LIBRO XI

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Dijo Gilgamesh a Utnapishtim: «Imaginaba que serías semejante a un dios. Pero tu apariencia es como la mía, no eres diferente. Mi intención era luchar contra ti, pero ahora que estoy ante ti, ahora que veo quién eres, no puedo luchar, algo me retiene. Dime, ¿cómo es que tú, un mortal, venciste a la muerte y te uniste a la asamblea de los dioses y se te concedió vida eterna?».

Dijo Utnapishtim: «Te revelaré un misterio, un secreto de los dioses. Ocurrió en Shuruppak, la antigua ciudad a orillas del Éufrates, que tú conoces bien. Yo viví allí en un tiempo, fui su rey en un tiempo, hace ya mucho, cuando los grandes dioses decidieron enviar el Diluvio[295]. Cinco dioses decidieron y se conjuraron para mantener su plan secreto: Anu, el padre de todos ellos; Enlil, el consejero; Ninurta, el mayordomo de los dioses, y Ennugi, su alguacil. También Ea, el más astuto de los dioses, había prestado el juramento, pero yo le escuché susurrando el secreto al cercado de juncos que rodeaba mi casa. “Cercado, cercado, presta atención a mis palabras. Rey de Shuruppak, apresúrate, apresúrate, echa abajo tu casa y construye un gran barco, abandona tus posesiones, salva tu vida. El barco habrá de ser cuadrado, de modo que su longitud sea igual a su anchura. Construye un tejado que lo cubra, de la misma forma que el Gran Abismo[296] está cubierto por la tierra. Reúne entonces y embarca en él ejemplares de toda criatura viviente”.

»Comprendí las palabras de Ea y dije: “Mi señor, obedeceré tus órdenes exactamente como me las has transmitido. Mas ¿qué diré cuando la gente me pregunte por qué construyo tan gran embarcación?”.

»Respondió Ea: “Contéstales que Enlil te aborrece, que no puedes vivir en esta ciudad por más tiempo, ni tampoco caminar sobre la tierra, que pertenece a Enlil; que es tu destino descender al Gran Abismo y vivir con Ea, tu señor, y que Ea dejará llover abundancia sobre ellos. Todos ellos recibirán lo que quieren, y aún más[297]”.

»Diseñé la estructura, dibujé los planos[298]. Con las primeras luces del alba, todos se reunieron, los carpinteros trajeron sus sierras y sus hachas, los cesteros trajeron sus piedras para alisar, los cordeleros trajeron sus cuerdas y los niños llevaban el betún. También los pobres ayudaban en la medida de sus posibilidades, unos cargaban tablones, otros clavaban clavos, otros cortaban madera[299]. Al final del quinto día, el casco estaba terminado: las cubiertas tenían una extensión de tres mil seiscientos metros cuadrados[300], medían los costados sesenta metros[301] de alto. Construí seis cubiertas, de modo que la altura del barco se dividía en siete[302]. Dividí cada cubierta en nueve compartimentos, introduje cuñas de desagüe en todos los agujeros, hice acopio de palos y otros enseres, vertí en el crisol once mil litros[303] de betún y de él once mil litros de pez salieron. Trajeron los carreteros once mil litros de aceite: un tercio se empleó en el calafateado, y se reservaron dos tercios que almacenó el barquero. Todos los días sacrificaba toros para mis trabajadores. Sacrificaba ovejas, les daba barriles de cerveza y vino, y ellos los bebían como si fuera agua del río. Una vez estuvieron terminados todos los trabajos del barco, lo festejamos como si fuera el Año Nuevo. Al amanecer distribuí aceite para el ritual, y para la puesta de sol el barco estaba preparado. La botadura fue complicada. Deslizamos el barco sobre troncos hasta el río y lo largamos hasta que estuvo sumergido en dos tercios. Cargué en él todas mis preciadas posesiones: todo mi oro y mi plata, toda mi familia, todos mis parientes, todas las especies animales, salvajes y domésticas, así como obreros y artesanos de todas las clases.

