LIBRO X

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Sentada en el confín del mundo estaba Shiduri, la tabernera. Un velo cubría su rostro, y junto a ella estaban su soporte dorado para la tinaja y su cuba para la cerveza[276]. Cuando Gilgamesh avanzó hacia ella, agotado, con el corazón lleno de angustia, ella pensó: «Este hombre desesperado debe de ser un asesino. ¿Por qué razón, si no, se dirige hacia mí?». Corrió al interior de su taberna, atrancó la puerta y subió al tejado. Escuchó Gilgamesh el ruido, alzó su mirada y la vio allí, mirándolo fijamente. «¿Por qué te has encerrado ahí?» le gritó. «Quiero entrar. Si no me permites entrar, romperé los cerrojos y echaré tu puerta abajo».

Respondió Shiduri: «Parecías tan salvaje que atranqué mi puerta y subí al tejado. Dime tu nombre. ¿Adónde te diriges?».

«Gilgamesh es mi nombre», replicó. «Soy el rey de la bien murada Uruk. Soy el hombre que dio muerte a Humbaba en el Bosque de los Cedros, soy el hombre que derrotó al Toro Celeste».

Preguntó Shiduri: «¿Por qué tus mejillas están tan demacradas[277] y tus rasgos tan alterados? ¿Por qué tu rostro está helado y quemado a la vez por el sol del desierto? ¿Por qué hay tanto dolor en tu corazón? ¿Por qué estás agotado y a punto de desmoronarte como si hubieras hecho un largo y penoso viaje?».

Dijo Gilgamesh: «¿Cómo no habrían de estar mis mejillas demacradas, cómo no habría de estar mi rostro alterado, helado y quemado por el sol del desierto? ¿Cómo no habría de estar mi corazón lleno de dolor? ¿Cómo no habría de estar agotado y a punto de desmoronarme? A mi amigo, mi hermano, a quien tanto amaba, que me acompañaba frente a cualquier peligro, a Enkidu, mi hermano, a quien tanto amaba, que me acompañaba frente a cualquier peligro, el sino de todos los hombres lo ha derribado. Durante seis días no permití que lo sepultasen, pues pensaba: “Si mi dolor es suficientemente violento, quizás regrese a la vida”[278]. Durante seis días y siete noches lo lloré, hasta que un gusano salió por su nariz. Entonces me asusté, se apoderó de mí el miedo a la muerte y salí a vagar por el monte. No puedo soportar lo que le ocurrió a mi amigo, no puedo soportar lo que le ocurrió a Enkidu, así que vago por el monte sumido en mi dolor. ¿Cómo puede hallar descanso mi mente? Mi amigo amado se ha convertido en arcilla, mi amado Enkidu se ha convertido en arcilla. ¿Y no me ocurrirá como a él, que me tumbaré en el polvo y no volveré a levantarme?».

Dijo Shiduri: «¿Por qué andas vagando por ahí, Gilgamesh? Jamás hallarás la vida eterna que buscas. Cuando los dioses crearon a los humanos, crearon también la muerte y reservaron la vida eterna sólo para ellos. Los hombres nacen, viven y después mueren, ese es el orden que han decretado los dioses. Mas, hasta que llegue ese final, goza de la vida, pásala feliz, no desesperes[279]. Saborea tu alimento, haz de cada uno de tus días un placer[280], báñate y unge tu cuerpo de aceite, viste brillantes vestidos de deslumbrante limpieza, que la música y la danza inunden tu hogar, ama al niño que te coge la mano y que tu esposa goce siempre en tu abrazo. Tal es la mejor forma que tiene un hombre de vivir».

Clamó Gilgamesh: «¿Qué estás diciendo, tabernera? Mi corazón está afligido por el amigo que murió. ¿Qué sentido pueden tener tus palabras cuando mi corazón está afligido por Enkidu, que murió?[281] Muéstrame el camino que lleva hasta Utnapishtim. Cruzaré el vasto océano si está en mi mano y, si me es imposible, seguiré vagando por el monte embargado por mi dolor».

