LIBRO VII
«Hermano amado», dijo Enkidu, «esta noche tuve un sueño terrible. Soñé que habíamos ofendido a los dioses. Se reunían en consejo y Anu decía: “Han dado muerte al Toro Celeste y han matado a Humbaba, guardián del Bosque de los Cedros. Por lo tanto, uno de ellos debe morir”. Y le respondía entonces Enlil: “Enkidu, no Gilgamesh, habrá de morir”[238]».
Cayó enfermo Enkidu. Se tumbó en el lecho, presa de aflicción, manaban sus lágrimas como torrentes. Dijo a Gilgamesh: «Amigo querido, hermano querido, me llevan de tu lado y no regresaré. Me sentaré junto a los muertos del inframundo y nunca volveré a contemplar a mi hermano querido»[239].
Cuando oyó las palabras de su amigo, Gilgamesh lloró, bajaron las lágrimas por sus mejillas. Le dijo a Enkidu: «Mi queridísimo hermano, has sido un hombre cabal, pero ahora profieres palabras sin sentido. ¿Cómo sabes que tu sueño no es favorable? El miedo hace que tus labios zumben como moscas».
Dijo Enkidu: «Hermano amado, anoche tuve un segundo sueño adverso[240]. Los cielos tronaban, la tierra contestaba y yo me encontraba en una llanura sombría. Aparecía una criatura con cabeza de león, espantoso era su rostro, tenía zarpas de león y garras y alas de águila. Se abalanzó sobre mí, me agarró del cabello, intenté luchar, pero de un golpe me hizo tambalearme como una balsa; saltó sobre mí, como un toro pisoteó mis huesos. “¡Gilgamesh, sálvame, sálvame!”, gritaba. Pero tú no me salvabas. Sentías miedo y no venías. La criatura me tocó y de repente mis brazos se cubrieron de plumas, me los ató detrás y me arrastró hasta el inframundo, la casa de la oscuridad, el hogar de los muertos, el lugar de donde nadie regresa a la dulce tierra. Sus habitantes viven en la oscuridad, el polvo es su alimento, la arcilla es su bebida, visten ropajes con plumas como los pájaros, jamás ven la luz y todo allí está cubierto de polvo. Al entrar en aquella casa, miré, y a mi alrededor había coronas apiladas, vi reyes orgullosos que habían gobernado la tierra, que habían ofrecido carne asada a los dioses y agua fresca y pasteles a los difuntos. Vi allí a sumos sacerdotes y a sus acólitos, a exorcistas y profetas, a extáticos y a estólidos, vi a Etana, el monarca primigenio, a Sumuqan, el dios de los animales salvajes, y a Ereshkigal, la sombría reina del inframundo. Belet-seri[241], su escriba, estaba arrodillado ante ella y leía una tablilla en la que está escrito el día del fin de cada mortal. Al advertir mi presencia, la reina me miró con dureza y dijo: “¿Quién ha traído aquí a este nuevo habitante?”».
Dijo Gilgamesh: «Aunque suene adverso, este sueño podría ser un buen presagio. Los dioses envían sueños sólo a los que están sanos, nunca a los enfermos, así que es un hombre sano quien ha soñado[242]. Rogaré ahora a los grandes dioses para que nos ayuden. Rogaré a Shamash y a tu dios; a Anu, padre de los dioses; a Enlil, el consejero, y a Ea, el sabio[243], les rogaré que muestren compasión hacia ti, y luego mandaré hacer una estatua de oro puro a tu imagen[244]. No temas, amigo querido, pronto te sentirás mejor, esta imagen votiva te devolverá la salud[245]».
Dijo Enkidu: «No hay estatua de oro que pueda sanar este mal, amigo amado. Aquello que Enlil ha decidido no puede modificarse. Mi destino está sellado y nada hay que puedas hacer».