»Entonces Shamash anunció que el momento había llegado. “Entra en el barco ahora, sella la escotilla”. Miré al cielo, su vista infundía pavor. Entré en el barco. A Puzur-amurri, el carpintero de ribera, el hombre que selló la escotilla, le regalé mi palacio[304] con todas sus riquezas.

»Con la primera luz del alba, una inmensa nube negra se alzó sobre el horizonte y cruzó el cielo. En su interior rugía Adad, el dios de la tormenta, mientras Shullat y Hanish, los dioses gemelos de la destrucción, le precedían surcando montañas y valles. Nergal, dios de la peste, derribó los diques del Gran Abismo, Ninurta abrió las compuertas del rielo, los dioses infernales centellearon y prendieron fuego a toda la tierra. Un silencio mortal se extendió por el cielo y la luz se tornó en tinieblas. La tierra se quebró como un cuenco de arcilla. Todo el día, sin cesar, soplaron los vientos de tormenta, llovió, luego se desencadenó el Diluvio, arrasando a los hombres como lo hace la guerra. No se podía ver entre tanta lluvia, caía cada vez con más fuerza, tan densa que no podrías ver tu propia mano delante de los ojos[305]. Incluso los dioses se sentían asustados. El agua subió y subió hasta que los dioses huyeron al palacio de Anu en lo más alto del cielo[306]. Mas Anu había cerrado las puertas. Como perros se acurrucaron los dioses contra el muro del palacio.

»Aruru[307], la de dulce voz, madre de los hombres, chillaba como una parturienta: “¡Ojalá nunca se hubiera alzado el día en el que proferí perversas palabras en el consejo de los dioses[308]! ¿Cómo pude acceder a que perecieran mis hijos enviándoles el Gran Diluvio? He dado a luz a la raza humana, sólo para verlos llenar el océano como peces”. Los otros dioses se lamentaban junto a ella; se sentaron y la escucharon, y lloraron. Sus labios estaban resecos, cubiertos de costras[309].

»Por seis días y siete noches, la tormenta arrasó la tierra. Al séptimo día, cesó el aguacero. El océano se calmó. No se veía tierra alguna, únicamente agua hacia dondequiera que mirase, tan lisa como un tejado[310]. No había vida alguna. La raza humana se había convertido en arcilla. Abrí una compuerta y la bendita luz del sol cayó sobe mí; entonces me arrodillé y lloré. Cuando me levanté y miré a mi alrededor, apareció ante mí, a menos de un kilómetro[311], la línea de la costa. Sobre el monte Nimush quedó varado el barco, la montaña lo retuvo y no lo liberó. Por seis días y siete noches, la montaña no lo liberó[312]. Al séptimo día, cogí una paloma y la solté. Partió la paloma, mas regresó al barco, pues no halló lugar donde posarse. Esperé, cogí entonces una golondrina y la solté. Partió la golondrina, mas regresó al barco, pues no halló lugar donde posarse. Esperé, entonces cogí un cuervo y lo solté. Partió el cuervo y, al retirarse el agua, halló una rama y se posó en ella, picoteó, alzó el vuelo y no regresó.

»Cuando las aguas se hubieron secado y apareció la tierra, puse en libertad a los animales que tenía conmigo, sacrifiqué una oveja en la cumbre de la montaña y se la ofrecí a los dioses. Luego dispuse dos hileras de siete vasos rituales, quemé unos juncos y ramas de cedro y mirto. Los dioses percibieron la fragancia, olieron la dulce fragancia y, como moscas, se arremolinaron alrededor de las ofrendas.

»Cuando llegó Aruru, elevó al cielo su collar de lapislázuli[313], regalo de Anu cuando comenzaron sus amoríos. “Juro por este precioso ornamento que jamás olvidaré estos días. Que todos los dioses acudan al sacrificio, excepto Enlil, pues imprudentemente envió el Gran Diluvio y destruyó a mis hijos”.

»Llegó entonces Enlil. Al ver el barco, se enfureció, mostró su ira contra los otros dioses. “¿Quién ayudó a estos humanos a escapar? ¿Acaso no debía el Diluvio destruirlos a todos?”.

