. No hay forma, a pesar del primer sueño de Enkidu, de que pueda hacer una conexión causal entre la matanza de Humbaba y la muerte de Enkidu. Para él, los acontecimientos sencillamente han ocurrido, primero uno y después otro, y puede seguir presumiendo de su hazaña, inconsciente de que ha costado la vida a su amigo amado. Y en verdad la música de su pena es tan encantadora que, por el momento, ni siquiera queremos que lo comprenda.

«Amigo amado, veloz semental, venado salvaje, leopardo que recorre el monte… Enkidu, amigo mío, veloz semental, venado salvaje, juntos cruzamos las montañas, juntos dimos muerte al Toro Celeste, matamos a Humbaba, que guardaba el Bosque de los Cedros».

En realidad, está en un trance de dolor: aun cuando pudiera comprender la razón de la muerte de Enkidu, eso no tendría la menor importancia; la mera existencia del hecho sofocaría cualquier otra consideración. Está tan abrumado por la visión del cuerpo sin vida de Enkidu que, tras una docena de líneas lamentando que su amigo ha muerto, todavía no ha encontrado un nombre para la muerte. Como el gran guerrero que es, ha visto y causado muchas muertes. Pero ahora, por primera vez, la muerte es una realidad íntima, y apenas puede reconocerla.

«¡Oh, Enkidu! ¿Qué es este sueño que se ha apoderado de ti, que ha ensombrecido tu rostro y detenido tu respiración?».

Pese a que ha pasado toda la noche en vela llorando a Enkidu, no se permite a sí mismo saber qué ha ocurrido. Es como si nunca antes hubiera visto un cadáver. Reacciona como un niño pequeño, o como un animal que olisquea desconcertado el cuerpo muerto de su pareja. Todavía mantiene la esperanza de que Enkidu le responda. Cuando toca el corazón de Enkidu, parece sorprendido de que no siga latiendo.

A Gilgamesh todavía le lleva cierto tiempo reconocer finalmente que su amigo está muerto. Pero, incluso entonces, su primer gesto es convertir la muerte en una especie de matrimonio. No puede evitar tratar a Enkidu como si aún estuviera vivo y en peligro de muerte; después de representar el papel de novio desconsolado, se convierte en la madre ansiosa.

Entonces, como el de una novia, cubrió con un velo el rostro de Enkidu. Semejante a un águila, Gilgamesh trazó círculos a su alrededor, no cesaba de acercarse y alejarse de él, como una leona cuyos cachorros han caído en una trampa, se arrancaba mechones de cabello, rasgaba sus magníficas vestiduras como si estuvieran malditas.

Por fin, todo concluye. Gilgamesh manda erigir una magnífica estatua votiva en honor de Enkidu; lleva a cabo todos los rituales necesarios para asegurarse de que los dioses del inframundo le darán la bienvenida y le ayudarán a «estar en paz y no sufre aflicción». Pero los gestos rituales, aunque meticulosos, parecen desesperados. En el mejor de los casos, Enkidu será una de aquellas pobres aves humanas devoradoras de polvo que habitan o se arrastran eternamente por la profunda oscuridad. Es un pobre consuelo. Y así, abandonando todos sus privilegios y responsabilidades, dimitiendo de sus funciones como rey y guerrero, y haciendo el camino inverso al que hiciera Enkidu desde el salvajismo a la civilización, Gilgamesh se viste con una piel de animal y abandona Uruk.

Su marcha nos recuerda otra partida regia que tiene lugar miles de años después, en la leyenda de Buda. Al igual que Gilgamesh, Gautama, el futuro Despierto, queda paralizado por una visión de la vulnerabilidad humana y se siente empujado a abandonar su palacio y todas sus posesiones para buscar el secreto de la vida y la muerte. Sin embargo, el dolor de Gautama no es personal; él no ha perdido a un amigo amado, no ha perdido a nadie excepto a sí mismo, su propia identidad. Cuando, por primera vez en su protegida vida, ve la enfermedad, la vejez y la muerte, su única idea de lo que es ser humano, de qué es lo que le aguarda, se viene abajo, y se ve inmerso en una sucesión desesperada de preguntas. Su historia tiene un final más feliz que la de Gilgamesh: tras seis años de mortificaciones estériles, se sienta bajo el árbol Bodhi, decidido a no moverse hasta que no le llegue la muerte o el entendimiento, y al amanecer, cuando aparece la estrella de la mañana, despierta súbitamente del sueño del sufrimiento. «Cuando ves lo que no ha nacido[65], lo que no ha sido creado, lo que no ha sido condicionado», dirá tiempo después, «estás liberado de todo lo nacido, creado y condicionado».

