LIBRO VI
Cuando regresaron a Uruk, la bien murada, Gilgamesh se bañó, lavó su cabello enmarañado y lo soltó sobre su espalda, se despojó de sus vestiduras sucias y ensangrentadas, vistió una túnica de la mejor lana, se envolvió en un manto púrpura con adornos dorados, lo ciñó con un amplio fajín con flecos y se puso su corona[202].
La diosa Ishtar puso sus ojos en él, contempló su esplendor de varón, su corazón se enamoró locamente, sus lomos ardieron de deseo[203].
«Ven aquí, Gilgamesh», dijo Ishtar, «cásate conmigo[204], entrégame tus deliciosos frutos, sé mi esposo, sé mi dulce hombre. Te entregaré riquezas que superan todos tus sueños: mármol y alabastro, marfil y jade[205], hermosas sirvientas de ojos verdeazulados[206], un carro de lapislázuli con ruedas doradas y cuernos de ámbar[207], tirado por mulas gigantes como demonios de la tormenta[208]. Cuando entres en mis templos fragantes de cedro, los sumos sacerdotes se postrarán y besarán tus pies, reyes y príncipes se arrodillarán ante ti, te traerán tributo desde oriente y desde occidente. Y bendeciré todo aquello que posees, tus cabras parirán trillizos, tus ovejas gemelos, tus burros serán más veloces que cualquier mula, tus caballos de tiro vencerán en cualquier carrera, tus bueyes serán la envidia del mundo. Estos son los menores de los dones que derramaré sobre ti. Ven aquí, sé mi dulce hombre[209]».
Dijo Gilgamesh: «Tu precio es demasiado elevado, tales riquezas superan todos mis medios. Dime, ¿cómo podría devolvértelas, aunque te regalase joyas, perfumes, ricos vestidos? ¿Y qué será de mí cuando tu corazón se aparte de mí y tu deseo se apague?[210]
»¿Por qué habría de desear ser el amante de un horno quebrado que se enfría, de una puerta ligera que el viento arranca, de un palacio que se desploma sobre sus fieles defensores, de un ratón que acaba royendo su segura guarida de junco[211], del betún que ennegrece las manos del artesano, de un odre lleno de agujeros que se derrama sobre su propietario, de la cal que se desmorona y hace caer una sólida muralla de piedra[212], de un ariete que echa abajo las defensas de una ciudad aliada[213], de una sandalia que lastima el pie de su propietario?
»¿A cuál de tus esposos has amado para siempre? ¿Quién pudo satisfacer tus insaciables deseos?[214] Deja que te recuerde cuánto sufrieron, cómo todos ellos encontraron amargo final[215]. Recuerda qué le ocurrió a aquel hermoso joven, Tammuz: lo amaste cuando ambos erais jóvenes; luego mudaste de parecer, lo enviaste al inframundo[216], y lo condenaste a ser llorado un año tras otro. Amaste a la carraca de brillantes colores[217]; luego mudaste de parecer, la atacaste y quebraste sus alas, y ahora permanece en los árboles llorando ¡U-ii! ¡U-ii![218] Amaste al león de fuerza inigualable; luego mudaste tu actitud y cavaste siete trampas para él, y cuando cayó, lo dejaste morir[219]. Amaste al fogoso semental, animoso en el combate; luego mudaste tu actitud, y lo condenaste a sufrir el látigo y las espuelas, a galopar sin descanso[220], con un freno en la boca, a enturbiar el agua que bebe de la poza[221]; y para su madre, la diosa Silili[222], decretaste un lamento que nunca ha de cesar. Amaste al pastor, el señor de los rebaños, que cada día cocía pan en tu honor y te ofrecía asado un cabrito recién sacrificado; luego mudaste de parecer, lo tocaste y se convirtió en lobo, y ahora sus propios pastores lo ahuyentan, y sus propios perros se arrojan sobre sus muslos hirsutos. Amaste al jardinero Ishullanu, que cada día te traía canastos con dátiles recién cogidos para adornar tu mesa. Te encaprichaste de él, te aproximaste a él y dijiste: “Dulce Ishullanu, déjame saborear tu vara, toca mi vagina, acaricia mi joya”[223], pero él respondió frunciendo el ceño: “¿Por qué habría de comer tu putrefacto banquete? ¿Qué puedes ofrecerme que no sea el pan de la deshonra, la cerveza de la vergüenza, y finos juncos para cubrirme cuando sople el viento frío?”. Pero tú insististe con tus dulces palabras y finalmente accedió; luego mudaste de parecer, lo convertiste en[224] sapo[225] y lo condenaste a vivir en su jardín arruinado. ¿Por qué habría de ser diferente mi suerte? Si me convierto en tu amante, me tratarías con la misma crueldad con que los trataste a ellos».