»Respondió Ninurta: “¿Quién sino Ea, el más astuto de nosotros, podría idear tal cosa?”.

»Dijo Ea al consejero Enlil: “Tú, el más sabio y valiente de los dioses, ¿cómo pudiste ser tan imprudente como para enviar el Gran Diluvio[314] para destruir a la humanidad? Se debe castigar al pecador por sus pecados, castigar al criminal por su crimen, mas sé clemente, no permitas que mueran todos los hombres a causa de los pecados de algunos. En lugar de un diluvio, deberías haber enviado leones que diezmaran a la raza humana, o lobos, o una hambruna, o una plaga mortal[315]. Por lo que respecta a mi solemne juramento, yo no revelé el secreto de los dioses, sólo se lo susurré a un cercado de juncos y, al parecer, Utnapishtim lo oyó[316]. Ahora tú debes decidir cuál ha de ser su destino”.

»Subió entonces Enlil al barco, tomó mi mano, me hizo salir y luego hizo salir a mi esposa. Nos ordenó arrodillarnos delante de él, tocó nuestras frentes y, de pie entre nosotros, nos bendijo: “Escuchadme, oh dioses: Hasta ahora, Utnapishtim era un hombre mortal. Mas a partir de ahora, él y su esposa serán dioses como nosotros, vivirán para siempre, lejos, en la fuente de los ríos[317]”. Y aquí vivimos.

»Y ahora, Gilgamesh, ¿quién reunirá a los dioses por tu bien? ¿Quién los convencerá para que te concedan la vida eterna que buscas? ¿Cómo sabrán que la mereces? Supera primero esta prueba: permanece, sin más, despierto durante siete días. Vence al sueño, y quizás vencerás a la muerte[318]».

Se sentó, pues, Gilgamesh contra un muro para comenzar la prueba. Nada más sentarse, el sueño lo envolvió como la niebla.

Dijo Utnapishtim a su esposa: «¡Mira a este! Quería vivir eternamente, pero, en cuanto se sentó, el sueño lo envolvió como la niebla».

Dijo su esposa: «Tócalo en el hombro, despiértalo, déjale partir. Que salga por donde entró y regrese sano y salvo a su tierra».

Dijo Utnapishtim: «Todos los hombres son embusteros. Cuando despierte, observa cómo intenta engañarnos. Anda, hornea un pan por cada día que duerma, colócalos en fila junto a él y haz una marca en el muro por cada pan».

Horneó ella los panes y los colocó junto a Gilgamesh, haciendo una marca por cada día que dormía. El primer pan estaba duro como una piedra, el segundo seco como el cuero, el tercero estaba encogido, el cuarto tenía una costra blanquecina, el quinto estaba mohoso, el sexto estaba rancio, el séptimo pan aún estaba sobre las brasas cuando Utnapishtim se acercó a él y lo tocó. Gilgamesh se despertó sobresaltado y dijo: «Estaba a punto de dormirme cuando sentí cómo me tocabas».

Respondió Utnapishtim: «Mira ahí, amigo, cuenta esos panes que mi esposa horneó y colocó ahí mientras dormías sentado. El primero, duro como una piedra, lo horneó hace una semana, este que parece cuero lo horneó hace seis días, y siguió haciéndolo el resto de los días que permaneciste dormido aquí sentado. Mira, están marcados en el muro que tienes detrás»[319].

Clamó entonces Gilgamesh: «¿Qué haré?, ¿adónde me dirigiré ahora? La muerte me ha atrapado, merodea en mi alcoba, y dondequiera que miro, a dondequiera que me vuelvo, sólo hay muerte».

Dijo Utnapishtim al barquero: «Esta es la última vez, Urshanabi, que se te permite cruzar el vasto océano y alcanzar esta orilla. Respecto a este hombre, está sucio y cansado, su cabello está enmarañado y las pieles de los animales han velado su belleza. Llévalo al baño y lava sus cabellos, despójale de sus pieles de animal y deja que las olas del océano se las lleven, humedece su cuerpo con fragante aceite, recoge su cabello con una brillante cinta nueva y vístelo con magníficas vestiduras dignas de un rey. Permanezcan sus ropas impolutas, como si fuesen nuevas, hasta que llegue al final de su viaje».