También Gilgamesh se consume planteándose una pregunta acerca de la vida y la muerte. Pero su pregunta no viene dada por una profunda necesidad de comprender: la provoca el miedo. (Rilke denominó al Gilgamesh «la epopeya del temor a la muerte»[66]). El miedo es la otra cara del frío ethos guerrero, en la que la conciencia de la mortalidad motiva al héroe a forjarse su fama. «Nuestros días son pocos en número», había dicho Gilgamesh imperturbable. «¿Por qué temer, pues, / si más tarde o más temprano la muerte ha de llegar?». En efecto, ¿por qué? Salvo que el terror aparece espontáneamente cuando vas en busca de un monstruo o en presencia de una pérdida abrumadora. El amor lo ha cambiado todo; ha convertido a Gilgamesh en un ser absolutamente vulnerable. Su anterior conciencia de la mortalidad resulta algo pálido y abstracto en comparación con la angustia que siente mientras vaga por el bosque.

¿También yo he de morir? ¿He de estar tan carente de vida como Enkidu? ¿Cómo puedo soportar esta angustia que anida en mi vientre, este temor a la muerte que me empuja sin cesar? Si al menos pudiera hallar al único hombre al que los dioses hicieron inmortal, le preguntaría cómo vencer a la muerte.

En su etapa anterior, heroica, Gilgamesh creía saber que sólo los dioses viven para siempre. Ahora, aterrorizado, ya no está seguro. Su primera pregunta —«¿También yo he de morir?»— no es retórica; en realidad ya no sabe cuál es la respuesta. Es la pregunta que hace un niño en el umbral de la conciencia adulta, un niño que por primera vez se enfrenta con el concepto de muerte. Cualquier niño, para convertirse en adulto, debe darse cuenta de que la respuesta a esa pregunta es sí. (Una vez que haya traspasado la puerta del «he de morir», puede más tarde, si su búsqueda de respuestas es suficientemente profunda, traspasar la puerta del «jamás nací»).

Gilgamesh quiere encontrar a la única excepción a la regla de mortalidad, su antepasado Utnapishtim, a quien se le garantizó la vida eterna y vive en algún lugar del extremo oriental del mundo. El hecho de que haya habido una excepción a la regla de mortalidad significa que puede haber una segunda excepción. Esta esperanza pospone la necesaria aceptación por parte de Gilgamesh, hasta un momento en el que esté más preparado, menos herido por el dolor. Al igual que un millar de héroes posteriores de las narraciones populares y las historias Zen, parte en busca de un maestro que pueda darle sabiduría. En este aspecto, está condenado a sufrir un desengaño. La sabiduría no es un objeto; no puede asirse mediante las palabras, ni puede transmitirse. Pero hasta que Gilgamesh no complete su búsqueda, no será capaz de darse cuenta de su futilidad. «Esto de lo que hablamos jamás puede encontrarse buscando», dice el maestro sufí Abu Yazid al-Bistami[67], «y, sin embargo, sólo los que buscan lo encuentran».

El primer lugar al que sabemos que llega son los Montes Gemelos, dos altas montañas que dominan el túnel por el que se pone el sol para su nocturno viaje subterráneo y del que surge de nuevo por la mañana. Dos terribles monstruos del género llamado «hombres-escorpión» protegen el extremo oriental de este túnel, igual que Humbaba protegía el Bosque de los Cedros. Cuando Gilgamesh se recupera del pavor que le inspiran y se acerca a ellos (no piensa ya como un exterminador de monstruos), las criaturas resultan ser muy consideradas y le indican que para el camino que lleva hasta Utnapishtim pasa a través del túnel. A instancias de su compadecida esposa, el hombre-escorpión permite a Gilgamesh entrar en el túnel, advirtiéndole de que si no consigue alcanzar el extremo occidental antes de que entre el sol por él, se abrasará. Durante doce horas, sin parar, Gilgamesh corre a través de la más absoluta oscuridad, y sale justo cuando el sol se está poniendo. Se trata de una muerte y un renacimiento simbólicos, en los que Gilgamesh atraviesa la oscuridad de un inframundo y emerge en el deslumbrante jardín de los dioses, semejante a los de Las mil y una noches.