A la primera luz del alba, clamó Enkidu a Shamash, alzó la cabeza y las lágrimas corrieron por sus mejillas. «Me dirijo a ti, Señor, pues de improviso el destino se ha vuelto en mi contra[246]. Y pues aquel miserable trampero que me encontró cuando vivía libre ha destruido mi vida, arruina su sustento, haz que regrese a casa de vacío, que ningún animal caiga en sus trampas y, si lo hiciera, que se escabulla como la bruma y perezca de hambre por haberme traído hasta aquí[247]».
Tras hartarse de maldecir al cazador, maldijo también a Shamhat, la sacerdotisa de Ishtar. «Te asigno, Shamhat, un destino eterno, te maldigo por siempre, y ojalá que la maldición te alcance mientras salen aún estas palabras de mi boca. Que jamás poseas un hogar y una familia, jamás un hijo propio al que cuidar, que tu esposo prefiera a las muchachas más jóvenes y hermosas[248], y que te golpee como una mujer golpea las esteras de su casa[249], que nunca consigas brillantes vasos de alabastro ni plata resplandeciente, que agradan a los hombres, que tu tejado se llene de goteras y no haya carpintero que las tape, que los perros salvajes se instalen en tu dormitorio[250], que las lechuzas aniden en tu sobrado, que los borrachos te vomiten encima, que la pared de una taberna sea tu lugar de trabajo, que vayas vestida con andrajos y ropa interior mugrienta, que las esposas indignadas te demanden, que las espinas y las zarzas derramen la sangre de tus pies, que los jóvenes se burlen de ti y la muchedumbre te escarnezca cuando pases por las calles[251]. Esta será tu recompensa, Shamhat, por haberme seducido en el monte cuando era fuerte, inocente y libre».
El brillante Shamash, el protector, escuchó su ruego. Entonces del cielo surgió la voz divina: «Enkidu, ¿por qué maldices a la sacerdotisa Shamhat? ¿Acaso no fue ella quien te ofreció un pan digno de un dios y cerveza digna de un rey, quien te vistió con gloriosas vestiduras y te entregó al gran Gilgamesh como tu íntimo amigo? Ahora él te hará reposar en un lecho de honor[252], te depositará en unas regias andas, a su izquierda hará colocar tu estatua en el lugar de descanso, los príncipes de la tierra besarán sus pies, el pueblo de Uruk te llorará, y cuando te hayas ido, vagará por el monte con el cabello enmarañado y una piel de león».
Cuando Enkidu escuchó estas palabras, se apaciguó su airado corazón. Reflexionó sobre Shamhat y dijo: «Te asigno, Shamhat, un destino diferente, mi boca que antes te maldijo te bendice ahora. Que seas adorada por nobles y príncipes, que a tres kilómetros de distancia tu amante tiemble de excitación y a la mitad se muerda los labios por deseo de los tuyos, que el guerrero ansíe yacer desnudo a tu lado, que Ishtar te dé amantes generosos cuyos cofres rebosen de joyas y oro, y que la que fue siete veces madre sea abandonada por tu causa».
Luego dijo Enkidu a Gilgamesh[253]: «Tú que has caminado junto a mí, firme ante tantos peligros, recuérdame, nunca olvides lo que he soportado».
El día que Enkidu tuvo aquellos sueños, comenzó a menguar su fuerza. Estuvo mortalmente enfermo durante doce largos días, yació agonizante en su lecho, incapaz de descansar, y empeoró de día en día[254]. Finalmente, se incorporó y llamó a Gilgamesh: «¿Me has abandonado, amigo querido? Me dijiste que vendrías en mi ayuda cuando sintiese miedo, mas no puedo verte, no has acudido a ahuyentar este peligro. ¿Acaso no éramos inseparables tú y yo?»[255].
Al escuchar el estertor de la muerte, gimió Gilgamesh como un pichón y su rostro se ensombreció. «Aguarda, amado, no me abandones. Tú, el más querido de los hombres, no te mueras, no les permitas que te aparten de mí»[256].