Lo llevó Urshanabi al baño, lavó sus cabellos, le despojó de sus pieles de animal y dejó que las olas del océano se las llevasen, humedeció su cuerpo con fragante aceite, recogió su cabello con una brillante cinta nueva y lo vistió con magníficas vestiduras dignas de un rey. Embarcaron entonces Gilgamesh y Urshanabi, tomaron impulso y la pequeña barca comenzó a alejarse de la orilla.

Mas dijo la esposa de Utnapishtim: «Espera, este hombre recorrió un largo camino, soportó muchas penalidades para llegar hasta aquí. ¿No has de darle nada para su viaje de regreso?».

Al escuchar estas palabras, Gilgamesh hizo virar la barca y regresó a la orilla. Dijo Utnapishtim: «Gilgamesh, has recorrido un largo camino, has soportado muchas penalidades. Ahora te daré algo para tu viaje de regreso, un misterio, un secreto de los dioses. Existe un pequeño arbusto espinoso que crece en las aguas del Gran Abismo, tiene puntas afiladas que pincharán tus dedos como las espinas de una rosa. Si encuentras esta planta[320] y la traes a la superficie, hallarás el secreto de la juventud».

Cavó Gilgamesh un pozo en la orilla que bajaba hasta el Gran Abismo[321]. Ató dos pesadas piedras a sus pies que lo llevaron hasta las profundidades. Halló la planta, la agarró, se pinchó los dedos, sangraron, cortó la cuerda de las piedras, su cuerpo salió a la superficie y las olas lo devolvieron, dando boqueadas, a la orilla.

Dijo Gilgamesh a Urshanabi: «Ven, mira esta maravillosa planta, el antídoto del temor a la muerte. Con ella regresaré a la juventud que una vez disfruté. La llevaré a Uruk, pondré a prueba su poder observando qué ocurre cuando la toma un anciano. Si es efectiva[322], la tomaré yo también y volveré a ser un joven sin cuidados».

Tras recorrer más de seiscientos kilómetros, se detuvieron a comer, tras otros mil, acamparon[323]. Gilgamesh vio una charca de agua fresca. Dejó la planta en el suelo y entró para bañarse. Una serpiente olió su fragancia, se deslizó sigilosamente y se apoderó de la planta. Mientras se alejaba, se desprendió de su piel[324].

Cuando Gilgamesh vio lo que la serpiente había hecho, se sentó y lloró. Dijo al barquero: «¿Qué haré ahora? Todos mis esfuerzos han sido en vano. ¡Oh Urshanabi!, ¿para esto trabajaron mis manos?, ¿para esto derramé la sangre de mi corazón? No he obtenido ningún beneficio para mí, y he perdido la planta maravillosa víctima de un reptil[325]. La arranqué de las profundidades, ¿cómo podría ahora encontrar de nuevo aquel lugar? ¡Dejamos, además, nuestra pequeña barca en la orilla![326]».

Tras recorrer más de seiscientos kilómetros, se detuvieron a comer, tras otros mil, acamparon.

Cuando por fin llegaron, Gilgamesh dijo a Urshanabi: «Estas son las murallas de Uruk, ciudad con la que ninguna otra de la tierra puede compararse. Mira cómo sus baluartes brillan como cobre al sol. Asciende por la escalera de piedra, más antigua de lo que la mente puede imaginar; llégate al templo del Eanna, consagrado a Ishtar, un templo cuyo tamaño y belleza no ha igualado ningún rey; camina sobre la muralla de Uruk, recorre su perímetro en torno a la ciudad, escruta sus soberbios cimientos, examina su labor de ladrillo, ¡cuán diestra es!; repara en las tierras que circunda: en sus palmeras, sus jardines, sus huertos, sus espléndidos palacios y templos, sus talleres y mercados, sus casas, sus plazas».