Pero en sus efectos no se trata de un renacimiento. Gilgamesh sigue siendo el mismo hombre violento y angustiado de siempre. De hecho, cuando se encuentra con la tabernera Shiduri[68], se muestra tan amenazante que esta corre al interior de su taberna y se encierra en ella. Gilgamesh intenta superar esta dificultad amenazando con tirar la puerta abajo. La fuerza es aún su reacción automática, la forma en la que responde al mundo.

Shiduri es un personaje extraño: una matrona, posiblemente una diosa, que elabora cerveza en una taberna en el confín del océano, al parecer para aquellos escasos clientes que pueden correr más que el sol. Siente miedo y curiosidad a la vez, y formula a Gilgamesh desde el tejado preguntas acerca de su aspecto y su destino que se repetirán posteriormente en el poema. Una vez más, Gilgamesh da rienda suelta a su elocuente dolor: «¿Cómo no habría de estar mi corazón lleno de dolor?», proclama a gritos;

«A mi amigo, mi hermano, a quien tanto amaba, que me acompañaba frente a cualquier peligro, a Enkidu, mi hermano, a quien tanto amaba, que me acompañaba frente a cualquier peligro, el sino de todos los hombres lo ha derribado. Durante seis días no permití que lo sepultasen, pues pensaba: “Si mi dolor es suficientemente violento, quizás regrese a la vida”. Durante seis días y siete noches lo lloré, hasta que un gusano salió por su nariz. Entonces me asusté, se apoderó de mí el miedo a la muerte y salí a vagar por el monte. No puedo soportar lo que le ocurrió a mi amigo, no puedo soportar lo que le ocurrió a Enkidu, así que vago por el monte sumido en mi dolor. ¿Cómo puede hallar descanso mi mente? Mi amigo amado se ha convertido en arcilla, mi amado Enkidu se ha convertido en arcilla. ¿Y no me ocurrirá como a él, que me tumbaré en el polvo y no volveré a levantarme?».

Este discurso es tan cercano y conmovedor como su lamento del Libro VIII.

Shiduri lo envía hasta la siguiente etapa de su viaje, pero no sin antes obsequiarle con una deliciosa píldora de sabiduría convencional que no puede proporcionarle ningún bienestar terrenal. (Ningún consejo puede hacerlo. Se necesita llegar a la sabiduría por uno mismo).

«Saborea tu alimento, haz de cada uno de tus días un placer, báñate y unge tu cuerpo de aceite, viste brillantes vestidos de reluciente limpieza, que la música y la danza inunden tu hogar, ama al niño que te coge de la mano y que tu esposa goce siempre en tu abrazo. Tal es la mejor forma que tiene un hombre de vivir».

Pero Gilgamesh es incapaz de disfrutar; debe perseverar hasta que encuentre a Utnapishtim. Shiduri le dice que el único hombre que puede ayudarle es Urshanabi, el barquero de Utnapishtim. Si Gilgamesh se lo pide, es posible que Urshanabi lo lleve a través del vasto océano en su barco, tripulado por los Hombres de Piedra, que son invulnerables a las Aguas de la Muerte.

En lugar de mostrarse cortés con el hombre del que ahora depende todo, Gilgamesh se conduce con la acostumbrada violencia contraproducente y sin sentido: ataca a Urshanabi y rompe en pedazos a los Hombres de Piedra. Sin embargo, y afortunadamente para él, Urshanabi es un individuo afable que se lo perdona todo y le propone un método alternativo para atravesar las Aguas de la Muerte, por medio de pértigas puntiagudas en lugar de los destrozados Hombres de Piedra. Navegan «sin detenerse, durante tres días y tres noches, la distancia de seis semanas para los hombres corrientes», atraviesan las Aguas de la Muerte y finalmente atracan en la orilla donde Utnapishtim aguarda. Gilgamesh aún no es consciente, pero se encuentra frente a frente con el hombre que constituye su última esperanza.