Explotó Ishtar de furia, comenzó a gritar. Airada y llorosa ascendió a los cielos, hasta su padre Anu[226] y su madre Antu, lágrimas de dolor corrían por sus mejillas. «¡Padre, Gilgamesh me ha calumniado! ¡Ha proferido contra mí los peores insultos, ha dicho cosas horribles, imperdonables!».
Dijo Anu a la princesa Ishtar: «¿No puede ser que provocaras tú esto? ¿Trataste de seducirlo? ¿O acaso comenzó a insultarte sin motivo?».
Dijo Ishtar: «Por favor, padre, te lo ruego, préstame el Toro Celeste tan sólo por un rato. Quiero llevarlo a la tierra, quiero dar muerte al mentiroso Gilgamesh y destruir su palacio. Si te niegas, derribaré las puertas del inframundo y un millón de espíritus hambrientos subirán a devorar a los vivos[227], y superarán los muertos a los vivos».
Dijo Anu a la princesa Ishtar: «Pero, si te entrego el Toro Celeste, Uruk padecerá una hambruna durante siete largos años. ¿Has provisto a la gente de grano para siete años y de forraje al ganado?[228]».
Contestó Ishtar: «Sí, naturalmente he hecho acopio de grano y forraje, he almacenado suficiente, más que suficiente, para siete años».
Cuando Anu escuchó estas palabras, ordenó que trajesen al Toro Celeste y le entregó el ronzal a la princesa Ishtar. Ishtar lo condujo a la tierra, el toro entró y bramó, la tierra entera se estremeció, los torrentes y las marismas se secaron, el agua del Éufrates descendió tres metros[229]. Cuando el toro bufó, se abrió una grieta en la tierra y cien guerreros cayeron en ella y murieron. Bufó de nuevo, se abrió una grieta en la tierra y doscientos guerreros cayeron en ella y murieron. Cuando bufó por tercera vez, se abrió una grieta en la tierra y Enkidu cayó en ella, hundido hasta la cintura. Salió y asió al toro por los cuernos, y este derramó sus babas sobre el rostro de Enkidu, alzó su cola y esparció estiércol sobre él. Gilgamesh acudió en su ayuda gritando: «Amigo querido, continúa luchando, juntos lo venceremos»[230]. Enkidu rodeó al toro hasta su trasera, lo asió de la cola y le puso el pie sobre las ancas; entonces Gilgamesh, como un hábil matarife, se acercó resueltamente y le hundió su puñal entre las paletas y la testuz.
Una vez muerto el Toro Celeste, le arrancaron el corazón y se lo ofrecieron a Shamash. Entonces los dos héroes se postraron ante él y se sentaron, el uno junto al otro, como hermanos.
Ishtar estaba furiosa. Trepó a lo más alto de la gran muralla de Uruk y, retorciéndose de dolor, lloró: «Gilgamesh no sólo me calumnió; bestia de él, ahora ha dado muerte a su propio castigo, el Toro Celeste».
Cuando Enkidu escuchó estas palabras, rompió a reír, se agachó, arrancó uno de los muslos del Toro y lo arrojó al rostro de Ishtar. «¡Si te agarrara, haría lo mismo contigo, te haría trizas y colgaría de tus brazos las tripas del Toro!».
Reunió Ishtar a sus sacerdotisas, aquellas que se ofrecen a todos los varones en su honor[231]. Colocaron el muslo ensangrentado del Toro sobre el altar e iniciaron un solemne lamento.
Convocó Gilgamesh a sus maestros artesanos. Se maravillaron ante la contemplación de los gigantescos cuernos. Cada cuerno estaba hecho de quince kilos[232] de lapislázuli, era grueso como la longitud de dos pulgares y entre ambos podían albergar mil quinientos litros[233] de aceite. Tal fue la cantidad que Gilgamesh ofreció para ungir la estatua de su padre. Después, hizo colgar los dos enormes cuernos en la capilla dedicada a Lugalbanda[234].
Los dos amigos se lavaron en el río[235] y regresaron a palacio de la mano. Pasearon en su carro por las principales avenidas, y el pueblo los saludaba y vitoreaba al verlos.
Dijo Gilgamesh a sus cantoras[236]: «Decidme: ¿Quién es el más hermoso de los hombres? Decidme: ¿Quién es el más valiente de los héroes? Gilgamesh: él es el más hermoso de los hombres; Enkidu: él es[237] el más valiente de los héroes. Somos nosotros quienes, encolerizados, arrojamos el muslo del Toro al rostro de Ishtar, y ahora, en las calles, no tiene quien la vengue».
Aquella noche hubo cánticos y celebración en el palacio. Después, al apoderarse el sueño de los guerreros, Enkidu tuvo un sueño terrible. Cuando despertó, dijo a Gilgamesh: «Amigo querido, ¿por qué se han reunido los dioses?».