Dijo Shiduri: «Nunca ha existido un sendero que cruce el vasto océano y jamás ha existido un ser humano capaz de cruzarlo. Sólo el valeroso Shamash, cuando asciende por el cielo, puede cruzar el vasto océano, ¿quién más podría hacerlo? La travesía es ardua, el peligro es grande y en medio se encuentran las Aguas de la Muerte, cuyo contacto mata de inmediato. Aunque consigas recorrer tal distancia, ¿qué harás cuando llegues a las Aguas de la Muerte? El único hombre que puede ayudarte es Urshanabi, el barquero de Utnapishtim. Está cortando ramas de pino en el bosque y le acompañan los Hombres de Piedra[282]. Ve donde está. Pregúntale. Si responde sí, podrás cruzar el vasto océano. Si responde no, deberás regresar».

Cuando oyó estas palabras, Gilgamesh aferró su hacha, desenvainó su puñal y marchó sigilosamente hacia donde estaban. Una vez cerca, cayó sobre ellos como una flecha. Su grito de guerra resonó en todo el bosque. Al ver el brillante puñal, al ver el destello del hacha, Urshanabi se quedó inmóvil, aturdido. El miedo se apoderó de los Hombres de Piedra que manejaban la barca[283]. Gilgamesh los hizo pedazos y los arrojó al mar, en cuyas aguas se hundieron.

Retrocedió entonces Gilgamesh y se plantó frente a él. Urshanabi lo miraba de hito en hito, luego le preguntó: «¿Quién eres? Dime, ¿cuál es tu nombre? Yo soy Urshanabi, servidor de Utnapishtim, el Lejano».

«Gilgamesh es mi nombre», respondió. «Soy el rey de la bien murada Uruk. He viajado hasta aquí a través de las altas montañas, he viajado hasta aquí por el camino oculto que cruza el inframundo y por el que aparece el sol[284]. Muéstrame el camino que conduce hasta Utnapishtim».

Respondió Urshanabi: «Tus propias manos han vedado la travesía, pues en tu furia despedazaste a los Hombres de Piedra que manejaban mi barca y no podían ser heridos por las Aguas de la Muerte[285]. Pero no desesperes. Hay otra forma en que podemos cruzar el vasto océano[286]. Toma tu hacha, corta trescientas pértigas puntiagudas, cada una de treinta metros[287], pélalas, hazles empuñaduras[288] y tráemelas. Yo aguardaré aquí».

Se adentró Gilgamesh en el bosque, cortó trescientas pértigas puntiagudas, cada una de treinta metros de largo, las peló, les hizo empuñaduras y se las llevó a Urshanabi, el barquero. Embarcaron y se hicieron a la mar.

Navegaron sin detenerse, durante tres días y tres noches, la distancia de seis semanas para los hombres corrientes, hasta que llegaron a las Aguas de la Muerte. Dijo Urshanabi: «Ahora ten cuidado. Coge la primera pértiga, danos impulso y no toques las Aguas de la Muerte. Cuando llegues al final de la primera pértiga, déjala ir, toma una segunda y una tercera, hasta que llegues al final de las trescientas pértigas y las Aguas de la Muerte queden a nuestras espaldas»[289].

Cuando hubo usado las trescientas pértigas, Gilgamesh tomó la túnica de Urshanabi y la desplegó como una vela, con los dos brazos extendidos, y la pequeña barca avanzó hacia la orilla.

Solo en la orilla se encontraba Utnapishtim, preguntándose a medida que los iba viendo acercarse: «¿Qué ha sido de los Hombres de Piedra que manejaban la barca? ¿Por qué hay un extraño a bordo? Jamás lo había visto. ¿Quién podrá ser?».

Desembarcó Gilgamesh. Al ver al anciano, le dijo: «Dime, ¿dónde puedo hallar a Utnapishtim, quien se unió a la asamblea de los dioses y a quien se le concedió vida eterna?»[290].

Preguntó Utnapishtim: «¿Por qué tus mejillas están tan demacradas y tus rasgos tan alterados? ¿Por qué tu rostro está helado y quemado a la vez por el sol del desierto? ¿Por qué hay tanto dolor en tu corazón? ¿Por qué estás agotado y a punto de desmoronarte como si hubieras hecho un largo y penoso viaje?».