CUANDO NO HAY SALIDA, SIGUE EL CAMINO QUE ESTÁ FRENTE A TI

El arquetípico viaje del héroe se desarrolla por etapas: ser llamado a la acción, encontrar a un sabio o guía, atravesar el umbral que conduce al numinoso mundo de la aventura, superar varias pruebas, alcanzar la meta, derrotar a las fuerzas del mal y regresar al hogar. Conduce a una transformación espiritual final, un sentimiento de gratitud, humildad y reforzada confianza en la inteligencia del universo. Después de haber encontrado el tesoro, dado muerte al dragón, salvado a la princesa o haberse unido con la mente del sabio, el héroe puede regresar a la vida ordinaria en un estado de gracia que supone una bendición para él y para toda su comunidad. Ha sufrido. Ha triunfado. Está en paz.

Cuanto más intentamos encajar a Gilgamesh en el patrón de viaje arquetípico, más extraño, estrafalario y postmoderno nos parece. Se trata de la historia de búsqueda original. Pero es también una antibúsqueda, puesto que socava desde el principio el mito de la búsqueda. Gilgamesh mata al monstruo, pero eso, a su vez, es una violación del orden divino de las cosas y provoca la muerte de su amigo amado. Viaja hasta los confines del mundo, encuentra a un hombre sabio, pero tampoco allí se produce una transformación. Utnapishtim le hace las mismas preguntas que anteriormente le hizo Shiduri[69] y Gilgamesh responde con los mismos llantos de angustia, después de lo cual Utnapishtim le ofrece otra píldora de sabiduría convencional: palabras hermosas, pero tan inútiles para Gilgamesh como lo fueron las de Shiduri. ¿Qué hay de bueno en decir, como hace el tío poco inteligente que todos tenemos en la familia, que Gilgamesh debería darse cuenta de lo afortunado que es, que la vida es breve y que la muerte es el final? Es como todos los consejos bien intencionados que nos dicen que aceptemos las cosas tal como son. No podemos aceptar las cosas tal como son mientras pensemos que las cosas deberían ser de otra manera. Que nos digan cómo no creer lo que pensamos[70], y entonces puede que seamos capaces de oír.

En cualquier caso, tratándose de Utnapishtim, decir que la vida es breve resulta un poco falso. La vida no es breve, en su caso. Esa es la cuestión. ¿Por qué, si no, ha viajado Gilgamesh hasta los confines del mundo para verlo? El hombre desesperado, abatido por el dolor, que se presenta ante Utnapishtim se siente menos afortunado que el ser más simple frente al que, supuestamente, es tan superior. Quiere trascender la muerte, no aceptarla, y lo quiere ahora, no en algún futuro feliz. No hay consuelo en los tópicos, y que Utnapishtim le diga que va a morir parece tan carente de tacto como lo fue en el caso de San Pablo decirle a los tesalonicenses que no iban a morir[71].

El único efecto que sus palabras parecen tener es que Gilgamesh reconoce por fin al anciano como Utnapishtim. Y actúa con una moderación que no habíamos visto hasta el momento. «Me proponía combatir contra ti», le dice,

«pero ahora que estoy ante ti, ahora que veo quién eres, no puedo luchar, algo me retiene».

Finalmente, Gilgamesh consigue formular la pregunta que le devora por dentro: ¿Cómo venció Utnapishtim a la muerte y se convirtió en inmortal? Utnapishtim, que no cree que una historia larga pueda resumirse, le habla del Gran Diluvio[72]. Su discurso es una magnífica obra literaria, tan hermosa como su paralelo posterior, la historia de Noé, pero mucho más detallada y dramática, y repleta de las más vivas imágenes: los obreros confiados que beben barriles de cerveza y vino para celebrar la finalización del barco; los dioses aterrorizados que huyen a lo más alto del cielo y se refugian allí como perros; Utnapishtim que cae de rodillas y llora al recibir la bendita caricia del primer rayo de sol; los dioses que, hambrientos porque todos los humanos que les proveían de alimento han perecido ahogados, huelen la suave fragancia del sacrificio de Utnapishtim y se arremolinan como moscas alrededor[73].

La historia del Diluvio explica la excepción de mortalidad de Utnapishtim a través de la narración de las circunstancias que llevaron a los dioses a tomar esa decisión. También explica la afirmación que se hace en el prólogo al decir que Gilgamesh «ha recibido la merced de ver dentro del gran misterio, de los lugares secretos, de los días primeros antes del Diluvio». Sin embargo, la visión dentro del gran misterio no parece contribuir al bienestar de Gilgamesh, al menos por el momento. Ciertamente, no le dice cómo vencer a la muerte. La inmortalidad, a lo que parece, fue una oferta única, y ese crudo hecho constituye la principal revelación de Utnapishtim.

¿Por qué, entonces, el poeta incluyó la historia del Diluvio de una forma tan prolija? ¿Es simplemente una digresión interesante? El lector que quiera comprender su función dramática dentro del poema deberá leer de nuevo el Libro XI, esta vez saltando desde la primera pregunta de Gilgamesh («Dime, ¿cómo es que tú, un mortal…») hasta el final del discurso de Utnapishtim («Y ahora, Gilgamesh, ¿quién reunirá…?»). Si suprimimos o reducimos de forma drástica el relato del Diluvio[74], el intervalo entre la pregunta y la frustración de las esperanzas de Gilgamesh parecería demasiado corto. Pero con la prolongación del relato hasta tal medida el suspense va en aumento. Somos conscientes de que Gilgamesh está escuchando con absoluta atención, porque en cualquier momento puede revelársele la forma de superar la muerte. Podemos sentir su atención incluso la segunda, la décima vez que leemos este discurso, cuando ya sabemos que Gilgamesh no hallará su respuesta. Y cuando el discurso alcanza su clímax de disgusto, se nos transporta hasta el siguiente incidente al menos con la satisfacción de conocer toda la historia. Hemos oído todo lo que había que oír sobre cómo Utnapishtim se convirtió en un dios. Pero no hace falta decir que esta no es la salida.

La historia tiene otro efecto dramático. Nos ofrece una imagen espeluznante del coste de la inmortalidad de Utnapishtim; la propia inmortalidad parece una pálida ocurrencia de última hora. En el trasfondo de esta narración planea una pregunta no formulada: si el precio de la inmortalidad fuese experimentar todo ese terror y la muerte de casi todo ser viviente[75], ¿merecería la pena?

Lejos de sentir compasión por la angustia de Gilgamesh, Utnapishtim se muestra brusco, casi burlón, en la conclusión de su discurso:

«Y ahora, Gilgamesh, ¿quién reunirá a los dioses por tu bien? ¿Quién los convencerá para que te concedan la vida eterna que buscas?».

(Cuanto más revela Utnapishtim su mal carácter y su cinismo, menos atractiva nos parece la inmortalidad). Le propone una prueba: si Gilgamesh puede aguantar siete días sin dormir —el sueño es lo más parecido a la muerte— quizás también sea capaz de vencer a la muerte. Pero Utnapishtim sabe desde el primer momento que Gilgamesh, «agotado y a punto de desmoronarse», no superará la prueba. Y en efecto, se duerme de inmediato. Utnapishtim proclama con desdén:

«¡Mira a este! Quería vivir eternamente, pero en cuanto se sentó, el sueño lo envolvió como la niebla».

Esta prueba encierra una dolorosa paradoja. En los días terribles en que Gilgamesh aterrorizaba a los ciudadanos de Uruk, era un hecho bien conocido, como Shamhat contó a Enkidu, que el rey estaba «tan lleno de vida que no necesita[ba] dormir». Algún tiempo después de la llegada de Enkidu, Gilgamesh perdió su vitalidad, de la misma manera que Enkidu, después de hacer el amor con Shamhat, perdió su fuerza vital y ya no pudo seguir corriendo como un animal. También en este aspecto son gemelos Gilgamesh y Enkidu. El poema no nos dice exactamente cuándo comenzó Gilgamesh a tener necesidad de dormir. La primera vez que tenemos noticias al respecto es durante el viaje al Bosque de los Cedros, cuando es un elemento recurrente en el ritual de sueños.

Gilgamesh se sentó, el mentón entre sus rodillas, y el sueño lo venció, como hace con todos los hombres.