Dijo Gilgamesh: «¿Cómo no habrían de estar mis mejillas demacradas, cómo no habría de estar mi rostro alterado, helado y quemado por el sol del desierto? ¿Cómo no habría de estar mi corazón lleno de dolor? ¿Cómo no habría de estar agotado y a punto de desmoronarme? A mi amigo, mi hermano, a quien tanto amaba, que me acompañaba frente a cualquier peligro, a Enkidu, mi hermano, a quien tanto amaba, que me acompañaba frente a cualquier peligro, el sino de todos los hombres lo ha derribado. Durante seis días no permití que lo sepultasen, pues pensaba: “Si mi dolor es suficientemente violento, quizás regrese a la vida”. Durante seis días y siete noches lo lloré, hasta que un gusano salió por su nariz. Entonces me asusté, se apoderó de mí el miedo a la muerte y salí a vagar por el monte. No puedo soportar lo que le ocurrió a mi amigo, no puedo soportar lo que le ocurrió a Enkidu, así que vago por el monte sumido en mi dolor. ¿Cómo puede hallar descanso mi mente? Mi amigo amado se ha convertido en arcilla, mi amado Enkidu se ha convertido en arcilla. ¿Y no me ocurrirá como a él, que me tumbaré en el polvo y no volveré a levantarme? Por eso debo hallar a Utnapishtim, a quien los hombres llaman “El Lejano”. Debo preguntarle cómo logró vencer a la muerte. He recorrido el mundo, he ascendido las montañas más traicioneras, he atravesado desiertos, cruzado el vasto océano y rara vez el dulce sueño ha suavizado mi rostro. Me he consumido en esfuerzos incesantes, he llenado mis músculos de dolor y angustia. He dado muerte al oso, al león, a la hiena, al leopardo, al tigre, al venado, al antílope y al íbice. He comido su carne y he cubierto mi cuerpo con sus ásperas pieles. ¿Y qué he logrado al final? Cuando encontré a Shiduri la tabernera, estaba sucio, exhausto y lleno de aflicción. Ahora espero que las puertas del dolor se cierren detrás de mí y queden selladas con betún y pez[291]».

Dijo Utnapishtim: «¿Por qué, Gilgamesh, prolongas tu pesar? ¿Alguna vez te has detenido a comparar tu buena suerte con la de un loco? Tú fuiste creado con la carne de dioses y de hombres, los dioses te han colmado con sus dones como si fueran tus padres y madres, desde tu nacimiento te asignaron un trono y te dijeron “¡Gobierna sobre los hombres!”. Al loco le dieron posos de cerveza en lugar de mantequilla, mendrugos correosos en lugar del pan digno de los dioses, harapos en lugar de magníficas vestimentas, en lugar de un ancho cinturón con ribetes una cuerda vieja[292], y una mente frenética, sin sentido e insatisfecha[293]. ¿Acaso no puedes ver cuán afortunado eres? Te has consumido en esfuerzos incesantes, has llenado tus músculos de dolor y angustia. ¿Y qué has logrado sino aproximarte un día más al final de tus días? Por la noche, la luna viaja por el cielo, los dioses del cielo permanecen despiertos y velan por nosotros, ajenos al sueño, inmortales. Tal se hizo el mundo desde los tiempos antiguos[294].

»Sí, arrebataron los dioses la vida a Enkidu. Pero breve es la vida del hombre, puede quebrarse en cualquier momento como un junco en un cañizar. El joven hermoso, la adorable joven, en la flor de sus vidas la muerte llega y los arrebata. Pese a que nadie ha visto el rostro de la muerte, ni ha escuchado su voz, de improviso, inmisericorde, la muerte nos destruye, a todos nos destruye, jóvenes o viejos. Y aunque construyamos casas y establezcamos contratos, los hermanos dividen sus herencias, los conflictos aparecen, aunque esta vida humana durase por siempre. El río crece, inunda sus orillas y nos arrastra como efímeras flotando a la deriva: miran al sol y, en un instante, no queda nada.

»El que duerme y el muerto, ¡cuán semejantes son! Sin embargo, el que duerme se despierta y abre los ojos, mientras que nadie regresa de la muerte. ¿Y quién puede saber cuándo ha de llegar su último día? Cuando los dioses se reúnen, deciden tu destino, fijan tu vida y tu muerte, mas el momento de la muerte no lo revelan».