Experimentar una relación profunda parece ser en el caso de Gilgamesh lo mismo que fue en el caso de Enkidu experimentar el sexo: una iniciación a la vulnerabilidad humana. Una vez que conoció a su compañero del alma, Gilgamesh se convirtió, en efecto, en tres tercios humano. Dejó atrás su parentesco con los dioses «ajenos al sueño, inmortales»[76], igual que Enkidu dejó atrás los dos tercios de su ser que eran animales. Sin darse cuenta, cada uno abandonó parte de su fuerza física para poder conocer el tipo de amor que «un animal [o un dios] no puede conocer»[77].

Después de que Gilgamesh fracase en la prueba, la esposa de Utnapishtim, tan agradable como agrio es su marido, sugiere despertarlo y enviarlo tranquilamente de vuelta a casa. Pero según Utnapishtim, Gilgamesh es un impostor como todos los humanos y hay que presentarle una prueba de que ha dormido, y esta se la proporcionan los siete panes endurecidos. Gilgamesh, tras reconocer su fracaso, grita en un pasaje hermoso y conmovedor:

«¿Qué haré?, ¿adónde me dirigiré ahora? La muerte me ha atrapado, merodea en mi alcoba, y dondequiera que miro, a dondequiera me vuelvo, sólo hay muerte».

Tras asegurarse primero de que Gilgamesh ha sido lavado y ungido, en una especie de renovación ritual, y de entregarle vestiduras regias que permanecerán impolutas hasta que regrese a Uruk, Utnapishtim le pone en el camino de vuelta. Y este parece ser el final del relato.

Pero la compasiva esposa de Utnapishtim interviene una vez más. Y así, como regalo de despedida, Utnapishtim revela un segundo secreto de los dioses. Le revela a Gilgamesh que, dentro de las aguas del Gran Abismo (el mar de agua dulce que se halla bajo la tierra), puede encontrar una planta mágica que le devolverá la juventud. A pesar de la juventud que implica su nombre, Gilgamesh se siente ahora viejo y cansado y necesita desesperadamente una renovación. Se sumerge en el Gran Abismo, encuentra la planta y la lleva a la superficie. Al parecer, por fin ha encontrado algo que traerá la paz a su corazón. Pero en este poema siempre hay un pero.

El parlamento que dirige Gilgamesh al barquero Urshanabi a orillas del Gran Abismo es un pequeño pasaje de una maravillosa complejidad. En primer lugar, afirma que la planta maravillosa es «el antídoto del temor a la muerte», y aquí comienzan nuestras preguntas. Si comer la planta no es equivalente a pasar la prueba del sueño, sino un premio de consolación —si no te hace inmortal como el fruto del Árbol de la Vida en el Jardín del Edén—, ¿te devuelve al menos a una segura juventud en la que no puedes enfermar ni ser herido gravemente, tras lo cual envejeces de nuevo y acabas muriendo? ¿O es tu juventud tan vulnerable como la de cualquier otro joven? Y cuando envejeces, ¿puedes comer otro bocado y volver a ser joven por segunda vez, una centésima vez, hasta que se acabe la provisión? Nada de esto se nos aclara; nada de esto se dice que haya de ocurrir; todo ello es posible. Lo que está claro es que aquel que coma la planta evitará temporalmente la muerte y pospondrá su miedo a morir. La planta es una medicina que trata los síntomas del miedo a la muerte, no su causa; es un paliativo, no una cura.

Sin embargo, Gilgamesh está entusiasmado. Le dice a Urshanabi que, en lugar de comer la planta inmediatamente, quiere probar primero sus efectos:

La llevaré a Uruk, pondré a prueba su poder observando qué ocurre cuando la toma un anciano. Si funciona, la tomaré yo también y volveré a ser un joven sin cuidados.

Esta afirmación también es compleja y fascinante. Al igual que la muerte de Humbaba, obedece sobre todo a la lógica del relato, más que a la del personaje. Gilgamesh debe matar al monstruo porque eso es lo que hacen los héroes; no debe comer la planta porque, como bien sabemos, regresa a casa viejo y agotado. Pero hay varias posibilidades implícitas en su deseo de llevar la planta a casa. Puede que simplemente se comporte con prudencia (por primera vez en su vida). Puede que tema los efectos de la planta, o que al menos tenga sus reservas respecto a ella y necesite utilizar a un anciano de Uruk como conejillo de indias. Por otro lado, también es posible que no sea la prudencia la que le impulse a llevar la planta a casa antes de comerla. Puede que ya hayan comenzado algunas transformaciones en su carácter que hacen que quiera posponer el regreso mágico a la juventud hasta que pueda llevarlo a cabo en su propia ciudad, ante los ojos de su propio pueblo. Puede que también exista un deseo de emplear la planta en beneficio de toda la comunidad. Regresará a casa, escogerá a un anciano especialmente digno que no tenga nada que perder si el experimento fracasa y, si tiene éxito, repartirá pequeñas porciones de la planta entre miles de ancianos y entregará un esqueje al jardinero real para ver si puede ser cultivada en Uruk, la de exuberantes jardines, y servir también así a las generaciones futuras. Es posible que en los sombríos recovecos de la mente de Gilgamesh estén tomando forma pensamientos similares.

Así pues, sin probar la planta, él y Urshanabi emprenden el camino de regreso a Uruk. El poeta describe el viaje con las mismas palabras que empleó para el viaje al Bosque de los Cedros: «Tras recorrer más de seiscientos kilómetros, se detuvieron a comer, / tras otros mil, acamparon»[78]. Es un viaje inverso a través del paisaje de los sueños; es, en su lenguaje formulario, el regreso desde el monstruo. Pero esta vez, no es un regreso al orgullo desmedido, a la violencia y a la muerte. Es un regreso a la integridad.

Sin embargo, queda un último fracaso que afrontar y superar. En el camino de vuelta, Gilgamesh se baña en una charca y, en lugar de entregar la planta a Urshanabi, la deja en el suelo. Este acto de sorprendente descuido es similar a otros famosos errores de último minuto en los mitos y cuentos populares de todo el mundo (el vistazo por encima del hombro de Orfeo, por ejemplo, o la elección del hijo menor de sentarse en el borde de un pozo en «El pájaro de oro» de los hermanos Grimm). Siempre hay un elemento de predestinación en estos errores; no parecen accidentes, porque vienen dispuestos por la forma de la historia; sentimos que tenían que ocurrir. A la luz de la historia de violencia y autodestrucción de Gilgamesh, parece que alguna dinámica interna no le permitirá comer la planta; eso sería demasiado sencillo, demasiado bueno para ser cierto. El instrumento del daño es una serpiente, como en la historia del Edén, aunque aquí la serpiente no es taimada, sino completamente inocente y se limita a aprovechar una buena oportunidad. El poeta necesita sólo tres líneas para frustrar las esperanzas de Gilgamesh:

Una serpiente olió su fragancia, se deslizó sigilosamente y se apoderó de la planta. Mientras se alejaba, se desprendió de su piel.

Así, en palabras del Salmo 103, la boca de la serpiente está «satisfecha con los bienes», y su «juventud se renueva cual el águila»[79]. O felix serpens!

Cuando Gilgamesh se da cuenta de que la serpiente se ha largado con su antídoto, vuelve a clamar desesperado:

¿Qué haré ahora? Todos mis esfuerzos han sido en vano. ¡Oh Urshanabi!, ¿para esto trabajaron mis manos?, ¿para eso derramé la sangre de mi corazón?

Es el último suspiro de la tragedia. Nos sentimos conmovidos con su angustia, pero no llegamos más allá. También nos apetece decirle: Bueno, ¿qué esperabas, bobo patoso? ¡Eso es lo que ocurre cuando dejas plantas mágicas en el suelo!

Por supuesto, esa no es la cuestión. El episodio no pretende ser una lección de prudencia. Es el final de trayecto de la búsqueda de Gilgamesh. Se encuentra cara a cara con la evidencia de que no hay inmortalidad ni regreso a la juventud: una evidencia que puede resultar (dependiendo de la disposición) desesperante o liberadora. Cuando no hay salida, sigue el camino que está frente a ti.

El camino, en el caso de Gilgamesh, lleva de vuelta al hogar. Y en ese camino, en el transcurso de los centenares de kilómetros que Gilgamesh y Urshanabi recorren cada día, en el tiempo de sueño que se pasa en un silencio absoluto, sucede una cosa sorprendente: Gilgamesh se funde con la voz del poeta. A pesar de lo que el prólogo proclama, nunca hemos creído que fuera Gilgamesh el que escribiera el poema; siempre ha sido un personaje de la historia, no su narrador: una parte de la historia, no el todo. Sólo ahora, por primera vez, cuando Gilgamesh se dirige a Urshanabi con las mismas palabras que Sîn-lēqi-unninni emplea para dirigirse a nosotros al comienzo del poema, podemos escuchar por nosotros mismos esta voz de autor.

Cuando por fin llegaron, Gilgamesh dijo a Urshanabi: «Estas son las murallas de Uruk, ciudad con la que ninguna otra de la tierra puede compararse. Mira cómo sus baluartes brillan como cobre al sol. Asciende por la escalera de piedra, más antigua de lo que la mente puede imaginar; llégate al templo del Eanna, consagrado a Ishtar, un templo cuyo tamaño y belleza no ha igualado ningún rey; camina sobre la muralla de Uruk, recorre su perímetro en torno a la ciudad, escruta sus soberbios cimientos, examina su labor de ladrillo, ¡cuán diestra es!; repara en las tierras que circunda: en sus palmeras, sus jardines, sus huertos, sus espléndidos palacios y templos, sus talleres y mercados, sus casas, sus plazas».

Y así es como termina el poema, donde comenzó. Su forma no es circular, como Finnegans Wake, sino espiral, pues comienza de nuevo a otro nivel, con Gilgamesh haciendo de narrador. Su transformación ha tenido lugar entre bastidores, fuera del marco del poema, en el último momento posible. Cuando volvemos al comienzo, adonde nos lleva el eco de las palabras que repite Gilgamesh, está claro que ha completado la fase final del viaje del héroe arquetípico, en el que el héroe entrega nueva vida a su comunidad cuando regresa a ella con los dones que ha descubierto durante su aventura.

Restauró los ritos antiguos, olvidados, levantando de nuevo los templos que el Diluvio había destruido, renovando las imágenes y los sacramentos por el bien del pueblo y de la sagrada tierra.

No se nos dice cómo aprendió Gilgamesh de Utnapishtim «los ritos antiguos, olvidados», pero sabemos que por primera vez se comporta como un rey responsable y compasivo, como un benefactor de su pueblo y sus descendientes. De alguna manera, fuera de las profundidades, Gilgamesh ha conseguido «cerrar la puerta del dolor»[80]; ha aprendido cómo gobernarse a sí mismo y a su ciudad sin violencia, sin egoísmo y sin los arrebatos de un corazón incapaz de descanso.

La búsqueda de Gilgamesh no es una alegoría. Es demasiado sutil y rica en pequeños detalles como para encajar en ningún esquema abstracto. Pero brotando como lo hace de un nivel profundo de experiencia humana, posee cierta resonancia alegórica. No es necesario ser consciente de ella para disfrutar del relato. Y sin embargo está ahí.

Cuando Gilgamesh abandona la ciudad y se interna en un territorio inexplorado en busca de un camino más allá de la muerte, está buscando algo que es imposible de encontrar. Su búsqueda es como la búsqueda mental del control, del orden y del significado en un mundo donde todo está desintegrándose continuamente. La búsqueda demuestra la inutilidad de la búsqueda. No hay forma de vencer a la muerte; no hay forma de controlar la realidad. «Cuando discuto con la realidad, pierdo»[81], escribe Byron Katie, «pero sólo el cien por cien de las veces».

Hasta que Gilgamesh no se rinde a la trascendencia, no es capaz de darse cuenta de lo hermosa que es su ciudad; sólo entonces, liberado de su corazón incapaz de reposo, puede regresar completamente al lugar de donde salió. Supongamos que la ciudad es este momento: las cosas son como son, sin ningún significado añadido. Cuando la mente renuncia a su búsqueda del control, el orden y el significado, encuentra que ha llegado a casa, a la realidad, donde siempre ha estado. Lo que tiene —lo que es— en este mismo momento es todo lo que siempre quiso.

De alguna manera, en el intervalo entre la historia y el regreso, Gilgamesh se ha hecho sabio. No ha absorbido la sabiduría tradicional de una Shiduri o un Utnapishtim, sino la sabiduría más profunda de la voz narrativa del poema, una sabiduría que es imparcial, divertida, civilizada, sexual, irreverente, escéptica ante los absolutos morales, encantada con las cosas de este mundo, y sumamente confiada en el poder de su propio lenguaje.